12 - Conversaciones sagradas. Accidentada continuación
EN lo sucesivo, hubo siempre sobre la mesa una gran cantidad de libros; en parte los había traído Ulrich de casa y en parte los había comprado después. A veces, para hablar libremente de ellos, para aducir una prueba de algo o para citar literalmente alguna máxima, los abría en alguno de los pasajes que tenía señalados con una hoja introducida entre sus páginas. Casi siempre eran biografías o confesiones de místicos lo que tenía delante, o bien trabajos científicos sobre ellos, y generalmente solía tomarlos como punto de partida para iniciar una conversación con las palabras: “Veamos con la mayor serenidad posible lo que pasa aquí.” Era una actitud precavida que no abandonaba tan fácilmente por voluntad propia. En aquella ocasión, dijo una vez más: -Si tú pudieras leer de cabo a rabo estas descripciones que unos hombres y mujeres de pasados siglos nos han dejado sobre su estado de identificación anímica con la divinidad, hallarías la verdad y la realidad en cada letra, y en cambio las afirmaciones formadas por dichas letras estarían en aguda contradicción con tu voluntad de vivir el presente. -Dicho esto, continuó-: Hablan de un fulgor que les inunda. De una infinita vastedad, de un infinito reino de la luz. De una “unidad” fluctuante de todas las cosas y fuerzas del alma. De un maravilloso e indescriptible impulso del corazón. De reconocimientos tan rápidos, que todo en ellos es simultáneo, y que son como gotas de fuego que caen en el mundo. Y por otra parte, hablan de un olvido, de un dejar de entender, y aun de una desaparición de las cosas. Hablan de un enorme descanso, liberado de las pasiones. De un enmudecer. De un esfumarse los pensamientos y los propósitos. De una ceguera en la que ven claro, de una claridad en la que están muertos y vivos de un modo sobrenatural. Le dan el nombre de “desvivirse”1 y afirman en cambio que viven de una forma más plena que nunca: aunque la dificultad de la expresión las encubra de un modo centelleante, ¿no son éstas las mismas sensaciones que uno tiene aún hoy, cuando el corazón ( ! avido y saciado” como ellos dicen!) va a parar a las regiones utópicas que se encuentran en todas partes y en ninguna, entre una dulzura infinita y una infinita soledad?
En la pequeña pausa de reflexión que hizo Ulrich, se introdujo la voz de Agathe: Es lo que llamaste una vez los dos estratos que se superponen en nosotros.
-¿Yo? ¿Cuándo?
-Tú fuiste a la ciudad sin saber por qué, y tuviste la sensación de disolverte en ella, pero a la vez te repugnaba. Y yo te dije que a veces me sucede lo mismo.
-¡Oh, sí! ¡Incluso te referiste a “Hagauer”! -exclamó Ulrich-. Y ambos nos reímos; ahora lo recuerdo. Pero entonces no lo tomamos muy en serio. Y también te he hablado ya de la visión que da y la visión que toma, del principio masculino y el femenino, del hermafroditismo de la fantasía primitiva y de otras cosas semejantes: ¡puedo hablar mucho de todo esto! ¡Como si mi boca estuviera tan lejos de mí como la luna, siempre en su puesto cuando, en la noche, buscamos a alguien de confianza con quien charlar! Pero lo que cuentan estas gentes devotas sobre las aventuras de su alma -prosiguió, y en la amargura de sus palabras se mezcló de nuevo la objetividad y también la admiración-aparece descrito a veces con la fuerza y la implacable convicción de un análisis de Stendhal. Por lo demás -añadió con ánimo de restringir las cosas- esto sólo les pasa mientras se mantienen puramente en los fenómenos y no interviene su juicio, falseado por la lisonjera convicción de que han sido elegidos por Dios para vivir la divinidad de un modo inmediato. Porque a partir de este momento no nos cuentan ya, naturalmente, sus percepciones, difíciles de describir, en las que no hay sustantivos ni verbos, sino que hablan en frases con sujeto y objeto, porque creen en Dios y en su alma como si se tratara de dos jambas de una puerta, entre las cuales se abrirá lo maravilloso. Y es así como llegan a interpretar que el alma les será arrancada del cuerpo y se sumirá en el Señor, o que el Señor penetrará en ellos como un amante; quedan presos, devorados, engullidos, deslumbrados, raptados, violentados por Dios, o su alma se expande hacia Él, se adentra en Él, gusta de Él, lo abraza con amor y oye sus palabras. En estas sensaciones aparece ya de un modo inequívoco el modelo terrenal; y tales descripciones no se asemejan ya a enormes descubrimientos, sino que se parecen simplemente a las imágenes algo monótonas con que un poeta amoroso adorna su objeto, sobre el que sólo puede dar una opinión: a mí, por lo menos, que he sido educado en la contención, estas descripciones me ponen en el potro de la tortura; porque estos elogios, en el momento en que aseguran que Dios les ha hablado o que han entendido el lenguaje de los árboles y de las bestias, omiten siempre decirme lo que les ha sido comunicado, y si me lo dicen, siempre se salen por la tangente de los asuntos puramente personales o de las más sobadas informaciones clericales.
¡Es infinitamente lamentable que ningún investigador de la ciencia exacta haya tenido visiones! -concluyó Ulrich su larga réplica.
-¿Crees acaso que podrían tenerlas? -le insinuó Agathe.
Ulrich vaciló un instante. Después respondió como quien hace profesión de fe: -No lo sé; ¡puede que a mí me suceda! -Al oír sus propias palabras, sonrió, para restringir una vez más el efecto de las mismas.
También Agathe sonrió; ahora parecía tener la respuesta, tan codiciada, y su rostro reflejó el pequeño instante de desengaño que sigue al súbito cese de una tensión. De ahí que quizás protestara tan sólo porque quería volver a incitar a su hermano.
-Tú sabes -le dijo-que yo he sido educada en una institución muy piadosa: la consecuencia de ello ha sido que en mí se manifiesta siempre un gusto por la caricatura, que se vuelve sencillamente descarado cuando alguien habla de ideales piadosos. Nuestras educadoras llevaban un hábito cuyos dos colores formaban una cruz; esto recordaba seguramente una de las ideas supremas, que de este modo no perderíamos de vista en todo el día; pero no pensábamos en ella ni un segundo. Y a las madres las llamábamos simplemente las arañas de la cruz, por su aspecto y por sus discursos, de una suavidad de seda. Así, mientras tú leías para mí, tan pronto sentía ganas de reír como de llorar.
-¿Sabes lo que esto demuestra? -exclamó Ulrich-. Simplemente que la fuerza del bien, existente de un modo u otro en nuestro interior, empieza a corroer las paredes cuando se la encierra en una forma fija, y por el agujero que se forma, vuela inmediatamente hacia el mal. Esto me recuerda la época en que yo era oficial y, junto con mis camaradas, servía de sostén al trono y al altar:
¡nunca en mi vida había oído hablar con tanta libertad de ambos como en nuestro círculo! Los sentimientos no toleran ser sujetados, y mucho menos determinados sentimientos. Estoy convencido de que vuestras excelentes educadoras creían lo que os predicaban: ¡pero la fe no puede envejecer ni siquiera una hora! ¡Así es!
Agathe lo comprendió por sí misma, a pesar de que Ulrich, en su apresuramiento, no había expresado a entera satisfacción propia el hecho de que la fe de aquellas monjas -una fe que había quitado a su hermana las ganas de creer-era algo puramente “en conserva”. Por así decirlo había sido conservado en su propia “salsa”, sin que perdiera ninguna propiedad en cuanto a fe, pero no era “fresco”, e incluso, de un modo imperceptible, había adquirido un estado distinto al original, un estado que tal vez en aquel instante flotaba como un presentimiento ante el aprendiz de santo, extraviado y díscolo.
Con las restantes cosas que habían dicho ya sobre moral, aquello constituía una de las dudas conmovedoras que su hermano había introducido en Agathe, y también pertenecía al estado de nuevo despertar que sentía, sin llegar a verlo claro. Porque la situación de indiferencia que a sabiendas aparentaba y se provocaba no había dominado siempre su vida. Alguna vez ocurrió algo que originó esta necesidad de autocastigo, surgida de una profunda depresión que la hacía aparecer indigna ante ella misma; porque no se creía autorizada a guardar fidelidad a sensaciones elevadas, y desde entonces se odiaba a sí misma por la indolencia de su corazón. Este acontecimiento se situaba entre su vida de muchacha en la casa paterna y el incomprensible matrimonio con Hagauer, y sus límites eran tan estrechos, que incluso a Ulrich, a pesar de su deseo de comprensión, se le había escapado hasta ahora preguntárselo. Lo que ocurrió es fácil de contar: a los dieciocho años, Agathe se había casado con un hombre muy poco mayor que ella, y en un viaje que se
inició con la boda y terminó con la muerte de su marido, éste le fue arrebatado en cuestión de semanas por una enfermedad que contrajo entretanto, antes de que hubiesen elegido siquiera su futura vivienda. Los médicos dijeron que era tifo y Agathe les imitó, encontrando en ello una apariencia de orden, porque éste era el aspecto del suceso retocado para presentarlo al mundo. Pero la parte no retocada era muy diferente: Agathe había vivido hasta entonces aliado de su padre, respetado de todo el mundo, hasta el punto de que ella admitía dudosa que cometía una injusticia no amándole, y la incierta espera de sí misma, en el internado, por la desconfianza que le merecía, le había impedido fortalecer sus relaciones con el mundo; luego por el contrario, cuando, con una vitalidad surgida de pronto y en un esfuerzo común con su compañero de juventud, superó en pocos meses todos los obstáculos que se oponían a su matrimonio - nacidos de la juventud de ambos y a pesar de que las familias no tenían objeciones que oponerse-, resultó que dejó de repente de encontrarse sola y, precisamente por ello, se encontró a sí misma. Sin duda aquello podía ser calificado de amor; pero hay amantes que miran el amor como quien mira el sol y se quedan simplemente ciegos, y hay amantes que miran asombrados la vida, por primera vez, cuando el amor la ilumina: Agathe pertenecía a estos últimos, y apenas había llegado a saber sí amaba a su compañero u otra cosa, cuando sobrevino ya lo que en el lenguaje del mundo inculto se llamaba una enfermedad infecciosa. Fue una tormenta de horror que estalló de improviso, procedente de las regiones ignotas de la vida, un gesto de defensa, una llamarada y un irse extinguiendo, el azote de dos seres humanos que se aferran el uno al otro y el hundimiento de un mundo sin recelo en el vómito, la inmundicia y el miedo.
Este suceso, que aniquiló sus sentimientos, jamás había sido reconocido por Agathe. Fuera de sí de desesperación, se había arrodillado junto a la cama del moribundo y se había obstinado en creer que era capaz de provocar la misma energía con que, de niña, había dominado su propia enfermedad; sin embargo, al ir avanzando el derrumbamiento, y perdida ya la conciencia del enfermo, ella se había quedado mirando fijamente el desvalido rostro, sin comprender nada, en las habitaciones de un hotel extranjero, oprimiendo el cuerpo del moribundo entre sus brazos, sin pensar en el peligro; sin noción de la realidad, de la que cuidaba una enfermera indignada, no había hecho otra cosa que murmurar durante horas al oído, ya sordo: “¡No puedes hacerlo, no puedes, no puedes!” No obstante, cuando todo hubo pasado, se levantó asombrada y, sin creer ni pensar nada en concreto, por la simple capacidad para el sueño y la obstinación de una naturaleza solitaria, en su fuero interno trató todo lo ocurrido -desde el momento de aquel asombro vacío-como si no fuera nada definitivo. Cualquier persona muestra sin duda el atisbo de una actitud semejante cuando no quiere dar crédito a la noticia de una desgracia o tiñe de un matiz consolador lo irrevocable. Pero lo singular del comportamiento de
Agathe era la fuerza y la extensión de esta reacción, y propiamente el desprecio del mundo que la acometió de pronto. Desde entonces, sólo admitió a sabiendas las cosas nuevas como si, en lugar de del actual, fuesen algo extraordinariamente incierto, un comportamiento que le fue facilitado en gran medida por la desconfianza que, ya desde siempre, le había inspirado la realidad. En cambio, todo lo pasado se congeló bajo el golpe recibido y fue erosionado por el tiempo mucho más lentamente de lo que suele ocurrir con los recuerdos. Sin embargo, nada había en ello de la irrupción del sueño, del exclusivismo ni de las deformaciones que reclaman la presencia del médico; al contrario, Agathe seguía viviendo en lo externo con claridad, con una virtud sin pretensiones y tan sólo con algo de aburrimiento, en un ligero distanciamiento extático de la voluntad de vivir, que realmente se asemejaba de un modo extraño a la fiebre que había padecido voluntariamente cuando era niña. Y el hecho de que en su memoria, que jamás tendía normalmente a disolver sus impresiones en generalidades, se mantuviera vivo lo pasado y lo terrible, hora tras hora, como un cadáver envuelto en un blanco sudario, era algo que la hacía dichosa a pesar del tormento que implicaba la precisión del recuerdo; porque su efecto era como un indicio misteriosamente tardío de que aún no había pasado todo, y preservaba en ella, en el decaimiento de su ánimo, una tensión incierta, pero magnánima. En realidad, todo aquello provenía sin duda de que había vuelto a perder el sentido de su existencia y se sumía voluntariamente en un estado que no correspondía a su edad; porque sólo las personas viejas viven de un modo que les mantiene aferradas a las experiencias y éxitos del tiempo pasado y no son ya afectadas por el presente. No obstante, por suerte para Agathe, aunque en la edad en que entonces se encontraba suelen tomarse resoluciones para la eternidad, resulta que un año pesa ya como media eternidad, y no podía dejar de ocurrirle que, al poco tiempo, la naturaleza reprimida y la fantasía encadenada conquistaran tumultuosamente su libertad. Era indiferente saber cómo había ocurrido aquello en sus detalles; un hombre, cuyos esfuerzos, en otras circunstancias, no habrían conseguido nunca hacerle perder el equilibrio, se convirtió en su amante y, tras breve tiempo de fanática esperanza, este intento de volver a empezar acabó en un apasionado desencanto. Agathe se sentía escupida tanto de su vida real como de su vida irreal, e indigna de todo elevado propósito. Era una de aquellas personas vehementes que pueden pasarse mucho tiempo sin reaccionar y a la expectativa, hasta que en una ocasión determinada caen de pronto en un mar de confusiones; de ahí que, en su decepción, no tardara en adoptar una decisión poco meditada que, para decirlo en pocas palabras, consistía en castigarse a sí misma con algo opuesto a lo que la había hecho pecar, condenándose a convivir con un hombre que le inspirara una ligera repugnancia. Y el hombre que escogió para castigarse a sí misma fue Hagauer.
“¡Indudablemente, esta conducta no fue justa ni considerada para con
él!”, se confesaba Agathe, y hay que admitir que en aquel momento lo admitía así por primera vez; porque la justicia y la consideración no son virtudes predilectas de la gente joven. Aunque también es cierto que el “castigo” de aquella convivencia no había sido pequeño, y Agathe seguía dándole vueltas al asunto. Se había perdido en sus reflexiones, y también Ulrich estaba buscando algo en sus libros y, al parecer, había olvidado continuar la conversación. “En siglos anteriores -pensaba Agathe-, una persona en mi estado de ánimo habría entrado en un convento”; el hecho de que, en lugar de ello, se hubiera casado, no dejaba de poseer un aspecto inocentemente cómico, que hasta ahora se le había escapado. Esta comicidad, que su espíritu juvenil no había percibido antes, no era otra que la propia de la época presente, una época que, en el peor de los casos, satisface su necesidad de evadirse del mundo en una fonda para turistas, aunque generalmente lo hace en un hotel de los Alpes, e incluso tiene el prurito de poner bonitos muebles en los establecimientos penitenciarios. Esto expresa la profunda necesidad europea de no exagerar nada. Hoy en día ningún europeo se flagela, ni se cubre de ceniza, ni se corta la lengua, ni se entrega de verdad o se retira totalmente del mundo de los hombres, ni sucumbe a la pasión, ni ata a nadie a una rueda ni lo empala; pero todo el mundo tiene a veces la necesidad de hacerlo, hasta el punto de que resulta difícil decir en qué reside realmente el valor de evitar el acto: en el deseo o en la inacción. ¿Por qué tiene que pasar hambre un asceta? ¡Lo único que consigue con ello es tener visiones molestas! ¡Una ascesis razonable consiste en tener aversión a la comida sin abandonar por ello una buena alimentación! ¡Semejante ascesis promete una larga duración y permite que el espíritu posea la libertad que no tiene cuando está sujeto a la apasionada renuncia del cuerpo! Estas explicaciones, entre amargas y divertidas, que Agathe había aprendido de su hermano, le hacían mucho bien, porque deshacían lo “tr{gico” en lo que su inexperiencia, durante largo tiempo, le había inducido a creer ciegamente como si fuera un deber, y lo descomponían en una ironía y en una pasión que no tenía nombre ni objetivo, y precisamente por ello no se acababa en absoluto con lo que ella había vivido.
De esta suerte, desde que estaba en compañía de su hermano, pudo hacer la constatación de que en la gran disociación que existe entre una vida irresponsable y una fantasía ultraterrena -y que ella había experimentado-se introducía un movimiento redentor, que volvía a atar los cabos sueltos. Por ejemplo, ahora que entre ella y su hermano reinaba un armisticio que los libros y los recuerdos hacían más profundo, recordó la descripción que le había hecho Ulrich de cómo, andando al azar, había penetrado en la ciudad y la ciudad había penetrado en él: esto le recordaba a ella con gran precisión sus pocas semanas de felicidad; y también era cierto que ella había reído, y lo había hecho sin motivo y alocadamente, cuando su hermano se lo contaba; porque percibía que, de esta inversión del mundo, de este cómico y bendito volverse del revés a que Ulrich se refería, también había algo en los labios de Hagauer, cuando se
abombaban para besarla. Entonces se trataba sin duda de un escalofrío de horror; pero un escalofrío, pensaba, se produce también bajo la clara luz del mediodía, y ella había sentido de un modo u otro que aún no se habían perdido para ella todas las posibilidades. Algo así como una nada, una interrupción que siempre había existido entre pasado y presente, se había disipado en los últimos tiempos. Miró furtivamente a su alrededor. La habitación en que se hallaba había constituido una parte de las estancias donde se había forjado su destino. Ahora lo pensaba por primera vez desde que volvía a pisarlas. Allí mismo, sabiendo que su padre no estaba en casa, se había reunido con su compañero de juventud, cuando ambos tomaron la gran decisión de amarse; aquí recibió más de una vez al “indigno” había permanecido de pie junto a la ventana, con lágrimas furtivas de rabia o de desesperación, y aquí, finalmente, estimulada por su padre, se había producido la petición de mano de Hagauer. Después de ser durante tanto tiempo el revés inadvertido de los acontecimientos, los muebles, las paredes, la luz extrañamente cautiva, adquirían una sorprendente solidez en el momento del reencuentro, y las aventuras transcurridas en medio de ellos constituían un pasado tan corporal, y ya tan poco ambiguo, como si se tratara de ceniza o de madera carbonizada. Sólo el sentimiento cómico-difuso de lo que fue, esta maravillosa comezón que se siente ante viejos vestigios de uno mismo, resecos hasta convertirse en polvo, y que uno no puede ni ahuyentar ni retener en el momento de sentirlo, había permanecido y adquiría una fuerza casi insoportable.
Agathe se aseguró de que Ulrich no le prestaba atención, y se abrió con precaución el vestido sobre el pecho, donde, en contacto con la piel, guardaba el pequeño estuche con la minúscula fotografía que no la había abandonado en todos aquellos años. Se acercó a la ventana e hizo corno si mirara al exterior. Con cuidado, hizo saltar el agudo reborde de la diminuta ostra de oro y contempló a escondidas a su amado muerto.
Tenía los labios gruesos y los cabellos espesos y sedosos; la mirada resuelta del joven de veinte años saltaba de un rostro que aún transcendía la infancia. Estuvo un buen rato sin saber lo que pensaba, pero de pronto pensó: “¡Dios mío, un hombre de veintiún años!”
¿De qué hablan los jóvenes entre sí? ¿Qué importancia conceden a sus asuntos? ¡Qué raros y presumidos son a veces! ¡Cómo les engaña la viveza de sus intuiciones sobre el valor de las mismas! Con curiosidad, Agathe quitaba el papel de seda del recuerdo que envolvía viejas sentencias, conservadas en él como algo de maravillosa inteligencia: “¡Dios mío, pues sí que era poca su importancia!”, pensó. Pero, de hecho, ni siquiera eso podía afirmarse con seguridad, si no se imaginaba el jardín en que se habían hablado, con las extrañas flores cuyo nombre no conocían, las mariposas que se posaban en ellas como beodos cansados, y la luz que surcaba sus rostros, como si cielo y tierra se hubiesen disuelto en ella. Comparada con entonces, ahora era una mujer mayor
y experimentada, aunque el número de años transcurridos no fuese muy grande. Un tanto confusa, se dio cuenta de la desproporción que suponía el hecho de que ella, a los veintisiete años, hubiese amado hasta entonces a un hombre de veinte: ¡se había vuelto demasiado joven para ella! Se preguntó: “¿Qué sentimientos debería tener si, a mi edad, este hombre con rostro de niño fuese realmente lo más importante para mí?” Probablemente habrían sido unos sentimientos muy extraños. Para ella no significaban nada, y ni siquiera era capaz de hacerse una idea clara sobre ellos. La verdad es que todo se deshacía en la nada.
En una gran oleada de emoción, Agathe reconoció que, en la única pasión orgullosa de su vida, había sido víctima de un error, y el núcleo de dicho error estaba compuesto de una niebla de fuego que no se podía tocar ni asir, aunque se dijera que la fe no puede durar ni una hora, o se definiera de cualquier otro modo; y siempre era aquél el tema del que le hablaba su hermano desde que estaban juntos, y siempre era ella misma el objeto de sus discursos, aunque hiciera toda suerte de ceremonias conceptuales y su cautela fuese a menudo demasiado lenta para la impaciencia que ella sentía. Una y otra vez volvían a la misma conversación, y la propia Agathe ardía en deseos de que su llama no disminuyera.
Entonces, cuando ella dirigió la palabra a Ulrich, éste no había notado lo mucho que había durado la interrupción. Pero quien no haya descubierto, por las pistas dadas, lo que estaba ocurriendo entre aquellos dos hermanos, puede abandonar este relato, porque en él se describirá una aventura que jamás podrá aprobar: un viaje a los confines de lo posible, que bordeaba los peligros de lo imposible y lo antinatural, e inclusive lo repulsivo, y que quizás no siempre se limitara a bordearlos; un “límite”, como lo llamó Ulrich posteriormente, de validez limitada peculiar, que recordaba la libertad con que a veces las matemáticas se sirven del absurdo para llegar a la verdad. Él y Agathe fueron a parar a un camino que tenía algo que ver con los asuntos de los poseídos por la divinidad, pero lo recorrían sin tener nada de piadosos, sin creer en Dios ni en el alma, y ni tan siquiera en un Más Allá ni en un Otra Vez; fueron a dar en él como hombres de este mundo, y como tales lo recorrían; y esto era precisamente lo digno de atención. Ulrich, que, en el momento en que su hermana volvió a hablarle, se había visto reclamado una vez más por sus libros y por las cuestiones que éstos le planteaban, no había olvidado ni un instante la conversación interrumpida en la resistencia de su hermana contra la devoción de sus educadoras y contra su propia exigencia de “visiones exactas”. Replicó inmediatamente: -¡No es preciso ser un santo para experimentar algo parecido!
¡Uno puede también sentarse en un árbol caído o en un banco en la montaña, y contemplar un rebaño de vacas que pacen, y experimentar así algo no menos grande que si a uno le hubiesen transportado de pronto a otra vida! ¡Uno se pierde y luego vuelve en sí de repente: tú misma has hablado ya de ello!
-Pero, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Agathe. -¡Antes tienes que ver claro qué es lo normal, hermana mía! -explicó Ulrich en un intento de frenar aquel pensamiento demasiado arrebatador con una broma-. Lo normal es que un rebaño no signifique para nosotros más que carne de vaca apacentándose. O bien será un objeto pintoresco con un telón de fondo. O bien no llegaremos a darnos cuenta de que está ahí. Los rebaños de vacas en los caminos de montaña pertenecen a los caminos de montaña, y lo que experimentamos al contemplarlos, sólo lo notaríamos sí en su lugar hubiera un reloj regulador eléctrico o una casa de pisos de alquiler. Lo normal es que uno reflexione si debe permanecer de pie o sentado; nos molestan las moscas que rodean a enjambres el rebaño; observamos si hay algún toro en él; pensamos a dónde llevará el sendero: se trata de innumerables pequeñas intenciones, preocupaciones, cálculos y descubrimientos, que además constituyen algo así como el papel en que se halla el dibujo del rebaño. No pensamos en el papel, sino en el rebaño que tiene pintado encima...
-¡Y de pronto se rasga el papel! -intervino Agathe.
-Sí. Es decir: se rasga en nosotros algún tejido habitual. Entonces ya no hay nada comestible pastoreando; nada pintoresco; nada que te cierre el camino. Ni siquiera puedes ya formar las palabras “apacentar” o “pastorear”, porque para ello se requiere una cantidad de ideas útiles, prácticas, que tú has perdido de repente. Lo que queda en la superficie de la imagen, más bien podría recibir el nombre de una oleada de sensaciones que sube y baja, o que respira y resplandece, como si llenara sin contornos todo el campo visual. Naturalmente, en su interior se contienen además innumerables percepciones aisladas, colores, cuernos, movimientos, olores y todo lo que forma parte de la realidad: pero todo ello no es ya reconocido, aunque sea percibido. Yo diría que los detalles no poseen ya su egoísmo, un egoísmo del que se servían para reclamar nuestra atención, sino que se han entrelazado fraternalmente y, en sentido literal, “íntimamente”. Y, como es lógico, no existe ya una “superficie de la imagen”, sino que, de algún modo, todas las cosas se han metido, sin límites, en ti.
Entonces Agathe, vivamente, reemprendió la descripción:
-Ahora, en lugar de egoísmo de los detalles, te basta con hablar de egoísmo de las personas -exclamó-; es lo que tan difícil resulta de expresar: “Ama a tu prójimo” no significa: ámalo como tú eres, sino que define una especie de estado de sueño.
-¡Todos los principios de la moral -confirmó Ulrich-definen una especie de estado de sueño, evadido ya de las reglas que pretenden definirlo!
-¡Lo cierto es que entonces no existe ya la bondad y la maldad, sino sólo la fe... o la duda! -exclamó Agathe, que ahora parecía estar próxima al estado, originario y autónomo, de la fe, y también a su extravío en la moral de la que
habló su hermano al decir que la fe no podía envejecer ni una hora.
-Sí, en el momento en que uno se escabulle de la vida insignificante, surge una nueva relación entre todas las cosas -convino Ulrich-Casi diría que ninguna relación. Porque se trata de una relación totalmente desconocida, de la cual no tenemos experiencia alguna, y las relaciones restantes se extinguen. No obstante, esta relación única, a pesar de su oscuridad, es tan manifiesta, que no se puede negar. Es fuerte, pero con una fuerza inabarcable. Podríamos decir también que normalmente uno mira algo, y la mirada es como una varilla o un hilo tenso gracias al cual se sostienen mutuamente el ojo y lo que ve, y hay alguna gran materia entretejida de esta suerte, que sostiene cada segundo; por contra, en este algo hay alguna cosa dolorosamente dulce que arrastra por separado los rayos que vienen del ojo.
No tenemos nada en este mundo, a nada podemos ya aferramos y nada nos sostiene -dijo Agathe-. Es todo como un árbol muy alto en que no se mueve ni una hoja. Y en este estado, es imposible cometer ninguna bajeza.
-Se dice que, en este estado, nada puede ocurrir que no esté en armonía con él -añadió Ulrich-. Un deseo de “abandonarse a él” es el único motivo, la determinación amorosa y la única forma de toda acción y de todo pensamiento que en él se producen. Es algo infinitamente tranquilo y vasto, y todo lo que ocurre en él multiplica su significación, que se incrementa con calma; o no la multiplica, y entonces es el mal; pero el mal no puede ocurrir, porque en el mismo momento el silencio y la claridad se desgarran y cesa el estado maravilloso.
Ulrich miraba inquisitivo a su hermana, evitando que ella se diera cuenta; seguía teniendo la sensación de que la cosa estaba llegando a su fin. Pero el rostro de Agathe permanecía hermético: estaba pensando en cosas pasadas hacía mucho tiempo. Contestó: -Me sorprendo a mí misma, pero realmente ha existido un breve período de tiempo en que no conocía la envidia, la malicia, la vanidad, la codicia ni nada semejante; ¡es difícil de creer, pero me parece como si entonces hubieran desaparecido de golpe, no sólo del corazón, sino del mundo! Entonces no sólo a nosotros nos resulta imposible obrar con bajeza, sino que tampoco los demás pueden obrar así. Una persona buena hace que se vuelva bueno todo lo que toca, hagan lo que hagan los demás para impedírselo: en el momento en que las cosas entran en su campo de acción, él las transforma.
-No -interrumpió Ulrich-, no es así, exactamente; ¡al contrario, esto sería uno de los más antiguos malentendidos! Porque una persona buena no consigue en absoluto que el mundo se vuelva bueno, no efectúa en él la menor transformación; lo único que consigue es aislarse.
-¡Pero si está metido en él!
—Está metido en él, pero le ocurre como si el espacio se retirara de las
cosas o sucediera alguna cosa imaginaria. ¡Es difícil decirlo! - A pesar de todo, tengo idea de que una persona “de elevados sentimientos” (son las palabras que se me ocurren) no encuentra nada vil en su camino; puede que sea un disparate, pero es una experiencia.
-¡Puede que sea una experiencia -adujo Ulrich-, pero también existe la experiencia contraria! ¿O crees acaso que los soldados que crucificaron a Cristo no se sentían viles? ¡Y en cambio eran instrumentos de Dios! Además, incluso en los testimonios de los místicos se dan los malos sentimientos: lamentan perder el estado de gracia y sentir entonces un indecible disgusto; conocen el miedo, él dolor y la vergüenza, e incluso el odio. Sólo cuando se reanuda el silencioso ardor, se vuelven beatíficos el arrepentimiento, la ira, el miedo y el dolor. ¡Todo esto es tan difícil de juzgar!
-¿Cuándo estuviste tú tan enamorado? -preguntó Agathe de pronto.
-¿Yo? ¡Oh, ya te lo he contado! Había huido a mil kilómetros de la amada, y cuando me sentía seguro contra toda posibilidad de que me abrazara realmente, ¡la llamé a gritos como un perro que aúlla a la luna!
Entonces Agathe le confesó la historia de su amor. Estaba excitada. Su última pregunta la había soltado ya como una cuerda excesivamente tensa, y lo que siguió tenía el mismo aspecto. Temblaba por dentro, al dejar salir libremente cosas que llevaban muchos años ocultas.
A su hermano, sin embargo, aquello no le conmovió mucho.
-Normalmente, los recuerdos envejecen junto con las personas -le dijo a su hermana-y los más apasionados acontecimientos se ven con el tiempo en una perspectiva cónica, como si los viéramos al fondo de noventa y nueve puertas abiertas una tras otra. Pero a veces, si fueron unidos a sentimientos muy intensos, algunos recuerdos aislados no envejecen y mantienen pegados a ellos estratos enteros de la personalidad. Éste fue tu caso. Casi en todos los seres humanos hay puntos que desfiguran un poco la armonía psíquica; su comportamiento fluye entonces por encima de ellos como un río sobre una roca invisible, y en ti, esto ha sido simplemente tan fuerte, que casi se ha identificado con un estancamiento. ¡Pero finalmente has conseguido liberarte y vuelves a estar en movimiento!
Lo exponía con la calma de un pensamiento casi profesional; ¡era tan fácil desviarse! Agathe era desgraciada. Dijo de un modo obstinado: -¡Naturalmente que estoy en movimiento, pero no estoy hablando de ello! ¡Quiero saber a dónde estuve a punto de llegar entonces!
Estaba también enojada sin quererlo, sólo porque tenía que expresar de un modo u otro su excitación; sin embargo, continuó hablando en la primera dirección de su movimiento, y sintió que la cabeza le daba vueltas entre la dulzura de sus palabras y el enojo situado en un segundo plano. Se refirió al
curioso estado de creciente receptividad y sensibilidad que provoca una sobreabundancia y un reflujo de las impresiones, de lo que surge el sentimiento de estar, como en el blando espejo de una superficie acuática, unido a todas las cosas, de dar y de recibir sin voluntad; ¡es un maravilloso sentimiento de eliminación y falta de fronteras, tanto del exterior como del interior, un sentimiento común al amor y a mística! Agathe no se sirvió, naturalmente, de tales palabras, que intuyen ya una explicación, sino que se limitaba a alinear apasionados fragmentos de su recuerdo; pero también Ulrich, aunque a menudo había reflexionado sobre ello, era incapaz de dar explicación alguna a tales vivencias, y sobre todo no sabía si tenía que intentar dar alguna, con su peculiar manera de verlo o de acuerdo con los habituales procedimientos de la razón; en ambas cosas estaba conforme, pero no con el palpable apasionamiento de su hermana. De ahí que lo que expresó en su respuesta fue una simple mediación, una especie de examen de posibilidades y aludió a la curiosa afinidad que, en el estado de elevación del que hablaban, existía entre pensamiento y moral, de suerte que todo pensamiento se sentía como una dicha, un acontecimiento y un regalo, y no pasaba a los almacenes de provisiones, ni se relacionaba en modo alguno con sentimientos de apropiación y dominio, de retención y observación, por lo cual en la cabeza, no menos que en el corazón, el goce por la posesión de sí mismo era sustituido por un regalarse y un mutuo entrelazarse que no tenían límites.
-Una vez en la vida -contestó Agathe con decidida exaltación-, lo que uno ha hecho se produce para otra persona. Se ve salir el sol para ella. Está en todas partes y, en cambio, uno mismo no está en ninguna parte. Y sin embargo, esto no es un “egoísmo entre dos”, porque a la otra persona debe ocurrirle exactamente lo mismo. ¡Finalmente, ambos están apenas ahí el uno para el otro, y lo que queda es un mundo para dos personas bien distintas, un mundo hecho de reconocimiento, entrega, amistad y desprendimiento!
En la oscuridad de la estancia, su mejilla ardía de exaltación como una rosa que permanece en la sombra. Y Ulrich pidió: -Ahora tendríamos que volver a hablar serenamente; en estas cuestiones hay demasiadas trampas.
A Agathe no le pareció mal. Quizás el enojo, que aún no se había disipado del todo, hacía que su entusiasmo fuera reprimido un poco por la realidad evocada; pero no era una sensación desagradable, este inseguro temblor de los límites.
Ulrich empezó a hablar del abuso que representaba interpretar las experiencias que eran objeto de su conversación como si en ellas no se Produjera simplemente una curiosa transformación del pensamiento, sino una sustitución del pensamiento habitual por un pensamiento sobrehumano. Tanto si se llamaba inspiración divina o, siguiendo la moda de la época, simplemente intuición, él lo consideraba el principal obstáculo para una comprensión
verdadera. Tenía la convicción de que nada se ganaba cediendo a imaginaciones que no resistían una meditada verificación. Era algo así como las alas de cera de Ícaro, que se fundían en las alturas, exclamó; si uno no quería volar solamente en el sueño, tenía que aprender a hacerlo con alas de metal.
Y señalando los libros, prosiguió tras una pequeña pausa:
-Éstos son testimonios cristianos, judíos, indios y chinos; entre algunos de ellos hay una distancia de más de mil años. No obstante, en todos se reconoce la misma estructura del movimiento interno, distinta de lo habitual, pero unitaria en sí misma. Casi lo único que les distingue es lo que resulta de la conexión con un edificio doctrinal de la teología y la cosmogonía a cuyo techo protector se han acogido. Por tanto, debemos presuponer un segundo estado concreto e insólito, de gran importancia, que el hombre es capaz de alcanzar y que es anterior a todas las religiones.
-Por otra parte, las iglesias -concedió-, es decir, las comunidades civilizadas de hombres religiosos, han tratado siempre este estado con una desconfianza semejante a la que siente el burócrata hacia la empresa privada. Jamás han reconocido sin reservas esta experiencia mística, antes al contrario, han dedicado grandes esfuerzos, en apariencia justificados, a poner en su lugar una moral reglamentada y comprensible. Así, la historia de este estado comporta una negación y una atenuación crecientes, que recuerdan la desecación de un pantano.
-Y cuando el régimen espiritual eclesiástico -concluyó- y su vocabulario envejecieron, se llegó comprensiblemente a considerar nuestro estado pura y simplemente como una quimera. ¿Por qué la cultura burguesa, cuando sustituyó a la religiosa, habría tenido que ser más religiosa que ésta? Y aquel otro estado fue reducido a una aportación de conocimientos. Actualmente, hay una gran cantidad de personas que se quejan de la razón y quieren convencernos de que, en sus momentos más lúcidos, piensan con ayuda de una facultad especial, superior al pensamiento: es un último residuo, público y ya totalmente racionalizado; el último residuo de la desecación a que nos referíamos se ha convertido en mera charlatanería. Así pues, al margen de la poesía, sólo se permite el antiguo estado a personas incultas durante las primeras semanas del amor, como un período de confusión transitoria; son, por así decirlo, las últimas y tardías hojas verdes que brotan de vez en cuando en la madera de las camas y de las cátedras; pero cuando dicho estado pretende regresar a su gran prepotencia originaria, se le arranca y se le extirpa sin contemplaciones, Ulrich había hablado aproximadamente con tanta prolijidad como la de un cirujano al lavarse las manos y los brazos, para no llevar ningún germen al campo de la operación; lo había hecho también con la paciencia, la solicitud y la ecuanimidad que se hallan en contraste con la excitación que comportará el trabajo inminente. Sin embargo, tras haberse esterilizado, pensó
casi con nostalgia en un poco de infección y de fiebre, porque no amaba la serenidad por ella misma. Agathe estaba sentada en una pequeña escalera de mano, que servía para coger libros, y ni siquiera al callarse su hermano dio el menor signo de participación; miraba al exterior, al cielo de un gris infinito y marino, y atendía al silencio como antes escuchó las palabras. Así, Ulrich continuó hablando con cierta disminución de su seguridad, mal disimulada bajo un tono festivo.
-Volvamos a nuestro banco de la montaña con el rebaño de vacas - suplicó-. Imagina que allí está sentado un jefe de oficina cualquiera, con pantalones de cuero recién salidos de fábrica y unos tirantes de color verde con una inscripción bordada que dice: “Grüss Gott”; este hombre representaría el contenido real de la vida, que está de vacaciones. Esto hace que la conciencia que tiene de su propia existencia se transforme, naturalmente, por unos momentos. Cuando contempla el rebaño de vacas, no cuenta, no calcula, no valora el peso en vivo de los animales que pacen ante él, sino que perdona a sus enemigos y piensa benévolamente en su familia. Para él, el rebaño ha pasado de ser un objeto práctico a ser, por así decirlo, un objeto moral. Naturalmente, también puede ocurrir que cuente y calcule un poco y que no perdone del todo a sus enemigos, pero todo ello estará rodeado, al menos, por los rumores del bosque, los murmullos del arroyo y los rayos del sol. Resumiéndolo en una sola frase: lo que ordinariamente constituye el contenido de su vida le parece “lejano” y “carente en realidad de importancia”.
-Es el estado de ánimo de un día de fiesta -concluyó Agathe mecánicamente.
-¡Exacto! Y si la existencia de los días laborables le parece “carente de importancia”, esto sólo significa: mientras duren las vacaciones. Hoy, la verdad es ésta: el hombre tiene dos estados de existencia, de conciencia y de pensamiento, y se protege del mortal terror fantasmagórico que esto debería inspirarle, considerando que un estado es como unas vacaciones del otro, una interrupción del mismo, una pausa de reposo o cualquier otra cosa relacionada con el estado que él cree conocer. Por el contrario, la mística estaría relacionada con la intención de hacer unas vacaciones ininterrumpidas. El funcionario diría que tal cosa es deshonrosa y sentiría, como lo siente siempre cuando las vacaciones tocan a su fin, que la vida real se asienta en su ordenada oficina.
¿Acaso nosotros lo sentimos de un modo diferente? Si hay algo que poner o no
poner en orden, lo decidirá siempre, en definitiva, el hecho de que lo tomemos o no lo tomemos en serio; y tales experiencias son poco afortunadas precisamente porque, en miles de años, no han conseguido superar su desorden y su insuficiencia originarias. Y para definirlo se dispone del concepto de delirio..., delirio religioso o delirio amoroso, como prefieras; puedes estar convencida de que, hoy, incluso la mayor parte de las personas religiosas están tan contagiadas del pensamiento científico que ya no se atreven a ver lo que
arde en lo más profundo de su corazón, y en cualquier momento estarían dispuestas a definir médicamente como delirio este éxtasis, aunque oficialmente hablan de otro modo.
Agathe consideró a su hermano con una mirada que crepitaba como el fuego bajo la lluvia.
-Has conseguido maniobrar de forma que los dos nos hemos extraviado - le reprochó, al ver que no continuaba hablando.
-Tienes razón -admitió él-. Pero lo curioso es que lo hemos tapado como si fuera un pozo sospechoso, y sin embargo ha quedado alguna gota de esta inquietante agua milagrosa que abre un orificio en nuestros ideales. Ninguno de ellos es totalmente justo, ninguno nos hace felices; todos se refieren a algo que no está presente; pero hoy ya hemos hablado bastante de ello. Nuestra cultura es un templo de lo que, en estado de tranquilidad, llamaríamos delirio, pero es a la vez su depósito, y no sabemos si lo sufrimos por exceso o por defecto.
-Puede que nunca te hayas atrevido a dejarte llevar por este delirio -dijo Agathe en tono de queja, y se bajó de la escalera; porque, de hecho, estaban poniendo en orden el legado escrito de su padre y sólo habían abandonado este trabajo, cada vez más urgente, primero a causa de los libros y después por su conversación. Ahora reanudaron el examen de las disposiciones e indicaciones referentes a la distribución de sus bienes; porque se acercaba el día que habían dado como cita a Hagauer para que éste se aviniera a dejarles solos; con todo, antes de que se hubiera metido de lleno en su trabajo, Agathe levantó la vista de los papeles y volvió a preguntar: -¿Hasta qué punto crees tú mismo todo lo que has dicho?
Ulrich contestó sin levantar los ojos:
-Imagina que, en medio del rebaño, mientras tu corazón se ha apartado del mundo, se encuentra un toro maligno. ¡Intenta creer de veras que la mortal enfermedad de que me has hablado habría seguido otro curso si tu ánimo no hubiese cedido ni un segundo!
Después levantó la cabeza e indicó los papeles que tenía bajo sus manos:
-¿Y la ley, el derecho y la mesura? ¿Piensas acaso que son cosas superfluas?
-¿Hasta qué punto lo crees? -repitió Agathe.
-Lo creo y no lo creo -dijo Ulrich.
-O sea que no lo crees -completó Agathe.
Se produjo entonces un hecho casual, que se introdujo en la conversación;
cuando Ulrich, que no tenía ganas de reanudar la charla ni tenía la calma
suficiente para pensar como un hombre de negocios, reunió en aquel momento todos los papeles esparcidos ante él, algo cayó al suelo. Era un lío suelto y compuesto por toda clase de objetos, que, por descuido, había aparecido con el testamento y que estaba en la esquina de un cajón del escritorio, donde probablemente se había pasado unas decenas de años sin que lo supiera su dueño. Ulrich miró distraídamente lo que recogió del suelo y reconoció en algunos de los papeles la letra de su padre; pero no era la escritura de su edad senil, sino la de sus años de madurez; miró más detenidamente, vio que, además de los papeles escritos, había naipes, fotografías y toda clase de pequeños chismes, y comprendió en seguida lo que había encontrado. Era el compartimiento secreto del escritorio. Había chistes, obscenos la mayoría, cuidadosamente copiados a mano; fotografías de desnudos; postales para enviar en pliego sellado, con rollizas vaqueras a las que se les podía abrir el pantalón por detrás; juegos de cartas que parecían completamente normales, pero que, vistas a contraluz, mostraban cosas tremendas; hombrecillos que, al apretarles el vientre, sacaban fuera todo lo que tenían, y otras muchas cosas de este género. Sin duda el anciano caballero había olvidado completamente los objetos que había al fondo del cajón, porque de lo contrario los habría destruido a tiempo. Probablemente databan de aquellos años de la edad madura en los que no pocos solterones y viudos se calientan con tales obscenidades, pero Ulrich enrojeció ante la mal guardada fantasía de su padre, que la muerte había despegado de la carne. Instantáneamente vio clara la relación con el interrumpido diálogo. No obstante, su primer impulso fue destruir aquellos documentos, antes de que Agathe los viera. Pero Agathe había visto ya que algo anormal le había caído en las manos, por lo que cambió de idea inmediatamente y dijo a su hermana que se acercara.
Quiso esperar lo que diría ella. De improviso le dominó otra vez la idea de que ella era una mujer que debía tener experiencias y que este hecho había quedado totalmente fuera de su conciencia durante las profundas conversaciones que habían tenido. Pero su rostro no permitía deducir lo que estaba pensando; miraba, seria y tranquila, el ilegal legado de su padre, y a veces se reía francamente, pero no con mucha animación. Y así Ulrich, a pesar de sus propósitos, prosiguió: -¡He aquí el último residuo de la mística! -dijo en un tono entre resentido y alegre-. En el mismo cajón están las severas exhortaciones morales y esta bazofia.
Se había levantado y paseaba por la habitación. Y apenas había empezado a hablar, cuando el silencio de su hermana le indujo a continuar haciéndolo.
-Me has preguntado lo que creo -empezó-. Creo que todos los preceptos de nuestra moral son concesiones a una sociedad de salvajes.
-Creo que no hay ninguna que sea justa.
-Otro sentido centellea tras ellas. Un fuego que tendría que refundirlas.
-Creo que nada ha tocado a su fin.
-Creo que no hay nada en equilibrio, sino que todas las cosas quieren imponerse apoyándose las unas en las otras.
-Es esto lo que creo; una cosa que me es congénita o yo lo soy para ella.
Se detenía al pronunciar cada una de las frases, porque no hablaba en voz alta, y de algún modo tenía que dar fuerza a su confesión. Su mirada se detenía ahora en las clásicas figuras de yeso que había sobre los estantes; vio una Minerva, un Sócrates; recordó que Goethe había puesto en su habitación una cabeza de Juno de tamaño muy superior al natural. Esta preferencia se le antojó angustiosamente lejana: lo que antaño fue una idea floreciente, había pasado a ser desde entonces un clasicismo muerto; se había convertido en un rezagado ergotismo jurídico-obligativo de los contemporáneos de su padre. Había sido en vano.
-La moral que nos han legado es como si nos hubiesen puesto en una cuerda floja tendida sobre un abismo -dijo-sin darnos otro consejo que el de “¡Mantente derecho!”
“Al parecer he nacido sin quererlo con otra moral.
“¡Me has preguntado lo que creo! Creo que, aunque me demostraran mil veces con las razones al uso que algo es bueno o es hermoso, me da lo mismo, y que me guiaré única y exclusivamente por una señal: la de si este algo me eleva o me hunde.
“Si me despierta o no me despierta a la vida.
“Si sólo son mi lengua o mi cerebro los que hablan de ello, o bien el
rutilante escalofrío de las puntas de mis dedos.
“Pero tampoco yo puedo probar nada.
“E incluso estoy convencido de que la persona que ceda a esta señal esta perdida. Cae en las tinieblas crepusculares. En la niebla y en la charlatanería. En un aburrimiento inarticulado.
“Si tú te llevas lo inequívoco de nuestra vida, lo que queda es un gallinero sin zorro.
¡Creo que, entonces, aun lo más abyecto puede ser nuestro espíritu protector!
“¡Por consiguiente: no creo!
“Pero en lo que menos creo es en la contención del mal por el bien que
constituye nuestro refrito cultural: ¡me da asco!
“¡Por consiguiente: creo y no creo!
“Pero creo quizas que, dentro de algún tiempo, una parte de los hombres será inteligente y la otra se compondrá de místicos. Puede que, ya ahora, nuestra moral se esté escindiendo en estos dos componentes. Podría llamarlos también: matemática y mística. ¡Mejoramiento práctico y aventura desconocida!
Hacía años que no estaba tan abiertamente excitado. Los “quizas” de su
discurso no los notaba, y le parecían simplemente naturales.
Entretanto Agathe se había arrodillado junto a la estufa; había puesto a su lado, en el suelo, el paquete de escritos y fotografías, las iba mirando otra vez una por una y luego las echaba al fuego. No era totalmente insensible a la vulgar sensualidad de las indecencias que contemplaba. Sentía su cuerpo enardecido por ellas. Le pareció que era algo tan fuera de sí misma como cuando se ve saltar un conejo en alguna parte de un árido desierto. No sabía si tenía que avergonzarse por su hermano en el caso de que se lo dijera; pero estaba profundamente cansada y no quería hablar de nada más. Tampoco prestaba atención a lo que él decía; su corazón estaba ya demasiado agitado por aquel pasear de un lado a otro y se sentía incapaz de seguir. Ciertamente, siempre había otras personas que sabían mejor que ella lo que era justo; en esto pensaba, pero tal vez por el hecho de sentir vergüenza, lo hacía con una secreta altivez. Seguir el camino prohibido o secreto: en esto se sentía superior a Ulrich. Ella le oía retirar, una y otra vez, todo aquello por lo que se había dejado arrastrar, y sus palabras caían en el oído de Agathe como grandes gotas de dicha y tristeza.
(Paginas de la II parte del hombre sin cualidades)
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