Por Gabriel García Márquez | 9 de diciembre, 2014
Ha sido una victoria mundial de la poesía. En un
siglo en que los vencedores son siempre los que pegan más fuerte, los que sacan
más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más
bellas, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte
de un hombre que no había hecho nada más que cantarle al amor. Es la apoteosis
de los que nunca ganan.Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres
generaciones —la nuestra, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos mayores—
teníarnos por primera vez la impresión de estar viviendo una catástrofe común,
y por las mismas razones. Los reporteros del a televisión le preguntaron en la
calle a una señora de ochenta años cuál era la canción de John Lennon que le
gustaba más, y ella contestó, como si tuviera quince: “La felicidad es una
pistola caliente”. Un chico que estaba viendo el programa dijo: “A mí me gustan
todas”. Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué
habían matado a John Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años:
“Porque el mundo se está acabando”.
Así es: la única nostalgia común que uno tiene con
sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos,
desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no
olvidaré nunca aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera
vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces
descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de Sar,
Angel, donde apenas; si teníamos dónde sentarnos, había sólo dos discos: una
selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles. Por toda la
ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres: “Help, I
need somebody». Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de
que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach.
Beethowen, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de
siempre: que se incluyera a Bosart. Alvaro Mutis, que como todo gran erudito de
la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos,
insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla en
favor de Berliotz, que yo libraba en contra porque no podía superar la
superstición de que es un oiseau de malheur, es decir, un
pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé, desde entonces, en incluir a los
Beatles. Emilío García Riera, que es taba de acuerdo conmigo y que es un
crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo
después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con un
cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de
mi vida”. Es el único caso que conozco de al guien con bastante clarividencia
para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno
entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a
máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio
de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música
de los Beatles a todo volumen.
Como sucede siempre, pensábamos entonces que
estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa
de la nostalgia, que quita de su lugar a los momentos amargos y los pinta de
otro color, y los vuelve a poner donde ya no duelen. Como en los retratos
antiguos, que parecen iluminados por el resplandor ilusorio de la felicidad, y
en donde sólo vemos con asombro cómo éramos de jóvenes cuando éramos jóvenes, y
no sólo los que estábamos allí, sino también la casa y los árboles del fondo, y
hasta las sillas en que estábamos sentados. El Che Guevara, conversando con sus
hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo alguna vez
que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene
hambre. En cambio, siempre empieza por la música. En realidad, nuestro pasado
personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos, pero sólo lo
sentimos pasar cuando se acaba un disco.
Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana
lúgubre donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima y todavía sin
saber muy bien quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que
el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a
cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la
barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de
vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y de otras drogas para
soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión
universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación
distinta entre los padres y los hijos, el principio de un nuevo diálogo entre
ellos que había parecido imposible durante siglos.
El símbolo de todo esto —al frente de los Beatles—
era John Lennon. Su muerte absurda nos deja un mundo distinto poblado de
imágenes hermosas. En Lucy in the sky, —una de sus
canciones más bellas—, queda un caballo de papel periódico con una corbata de
espejos. En Eleanor Rigby —con un bajo obstinado de cielos
barrocos— queda una muchacha desolada que recoge el arroz, en el atrio de una
iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “¿De dónde vienen los solitarios?”,
se pregunta sin respuesta. Queda también el padre Mac Kensey escribiendo un
sermón que nadie ha de oír, lavándose las manos sobre las tumbas, y una
muchacha que se quita el rostro antes de entrar en su casa y lo deja en un
frasco junto a la puerta para ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas
criaturas han hecho decir que John Lennon era un surrealista, que es algo que
se dice con demasiada facilidad de todo lo que parece raro, como suelen decirlo
de Kafka quienes no lo han sabido leer. Para otros, es el visionario de un
mundo mejor. Alguien que nos hizo comprender que los viejos no somos los que
tenemos muchos años, sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus
hijos.
Este texto fue publicado originalmente el 16 de diciembre de 1980 en El País
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