BUBU DE MONTPARNASSE impregnada de una tristeza difícil de olvidar


Los rasgos biográficos de Charles-Louis Philippe siguen destacándose hoy al comentar su obra: un joven de provincias descendiente de mendigos, fiel lector de Nietzsche, modesto empleado del Servicio de Alumbrado en una oficina del Ayuntamiento de París –no estará de más recordar que el alumbrado entonces era de arcos voltaicos, y que Apollinaire les dedicó un bonito caligrama: “Anocheceres de París ebrios de ginebra/llameantes de electricidad/los tranvías con fuegos verdes/cantan su locura de máquinas”–, en donde recaló huyendo de la pobreza para labrarse poco a poco y con tesón un hueco en la escena literaria francesa con sus novelas, relatos y, también, con la labor teórica que desarrolló en la revista Nouvelle Revue Française, de la que fue fundador junto a otros poco recordados miembros del “grupo Carnetin”, eludiendo así lo que en principio parecía ser su destino: convertirse en otro más de esos “seres marginales” que retrató Guy de Maupassant en sus cuentos.

Maupassant y por ende Dostoyevski, con el que fue comparado y frente a cuya fotografía aparece en una de las pocas imágenes suyas que se conservan, bien pudieron ser para él puntos de referencia, pese a hacer gala de un estilo mucho más contenido.

“Bubu de Montparnasse” fue publicada en 1901, con los parisinos todavía acostumbrándose al nuevo espanto de la Torre Eiffel.  Es una novelita breve y preciosa, impregnada de una tristeza difícil de olvidar y tan vívida que parece escrita ayer mismo.  Sus frescos urbanos –no exactamente de los bajos fondos sino más bien de las clases desfavorecidas, lo que en otra época se llamó lumpen: los miserables–, con su acercamiento al lenguaje de la calle, ofrecían un cierto aspecto de modernidad como bien entendieron en su día Gide, T.S. Eliot y otros autores de más renombre; pero Philippe tenía un fondo sentimental, sin demasiado ánimo de provocar escándalo. No de otro modo sino como puro humanismo puede entenderse ese final en el que los tres protagonistas se encuentran por primera vez, antes de que la historia concluya súbitamente y sin el menor ruido, como en un fundido en negro: una joven prostituta, su proxeneta y un estudiante enamorado de la primera, todos marcados por el estigma de la sífilis.

El retrato que Philippe nos deja del París de principios de siglo y de su angustioso vacío entre dos épocas es desmitificador y aparece bastante bien descrito en las “Notas sobre París” de Josep Pla –allí se habla de “un realista aéreo, ligero, agudo, sintético…”– , algo natural en quien se consideraba a sí mismo “el primero de una raza de pobres que ha pasado en Francia dentro de la literatura”; una tragedia en sordina que podía servir de doble epílogo a una tradición larga e ilustre: testigo de los años crepusculares de la gran novela realista francesa, con el remate de la decadencia casi terminal de los “maudits”, ya muertos o abocados al suicidio, las drogas o el cristianismo, pero apuntando las maneras de otros autores que en pocos años comenzarían a publicar:


“En el presente hay necesidad de barbarie. Ahora es necesario vivir muy cerca de Dios, no haberlo estudiado a través de los libros. Se ha de poder ver la vida natural de modo mágico; se ha de tener fuerza, e incluso rabia. Ha pasado el tiempo de la delicadeza y de la dilettancia. Comienza el tiempo de la pasión”.

No para él: Philippe se fue en 1909 tan discretamente como vino, víctima del tifus y la meningitis; de forma curiosa su nombre aparece en la última carta que Franz Kafka escribió a Milena en 1923 antes de morir por tuberculosis: un tanto irritado pero también afectado por la lectura de una de las últimas novelas del francés (“Marie Donadieu”), un regalo de Milena tres años antes, Kafka observaba: “carece de todo lo que no es desesperación”.




















“Bubu de Montparnasse”, un libro olvidado

Reconozco no recordar los intrincados mecanismos del azar que, cual hilo de Ariadna señalando la trayectoria correcta en medio del laberinto, al activarse de improviso, me llevaron, allá hace ocho años, hasta un autor entonces y hoy absolutamente ignorado, o más bien desconocido: Charles Louis Philippe. Es misterioso y fascinante cómo la (al mismo tiempo) inabarcable y reducible biblioteca de Babel que conforma la literatura universal, pone en nuestro camino libros determinados, cuya existencia nos es revelada acaso providencialmente. Bubu de Montparnasse no es una obra que haya significado gran cosa en mi vida, pero la recuerdo con el aprecio de ser una de esas primeras novelas que tenía entres mis manos sin saber exactamente del todo por qué.
En febrero de 1901, cuando se publicó en París, Bubu de Montparnasse fue un libro muy popular. Incluso muchos críticos la consideran un clásico de la novela “humildista” francesa. Sin embargo, son pocas las personas, especialmente fuera de Francia, que actualmente la han leído (el autor falleció pocos años después, en 1909, lo que pudo haber truncado una carrera que probablemente le hubiese brindado unas frutos más jugosos). Quizás si fuera al revés, si se tratara de una referencia ineludible a la hora de confeccionar un programa literario de estudios universitarios, ahora mismo no estaría escribiendo sobre ella. Y pese a acarrear una sensación de pérdida íntima –como dice George Steiner cuando se refiere a la postrera fama mundial de Borges–, al revelar la existencia de una petit chef-d’œuvre o tan sólo de un placer casi clandestino, destinado a los muy pocos, termina siendo mayor la satisfacción de compartir un “descubrimiento” que el regodeo en el éxtasis de lo encubierto, henchido, en la generalidad de los casos, de pizcas narcisistas y ralladuras snob.
Bubu de Montparnasse puede ser considerada como una típica obra de integración y reelaboración de influencias, que admire y refuta los legados del naturalismo zoliano y las lecciones del simbolismo en sus diversas vertientes. Estamos frente a una novela viscosa y gris, en extremo desgarradora, cruzada simultáneamente por el dolor y la piedad, como otras tantas formas “éticas” de aproximarse al sufrimiento individual y social de los humildes y marginados del submundo rural, pero también del faubourg parisino. Si bien reconoce la lección “sociológica” y la indagación experimental del naturalismo, asimismo no es ajena a muchos de los procedimientos propios del simbolismo y sus múltiples expresiones en el plano de la literatura.
Novela, en definitiva, que adeuda no pocas de sus virtudes (y algunos de sus defectos, vale decirlo) a Zola y a Verlaine, pero cuya existencia paga inmediato tributo a cierta lectura de los rusos (Dostoievski, Tolstói, Gorki). Impregnado de piedad y de emoción frente al “espectáculo” de la miseria (piedad y emoción semejante a la que hallaría, tiempo después, en ciertas películas de Fellini), Philippe se sumerge, sin más concesiones que las que otorga a cierto sentimentalismo lacrimógeno, en el mundo de los pobres, los desclasados, los perseguidos, los parias y las víctimas de la injusticia social (como se sumergía la Ingrid Bergman de Europa ’51): el universo de la campaña francesa, de los pequeños artesanos, de los empleados ínfimos, de los obreros y de las prostitutas que trotan infatigablemente a lo largo de los grandes y luminosos bulevares.
El cosmos de la prosa de Philippe es el de los seres que no tuvieron suerte, molidos por la lógica implacable de una sociedad en la que la riqueza determina las vocaciones; el cosmos, en suma, del arrabal y de las enormes barriadas populares, con mucho del fatalismo y la desesperanza que alimentará, en una curda literaria no tan alejada, el sórdido pathos del tango y las milonguitas rioplatenses. En las situaciones que nos pinta este acuarelista de la psicología popular resuenan los quejidos de muchos bandoneones agolpados. Noto que, a diferencia de otros autores, Philippe no se asoma al contexto de la rufianería y la prostitución por un afán exclusivamente pintoresquista o por mera subordinación literaria a una estética de la mugre y el amor venal. Puede decirse que no se regodea con ese ambiente, y donde un naturalista de segundo orden hubiere volcado las anotaciones más crudas y repelentes, por el contrario, él se limita a sugerir, a señalar, apelando a una personificación oportuna, a un detalle de clima, a una información que no pasa al desmenuzamiento pormenorizado de las miserias y lacras humanas.
https://vagabundeoresplandeciente.wordpress.com/2010/05/02/bubu-de-montparnasse-un-libro-olvidado/

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