Los que
somos amigos con especial predilección de la obra de autor somos conscientes de
que esa relación dual con el creador, las más de las veces, será casi siempre
satisfactoria. Demandar o necesitar un extracto, un matiz, una manera o una
aproximación a lo mismo está en perfecta sintonía con lo que
el artista, con diferentes entretelas, ensanchamientos y contexturas, dará a
luz. Ese esencialmente lo mismo que sella, define y moldea el
corpus creativo de Patrick
Modiano, de los mejores escritores franceses vivos, ha venido filtrando
esos anhelos característicos de su obra, que lo son muchas veces físicos,
psíquicos, extraviados e incluso amnésicos, y que suelen situarle en París para
sacudir o agitar esa inmanente relación, casi mítica, diríamos, de sus
personajes con, seguramente, la ciudad más literaria. Es precisamente en esta
vinculación moderna del hombre y la ciudad, en su vibración y en la generación
trasmutada de su identidad, donde se encienden y se apagan esas notas de
accidental y buscado biografismo que suele también ser ingrediente esencial del
universo Modiano. Glosario común esplendente, aunque también con
sus oscurecidos anversos, que tutela también ese signo editor, recolector y
rastreador, al tiempo, de mismidades singulares, que distingue en uno de sus
semas a la editorial Cabaret Voltaire. En su catálogo, y en lo que
garantizan como un chispeo entusiasta para una temporada otoño-invierno de
sugerentes títulos (que ya avistamos con nombres como el de Cocteau, Chukri o Crébillon),
acaban de dar cabida a una de las novelas centrales de la producción del de
Boulogne-Billancourt, Barrio perdido. Una suerte de reflejo
memorial, intrigante y fantasmal, donde nitidez, recuerdo y sueño describen una
nueva agudeza en la experiencia de lo real. Nos dejamos, cómo no, nos perdemos.
Perderse y encontrarse con Patrick Modiano es, como decimos,
síntoma claro de la confusión ensoñadora y cerebral que inunda los perfiles de
sus personajes literarios en los que, también dicho, mucho se vierte él mismo.
En ellos, caída libre mediante en un juego espiral espacio-temporal, enigmático
y atractivo (gran talento de la creación del autor), laberintos desdibujados
del pasado se confunden con esbozos de un tiempo presente a veces casi tan
irreal como esos retazos con los que enmaraña la memoria. En ese contexto psicológico,
que mucho tiene también de una especie de thriller, sus finísimas
descripciones que nos llevan a un tórrido París en el mes de julio nos
presentan pronto al protagonista de la historia, Ambrose Guise, un
escritor de origen francés más o menos comercial de novelas policíacas -para
seguir dando vueltas de tuerca y hacer metástasis continua de cierta linfa de
su género- que, residente en Inglaterra y tras 20 años sin pisar su país, se
cita en París con su editor japonés. Volver a la ciudad le devuelve a un pulso
magnético con una urbe que callejea a pie o en taxi y, después de salvar su
asunto profesional, es inevitable dejarse absorber por las grietas que,
en un sofocante París, le tragan y le escupen de una avenida a otra, de
encuentros a desencuentros, de una plaza a un café, de un personaje a otro y,
más significativamente, del presente al pasado y viceversa. En una carrera de flashbacks y
en un desfile de personajes fulgentes y misteriosos que van desentramando la
cada vez más interesante y maculada identidad de Ambrose Guise,
mucho más Jean Dekker en una ciudad de luces que aturden y
ciegan, el lector siente una embriaguez onírica, en ocasiones sutilmente
delirante, de esa falsa realidad y el encuentro esquivo, y desestabilizante,
con lo real. Con esa precisión de lo impreciso y la completud (semántica, de
sentido, claro) de lo fragmentario de una obra 100% Modiano. Y aquí
es donde nos encontramos.
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