El párrafo es famoso. Pasó de
ser propiedad de los stendhalianos para convertirse en un trastorno psíquico
estudiado en todo el mundo y conocido clínicamente como “el síndrome de
Stendhal”. Hasta Dario Argento se sirvió de él, en 1996, como pretexto para
filmar, con ese título, una película de terror previsiblemente horrísona.
Leamos el párrafo tal cual aparece traducido por Elisabeth Falomir Archambault
en la pequeña edición ilustrada de El
síndrome del viajero. Diario de Florencia (Gadir, Madrid, 2011). Narró
así Stendhal, en su diario, con la fecha del 22 de enero de 1817, lo que le
sucedió en la iglesia de la Santa Croce en Florencia:
“Un
monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror
físico, me sentí sintiendo amistad por él. ¡También fray Bartolomeo de San
Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se le enseñó a Rafael,
y fue el precursor del Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la
amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la
capilla, en el ángulo noroeste, donde se encuentran los frescos del Volterrano.
Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la
cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del
Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que haya dado nunca la
pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia
y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto
en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así
decir. Había alcanzado este punto de emoción en que se encuentran las
sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos
apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el
corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había
agotado en mí, andaba con miedo a caerme.”
Hubo de
pasar siglo y medio para que la psiquiatra y psicoanalista italiana
Graziella Magherini, escribiera El
síndrome de Stendhal (1989),
una joya de la literatura clínica moderna. Es el relato, construido con un
preciso conocimiento de la tradición literaria de los viajes a Italia desde
Goethe hasta Freud, de las experiencias de Magherini, florentina ella misma, en
el servicio de urgencias psicológicas del dispensario de Santa Maria Nouva, al
cual llegaban (y llegan) turistas aquejados del síndrome de Stendhal, es decir,
víctimas de súbitas crisis nerviosas provocadas por la fatiga o la emoción en
los museos, los paseos y los monumentos.
Stendhal,
según leemos en Roma,
Napoles y Florencia (1826),
del cual el “diario florentino” recién reeditado sólo son unas pocas páginas,
se curó del ataque en la Santa Croce leyendo en un banco de la plaza un poema
de Ugo Foscolo que traía consigo. Para los pacientes de la Dra. Magherini, la
cura ha sido más fácil o más difícil, según se juzgue la pertinencia
existencial de la ayuda terapéutica en el mundo de hoy. A su dispensario (y
Magherini nos va relatando los casos con esa combinación de elegancia y confidencialidad
de la buena literatura psiquiátrica) llegaron pacientes como Inge, una
cuarentona originaria del extremo norte de Europa, que no pudo soportar la
soledad inverosímil de un domingo en Florencia y tratando de regresarse,
despavorida, a casa, terminó en el hospital. O como la sudafricana Elisabeth,
cuyos antecedentes de malestar mental la alcanzaron mientras turisteaba al
grado que hubo de contactar a su madre, en calidad de urgencia y descifrar su
estado de ánimo hurgando en las tarjetas postales que escribió, sin alcanzar a
enviárselas, a sus amigos. O el caso de la neoyorkina Nancy, de 51 años, que se
quedó paralizada, proverbialmente patidifusa, ante un Boticelli en la galería
Uffizi.
La
mayoría de las pacientes de la Dra. Magherini eran mujeres solteronas, cuyo
perfil socioeconómico les permitía viajar a Florencia en busca de una comunión
con el arte que, según El
síndrome de Stendhal, es
una obsesión del todo moderna, una forma de soledad sólo posible para el
turista, expuesto a una forma súbita de desarraigo desconocida para quien, por
ejemplo, peregrinaba en la Edad Media hacia los grandes centros religiosos.
Pero el turista contemporáneo tampoco es el viajero sólido en erudición y
doctrina a la manera de Goethe, quien hizo del viaje a Italia un prolongado
rito de iniciación, sino un osado irresponsable incapaz de calcular lo que
puede ocurrir cuando el cuerpo llega a un lugar, merced a los trenes y a los
aviones, antes que el alma. Si entiendo bien a la culta doctora, la impresión
artística, tal cual la sufrió Stendhal, desencadena, en personas bien
predispuestas por su hipersensibilidad, al florentino ataque de nervios. Pero
la mayoría de los turistas, probadamente insensibles en casa y en China, no
calificamos como propensos al reputado síndrome, otro privilegio,
supongo, de los happy
fewstendhalianos. La Dra. Magherini reporta que el síndrome afecta
a los paseantes solitarios, con tiempo para someterse a la tiranía de la
imaginación mórbida; rara vez se produce en viajeros reclutados en expediciones
colectivas y por ello, despiadadamente programadas.
Entre
los casos estudiados en El
síndrome de Stendhaltambién hay varones, como el bávaro Franz, un
ingeniero para el cual la expedición artística, según me lo imagino, equivalía
a un “mal viaje” alucinógeno anual que rompía su aburrimiento burgués o el de
Peter, un guía de turistas holandés que se colapsó cuando se decidió, contra lo
habitual, a hacerse acompañar de su esposa en Florencia.
En fin,
siempre hay que encontrar un pretexto para hablar de Stendhal, lo cual es otra
clase de urgencia psicológica. La reedición de su diario florentino, me ha dado
la oportunidad de aliviarme, consultando El
síndrome de Stendhal, una rareza que no es rara cuando se curiosea
en la bibliografía stendhaliana.
http://www.letraslibres.com/blogs/fragmentos/el-sindrome-de-stendhal
Fragmento de El síndrome del viajero - Stendhal - Francia
Florencia, 22 de enero de 1817
Anteayer, descendiendo el
Apenino para llegar a Florencia, mi corazón latía con fuerza. ¡Qué disparate!
Por fin, en una curva de la carretera, mi mirada se hundió en la llanura, y vi
de lejos, como una masa sombría, Santa María del Fiore y su famosa cúpula, obra
maestra de Brunelleschi. "¡Ahí vivieron Dante, Miguel Ángel, Leonardo da
Vinci! -me decía-, ¡he aquí esta noble ciudad, la reina de la Edad Media! Entre
estos muros se reconstruyó la civilización; allí Lorenzo de Médicis llevó tan
bien el papel de rey, y mantuvo una corte en la que, por primera vez desde
Augusto, no primaba el mérito militar". En fin, los recuerdos se me
agolpaban en el corazón, me hallaba incapaz de razonar, y me entregaba a la
locura como se entrega uno a la mujer que ama. Acercándome a la puerta de San
Gallo y a su pésimo arco de triunfo, hubiera abrazado de buen grado al primer
habitante de Florencia con el que me hubiera encontrado.
A riesgo de perder todas aquellas pequeñas pertenencias que lleva uno cuando viaja, abandoné el coche justo después de la ceremonia del pasaporte. He admirado vistas de Florencia tan a menudo que la conocía de antemano: pude caminar sin guía. Giré a la izquierda, pasé delante de un librero que me vendió dos descripciones de la ciudad (guía). Únicamente en dos ocasiones pregunté por mi camino a transeúntes que me respondieron con una cortesía francesa y un acento singular: por fin llegué a Santa Croce.
Ahí, a la derecha de la puerta, está la tumba de Miguel Ángel; más lejos, la tumba de Alfieri, de Canova: mi reconocimiento para esa gran figura de Italia. Veo entonces la tumba de Maquiavelo; frente a Miguel Ángel reposa Galileo. ¡Qué hombres! Y la Toscana podría añadir a Dante, Boccaccio y Petrarca. ¡Qué asombrosa reunión! Mi emoción es tan profunda que roza incluso la piedad. La oscuridad religiosa de esta iglesia, su tejado de armazón sencillo, su fachada sin terminar, todo aquello habla intensamente a mi alma. ¡Ah, si pudiera olvidar...! Un monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror físico, me descubrí sintiendo amistad por él. ¡También Fray Bartolomé de San Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se lo enseñó a Rafael, y fue el precursor de Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noreste, donde se encuentran los frescos del Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que me haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba, por así decir. Había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí y caminaba temeroso de caerme.
Me senté en uno de los bancos de la plaza de Santa Croce, releí con delicia estos versos de Foscolo que llevaba en mi cartera; no les veía ni un defecto, necesitaba la voz de un amigo compartiendo mi emoción:
A riesgo de perder todas aquellas pequeñas pertenencias que lleva uno cuando viaja, abandoné el coche justo después de la ceremonia del pasaporte. He admirado vistas de Florencia tan a menudo que la conocía de antemano: pude caminar sin guía. Giré a la izquierda, pasé delante de un librero que me vendió dos descripciones de la ciudad (guía). Únicamente en dos ocasiones pregunté por mi camino a transeúntes que me respondieron con una cortesía francesa y un acento singular: por fin llegué a Santa Croce.
Ahí, a la derecha de la puerta, está la tumba de Miguel Ángel; más lejos, la tumba de Alfieri, de Canova: mi reconocimiento para esa gran figura de Italia. Veo entonces la tumba de Maquiavelo; frente a Miguel Ángel reposa Galileo. ¡Qué hombres! Y la Toscana podría añadir a Dante, Boccaccio y Petrarca. ¡Qué asombrosa reunión! Mi emoción es tan profunda que roza incluso la piedad. La oscuridad religiosa de esta iglesia, su tejado de armazón sencillo, su fachada sin terminar, todo aquello habla intensamente a mi alma. ¡Ah, si pudiera olvidar...! Un monje se acercó a mí. En lugar de la repugnancia, que llega incluso al horror físico, me descubrí sintiendo amistad por él. ¡También Fray Bartolomé de San Marco fue monje! Ese gran pintor inventó el claroscuro, se lo enseñó a Rafael, y fue el precursor de Correggio. Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noreste, donde se encuentran los frescos del Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que me haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba, por así decir. Había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí y caminaba temeroso de caerme.
Me senté en uno de los bancos de la plaza de Santa Croce, releí con delicia estos versos de Foscolo que llevaba en mi cartera; no les veía ni un defecto, necesitaba la voz de un amigo compartiendo mi emoción:
Vidi ove posa il corpo di aquel grande
Che temprando lo scettro a'regnatori
Glo allór ne sfronda, e dalle genti svela
Di che lagrime grondi e di che sangue:
E l'arca di cului che nuovo Olimpo
Alzó in Roma a'Celesti; e di chi vide
Sotto l'etereo padiglion rotarsi
Più mondi, e il Sole irradiarli immoto,
Onde all'Anglo che tanta ala vi stese
Sgombro primo le vie del firmamento;
Te beata, gridai, per le felice
Aure pregne di vita, e pe'lavacri
Che da'suoi gioghi a te versa Apennino
Lieta dell'aer tuo veste la Luna
Di luce limpidissima i tuoi colli
Per vendemmia festanti; e le convalli
Popolate di case e d'oliveti
Mille di fiori al ciel mandano incens:
E tu prima, Firenze, udivi il carme
Che allegrò l'ira al Ghibellin fuggiasco,
E tu i cari parenti e l'idioma
Desti a quel dolce di Calliope labbro
Che Amore in Grecia nudo e nudo in Roma
D'un velo candidissimo adornando,
Rendea nel grembo a venere Celeste:
Ma piú beata chè in un tempio accolte
Serbi l'Itale glorie, uniche forse.
Da che le mal vietate Alpi e l'alterna
Omnipotenza delle umane sorti
Armi e sostanze t'invadeano ed are
Et patria e, tranne la memoria, tutto*.
Dos días después, el recuerdo de lo
que había sentido me dio una idea impertinente: es mejor para la felicidad, me
dije, tener el corazón de esta forma que no la Legión de Honor.
Traducción
de Elisabeth Falomir Archambault
http://nadiesalvoelcrepusculo.blogspot.com/2012/10/fragmento-de-el-sindrome-del-viajero.html
* ... Yo
cuando el monumento/ Vi donde reposa el cuerpo de ese grande1/ Que templando el
cetro a los reinantes/ Sus laureles cercena, y a las gentes desvela/ Cuantas
lágrimas derrama y cuanta sangre:/ Y el arca de aquel que un nuevo Olimpo2/
Alzó en Roma a los Dioses; y de quien vio/ Bajo el etéreo pabellón rotar/ Los
mundos, y el Sol irradiarse inmóvil3,/ Por lo que al Anglo que tanta ala
extendió4/ Abrió él primero las vías del firmamento;/ Tú dichosa5, grité, por
las felices/ Auras preñadas de vida, y por los torrentes/ Que desde sus
collados a ti vierte el Apenino/ Dichosa de tu aire viste la Luna/ De luz
límpida tus colinas/ Por vendimia jubilosas; y los valles/ Poblados de casas y
olivares/ Mil flores al cielo mandan inciensos:/ Y tú primera, Florencia, oías
el poema/ Que alivió la ira al gibelino fugitivo6,/ Y tú los queridos parientes
y el idioma/ Diste a aquel dulce de Calliope labio7/ Que Amor desnudo en Grecia
y desnudo en Roma/ Con un velo candidísimo adornando,/ Restituyó a los brazos
de Venus celestial:/ Pero más dichosa porque en un templo acogidas/ Conservas
las glorias italianas las únicas quizá./ Desde que los mal protegidos Alpes y
la alterna/ Omnipotencia de las hermanas suertes/ Armas y riquezas te
sustrajeron y altares/ Y Patria y, excepto la memoria, todo.
1 Se refiere
a Maquiavelo.
2 Se refiere
a Miguel Ángel.
3 Se refiere
a Galileo.
4 Se refiere
a Newton.
5 Se refiere
a Florencia.
6 Se refiere
a Dante.
7 Se refiere
a Petrarca.
Traducción
del poema: Elena Martínez
El famoso
síndrome de Stendhal, cuya expresión fue formulada por la psiquiatra florentina
Graziella Margherini -y que fue llevado al cine en 1996 por Dario Argento- ha
sido documentado como algo experimentado por numerosos visitantes de Florencia.
Tiene su origen precisamente en el fragmento que acaban de leer, perteneciente
al Diario de Florencia, de la obra de Stendhal Roma, Nápoles y Florencia.
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