Cerebro de gallina Giorgio Vallortigara Entre Etologia y Neurociencia




Cerebro de gallina
Giorgio Vallortigara

Sinopsis
¿Por qué a veces la gallina duerme con un ojo abierto? ¿Cómo puede, sin lenguaje, desarrollar inferencias o entender la geometría? ¿Qué sabe de lo que hay tras la esquina? ¿Y qué puede enseñarnos todo ello sobre el modo en el que funciona el cerebro humano?
No nos cuesta reconocer que muchas áreas de la Ciencia deben rendir tributo de reconocimiento a criaturas incluso muy alejadas de nosotros, desde la mosca de la fruta a Escherichia coli, la bacteria huésped del intestino humano. Pero ¿qué podemos decir del estudio de la mente? En estos años etólogos, psicólogos experimentales y neurocientíficos han proporcionado una importante contribución para la comprensión de los procesos mentales, pero el hecho de que muchas de estas adquisiciones sean el resultado de la paciente y meticulosa experimentación sobre el comportamiento y sobre el sistema nervioso de criaturas consideradas cognitivamente humildes no se aprecia plenamente. ¿Cuánta parte de nuestro proceso cognitivo es posible descifrar usando como modelo el denigrado «cerebro de gallina»? (La expresión italiana «cerebro de gallina» corresponde a la expresión española «cerebro de mosquito», es decir, sinónimo de limitadas capacidades cognitivas).
Vallortigara, especialista en Psicología Comparada y neurocientífico, nos conduce en un viaje de exploración de las complejidades de la mente cuya guía (o cuyo pretexto) es, precisamente, el cerebro de la gallina.
Giorgio Vallortigara ha llevado a cabo investigaciones en el Centre for Neuroscience, en la Universidad de Sussex en Gran Bretaña y en la actualidad es profesor de Neurociencia y subdirector del Center for Mind/Brain Sciences de la Universidad de Trento en Italia. Además es profesor asociado de la School of Biological, Biomedical and Molecular Sciences de la Universidad de New England en Australia.
Edoardo Boncinelli
Podríamos estar horas observando a los animales, sobre todo a los más cercanos a nosotros. Es difícil renunciar a la fascinación que se desprende de ese conjunto de acciones, espontáneas o condicionadas, unidas presumiblemente entre ellas por un hilo de causalidad cuyos detalles a menudo se nos escapan llamado comportamiento.
Sólo los animales se comportan, es decir, se mueven, para cumplir determinadas funciones o para conseguir ciertos fines. El mundo inanimado no tiene ni fines ni funciones. La función aparece con las primeras formas de vida. No existe metabolismo ni fisiología sin estructuras orgánicas, pequeñas y grandes, interrelacionadas de tal manera que nos parezcan destinadas a cumplir una función. Así, se dice que la membrana externa tiene la función de proteger el interior de la célula, permitiendo a su vez la comunicación con el exterior; que los ribosomas tienen la función de llevar a cabo la síntesis de proteínas; que las mitocondrias producen la energía necesaria para todas las actividades celulares y así sucesivamente.
Incluso las células más sencillas muestran un embrión de comportamiento: se alejan de una fuente de sustancias tóxicas y se acercan a una de material nutriente. Podemos considerar estas sencillas respuestas a los estímulos del ambiente como funciones, como conjunto de funciones o como comportamientos, aunque sean elementales.
Los organismos pluricelulares, por su parte, deben garantizar una determinada organización de las funciones de las células de las que están compuestos y sobre todo controlar la actividad del cuerpo en su totalidad, actividad que se evidencia fundamentalmente como movimiento o, mejor dicho, como aquella serie coordinada de movimientos que llamamos acción. Para que esto ocurra es necesario un sistema nervioso que reciba los estímulos, los elabore y produzca una acción. Ascendiendo a lo largo de la cadena evolutiva, lo que parece conducirnos a nuestra especie, el sistema nervioso se presenta cada vez más centralizado y «cefalizado». Adquiere progresivamente mayor importancia el cerebro, una especie de elaborador central colocado en la cabeza donde se concentran a su vez los principales órganos de los sentidos. Las informaciones sensoriales confluyen en el cerebro, del que parten las órdenes para la acción. Solemos llamar mente a todo lo que se interpone entre estos dos momentos.
Sobre la mente, y sólo sobre ella, disponemos de dos tipos distintos de información: la que se deriva de la observación del mundo externo, es decir, del comportamiento de nuestros semejantes y de los animales, y la que se deriva de nuestra experiencia interior, es decir, de la percepción y, eventualmente, del análisis de nuestros pensamientos, sentimientos, motivos y razones. Este estado de la situación, al cual por otra parte estamos acostumbrados, representa uno de los problemas más difíciles de resolver en el ámbito de nuestros intentos para entender algo del mundo o incluso el mismo drama central. Como no tenemos experiencia directa de nuestro mundo interior ni, con algunas limitaciones, de la motivación de nuestras acciones, asumimos que procesos análogos a los que observamos en nuestro caso se producen en la cabeza de nuestros semejantes y, mutatis mutandis, en la de los animales con los que tenemos mayor contacto. Tal asunción es fundamental para nuestra vida cotidiana, pero no deja de ser una asunción que genera numerosas dificultades teóricas, definidas por los filósofos ya desde hace tiempo y evidenciadas sin piedad por la época en la que vivimos. Empezando por el concepto mismo de mente.
Tal concepto deriva esencialmente de la observación hecha sobre nosotros mismos pero se ha impuesto y, por así decirlo, ha sustituido a la observación del comportamiento de los seres vivos. El resultado es que no sabemos decir ni qué es la mente ni dónde está. El conductismo americano de la primera mitad del siglo XX intentó resolver este problema, haciendo todo lo posible para no considerar la noción de mente pero desarrolló demasiado este protocolo pragmático y la comunidad científica se vio relegada progresivamente a una actitud tan exasperada como exasperante, sobre todo cuando se aplicaba a los seres humanos. En los últimos cincuenta años hemos asistido a la recuperación del concepto de mente aunque en realidad más como asunción que como hipótesis de trabajo.
El mejor antídoto contra estas dificultades y contra estos dramas intelectuales es la observación paciente y «asentada» de sujetos no humanos, lo cual constituye el fascinante trabajo de Giorgio Vallortigara, quien ha versado en este gozosísimo libro los tesoros cognoscitivos y especulativos de años de estudio, propio y de otros científicos. Su objeto de observación preferido es el pollo. De esta ave, y no sólo de ella, nos cuenta cosas interesantísimas, enmarcadas en una amplia problemática etológica y con los ojos constantemente abiertos para percibir eventuales coincidencias o discrepancias entre su mente y la nuestra. La cual está poseída por el deseo de conocer y conocerse.
Agradecimientos
Varios amigos y colegas han sido muy amables al debatir conmigo algunos de los problemas afrontados en este libro; concretamente estoy agradecido a Patrizia Tabossi (el papel del lenguaje en los procesos del pensamiento), a Bjorn Forkman (la percepción y el reconocimiento de objetos superpuestos), a Lesley Rogers, Richard Andrew, Onur Güntürkün y Stefano Ghirlanda (las asimetrías del cerebro), a Toshiya Matsushima (las relaciones de homología/analogía en los cerebros de mamíferos y pájaros) y a Orazio Miglino (cómo liberarnos de las representaciones). Deseo agradecer a Edoardo Boncinelli su compromiso personal y su ánimo sin el cual este libro no habría llegado nunca a la imprenta; y a Giorgio Celli, a Sandro Pagnini y a Giulio Giorello por el interés demostrado. Agradezco además a Giorgio Celli y a Danilo Mainardi sus valiosos consejos (espero no demasiado desoídos) sobre cómo se debería llevar a cabo la divulgación científica.
Valeria Sovrano, que ha revisado y corregido todo el manuscrito. Gracias por todo. Varios colaboradores y amigos me han ayudado con el material iconográfico: su contribución queda reconocida en las fuentes de las ilustraciones. Gracias también a Elisabetta Versace por haber revisado las pruebas de imprenta.
Los estudios llevados a cabo en mi laboratorio y en parte narrados en este libro, se han podido realizar gracias al enorme entusiasmo de muchos colaboradores estupendos; demasiados para mencionarlos a todos: sus nombres y la función que han desempeñado aparecen en las referencias bibliográficas. Debo hacer una excepción con mi alumna más «vieja», Lucia Regolin (la definición es suya así que no se resentirá), hoy ya investigadora consumada, y con Luca Tommasi, cerebro fugado a Altenberg, que espero ver regresar pronto a la patria.
Mientras terminaba la escritura del libro una nueva mente se unía a la vida en el mundo —mi primer hijito— mientras otra, trágicamente, poco a poco, lo abandonaba —mi padre—. Este libro está dedicado a ellos. Y a las mentes de todas las criaturas.
Introducción
Un porcentaje significativo de los científicos que hoy en día se dedica al estudio de la mente y del cerebro lleva a cabo sus observaciones sobre animales de distintas especies con la convicción de que los principios generales del funcionamiento de las mentes, de todas las mentes, incluida la mente humana, se puedan recabar a través del estudio de organismos incluso muy diferentes a nosotros. Puede suceder que estos estudiosos se encuentren en el descansillo de la escalera, en el restaurante o acompañando a sus hijos al colegio con personas de distintas profesiones —topógrafos, electricistas, directores de personal o modelos— que manifiestan cierta perplejidad con todo este tema: ¿qué tiene que ver nuestra mente con la suya? Admitiendo que ellos, los demás animales, tengan una mente…
El científico británico Steven Rose ha difundido una conjetura según la cual para estudiar cada uno de los problemas biológicos Dios ha creado un organismo ideal. Pensad en lo que ha representado para los genetistas la Drosophila melanogaster, la conocida mosca de la fruta, o para los biólogos moleculares la Escherichia coli, la bacteria del intestino humano. En Neurociencia o en las Ciencias Cognitivas, evidentemente, hay demasiados problemas, porque los animales predilectos de Dios proliferan. Mis colegas neurocientíficos se relacionan con numerosas criaturas: sanguijuelas y palomas, ratas y babosas, monos y cornejas… El animal preferido por Dios al que personalmente me dedico es el pollito doméstico. Profesionalmente me interesa estudiar las habilidades, diferencias específicas y complementarias de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro, así como los orígenes evolutivos de la adjudicación de tareas de ambos hemisferios cerebrales. El pollito constituye un modelo excelente para el estudio de estos fenómenos, pero de ello me ocuparé sólo marginalmente en este libro.
A menudo me preguntan por qué un investigador que intenta comprender cómo funciona la mente prefiera estudiar los pollitos a los humanos. ¿Qué tiene que ver la gallina con los orígenes del pensamiento? Como tantos otros estudiosos atareados con cerebros más o menos exóticos, con el paso del tiempo he tenido que ir elaborando una respuesta para los «ajenos» al campo suficientemente clara y satisfactoria, que suministro ya con cierta indulgencia. Aún así advierto una cierta incomodidad. Entre las especies domésticas, el pollo es con seguridad la especie más explotada y menos respetada: ¿acaso no se dice «cerebro de gallina» para sugerir que una persona muestra escasa inclinación a la actividad mental[1]? No me perturba el hecho de que exista tal prejuicio intelectual: la mala reputación de las gallinas podría ser fruto de algunas malas lenguas; hoy en día, no hay muchas personas que tengan contacto directo y frecuente con estos animales. Lo que sí me incomoda es el no estar seguros de que sepamos tanto sobre el funcionamiento de nuestra mente como para pronunciar determinados enunciados. Ni siquiera tengo la seguridad de que las manifestaciones de la vida mental en el mundo biológico, cuando se reducen a la esencialidad, se diferencien de manera tan evidente en las distintas especies. De cualquier manera, para alguien que, como yo, enumera las mentes entre los productos de la selección natural, las diferencias son tan importantes como las semejanzas.
Aunque las gallinas sean invitadas menos asiduas de los laboratorios de investigación que las palomas o los ratones, en los últimos años se han recogido muchas pruebas de su actividad mental. Tantas como para permitir la elaboración de un pequeño manual de Introducción a la Ciencia Cognitiva, el que tenéis ahora entre las manos, cuya protagonista (o cuyo pretexto) es, precisamente, la gallina. Los temas tratados siguen los capítulos de un verdadero manual de psicología cognitiva: la percepción, la representación, la memoria, el razonamiento e incluso el lenguaje y la consciencia. El objetivo del libro no es forzaros a reconsiderar vuestros prejuicios sobre la mente de las gallinas sino induciros a la formación de enunciados sobre la mente humana. Si de estas páginas se pudiese extraer algún motivo de admiración, sería el hecho de que procesos mentales tan generales como para ser compartidos por distintas especies, todavía se comprendan tan poco.
Capítulo 1
Un mundo de objetos
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más.
Una gallina miedosa vio una camisa tendida a secar y la confundió con un fantasma. Corrió junto a sus compañeras y les contó que los fantasmas tienen brazos pero no tienen piernas. Al día siguiente vio un pantalón tendido y volvió con sus compañeras contando que los fantasmas van por ahí en trozos, los brazos por un lado, las piernas por otro.
L. Malerba[2]
¿Conocéis el truco del dedo que se corta? En el colegio muchos chicos lo hacen. Recuerdo haberlo visto la primera vez en una secuencia cómica de «el Gordo y el Flaco». Doblad el dedo índice de la mano izquierda de manera que le falte un trozo, como en la imagen.
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Para completar la parte que falta usad la falange del pulgar de la otra mano, de esta manera:
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Ahora, con el índice de la mano derecha, tapad la articulación manteniendo las manos bien rectas delante del observador.
Después moved de izquierda a derecha la mano derecha y obtendréis un índice que se corta y se recompone, se corta y se recompone…
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Cuando hayáis practicado un poco delante del espejo podréis asombrar a los amigos que no saben el truco. El hecho de que se sorprendan y les dé un poco de grima no debe provocar vuestra admiración: la anatomía es incompatible con fenómenos de este tipo. Incluso después de desvelar el truco queda algo que aún debería sorprendernos y a lo que normalmente no prestamos atención: ¿cuál es el motivo de que al componer el dedo índice con parte del pulgar, veamos un dedo entero?
Por supuesto, el otro índice tapa la articulación y nos impide ver la unión. Aún así, en principio, ¿no podría ser que a los lados del índice que está tapando la articulación hubiese dos partes separadas, como sucede en realidad? Y si sí, ¿por qué no vemos estas dos partes separadas e independientes y en cambio vemos el dedo entero? Diréis: bueno, nosotros siempre vemos los dedos enteros, estamos acostumbrados a verlos así, sabemos que los dedos son así.
Si bien esta afirmación contiene parte de verdad la explicación no es del todo satisfactoria porque el truco funciona también con objetos con los cuales resulta difícil poder afirmar que exista una gran familiaridad.
Observad una figura como esta:
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¿Estáis de acuerdo en que la figura podría derivar sencillamente de la yuxtaposición de dos pedazos de este tipo?
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Y entonces, si estáis de acuerdo, ¿por qué tendemos a percibir la figura parcialmente cubierta como de esta otra manera?
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Vosotros estáis convencidos de que veis el dedo entero porque sabéis que los dedos, salvo después de encontrar a un asesino en serie, están enteros. Pero mirad esta figura:
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¿La habéis visto bien? ¿Habéis aprendido cómo es? De acuerdo, tapad el centro con un dedo de esta manera:
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Se ve un triángulo, ¿verdad? Sin considerar el hecho de que vosotros sabéis que no se trata de un triángulo. Podéis probar a tapar y destapar la parte central de la figura todas las veces que queráis: cada vez que la tapéis, la figura aparecerá siempre como un triángulo.
Los psicólogos de la percepción utilizan el término «compleción amodal» para denominar este tipo de fenómenos: amodal porque es un completamiento que se verifica sin estimular la modalidad apropiada (la vista en este caso); la luz reflejada por las partes tapadas de los objetos no puede alcanzar directamente vuestros ojos. Estamos tan acostumbrados a completar los objetos parcialmente cubiertos que no nos damos cuenta de lo extraordinario que esto es. Se trata de una operación que la mente lleva a cabo de modo completamente automático. Intentad mirar a vuestro alrededor: muy probablemente pocos, o poquísimos, objetos de los que os rodean son completamente e directamente accesibles a vuestros ojos; la mayor parte está parcialmente tapada por otros objetos. Y, sin embargo, no hay duda: en ningún momento habéis tenido la sensación de vivir en un mundo de fragmentos; percibimos los objetos como enteros aún cuando se ve solamente una parte.
¿Cómo hacemos para saber si los demás animales también completan los objetos parcialmente cubiertos? Un modo es adiestrarlos a clasificar los objetos como completos o no-completos. Por ejemplo, se puede enseñar a un animal a distinguir un disco entero de uno al que le falta un cuadrante, premiando con comida la elección del primero y no premiando la del segundo.
Y después se le pueden presentar las siguientes alternativas:
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Si los animales perciben el disco como completado amodalmente tras el cuadrado, como nos sucede a nosotros, entonces la elección es fácil: la figura asociada al premio será la de la izquierda a pesar de que, físicamente, en ambos casos se presenten sola y exclusivamente dos porciones de disco.
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Experimentos de este tipo se han llevado a cabo con ratones y monos, que se comportan exactamente como nosotros. Las palomas, en cambio, en la misma situación se comportan como si no completasen las figuras parcialmente cubiertas. Es difícil afirmar que el mundo visual de las palomas es un mosaico de fragmentos independientes. Es difícil incluso pensarlo, desde nuestro punto de vista. Pensad en lo que ocurre cuando movéis la cabeza o cuando os desplazáis en un ambiente en el que hay dos objetos, uno delante y otro detrás, y esté parcialmente cubierto por el primero. Distintos fragmentos del objeto que está detrás aparecen o desaparecen en función de vuestros movimientos. Si vosotros percibís las partes no cubiertas como completadas amodalmente, estas variaciones no producen ningún desequilibrio en vuestro mundo perceptivo: el objeto es único, siempre el mismo, del mismo tamaño, simplemente se ven partes diferentes. Pero si veis sólo aquello directamente accesible —las partes que no están cubiertas— entonces sí que vuestro mundo perceptivo debe ser verdaderamente extraño: solamente los objetos situados en primer plano permanecen estables mientras todos los demás cambian constantemente de forma y de dimensión mientras os movéis.
¡Quién sabe! Quizá para las palomas sea así realmente. El problema está en que las técnicas de adiestramiento basadas en premios y castigos pueden determinar estrategias de análisis muy peculiares; podría suceder que la paloma se concentrase en los fragmentos, en las porciones de los objetos a causa del mismo proceso de adiestramiento que, a fin de cuentas, es bastante artificial. Adiestrados oportunamente, también nosotros podemos hacer lo mismo: con un cierto esfuerzo podemos mirar el panorama visual abstrayéndolo de la compleción amodal intentando percibir sólo los fragmentos de los objetos directamente visibles. Es difícil, pero no imposible: pintores y diseñadores gráficos realizan esta actividad habitualmente. Lo ideal sería poder interrogar a los animales sobre sus percepciones (analizar las percepciones de los animales), utilizando situaciones en las que ellos pudiesen exhibir de forma natural capacidades que impliquen la compleción de objetos parcialmente escondidos de la vista. Pensad en cuando un pollito ve a su propia madre parcialmente tapada por un arbusto o por otra gallina. ¿Percibe sólo un trocito? Quizá sí, en el fondo sólo un trocito podría ser suficiente para reconocerla. Pero esto no parece en absoluto comprobado desde el momento en que no podemos saber de antemano qué fragmento de la gallina (¿la cabeza o el trasero?) permanecerá efectivamente visible.
Los pollitos criados desde el principio, desde nada más romper el cascarón, junto a un objeto elegido de forma totalmente arbitraria, como por ejemplo, un triángulo rojo suspendido en medio de la jaula, tratan al triángulo como si fuese su propia madre. Si habéis leído El anillo del rey Salomón sabréis que este fenómeno se llama «imprinting» y que, en condiciones normales, los pollitos de especies precozmente nidífugas, que casi inmediatamente pueden moverse y abandonar el nido, desarrollan esta forma de vínculo social con su madre natural. Si, en cambio, no hay ninguna gallina en circulación, las botas del etólogo Konrad Lorenz o, como en este caso, un triángulo coloreado, pueden valer igual de bien.
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Los pollitos se encariñan mucho con la madre-triángulo: si se saca el triángulo de la jaula pían y se mueven para buscarla. Se puede diseñar un simple experimento poniendo en los extremos de un pasillo dos versiones un poco diferentes de la madre-triángulo: en uno ponemos un triángulo al que le hemos quitado un fragmento y en el otro un triángulo al que, en vez de quitarle esa misma parte, se la tapamos con una banda. Para hacer las cosas bien hechas y presentar dos situaciones iguales será mejor poner una banda también junto al triángulo seccionado, cerca del triángulo pero no superpuesta, solamente cercana. En estas condiciones los pollitos eligen decididamente el triángulo tapado, comportándose de hecho como si viesen la compleción del triángulo tras la banda que lo tapa.
Mientras que, como decíamos, para las palomas la cosa es bastante incierta, existe una categoría de criaturas para las cuales, con cierta seguridad, el mundo visual está formado por fragmentos que no se completan: la de los recién nacidos de nuestra especie hasta aproximadamente el cuarto mes de vida. Estudiar el reconocimiento de objetos parcialmente cubiertos en los recién nacidos requiere el mismo ingenio que estudiarlo en los animales.
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En ambos casos no es posible pedirles sencillamente que nos cuenten lo que ven sino que debemos encontrar un modo indirecto, al margen del lenguaje, para descubrirlo. Es instructivo comparar a los recién nacidos con los pollitos: las dos especies son, de hecho, muy diferentes en lo que se refiere a los procesos de desarrollo. Nuestros cachorros vienen al mundo en un estado de ineptitud casi completo: solos no podrían ni moverse ni alimentarse. Las crías de gallina doméstica, en cambio, son representantes característicos de las llamadas especies precoces: nada más salir del huevo ya andan y picotean con plena autonomía.
Una estratagema muy utilizada por quien estudia la mente de los recién nacidos es la de confiar en que todos los organismos se aburren y dejan de responder a la presentación reiterada del mismo estímulo mientras recuperan rápidamente el interés si el estímulo cambia. Supongamos que movemos un palito parcialmente cubierto por una banda rectangular hacia delante y hacia atrás delante de los ojos de un recién nacido.
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Después de un ratito, comprensiblemente, el recién nacido dirigirá la mirada hacia otro lugar. Entonces quitamos la banda rectangular y proponemos a nuestro pequeño una de las siguientes alternativas: un palito entero o los dos fragmentos correspondientes
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a las partes del palito que precedentemente sobresalían visiblemente por detrás de la banda rectangular.
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¿Cuál de las dos alternativas pensáis que el recién nacido mirará más tiempo? Todo dependerá de lo que haya percibido antes y precisamente en esto está el truco. Si, como nos sucede a nosotros, el recién nacido percibe la compleción amodal del palito detrás de la banda, entonces ver el palito entero no le provocará ninguna admiración: es exactamente lo que uno espera que esté detrás de la banda rectangular. En cambio, ver los dos trocitos separados será sorprendente, exactamente como cuando se ve el dedo cortado. Lo que efectivamente sucede cuando se hace el experimento es que, hasta casi los cuatro meses, los recién nacidos miran durante más tiempo el palito entero y sólo después de esta edad dan muestras de percibir la compleción mirando más tiempo el palito partido. Entonces, hasta los 4 meses de vida, los recién nacidos no parecen percibir la compleción amodal de los objetos parcialmente tapados. Los pollitos, en cambio, con dos días de vida, se comportan como haríamos los adultos, sorprendiéndose de que el palito de detrás de la banda rectangular sea, en realidad, dos palitos distintos. No hay nada de extraño en todo esto si lo pensáis bien. Saber reconocer que esa cosa parcialmente cubierta es tu madre, es útil si eres capaz de moverte para acercarte a ella; si, en cambio, no eres capaz de ello, porque un recién nacido de Homo sapiens sapiens a esa edad no se mantiene en pie, entonces es mejor esperar a que sea la madre la que se acerque y aplazar el desarrollo de los aspectos más sofisticados de la percepción visual a los meses venideros.
Los objetos parcialmente cubiertos son parientes cercanos de otros objetos bastante inquietantes. Mirad esta figura. Se llama «triángulo de Kanizsa», por el nombre de un psicólogo de Trieste que ha dedicado muchos esfuerzos a desvelar su naturaleza.
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Indudablemente el triángulo se ve. Es de un bonito color blanco, más claro y compacto que el fondo, tapa parcialmente el contorno de otro triángulo con la punta hacia abajo y tres grupos de círculos concéntricos que parecen completarse amodalmente. Como ya habréis entendido, físicamente el triángulo no existe. Si midieseis con un instrumento (que se llama fotómetro) la cantidad de luz reflejada en la zona donde se ve el triángulo así como en la zona externa a él, encontraríais que es exactamente la misma pero, a pesar de ello, seguiríais viendo el triángulo más claro que el fondo. Entonces el triángulo existe según vuestros ojos, pero no existe según el instrumento. ¿Os fiáis más de vuestros ojos o del instrumento? Sois completamente libres de hacerlo pero… ¿con qué veis lo que mide el instrumento?, ¿con los ojos? Ah…
Gaetano Kanizsa pensaba que el mecanismo a través del cual se forma este triángulo fantasma era el mismo que determina la compleción amodal. Para ser completados en círculos enteros, los tres trozos de círculo necesitan que un objeto, precisamente de forma triangular, dé la impresión de su parcial superposición. Esto es, naturalmente, un modo un poco simplificado de explicar las cosas que no molestaría demasiado al psicólogo triestino. Partiendo de esta base, nosotros, que estamos interesados en comparar las mentes de los distintos organismos, podríamos improvisar una hipótesis: si una especie completa amodalmente los objetos parcialmente cubiertos, entonces probablemente será susceptible de percibir ilusiones como la del triángulo de Kanizsa. Sabemos que esto realmente les sucede a los monos. Y también a los pollitos y a los mochuelos. Sobre lo que ocurre en otros animales contamos con información insuficiente: sabemos que los ratones ven la compleción amodal pero nadie ha controlado si ven el triángulo de Kanizsa. En lo que se refiere a las palomas sabemos que pueden percibir el triángulo de Kanizsa, lo que induce a sospechar que probablemente ven también la compleción amodal y que las dificultades anteriormente mencionadas podrían deberse realmente al procedimiento utilizado. Sabemos, en cambio, que las abejas ven el triángulo de Kanizsa, pero nadie ha controlado si perciben la compleción amodal. Quizá os preguntéis cómo se puede saber que las abejas ven el triángulo de Kanizsa. Un método es el de adiestrarlas a distinguir entre dos rectángulos con distinta orientación, cosa fácil de obtener poniendo encima de un rectángulo un premio, por ejemplo un recipiente con agua y azúcar, y encima del otro rectángulo un recipiente sólo con agua. En poco tiempo las abejas aprenden a elegir el rectángulo «correcto» (supongamos que es el de la derecha en la figura).
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A continuación podemos mostrarles unos rectángulos «a la Kanizsa»
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Para estar seguros de que las abejas no aprovechan los segmentos orientados del pac-man, se puede utilizar una situación de control como la de la siguiente figura:
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Lo que se observa es que las abejas siguen eligiendo el rectángulo correcto en la posición en la que también nosotros vemos los rectángulos de Kanizsa, pero no en la situación de control.
Los seres vivos pueblan mundos perceptivos que pueden ser muy diferentes entre sí. Como se suele decir, a cada uno su prisión. En este caso la prisión no sería otra cosa que la adaptación de cada especie a su propio nicho ecológico. Hace mucho tiempo el biólogo Jacob von Uexküll intentó describir el mundo perceptivo de una garrapata. Este animal puede estar colgado de una rama durante muchísimo tiempo, totalmente indiferente. Solamente un estímulo muy especial consigue despertar su interés: el olor de ácido butírico que desprende la piel de los mamíferos. Cuando lo nota, la garrapata se suelta de la rama y se deja caer sobre su oloroso anfitrión. El mundo perceptivo de una garrapata es muy pobre desde nuestro punto de vista y se nos escapa una sonrisa si pensamos en lo limitado que es su conocimiento de la realidad. Pero no deberíamos olvidar que también nuestro conocimiento de la realidad es igualmente limitado, de modo que, precisamente por ello, ni siquiera podemos conocer. (Dice Woody Allen: « ¿Es posible conocer el conocimiento? Y, si no, ¿cómo podemos saberlo?»).
Aun así, la variedad de mundos perceptivos de las demás especies no puede ser ilimitada, porque hay cosas que un organismo debe saber de un ambiente que valen para todos los ambientes. Por ejemplo, el mundo visual de las especies que pueden focalizar la luz para formar imágenes debe estar caracterizado por la presencia de figuras separadas y bien diferenciadas respecto al fondo. Dadas las propiedades de la luz hay pocos modos de obtener esto. Un modo muy común es obtener márgenes o bordes allí donde la estimulación física revela diferencias. El problema, naturalmente, es que en muchas circunstancias dichas variaciones físicas pueden ser bastante poco evidentes por no decir indiferenciadas, o pueden estar presentes sólo a rasgos (pensad en un animal que se mueve en la densa hojarasca). Por ello, a través de la selección natural, se han desarrollado mecanismos de extrapolación que, usando reglas fundamentalmente sencillas basadas en la regularidad estadística del ambiente (similitud de color, claridad y textura, continuidad de dirección, movimiento común de las partes, etc.), extraen, para uso y consumo del animal que lo necesite, márgenes incluso allí donde no los hay. ¿Hay que preocuparse si tanto porcentaje de nuestra percepción (¿quizá toda?) está constituida por fantasmas? Claro que no, puesto que estamos aquí hablando de ello. Aunque sean invenciones de la mente, los objetos completados amodalmente y los márgenes ilusorios cumplen refinadamente con su objetivo que es el de permitirnos movernos a nosotros y a los demás animales y actuar adecuadamente en el mundo.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Cuando se habla de percepción lo más difícil es entender que subyace un problema. Abrimos los ojos y aparece ante nosotros un panorama de objetos, inmediatamente accesible a nuestra experiencia subjetiva sin aparente esfuerzo. Es irresistible pensar que el cerebro no tenga que hacer nada más que registrar pasivamente la existencia de objetos que existen realmente «ahí fuera». Es cierto, de hecho, que el postulado de la objetividad de la naturaleza, como lo llamaba Jacques Monod, el considerar que ahí fuera existe realmente un mundo real independiente de nuestras experiencias y expectativas, es la condición necesaria para hacer Ciencia (¡y para sobrevivir!). Sin embargo se mantiene un problema porque, sea lo que sea lo que existe de verdad ahí fuera, los organismos biológicos no pueden acceder directamente a ello sino a través de una cascada de procesos intermedios. No hay copias de los objetos que se deslizan dentro de nuestros ojos, sino solamente fotones, tantos como reflejos de luz (o emisiones de luz) por parte de los objetos del mundo físico. Y estos fotones se precipitan sobre una extendida alfombra de unidades fotorreceptoras distintas, la retina ocular. Estas unidades fotorreceptoras transforman la energía luminosa en señales electroquímicas individuales que viajan por el tejido nervioso. El objeto inicial, aunque hubiese existido, a estas alturas ya ha desaparecido engullido por el hormigueo de las neuronas y de las sinapsis. Y sin embargo está destinado a hacer su aparición (¡la única posible, de hecho!) en el mundo de la consciencia. Los objetos, «las cosas» de nuestra experiencia perceptiva, son hechos reales; ¿quién se atrevería a dudarlo? Adquieren su existencia, de alguna manera, a través de las propiedades del ambiente en el que viven los organismos y a través de las propiedades del funcionamiento de los cerebros de los mismos organismos.
El problema que he intentado introducir se reduce finalmente a esta crucialísima pregunta: las reglas, los principios, a través de los cuales se extraen, adquieren y organizan los objetos de la experiencia perceptiva ¿son siempre los mismos? ¿O la variedad de criaturas que puebla el planeta posee reglas y catálogos de realidades bastante dispares? Escribe Borges: «Pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argo las combinaba de forma distinta y construía con ellas otros objetos; pensé que quizá para él no existían los objetos, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas». Que el escritor no esté hablando en realidad de un perro importa poco. Las prestaciones de la gallina cognitiva y de las demás criaturas de cuyas habilidades he hablado sugieren que, al menos en parte, la respuesta es afirmativa: que nuestras percepciones de los objetos son en realidad iguales, al menos en los aspectos aquí tratados, y que lo son porque existen problemas comunes a todos los organismos en toda la amplia variedad de sus nichos ecológicos, porque comunes son las leyes del mundo físico y porque nuestras percepciones se reflejan en los cerebros.

§. Para saber más
Los experimentos sobre la compleción amodal en el pollito se describen en:
► L. Regolin y G. Vallortigara, Perception of Partly Occluded Objects by Young Chicks, en «Perception and Psychophysics», 57, 1995, pp. 971-76;
► S. E. G. Lea, A. M. Slater y C. M. E. Ryan, Perception of Object Unity in Chicks. A Comparison with the Human Infant, en «Infant Behavior and Development», 19, 1996, pp. 501-04;

y recientemente confirmados en el animal adulto en:
► B. Forkman, Hens Use Occlusion to Judge Depth in a Two-Dimensional Picture, en «Perception», 27, 1998, pp. 861-67.

Datos sobre palomas, ratones y primates se encuentran en la literatura científica:
► L. J. van Hamme, E. A. Wasserman e I. Biederman, Discrimination of Contour-Deleted Images by Pigeons, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behavior Processes», 18, 1992, pp. 387-99;
► G. Kanizsa, P. Renzi, S. Conte, C. Compostela y L. Guerani, Amodal Completion in Mouse Vision, en «Perception», 22, 1993, pp. 713-22;
► B. Sekuler, J. A. Lee y S. J. Shettleworth, Pigeons Do Not Complete Partly Occluded Figures, en «Perception», 25, 1996, pp. 1109-20;
► Sato, S. Kanazawa y K. Fujita, Perception of Object Unity in a Chimpanzee (Pan troglodytes), en «Japanese Psychological Research», 39, 1997, pp. 191-99.

Los experimentos sobre la compleción de objetos parcialmente cubiertos en recién nacidos se encuentran en:
► P. J. Reliman y E. S. Spelke, Perception of Partly Occluded Objects in Infancy, en «Cognitive Psychology», 15, 1983, pp. 483-524;
► S. P. Johnson y R. N. Aslin, Perception of Object Unity in 2-Month-Old Infants, en «Developmental Psychology», 31, 1995, pp. 739~45

Los experimentos que demuestran que los pollitos, los mochuelos y los insectos ven los contornos subjetivos los podéis encontrar en:
► M. Zanforlin, Visual Perception of Complex Forms (Anomalous Surfaces) in Chicks, en «Italian Journal of Psychology», 8, 1981, pp. 1-16;
► G. A. Horridge, S. W. Zhang y D. O’Carroll, Insect Perception of lllusory Contours, en «Philosophical Transactions of the Royal Society of London», B, 337, 1992, pp. 59-64;
► G. Celli y B. Maccagnani, The Perception of Subjective Contours in the Bumblebee Bombus terrestris L. (Hymenoptera Apidae), en «Insect Social Life», 2 (Actas del 7º Congreso AISASP, Bolonia, 11-13 septiembre 1997), 1998, pp 199-205;
► Nieder y H. Wagner, Perception and Neuronal Coding of Subjective Contours in the Owl, en «Nature Neuroscience», 2, 1999, pp. 660-63.

La demostración de que las palomas ven el triángulo de Kanizsa me ha sido comunicada por Onur Güntürkün y Helmut Prior que han llevado a cabo los experimentos en la Universidad de la Rhur en Bochum; el resumen de estas investigaciones no ha sido publicado más que en un abstractde un congreso:
► H. Pior y O. Güntürkün, Patterns of Visual Lateralization in Pigeons. Seeing What Is There and Beyond, en «Perception», Suppl. 28, 1999, p. 22.

Por qué las palomas no manifiestan como los pollitos y las gallinas la capacidad de completar amodalmente los objetos parcialmente cubiertos sigue siendo un problema sin solución. Quizá la dificultad se centre en los estímulos empleados. Por ejemplo Joël Fagot, con sus colaboradores del CNRS de Marsella, ha observado que también los babuinos se comportan como las palomas si se emplean diapositivas o imágenes reproducidas en la pantalla de un ordenador, mientras que manifiestan percibir la compleción amodal cuando se usan figuras en cartulina:
► C. Deruelle, I. Barbet, D. Dépy, y J. Fagot, Perception of Partly Occluded Figures by Baboons (Papio papio), en «Perception», 29, 2000, pp. 1483-97.

Una posibilidad alternativa sugerida por el psicólogo japonés Kazuo Fujita mantiene que existen diferencias de especie asociadas al comportamiento alimenticio. Las palomas picotean sólo la comida que ven; los pollitos y las gallinas, en cambio, están acostumbrados a escarbar y a extraer del terreno gusanos e insectos:
► K. Fujita, Perceptual Completion in Rhesus Monkeys(Macaca mulatta)and Pigeons (Columba livia), en «Perception and Psychophysics», 63, 2001, pp. 115-25.

Incluso mientras me dispongo a entregar este libro al editor, uno de mis colaboradores me indica un artículo publicado por Ed Wasserman, un psicólogo estadounidense que, junto a algunos colegas suyos, parece haber resuelto el problema. Si las palomas durante el adiestramiento se acostumbran a observar situaciones en las que un objeto bidimensional está apoyado sobre un borde, o línea de separación entre superficies diferentes, aunque no haya oclusión alguna, serán capaces de reconocer objetos parcialmente cubiertos. Como en tantas otras ocasiones en el estudio de la cognición animal se trataba solamente de ser suficientemente astutos (nosotros, los investigadores, no las palomas) y de encontrar el modo adecuado de escrutar la Naturaleza:
► N. T. Di Pietro, E. A. Wasserman y M. E. Young, Effects of Occlusion on Pigeons’ Visual Object Recognition, en «Perception», 31, 2002, pp. 1299-312.

Como resumen divulgativo sobre todos estos temas se puede consultar:
► G. Vallortigara, L. Regolin, L. Tommasi y P. Zucca, Altro che cervello di gallina!, en «La Scienze», 367, 2000, pp. 88-95; y con un enfoque un poco más sofisticado:
► G. Vallortigara, Altre menti. Lo studio comparato della cognizione animale, II Mulino, Bolonia 2000.
Capítulo 2
Lo que está delante y lo que está detrás
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina astrónoma dijo que todas las galaxias del universo reunidas no eran más que nubecitas de polvo aireado por una gallina que escarbaba en un universo infinitamente más grande. «Y entonces ¿qué hay más allá de las galaxias?», le preguntaron sus compañeras. «Si miráis bien se ve, allí al fondo, la pata de la gallina que ha originado las nubecitas de polvo».
L. Malerba
Quienes nos afligen con la lista de los horrores que se estarían preparando en los laboratorios de genética se sorprenderían al saber, probablemente reforzados por la mala consideración que tienen del mundo científico, que en el Roslin Institute, cerca de Edimburgo, además de clonar a la oveja Dolly, se intenta desvelar si las gallinas perciben los indicios pictóricos. Antes de que suspendáis la lectura comentando molestos que, realmente, en el mundo hay cosas mucho más serias que hacer, dejad que os ilustre acerca de la naturaleza del problema.
En el siglo XV Leonardo da Vinci describió las técnicas para representar sobre lienzo la tercera dimensión —la perspectiva lineal, la perspectiva aérea, la oclusión y la distribución de luces y sombras—. Estas técnicas se conocen con el nombre de «indicios pictóricos» porque pueden ser reproducidos sobre la superficie estática y bidimensional sobre la que trabaja el pintor (a diferencia del movimiento o del paralaje del movimiento, que en el mundo ordinario constituyen los mecanismos más importantes de la percepción a distancia). Un sencillo ejemplo lo podéis ver en la figura de la página siguiente, donde una lámina fantástica de Roma, de Giuseppe Galli Bibiena presenta una marcada sensación de profundidad sin tener en consideración la naturaleza, inmediatamente realizable, de imagen plana.
Una larga tradición intelectual, que se inicia con el obispo Berkeley y llega hasta nuestros días con los nombres del eminente filósofo americano Nelson Goodman y del psicólogo escocés Jan Deregowski, ha difundido la idea de que la profundidad pictórica es una convención cultural, algo que se parece más al significado arbitriario de palabras y símbolos que a las propiedades físicas y ópticas del ambiente y al modo en que estas son «capturadas», «percibidas», por ojos y cerebros. Según una anécdota referida por Goodman, una vez alguien le reprochó a Picasso que el retrato de Gertrude Stein no se pareciera en nada al original, a lo que Picasso contestó: «No importa: en el futuro se parecerá». Con esto Goodman querría convencernos de que, como las imágenes son meros productos de convenciones culturales, un buen día Picasso será considerado un pintor realista.
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Hay hipótesis que se han convertido en verdaderas ortodoxias en virtud del perverso mecanismo por el cual todo el mundo cita auténticas mentiras como si de hechos reales y científicamente probados se tratara. Un ejemplo de ello es el mito, porque de esto se trata, de que los esquimales perciben un mayor número de matices del blanco a causa de que poseen un mayor número de palabras para describir la nieve. O la leyenda según la cual los llamados pueblos primitivos no serían capaces de percibir la profundidad pictórica en las imágenes por haber experimentado una exposición limitada a las obras de la cultura occidental y por no poseer, salvo en pequeña medida, una tradición pictórico-representativa. Esta idea ha sido desechada completamente por las investigaciones interculturales de los últimos años. Los índices de «planura» que acompañan a imágenes como una fotografía o un cuadro (relacionados con la visibilidad del grano, con el uso de indicios estereoscópicos proporcionados por los dos ojos o, finalmente, con movimientos de la cabeza) pueden de hecho prevalecer en quien no ha visto nunca este tipo de representaciones, pero eso no significa que esas personas no perciban los indicios pictóricos en fotografías o en cuadros. Todas las representaciones pictóricas son ambiguas; también para nosotros, occidentales y culturizados, una foto puede ser al mismo tiempo plana y bidimensional como objeto material y estar cargada de profundidad como imagen.
El golpe definitivo contra la doctrina de las imágenes como convenciones culturales ha llegado, sin embargo, a través del reconocimiento de que también otras especies animales, que evidentemente no tienen tradición de representaciones pictóricas y que pueden criarse en ausencia de cualquier experiencia en este sentido, perciben la profundidad en las imágenes pictóricas. Bjorn Forkman, en el Roslin Institute, ha adiestrado a algunas gallinas a picotear sobre una pantalla de un ordenador un símbolo u otro, un círculo o un cuadrado, colocados sobre una parrilla preparada para provocar un efecto de profundidad pictórica.
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Cada vez que la gallina picoteaba la imagen más alta, o sea la que, al menos a nosotros, nos parece la más distante, recibía un poco de trigo; en cambio, cuando picoteaba la figura más baja no recibía nada. Los dos símbolos alternaban de forma casual la posición ocupada en la pantalla, por lo que era imposible obtener el premio simplemente picoteando siempre el disco o siempre el cuadrado. Para reforzar el efecto de profundidad el tamaño de los símbolos era proporcionado a la longitud de la línea horizontal sobre la cual se disponían los símbolos: cuanto más alto estaba el símbolo, más pequeña era su superficie. Una vez que la gallina demostraba haber aprendido la tarea, picoteando correctamente el símbolo más alto/más lejano, en la presentación habitual se intercalaban otras presentaciones en las que los dos símbolos estaban parcialmente superpuestos como se ilustra a continuación.
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En dichas presentaciones el disco y el cuadrado estaban a la misma altura. ¿Cómo podía elegir la gallina entre los dos estímulos? Si había aprendido a elegir el símbolo que aparecía como más lejano utilizando indicios pictóricos de profundidad proporcionados por la parrilla y por las variaciones dimensionales de los símbolos, entonces habría debido preferir el símbolo parcialmente tapado. Para nosotros, al menos, es inmediatamente obvio que el símbolo parcialmente tapado es el más distante y el que se ve completamente es el más cercano. Forkman ha encontrado que, en efecto, la gallina elige exactamente como lo haríamos nosotros. Sin embargo, antes de cantar victoria, deberíamos considerar alguna posibilidad alternativa.
Durante el adiestramiento, como hemos dicho, el tamaño de los símbolos variaba en función de la altura de su posición en la pantalla. Supongamos que la gallina hubiese aprendido a comparar el tamaño de los símbolos y a elegir siempre el más pequeño. Cuando los dos símbolos se presentaban superpuestos, el símbolo parcialmente cubierto era también obviamente el más pequeño. Forkman ha llevado a cabo varios experimentos de control para excluir la posibilidad de contaminación de los resultados. Por ejemplo, durante los test introdujo una condición por la que alternativamente cada uno de los dos símbolos era un 10% más ancho o más alto de lo que era durante las pruebas de adiestramiento. Esto se aplicaba tanto al símbolo ocluido como al símbolo oclusivo. Aún así, la gallina seguía eligiendo el símbolo ocluido, fuese más grande o fuese más pequeño que el símbolo ocluyente. Además, utilizando imágenes como las que mostramos a continuación, Forkman ha podido observar que la gallina elegía el disco ocluido en vez del disco «amputado» a pesar de que en este caso las variaciones de tamaño o superficie fuesen parecidas en ambas situaciones.
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Concluyendo, los resultados de los experimentos muestran no sólo que las gallinas completan los objetos parcialmente cubiertos (cosa que, como hemos visto, saben hacer también los pollitos) sino que pueden además utilizar indicios de tipo pictórico para calcular la profundidad representada en una superficie bidimensional como la pantalla de un ordenador. Ni más ni menos que lo que hacemos nosotros cuando miramos un cuadro u otras imágenes que contienen indicios pictóricos de profundidad.
Que nuestro cerebro opera en base a ciertos principios propios de funcionamiento de orden muy general, que se han revelado eficientes a través de la historia de la evolución, lo ilustran bien aquellas situaciones en las que la aplicación automática de tales principios causa auténticas paradojas visuales. Observad la figura de la página siguiente. ¿La gallina está delante o detrás del cercado?
En la mayor parte de las situaciones, cuando dos objetos se encuentran parcialmente superpuestos podemos determinar fácilmente cuál está delante y cuál está detrás, utilizando las diferencias de color, contraste o textura. En la imagen se ve claramente que el cercado cubre, y consecuentemente está delante de las patas de la gallina, porque las patas y el cercado tienen colores diferentes. Aun así nosotros percibimos una estratificación en profundidad también de aquellas partes de la imagen que son cromáticamente homogéneas: en la zona del cuerpo de la gallina el cercado ¡parece pasar por detrás!
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El primero en describir este fenómeno fue Guido Petter, un psicólogo experimental de la Universidad de Padua. Me han contado que para ilustrar su principio, Petter andaba por la clase con una especie de antena, parecida a la que se reproduce en la imagen de arriba de la siguiente página, y la pasaba por delante de un disco del mismo color. Aunque los alumnos veían perfectamente que el alambre con forma de antena estaba más cerca que el disco, cuando los dos objetos se superponían, el alambre parecía pasar mágicamente por detrás.
Hace algunos años observé que era posible realizar una versión multisensorial de la paradoja de Petter. Probad a poneros en la oscuridad delante de una ventana iluminada con los dedos puestos como en la figura de aquí de abajo, de tal manera que sea visible solamente su silueta, negra y homogénea, como sucede con las sombras chinas.
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Poned la mano con el dedo índice extendido delante y la otra, con los dos dedos, un poco más alejada, con pocos milímetros de separación. Tras pocos instantes de observación —mejor con un solo ojo para evitar el uso de indicios estroboscópicos— si bien el dedo índice está objetivamente más cerca parecerá pasar por detrás de los dos dedos y parecerá estar más lejos. En ese momento moved despacio la mano con los dos dedos hacia vosotros hasta tocar el dedo índice: notaréis una especie de vértigo sensorial con el tacto que os dice que el índice está delante de los otros dos dedos y la vista que os dice que está detrás. Si ahora probáis a mover lentamente hacia vosotros la mano con el índice extendido manteniendo quieta la otra mano, en un cierto momento (cuando la imagen retínica sea muy grande), el dedo índice parecerá pasar a través de los otros dos dedos, como un fantasma, para llegar así al primer plano.
El efecto se produce porque el sistema visual trabaja economizando. Cuando la figura es cromáticamente homogénea, hacer aparecer uno de los objetos en primer plano significa hacer visibles los contornos que físicamente no existen. Como estos contornos los debe crear, el cerebro tiende a hacerlo eligiendo el camino más corto. Mirad nuevamente la figura de Petter, aquí abajo a la izquierda (a). Si el alambre está delante, toda la parte que falta en la figura de la derecha (c) tiene que ser inventada por el cerebro; pero si fuese el disco el que estuviese delante, como en la figura del centro (b), sería suficiente interpolar el margen del disco con una parte del contorno ilusorio, mucho menos larga, para completar la figura. Esta es la razón por la que se ve la zona más ancha como delante de la zona más estrecha.
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Me encontré con Bjorn Forkman en Viena durante un congreso en el que presentaba los resultados de sus experimentos sobre la percepción pictórica de las gallinas. Estuvimos comentando el efecto Petter y surgió así la idea de verificar si el cerebro de la gallina funciona utilizando los mismos principios que guían la percepción humana. En esta ocasión los símbolos utilizados durante el adiestramiento fueron un rombo y un alambre con forma de antena.
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La gallina tenía que picotear siempre el símbolo más lejano, ya fuese el rombo o el alambre. Durante el test, el rombo y el alambre estaban a la misma altura, pero estaban parcialmente superpuestos.
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Lo que encontramos fue que la gallina picoteaba el alambre y evitaba el rombo. Parece que el animal percibe efectivamente el alambre como parcialmente cubierto y como consecuencia, más lejano que el rombo.
He vuelto a ver recientemente al profesor Petter, el cual parecía encantado con la idea de que sus juegos de juventud pudiesen interesar también a las gallinas. En cambio, lo que nos interesa a nosotros, exploradores de las «otras» mentes, es una sospecha y una, quizás osada, conjetura. Sin tener en cuenta la innegable diversidad entre las criaturas, probablemente hay pocos modos para construir sistemas perceptivos verdaderamente eficientes: las reglas de funcionamiento más generales de los cerebros parecen ser siempre las mismas.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Los cerebros de las criaturas dan prueba de una cierta variedad. Obviamente las diferencias dependen en gran medida de las relaciones de afinidad: los cerebros de los mamíferos se asemejan mucho entre ellos, pero son bastante diferentes a los de los pájaros. En cualquier caso, mamíferos y pájaros son vertebrados y comparten un plan organizador general del sistema nervioso más o menos similar. En los insectos las cosas cambian notablemente: las células nerviosas están agrupadas en ganglios, localizados en zonas diferentes (por ejemplo torácica, abdominal, encefálica) y sólo forzando un poco algunos aspectos de la anatomía podemos considerar semejantes el ganglio encefálico de una mosca y el cerebro de un mamífero o de un pájaro. A menudo nos sentimos inclinados a creer que tales diferencias reflejan mejorías o adaptaciones a través del recorrido de una presunta «escala zoológica», pero en realidad esto es una falacia. Todas las especies actuales se sitúan en las extremidades apicales del árbol darwiniano: en cierto sentido todas han evolucionado en la misma medida. No podemos formular juicios sensatos sobre las relaciones de afinidad genética y afirmar, por ejemplo, que una rata es un pariente nuestro más cercano que una paloma: de hecho para encontrar un antepasado común entre nosotros y las palomas deberíamos recorrer al contrario las ramas del árbol y descender mucho más de lo que tendríamos que descender para encontrar un antepasado común entre nosotros y las ratas. Diciendo esto, sin embargo, no estamos autorizados a sacar la conclusión de que las ratas son más evolucionadas que las palomas o que su cerebro es mejor. Es un cerebro diferente, sin duda. Pero lo que tenemos que descubrir son las consecuencias, si existen, de tal diversidad.
Si examinaseis a simple vista los cerebros de una rata y de una paloma encontraríais que, tras un examen general, ambos cerebros se parecen bastante. En cambio, examinados con el microscopio, los dos cerebros revelarían en la zona que nos interesa, el telencéfalo, donde están los hemisferios cerebrales, una extraordinaria diferencia morfológica: los cerebros de todos los mamíferos, incluso los de los más primitivos, en la parte más externa están organizados en estratos, o, como suele decirse, en láminas. En la corteza podemos distinguir seis láminas en las que los cuerpos celulares y las fibras de neuronas se distribuyen de forma ordenada. Nada de esto se observa en el cerebro de los pájaros, en el que las fibras neuronales y los cuerpos celulares no manifiestan tal organización; las neuronas parecen más bien concentradas en grupos celulares que forman núcleos conectados entre ellos, a menudo de manera complicada, por haces de fibras nerviosas.
A veces se oye afirmar que sólo los mamíferos poseen la corteza. Esto es, sin embargo, impreciso. La organización laminar de la parte más dorsal (más externa) del encéfalo es típica de los mamíferos pero los pájaros tienen otros equivalentes a la corteza los cuales generalmente están organizados en núcleos y no en láminas. Entonces el problema es: ¿qué diferencias produce tener el cerebro organizado en láminas o en núcleos?, ¿qué se puede hacer (y eventualmente qué no se puede hacer) con uno y con otro? Por ejemplo, con ambos tipos de cerebro se pueden extraer los contornos de las escenas visuales, utilizando una regla de minimización como la de Petter. Sin embargo, en los próximos capítulos veremos que el cerebro de un pájaro puede hacer algunas cosas mejor, o quizá sólo de forma diferente, a como las haría el cerebro de un mamífero como el hombre (por ejemplo reconocer imágenes invertidas) y otras cosas, en cambio, no las sabe hacer de ninguna manera (por ejemplo aprender gramática).
La idea de que en el mundo haya científicos que se ocupen de un tema aparentemente tan fútil como la percepción de la profundidad en las gallinas (¡y que además se les pague por ello!) quizá ahora adquiera un significado diferente. Si queremos entender los cerebros tenemos que analizar exactamente las ventajas y desventajas de los diferentes estilos constructivos. La selección natural ya ha llevado a cabo una gran parte del trabajo en este sentido. Los cerebros que observamos en plena acción en el planeta no están nada mal (prueba de ello es que hay organismos que los llevan de paseo) pero siendo productos de la selección natural, se han ido organizando de una cierta manera por determinadas razones: para resolver problemas generales, encontrados por las diferentes especies en todos los nichos ecológicos (en este caso podemos esperar encontrar invariabilidad en el estilo constructivo) o, más a menudo, para resolver problemas específicos y particulares, encontrados sólo en determinados nichos ecológicos (en este caso podemos esperar encontrar variedad y especialización en el estilo constructivo).

§. Para saber más
La imagen que abre el capítulo, de Giuseppe Galli Bibiena, me la cedió amablemente el amigo perceptólogo Daniele Zavagno, gran experto en las relaciones entre el estudio científico de la vista y el análisis de las artes figurativas.
Los problemas de la percepción pictórica se ilustran bien en el libro:
► J. M. Kennedy, A Psychology of Picture Perception, Images and Information, Josey Bass, Londres 1974, que incluye además la anécdota de Goodman relativa a Picasso pintor «realista».

La demostración de que las gallinas pueden percibir indicios pictóricos se encuentra en:
► B. Forkman, Hens Use Occlusion to Judge Depth in a Two-Dimensional Picture, en «Perception», 27, 1998, pp. 861-67.

El efecto Petter se describe en:
► G. Petter, Nuove ricerche sperimentali sulla totalizzazione percettiva, en «Rivista di psicología», 50, 1956, pp. 213-27;

y su versión multimodal en:
► L. Tommasi, P. Bressan y G. Vallortigara, Solving Occlusion Indeterminacy in Chromatically Homogeneous Patterns, en «Perception», 24, 1995, pp. 391-403.

La demostración de que la gallina ve el efecto Petter se encuentra en:
► B. Forkman y G. Vallortigara, Minimization of Modal Contours. An Essential Cross Species Strategy in Disambiguating Relative Depth, en «Animal Cognition», 4, 1999, pp. 181-85.

Sobre la evolución del cerebro y sobre las diferencias y similitudes entre el encéfalo de los mamíferos y el encéfalo de los pájaros se puede leer:
► H. J. Karten y T. Shimizu, The Origins of Neocortex. Connections and Laminations as Distinct Events in Evolution, en «Journal of Cognitive Neuroscience», 1, 1989, pp. 291-301;

o, desde un enfoque más divulgativo, nuestro artículo:
► G. Vallortigara, L. Regolin, L. Tommasi y P. Zucca, Altro che cervello di gallina!, en «Le Scienze», 367, noviembre 2000, pp. 88-95.
Capítulo 3
Qué hay a la vuelta de la esquina
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina tímida un día hizo cocoricó en medio de un prado cercano a una cantera de toba. Le respondió el eco. La gallina hizo cocoricó otra vez y el eco le contestó de nuevo. La gallina creyó que había encontrado una amiga, tímida como ella, que contestaba pero no quería ser vista.
L. Malerba
Los objetos a veces desaparecen de nuestra vista sólo parcialmente, mientras otras veces aparecen completamente escondidos detrás de otros objetos. Cuando hacéis desaparecer un ovillo de lana detrás de un cojín, vuestro «minino» se agacha esperando que aparezca de nuevo. Desde luego no parece creer que el ovillo no exista sólo porque no lo vea.
Hace algunos años, sin embargo, el psicólogo ginebrino Jean Piaget había hecho observar que cuando se escondía un chupete o un sonajero detrás de una manta, los niños, al menos hasta una cierta edad, no hacían ningún intento por recuperarlo y se comportaban como si el objeto ya no existiese. Hoy sabemos que una gran parte de las dificultades están relacionadas con el tipo de respuesta necesaria, es decir, la prensión. De hecho, utilizando una técnica que requiera únicamente que el niño mire, en lugar de actuar sobre su ambiente, se puede demostrar que con sólo dos meses de vida los bebés saben que un objeto que ha desparecido detrás de cualquier «escondite» no por haber desaparecido ha dejado de existir.
Supongamos que rotamos una pantalla por delante de una pelota, como se ilustra en la figura de la página siguiente. Si la pantalla se para de forma lógica bloqueada en un cierto punto de su recorrido por la obstaculizadora presencia de la esfera, el bebé no demuestra especial asombro. En cambio, si la pantalla lleva a cabo el recorrido completo (porque una malvada manita, mientras tanto, ha quitado la pelota sin que el bebé se dé cuenta) originando un evento físicamente imposible, el bebé mira durante mucho más tiempo el evento imposible respecto al suceso posible, lo que sugeriría que él sabe que ahí detrás está la pelota y que por ello, ¡la pantalla se debería parar!
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La prueba de que otros animales poseen esta capacidad de representarse mentalmente objetos que dejan de ser directamente visibles (o audibles, u odorables, etc.) está mucho menos desarrollada. A principios de 1900 el psicólogo Wolfgang Köhler había observado que las gallinas tenían dificultades para resolver problemas de evitación de obstáculos (o détour[3]). El del détour es un ejemplo paradigmático de comportamiento inteligente: tenemos un objetivo a conseguir, supongamos un buen cuenco con alimento, y un obstáculo que impide a la gallina obtenerlo, por ejemplo un cercado; para alcanzar el objetivo el animal tiene que rodear el cercado, es decir, alejarse temporalmente del objeto para poder alcanzarlo.
Estudios sucesivos aclararon que, en realidad, las gallinas pueden aprender tareas de détour pero quedaba poco claro si, y en qué medida, se representaban mentalmente un objeto desaparecido. En muchas tareas de détour, de hecho, durante el rodeo del obstáculo, la visualización del objetivo no está comprometida o están presentes otros indicios de su presencia, por ejemplo, el olor. Supongamos, en cambio, que durante el rodeo del obstáculo esté comprometida la visualización del objetivo, por ejemplo a causa de que las estacas del cercado son muy numerosas y están muy cercanas entre sí y que no hay otros indicios sensoriales de la presencia del objetivo. Es evidente que para resolver el problema, el animal deberá conservar o mantener en la mente una cierta representación temporal del objetivo.
¿Las gallinas son capaces de tal actividad mental? Ciertos aspectos de su comportamiento harían pensar que sí. Por ejemplo, escarban enloquecidamente cuando desaparece de su vista un gusano en el suelo. Pero esta respuesta podría reflejar la ejecución de un programa automático desencadenado por la visualización anterior de la presa. En efecto, cuando desaparece la comida, tapada por algo como un trapo o un papel, a menudo las gallinas muestran poco interés y no picotean la tela o el papel. Pero esto podría ser debido al hecho de que el picoteo es una respuesta específica asociada al comportamiento alimentario y no a la eliminación de obstáculos. Picotear es un movimiento balístico guiado por la vista y dirigido a un objetivo concreto. Si el objetivo no es visible, no tiene sentido picotear.
La demostración de que estos animales se representan mentalmente algo cuando rodean un obstáculo se obtuvo gracias al experimento ilustrado a continuación. Recién salido del huevo, el pollito se criaba junto a un pelotita que, a través del proceso de imprinting, se convertía en su madre. Cuando cumplía un par de días de vida, se situaba al animal detrás de una tela metálica, a través de la cual podía ver a la «madre». Sólo podía acercarse a ella rodeando el obstáculo.
El experimento permite entender si el pollito sabe lo que hay a la vuelta de la esquina. Cuando el animal sale por las aberturas laterales al pasillo y se encuentra ante la posibilidad de elegir si girar a la derecha o a la izquierda para ir a los compartimentos A, B o D, su madre ya no está visible (ni puede oírla ni olería).
Si el pollito fuese incapaz de representarse mentalmente la permanente existencia de la madre cuando no hay señales sensoriales de su presencia, entonces girar a la derecha o a la izquierda sería para él totalmente indiferente. La madre ya no existe, en ningún lugar del espacio. Si, por el contrario, la madre sigue estando en su mente y, junto a la memoria de su existencia está el recuerdo de la posición que ocupa en el espacio, entonces, el pollito debería elegir girar a la izquierda según la abertura lateral que haya elegido inicialmente. Esto es exactamente lo que sucede y, por el momento, debemos conformarnos con el resultado. De hecho es difícil inventar estrategias para entender lo que realmente tiene el pollito en la mente. El lenguaje puede ser engañoso, decimos objeto o «madre» pero, en realidad, sabemos poco sobre los contenidos específicos de esta representación que podría ser, desde el punto de vista del pollito, algo muy distinto a la imagen mental de la madre con la que nosotros nos la representaríamos en una situación similar.
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Hay palabras, como «representación» que evocan procesos complicados y un poco misteriosos. Como el cerebro de un niño o de un pollito contiene muchos millones de células nerviosas, no somos demasiado reacios a creer que generen representaciones. En realidad sería bueno darse cuenta de que ciertas prestaciones cognitivas se pueden realizar con sistemas nerviosos bastante sencillos. Michael Tarsitano, de la Universidad de Sussex, en Gran Bretaña, ha estudiado la resolución de problemas de détour en las arañas saltadoras. En vez de construir una tela, estos arácnidos prefieren ir de caza directamente. Cuando notan la presencia de una presa en el campo visual (utilizando sus ojos laterales), se orientan hacia ella enfocándola con los ojos frontales y comienzan a perseguirla, en un primer momento con cautela y después rápidamente para, a pocos centímetros de distancia, dar un salto sobre ella. En el experimento Ilustrado en la figura que veis aquí debajo, la araña se colocaba encima de la columnita cilíndrica. Desde ahí podía observar el mundo y darse cuenta de que en el platito A o en el platito B, Mike Tarsitano había puesto una presa (una arañita de otra especie, en realidad, totalmente muerta y embalsamada). Como la distancia era excesivamente grande para dar un salto, la araña estaba obligada a bajar de la columna para recorrer uno de los dos tortuosos caminos que permitían llegar a los platitos.
Lo notable de esta tarea, que las arañas llevaban a cabo a la perfección, es la actividad de programación de las acciones necesarias para elegir el recorrido adecuado. Cuando la araña bajaba de la columnita y llegaba al suelo ya no tenía manera de ver la presa y consecuentemente debía elegir si subía por el recorrido que conducía a o por el que llevaba a B, en base a algún tipo de evaluación llevada a cabo con anterioridad que se había mantenido en modalidad «online» en su sistema nervioso.
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Le he preguntado a Tarsitano cuántas neuronas puede tener el sistema nervioso de estas criaturas. Me ha contestado que en el caso de las arañas saltadoras no se sabe con precisión, pero que en las especies que construyen telarañas se ha probado a hacer una estimación y los resultados oscilan entre 10.000 y 50.000 células. Poca cosa, en efecto.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
¿Cuál es la ventaja de tener representaciones? En lo que se refiere a la actividad perceptiva resulta evidente su significado adaptativo: percibir sirve para actuar. Veo a mamá y me dirijo hacia ella. Veo un obstáculo y lo rodeo para no golpearlo. Pero ¿para qué sirve tener representaciones? Esencialmente, las representaciones sirven para no actuar. Si mantengo una representación de mamá en la memoria puedo ahorrarme el moverme aquí y ahora. Sé donde está mamá y no importa si ahora no la estoy viendo porque está tapada por algún obstáculo. Disponiendo de la representación puedo simular aspectos del ambiente que no son perceptibles aquí y ahora: si rodeo el obstáculo encontraré a mamá… Pero no sólo eso, poseer representaciones permite actuar en ambientes simulados, sin correr ningún riesgo. Con una representación del depredador puedo formular diferentes hipótesis de fuga y verificar, en la mente, su eficacia. Ser comido por un depredador mental no duele. Por otra parte, como estaba diciendo, «representación» es un término engañoso. Parece sugerir demasiadas cosas. El experimento con el pollito, por ejemplo, nos dice sólo que una determinada propiedad se representa en la mente del animal: la localización de algo en el espacio. No podemos decir nada sobre otros aspectos de este algo excepto su posición en el espacio, es decir, si el pollito se representa el color, la forma, etc. Podemos intentar verificarlo proyectando experimentos lo suficientemente astutos. Orazio Miglino y Domenico Parisi, del Instituto de scienze e tecnologie della cognizione del CNR, de Roma, han construido criaturas artificiales, implementadas en el robot Kephera, que saben resolver problemas de détour recurriendo poco o nada a representaciones. Creo que la de Miglino y Parisi es una buena estrategia para afrontar el estudio de la mente, inspirada en el principio de «… buscar, si encontrar se pudiese, que Dios no existiese…».

§. Para saber más
Los experimentos sobre la representación por parte del pollito de objetos desaparecidos aparecen en:
► L. Regolin, G. Vallortigara y M. Zanforlin, Object and Spatial Representations in Detour Problems by Chicks, en «Animal Behaviour», 49, 1995, pp. 195-99;
► G. Vallortigara, L. Regolin, M. Rigoni y M. Zanforlin, Delayed Search for a Concealed Imprinted Object in the Domestic Chick, en «Animal Cognition», 1, 1998, pp. 17-24.

La demostración de la representación de objetos desaparecidos por parte de bebés de 2-3 meses de edad aparece en:
► R. Baillargeon y J. DeVos, Object Permanence in Young Infants. Further Evidence, en «Child Development», 60, 1991, pp. 1227-46.

Para tener un marco teórico véase también:
► E. Spelke, Nativism, Empiricism, and the Origins of Knowledge, en «Infant Behavior and Development», 21, 1998, pp. 181-200.

La conducta de détour de las arañas saltadoras se describe en:
► M. S. Tarsitano y R. R. Jackson, Araneophagic Jumping Spiders Discriminate between Detour Routes That Do and Do not Lead to Prey, en «Animal Behaviour», 53, 1997, pp. 257-66.

Los robots estudiados por Miglino y Parisi, que emplean redes neuronales para rodear obstáculos, se describen en:
► O. Miglino, D. Denaro, S. Tascini y D. Parisi (1998), Detour Behavior in Evolving Neural Networks, en P. Husbands y J. A. Meyer (bajo iniciativa suya), Proceedings of the First European Workshop on Evolutionary Robotics (París, 16-17 abril de 1998), Springer, Berlín-Londres 1998, pp. 112-25.
Capítulo 4
Saber qué y saber cómo
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
A una gallina melindrosa le daban asco los gusanos. Daba vueltas buscando semillas de lino, que le encantaban, y arenilla de cal para hacerle la cáscara a los huevos. Cuando encontraba un gusano le hacía un nudo con el pico y lo dejaba hecho un nudo ahí mismo. A los gusanos más largos les hacía dos nudos.
L. Malerba

Saber que detrás de la pantalla hay algo interesante o apetecible para la gallina no nos dice mucho sobre la naturaleza de ese algo, sobre el contenido específico de la representación. Supongamos que ahora os ha entrado hambre. Os levantáis, dejáis el libro (con cuidado, por favor) y os dirigís a la nevera. Os acordáis de que hay todavía un trozo de tarta helada que ayer despreció vuestra novia. Además, en el horno hay todavía un poco de suflé que no despertó ningún interés en ella. La próxima vez quizás tengáis más suerte… Obviamente este no es el único modo en el que vuestras acciones concretas —levantaros e ir a la nevera impulsados por la sensación de hambre— podrían desarrollarse. Quizás no os acordéis de la tarta ni del suflé pero sabéis que en la nevera, con frecuencia, hay cosas de comer. Puede ser que no os acordéis tampoco de esto: vosotros no lo sabéis, nunca habéis sabido nada sobre lo que hay en la nevera, sois zombis y habéis aprendido que cada vez que os acercáis a la nevera y abrís la puerta, encontráis dentro algo que comer. La regla ha funcionado un cierto número de veces en el pasado, estáis razonablemente convencidos de que seguirá funcionando en el futuro por lo que cada vez que tenéis hambre vais a abrir la nevera pero, como sois zombis, no sabéis nada sobre el hecho de que las neveras contienen cosas de comer, poseéis sólo una regla de comportamiento: ¿tienes hambre?, haz esto y esto…
Hay circunstancias en las que nuestro conocimiento es precisamente de zombis. Sabemos hacer cosas como montar en bicicleta o dar boleas de revés pero no sabríamos decir exactamente lo que sabemos. La distinción entre saber qué y saber cómo fue establecida originalmente por el filósofo de Oxford Gilbert Ryle. Pero fue en manos de los estudiosos de neuropsicología donde ha demostrado toda su importancia. Hay pacientes, que sufren amnesia orgánica profunda, que pueden aprender habilidades nuevas, como montar en bicicleta o resolver un puzzle, pero no son capaces de recordar nada sobre su propia experiencia de aprendizaje. En nuestra especie, el saber «qué», el llamado conocimiento declarativo, permite denominar los objetos y los acontecimientos; de hecho estos pacientes pueden montar en bicicleta sin recordar que la bicicleta se llama bicicleta o, incluso pudiendo usarla, no acordarse de para qué puede servir una bicicleta.
Quizás los animales de otras especies son todos zombis que poseen solamente conocimientos procedimentales. En presencia de ciertos estímulos, podrían reaccionar de manera adecuada por haber adquirido, a través de la selección natural o a través del aprendizaje individual, ciertas reglas o procedimientos de conducta. De este modo quizá también vuestro gato se acerca a la nevera cuando tiene hambre. Pero es un gato, no un zombi. No sabe lo que hay en la nevera. Sólo sabe que acercándose a la nevera obtendrá comida.
Bueno. No sé vuestro gato, pero las gallinas, claramente, no son zombis. Considerad el siguiente experimento debido, también este, al ingenio de mi amigo Bjorn Forkman. En una habitación se colocan dos recipientes con comida: a un lado arroz con almendras, al otro arroz con plátano (el experimento se ha llevado a cabo en Gran Bretaña y no tengo intención de discutir aquí los méritos de ciertas gastronomías nacionales). La gallina permanece en la habitación, donde puede alimentarse con ambos tipos de arroz, una media hora durante 4 días seguidos. Después, mientras se encuentra en su propia jaula, en ayunas desde hace unas 4 horas, se le ofrece la posibilidad de alimentarse solamente con uno de los dos tipos de arroz, digamos, por ejemplo, el que lleva plátano. Después de esto, presumiblemente saciada con este tipo de arroz, se lleva la gallina a la habitación con los dos recipientes (vacíos, para evitar cualquier tipo de indicio olfativo). Casi el 90% de las gallinas sometidas a este test se dirige sin vacilación hacia el recipiente en el que debería estar el arroz con almendras.
La sencillez de este pequeño experimento no debe ensombrecer su importancia. El procedimiento usado tiene el nombre técnico de «devaluación del incentivo»; consiste en hacer que uno de los dos alimentos sea temporalmente menos interesante y apetecible para ver si la gallina posee una representación del contenido de los dos recipientes de comida, es decir, una representación de tipo declarativo. De hecho se podría pensar que el animal hubiera aprendido simplemente a dirigirse hacia cualquiera de los dos recipientes cuando tiene hambre, utilizando un conocimiento de la situación meramente procedimental. En cambio, parece precisamente que las gallinas no sólo saben que dentro de los recipientes hay «algo de comer», sino que saben que en el recipiente A está la comida a y en el recipiente B está la comida b.
Es evidente que poseer representaciones de tipo declarativo permite una flexibilidad conductual mucho mayor. Un animal de forraje «procedimental» sabe sólo que, cuando tiene hambre, debe llevar a cabo ciertas acciones. Un animal de forraje «declarativo», en cambio, tiene la posibilidad de elegir entre diferentes estrategias de acción y, consecuentemente, puede tomar decisiones funcionales incluso en situaciones completamente nuevas.
La demostración de que otras especies, además de la humana, poseen representaciones declarativas tiene implicaciones de relevancia en lo que se refiere al trato de los animales. Ya en 1989 David McFarland, un estudioso británico de la conducta animal, había subrayado que el concepto de «sufrimiento» aplicado a los animales sería inapropiado si no tuviesen la capacidad de formarse representaciones declarativas: «El sufrimiento no es un concepto necesario para explicar la conducta porque en cada caso concreto el animal tendría ya preparada una respuesta automática o sería capaz de aprender una apresuradamente. El animal respondería en base a reglas procedimentales innatas o adquiridas a través de un simple condicionamiento». Es evidente que para la gallina las cosas no son así.
Los estudios de neuropsicología han evidenciado numerosos ejemplos de disociación entre el saber qué y el saber cómo. La amnesia orgánica es uno de los casos más sorprendentes. Hay pacientes que, tras haber padecido ciertas enfermedades, como por ejemplo encefalitis por herpes simplex o el síndrome de Korsakoff, pierden totalmente la capacidad de aprender cosas nuevas. Recuerdan bien vivencias anteriores a la enfermedad y poseen una memoria a corto plazo normal, pero los recuerdos parecen desaparecer de sus mentes tras pocos segundos. Conversando con estos pacientes podríais tener la impresión de estar tratando con personas dotadas de plenas facultades mentales, pero sería suficiente que los dejaseis solos unos minutos para que, a vuestro regreso, no dieran ninguna señal de haberos reconocido o de recordar haber estado con vosotros poco antes y mucho menos aún de recordar de qué habíais estado hablando.
Se consideraba que los pacientes afectados de amnesia orgánica profunda no podían aprender nada pero, en realidad, se ha descubierto que pueden adquirir nuevos conocimientos de tipo procedimental. Por ejemplo, si pidieseis a uno de estos pacientes que practicase durante media hora cada día la lectura delante de un espejo, observaríais, con el paso del tiempo, una mejoría en el rendimiento: poco a poco el paciente lograría leer cada vez más rápido lo que al principio le parecerían jeroglíficos indescifrables. Este aprendizaje no es más lento o imperfecto respecto al de una persona sana sino absolutamente indiferenciable del que podríais demostrar vosotros, o yo mismo. Sin embargo, el aspecto curioso es que la adquisición de la habilidad no parece ir acompañada de ningún tipo de reconocimiento consciente de las etapas específicas a través de las cuales la habilidad misma se ha ido instaurando. El paciente nunca recuerda haber intentado antes la lectura especular, ni haberos tenido a vosotros como profesores. De todas maneras demuestra haber aprendido. Una disociación tal entre los aspectos declarativos y procedimentales del conocimiento también ha sido revelada a través de un elegante experimento llevado a cabo con un pollito.
¿Recordáis el fenómeno del imprinting? Bien, supongamos que permitimos al pollito que se autoabastezca de la estimulación necesaria para «fijar» un objeto como su propia madre. Delante de él hay dos pedales, como se muestra en la figura de la página siguiente. Si sube al pedal adecuado, supongamos que es el de la derecha, se ilumina y empieza a girar delante de él una bonita caja roja. Si sube al de la izquierda no pasa nada.
Los pollitos son animales curiosos y aprenden rápidamente la tarea. La presión sobre el pedal hace que los pollitos estén expuestos a la caja roja y que como consecuencia de ello, desarrollen el imprinting con este objeto. Gabriel Horn, con sus colaboradores, en Cambridge, ha identificado una pequeña zona del cerebro del pollito en la cual se localiza la memoria de reconocimiento del objeto del imprinting. Si se inactiva esta zona, por ejemplo con algunos fármacos, el pollito se vuelve amnésico: ya no recuerda cómo es su madre. Para demostrarlo basta ofrecerle la posibilidad de elegir: en extremos opuestos de un pasillo se coloca, en un lado, la caja roja y en el otro cualquier otro objeto como por ejemplo una pelota azul. Los pollitos normalmente eligen sin dudar la caja roja, el objeto al que han sido expuestos. Aquellos pollitos en los que la zona destinada al reconocimiento ya no funciona, se mueven al azar entre ambos objetos. Es más, y este es el aspecto interesante, estos animales no han perdido toda la memoria. Algunas cosas las recuerdan bien. Pueden aprender y pueden recordar perfectamente que el pedal que está a la derecha permite ver la caja. Suben, normalmente, al pedal adecuado y por ello, normalmente, reciben la caja como estímulo. Sin embargo, poseer este procedimiento de conducta no conlleva el mismo nivel en los procesos de reconocimiento: saben elegir el pedal adecuado pero ya no saben reconocer la madre-caja. Discriminar entre dos objetos, comportándose de modo diferente en presencia de cada uno de ellos, no es lo mismo que reconocer un objeto.
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§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
A los psicólogos, como a todos los científicos, les encanta triturar los objetos de los que se ocupan para poder así clasificar sus distintos componentes; parecido a lo que hacen los niños que después de haber desmontado el cochecito colocan (¡a veces!) las ruedas en un sitio, las piezas del motor en otro, la batería en otro… La actividad de seccionado y etiquetado de los componentes de la memoria no se limita a la distinción memoria procedimental/memoria declarativa. Una subcategoría de esta última es la memoria «episódica» que debe distinguirse de la memoria «semántica». Por ejemplo, recordar la receta del bacalao a la bilbaína (memoria semántica) es distinto que recordar que ayer cenasteis bacalao a la bilbaína en el restaurante «Casa Paco» (memoria episódica). En el primer caso os referís a una información que pertenece a vuestro patrimonio general de conocimientos. Sin duda la información conservada en el almacén semántico ha sido obtenida en el curso de episodios concretos pero de estos episodios ya no os queda ningún rastro (¿cuándo fue la primera vez que aprendisteis que Roma es la capital de Italia o que después de un punto la inicial de la siguiente palabra se escribe con mayúscula?). En el segundo caso, en cambio, os estáis refiriendo a un episodio concreto de experiencia, bien delimitado en el tiempo (ayer por la noche), en el espacio (en el restaurante «Casa Paco» poco más allá de la circunvalación) y en el contexto (estábamos Valeria, una pareja de amigos y yo). La amnesia causada por lesiones cerebrales a menudo altera la memoria episódica dejando inalterada la memoria semántica. Los pacientes no recuerdan haber cenado bacalao la noche anterior pero recuerdan bien qué es el bacalao o la receta para prepararlo.
La memoria episódica implica, entonces, con sus connotaciones temporales, la posibilidad de viajar mentalmente al pasado. ¿Debemos considerarla un rasgo diferenciador de la mente humana? La demostración más convincente de la existencia de memorias «episódico-similares» en una especie animal no humana se ha obtenido muy recientemente, precisamente en un pájaro, la urraca de matorrales (Aphelocoma coerulescens). Estos pájaros preparan reservas de comida que esconden, por ejemplo, en los huecos de los árboles. Además de semillas de distintos tipos, recogen y esconden larvas y otro material perecedero. Este último tipo de comida es de particular interés para los pájaros y, por ello, lo recuperan antes que las semillas. Se ha descubierto, sin embargo, que superado un cierto periodo de tiempo, los pájaros acuden preferentemente a los escondites en los que habían colocado alimentos más duraderos (por ejemplo avellanas) aunque normalmente no sea su alimento preferido. Es decir, estos pájaros no sólo saben qué hay en los escondites (demostrando que poseen, como las gallinas, una memoria de tipo declarativo) sino que saben también cuándo lo pusieron allí (demostrando con ello que poseen una memoria de tipo episódico).
¿Por qué se prefiere usar el más cauto «episódico-similar» en lugar del más franco «episódico-y-punto» para indicar estas prestaciones de la mente animal? Subyace un problema sutil y quizás irresoluble. El psicólogo Endel Tulving, que introdujo la noción de memoria episódica, proporcionó también una lista de las propiedades de esta memoria. En nuestra especie, la memoria episódica tiene, dice Tulving, carácter «autonoético». Cuando recordamos un episodio tenemos consciencia de que se trata de nuestra experiencia del episodio. Una memoria episódica es un experimentar de nuevo una parte de nuestro pasado y, en este sentido, se puede afirmar que las memorias episódicas permiten viajar mentalmente en el tiempo. Pero, el hecho de recordar un dónde, un qué y un cuándo, no garantiza por sí mismo que una memoria sea autonoética. Yo puedo saber que Darwin publicó El origen de las especies (qué) en Londres (dónde) en 1859 (cuándo) sin que este conocimiento guarde relación alguna con mi experiencia personal del episodio. ¿Qué decir entonces de la prestación de nuestra urraca? El hecho de que el animal sepa dónde está escondido un determinado tipo de comida ¿nos garantiza que tenga una consciencia autonoética del suceso? ¿Es decir, que lo viva como algo que le sucede a él? Obviamente no. Quizá deberíamos aceptar la hipótesis de que comportamientos análogos constituyen la prueba de experiencias subjetivas análogas. No estoy seguro de que sea una buena idea pero, a fin de cuentas, para los miembros de nuestra especie estamos dispuestos a una concesión de este tipo: no nos es posible acceder directamente a las experiencias de nuestros semejantes, sencillamente nos fiamos de lo que ellos nos dicen.

§. Para saber más
La distinción entre representaciones declarativas y procedimentales se introdujo por primera vez en el libro:
► G. Ryle, The Concept of Mind, Hutchinson, Londres 1949.

La cita de McFarland proviene de:
► D. McFarland, Problems of Animal Behaviour, Longman, Harlow (UK) 1989, p. 480.

Los experimentos que demuestran que la gallina (¡y también el pollito con sólo 5 días de vida!) posee representaciones declarativas se describen en:
► B. Forkman, Domestic Hens Have Declarative Representations, en «Animal Cognition», 3, 2000, p. 135-37;
► C. Cozzutti y G. Vallortigara, Hemispheric Memories for the Content and Position of Food Caches in the Domestic Chick, en «Behavioral Neuroscience», 115, 2001, p. 305-13.

La distinción entre conocimientos declarativos y procedimentales (o implícitos) en Neuropsicología se trata en:
► D. L. Schachter, M. P. McAndrews y M. Moscovitch, Access to Consciousness. Dissociations between Implicit and Explicit Knowledge in Neuropsychological Syndrome, en L. Weiskrantz (bajo iniciativa suya), Thought without Language, Clarendon Press, Oxford 1988, p. 242-78.

La disociación entre conocimientos declarativos y procedimentales en el pollito se describe en:
► G. Horn, What Can the Bird Brain Tell Us about Thought without Language?, en Weiskrantz (bajo iniciativa suya), Thought without Language cit, pp. 279-304.

La demostración de una memoria episódico-similar en el cerebro de la urraca de matorrales aparece en:
► N. S. Clayton y A. Dickinson, Episodic-like Memory during Cache Recovery by Scrub Jays, en «Nature», 395, 1998, p. 272-74.

La naturaleza autonoética de las memorias episódicas humanas se describe en:
► E. Tulving y H. J. Markowitsch, Episodic and Declarative Memory. Role of the Hippocampus, en «Hippocampus», 8, 1998, p. 198-204.
Capítulo 5
Rotando imágenes en la cabeza
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina exhibicionista decidió drogarse y fue al campo donde se empachó de semillas de cáñamo. Después se tumbó sobre la hierba al sol esperando las alucinaciones. Esperó una hora, dos, tres. En vez de las alucinaciones llegaron la oscuridad y el frío de la noche.
L. Malerba

¿Sois capaces de imaginar una vaca violeta? Pienso que sí. Quizá los detalles no sean nítidos, pero, tal vez cerrando los ojos, todo el mundo pueda ver una vaca violeta con los ojos de la mente. Para entender las notables ventajas que conlleva la capacidad de generar imágenes mentales considerad el siguiente problema. Intentad imaginar un cuadrado. ¿Hecho? Ahora intentad trazar una cruz dentro de él partiendo del punto medio de cada lado hasta tocar el opuesto. Ahora imaginad una diagonal que partiendo del ángulo superior derecho llegue al ángulo inferior izquierdo. Finalmente, a casi un cuarto de la longitud del lado de arriba, partiendo de la derecha, imaginad una línea vertical que baje hasta tocar el lado de abajo. ¿Cuántas líneas cruzará? ¿Dos? ¡Bien!, respuesta exacta.
Ahora, en cambio, considerad lo complejas que son, a pesar de mis esfuerzos, las frases que he debido emplear para deciros lo que teníais que imaginar y cuánto tiempo ha sido necesario para formularlas y entenderlas. Reflexionad, en cambio, sobre lo sencilla que ha sido la operación de construir la imagen. Considerad lo laborioso que habría sido resolver el problema en términos lingüísticos y lo fácil que ha sido resolverlo construyendo la imagen: la solución está ahí, delante de los ojos, se ve que la línea vertical cruza dos líneas, no hace falta pensar mucho en ello. Las imágenes mentales tienen la virtud de poder ser manipuladas. Podéis agrandar o empequeñecer vuestra vaca violeta, o podéis girarla, mirarla desde arriba, desde abajo o desde donde más os plazca. La rotación de las imágenes ha sido descrita como un proceso continuo que se verifica a una velocidad constante, variable de un individuo a otro. Para medir la velocidad con la que se hace rotar una imagen mental se emplea un procedimiento ideado por Roger Shepard, psicólogo de la Universidad de Stanford. Se presentan dos imágenes de un mismo objeto, una con un cierto ángulo de rotación respecto a la otra y hay que decidir, en el menor tiempo posible, si los dos objetos son iguales o no, presionando un botón. Resulta que el tiempo necesario para responder aumenta linealmente con la diferencia angular entre las dos imágenes. Esto concuerda con la descripción introspectiva de cómo se resuelve la tarea: lo que la gente dice que hace es, precisamente, rotar mentalmente una de las dos figuras hasta hacerla coincidir con la otra; cuanto mayor es la rotación a realizar, mayor es el tiempo necesario para hacerlo. Este tipo de prestaciones se mide a menudo mediante un test de inteligencia como el que veis representado aquí abajo, en el que se trata de encontrar el perfil que no tiene relación con los demás.
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El test de Shepard se puede adaptar fácilmente a otras especies utilizando el método llamado «comparación con el modelo». Lamentablemente nadie lo ha hecho todavía con las gallinas pero, en compensación, se ha probado con las palomas. (Considerando que los ornitólogos mantienen que las familias de las Columbiformes y de las Galliformes no han evolucionado de manera demasiado diferente, nos concedemos esta licencia zoológica).
En una jaula se ilumina un disco, en posición central, con un estímulo formado por una figura geométrica (el modelo). En cuanto la paloma toca la figura, esta desaparece mientras aparecen a los lados otras dos figuras: una idéntica al modelo, la otra, en cambio, es su imagen especular. Cuando la paloma picotea la imagen idéntica al modelo recibe comida como premio, cuando picotea la imagen especular, como castigo permanece unos instantes en la oscuridad. Se pueden utilizar varias formas y sus imágenes especulares. Una vez que la paloma ha aprendido la tarea, esta sufre una ligera modificación: los dos estímulos entre los que elegir se presentan con un cierto ángulo de rotación y se mide el tiempo que necesita el animal para dar la respuesta.
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Sucesivamente la jaula se modifica y algunos estudiantes voluntarios se sitúan frente al panel de los estímulos para someterse a la misma prueba (utilizando, esta vez, pequeñas cantidades de dinero como premio y el toque de un lápiz como reprimenda). Los estudiantes muestran el clásico efecto de rotación mental, con un incremento progresivo de los tiempos de reacción a medida que aumenta la disparidad angular entre el estímulo modelo y el estímulo de comparación.
Las palomas, en cambio, utilizan siempre el mismo tiempo independientemente de la diferencia angular. Lo interesante es que este tiempo resulta ser inferior al tiempo usado por los estudiantes.
Esto no parece deberse al entrenamiento inicial a la tarea a la cual deben someterse inevitablemente las palomas porque el resultado no varía si los sujetos humanos se adiestran precedentemente en la misma medida o incluso en medida superior. Juan Delius, el psicólogo de la Universidad de Costanza autor de estas investigaciones, afirma que, si tuviésemos que juzgar la inteligencia de las palomas sólo sobre la base de los test de rotación mental deberíamos concluir con que son genios. Parece que estos animales lleven a cabo las rotaciones mentales casi instantáneamente. De hecho, probablemente no roten las imágenes como lo hacemos nosotros, sino que parece que poseen una especie de mecanismo automático gracias al cual una figura, con cualquier orientación, puede ser reconocida inmediatamente.
Las cosas se complican más si suministramos el mismo test a babuinos. Todo depende, de hecho, del hemisferio cerebral que debe desempeñar la tarea. El cerebro, como sabemos, está formado por dos mitades sólo aparentemente simétricas, el hemisferio derecho y el izquierdo. En los mamíferos se puede hacer que un estímulo visual llegue antes, o preferentemente, al hemisferio del lado opuesto al ojo que mira, poniendo el estímulo en el extremo de la periferia del campo visual y dejándolo ver durante un periodo de tiempo muy breve para impedir que el animal mueva los ojos o la cabeza. El resultado es desconcertante: si el estímulo modelo y el de comparación son analizados por el hemisferio izquierdo, el tiempo necesario para responder aumenta al aumentar la diferencia angular entre los dos estímulos (cuanto mayor es la rotación del estímulo de comparación respecto al modelo, mayor es el tiempo necesario para decidir si es igual o distinto); pero si los dos estímulos son analizados por el hemisferio derecho entonces el tiempo necesario para responder no varía con la diferencia angular. Es como si en el cerebro del babuino hubiese un hemisferio «modelo hombre» que rota mentalmente las imágenes y un hemisferio «modelo paloma» que, en cambio, no lo hace. Nadie sabe decir exactamente por qué sucede todo esto pero querría contaros un cuento muy bonito.
Entonces: había una vez, y todavía los hay, animales que, un poco porque vuelan y un poco por cómo son, interactúan con los objetos del ambiente mirándolos casi siempre desde lo alto, es decir, en circunstancias en las que la rotación arriba-abajo es indiferente para estos mismos objetos. Estos animales tienen en el cerebro un mecanismo muy eficiente (y probablemente muy costoso de mantener) que analiza de manera extremadamente veloz la forma, independientemente de la orientación (de modo «paralelo» dicen los científicos cognitivos). Quizá nuestros antepasados braquiadores poseyesen algo similar (liando vivían en los árboles desplazándose de rama en rama. Cuando bajaron al suelo tuvieron que considerar la circunstancia por la que los objetos poseen, respecto a la gravedad, una orientación bien definida. Se podría entonces conjeturar que en el pasado poseíamos, y después perdimos completamente, un mecanismo para calcular la invariabilidad de la orientación de modo paralelo, similar al que tienen hoy los pájaros como las palomas, y que residuos de su presencia afloran en los experimentos con babuinos, en los que algunas porciones de cerebro parecen conservar la memoria de una antigua habilidad.
Sea más o menos creíble este cuento evolucionista, está claro que los mecanismos mentales que poseemos para la ejecución de ciertas funciones no son necesariamente los mejores que se podían conseguir. Proyectar el mejor mundo posible no es la tarea de la selección natural, que sólo puede poner en funcionamiento mecanismos que sirvan para resolver problemas específicos de contextos ambientales concretos. Además, sucede que el contexto puede cambiar y lo que estaba bien antes ahora está bastante bien pero no fenomenal y, de todos modos, eliminarlo no tendría sentido… El biólogo Jacques Monod decía que los vivos son fósiles. También sus mentes.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
En la universidad en la que trabajo, entre otras cosas, enseño una asignatura que se llama bastante pomposamente Psicología animal y comparada. Inevitablemente, amigos y conocidos (y a veces también colegas que estudian la psicología humana) me hacen preguntas sobre la inteligencia de los animales: « ¿Cuál es el animal más inteligente?, ¿y el más estúpido?, ¿es cierto que los cerdos son tan inteligentes?, ¿y los caballos?, ¿y los delfines?, ¿y…?». No es que quiera hacerme el académico engreído pero la única respuesta sensata que me atrevo a dar es: depende…
La inteligencia no es una isla sino un archipiélago. Considerad las capacidades de las palomas que os he descrito: si tuviésemos que utilizar como criterio único para valorar su inteligencia la velocidad para reconocer imágenes rotadas, tendríamos que concluir diciendo que las palomas son más inteligentes que los estudiantes universitarios. Pero, es totalmente evidente que, si considerásemos otras capacidades, por ejemplo la de leer un texto escrito, sus prestaciones no serían comparables en ninguna manera a las de un estudiante. La inteligencia se compone de esto: un conjunto de capacidades generales (que son comunes a todas las especies) más un conjunto de capacidades especializadas, cada una de las cuales ha evolucionado como solución a un problema específico. ¿Una especie animal debe saber reconocer las formas desde lo alto, independientemente de su orientación? He ahí madre naturaleza (alias selección natural) que proporciona al animal un pequeño módulo, un kit especializado en la ejecución de esa especialísima y única función.
¿Una especie animal tiene que esconder víveres para el invierno en muchos sitios distintos porque existe el riesgo de que otros animales los encuentren y se los quiten? He ahí un kit de memoria espacial, hecho a medida para un pajarito como el cascanueces americano, que esconde al final del otoño unas 33 000 semillas de coníferas en grupos de 5-6 semillas con un total de unos 5500 escondites. Meses después encuentra la mayor parte de estos escondites y recupera los víveres. Para hacer esto parece que el cascanueces disponga de un «extra» cerebral. La estructura del cerebro implicada en la formación de mapas espaciales se llama hipocampo; si comparamos el volumen del hipocampo en las especies de la misma familia (es decir, que están muy emparentadas genéticamente) que, por el contrario, no hacen reservas de comida, encontramos que en las primeras el hipocampo está mucho más expandido. ¿Es superinteligente el cascanueces? Sin duda lo es en lo que se refiere a la memoria espacial; lo que hace, nosotros, con la misma información, no lo sabríamos hacer. Pero, en otras tareas, el cascanueces demuestra una dotación totalmente prosaica. Y no sólo en relación a las especializaciones más típicamente «humanas» (por ejemplo el uso del lenguaje) sino también en test muy sencillos y en la comparación con otras especies de pájaros.
Si llevamos al cascanueces americano a un laboratorio y lo sometemos a las tradicionales baterías de test de los psicólogos, el animal supera indiscutiblemente a las especies de pájaros que no hacen reservas de víveres en los test «espaciales» (por ejemplo, cuando se trata de encontrar entre dos recipientes cuál contiene comida, en base a su posición en el espacio) pero muestra prestaciones anodinas en los test «no espaciales» (por ejemplo, cuando se trata de encontrar entre dos recipientes cuál contiene comida en base a la forma o al color). Todas las especies son inteligentes. Y muchas poseen una inteligencia altamente especializada en comparación con la cual, a veces, nuestra misma inteligencia empalidecería. Pero la inteligencia no es una especie de flan que el buen Dios ha vertido caprichosamente en cantidades diferentes en los cráneos de las distintas criaturas. Si existe la inteligencia, la han debido poner ahí para algo. Esto no significa que la función original se deba mantener rigurosamente. Una vez adquirida, una memoria de tipo espacial puede servir para nuevas funciones incluso distintas de aquellas para las que había evolucionado originalmente. Quizá nuestros antepasados usaban la memoria espacial para volver a la madriguera. Yo hoy la uso para volver a la gasolinera más cercana. Probablemente esté aquí, en esta versatilidad de uso, el fundamento de la inteligencia de los humanos.

§. Para saber más
El fenómeno de la rotación de imágenes mentales en nuestra especie ha sido descrito por:
► R. N. Shepard y J. Metzler, Mental Rotation of Three-Dimensional Objects, en «Science» 171, 1971, pp. 701-03.

Los experimentos sobre la rotación mental en las palomas se describen en:
► V. D. Hollard y J. D. Delius, Rotational Invariance in Visual Pattern Recognition by Pigeons and Humans, en «Science», 218, 1982, pp. 804-06;

mientras los de rotación mental en babuinos en:
► J. Vauclair, J. Fagot y W. D. Hopkins, Rotation of Mental Images in Baboons when the Visual lnput Is Directed to the Left Cerebral Hemisphere, en «Phsychological Science» 4, 1993, pp. 99-103.

Sobre las prestaciones de los pájaros que hacen reservas de comida se puede leer:
► S. J. Shettleworth, Come gli uccelli ritrovano le provviste nascoste, en «Le Scienze» 177, 1983, pp. 78-87;
► S. J. Shettleworth, Spatial Memory in Food-Storing Birds, en «Philosophical Transactions of the Royal Society of London», B, 329, 1990, pp. 143-51;

y para entender lo especiales que son sus cerebros vale la pena consultar:
► D. F. Sherry, L. F. Jacobs y S. J. C. Gaulin, Spatial Memory and Adaptive Specialization of the Hippocampus, en «Trends in Neurosciences», 15, 1992, pp. 298-303;
► N. S. Clayton, The Neuroethological Development of Food-Storing Memory. A Case of Use It, or Lose It!, en «Behavioural Brain Research», 70, 1995, pp. 95-102.
Capítulo 6
Caras, niños y pollitos
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina vanidosa se miró al espejo y se quedó muy satisfecha. Mandó a sus compañeras frente al espejo para que admirasen su retrato pero estas se quedaron perplejas al encontrar que esa gallina se parecía demasiado a todas las demás.
L. Malerba

Si hacéis la prueba de alzar a un recién nacido de pocos minutos de vida de manera que sus pies toquen la superficie de una mesa o del suelo lo veréis caminar (o quizá sería mejor decir moverse en un modo que se asemeja mucho a caminar). Hacia la octava semana de vida este reflejo desaparece casi completamente. Más tarde, hacia la edad de 1 año, el niño empezará a andar de verdad, esta vez definitivamente. ¿No es curioso todo esto? Solemos pensar en el desarrollo como un proceso lineal: al principio no hay nada, luego aparece algo, todavía amorfo, y al final, he ahí la estructura totalmente desarrollada. Aquí, en cambio, se trata de una habilidad —o un esbozo— que hace su aparición muy precozmente, que pronto desaparece, para reaparecer nuevamente, más tarde, en su forma madura.
Adiestrando al niño cotidianamente se puede prolongar el periodo en el que el reflejo está activo. Os desaconsejo hacerlo, sin embargo. Andar demasiado precozmente puede causar daños en los huesos y en las articulaciones. En efecto, es sensato que el reflejo se inhiba durante buena parte del primer año de vida cuando los huesos del niño no tienen todavía la rigidez suficiente. Pero este peculiar proceso de desarrollo es común a otras actividades como por ejemplo, al reconocimiento de las caras.
Cuando la cara esquemática representada en la página siguiente se mueve ante los ojos de un recién nacido de pocos minutos de vida se puede notar que efectúa un movimiento de seguimiento con la cabeza y con los ojos. Evidentemente, para el recién nacido se trata de un estímulo interesante.
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Si las características de la cara —ojos, cejas, nariz, boca— están esparcidas al azar dentro del círculo, se obtiene una «no-cara» que para el recién nacido resulta muy poco atractiva: los movimientos de seguimiento con la cabeza y con los ojos en este caso son muy reducidos respeto a los desencadenados por la imagen anterior.
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Es digno de mención el hecho de que el recién nacido sepa distinguir una cara de una «no-cara» a pocos minutos del nacimiento. Se creía que pudiese hacerlo sólo a partir de los dos o tres meses de vida aproximadamente. Si se emplea la técnica de la «fijación preferencial», mostrando al recién nacido contemporáneamente dos estímulos estáticos e inmóviles delante de él, uno formado por una cara esquemática y otro por una «no-cara», hasta los 3 meses de vida el recién nacido no manifiesta ninguna preferencia; superada esta edad empieza a mirar durante mucho más tiempo la cara esquemática respecto a la «no-cara». Por supuesto, hay diferencias entre los dos métodos, en el primer caso el estímulo se mueve mientras en el segundo no. Pero el misterio se mantiene porque la respuesta de seguimiento preferencial a las caras en movimiento desaparece aproximadamente a los dos meses de edad.
Para un recién nacido la cara más interesante es, con toda seguridad, la de su madre. Para un pollito es la de la gallina. Recordaréis como, en el caso de que no haya una gallina disponible, el proceso de imprinting se puede llevar a cabo sobre cualquier objeto, por ejemplo las botas de Konrad Lorenz o un triángulo rojo. Pero el hecho de que estos objetos puedan ser en cualquier caso útiles para un fin, significa sólo que representan lo mejor que ha podido encontrar el pollito en circunstancias totalmente particulares. En el ambiente natural es muy probable que el primer objeto considerable visto sea precisamente la gallina ¿No sería lógico esperar que el pollito prefiriera, en igualdad de condiciones, encariñarse con una madre verdadera, natural y de corral en vez de hacerlo con un par de botas? ¿No podría tener el pollito una especie de idea innata de la madre?
Ha hecho falta tiempo para entender que es precisamente así, también porque en el laboratorio esta madre platónica hace su aparición sólo en condiciones un poco especiales. La receta, en cualquier caso, es bastante sencilla. Se toma un pollito recién salido del huevo y se le deja corretear, a oscuras, sobre una rueda giratoria como las que tienen los hamsters en sus jaulas. Aunque nadie sepa por qué parece ser que este ejercicio es necesario para que emerja la predisposición innata. Cuando el pollito tiene alguna hora de vida se le da la oportunidad de elegir entre una gallina disecada (que obviamente no ha visto nunca como tampoco ha visto nada del maravilloso mundo) y otro objeto artificial que no se parece en nada a una gallina: una caja, un despertador o lo que nos parezca. El pollito prefiere acercarse a la gallina disecada. ¿Qué tiene de especial el aspecto físico de la gallina para provocar de manera tan prepotente la aproximación por parte del pollito?
Para descubrirlo se ha descuartizado una gallina (disecada, se sobreentiende). Imaginad las porciones de una gallina descuartizada colocadas al azar: aquí la cabeza, allí un músculo, aquí una pata… una auténtica porquería de gallina que, de todas formas, para el pollito es tan atractiva como una gallina normal.
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En cambio, si reducimos la gallina en porciones de pocos centímetros y los distribuimos al azar sobre la superficie de una caja, entonces el pollito se acerca preferencialmente a la gallina canónica y no a un mosaico semejante.
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Entonces lo que atrae al pollito no son las características individuales de la gallina o la complejidad del objeto en cuanto tal sino un cierto tipo de agrupación de características. Tras algún descuartizamiento más se ha conseguido encontrar la solución: el cluster[4] de características vencedor es el de la zona de la cabeza: ojos, pico y carrillos tienen que estar ahí, en el orden adecuado. Es más, una caja giratoria, con sólo la cabeza de una gallina disecada, para el pollito resulta más atractiva que una gallina disecada entera. Es como si la atención del pequeño animal se concentrase enteramente en la zona de la cabeza.
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Quizá no deberíamos sorprendernos demasiado por todo esto: los pollos adultos, como los pollitos, son capaces de reconocerse individualmente, una habilidad crucial para el mantenimiento de su organización social, y el reconocimiento parece llevarse a cabo en base a indicios de tipo visual localizados en la zona de la cabeza. Aun así, y este es el aspecto sorprendente, la imagen innata de la madre es mucho menos específica y precisa de lo que se podría esperar. Una garduña disecada (que para las gallinas es un depredador) para un pollito es tan atractiva como una gallina disecada. Parece ser que la cara de la madre, para el pollito, se reduce a algo más bien esquemático: un círculo con tres zonas más pequeñas dentro, con diferente contraste, que equivaldrían, más o menos, a los ojos y al pico. La semblanza de muchas otras criaturas coincide bastante bien con este simulacro de cara de madre. Una vez más, no deberíamos sorprendernos demasiado. El imprinting, como mecanismo de aprendizaje, ha sido activado por la selección natural precisamente para consentir la memorización de las características de una madre concreta y específica: si ya estuviese todo en la cabeza del pollito, ¿qué necesidad habría de establecer el imprinting?
Estos resultados se han consolidado bajo la hipótesis de que existen dos mecanismos diferentes de reconocimiento de la pareja social. Un primer mecanismo, llamado conspec, serviría para dirigir la atención del animal hacia aquellos objetos del ambiente que, con mayor probabilidad, podrían ser madres. Este mecanismo no suele ser extraordinariamente refinado; el hecho de que incluso permita confundir una gallina con una garduña es menos relevante de lo que podría parecer: si recién salido del huevo el pollito se encuentra cara a cara con una garduña ya no tendrá que preocuparse de reconocer quién era. El segundo mecanismo, en cambio, llamado conlern, serviría para aprender las características individuales y específicas de la madre. Los genes no tienen capacidad de previdencia. No se puede saber anticipadamente cómo será la propia madre. Se puede deducir que tendrá dos ojos y un pico, pero para saber exactamente su aspecto y poder memorizarlo el único modo posible es encontrarla realmente y mirarla bien.
Gran parte de este paciente trabajo de exploración de la mente del pollito en busca de la madre platónica ha sido desarrollado por el psicólogo Mark Johnson, en su tesis de doctorado, llevada a cabo en Cambridge bajo la supervisión del neurobiólogo Gabriel Horn. Algunos años más tarde, con su doctorado en el bolsillo, Mark encontró empleo en un centro de investigación en el que se estudia el desarrollo infantil humano. Y como todos nosotros cargamos con nuestros prejuicios, cuando descubrió el extraño fenómeno de ida-y-vuelta en los procesos de reconocimiento de las caras, pensó inmediatamente que, probablemente, también los recién nacidos de nuestra especie poseen los mecanismos conspec y conlern.
En el cerebro del pollito conspec y conlern están separados y bien diferenciados, y es posible actuar selectivamente sobre uno u otro mediante ciertas sustancias que interfieren en las funciones de las células nerviosas. Por ejemplo, niveles más elevados de una hormona como la testosterona se relacionan con la preferencia por la gallina disecada, pero no con la preferencia por un objeto innatural como una caja roja; por el contrario, niveles más elevados de noradrenalina, un neurotransmisor cuya producción aumenta en el cerebro tras el imprinting, se relacionan con la preferencia por la caja roja pero no con la preferencia por la gallina disecada. En el niño sólo se pueden hacer conjeturas sobre los mecanismos cerebrales implicados. Mark Johnson ha supuesto que conspec es llevado a cabo por una estructura subcortical, el colículo superior, y conlern, que aparece más tardíamente, depende de la maduración de las estructuras de la corteza cerebral. Cario Umiltà, Francesca Simion y Eloisa Valenza, de la Universidad de Padua, han utilizado un método ingenioso para demostrar esta idea. En efecto sucede que la vía nerviosa que conecta el colículo es preferentemente estimulada por las imágenes localizadas en la parte más nasal de la retina. Haciendo comparar a recién nacidos caras esquemáticas y no-caras presentadas en los hemicampos visuales nasales y temporales (que proyectan, respectivamente, en las zonas temporales y nasales de la retina) estos investigadores han encontrado que la preferencia por las caras en efecto es más pronunciada en los hemicampos temporales que proyectan a la porción nasal de la retina y, por tanto, al colículo superior.
De los pollitos que reconocen a la gallina, a través del imprinting, al reconocimiento de caras de los recién nacidos, entonces, el paseo es más corto de lo que habrías podido imaginar.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Se sabe que las caras son estímulos especiales. El estudioso de la percepción Paolo Bozzi ha demostrado cómo variaciones, incluso mínimas, de los rasgos constituyentes de caras esquemáticas pueden dar la neta sensación de que las caras se diferencien por la expresión. Un par de ojos más grandes o más separados pueden hacer cambiar un rostro de listo a obtuso, de enfadado a pacífico. Los mamíferos poseen en el cerebro estructuras específicamente destinadas al análisis de estos estímulos aunque especies diferentes parecen interesarse por características distintas. En el cerebro de las ovejas se han encontrado neuronas cuya actividad depende de manera concreta de la presencia y de la longitud de los cuernos que adornan los hocicos o las caras.
En la interacción cara a cara la dirección de la mirada es de especial importancia. Quien no mira a los ojos del interlocutor crea una mala impresión. Por otra parte, mirar fijamente a la gente, demasiado intensamente, no siempre es oportuno. Se hace cuando queremos establecer un contracto realmente íntimo. Vuestro perro desviará la mirada si lo miráis fijamente, para él se trata de un comportamiento agresivo (a decir verdad parece pensar lo mismo quien comparta con vosotros el breve recorrido del ascensor: en estas situaciones es mejor distraerse contemplando la punta de los zapatos o el techo). En el cerebro de los macacos, en una zona que se llama corteza infero-temporal, hay unas neuronas cuya actividad depende de manera crítica de la orientación de las caras a las que están mirando. La actividad máxima de las células nerviosas es para las caras orientadas frontal-mente —las que te miran a los ojos— y la mínima es para las caras giradas hacia un lado. Pensad esta noche, mientras miráis a los ojos a vuestra pareja, en la tormenta que estáis desencadenando en su (de él/ de ella) corteza infero-temporal.
Conspec es un ejemplo particular de una estrategia general utilizada por la selección natural en la construcción de los cerebros, la de permitir que los procesos de aprendizaje se guíen por el instinto. Generalmente estamos acostumbrados a establecer una dicotomía neta entre instinto y aprendizaje, pero la realidad es que ambos normalmente colaboran, con el primero haciendo el papel del maestro.
El mundo es variado, pero no infinitamente variado. Esto permite desarrollar algunos conocimientos que son «memorias de la especie» y no de los individuos. Cuando un pollito sale del huevo podrá encontrar en su ambiente muchos tipos distintos de gallinas y para la selección natural no hay ningún modo posible de establecer y decirle previamente cómo será su madre. En cualquier caso la innata maestra de escuela, como la llama Lorenz, le puede proporcionar algo anticipadamente al pollito, como memoria de la especie, como patrimonio instintivo: es decir, el hecho de que las gallinas, aproximadamente, son de una cierta manera.
La selección natural no puede decirle al pollito cómo será su madre pero puede decirle cómo son, más o menos, las madres y esto puede simplificar mucho la tarea de aprender a reconocer a la propia madre. Lo mismo sucede con el aprendizaje del canto en los pájaros canoros. En muchas especies de pájaros el canto se aprende escuchando a los padres ¿Qué pasa si los pequeños, accidentalmente, están expuestos al canto de una especie diferente? Algunas especies pueden aprender el canto, o imitar incluso sonidos raros, como hacen, por ejemplo, los papagayos. Pero muchas especies no pueden hacerlo porque poseen un «molde» innato, incluso tosco, de cómo debe ser el canto de la propia especie Si se exponen a estímulos distintos al molde innato no aprenden sus características. El mismo fenómeno se puede identificar en el aprendizaje del lenguaje en nuestra especie. El lenguaje humano es algo distinto al canto de los pájaros canoros y cumple objetivos diferentes. Aun así, también en su desarrollo podemos encontrar el mismo sistema: el instinto que guía el aprendizaje. Los niños de nuestra especie vienen al mundo con una predisposición innata para prestar atención a los poco más de dos docenas de sonidos consonánticos típicos de los lenguajes humanos. Esto por la misma idéntica razón por la que poseen un conspec para el reconocimiento de las caras. Así como estarán expuestos a muchos estímulos visuales diferentes y es una ventaja poseer un mecanismo que los guíe para prestar atención a los estímulos «cara-semejantes», los recién nacidos estarán expuestos a un diluvio de estímulos sonoros diferentes y una guía innata que los dirija selectivamente hacia los sonidos importantes para la especie, «lingüístico-semejantes», constituye una ventaja inestimable para el aprendizaje del lenguaje.

§. Para saber más
Sobre los fenómenos de desarrollo a «U» de la cognición infantil véase:
► J. Mehler y E. Dupoux, Naître humain, Odile Jacob, París 1990.

Sobre el reconocimiento de caras en los niños y en los pollitos se ha escrito una excelente monografía:
► M. Johnson y J. Morton, Biology and Cognitive Development. The Case of Face Recognition, Blackwell, Oxford 1991.

Las investigaciones sobre las bases neurológicas de la preferencia por las caras en los recién nacidos se pueden encontrar en:
► C. Umiltà, F. Simion y E. Valenza, Newborn’s Preference for Faces, en «European Psychologist», 1, 1996, pp. 200-05.

Hay que decir además que la preferencia por los rostros tras el nacimiento se podría explicar sin recurrir a mecanismos específicos para los rostros, sino suponiendo que las imágenes de los rostros activen prevalentemente ciertas poblaciones de neuronas en el cerebro. Sobre esta idea vale la pena leer la reseña de Francesca Acerra y Stefano Ghirlanda:
► F. Acerra y S. Ghirlanda, Influenze genetiche e ambientali sulle preferenze per i volti. Quanto ne sappiamo?, en «Sistemi intelligenti», 14, 2002, pp. 217-44.

Sobre la expresividad de las caras véase:
► P. Bozzi, Física ingenua, Garzanti, Milán 1990.

Varios artículos sobre las propiedades de respuesta de las células nerviosas de la corteza infero-temporal se pueden encontrar en el número monográfico que la revista «Behavioural Processes» ha dedicado al tema del reconocimiento individual y de la discriminación social:
► K. Kendrick, Neurobiological Correlates of Visual and Olfactory Recognition in Sheep, en «Behavioural Processes», 33, 1994, pp. 89-111;
► E. T. Rolls, Brain Mechanisms for Invariant Visual Recognition and Learning, en «Behavioural Processes», 33, 1994, pp. 113-38.

Consideraciones interesantes sobre el mismo tema se pueden encontrar en:
► Treves, Come funziona la memoria. Le basi neurali della capacita di ricordare, Bruno Mondadori, Milán 1998.

Sobre el instinto que guía el aprendizaje se puede leer:
► J. L. Gould y P. Marler, Apprendimento e istinto, en «Le Scienze», 233, 1987, pp. 29-38.
Capítulo 7
La gallina de las tres y catorce (vista de perfil)
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina gallinóloga tras estudiar mucho el problema dijo que las gallinas no eran animales y no eran tampoco pájaros. «Y entonces ¿qué son?» preguntaron sus compañeras. «Las gallinas son gallinas», dijo la gallina gallinóloga y se marchó muy tiesa.
L. Marlerba

Un mundo mental sin conceptos parece la invención de un cuento de Borges. Intentad imaginarlo: no poseer concepto alguno para «gato» significaría que todos y cada uno de los gatos que vierais en toda la vida constituirían entidades únicas, cada una de las cuales no tendría nada que ver con las otras y lo mismo valdría con los gatos imaginados o pensados. No existirían «los gatos» sino Fuffi, Diablo, Minina, Teresina… Un gran problema tanto para la memoria como para el léxico; haría falta una memoria prodigiosa para almacenar semejante proliferación de individuos y un número de palabras prácticamente ilimitado para denominarlos. Los conceptos, de hecho, permiten condensar en una única entidad abstracta (por ejemplo la idea que cada uno de nosotros tiene del gato) y en una palabra («gato») las características particulares de todos los gatos encontrados y pensados.
Efectivamente, Borges ha escrito un cuento parecido aunque el tema central no suela ser reconocido como lo que es. Se trata de la historia de Funes «el memorión», el chico que no olvidaba nada. Con su agudeza, el novelista de Buenos Aires nos sitúa frente a la más terrible de las desventajas de la ausencia de olvido, la imposibilidad misma del pensamiento por falta de conceptos. De hecho Funes, nos dice Borges, era casi incapaz de formular ideas generales: «no sólo le resultaba difícil comprender que el símbolo genérico perro pudiera designar tan vasto surtido de individuos diferentes por dimensiones o por forma, sino que le fastidiaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviese el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)».
Poseer conceptos, o categorías, simplifica la vida porque permite disponer de reglas inferenciales para la acción: un ratón escapa cuando ve a Fuffi, Diablo, Minina y Teresina aunque no los haya visto nunca antes, porque esa conducta es la apropiada con cualquier ejemplar de la categoría «gato».
Una nidada de pollitos está formada por una docena de individuos. Cada uno de ellos, pocas horas después, sabe reconocer a su madre. Vale también al contrario. La gallina sabe reconocer individualmente a cada uno de sus pollitos. Si en el corral se introduce un pollito extraño la gallina lo rechaza y lo picotea. Lo mismo hacen los pollitos de la nidada, que además de reconocer a la madre saben reconocerse entre ellos. Pensad en qué formidable problema tiene que afrontar el cerebro de la gallina. El pollito de las diez y treinta minutos visto de perfil es el mismo que el de las diez y treinta y uno visto de frente. Y de lado. Y de refilón. Y agachado… Pero hay más. Además de las diferencias relativas al punto de vista, el pollito es una etapa en el recorrido que lleva a un huevo a convertirse en pollo. En la imagen de la página siguiente podéis observar las transformaciones en el aspecto visual del pollito desde los dos hasta los sesenta y cinco días de edad. Cuando alcanza la plena independencia, a los sesenta y cinco días, el animal es casi cuatro veces más grande que cuando tenía dos días y tiene un plumaje adulto cuya coloración es completamente diferente de la que tenía como pollito. También el comportamiento y el repertorio vocal han cambiado. ¿Cómo puede la gallina mantener la identidad y la continuidad frente a un estímulo tan mutable?
Una posibilidad es que el animal generalice sobre la base de un reducido conjunto de características, por ejemplo morfológicas, utilizando como punto de comparación el aspecto del pollito al nacer o en el momento de máxima cohesión del grupo familiar (en los primeros diez días). Una alternativa interesante podría ser, en cambio, que la gallina (y también los pollitos en lo que se refiere al reconocimiento de sus hermanos) actualice periódicamente a lo largo del desarrollo la categorización mental del compañero social. Catriona Ryan y Stephen Lea, de la Universidad de Exeter, han obtenido interesantes resultados a favor de la hipótesis de la actualización periódica (se dice updating en inglés) de las categorías mentales de gallinas y pollitos. Utilizando diapositivas con imágenes de los animales, tomadas en distintos momentos de su desarrollo, intentaron verificar si, una vez aprendida una determinada discriminación, las gallinas eran capaces de generalizarla a distintas edades. Tres grupos distintos de gallinas aprendían a distinguir dos pollitos de dos, treinta y tres o sesenta y cinco días de edad. Todas las gallinas aprendían bien la tarea, independientemente de la edad de los pollitos que tenían que distinguir. Tras ello, a cada grupo se le presentaban diapositivas de los mismos pollitos en las siete edades consideradas. Por ejemplo, el grupo de gallinas adiestrado con pollitos de dos días se encontraba frente a parejas de pollitos de doce, veintitrés, treinta y tres, cuarenta y tres, cincuenta y cinco y sesenta y cinco días. Lo que los investigadores británicos encontraron fue que la generalización en las diferentes edades no es uniforme, como podría esperarse en el caso en que las gallinas respondiesen a un cambio gradual y continuo. Por ejemplo, las gallinas inicialmente adiestradas con diapositivas de pollitos de treinta y tres días demostraban una buena capacidad para transferir lo que habían aprendido a imágenes de pollitos de veintitrés días y doce días (más jóvenes) así como de cuarenta y tres días (mayores). Aun así la prestación decaía de manera dramática con las imágenes de pollitos de dos días, de cincuenta y cinco o de sesenta y cinco días. Las gallinas inicialmente adiestradas con imágenes de pollitos de dos días mostraban buena generalización hasta los cuarenta y cinco días, tras lo cual sus respuestas eran casuales. Lo mismo sucedía, pero al contrario, con las gallinas adiestradas con imágenes de pollitos de sesenta y cinco días, que transferían bien a la edad de cincuenta y cinco y cuarenta y tres días, pero no a edades inferiores. La generalización visual sin más no parece ser capaz de mantener los procesos de reconocimiento a través de todo el periodo de desarrollo del animal; para mantener el 40.jpgsentido de la identidad individual parece ser necesario un mecanismo de actualización periódico.
Consideremos la situación desde el punto de vista de un pollito que debe afrontar las progresivas modificaciones de un compañero de nidada. Una primera posibilidad es que no lleve a cabo ninguna actualización de la memoria sino que se limite a responder a los estímulos realmente presentes. De este modo, cuando el animal tiene cuatro días de edad, su compañero de nidada cuya fisionomía fue «fijada» nada más abrirse el cascarón a través del imprinting, ya no existe, puesto que su aspecto ya ha cambiado, y el pollito se limitará a seguir aquello que más se le parezca en los alrededores, o sea, el compañero coetáneo. Según esta hipótesis, si el pollito tuviese la posibilidad de elegir entre su compañero originario y el compañero coetáneo elegiría al primero. Desde el punto de vista biológico se trata de una eventualidad que no puede realizarse, pero en el laboratorio se puede superar fácilmente la dificultad. Supongamos, como hicieron Ryan y Lea, que utilizamos como objeto de imprinting una serie de cuatro pelotitas de ping-pong de color blanco. Cada cuatro días el color de una de las pelotitas de la serie cambia pasando del blanco al marrón; de esta manera el décimo día la serie de pelotitas estará formada por cuatro pelotitas idénticas de color marrón. En otro grupo de pollitos, en cambio, adoptamos un cambio de color repentino: hasta el decimosexto día criamos a los animales con la serie de cuatro pelotitas blancas, que después, el decimoséptimo día, se sustituye por cuatro pelotitas marrones. El vigésimo primer día hacemos un test; los pollitos pueden elegir acercarse a cada uno de los estímulos: la serie de cuatro pelotitas blancas o la serie de cuatro pelotitas marrones. ¿Cuál estímulo deberían preferir?
Intentemos razonar sobre ello. Si no hay ninguna actualización de las memorias, los pollitos sometidos al cambio gradual que emula, toscamente, lo que sucede en la naturaleza, deberían preferir la serie original con cuatro pelotitas blancas a la nueva de cuatro pelotitas marrones. Si, en cambio, la memoria del aspecto visual del compañero social se actualiza periódicamente los pollitos deberían preferir la versión nueva (cuatro pelotas marrones) a la original (cuatro pelotas blancas). Bien, pues ninguna de estas posibilidades se verifica efectivamente. Los pollitos criados con el cambio gradual se acercan a los dos estímulos. No hay duda de que los animales son capaces de reconocer los dos objetos como diferentes. Los pollitos criados con el cambio brusco, de hecho, prefieren el objeto originario (cuatro pelotas blancas).
El pollito, durante el desarrollo, parece ampliar progresivamente su categoría de compañero social de tal manera que al aspecto inicial del objeto del imprinting (la primera cosa que ha visto nada más romper el cascarón) incorpora, sucesivamente, todos los progresivos cambios del mismo objeto. Los resultados que se obtienen con el cambio brusco de la serie de pelotitas sugieren, además, que la gradualidad del cambio es una característica crucial para la actualización y la incorporación de las «novedades» en la categoría.
Esta idea de la ampliación de las categorías explica bien algunos fenómenos aparentemente paradójicos. Hace muchos años el etólogo de Cambridge Patrick Bateson descubrió que a animales criados durante algún tiempo con dos estímulos diferentes les resultaba después más difícil discriminarlos entre ellos. La cosa parece extravagante porque la familiarización con un estímulo debería facilitar su reconocimiento. Supongamos que criamos un animal con dos círculos rojos en las paredes de su madriguera y tras adiestrarlo a distinguir entre círculos rojos y triángulos verdes, por ejemplo premiando con comida la elección de los primeros pero no de los segundos; es fácil prever que aprenderá más deprisa que un animal que no haya visto nunca antes ni círculos rojos ni triángulos verdes. Si, en cambio, en las paredes de su madriguera hay tanto círculos rojos como triángulos verdes, el animal empleará más tiempo para discriminarlos del que le haría falta a un animal que no hubiese visto nunca antes ni círculos rojos ni triángulos verdes. Bateson había llevado a cabo sus experimentos con pollitos y con monos. No sé si alguien ha probado el experimento con niños, pero estaría dispuesto a apostar que el resultado sería el mismo.
La explicación de todo ello parece residir en el hecho de que los organismos en estas circunstancias tienden a clasificar juntos los dos estímulos, es decir, a considerarlos miembros de la misma categoría. Este es, probablemente, el proceso que lleva al pollito a incluir en una categoría unitaria las distintas «vistas» del objeto del imprinting percibido de lado, desde abajo, delante, detrás, de perfil… Y probablemente se trate del mismo idéntico proceso elemental a través del cual todas las criaturas forman conceptos y categorías en la mente.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Un colega japonés, Shigeru Watanabe, obtuvo hace algunos años el IgNobel, como reconocimiento por sus estudios sobre la capacidad de discriminación de los estilos pictóricos por parte de las palomas. (El IgNobel fue inventado por un grupo de científicos bromistas de Harvard para mofarse cada año, coincidiendo con la entrega del premio Nobel, de los resultados de las investigaciones científicas más extravagantes e inútiles). Estoy seguro de que «Shige» aceptó con sentido del humor la concesión del premio, consciente de que las inquietudes de un científico cognitivo pueden parecer singulares a la mayoría.
Se trataba de lo siguiente. Se adiestraba a las palomas a discriminar imágenes de pinturas de Monet y de Picasso, cosa que aprendían con extrema facilidad. Nada sorprendente en ello: los cuadros de Monet y Picasso son estímulos visuales como cualquier otro perfectamente diferenciables por el sistema visual de una paloma. La cosa interesante fue que, tras el adiestramiento, las palomas demostraban ser capaces de transferir la discriminación a cuadros de los mismos autores que no habían visto nunca. Y no sólo eso: los animales mostraban generalizaciones de los cuadros de Monet a los de Cézanne y Renoir y de los de Picasso a los de Braque y Matisse.
Decir que las palomas son capaces de reconocer cuadros como impresionistas o cubistas es obviamente una exageración porque la generalización de las palomas tiene una base exclusivamente perceptiva y no tiene nada de histórico-cultural. Pero el punto en cuestión para los científicos cognitivos es precisamente este: ¿cómo hacen las palomas para elaborar este tipo de clasificaciones perceptivas? ¿Y cómo hacemos nosotros? Watanabe eligió de forma un poco retórica utilizar los estilos pictóricos, pero el mismo problema se plantea con cualquier concepto visual. ¿Qué es un árbol? ¿O una silla? ¿Cómo categorizamos como «silla» un objeto que no hemos visto nunca con anterioridad? Quizá un producto del diseño más moderno, que no tiene ni patas ni respaldo y que, no obstante, se ve que es una silla… ¿Qué es lo que se ve exactamente? Cuando la paloma trata de la misma manera un cuadro de Picasso y de Braque evidentemente no está respondiendo a una específica cualidad física de la estimulación que está presente simultánea e idénticamente en los dos ejemplares, sino a alguna propiedad relacional más abstracta. Es muy difícil entender cómo son capaces los cerebros de hacer esto.

§. Para saber más
Las investigaciones sobre el reconocimiento de los coespecíficos y la ampliación de categorías en las gallinas aparecen en:
► C. M. E. Ryan y S. E. G. Lea, Pattern Recognition, Updating, and Filial Imprinting in the Domestic Chicken (Gallus gallus), en M. L Commons y otros (supervisado por), Quantitative Analyses of Behavior, vol. 8, Behavioural Approaches to Pattern Recognition and Concept Formation, Erlbaum, Hillsdale (NJ) 1990, pp. 89-110.

El fenómeno de la ampliación de categorías apareció por primera vez descrito en:
► P. P. G. Bateson y D. F. Chantrey, Retardation of Discrimination Learning in Monkeys and Chicks Previously Exposed to Both Stimuli, en «Nature», 237, 1972, pp. 173-74.

Las investigaciones sobre la categorización de los estilos pictóricos en la paloma aparecen en:
► S. Watanabe, J. Sakamoto y M. Wakita, M. Pigeons’ Discrimination of Paintings by Monet and Picasso, en «Journal of the Experimental Analysis of Behavior», 63, 1995, pp. 165-74.

Un paso sucesivo en los procesos de categorización consiste en agrupar los objetos o los sucesos del mundo en base a relaciones de orden superior que son completamente independientes de sus características físicas específicas. Un ejemplo es el concepto de igual/diferente. Recientemente se ha demostrado que también las abejas manejan este concepto:
► M. Giurfa, S. Zhang, A. Jenett, R. Menzel y M. Srinivasan, The Concept of «Sameness» and «Difference» in an Insect, en «Nature», 410, 2001, pp. 930-33.
Capítulo 8
Geometría para los pollos
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina loca por la geometría iba por los campos buscando triángulos, trapecios, cuadrados, rectángulos, pentágonos, líneas rectas y líneas curvas, círculos, elipses y otras formas geométricas. Se quedó muy desilusionada al no encontrar ni siguiera una y entonces volvió a buscar gusanitos, semillas de trigo, de lino, de cebada, de algarroba, de almorta.
L. Malerba

Como en un relato de Edgar Allan Poe, os han encerrado en una habitación rectangular, completamente vacía, las paredes completamente blancas, una chica pálida aparece en un rincón y os indica una vía de fuga, vosotros os acercáis pero, antes de que podáis escapar, alguien os agarra, os pone una capucha en la cabeza y os hace girar rápidamente sobre vosotros mismos hasta aturdiros y desorientaros. Luego os quitan la capucha. En la habitación no hay nadie. Podéis huir pero tenéis sólo una posibilidad de elegir: tenéis que recordar cuál es el rincón adecuado en el que había aparecido la chica pálida. ¿Qué hacéis?
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A primera vista podríamos decir que si el procedimiento de desorientación ha sido eficaz y si, en efecto, en la habitación no hay ningún indicio —una grieta, una mancha— que permita diferenciar las paredes, entonces no hay manera de identificar el rincón adecuado; sólo podríamos responder al azar con una probabilidad de acertar de uno sobre cuatro. En cambio, si reflexionáis, os daréis cuenta de que la situación no es exactamente así.
Consideremos qué ha sucedido cuando os habéis acercado al rincón adecuado, supongamos que sea el rincón A. Mirando hacia el rincón (o hacia la chica) teníais a vuestra derecha una pared corta y a vuestra izquierda una pared larga. ¿Qué otros rincones de la habitación dan lugar a la misma disposición geométrica de las paredes respecto al observador? Sólo uno: el que se encuentra en la diagonal opuesta al rincón correcto, es decir, el ángulo C. Los ángulos A y C son geométricamente indiferenciables. Pero los ángulos B y D se pueden descartar fácilmente: cuando estáis de cara a B o a D, la pared larga se encuentra, de hecho, a vuestra derecha y la corta a vuestra izquierda. Por tanto tenéis un buen 50% de probabilidad de conseguirlo, ¡no sólo un 25%!
Presentado de esta manera parece complicado, pero probablemente no lo es. Las gallinas resuelven este problema con facilidad. Si se les enseña comida en el suelo en el rincón A y después se oculta progresivamente bajo una capa de serrín, la conducta de búsqueda de las gallinas no parece casual: buscan sistemáticamente sólo en dos esquinas, el rincón A y el C. Lo mismo sucede con las ratas y las palomas. Con los seres humanos se puede añadir una observación interesante: muchas personas, después del test, declaran que no sabrían explicar en qué se había basado su elección. En este sentido afirmo que el problema no es tan complicado cuando se debe resolver concretamente: se ve si uno está en el rincón adecuado o equivocado, sin hacer tantos razonamientos. La situación se asemeja a aquella en la que nos podríamos encontrar cuando elementos muy familiares del ambiente sufren una modificación imprevista. Imagínate que desde mañana la posición del rojo (arriba) y del verde (abajo) en los semáforos se cambiase. Estoy seguro de que la gente notaría algo raro en las calles pero no sabría decir qué. Sería un poco como cuando se vuelve a una ciudad después de mucho tiempo. Algunos aspectos del paisaje urbano han cambiado y se nota, otros, en cambio, nos dan una extraña sensación de novedad, como de algo equivocado, pero no se sabría indicar qué.
Ahora hacemos la prueba de modificar un poco la habitación rectangular, pintando una pared de azul (indicada en la figura siguiente con la línea sombreada). En este caso debería ser fácil diferenciar los rincones A y C. En el rincón correcto, A, no hay paredes azules.
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Linda Hermer y Elisabeth Spelke, de la Universidad de Cornell, que han llevado a cabo el experimento, han descubierto que los niños hasta los cinco-seis años parecen incapaces de utilizar esta fuente de información adicional, de tipo no geométrico, para distinguir el rincón A del C. Se habían obtenido precedentemente resultados similares con ratas. Esto induce a pensar que los animales y los niños pequeños poseen una especie de «módulo geométrico» para la orientación espacial, que no considera otras fuentes de información. El módulo utilizaría sólo las propiedades métricas del ambiente (por ejemplo la longitud de las paredes) y la distinción derecha/izquierda, pero sería ciego ante otros aspectos (por ejemplo el color, el olor o la textura de las paredes o de otros aspectos presentes en el ambiente). Aun así, según Hermer y Spelke, nuestra especie supera estas limitaciones a través del desarrollo: en efecto, las personas adultas sometidas al mismo test, son capaces de usar la información no geométrica y de elegir el rincón A en vez del C. Las ratas adultas, en cambio, se equivocan, y confunden A y C.
Se trata de una especulación interesante aunque casi seguramente errónea, al menos en lo que se refiere al aspecto comparativo. Sometidos a los mismos test, en efecto, los pollitos, las palomas e incluso los peces se comportan como los sujetos humanos adultos y no como las ratas (o los niños más pequeños). Si se colocan paneles de distintos colores en cada esquina y después se les hace rotar de manera tal que la posición definida sobre la base de la geometría del ambiente sea contrapuesta a la ofrecida por los paneles, los pollitos buscan la comida sin hesitación junto al panel adecuado, aunque esté en la posición equivocada. En la siguiente figura podéis ver los porcentajes de elección de un grupo de pollitos adiestrados previamente a encontrar comida cerca del panel A (a la izquierda) y después sometidos de nuevo al test tras la rotación de los paneles (a la derecha). Los pollitos parecen ser capaces de utilizar perfectamente información de tipo no geométrico.
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Naturalmente estos bonitos jueguecitos son posibles sólo en una habitación rectangular. En una cuadrada, donde la longitud de todas las paredes es idéntica, no hay manera de distinguir las dos posiciones geométricamente correctas o las dos geométricamente erróneas. Pero en una habitación cuadrada se pueden hacer otros juegos. Supongamos que esta vez, para escapar, tengáis que poneros en el centro. Cuando estáis en el centro, llega la chica pálida que os lleva fuera de allí. Como, sin embargo, es una joven un poco maligna, no os libera sino que os conduce a otra habitación también cuadrada, pero mucho más grande. Y ahora estáis en apuros porque al menos hay dos soluciones posibles. La posición correcta, la mágica que os hará salir, podría definirse en términos absolutos o en términos relativos. En el primer caso, lo que cuenta es la distancia efectiva ente las paredes: debéis recordar cuál era la distancia entre el centro y las paredes en la habitación pequeña y colocaros en la habitación grande a esa misma distancia. Por ejemplo, elegís una determinada esquina y contáis tres pasos. Obviamente ya no habrá un «punto correcto» sino una zona entera que define, respeto a cada pared, la zona de fuga. En cambio, en el segundo caso, no cuenta la distancia entre las paredes, sino el hecho de que el punto adecuado sea equidistante a todas las paredes. Si la chica os diese una indicación verbal concreta, como «ponte en el centro», vosotros sabríais cómo comportaros en cualquier tipo de habitación, ya fuese grande o pequeña. Pero, en ausencia de especificaciones, no sabríais decir si la distancia que habéis notado en la habitación pequeña es la distancia absoluta de las paredes o es la distancia relativa respecto a las paredes.
¿Qué hace la gallina en la misma situación? Para descubrirlo condujimos un experimento ideado como sigue: primero la gallina aprendía a encontrar rica comida en el centro de un espacio completamente uniforme, sobre cuyo pavimento había serrín. Una vez aprendida la tarea, trasladábamos a la gallina a un espacio más grande. Lo que veis aquí abajo es una representación de su conducta de búsqueda (en realidad la media de un grupo de 8 gallinas) en un espacio de forma rectangular (a la izquierda en la zona inicial de adiestramiento; a la derecha en el espacio más grande) las áreas más oscuras representan las zonas en las que la gallina escarbaba más.
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El comportamiento de búsqueda en el espacio mayor aparece un poco caótico. En efecto hay una pequeña búsqueda en la zona central, pero también en otras zonas cercanas a las esquinas, a lo que cuesta darle sentido. Considerad, en cambio, el problema desde el punto de vista de la gallina (o desde el vuestro, en la misma situación): si usáis las distancias absolutas percibidas en el espacio pequeño, no tenéis ningún dato sobre qué punto de la pared utilizar para efectuar la medición en la zona grande. Una buena idea podría ser utilizar las esquinas, que son posiciones bien definidas pero, obviamente, gallinas distintas pueden elegir esquinas distintas como punto de referencia. Probemos entonces a cambiar el modo de representar los resultados. Esta vez construimos una distribución media de escarbaduras respecto al centro, con una serie de áreas concéntricas. Si las gallinas hubiesen utilizado la distancia absoluta aprendida en el espacio pequeño deberíamos poder evidenciar una zona de búsqueda muy concreta, localizada aproximadamente a la misma distancia que había desde las paredes al centro en el espacio pequeño.
Observad cómo ahora, en efecto, emergen dos zonas de búsqueda concretas y diferentes en el espacio grande: una que corresponde al centro y una que define una especie de anillo interno, localizado a una distancia desde las paredes análoga a la que había entre las paredes y el centro en el espacio más pequeño, de adiestramiento inicial.
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Las gallinas memorizan ambos tipos de información durante el adiestramiento: la distancia absoluta y la relativa. Esto es importante porque no se las adiestraba explícitamente a ello. Si se lleva a cabo el experimento contrario, pasando de un espacio grande a uno pequeño, se observa sólo una única área de búsqueda en la zona central. Obvio: la distancia absoluta respecto a una determinada pared en este caso quedaría fuera del espacio mismo, por ello la preferencia por la distancia relacional parece ser obligatoria.
Todo ello demuestra que la gallina es capaz de representarse una posición en el espacio utilizando una relación de tipo geométrico; es decir, no simplemente sobre la base de la relación entre el punto a determinar y un concreto punto de referencia sino sobre la base de una relación entre puntos de referencia. ¿Entonces la gallina posee algo como un concepto de centro? Entendido como concepto perceptivo parecería precisamente que sí. Cuando trasladamos a la gallina de una zona con una determinada forma (por ejemplo cuadrada) a otros espacios de formas diferentes (por ejemplo circular o triangular), la gallina sigue buscando en la parte central (ver figura aquí abajo).
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¿Por qué deberíamos creer que este asunto de las relaciones entre objetos en el espacio es tan importante? De hecho se sabe desde hace mucho tiempo que en el cerebro de los animales, de las ratas por ejemplo, en una zona que se llama hipocampo, hay «células de lugares». Estas células nerviosas se excitan, es decir, aumentan su frecuencia de descarga, cuando el animal se encuentra en un cierto lugar. Esto es digno de consideración, porque sugiere que su actividad «es para» un lugar en el mundo. Pero ¿cómo pueden las células de los lugares codificar un lugar del mundo? ¿Usan la presencia de indicios? ¿Respondiendo al hecho de que en un cierto lugar hay determinadas cosas? Sí y no. En efecto necesitan que haya determinados indicios, superficies y objetos disponibles a la vista, pero ninguno de estos objetos o de estas superficies es importante en sí mismo. Lo que cuenta es la relación recíproca entre ellos. Imaginad que colocáis una rata en un ambiente relativamente pobre de estímulos. Un cuartito que tiene una silla en una pared, una ventana en la otra, un cuadro en la tercera y, para terminar, vosotros mismos sentados y apoyados en la pared vacía. Tras un breve periodo de tiempo una célula de lugar se hace selectivamente sensible a tal ambiente. Ahora, si desnudásemos el cuarto de sus pocos oropeles, podríamos comprender a qué se ha hecho sensible la célula. Si eliminamos un solo potencial indicio (pongamos el cuadro) la célula mantiene su selectividad de respuesta, pero si quitamos dos o tres empieza a tener dificultades. Lo mismo si mantenemos todos los potenciales indicios pero reorganizándolos de manera completamente distinta. Por ejemplo, colocando el cuadro, la ventana y a vosotros mismos adosados en la misma pared, la célula deja de reconocer el lugar. Son las mismas cosas pero no son las mismas relaciones entre las cosas.
Poco a poco estamos desempolvando (o quizá resolviendo) los viejos problemas de la teoría del conocimiento, aquellos que nos dejaron como herencia pensadores como Newton y Kant por una parte y Cartesio y Leibniz por otra. Los primeros creían que el espacio era una especie de contendor vacío, en el cual iban colocándose los objetos; los segundos que el espacio se definía en términos de las posiciones relativas entre los objetos y que, incluso, el espacio era un concepto privado de significado si no iba acompañado del concepto de objeto. De este modo las células de los lugares parecen inclinar la balanza más hacia Cartesio que hacia Kant.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Un aspecto curioso del test de la habitación rectangular con la pared azul es que los niños demuestran ser capaces de resolverlo en el momento en el que en su vocabulario aparecen frases que relacionan entre ellos aspectos geométricos y no geométricos en la descripción del ambiente. Frases como «a la derecha de la pared azul» o «el muro azul, ahí a la derecha».
Elizabeth Spelke, la psicóloga (ahora en Harvard) que ha notado la dificultad de los niños para resolver el test de la habitación rectangular con la pared azul, considera que es precisamente el lenguaje lo que permite la resolución del problema. Su hipótesis es de orden muy general. Nosotros sabemos, dice Spelke, que compartimos con otros animales un kit de habilidades especializadas, habilidades que, a veces, los científicos cognitivos llaman «módulos», que incluye la capacidad de reconocer los objetos parcialmente cubiertos, de mantener la identidad de los objetos cuando desaparecen de nuestra vista, de localizarlos en el espacio, de evaluar su número, etc., etc. (Conceptos de los que ya, en parte, hemos hablado o que, como el del número, examinaremos en los próximos capítulos). Pero si todas estas son habilidades compartidas con otras especies, ¿qué es lo que nos hace diferentes, a nosotros los humanos? Según Spelke nosotros tenemos una marcha más cuando hay que integrar entre ellos los resultados de los distintos módulos porque el lenguaje sirve de médium, de vehículo para la integración. El test de la habitación rectangular sería un ejemplo de ello. En la habitación hay potencialmente dos fuentes de información, cada una extraíble por un módulo especializado. El módulo para la geometría, que usa las propiedades métricas del ambiente (pared corta, pared larga) y las propiedades de sentido (derecha, izquierda), y el módulo para las propiedades no geométricas que usa el color (o el olor, la forma, etc.) de una pared. Los niños poseen ya desde pequeños cada uno de estos dos saberes, pero no saben ponerlos juntos. Es necesario esperar a que sea el lenguaje el que madure y permita combinar las informaciones recibidas por los dos módulos.
Es una bellísima idea, pero no me convence porque muchos animales, que claramente no poseen lenguaje, por ejemplo los peces, son capaces de usar de modo combinado la información geométrica y no geométrica. El filósofo Peter Carruthers ha mantenido que quizá lo hacen de forma secuencial, usando primero una fuente de información y después la otra, mientras que sólo con el lenguaje se pueden cambiar las dos fuentes de información con un único pensamiento. Permanezco escéptico ya que la prestación de las distintas especies, lingüísticas o no, es idéntica. Si hay una diferencia en las estructuras cognitivas debe traducirse en alguna ventaja o diferencia en las prestaciones comportamentales. Por el momento no hay ninguna prueba de ello. Quizá la coincidencia temporal del desarrollo de la capacidad de resolver el test y del desarrollo del lenguaje espacial es puramente accidental. O quizá la relación de causalidad hay que entenderla en dirección contraria: en un cierto momento del desarrollo, a causa de la maduración de algunas estructuras cognitivas que permiten integrar entre ellas información geométrica y no geométrica, en el lenguaje del niño aparecen frases que reflejan tal capacidad de integración.

§. Para saber más
La noción de «módulo puramente geométrico» fue introducida por primera vez en experimentos con ratas:
► K. Cheng, A Purely Geometric Module in the Rat’s Spatial Representation, en «Cognition», 23, 1986, pp. 149-78;

y después ampliada, en orden, a los pollitos:
► G. Vallortigara, M. Zanforlin y G. Pasti, Geometric Modules in Animals’ Spatial Representation. A Test with Chicks (Gallus gallus domesticus), en «Journal of Comparative Psychology», 104, 1990, pp. 248-54;
► G. Vallortigara, P. Pagni e V A. Sovrano, Separate Geometric and Non-Geometric Modules for Spatial Reorientation. Evidence From a Lopsided Animal Brain, en «Journal of Cognitive Neuroscience», 16, 2004, pp. 390-400;

a los niños:
► L. Hermer y E. Spelke, Modularity and Development The Case of Spatial Reorientation, en «Cognition», 61, 1996, pp. 195-232;

a las palomas:
► D. M. Kelly, M. L. Spetch y C. D. Heth, Pigeons (Columba livia) Encoding of Geometric and Featural Properties of a Spatial Environment, en «Journal of Comparative Psychology», 112, 1998, pp. 259-69;

a los monos:
► S. Gouteux, C. Thinus-Blanc y J. Vauclair, Rhesus Monkeys Use Geometric and Nongeometric Information during a Reorientation Task, en «Journal of Experimental Psychology. General», 130, 2001, pp. 505-19;

y a los peces:
► V. A. Sovrano, A. Bisazza y G. Vallortigara, Modularity and Spatial Reorientation in a Simple Mind. Encoding of Geometric and Nongeometric Properties of a Spatial Environment by Fish, en «Cognition» 85, 2002, pp. 51-59;
► V. A. Sovrano, A. Bisazza y G. Vallortigara, Modularity as a Fish Views It. Conjoining Geometric and Nongeometric Information for Spatial Reorientation, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behaviour Processes», 29, 2003, pp. 199-210.

Los experimentos sobre el aprendizaje del «centro» en la gallina aparecen en:
► L. Tommasi, G. Vallortigara y M. Zanforlin, Young Chickens Learn to Localize the Centre of a Spatial Environment, en «Journal of Comparative Physiology. A: Sensory, Neural and Behavioral Physiology», 180, 1997, pp. 576-72;
► L. Tommasi y G. Vallortigara, Searching for the Centre. Spatial Cognition in the Domestic Chick, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behaviour Processes», 26, 2000, pp. 477-86.

Sobre las células de los lugares y los mapas cognitivos se puede leer todavía con provecho el clásico:
► J. O’Keefe y L. Nadel, The Hippocampus as a Cognitive Map, Clarendon Press, Oxford 1978.

Sobre la cuestión de la modularidad, de la integración de las informaciones geométricas y no geométricas y del papel del lenguaje:
► P. Carruthers, The Cognitive Functions of Language, en «Behavioral and Brain Sciences», 25, 2002, pp. 657-726;
► G. Vallortigara y V. A. Sovrano, Conjoining Information from Different Modules. A Comparative Perspective, en «Behavioral and Brain Sciences», 25, 2002, pp. 701-02;
► E. S. Spelke, What Makes Us Smart? Core Knowledge and Natural Language, en D. Gentner y S. Goldin-Meadow (supervisor), Language in Mind. Advances in the Study of Language and Thought, MIT Press, Cambridge (Mass) 2003, pp. 277-311.
Capítulo 9
Cerebros diestros y pensamientos izquierdos
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina un poco despistada decía que sentía un gran vacío dentro de la cabeza, justo en la parte donde normalmente está el cerebro. «Tengo miedo de no tener cerebro», decía la gallina llorando, «si lo tuviese lo notaría». Pero las demás gallinas la tranquilizaron diciendo que ellas tampoco lo notaban.
L. Malerba

Haced la prueba y pedidle a un amigo que se concentre y os haga una lista de todas las palabras que indican un animal y empiezan por «A». Después pedidle que imagine la plaza más importante del pueblo y que os diga cuántos bares hay en el lado que está justo de cara al ayuntamiento. Observad cómo vuestro amigo mueve los ojos y orienta la cabeza mientras piensa intentando resolver cada problema. Normalmente las personas giran la cabeza y mueven los ojos hacia la derecha con el primer tipo de problema y hacia la izquierda con el segundo. Si tenéis muchos amigos, y la paciencia de poner a prueba habilidades de tipo verbal (como en el primer problema) o de tipo perceptivo-espacial (como en el segundo), deberíais poder llegar a una conclusión aun más interesante: los sujetos competentes en tareas espaciales tienden a orientar la cabeza y los ojos hacia la izquierda, los que se inclinan preferentemente por tareas verbales tienden a orientar la cabeza y los ojos hacia la derecha.
Todo el mundo sabe ya que los hemisferios cerebrales derecho e izquierdo en nuestra especie llevan a cabo funciones parcialmente diferentes, estando el primero implicado en mecanismos de tipo perceptivo-espacial y el segundo en aquellos del lenguaje verbal. Por ello no sorprende que el hemisferio izquierdo sea más competente en el primer tipo de problemas y el derecho en el segundo. En el caso de los problemas a los que habéis sometido a vuestro amigo, sin embargo, ocurre algo especial. Tareas de distinto tipo que, presumiblemente, dan lugar a actividades mentales distintas, hacen que las personas orienten la cabeza y los ojos hacia uno u otro lado. Y el lado elegido parece ser el lado opuesto al hemisferio dominante para ese tipo de problema en concreto; con el problema verbal, que es competencia del hemisferio izquierdo, los ojos giran hacia la derecha; con el problema espacial, que es competencia del hemisferio derecho, los ojos giran hacia la izquierda. Para entender lo que sucede hace falta volver a nuestra gallina.
¿Os habéis fijado alguna vez en cómo nos mira la gallina? Dirige la cabeza y nos mira fijamente de esa forma curiosa, de reojo, usando sólo un ojo. Casi todos los pájaros miran así. ¿Os habéis preguntado alguna vez si usan siempre el mismo ojo para mirarnos? Richard Andrew, un etólogo de la Universidad de Sussex, en Gran Bretaña, ha descubierto que, cuando miran a una gallina, los pollitos prefieren usar el ojo derecho. Durante el experimento los pollitos podían mirar a una gallina a través de un agujero en una pared, mientras una cámara de vídeo desde arriba grababa los movimientos de su cabeza.
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Excluyendo sacar la cabeza del agujero, en esta situación los pollitos tenían unas posibilidades de movimiento muy limitadas; aún así hay una divertida demostración de cómo el uso preferente de un ojo puede condicionar el comportamiento de los animales con libertad de movimiento.
En mi laboratorio pusimos entre el pollito y su madre (en realidad era la misma pelotita de plástico con la que había crecido el animal desde que rompió el cascarón) un obstáculo constituido por una serie de palitos verticales.
Para reunirse con la madre el pollito debía rodear el obstáculo y, por sentido común, diríamos que rodearlo por la derecha o por la izquierda para él sería totalmente indiferente. Lo que ocurría, en cambio, era que el rodeo se producía casi siempre por el lado izquierdo, que es exactamente lo que se espera si el pollito está mirando fijamente a la madre usando el ojo derecho.
De hecho no se trata de una preferencia motórica: la dirección del movimiento depende del ojo usado para mirar el objeto durante el rodeo. Si la pelotita cambia de color, el pollito tiende a mirarla con el ojo izquierdo, porque el hemisferio derecho del cerebro está especializado en el análisis de las novedades y, como resultado de ello, el rodeo del obstáculo se produce esta vez por lado derecho.
Los pollitos, como otras aves, son capaces de mover ambos ojos de manera independiente. La retina de cada ojo comprende una parte central, que se utiliza sobre todo para mirar objetos cercanos (por ejemplo, mientras picotean), y una parte lateral, usada para mirar los objetos más alejados. La parte frontal permite un cierto grado de superposición y correspondencia entre las imágenes vistas por cada ojo (lo que se llama visión estereoscópica): la información que llega a esta parte de las dos retinas afecta a ambos hemisferios cerebrales. La parte lateral de cada retina, en cambio, comunica casi exclusivamente con el hemisferio cerebral colocado en el lado opuesto de la cabeza.
El pollito, entonces, dispone de una sencilla estrategia para conseguir que un estímulo especialmente interesante sea analizado, por ejemplo, por el hemisferio cerebral izquierdo: basta que lo mire utilizando el campo visual lateral del ojo derecho. Esto, para nosotros, es bastante extraño, porque estamos acostumbrados a utilizar los movimientos oculares de los dos ojos unidos (obligatoriamente) para fijar binocularmente cualquier estímulo que suscite nuestro interés. Aun así, un mecanismo en cierto modo similar al que usa el pollito parece estar disponible también en nuestra especie cuando, moviendo la cabeza y los ojos, dirigimos la mirada en el hemiespacio contralateral al hemisferio que queremos, por decirlo así, poner en acción. Si un hemisferio (el izquierdo, pongamos) está ocupado selectivamente en la ejecución de una determinada tarea (encontrar nombres de animales que empiezan con la letra «A»), nuestra atención se dirige al hemiespacio pertinente al hemisferio activado a través de la orientación de la cabeza y de los ojos hacia la derecha. Aparentemente nosotros podemos, como el pollito, llevar a cabo la acción complementaria: activar selectivamente el análisis de información por parte del hemisferio cerebral izquierdo (o derecho) orientando la dirección de la mirada hacia la derecha (o hacia la izquierda).
La presencia de asimetrías en el comportamiento de animales tan jóvenes como los pollitos hace pensar en el despliegue de un programa genético. Esto es en parte así, pero hay más. Lesley Rogers, de la Universidad de New England, en Australia, ha realizado una observación muy importante. Si se abre un huevo en torno al décimo octavo día de incubación (poco antes de la eclosión, que se produce al vigésimo primer día) se puede observar que el embrión del pollito está colocado de tal manera que su ojo izquierdo queda completamente cubierto por el cuerpo, mientras el derecho está dirigido hacia el exterior. Debido a que una cierta cantidad de luz atraviesa tanto la superficie del huevo como las membranas subyacentes, resulta que cada ojo recibe una estimulación diferente.
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Lesley Rogers ha demostrado que algunas asimetrías del cerebro dependen críticamente de este factor embriológico-ambiental, hasta tal punto que modificando la posición de la cabeza del embrión de manera que el ojo izquierdo reciba más luz que el derecho, se puede alternar su dirección. Por ejemplo, cuando tienen que discriminar granitos de comida mezclados con piedrecitas esparcidas por el suelo, los pollitos que provienen de huevos normalmente expuestos a la luz lo hacen mejor cuando usan el ojo derecho (es decir, el hemisferio cerebral izquierdo); los que provienen de huevos mantenidos en la oscuridad no presentan ninguna asimetría ocular, mientras que aquellos a los que se les gira la cabeza dentro del huevo poco antes de la eclosión, que consecuentemente reciben la luz sobre el lado izquierdo en vez de recibirla sobre el derecho, discriminan mejor la comida respecto a las piedrecitas con el ojo izquierdo (es decir, el hemisferio cerebral derecho).
Todo esto parece ser muy interesante en relación a la condición humana. Una prueba importante de la diferente función de la mitad derecha e izquierda del cerebro es la preferencia en el uso de una mano. La grandísima mayoría de los individuos de nuestra especie es diestra. Se sabe que los niños no presentan una clara preferencia manual hasta una determinada edad. Ello podría depender del hecho de que algunas áreas del cerebro no hayan alcanzado aún la madurez. George F. Michel, de la Universidad de Massachusetts, ha observado, sin embargo, que el 65% de los recién nacidos yace en posición supina con la cabeza preferentemente girada hacia la derecha y sólo el 15% con la cabeza girada hacia la izquierda. A partir de esta preferencia neonatal parece poder predecirse la futura preferencia manual: los bebés que tienden a girar la cabeza hacia la derecha serán diestros y los que tienden a girar la cabeza hacia la izquierda serán zurdos. En los niños, la asimetría en la rotación de la cabeza desaparece con la edad, pero parece que una cierta manifestación de ello persiste hasta la edad adulta. Onur Güntürkün, de la Universidad de La Ruhr en Bochum, Alemania, ha observado que cuando las personas se besan en las mejillas, en distintos países y en circunstancias diferentes, la gran mayoría suele empezar con un beso en la mejilla derecha, es decir, rotando la cabeza hacia la derecha. Naturalmente, todo esto no significa que las preferencias manuales estén causadas por estas asimetrías en la rotación de la cabeza: probablemente ambas estén generadas por asimetrías primigenias del cerebro.
Durante mucho tiempo se creyó que el distinto papel cumplido por los dos hemisferios cerebrales en los procesos mentales, lo que técnicamente se llama «lateralización», fuese algo exclusivo de nuestra especie, por el hecho de que su primera manifestación se asoció al lenguaje: en la gran mayoría de las personas, las lesiones en ciertas áreas del hemisferio izquierdo producen afasia, déficit en la comprensión y en la producción lingüística, mientras que las lesiones en las áreas correspondientes al hemisferio derecho no producen alteraciones de tipo lingüístico. La asociación entre lateralidad y lenguaje hizo pensar que la primera no pudiese existir sin el segundo, pero, en realidad, la lateralización cerebral apareció mucho antes que el lenguaje. En estos últimos años se han encontrado manifestaciones sorprendentes en organismos filogenéticamente distantes. Por ejemplo, el uso preferente de la mano derecha en tareas muy variadas, que representa probablemente la expresión más evidente de la lateralización cerebral, y que tradicionalmente se ha considerado una peculiaridad de nuestra especie, se ha descrito también en algunos primates. Mis colegas y yo hemos descubierto incluso que algunas especies de sapos usan preferentemente la pata derecha para quitarse de la boca un pedazo de papel. La asimetría no afecta sólo a las patas delanteras: si les damos la vuelta y los ponemos boca arriba, como se muestra en la figura, los sapos utilizan preferentemente la pata posterior derecha para realizar el impulso necesario para darse la vuelta y reconquistar así la posición canónica.
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Es sorprendente la correspondencia que se observa en la dirección de las asimetrías cerebrales en especies cuyas líneas evolutivas se separaron hace algo así como 250-300 millones de años. La probabilidad de atacar a un con específico es mucho más elevada cuando los pollos se miran con el ojo izquierdo respecto al derecho. Lo mismo sucede con los babuinos, los sapos y los camaleones americanos. Extraña coincidencia, ¿verdad? En el caso de los camaleones el fenómeno es particularmente espectacular, porque durante la lucha estos animales cambian la coloración de su piel asumiendo una tonalidad más pálida, pero solamente cuando los dos contrincantes se enfrentan mirándose con el ojo izquierdo. Probablemente no se trate de una coincidencia sino de lo que los biólogos llaman homología. La asimetría de funciones apareció, creo yo, en el sistema nervioso de los vertebrados muy antiguamente, en algún cordado primigenio, antepasado común de los actuales peces, anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos; por eso hoy podemos observar su rastro en animales tan diferentes entre sí.
En su día me enseñaron a ocupar el lado exterior de la acera cuando acompañase a una señora. Pero ahora pienso en los ojos y en los cerebros con cierta inquietud cuando la dirección de la marcha implica que el lado exterior de la acera esté a la izquierda de mi acompañante.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Gustav Fechner, uno de los padres fundadores de la moderna psicología experimental, evocó en 1860 la posibilidad de un experimento extraordinario. El cerebro es un órgano con simetría bilateral, sus dos mitades, el hemisferio derecho y el izquierdo, parecen globalmente idénticos, una la imagen especular de la otra. Hay una especie de surco entre los dos hemisferios, donde los une un haz de fibras, el cuerpo calloso. ¿Qué sucedería, se preguntó Fechner, si los dos hemisferios fuesen separados mediante un corte neto en el cuerpo calloso? Su idea era que la actividad nerviosa asociada a cada mitad estaría acompañada por su propia corriente de consciencia. Dos mentes en un único cerebro.
Fechner consideraba que tal experimento era técnicamente irrealizable. Pero en los primeros años sesenta, Roger Sperry, psicobiólogo del Caltech y premio Nobel, tuvo la oportunidad, por primera vez, de estudiar a algunos pacientes llamados split brain (cerebro dividido), personas que a causa de una forma de epilepsia intratable habían sido sometidas a una resección del cuerpo calloso. A simple vista estas personas parecen normales, pero Sperry demostró que poseen dos esferas de consciencia separadas, una para cada hemisferio. Si un paciente con el cerebro dividido explora con el tacto, pero sin poder verlo, un objeto familiar, será capaz de encontrarlo sucesivamente, también a través del tacto, entre otros objetos similares usando la misma mano; pero si intenta hacerlo con la otra mano no lo consigue. Cuando la mano usada es la derecha, la información llega al hemisferio izquierdo y el paciente puede nombrar el objeto; en cambio si la información llega sólo al hemisferio derecho (a través de la mano izquierda), permanece «mudo».
Yo creo que los pacientes con cerebro dividido (split brain) revelan en forma extrema una condición que, de hecho, se extiende a todos los vertebrados. Los experimentos llevados a cabo con pollitos (y con muchos otros animales) demuestran que los dos hemisferios elaboran de forma diferente la información que les llega de los sentidos y memorizan aspectos diferentes de un mismo episodio de experiencia. Me gustaría describiros brevemente un experimento llevado a cabo en mi laboratorio que ilustra muy bien este aspecto. Imaginad que una «mamá» (en realidad la misma pelotita del imprinting) se mueva ante los ojos del pollito, mientras este se encuentra recluido en una caja transparente, y vaya a esconderse detrás de una pantalla opaca (de entre dos). Una de las pantallas es de color rojo, la otra es de color verde. La pantalla roja está colocada a la izquierda, la verde a la derecha. Tras la desaparición de la madre, se coloca una cortinita frente a la caja transparente en la que se encuentra el pollito y, sin que lo note el animal, se invierte la posición de las dos pantallas: la pantalla roja se coloca a la derecha y la verde a la izquierda. Después se quita la cortina y se deja al pollito en libertad para buscar a su madre. ¿Dónde la buscará? ¿Detrás de la pantalla del color adecuado, pero en la posición errónea, o detrás de la pantalla colocada en la posición adecuada, pero de color erróneo? La respuesta es: ¡depende del ojo que esté usando el pollito! Si usa sólo el ojo izquierdo (porque el derecho se lo vendamos temporalmente), el animal se dirige sin hesitar hacia la pantalla de la posición correcta (ignorando el color), mientras que si usa el ojo derecho se dirige hacia la pantalla del color adecuado (ignorando la posición). Una vez más, dos mentes separadas e independientes dentro de una sola cavidad cerebral.
¿Por qué los animales tienen cerebros asimétricos? Esta pregunta implica dos problemas distintos. Un problema concierne a las ventajas para el funcionamiento del cerebro que derivan del hecho de ser asimétrico. Probablemente hay muchas. Por ejemplo, se ahorra material (neuronas) si cada mitad del cerebro cumple funciones distintas, sin duplicaciones redundantes de mecanismos. Además, muchas tareas deben ser llevadas a cabo por mecanismos diferentes a causa de ciertas incompatibilidades intrínsecas al funcionamiento de las distintas estrategias de elaboración de la información. Hoy sabemos que las asimetrías «compensan», es decir, que los individuos asimétricos demuestran claras y evidentes ventajas en algunas prestaciones conductuales. Por mencionar sólo una, se ha visto que la famosa captura de las termitas con el uso de un palito se realiza con mayor frecuencia en los chimpancés que presentan una marcada preferencia en el uso de una pata respeto a aquellos que usan indistintamente la pata derecha o la izquierda.
Todo esto, sin embargo, representa sólo la mitad de la historia. Poseer un cerebro asimétrico puede mejorar las prestaciones del animal independientemente de la dirección de la asimetría. Pero, si esto es así, entonces ¿por qué la mayor parte de los animales de una población presenta asimetrías precisamente en la misma dirección?
Intentaré explicarme mejor. Las asimetrías de las que estamos hablando son asimetrías «direccionales», en el sentido de que más del 50% de los individuos presenta asimetría en la misma dirección. Pensad en el uso de la mano derecha en nuestra especie. Se observa en el 90% de la población humana. Asumamos que haya ventajas relacionadas con la diferente funcionalidad de las dos manos (y de los dos hemisferios), evidentemente estas ventajas se refieren a la asimetría en sí, no a su dirección. Podríamos tener el 50% de los individuos que prefiere usar la mano derecha y el 50% que prefiere usar la mano izquierda. Todos ellos resultarían aventajados por el hecho de ser asimétricos aun sin presentar asimetría direccional (es decir, hacia el mismo lado). ¿Por qué entonces se han verificado (en muchas especies y en muchas tareas, al menos) asimetrías de tipo direccional y no de tipo individual? Se podría deducir que esto haya sido un subproducto accidental de una determinación de tipo genético, en la cual, ya desde el principio, se especifica la asimetría en una dirección determinada. Así los individuos heredarían el hecho de ser asimétricos junto a una dirección de asimetría bien determinada. Es posible que de alguna manera esto sea así realmente, lo cual plantearía una nueva serie de problemas.
Como hemos visto, en los animales con los ojos colocados lateralmente en la cabeza, las asimetrías cerebrales pueden manifestarse con el uso preferente de un ojo. Ahora, el hecho de tener un ojo (y por ello una parte del campo visual) más (o menos) competente que el otro en la ejecución de determinadas tareas puede implicar grandes desventajas. Por supuesto no parece muy sensato que la identificación de un depredador pueda ser más o menos eficiente ¡según aparezca el depredador por el lado derecho o izquierdo del cuerpo! Considerando además las respuestas motóricas en lugar de las perceptivas, las desventajas asociadas a las asimetrías direccionales se hacen aún más marcadas. Si, por ejemplo, la gran parte de los peces de una determinada especie tiende a escapar hacia la izquierda cuando ve un depredador, el factor de la previsión asociado a una asimetría tal podría ser aprovechado por el depredador. Si cada pez de esa especie en cambio es asimétrico a nivel individual (y no a nivel de población) el depredador no tiene modo de prever cuando un determinado individuo huirá hacia la derecha o hacia la izquierda. Si alinear las asimetrías en los distintos individuos determina tales desventajas ¿por qué razón entonces la selección natural ha producido las asimetrías direccionales? ¿No habría sido mejor limitarse a construir cerebros individualmente asimétricos, es decir con una dirección equiprobable de las asimetrías, 50% a la derecha y 50% a la izquierda? Yo considero que una solución plausible del enigma emerge al considerar que muchos organismos poseen vida social. El tipo de socialización al que me refiero aquí es algo muy sencillo e incluye todas aquellas situaciones en las que lo mejor que puede hacer un individuo (asimétrico) depende de lo que hacen los demás individuos (también asimétricos) de su grupo. Por ejemplo, es cierto que peces que escapan siempre hacia la izquierda evidenciarían una conducta previsible de la que podrían sacar provecho los depredadores, pero también es cierto que muchas especies de peces nadan en bancos. Existen ventajas al estar en un banco y las dimensiones del banco están calibradas en función de estas ventajas. En el banco es importante que el comportamiento de los individuos sea coordinado: para un pez asimétrico es crucial alinear su propia asimetría con la de los demás miembros del grupo. Si todos sus compañeros giran a la izquierda cuando ven a un depredador y él gira a la derecha se encontrará aislado, a merced del depredador. En resumen, las asimetrías direccionales podrían conllevar ventajas específicas (que compensarían sus desventajas) cuando se considera el comportamiento de cada uno de los individuos en relación al del resto de los individuos. Una fácil previsión que se puede extraer de esta hipótesis es que, en igualdad de condiciones, las asimetrías de tipo individual deberían presentarse en las especies más solitarias mientras las direccionales se presentarían en las especies gregarias.

§. Para saber más
Reseñas sobre la evolución de la especialización de los hemisferios cerebrales se pueden encontrar en:
► J. Bradshaw y L. J. Rogers, The Evolution of Lateral Asymmetries, Language, Tool Use and Intellect, Academic Press, San Diego, 1993;
► G. Vallortigara, L’evoluzione della lateralizzazione cerebrale, Cleup, Padua 1994.

Las asimetrías óculo-neuronales durante el rodeo de obstáculos en el pollito aparecen en:
► G. Vallortigara, L. Regolin y P. Pagni, Detour Behaviour, Imprinting and Visual Lateralization in the Domestic Chick, en «Cognitive Brain Research», 7, 1999, pp. 307-20;

y para las asimetrías cognitivas se puede leer también:
► G. Vallortigara, Gli oggetti visti dal cervello, en «Mente & cervello», 1, 2003, pp. 20-27.

La preferencia en el uso de las patas en los sapos ha sido descrita en:
► Bisazza, C. Cantalupo, A. Robins, L. J. Rogers, y G. Vallortigara, Right-Pawedness in Toads, en «Nature», 379, 1996, p. 408;
► Robins, G. Lippolis, A Bisazza, G. Vallortigara y L. J. Rogers, Lateralized Aggressive Responses and Hind Limb Use in Toads, en «Animal Behaviour», 56, 1998, pp. 875-81.

Una exposición divulgativa de los resultados obtenidos con peces, anfibios, pájaros y mamíferos se puede encontrar en:
► G. Vallortigara y A. Bisazza, L’asimmetria del cervello nei vetebrati, en «Le Scienze», 342, Febrero 1997, pp. 54-63.

Sobre el problema de los orígenes de las asimetrías se puede leer:
► G. Vallortigara, Comparative Neuropsychology of the Dual Brain. A Stroll through Animals’ Left and Right Perceptual Worlds, en «Brain and Language», 73, 2000, pp. 189-219;

► G. Vallortigara y A. Bisazza, How Ancient Is Brain Lateralization?, en R. J. Andrew y L. J. Rogers (supervisado por), Comparative Vertebrate Lateralization, Cambridge University Press, Cambridge 2002, pp. 9-69;

► G. Vallortigara y L. J. Rogers, Suvirval with an Asymmetrical Brain. Advantages and Disadvantages oí Cerebral Lateralization, en «Behavioral and Brain Sciences», 2005.

Sobre las ventajas «computacionales» de tener un cerebro asimétrico:
► L. J. Rogers, P. Zucca y G. Vallortigara, Advantages of Having a Lateralized Brain, en «Proceedings of the Royal Society. Biological Sciences», 271, 1, suppl. 6, 2004, pp. 420-22.

Junto a Stefano Ghirlanda, físico y etólogo teórico de la Universidad de Estocolmo, intenté verificar si, desde el punto de vista matemático, se mantiene la idea de que las asimetrías direccionales han evolucionado como «estrategias evolutivamente estables», es decir, estrategias en las que lo que le conviene hacer a un individuo depende de lo que hace la mayor parte de los individuos del grupo. Parece funcionar. Si tenéis ganas de echarle un vistazo a las ecuaciones, las podéis encontrar en:
► S. Ghirlanda y G. Vallortigara, The Evolution of Brain Lateralization. A Game Theoretical Analysis of Population Structure, en «Proceedings of the Royal Society», B, 271, 2004, pp. 853-57.

El concepto de «estrategia evolutivamente estable» fue introducido por Johh Maynard-Smith, importante biólogo evolucionista y experto en la aplicación de esa rama de las matemáticas que bajo el nombre de «teoría de los juegos» se dedica al estudio del comportamiento de los animales:
► J. Maynard-Smith, J. The Theory of Games and the Evolution of Animal Conflict, en «Journal of Theoretical Biology», 47, 1974, pp. 209-21.
Capítulo 10
Dormir con un solo ojo
Contenido
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina tragona comió demasiadas piedrecitas y le dieron pesadez de estómago. Durante la noche soñó que era una gallina. Se quedó tan turbada por este sueño que a la mañana siguiente tomó el camino del bosque y desde entonces nadie tuvo noticias de ella.
L. Malerba

Imagino que no habréis estado a menudo espiando el sueño de una gallina. Yo lo he hecho por razones profesionales. El trazado electroencefalográfico durante el sueño de la gallina es similar al de un mamífero, como por ejemplo el hombre, pero la periodicidad es diferente. La fase REM (caracterizada por movimientos oculares rápidos) en el pollo adulto dura pocos segundos; en el pollito un poco más, llegando incluso a algún minuto, mientras que el recién nacido humano transcurre en fase REM la mayor parte del tiempo dedicado al sueño. Pero no me preguntéis qué puede soñar una gallina. No lo sé. No lo sabe nadie.
Es interesante observar los ojos de los animales junto al trazado del electroencefalograma. De vez en cuando se produce un fenómeno curioso: se abre un ojo, solamente uno, mientras el animal sigue dormido. En el pollito estos periodos de «sueño monocular» pueden ser bastante largos: diez, veinte segundos, a veces más.
Los animales duermen, esto lo sabe todo el mundo. Pero para algunas especies dormir es un asunto complicado. Los delfines, por ejemplo, están sometidos a la «maldición de Ondina»: su respiración es voluntaria, por ello no pueden dormir y subir a la superficie para respirar al mismo tiempo. Estos animales han resuelto el problema durmiendo alternativamente sólo con una mitad del cerebro: mientras un hemisferio cerebral duerme, el otro permanece activo (y puede controlar las conductas necesarias para la respiración). Problemas similares tienen las aves migratorias que, en vuelo, duermen sólo con un hemisferio, mientras el otro está despierto. Aún así el fenómeno del sueño unihemisférico se presenta también en especies no migratorias, como la gallina.
En los pájaros las vías nerviosas del sistema visual están casi completamente cruzadas: lo que llega al ojo derecho se elabora, al menos inicialmente, en la parte izquierda del cerebro y viceversa, por lo que la apertura y el cierre del ojo indica cuál de los hemisferios está durmiendo y cuál, en cambio, está despierto. En efecto, cuando desvío mi atención desde los ojos del pollito hacia el trazado electroencefalográfico la relación aparece clara: ojo derecho abierto, hemisferio izquierdo del cerebro despierto y hemisferio derecho dormido; ojo izquierdo abierto, hemisferio derecho despierto y hemisferio izquierdo dormido.
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Este curioso fenómeno podría desvelar aspectos interesantes de la actividad del cerebro, en particular en lo referente a la memoria. Que pueda existir una relación entre las distintas fases del sueño y la memoria es una antigua idea. En el pollito esta idea encuentra apoyo en la observación de que, justo después del imprinting, se verifica un aumento considerable del sueño REM. ¿Quizá para fijar el recuerdo de la madre? Quizá. El imprinting, al menos en su fase inicial, concierne al hemisferio izquierdo del cerebro y, justo después del imprinting, el sueño unilateral se verifica principalmente en el hemisferio izquierdo.
Pero ¿para qué puede servir abrir un ojo de vez en cuando? Quizá se trate de un fenómeno accidental, ligado a toda una actividad interna del cerebro. Una interesante observación puede ayudarnos a entender algo más. Si el objeto de imprinting en la jaulita de un pollito cambia de aspecto repentinamente, por ejemplo si una pelotita de ping-pong usada como sucedáneo de madre cambia de color, el pollito, como es natural, se inquieta bastante. Cuando sucesivamente se observa al animal mientras duerme, se puede notar un incremento en la frecuencia de los episodios de apertura del ojo izquierdo. El hemisferio derecho del cerebro, que recibe gran parte de la información del ojo izquierdo, está especializado en la detección y en el análisis de las novedades. La apertura de un ojo durante el sueño podría entonces ser un fenómeno adaptativo. Para un animal en peligro de depredación la activación periódica del medio cerebro, con la consiguiente apertura de un ojo para efectuar una rápida monitorización del ambiente, puede constituir una gran ventaja. Un ejemplo de ello se nos ofrece a través de unos experimentos llevados a cabo con patos. Cuando los patos duermen dentro de jaulas transparentes adosadas unas a otras formando una fila, se puede observar que los que ocupan las posiciones centrales, que tienen ambos lados cubiertos por otro animal, muestran una escasa actividad de sueño monocular. Tal disminución, en cambio, no se registra en los patos colocados en las jaulas de los extremos de la fila, los cuales tienden a abrir sistemáticamente el ojo en correspondencia con el lado que queda descubierto. No sé si la expresión «dormir con un ojo abierto», que a veces se refiere a la condición humana, haya tenido su origen en la observación de fenómenos como este. Sin embargo Chaucer hace explícita mención, en uno de los prólogos de los Cuentos de Canterbury del dormir sólo con un ojo de los pollos cuando dice «… and smale fowles …slepen at the night with open eye[5]».
Tener despierto medio cerebro, o despertarlo periódicamente para efectuar una monitorización del ambiente, es una solución brillante al problema de conjugar exigencias opuestas en la organización de los comportamientos, la de descansar y la de mantenerse alerta contra el riesgo de caer presa de depredadores. Ciertamente no era la única solución posible. La selección natural podía adaptar la estrategia de hacer dormir a todo el cerebro pero durante un periodo de tiempo inferior. Estadísticamente se habría obtenido una ventaja similar. Sin embargo, hay algo más, porque el sueño parece estar relacionado con la memoria.
Algunas especies de carboneros esconden la comida en las oquedades de los árboles, para recuperarla posteriormente horas o días después. Nicky Clayton, en la Universidad de Oxford, ha vendado temporalmente un ojo a los animales para verificar con posterioridad si el recuerdo del lugar en el que se había escondido la comida estaba también a disposición del otro ojo, es decir, del otro hemisferio cerebral que no había recibido información. En efecto, si bien las fibras nerviosas de cada una de las dos retinas proyectan principalmente sobre el hemisferio colocado en el lado opuesto de la cabeza, los dos hemisferios cerebrales pueden, al menos parcialmente, hablarse y transferir información de una parte a la otra mediante ciertos haces de fibras llamados comisuras. Nicky ha descubierto que hasta un intervalo de retención de casi tres horas entre la fase de ocultamiento y la de recuperación de las semillas, no hay diferencia alguna entre los dos ojos, mientras que tras un intervalo de veinticuatro horas se produce un fenómeno de transferencia unilateral de la memoria: recuerdos formados sólo con el ojo izquierdo son accesibles al derecho pero no al contrario. Entonces, cuando el pájaro memoriza un sitio de ocultamiento usando sólo el ojo derecho o sólo el ojo izquierdo, la memoria de la posición del lugar permanece disponible, para cada ojo, hasta casi tres horas. Tras veinticuatro horas la memoria se transfiere de un ojo (y de un hemisferio) al otro, pero sólo en una dirección: si el animal ha aprendido usando sólo el ojo izquierdo, tras veinticuatro horas demuestra saber dónde está el sitio incluso cuando se le somete al test usando sólo el ojo derecho; en cambio, si ha aprendido usando sólo el ojo derecho, tras veinticuatro horas el ojo izquierdo no muestra ninguna memoria de la localización del sitio de ocultamiento. Entonces, en un periodo comprendido entre las tres y las veinticuatro horas después del aprendizaje, se producirá una transferencia de la memoria desde el hemisferio derecho hasta el izquierdo. Si se examina la prestación de los animales en una fase intermedia de la transferencia, por ejemplo tras siete horas del ocultamiento de las provisiones, la memoria «en tránsito» aparece deteriorada en los animales que usan sólo el ojo izquierdo, y no todavía accesible para los animales que usan sólo el ojo derecho.
¿Qué sucede cuando los carboneros utilizan el ojo izquierdo durante el ocultamiento y luego su recuerdo se mide en condiciones de visión binocular a tres, siete o dieciséis horas de distancia? Sobre la base de nuestras intuiciones acerca del modo en el que se verifica el olvido deberíamos esperarnos un decaimiento lineal, con un recuerdo poco a poco menos bueno con el transcurso del tiempo. Y en cambio, a causa de la transferencia unilateral de la memoria, sucede que el recuerdo es bueno tras tres horas, pésimo tras siete horas y nuevamente bueno tras veinticuatro horas. Vosotros diréis: bien… interesante, pero ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros? ¿Se ha visto alguna vez, en el hombre, que un recuerdo desvaído con el transcurrir de las horas regrese de su viaje hacia el olvido? Pues bien, sí, esto es precisamente lo que sucede en ciertas circunstancias también en nuestra especie, porque la fijación de la memoria, un poco como la de las fotografías, necesita tiempo.
Avi Karni y Dov Sagi, dos neurocientíficos del Weizmann Institute, en Israel, han adiestrado a algunos voluntarios para una tarea de aprendizaje perceptivo en la cual debían identificar unas barritas con una determinada orientación enmascaradas entre otras barritas similares orientadas de modo diferente. La prestación de los sujetos se medía tras una sesión de adiestramiento; la misma medida se repetía con intervalos de varias horas. Como durante los intervalos no se efectuaba ningún adiestramiento nuevo, habría sido lógico esperar que la prestación se hubiese mantenido invariable con el pasar de las horas o, más probablemente, que decayese poco a poco. Y, sin embargo, tras ocho horas exactamente (y no, por ejemplo, tras sólo dos, cuatro o cinco horas) la prestación de los sujetos resultaba de repente mejorada. Esto sugiere la existencia de una fase de latencia en los procesos de memoria durante la cual el cerebro procede a la consolidación a través de procesos neuroquímicos que duran muchas horas. Es probable que tales procesos sean los mismos en las distintas especies. El intervalo mágico de casi ocho horas coincide exactamente con el tiempo necesario para la fijación del objeto del imprinting en el pollito, una especie filogenéticamente muy alejada de la humana. Ciertas fases del sueño, entonces, podrían funcionar como intervalos durante los cuales los recuerdos se fijan. Todos hemos vivido la experiencia de niños de irnos a la cama bastante inquietos por nuestra preparación de un capítulo del libro sobre el cual habíamos pasado una tarde fatigosa, para descubrir, a la mañana siguiente, que nuestra memoria sobre el contenido del capítulo resultaba ser más que satisfactoria. La interpretación tradicional de estos fenómenos defiende que el cansancio es el responsable de los cambios en la prestación: por la mañana, como decían nuestras madres, nos levantamos más frescos. Puede ser. Pero esta no es toda la historia. Karni y Sagi han estudiado los efectos de una noche de sueño en su tarea de aprendizaje perceptivo de la orientación de barritas. Despertando a los sujetos del experimento cada vez que el trazado electroencefalográfico mostraba el inicio de un periodo REM, encontraron que esta fase del sueño era esencial para que mejorase la prestación a la mañana siguiente. En cambio, lo mismo no sucedía despertando a los sujetos durante las fases no REM. Además, la privación del sueño REM manifestaba sus efectos sólo si la tarea se había aprendido recientemente; tareas ya aprendidas, y que entonces habían superado la fase latente de ocho horas, no se veían afectadas de ninguna manera por la privación del sueño REM.
Todo ello, en mi opinión, es absolutamente encantador pero, desgraciadamente, todavía no nos ayuda a entender la función del sueño, que sigue siendo uno de los misterios mejor guardados por el cerebro. Si la consolidación tras ocho horas se verifica durante la vigilia, ¿cuál es la función específica del sueño? Es obvio que tiene que tener una función porque si la mejoría fuese análoga a lo que ocurre en estado de vigilia no debería depender selectivamente del sueño REM. Es una historia enmarañada. Mi maestro en Padua, de hace tantos años (¡demasiados!) me decía siempre (y todavía me lo dice) que quería escribir tarde o temprano un libro sobre todo lo que no conocía, sobre todo lo que no había conseguido entender, pero le habría gustado tanto saber…

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Visto que el sueño unihemisférico combina las ventajas del sueño y las de la vigilia es lógico preguntarse por qué no se ha difundido por todo el reino animal. En nuestra especie, por ejemplo, si bien se han descrito fenómenos de asimetría en los trazados EEG entre los dos hemisferios, el sueño es siempre bihemisférico, incluso en pacientes que han sufrido una resección del cuerpo calloso por razones terapéuticas o en aquellos que de nacimiento carecen del cuerpo calloso.
Quizá los mamíferos no hayan poseído nunca el sueño unihemisférico o quizá lo poseyeron y lo perdieron después. La filogénesis del sueño unihemisférico todavía no se ha aclarado. Aparentemente está muy difundido entre los pájaros. Fenómenos de apertura asíncrona de los ojos se han descrito en los reptiles, si bien la relación con el estado electroencefalográfico de los dos hemisferios no ha sido bien documentada. Además, los reptiles modernos no son muy representativos de las formas reptilianas ancestrales. De cualquier manera, si asumimos, por amor a la discusión, que los reptiles antiguos, progenitores de pájaros y mamíferos, poseían el sueño unihemisférico, ¿cómo es posible que hoy lo podamos observar sólo en algunos mamíferos acuáticos (por ejemplo en los delfines)? Quizá para los primeros mamíferos, pequeños insectívoros parecidos a las musarañas, que dormían durante el día dentro de cubículos, protegidos de los depredadores reptiles, el sueño unihemisférico era un coste inútil. Así, cuando empezó la expansión de los mamíferos, que ocuparon los nichos diurnos que quedaron libres tras la extinción de los grandes reptiles, la capacidad de dormir sólo con un hemisferio ya se había perdido. Los costes necesarios para reconstituirla, en términos de reorganización del tejido nervioso, probablemente eran demasiado elevados para la mayor parte de los mamíferos y demasiado reducidas las ventajas, salvo algunas excepciones, como los mamíferos acuáticos, para los cuales poder dormir sólo con un ojo sigue siendo verdaderamente esencial.

§. Para saber más
Sobre el sueño monocular del pollito se puede leer:
► G. G. Mascetti, M. Rugger y G. Vallortigara, Visual Lateralization and Monocular Sleep in the Domestic Chick, en «Cognitive Brain Research», 4, 1999, pp. 451-63;
► G. G. Mascetti y G. Vallortigara, Why Do Birds Sleep with One Eye Open?, en «Current Biology» 11, 2001, pp. 971-74;
► D. Bobbo, F. Galvani, G. G. Mascetti y G. Vallortigara, Light Exposure of the Chick Embryo Influences Monocular Sleep, en «Behavioural Brain Research», 134, 2002, pp. 447-66.

Sobre los efectos del imprinting en el sueño REM en el pollito se puede ver:
► M. Solodkin, A. Cardona y M. Corsi-Cabrera, Paradoxical Sleep Augmentation after Imprinting in the Domestic Chick, en «Physiology and Behavior», 35, 1985, pp. 343-48.

El experimento sobre la función anti-depredación del sueño unihemisférico en los pollitos aparece en:
► N. C. Rattenborg, S. L. Lima y C. J. Amlaner, Half-Awake to the Risk of Predation, en «Nature», 397, 1999, pp. 397-98.

Para una reseña general del sueño unihemisférico se puede leer:
► N. C. Rattenborg, C. J. Amlaner y S. L. Lima, Behavioral, Neurophysiological and Evolutionary Perspectives on Unihemispheric Sleep, en «Neuroscience and Biobehavioral Reviews», 24, 2000, pp. 817-42.

El aprendizaje en fase latente de ocho horas en nuestra especie se ha descrito en:
► Karni y D. Sagi, The Time Course of Learning a Visual Skill, en «Nature», 365, 1993, pp. 250-52.

Los efectos de la privación del sueño REM sobre el aprendizaje perceptivo en el hombre aparecen en:
► Karni, D. Tanne, B. S. Rubenstein, J. J. M. Askenasy y D. Sagi, Dependence on REM Sleep of Overnight Improvement of a Perceptual Skill, en «Science», 265, 1994, pp. 679-82.
Capítulo 11
Matemáticos natos
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§ Para saber más
Una gallina que había aprendido a contar hasta cuatro pretendía que sus compañeras la llamasen profesora y quería echar al gallo para ocupar su lugar. Las otras gallinas le arrancaron todas las plumas y después dijeron que sólo la llamarían profesora si era capaz de contar todas las plumas que le habían arrancado.
L. Malerba

Los progresos de nuestros conocimientos sobre la naturaleza de los números parecen ir acompañados a veces por una especie de reticencia psicológica y de turbación como las que experimenta el joven Törless, en la novela de Musil, cuando descubre los números imaginarios. Según una famosa leyenda, Ippaso de Metaponto, de la escuela de Pitágoras, fue lanzado al mar por haber revelado el secreto de los números irracionales. Es probable que la gallina esté destinada a permanecer totalmente imperturbable ante los números irracionales e imaginarios; estas nociones ya han recorrido mucho camino dentro de la cultura humana y, ahora, están lejos de los fundamentos biológicos del concepto de número. Aun así, como haría un psicoanalista, si queremos entender los orígenes de nuestras inquietudes tenemos que regresar a la infancia.
Estamos tan acostumbrados a pensar en los números como etiquetas verbales que corremos el riesgo de no considerar lo que tenemos ante los ojos. Es decir, que los animales, en muchas circunstancias, se comportan como «matemáticos natos» aun sin poseer ningún talento lingüístico. Por ejemplo, son capaces de valorar que «más» es mejor que «menos». El psicólogo Geza Révész en un experimento daba a las gallinas la posibilidad de elegir entre dos montoncitos de trigo, observando que preferían tres granos a dos granos, cuatro granos a tres granos, cinco granos a cuatro granos y seis granos a cinco. Esto corresponde a una apreciación inmediata e intuitiva del número. En otro ingenioso experimento Révész formó una fila de granos de alimento pegando al suelo uno sí y uno no. Las gallinas aprendieron en seguida a recoger la comida evitando picotear cada segundo grano incluso cuando ya no estaban pegados al suelo. El experimento funcionaba también cuando se modificaba la distancia entre los granos de modo casual, de manera que la distancia entre ellos y su colocación en el espacio no pudiese cumplir la función de indicadores. Resultados completamente similares se obtuvieron pegando al suelo cada tercer grano de la fila.
Un gran número de especies ha demostrado poseer las mismas habilidades. Esto sugiere que los animales están dotados de un «sentido del número», una capacidad natural para considerar pequeñas cantidades y para efectuar estimaciones del número. Esta capacidad sería muy útil en todas aquellas circunstancias en las que una criatura debe efectuar valoraciones sobre objetos o sucesos como las dimensiones de una carnada, la cantidad de semillas presentes en dos lugares distintos o, quizá, la distancia a recorrer para alcanzar un objetivo cuando no se disponen de otros indicios. Por ejemplo, se ha intentado adiestrar abejas a volar desde la colmena a lo largo de un recorrido rectilíneo de trescientos metros indicado por cuatro puntos de referencia idénticos y equidistantes, formados por visillos colocados en el terreno, para alcanzar un recipiente con comida que se encontraba a mitad de camino entre el tercer punto de referencia y el cuarto. Una vez conseguido el aprendizaje, se cambiaba el número de puntos de referencia entre la colmena y el recipiente con comida. Así se ha podido observar que las abejas modifican más su conducta en relación con la variación del número de puntos de referencia que con la variación de la distancia. En efecto, si aumentaba el número de puntos de referencia las abejas tendían a aterrizar a una distancia más breve que la aprendida anteriormente; en cambio, si el número disminuía tendían a aterrizar a una distancia mayor. Como si, para establecer la posición de la fuente de alimento, las abejas utilizaran un procedimiento de recuento considerando, ordenadamente, el número de puntos de referencia sobre los cuales era necesario pasar para llegar a la posición deseada.
¿Podríamos imaginar que este sentido de número se extienda también a la capacidad de efectuar operaciones aritméticas con números? Un animal capaz de hacer cuentas parece pertenecer más al reino de las viñetas humorísticas que al de la Ciencia propiamente dicha. Pero imaginad estar buscando una madriguera. En aquella bonita gruta allá al fondo acabáis de ver entrar a dos osos. Y ahora está saliendo uno, ¿os fiaríais e iríais a ocupar la madriguera? ¿Y si en cambio hubiesen salido dos osos? Los osos que han entrado en la madriguera no han dejado de existir. Sabéis que todavía están aunque no los veáis. (Como recordaréis del capítulo 3, los animales y los niños son capaces de representarse mentalmente objetos que desaparecen de su vista y de otros sentidos). Si sólo uno de los osos sale de la madriguera, ¿vuestra mente mantendrá una representación del hecho de que, ahora, en la madriguera hay todavía un oso?
Marc Hauser, psicólogo y neurocientífico cognitivo de Harvard, ha montado un teatrillo para los macacos Rhesus en la isla de Cayo Santiago. Se abre el telón mostrando sobre el escenario dos berenjenas, auténtico manjar para estos animales. Después se cierra el telón, una mano se acerca, entra detrás de la pantalla y sale llevándose una berenjena. Y se abre de nuevo el telón. Sobre el escenario se ve una berenjena: dos menos uno es uno, nada sorprendente. Versión mágica de la «piéce[6]»: se abre el telón y esta vez se ven dos berenjenas. ¡Ahí va!, dos menos uno ¿ahora es igual a dos? Esta vez los macacos miran mucho más tiempo la escena, sorprendidos e interesados. (Otros ejemplos de las capacidades aritméticas de los monos las podéis ver en las figuras de la página siguiente).
Karen Wynn, psicóloga del desarrollo de la Universidad de Arizona, fue quien inventó esta obra de teatro. Fue la primera en descubrir que midiendo los tiempos de fijación ocular de los niños de sólo cinco meses se podía demostrar que sabían que dos menos uno es uno, y no dos ni tampoco tres. Hauser ha obtenido el mismo resultado con los monos. Quizá esto no sea una verdadera sustracción o adición. Se podría objetar que quizá los niños y los monos valoren la cantidad de materia perceptivamente presente en vez de los objetos aislados. Hauser sustituyó las dos berenjenas, tras la sustracción de una berenjena, con una única berenjena el doble de grande y observó que, en este caso, los monos no estaban tan sorprendidos como cuando se violaba la aritmética.
Si sois padres o profesores ya habréis recapacitado sobre las implicaciones prácticas de estos descubrimientos. Todos nosotros, criaturas biológicas, parecemos ser capaces, desde muy pequeños, mucho antes de poder hablar, de «hacer cuentas»: sabemos sumar y restar pequeñas cantidades utilizando los enteros positivos. Esta dotación natural debería considerarse como el obvio punto de partida para el aprendizaje de las matemáticas.
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Ippaso y el joven Törless se quedaron impactados por los números irracionales e imaginarios, que son exquisiteces matemáticas. Los comunes mortales tienen dificultades con mucho menos, a causa del cero, por ejemplo. La introducción del cero se produjo sorprendentemente tarde en la historia del pensamiento matemático. El sistema de notación introducido por los babilonios no tenía un símbolo para el cero y permaneció así durante casi mil quinientos años. Igualmente tardía es la aparición de la capacidad de comprender el cero en el desarrollo mental de los niños. Incluso después de haber aprendido la palabra y el símbolo, los niños necesitan bastante tiempo para apreciar el hecho de que el cero es un valor numérico. Cuando se les pide que digan cuál de dos números es el más pequeño (cuando uno de ellos es el cero), los niños en edad de preescolar a menudo responden al azar, pero no tienen dificultades con los enteros positivos. Y si se les pide que digan cuál es el número más pequeño responden que es el uno ¡y no el cero! En suma, el cero, psicológicamente, no forma parte del sistema natural de los números, sino que parece ser algo completamente diferente, un sinónimo de «nulo» o «nada» más que un verdadero número. Hace falta tiempo para aprender a manejar el cero como un número, precisamente porque hay que aprenderlo, mientras que uno, dos, tres y cuatro (Hauser encontró que los monos no parecen ser capaces de ir más allá del cuatro) parecen estar ya ahí, en el cerebro.
El sentido del número parece basarse en un sencillo mecanismo de acumulación. Imaginad un generador periódico de impulsos de un cierto tipo, como una máquina que escupe pelotitas con regularidad periódica. El generador puede estar conectado, a través de un interruptor, con un recipiente que funcione de acumulador de los impulsos. Con la apertura y cierre del interruptor se activa un mecanismo para contar. El interruptor se cierra y las pelotitas empiezan a pasar al acumulador. Después el interruptor se abre y los impulsos se pierden en el exterior. El primer número está representado por las pelotitas en el recipiente. El interruptor se cierra de nuevo y las pelotitas vuelven a caer en el acumulador. Después el interruptor se abre: en ese momento se representa el segundo número. La altura de las pelotitas del recipiente ahora «es» la suma de los dos números. Muchos datos sugieren que este sencillo modelo podría constituir el fundamento de nuestro sentido del número. Por ejemplo, se sabe que con el uso de ciertas sustancias, las anfetaminas, se puede aumentar la velocidad del generador de impulsos, con la consiguiente tendencia a sobrestimar las cantidades numéricas. (Se considera que el mecanismo para la valoración del número es el mismo que el de la valoración de la duración: de hecho las anfetaminas pueden producir la impresión de que el tiempo transcurre más despacio).
En el modelo del acumulador lo interesante es que en él no se puede representar el cero. En efecto, el recipiente vacío no es el cero sino que simplemente constituye un elemento inactivo. La contabilización empieza única y exclusivamente en el momento en el que algo entra en el recipiente. Esto, que a primera vista puede parecer una desventaja, pone en evidencia bastante bien las dificultades antes mencionadas. El sentido del número se ha desarrollado como un mecanismo para enumerar colecciones de entidades del mundo real (número de granitos de comida, número de depredadores, número de hermanos…) y ninguna colección de entidades del mundo real está formada por «ningún» miembro. Los enteros positivos parecen tener por ello un estatuto privilegiado en la mente y el cero puede encontrar su lugar sólo posteriormente, como resultado de un proceso de instrucción, a menudo fatigoso y psicológicamente inquietante, porque el cero, como número, no estaría incluido en la dotación inicial.
Como prueba de esto Karen Wynn ha proporcionado una demostración verdaderamente interesante presentando a niños la errónea sustracción uno menos uno igual a uno. En el escenario aparece Mickey Mouse. Después una pantalla lo oculta. Aparece una mano por un lado, desaparece detrás de la pantalla, reaparece con Mickey Mouse y se lo lleva… Si los niños saben que dos menos uno es uno y que uno más uno son dos, esperaremos que sepan también que uno menos uno es cero. Si retiramos la pantalla y, mágicamente, hacemos ver que todavía hay un Mickey Mouse deberían, maravillados, mirar mucho más tiempo este suceso aritméticamente imposible respeto al posible en el que la pantalla se retira mostrando que no ha quedado nada tras ella. Sin embargo no. Los niños miran indiferentes y durante el mismo tiempo cada suceso. La aparición mágica de Mickey Mouse no les sorprende en absoluto.
Nosotros sabemos que cuando ven un objeto oculto tras una pantalla los niños saben que el objeto no ha dejado de existir. Pero entonces ¿cómo puede ser que después de haber visto que el objeto que estaba detrás de la pantalla ha sido retirado, los niños no se sorprendan de su reaparición? El hecho es que el acumulador vacío no indica que ahí ya no hay nada, simplemente ¡no indica nada! Lo que sin embargo desconcierta es que los niños deberían poder darse cuenta de que algo no encaja, independientemente de su sentido del número, utilizando simplemente los mecanismos cerebrales de valoración de la permanencia de los objetos. Parece que la mente dispone de expectativas diferentes acerca del perdurar en existencia y del aparecer en existencia de los objetos y que tales expectativas se desarrollan en momentos distintos. A una cierta edad los niños parecen poseer un conocimiento sólo parcial del principio de continuidad espacio-temporal de los objetos: saben que los objetos que existen y que han visto deben «durar» y mantener su existencia, pero no parecen tener expectativas sobre las condiciones en las que los objetos pueden surgir a la existencia. Un Mickey Mouse no puede desaparecer de repente. Y un conejo no se lo puede tragar la chistera de un mago. Pero un Mickey Mouse podría aparecer repentinamente tras una pantalla. Y un conejo salir de una chistera. Claro, ¿por qué no?

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
A principios de mil novecientos los estudiosos de psicología animal fueron sacudidos por el asunto «Hans, el caballo inteligente». El animal parecía ser capaz de efectuar operaciones aritméticas complicadas, como multiplicaciones y divisiones, bajo órdenes de su dueño, golpeando con los cascos un número de veces equivalente a la respuesta correcta. Las extraordinarias capacidades de Hans, examinadas por el psicólogo Oskar Pfungst, no superaron la prueba de los hechos. El animal respondía a las sutiles, incluso inconscientes, señales faciales proporcionadas por su adiestrador, que le indicaban cuándo empezar a golpear con la pata y cuándo detenerse. De hecho Hans era verdaderamente inteligente, pero no en sentido matemático. Desgraciadamente el suceso tuvo como consecuencia el descrédito de los experimentos para demostrar que, dentro de unos límites, también las especies animales no verbales poseen capacidades numéricas. La expresión «efecto caballo Hans» se convirtió en el emblema de todos aquellos casos en los que la prestación aparentemente brillante de un animal provenía de una sugerencia inconsciente proporcionada por el experimentador y por ello, en última instancia, de un error metodológico.
Hoy sabemos que los animales en muchas circunstancias manifiestan capacidades de matemáticos natos. Pero estas nuevas y excitantes aportaciones no deben cegarnos frente a la sutileza inherente al concepto de número. El hecho de que el sentido del número llegue hasta cuatro-cinco elementos es significativo. Hay un momento en la vida de cada niño en el que descubre en el colegio que existe el uno, el dos, el tres… y así se sigue. Este «así se sigue» corresponde a la toma de conciencia de que la aplicación recurrente de añadir una unidad produce una infinidad numerable. El concepto de número de hecho es indisoluble del de una sucesión que se extiende hacia el infinito, lo que parece estar más allá de las capacidades de compresión de cualquier especie que no sea la nuestra. Sobre por qué debe ser así volveremos en el capítulo 13, tras haber tratado el lenguaje, porque la noción de «recursividad» podría ser la clave para explicar esta y otras diferencias entre las mentes que hablan y las mentes silenciosas.

§. Para saber más
La investigación de Révész y Katz sobre el sentido del número en las gallinas se describe en el libro:
► D. Katz, Animals and Men, Penguin Books, Harmondsworth 1953, (1ª ed. Longmans Green, Londres 1937).

Con Lucia Regolin, de la Universidad de Padua, estamos estudiando la capacidad de los pollitos de «contar» los objetos del imprinting. Criados con una o dos pelotitas, los pollitos sucesivamente eligen acercarse al estímulo original (criados con 1 eligen 1, criados con 2 eligen 2). En cambio, si la diferencia es pronunciada (1 vs. 3), entonces los pollitos eligen siempre ir allá donde hay «más» pelotitas (criados con 1 van hacia 3, criados con 3 prefieren de todos modos acercarse a 3). Experimentos de control sugieren que, efectivamente, los animales tratan a las pelotitas como unidades individuales (hermanos, podríamos decir) y que hacen algo que se asemeja más a una valoración numérica que a una estimulación de la «cantidad de materia» presente:
► L. Regolin, R. Rugani, S. Loiacono y G. Vallortigara, When More Is Better than Less. Number Sense for Imprinted Objects in the Domestic Chick (Gallus gallus), comunicación presentada en el 21º Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Etología (Padua, 15-17 septiembre de 2004). Resúmenes de las comunicaciones (Cleup, Padua), p. 97.

El «contar» en las abejas aparece en:
► L. Chittka y K. Geiger, Can Honey Bees Count Landmarks?, en «Animal Behaviour», 49, 1995, pp. 159-64.

Las capacidades aritméticas de los primates aparecen en:
► M. D. Hauser, P. MacNeilage y M. Ware, Numerical Representations in Primates, en «Proceedings of the National Academy of Sciences USA», 93, 1996, pp.

mientras que la de los niños en:
► K. Wynn, Addition and Subtraction by Human Infants, en «Nature», 358, 1992, pp. 749-50;
► K. Wynn, Psychological Foundations of Number Numerical Competence in Human Infants, en «Trends in Cognitive Sciences», 2, 1998, pp. 296-303.

Los problemas originados por el uso del cero en niños se ilustran en:
► K. Wynn y W. C. Chiang, Limits to Infants’ Knowledge of Objects. The Case of Magical Appearance, en «Psychological Science», 9, 1998, pp. 448-55.

Numerosas informaciones sobre el modo en el que los números se representan en el cerebro se pueden encontrar en el libro del matemático-neuropsicólogo francés Stanislas Dehaene:
► S. Dehaene, La bosse des maths, Odile Jacob, París 1997.
Capítulo 12
La gallina pensativa

Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina ingeniosa, en tiempos muy lejanos, había inventado la rueda. Se la enseñó a sus compañeras que se echaron a reír y le dijeron que no servía para nada. Así fue como la civilización de las gallinas se quedó atrasada respecto a la de los humanos, los cuales tomaron la delantera y obstaculizaron su camino en la vía del progreso.
L. Malerba

Si os digo que Clara es más alta que Patricia y que Patricia es más alta que Marta vosotros deducís inmediatamente que Clara es también más alta que Marta. «Y por fin», añadiréis, «aquí arriba, sobre las refinadas cimas del razonamiento inferencial, la gallina no nos podrá alcanzar». Pero esperad un poco. Todos los mecanismos de los que dispone nuestra mente deben haber sido, al menos en su origen, especializaciones adaptativas: es decir, soluciones a problemas específicos planteados por nuestro nicho de adaptación evolutiva; o modificaciones de otras, precedentes, modificaciones adaptativas. Por ejemplo, la capacidad de resolver problemas de inferencia transitiva (así se llama técnicamente el tipo de razonamiento que habéis desarrollado sobre la extensión vertical de Clara, Patricia y Marta) podría ser la consecuencia (incluso inesperada) de poseer un lenguaje verbal. La hipótesis, en efecto, no es muy convincente porque, como veremos, los niños pueden resolver problemas de inferencia transitiva incluso antes de empezar a hablar. Pero, por otra parte, parece dudoso que la capacidad de desarrollar este tipo de razonamiento haya evolucionado para protegernos de aquella concreta especie de depredadores que son los profesores de Filosofía en el peligroso y ancestral ambiente del Liceo. Mientras es fácil ver una utilidad general en la posesión de mecanismos que permiten extraer inferencias transitivas, no es fácil entender dónde estás se revelaron verdaderamente necesarias. En la moneda de cambio de la selección natural «verdaderamente necesarias» quiere decir que poseerlas o no poseerlas debe haber significado, para ciertos organismos, haber dejado copias de los propios genes o no.
Las gallinas poseen una organización social conocida como «orden de picoteo», una jerarquía lineal, un poco como la de los militares, que va desde el individuo alfa, dominante, hacia abajo hasta el individuo omega. Se llama orden de picoteo porque establece, entre otras cosas, la prioridad en el acceso a la comida en el corral: el individuo alfa tiene un derecho privilegiado de acceso al comedero, luego sigue el individuo beta, luego gamma y así sucesivamente. La jerarquía de picoteo puede producir un orden secuencial, lineal y transitivo, en el cual si el individuo A es dominante sobre B y si B es dominante sobre C, entones A es dominante sobre C. Obviamente todo ello puede surgir de manera automática en el encuentro de cada individuo del grupo con cada uno de los demás. Un caso más interesante se da en la circunstancia en la que un animal pueda observar y recodar las relaciones de dominancia-sumisión entre los individuos del grupo para poder usarlas después como fuentes de información sobre el propio comportamiento en situaciones nuevas. Si observo al individuo A, que ocupa una posición jerárquica superior a la mía, luchar con un individuo desconocido, al que no he visto nunca hasta ahora, y noto que B ha conseguido imponerse a A, no necesito enfrentarme directamente a B para medir su fuerza: puedo prever que si establezco un combate con él sucumbiré y consecuentemente evitaré hacerlo. Parece que las gallinas se comportan exactamente de esta manera. Si presencian un combate entre dos gallinas, de las que una es conocida y cuya posición jerárquica es superior a la propia, y otra desconocida, cuando la gallina desconocida sale victoriosa, las observadoras, si entran en contacto con ella, evitan iniciar un ataque y, si son atacadas por ella, se someten rápidamente. En cambio cuando la gallina desconocida sucumbe en la contienda, las gallinas observadoras en los sucesivos encuentros con ella se comportan como si tuvieran alguna posibilidad de victoria: inician un ataque en el 50 por ciento de los casos y, con el mismo porcentaje, salen victoriosas de los combates.
Si nos preguntamos, entonces, en qué circunstancias poseer la capacidad de desarrollar inferencias transitivas es verdaderamente adaptativo y ventajoso la respuesta está clara: allá donde exista vida de relación y donde esté suficientemente organizada. Probablemente no es casual que muchos estudiosos hayan subrayado que una vida social compleja pueda haber sido el detonante crucial para el desarrollo de la inteligencia. Pensad sólo en las ventajas posibles en lo que se refiere a las conductas combativas. Hay animales, como ciertas especies de monos, que viven en grupos sociales constituidos por varios centenares de individuos. A veces pueden pasar meses sin que dos individuos se encuentren. Si la jerarquía social se tuviese que establecer sobre la base de todos los posibles encuentros diádicos entre los componentes del grupo, haría falta un tiempo enorme. Además, los combates tienen un coste para los animales, se malgasta energía y se arriesga la vida. La posibilidad de aprender algo sobre la propia posición en la estructura social simplemente observando las interacciones agresivas ajenas, sin implicarse directamente, constituye una ventaja considerable.
Todos los años muestro a mis alumnos el test de inteligencia que podéis ver aquí abajo, subrayando pérfidamente que las palomas no tienen problemas para resolverlo. Muchos chicos, ciertamente inteligentes, se sienten cohibidos frente a él. 52.jpgSe trata simplemente de la versión no verbal de un problema de inferencia transitiva que originalmente había sido desarrollado de forma más sencilla para niños pequeños, aquellos que aún no saben entender el lenguaje. Imaginemos que presentamos a una paloma una serie de parejas de símbolos, garabatos sin sentido como los de la figura. Cada pareja se caracteriza por el hecho de presentar un estímulo establecido arbitrariamente como «correcto» y otro «erróneo». Si la paloma picotea el estímulo correcto la premiaremos con comida, si picotea el erróneo, no. Los estímulos correctos, por comodidad, los indicaremos con un «+» y los erróneos con un «–». Utilizaremos un total de cinco garabatos A, B, C, D y E, que presentaremos emparejados del siguiente modo: A + B –, B + C –, C + D –, D + E–. Como podéis imaginar la paloma, o un niño o una persona adulta, no tiene dificultades para aprender todo esto. En cambio la cosa se pone interesante si, tras el aprendizaje presentamos una nueva pareja, BD, cuyos garabatos por separado se conocen sobradamente, pero que nunca han sido presentados juntos. ¿Vosotros qué haríais? ¿Picotearíais B o D? Es bastante fácil responder: si B «gana» a C y C «gana» a D, entonces B debe «ganar» a D. La respuesta correcta es B. Y, de hecho, en la primera presentación de la pareja BD, aunque no haya visto nunca esa combinación con anterioridad, la paloma picotea B y evita picotear D. Tened en cuenta que los dos garabatos de la pareja habían sido «premiados» y «no premiados» exactamente el mismo número de veces por lo que no había modo de distinguirlos sobre esa base: la elección B ha sido premiada en la pareja B+ C-, pero no premiada en la pareja A+ B-; la elección D ha sido premiada en la pareja D+ E-, pero no premiada en la pareja C+ D-. Si intentáis pegar unas etiquetas como A, B, C, etc. a los garabatos del problema que os proponía antes, podréis verificar la solución de forma simbólica. En este caso será como en la figura de la página siguiente.
¿Cómo pueden los animales (no sólo las gallinas y las palomas sino también, obviamente, los monos o los hombres) resolver problemas de inferencia transitiva? Si consideramos que es necesario un cierto tipo de lenguaje para resolver este tipo de problemas entonces quizá debamos darle la razón a quien piensa que subyacente a las manifestaciones del lenguaje verbal humano existe una especie de lenguaje del pensamiento, un «mentalés» poseído también por especies animales no humanas y entonces no verbales. Pero quizá no tengamos necesidad de una explicación tan sofisticada. De hecho se puede demostrar que son suficientes mecanismos de aprendizaje elementales para explicar las prestaciones de las palomas. Empecemos con la pareja A+ B-. Como A siempre es premiado tenderá a ser elegido cada vez más durante el adiestramiento; eso significa que B será menos elegido progresivamente y también poco penalizado. Esto a su vez promoverá la elección B en la pareja B+ C-, donde tal elección será recompensada. Ahora consideremos la pareja D+ E-. Como E es penalizado sistemáticamente, D tenderá a ser elegido, lo que favorecerá la elección, penalizada, de D en la pareja C+ D-. En suma, todo ocurre como si el estímulo B adquiriese un poco de su atractivo, indirectamente, a través de su emparejamiento con el estímulo A, que es premiado siempre, mientras el estímulo D parece perder, indirectamente, un poco de su atractivo a través de su combinación con E, que es penalizado siempre. El estímulo C obviamente tiene un valor intermedio en esta 53.jpgclasificación. Entonces, en orden, A es más atractivo que B, que será más atractivo que C, que será más atractivo que D, que será más atractivo que E.
¿Se os ha puesto dolor de cabeza? ¡Pues pensad en la pobre paloma! Por otra parte nuestro animal no ha tenido que desarrollar realmente todos estos razonamientos. Lo que acabamos de llevar a cabo es una reconstrucción verbal de cómo la historia pasada de premios y no premios experimentada por la paloma puede conducirla a la solución del problema. En cambio, si tuviésemos que creer en nuestra experiencia introspectiva, no parece ser este el modo en el que resolvemos el problema: nosotros el problema lo entendemos, la solución correcta no nos llega más o menos sobre la base de un trabajillo interno de la mente sobre el cual no sabemos decir nada; nosotros consideramos que Clara es más alta que Patricia, y que Patricia es más alta que Marta, nos representamos en la mente estas relaciones y después deducimos (de modo explícito) que Clara es más alta que Marta. ¿O no?
La cosa es un poco más complicada pero también terriblemente interesante. Hay muchas cosas que hacemos, incluso bastante bien, sin saber cómo las hacemos. Hay cosas que hemos aprendido sin saber qué hemos aprendido. ¿Recordáis el momento en el que por primera vez en vuestra infancia os salió aquel juego que consiste en mantener vertical sobre un dedo el palo de una escoba? ¿Qué habíais aprendido exactamente? Si observáis a los niños mientras hacen ese juego y comparáis sus prestaciones antes y después de que lo consigan, podréis comprobar que se trata esencialmente de aprender a mirar en el punto justo: hay que mirar la escoba arriba, en la cima, si no, si miras el dedo, no te sale el juego del equilibrio. Incluso cuando ya hemos aprendido a hacerlo, permanecemos, por así decirlo, ciegos acerca de lo que hemos aprendido. Fenómenos de este tipo se producen también en la esfera de la actividad deductiva. Juan Delius, de la Universidad de Constanza, que ha conducido junto a sus colaboradores muchos experimentos sobre las inferencias transitivas en las palomas, ha presentado el mismo problema a personas, pero en forma de videojuego. Imaginaos que visitáis en vuestro ordenador un castillo encantado. Recorréis un pasillo que os lleva ante dos puertas. Sobre cada puerta hay uno de los garabatos que ya conocéis. Si elegís la puerta correcta llegáis a la cámara del tesoro y recibís monedas de oro, en cambio, si elegís la puerta equivocada tendréis que ceder unas pocas monedas a un mendigo. Los garabatos sobre cada puerta cambian y obviamente están organizados siguiendo las consabidas parejas A+ B-, B+ C-, C+ D-, D+ E-. Después, en una fase avanzada del juego, Delius introduce subrepticiamente una pareja nueva, BD. No todos los sujetos resuelven el problema. Una parte responde al azar. Pero lo realmente interesante es que entre los «resolvedores» sólo una parte de ellos declara haber entendido la base del problema. Cuando se les pide que ordenen los cinco estímulos, estos sujetos los colocan, correctamente, en la secuencia A>B>C>D>E. Pero los demás declaran, inocentemente, que han intentado acertar y que no han entendido, y, a decir verdad, ni siquiera han pensado que pudiese haber una regla transitiva en la elección de la puerta BD. Aun así, durante la prueba, estos «resolvedores» implícitos eligen B respecto a D en la misma proporción que los revolvedores explícitos. Consiguen mantener derecho el palo de la escoba mirando al punto adecuado sin ser conscientes de hacerlo… Pero aquí la situación es aún más sorprendente porque en el caso del palo de escoba, tras revelarles el truco, las personas toman consciencia en cierta medida de su actividad perceptiva y dicen: es verdad, no lo había notado, pero ahora que me lo dices me doy cuenta, efectivamente, de que he aprendido a mirar la punta de arriba, la más lejana, de la escoba; mientras que en cambio, en este caso, los sujetos permanecen cognitivamente ciegos, dicen: «¿he desarrollado una inferencia transitiva?, ¡mira!, ¡no lo sabía!, ¡pensaba que había respondido al azar!».
Un colega británico, muy famoso y muy inteligente, cuando es el chairman[7] en las conferencias le pregunta siempre al ponente cuando termina: «What does all this mean?[8]». Quizá poseer el lenguaje verbal haga cambiar el modo en el que se resuelven los problemas de inferencia transitiva en nuestra especie. Pero no hay prueba alguna de que esto sea cierto. Parece mucho más plausible que los mecanismos básicos de la inferencia sean sólo los sencillos procesos asociativos que se han descubierto en otros animales y que en nuestra especie el lenguaje pueda, eventualmente, hacer explícito (pero no siempre y no en todas las personas) parte del trabajo llevado a cabo en el cerebro por mecanismos filogenéticamente muy antiguos y cuyos productos guían nuestro comportamiento incluso sin que nosotros seamos conscientes de las efectivas reglas de producción.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Un viejo problema de la tradición filosófica es el de la relación entre pensamiento y lenguaje. Entre los científicos que se interesan por el lenguaje hay quien ha adoptado una estrategia de investigación aparentemente paradójica: estudiar las criaturas que no poseen en absoluto el lenguaje, las especies animales no humanas. La lógica subyacente a tal elección es convincente: ¿qué es el pensamiento sin lenguaje?, ¿hasta qué punto puede llegar? ¿Qué limitaciones encuentra (si las encuentra)? Las inferencias de gallinas, palomas y monos nos obligan a reconsiderar con atención la idea de que ciertos procesos mentales (llamados «superiores») puedan desarrollarse completamente sin la intervención de un médium lingüístico.
Es importante entender qué cuenta realmente en estos resultados. La argumentación retórica «¿habéis visto?, ¡ellos también lo saben hacer!» quizás pueda impresionar al periodista que necesita una nota de color en la nueva ciencia cognitiva o en los llamados «amigos de los animales», pero no es realmente importante. Estudios como los de Juan Delius son cruciales para entender la mente humana, no sólo la de la paloma. Estos estudios nos imponen tal refinamiento lógico y metodológico en el análisis de nuestros mismos procesos mentales que no podemos dar nada por descontado. Ni siquiera la idea de que para hacer inferencias transitivas sean necesarios mecanismos de tipo simbólico, lingüístico o, en cualquier caso, lingüístico-similares (es decir, códigos proposicionales).
Curiosamente han sido precisamente nuestros propios prejuicios los que nos han servido de ayuda. Piaget había mantenido que en los niños la capacidad de desarrollar inferencias transitivas sólo se podía observar cuando los niños ya habían adquirido la llamada «función simbólica», es decir, un grado suficiente de desarrollo lingüístico. Sin embargo, en los años setenta algunos investigadores se dieron cuenta de que muchas de las aparentes limitaciones de los niños más pequeños se podían superar con la condición de que la tarea no requiriese una cierta cantidad de memoria. Los test debían necesariamente adaptarse a la inmadurez lingüística de los niños, es decir, debían ser de tipo no verbal. Esto abrió el camino a la ejecución de los mismos test en primates, con resultados totalmente similares a los obtenidos con seres humanos adultos o con niños. Tratándose de monos y de chimpancés, al principio se creyó poder explicar estos resultados aumentando un poco las capacidades cognitivas de estos animales, en vez de considerar críticamente las de nuestra especie. Entonces se afirmó que quizá los chimpancés poseían algún tipo de mentalés, de lenguaje interno del pensamiento, incluso en ausencia de un verdadero lenguaje verbal. Después, cuando se vio que los test de inferencia transitiva los resolvían hasta las palomas, la cosa empezó a resultar embarazosa. Sólo en ese momento, por fin, alguien empezó a preguntarse si no sería posible explicar las prestaciones de inferencia transitiva de manera más sencilla tanto en el hombre como en las palomas.
Esta historia que os acabo de contar es, evidentemente, una historia sin final. Quizá las palomas posean realmente el mentalés. Pero que se pueda pensar más y mejor teniendo la posibilidad de utilizar un lenguaje verbal es un problema todavía por explorar completamente. Como compensación hemos empezado a tener las ideas más claras sobre lo que es pensar sin lenguaje.
Para saber más
Las respuestas «transitivas» de las gallinas han sido descritas en:
► M. E. Hogue, J. P. Beaugrand y P. C. Laguë, Coherent Use of Information by Hens Observing Their Former Dominant Defeating or Being Defeated by a Stranger, en «Behavioural Processes», 38, 1996. pp. 241-52.

Los experimentos sobre la inferencia transitiva en las palomas aparecen en:
► L. von Fersen, C. D. L. Wynne, J. D. Delius y J. E. R. Staddon, Transitive Inference Formation in Pigeons, en «Journal of Experimental Psychology. Animal Behavior Processes», 17, 1991, pp. 334-41;

y los experimentos sobre la inferencia transitiva en el hombre aparecen en:
► M. Siemann y J. D. Delius, Implicit Deductive Responding in Humans, en «Naturwissenschaften», 80, 1993, pp. 364-66.

Una reseña de los estudios sobre la inferencia transitiva en varias especies se puede encontrar en:
► J. D. Delius y M. Siemann, Transitive Responding in Animals and Humans. Exaptation rather than Adaptation?, en «Behavioural Processes», 42, 1998, pp. 107-37.

Una exposición técnica de los temas presentados se puede leer en:
► G. Vallortigara, L. Tommasi y V. A. Sovrano, La cognizione anímale. Due principia un corollario e un problema aperto nello studio delle «altre» menti, en «Giornale italiano di psicología», 28, 2001, pp. 21-45.
Capítulo 13
Cuidar la audiencia
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina enciclopédica había aprendido de memoria más de mil palabras. Llegada a ese punto creía que se había vuelto sabia y cuando estaba con sus compañeras de vez en cuando decía «rombo» o «cráter» o «ortiga». A quien le preguntaba qué significaban esas palabras ella le respondía que el mundo está hecho de palabras y que si no existiesen las palabras tampoco existiría el mundo, incluidas las gallinas.
L. Malerba

Si bien soy un apasionado defensor de la inteligencia de las gallinas, estoy dispuesto a admitir que sus habilidades lingüísticas son escasas. Escasas, sin embargo, no significa inexistentes. Considerad las palabras del lenguaje humano. Se suele decir que son «funcionalmente referenciales», es decir «sustituyen» (o pueden sustituir) objetos y sucesos del mundo externo. Cuando digo «rabanillo» en seguida os viene a la cabeza el objeto al que me estoy refiriendo, aunque la relación entre el sonido de la palabra y el objeto al que representa sea arbitraria y convencional. Tanto es así que en otros idiomas el rabanillo se llama «radish» o «radis». ¿Las gallinas poseen «palabras» en este sentido?
En la naturaleza, cuando un gallo ve aproximarse a un depredador terrestre, por ejemplo un perro, lanza una llamada de alarma característica, constituida por una serie de sonidos pulsátiles de banda ancha y de breve duración; cuando ve aproximarse a un depredador aéreo; por ejemplo un halcón, lanza una llamada de alarma muy diferente desde el punto de vista acústico, constituida por dos unidades, un sonido inicial más breve y uno posterior más largo y mantenido, que parece un grito. Las gallinas se comportan de manera diferente según el tipo de llamada: cuando oyen la llamada que avisa de la presencia del depredador aéreo intentan meterse bajo cualquier techumbre o se tumban y miran hacia arriba; cuando oyen la llamada para el depredador terrestre se ponen todas muy tiesas en la clásica postura erecta y vigilante, escrutando el ambiente a nivel del terreno y del horizonte. Se han llevado a cabo experimentos de playback, utilizando un altavoz, para averiguar si las gallinas reaccionan más que ante la llamada de alarma en sí, ante el comportamiento del animal que lanza la llamada de alarma realizando comportamientos parecidos; se ha visto que también cuando la llamada se emite con un altavoz, y consecuentemente, no hay ni rastro de depredadores en el ambiente, ni del animal que lanza la llamada, las gallinas responden de manera adecuada a cada tipo de señal.
Para poder afirmar que estos tipos de llamada de alarma son como palabras que representan «perro» o «halcón» o, más en general, «peligro por abajo» y «peligro por arriba», tenemos que considerar alguna posibilidad alternativa. Por ejemplo, a menudo se ha mantenido que los sonidos de la comunicación animal reproducen más el estado afectivo de quien produce el sonido que las circunstancias y los estímulos del mundo externo que desencadenan los mismos sonidos. Los dos tipos de llamada de alarma de los gallos podrían reflejar distintos grados de peligro o distinta urgencia de escapar. La llamada de aviso de depredador aéreo podría indicar una elevada urgencia de fuga mientras que la llamada de aviso para el depredador terrestre indicaría una necesidad de fuga más moderada. Si fuese así, debería ser posible inducir en los gallos la propensión a emitir un tipo de llamada u otro frente al mismo tipo de estímulo con sólo variar la distancia. En cambio, lo que se ha comprobado es que si los gallos ven un halcón muy lejos no emiten ninguna llamada o, si la emiten, se trata siempre de la llamada para depredador aéreo. De forma similar, cuando identifican un depredador terrestre a muy corta distancia, y por ello, muy presumiblemente, en una condición de extrema urgencia de fuga, los gallos emiten siempre la llamada de aviso para el depredador terrestre, nunca la del depredador aéreo.
Otro tipo de llamada sonora muy importante en la vida cotidiana de los pollos está asociada a la comida. Los gallos, cuando encuentran comida, emiten unas llamadas características cuya función es la de atraer a las gallinas. Parece ser que la estructura de estos sonidos conlleva información sobre la calidad de la comida: la comida más apetecible induce la emisión de un mayor número de llamadas que se producen con una frecuencia más elevada; la comida menos apetecible induce la emisión de un número más reducido de llamadas y con una frecuencia menos elevada. La probabilidad de que una gallina se acerque a un gallito que está emitiendo las llamadas se relaciona positivamente con el tipo de llamada, es decir, es mayor para las llamadas que indican comida apetecible y menor para las llamadas que indican comida menos apetecible. Como la gallina en cuestión no sabe efectivamente qué comida ha encontrado el gallo, la variación en la propensión a acercarse al gallo indica claramente que las llamadas proporcionan información sobre la calidad de la comida. Aun así, cabría preguntarse si el gallo tiene la intención de informar a la gallina sobre la calidad de la comida.
En el caso del lenguaje humano la presencia de una intención comunicativa se asume sobre la base de la introspección. Lo que no significa que esto sea así en otras formas de comunicación animal. Una señal puede ser informativa sin ser comunicativa: es decir, puede conllevar información para quien la recibe sin que quien la haya emitido pretendiese comunicar algo. En el caso de nuestro gallo, el hecho de que el acercamiento de la gallina sea para él ventajoso es irrelevante respeto a la demostración de que él pretenda comunicar o pretenda hacer que la gallina se acerque. Es evidente que la situación es de manera tal que esos gallos que en presencia de buena comida emiten ciertos sonidos tienen más posibilidades de atraer a una gallina. Pero el hecho de que esta conducta funcione no implica que los gallos hagan lo que hacen, emitir unas llamadas, con intención de comunicar. Es suficiente que posean un mecanismo reflejo que les hace emitir ciertos sonidos en presencia de ciertos estímulos.
Como podéis imaginar, la diferencia entre sencillas señales informativas y señales auténticamente comunicativas es muy sutil. Si no se le puede preguntar al gallo ¿cómo podemos saber si pretende comunicar lo que le comunica a la gallina o si simplemente transmite información sin saberlo? Toda la diferencia parece apoyarse sobre un único punto cardinal: la posibilidad, por parte de quien envía la señal, de llevar a cabo una elección. Si el comportamiento es puramente informativo, el gallo no tiene ninguna posibilidad de decidir si emitir o no emitir la señal: cada vez que esté presente el estímulo adecuado, él enviará la señal, haya o no haya una gallina en los alrededores para escucharlo.
Para comprender la situación se han ideado las dos situaciones siguientes. En la primera, a algunos gallos se les proporcionaban gusanitos apetitosísimos en distintas condiciones: en presencia de una gallina de su corral, en presencia de una gallina desconocida, de otro macho o en ausencia de público. Lo que se ha observado es que la emisión de las llamadas para la comida era prácticamente nula en presencia de otro macho o en ausencia de público, mientras que era máxima en presencia de una hembra, tanto desconocida como familiar. Por ello parece claro que el gallo tiene una cierta posibilidad de decidir si emitir o no emitir las llamadas. Aún así sigue siendo muy difícil discernir la intencionalidad del comportamiento. De hecho podríamos formular una versión de la objeción todavía más sofisticada: el gallo responde de manera refleja a ciertos estímulos, pero estos estímulos no se limitan a la comida sino que comprenden también aspectos del ambiente de tipo social. El gallo tiene un programa en la cabeza que le dice: «Cuando encuentres comida buena, si hay por ahí una gallina, entonces emite la llamada». Al fin y al cabo, una gallina es un estímulo como cualquier otro; todo lo que hace falta es que el gallo sepa distinguir una gallina de un gallo. Esta explicación apesta un poco porque es evidente que dado un cierto número de «si… entonces…» se hace posible explicar cualquier segmento del comportamiento sin referencia alguna a la intencionalidad, lo que vacía de significado la diferencia entre señales informativas y comunicativas. De todos modos, antes de deducir veamos la segunda situación.
Esta vez a los gallos se les proporcionaba una comida bastante poco apetecible, cáscaras vacías de avellana. Normalmente cuando las encuentran, a no ser que tengan muchísima hambre, los gallos y las gallinas rechazan comerlas. Como nos podíamos esperar, las llamadas para la comida se reducen de manera drástica. Pero no desaparecen del todo. En particular se emiten en presencia de la gallina desconocida (casi en el 50% de los casos respecto a casi sólo el 17% en presencia de la gallina familiar). Podría parecer que aquí hay algo más que la mera intención de comunicar. Parece que los gallos hacen juego sucio: quieren engañar a la hembra y lo hacen en particular en presencia de la hembra extranjera, respecto a la cual la motivación para establecer un vínculo social es más pronunciada. El hecho de que esto suceda como media sólo el 50% de las veces se alinea con la hipótesis del engaño intencional: si se grita «el lobo» demasiado a menudo, el engaño ya no funciona.
Pues, con franqueza, yo no sé si realmente los gallos poseen intención para comunicar o si de verdad en ciertas circunstancias saber intencionalmente mentir. Me limito a registrar los resultados de estos experimentos, llevados a cabo por investigadores de altísimo nivel, como los etólogos Peter Marler y Chris Evans, e intento reflexionar sobre ellos. También en esta segunda situación, en el fondo, podríamos introducir un cierto número de instrucciones nuevas en el cerebro de nuestros gallos-robot para rendir cuentas de sus acciones: «Gallo, cada vez que encuentres comida que da asco, evita lanzar siempre las señales de alarma, lanza solamente alguna de vez en cuando, digamos una vez sí y una no, especialmente si en los alrededores hay una hembra nueva».
Pero ¿por qué no usar entonces el mismo modelo de explicación para el comportamiento comunicativo humano?, ¿demasiado complicado? Pues entonces, si es más sencillo, ¿por qué no admitir que nuestro gallo posee intenciones? En la diatriba entre las explicaciones mentalistas y las comportamentales parece que se llega siempre al famoso punto en el que la diferencia da igual.

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Sobre el lenguaje no querría ser malinterpretado, se trata con toda probabilidad de una característica especie-específica: la tienen los humanos y no las gallinas, exactamente como (el ejemplo es del psicolingüista Steven Pinker) los elefantes tienen trompa y los humanos no. Pero «lenguaje» es un término que comprende muchas cosas. Algunas son probablemente una dotación especie-específica; por ejemplo, creo yo, los mecanismos de la sintaxis. Otras, en cambio, parecen comunes a los sistemas comunicativos poseídos por los demás animales. Con esto no quiero defender que los sistemas comunicativos de las demás especies sean lenguajes «más sencillos», es decir, que sean como el lenguaje humano con algo menos. Son sistemas comunicativos completos para los objetivos para los cuales han sido previstos. Pero son diferentes del lenguaje humano.
¿Qué tiene de especial el lenguaje humano? Fundamentalmente el hecho de ser creativo: consiste en un número finito de elementos (por ejemplo las palabras —sería mejor referirse a lo que los lingüistas llaman morfemas—) con los cuales, aplicando recursivamente un número finito de reglas, se puede generar un número casi infinito de frases gramaticalmente correctas. Ya habíamos encontrado esta idea de la potencial infinidad, ¿recordáis? Cuando, en el capítulo II, se hablaba del número como asociado a una infinidad numerable. Los psicolingüistas, refiriéndose al lenguaje, hablan de «discreta infinidad», una noción intuitivamente familiar a cualquiera que use el lenguaje: hay frases de cuatro palabras, de cinco palabras, etc., pero no hay frases de 4,5 palabras. Y no existe la «frase más larga»: dada una frase cualquiera yo la puedo hacer todavía más larga (aunque esto vale sólo en principio, porque pueden existir límites impuestos por la memoria a corto plazo). Todas estas propiedades del lenguaje recuerdan muy de cerca las propiedades de los números (y también las de la música).
Quizá entonces todo lo que el lenguaje humano tiene de especial se reduce a la capacidad de efectuar computaciones recursivas. No sabemos todavía con certeza si la recursividad apareció sólo con el lenguaje. Quizá esté presente en los sistemas cognitivos de los demás animales para resolver cierto tipo de problemas, como la orientación en el espacio o la organización de las relaciones sociales, pero quizá no haya sido incluida en sus sistemas comunicativos. O, sencillamente, nuestros sistemas cerebrales operan recursivamente en numerosos dominios cognitivos: del lenguaje, de los números, de la música, mientras que los de los animales pueden hacerlo sólo en pocos, limitados dominios. Parece haberse tratado de una pequeña, sutil diferencia, en la Historia de la evolución que, sin embargo, ha producido los efectos de una avalancha.

Para saber más
Los experimentos que sugieren que las llamadas de alarma de los gallos son funcionalmente referenciales aparecen en:
► C. S. Evans, L. Evans y P. Marler, On the Meaning of Alarm Call. Functional Reference in an Avian Vocal System, en «Animal Behaviour», 46, 1993, pp. 23-38;

mientras que los relativos al efecto de la audiencia en las llamadas del depredador y en las de la comida aparecen en:
► P. Marler, A. Dufty y R. Pickert, Vocal Communication in the Domestic Chicken: I. Does a Sender Communicate Information about the Quality of a Food Referent to a Receiver?; II. Is a Sender Sensitive to the Presence and Nature of a Receiver?, en «Animal Behaviour», 34, 1986, pp. 188-93 y 194-98;
► M. Gyger, S. Karakashian y P. Marler, Avian Alarm Calling. Is There an Audience Effect?, en «Animal Behaviour», 34, 1986, pp. 1570-72.

Sobre el papel del lenguaje en nuestra especie se puede leer:
► F. Cimatti, La mente silenziosa. Come pensano gli animali non umani, Editori Riuniti, Roma 2002.

Sobre la idea de que la recursividad esté en la base de la facultad del lenguaje humano véase:
► M. D. Hauser, N. Chomsky y W. T. Fitch, The Faculty of Language. What Is it, Who Has It, and How Did It Evolve?, en «Science», 298, 2002, pp. 1569-79.
Capítulo 14
La gallina y las mentes ajenas
Contenido:
§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
§. Para saber más
Una gallina mentirosa se levantó una mañana quejándose de un gran dolor de muelas. Cuando le hicieron ver que las gallinas no tienen muelas se avergonzó muchísimo y fue a esconderse bajo un seto.
L. Malerba

Una de las razones por las que el problema de las mentiras de los gallos es crucial es que el engaño puede implicar la capacidad de atribuir estados mentales a las demás criaturas. Obviamente, hay situaciones en las que esta hipótesis no es en absoluto necesaria. Y quizá estas situaciones tienen que ver con todas las especies animales exceptuando a los humanos. Por ejemplo, muchas especies se mimetizan o poseen distintos tipos de estrategias defensivas como la inmovilización. Hace algunos años había un mago en la televisión que «hipnotizaba» sapos. En realidad sencillamente les inducía una reacción anti depredadora que se podría describir, antropomórficamente, como «hacerse el muerto». Es un truquito que se encuentra en varias especies, muchas de ellas alejadas desde el punto de vista filogenético: ¿habéis visto alguna vez cuando erais chavalines una de esas arañitas que tras un ligero toquecito vuestro se tumbaban boca arriba y se quedaban quietas como muertas? Vosotros estabais ahí preguntándoos cómo narices podía haber sucedido si solamente la habíais rozado y, efectivamente, tras algunos minutos la arañita parecía sacudirse para salir corriendo justo después rápidamente e incólume… En estos casos parece realmente razonable atribuir a los animales una intención consciente para engañar. Quien engaña es, en todo caso, la selección natural que ha promovido ciertos comportamientos que se han revelado felizmente adaptativos.
Pero ¿cómo podemos entender si los animales son capaces de atribuir conocimientos, deseos, creencias a otros animales? Cuando la arañita está inmóvil ¿quizá espera inducir en el depredador la creencia de estar muerta? En realidad no necesitamos hipotetizar nada parecido. Podemos considerar que el depredador posee estados mentales (yo, al menos, lo creo sin lugar a dudas) y quiere capturar a la arañita, desea a la arañita, quizá incluso piense que la arañita está muerta. Pero no necesitamos atribuir a la arañita estados mentales sobre el estado mental del depredador. No se trata de ser «especistas» porque la duda vale para las arañas pero también para los monos. Por ejemplo, los cercopitecos verdes de África oriental poseen un sistema de llamadas de alarma parecido al de los gallos, con señales distintas que indican depredadores terrestres, aéreos y también «de árbol», como los leopardos. Los pequeños cercopitecos aprenden, con la experiencia, a emitir las señales adecuadas ante los estímulos adecuados. Un pájaro inofensivo, una mariposa o una hoja que cae son capaces de provocar en los animales jóvenes la emisión errónea de la señal de alarma del depredador aéreo. No hay nada raro en ello, lo que es singular es el comportamiento de los padres, los cuales parecen no hacer caso de estos errores y no corrigen el comportamiento de sus pequeños de ninguna manera. Quizá no sea necesario hacerlo, ya que de todos modos al final los jóvenes animales aprenden. Pero hay otra posible explicación. Aparentemente, si el adulto ha visto el estímulo al cual ha respondido inapropiadamente el pequeño, debería darse cuenta del error, es decir, debería comprender que el pequeño posee unos conocimientos equivocados o imperfectos. Pero si los monos fuesen incapaces de atribuir estados mentales a los demás, una prestación tal estaría completamente fuera de lugar.
Probablemente hay varios grados de sofisticación cognitiva que preceden a la plena capacidad de atribuir estados mentales a otras criaturas. De todas formas, seguramente, en los procesos de enseñanza un primer paso crucial es la sensibilidad ante los errores del discípulo. Hasta ahora, aparte de en los humanos, esto se ha demostrado en condiciones controladas sólo en una especie: precisamente en ella, sí, en la gallina…
La gallina clueca exhibe una especial gama de señales para dirigir la atención de sus pollitos hacia las cosas de comer buenas; los ingleses laman tidbitting a esta conducta, que consiste en recoger la comida con el pico para después dejarla caer repitiendo muchas veces la acción acompañándola con unos sonidos característicos. Se puede reproducir una versión simplificada del fenómeno golpeando con un lápiz en el fondo de la jaulita: los pollitos corren velozmente hacia este sucedáneo de madre. Dado el automatismo de la respuesta de acercamiento y picoteo en los pollitos, durante mucho tiempo se pensó que el comportamiento de la gallina era eficiente, pero también bastante estereotipado y rígido. En cambio, recientemente, Christine Nicol, etóloga de la Universidad de Bristol, ha llevado a cabo un experimento interesante. En un primer momento se mostraba a algunas gallinas dos tipos de comida, de color diferente, una buena para comer y otra no. Justo después, las gallinas podían ver a sus pollitos nutrirse con comida buena, digamos roja, o con comida mala, por ejemplo azul. Obviamente todo estaba preparado para engañar a las gallinas porque en realidad toda la comida proporcionada a los pollitos era buena y sólo se diferenciaba en la coloración. Pues bien, se observó que cuando las gallinas veían a los pollitos nutrirse con la comida azul, la «inadecuada», tendían a aumentar de manera notable la conducta de tidbitting respecto a cuando veían a sus pollitos alimentarse con la comida roja, la «adecuada». Hasta el momento no hay ninguna prueba de que haya intencionalidad en la variación de la respuesta de las gallinas ante los errores percibidos en el comportamiento de sus pollitos. Pero, obviamente, la hipótesis tampoco puede descartarse. Personalmente creo que es excesivo considerar que las gallinas atribuyan un conocimiento erróneo a sus pollitos. Aquí estaríamos probablemente en el estadio en que la «teoría de la mente», como la llaman los psicólogos, empieza a ver la luz sobre la base de información de tipo puramente perceptivo. Es decir: se ve que los pollitos hacen algo incorrecto exactamente como a veces se ve que una persona es sociable, agresiva, tímida, etc. Es un asunto que concierne al comportamiento evidenciado, pero el comportamiento también se carga de intencionalidad. La cuestión, de hecho, está en que en las especies no humanas la comunicación parece servir para modificar el comportamiento, no los estados mentales. Sin embargo, en nuestra especie, las cosas son diferentes.
Los niños pequeños, hasta casi los cuatro años, son incapaces de atribuir conocimientos falaces a los demás. Hay un test ya clásico para probarlo, que podéis ver esquematizado a continuación.
La respuesta correcta a la pregunta: « ¿Dónde buscará la bola Sally?», obviamente es: «En el cestito». Sally posee una falsa creencia porque no sabe que Anna ha cambiado de lugar la bola. Sólo los niños de más edad consiguen atribuir esta falsa creencia a Sally, mientras los más pequeños dicen que Sally buscará la pelota en la caja, considerando que lo que ellos saben es lo mismo que sabe Sally.
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También en el caso de los pollitos hay una especie de falsa creencia. No saben que la comida azul es mala. Pero la gallina lo sabe y, aparentemente, regula su comportamiento sobre la base de las habilidades manifestadas por los pollitos. Sin embargo, podría hacerlo sencillamente respondiendo a los errores de los pequeños sin atribuirles ningún estado mental, limitándose a evaluar el comportamiento como apropiado o no. En otros animales se ha intentado organizar situaciones más parecidas al test de Anna y Sally. Por ejemplo, algunos chimpancés podían ver a dos personas, una (la que «trataba de adivinar») que abandonaba la habitación temporalmente, y la otra (la que «sabía») que llenaba de buena comida un recipiente, de entre cuatro, sin que el animal pudiese ver cuál. Cuando volvía a la habitación, la primera persona indicaba al chimpancé un recipiente «equivocado», la segunda el recipiente «correcto». Los chimpancés aprendían enseguida a fiarse más de la persona que sabía que de la persona que intentaba adivinar. Pero ¿efectuaban la discriminación porque eran capaces de distinguir entre «saber» e «intentar adivinar», es decir, atribuyendo ciertos estados mentales concretos y diferentes a cada persona, o simplemente porque utilizaban el hecho de ausentarse de la habitación como estímulo discriminante crucial? Para averiguarlo, se llevó a cabo una modificación del experimento. En esta ocasión la persona que intentaba adivinar permanecía todo el tiempo en la habitación pero, durante la fase en la que se escondía la comida (que se llevaba a cabo por una tercera persona), se le ponía en la cabeza una capucha que le impedía ver. También en este caso los chimpancés se fiaban de las indicaciones de la persona que sabía (que había podido presenciar el escondite de la comida sin capucha) respecto a la que intentaba adivinar (que no podía saber cuál era el recipiente correcto porque la capucha le había impedido ver el escondite de la comida).
Los experimentos, como sabemos, no terminan nunca: quizá los chimpancés habían aprendido a usar un indicio muy sofisticado, como el hecho de que un organismo pueda ver su objetivo sin ningún tipo de obstáculo, como indicador de la fiabilidad de ese organismo para indicar la localización del objetivo. Los chimpancés podrían elegir sobre la base de este indicio sin atribuir ningún estado mental a ninguna de las personas. En efecto, el análisis de datos de estos experimentos parece sugerir que en la primera presentación los animales tienden a responder casualmente y que aprenden la respuesta correcta.
Daniel Povinelli, el investigador que ha llevado a cabo estas investigaciones, recientemente ha adoptado una postura un tanto escéptica. En una nueva serie de experimentos ha intentado verificar si los chimpancés comprenden realmente el hecho de que otros puedan ver. Los niños de dos o tres años parecen captar este concepto. Ante la posibilidad de pedir comida a dos experimentadores-actores, uno de ellos vendado y el otro «vidente», los chimpancés, a diferencia de los niños, no daban muestras de diferenciar su comportamiento en relación al estado de «vidente» atribuible a los actores: pedían comida normalmente incluso a quien no podía verlos. Esto contradice bastante la hipótesis de que los chimpancés pueden atribuir estados mentales, incluso sencillos, a los demás como el de percibir algo.
Pero no todos los estudiosos están de acuerdo con Povinelli. Josep Call ha ideado unas ingeniosas situaciones de competición en las cuales un chimpancé dominante y uno subordinado se encuentra en los lados opuestos de un recinto desde donde el subordinado puede observar la presencia de comida en dos situaciones diferentes. En una situación una barrera opaca impide al dominante ver la comida; en la otra, una barrera transparente permite también al dominante ver la comida. Si el subordinado tiene la capacidad de representarse qué ve el dominante podemos esperar que vaya a recuperar la comida con mayor probabilidad en la primera situación; Call ha comprobado que esto es precisamente lo que sucede.
Atribuir estados mentales es, en nuestra especie, una actividad compulsiva. De hecho tendemos a hacerlo disparatadamente cuando observamos el comportamiento no sólo de nuestros semejantes, o de otros organismos, sino también de objetos inanimados. Para los niños, al menos a partir de una cierta edad, es absolutamente obvio que las nubes se mueven porque quieren ir a algún sitio o que el escalón ha hecho que te caigas porque le gusta fastidiar. A veces los adultos son propensos a un modo de pensar semejante. La razón es que parece ser que atribuir estados mentales a los demás individuos es un medio extraordinariamente poderoso para comprender y prever el comportamiento. En efecto, si concedemos a los demás finalidades e intenciones, su conducta ya no es el resultado de las misteriosas operaciones de una caja negra que, en presencia de ciertos estímulos, determina la producción de ciertas respuestas. Se hace así posible prever el comportamiento de los demás incluso antes de que ellos entren en contacto con los estímulos del ambiente; se hace también posible prevenir sus acciones o actuar de manera tal que ellos se creen expectativas. Más aún: se hace posible tanto actuar de manera que los demás se creen expectativas erróneas sobre las razones de nuestra conducta como esperar que se desarrollen medios, cada vez más sofisticados, para desenmascarar a quien engaña. La complejidad de la vida relacional asume de esta manera cimas absolutas y junto a ella, todo lo que la acompaña: la civilización, la cultura, la ciencia y el arte.
Una vez le pidieron a Borges que hablase sobre el futuro de la literatura. Él respondió afirmando: «Creo que la literatura no corre peligro. Es una necesidad de la mente humana». Me he preguntado siempre de qué tipo de necesidad estaba hablando. Ahora creo que lo he entendido. Paradójicamente, me lo ha hecho entender un colega al que no le gusta leer novelas. Para justificar su punto de vista una vez me dijo: « ¿Por qué razón deberían interesarme todos esos amores, alegrías, pasiones, lutos y vicisitudes varias que les suceden a otras personas?». Bien, el hecho es que, salvo alguna excepción, las personas normalmente están muy interesadas en los asuntos de los demás, les interesa la vida social de los demás, les gusta discutir, destripar y cotillear sobre los asuntos de los demás. Contar historias, en literatura, siempre es pasear por las mentes ajenas. Y nosotros hemos sido construidos biológicamente para este tipo de paseos.
Queriendo ser maliciosos, se podría insinuar que la insensibilidad social de mi colega no fuese casual, sino el resultado de una patología típicamente asociada a la elección de la profesión científica. Sin embargo creo que también esto es un estereotipo. Recientemente alguien ha querido registrar de qué hablan los académicos durante la pausa de la comida en las cafeterías de las universidades británicas. Os esperaríais que la mayor parte de las conversaciones se centrase sobre temas de las investigaciones que están llevando a cabo. En cambio no, el 60% de las conversaciones lo ocupa el cotilleo; quizá académico, pero cotilleo de todas formas. No creo que las cosas sean diferentes en cualquier otro ambiente de trabajo. Es así porque somos así: chismosos, como viejas gallinas…

§. El meollo de la cuestión (y alguna sugerencia para sucesivas lecturas)
Rick Deckard, el cazador de androides de Blade Runner, la película basada en la novela de Philip K. Dick Do Androids Dream of Electric Sheep?, se pregunta en un determinado momento sobre la única cualidad que permite distinguir los androides de los humanos, la empatía, formulando algunas interesantes hipótesis: «Como la mayor parte de las personas, Rick se había preguntado a menudo cuál era el verdadero motivo por el que un androide, cuando lo sometían a un test para medir empatía, perdía el tiempo sin esperanza. La empatía, evidentemente, existía solamente en el contexto de la comunidad humana, mientras que un cierto grado de inteligencia se podría encontrar en cualquier especie y orden animal, incluidos los arácnidos. La capacidad empática, para empezar, requería probablemente un instinto de grupo integral; un organismo solitario, por ejemplo una araña, no sabría qué hacer con ella; es más, la empatía tendería a atrofiar la capacidad de supervivencia de la araña. La haría consciente del deseo de vivir innato en la presa. Como consecuencia, todos los depredadores, incluidos los mamíferos altamente desarrollados evolutivamente, como los felinos, morirían de hambre».
La hipótesis de Dick de que las capacidades empáticas se deban excluir en los depredadores me parece un poco arriesgada. Porque desde el punto de vista evolutivo el problema no está simplemente en que una facultad mental no sea un estorbo, sino en que poseerla faculte la supervivencia o la reproducción. En cambio Dick probablemente hace diana cuando habla del instinto de grupo. Pero en un sentido muy especial, creo yo. La capacidad de atribuir estados mentales a los demás probablemente es de modesta utilidad a nivel de un único organismo. Considerad el problema de desenmascarar a los mentirosos. La solución se puede obtener sin atribuir intenciones a quién miente. Sencillamente puedo constatar la poca fiabilidad de sus comportamientos. El problema se hace más complicado si tengo que compartir con los demás la información de que Fulanito es un mentiroso. En este momento representar explícitamente las intenciones del mentiroso se hace obligatorio. «Fulanito ha dicho una mentira porque quiere X, porque pretende X, porque desea X». La información compartida con los demás miembros del grupo puede entonces asumir la forma de reprobación social y de la exclusión de la comunidad. Sólo a nivel sobre-individual, de grupo social, la idea de que mentir es un mal en sí mismo, puede tener una cierta valencia. Las raíces biológicas de la moralidad profundizan aquí.
Entonces, los animales no humanos ¿son como los androides de Blade Runner? ¿Eventualmente muy inteligentes pero incapaces de empatizar? Por el momento considerando nuestro conocimiento sobre el tema, no lo podemos decir con certeza. Visto así, sería irónico que la diferencia entre nosotros y las demás especies tuviese relación con un aspecto mucho más ligado a la vida emocional que a la racional e intelectual.
Por otra parte, como hemos visto, muestras de una teoría de la mente se pueden encontrar en los demás animales. Incluso en la humilde gallina clueca. El hecho está en que la capacidad de atribuir estados mentales a los demás no es una única habilidad sino que implica numerosos mecanismos diferentes. Por ejemplo, atribuir intenciones es distinto a entender lo que los demás ven y perciben. Animales como los perros parecen extraordinariamente dotados para seguir e interpretar la dirección de la mirada de su dueño. Una habilidad que constituye un aspecto importante de aquella «atención compartida» que forma parte de la teoría de la mente en nuestra especie.
En lo que se refiere a los primates hay que considerar un hecho. El neurofisiólogo italiano Giacomo Rizzolatti ha descubierto en el cerebro de los monos las «células de la empatía». Yo las llamo células de la empatía pero no es su nombre oficial. Normalmente se denominan «neuronas espejo» (mirror neuron). En la zona premotórica de los monos hay unas neuronas cuya frecuencia de descarga se modula a través de los movimientos de la boca y de la mano que permiten agarrar un objeto. Estas neuronas, llamadas «canónicas», descargan no sólo inmediatamente antes o durante la ejecución del movimiento sino también cuando el mono mira el objeto, como si codificase un plan motórico de acción. Las neuronas espejo se asemejan a las neuronas canónicas: por ejemplo se activan cuando el animal mueve la mano para agarrar un objeto, pero, a diferencia de las neuronas canónicas, no se activan al ver el objeto por aferrar sino al ver a otro sujeto (mono u hombre) que realiza la acción de agarrar el objeto. Estas neuronas entonces reflejan en el cerebro las acciones realizadas por otros individuos. Potencialmente son verdaderas neuronas de la empatía, en el sentido de que proporcionan un sustrato neurológico para explicar cómo se puede entender lo que hacen los demás. Los buenos vendedores saben (quizá sólo implícitamente) que repitiendo los gestos de quien tenemos delante se pueden compartir las sensaciones, aceptar el punto de vista del otro.
La presencia de estos mecanismos nerviosos en el cerebro del mono contrasta con los resultados de los experimentos comporta-mentales, que sugieren escasísimas habilidades empáticas en los monos no antropomórficos, y también en los antropomórficos, por ejemplo en los chimpancés; como habíamos visto, las cosas no están clarísimas. Quizá nuestros test no son suficientemente refinados o el papel de las neuronas espejo es distinto del que imaginamos. Yo sospecho que los precursores de la teoría de la mente en realidad están presentes en estos animales que son genéticamente afines a nosotros, si bien quizá no con la misma complejidad ni sofisticación. Además, creo que se ha abierto la veda en lo que se refiere a las demás especies caracterizadas por una evolucionada socialización, incluso aquellas filogenéticamente alejadas de nosotros. Los córvidos son excelentes candidatos desde este punto de vista. El arrendajo de Florida, por ejemplo, tras haber escondido las provisiones, a menudo vuelve al sitio para cambiarlas de escondite. Se trata de una sabia estrategia, porque otros animales, incluidos los miembros de su misma especie, no desdeñan robar provisiones de los escondites ajenos. Nathan Emery y Nicky Clayton, de la Universidad de Cambridge, han descubierto que, en efecto, el cambio de escondite se verifica mucho más a menudo si otro arrendajo está observando la acción inicial de esconder las provisiones. Además, el cambio de escondite lo realizan sólo los animales que han tenido experiencias anteriores de robar provisiones de escondites ajenos. Se trata de una observación realmente extraordinaria porque sugiere la existencia, en estos animales, de una especie de memoria prospectiva proyectada hacia el futuro. Parecen utilizar su experiencia de latrocinio para atribuir a quienes los observan potenciales intenciones futuras de latrocinio.

§. Para saber más
Los experimentos sobre la sensibilidad de la gallina ante los errores de los pollitos durante el picoteo se describe en:
► C. J. Nicol y S. J. Pope, The Maternal Feeding Display of Domestic Hens Is Sensitive to Perceived Chick Error, en «Animal Behaviour» 53, 1996, pp. 767-74.

El test para averiguar a partir de qué momento en su desarrollo los niños muestran la capacidad de atribuir estados mentales a los demás se describe en:
► H. Wimmer y J. Perner, Beliefs about Beliefs. Representation and Constraining Function of Wrong Beliefs in Young Children’s Understanding of Deception, en «Cognition», 13, 1983, pp. 103-28.

Los experimentos sobre la teoría de la mente en los chimpancés, cuyos resultados son bastante discordantes, se resumen en:
► D. J. Povinelli y T. M. Preuss, Theory of Mind. Evolutionary History of a Cognitive Specialization, en «Trends in Neurosciences», 18, 1995, pp. 418-24;
► J. Call, Chimpanzee Social Cognition, en «Trends in Cognitive Sciences», 5, 2001, pp. 388-93;

y para un punto de vista más crítico se puede leer:
► M. D. Hauser, Wild Minds. What Animals Really Think, Holt, New York 2000.

Los estudios sobre el chismorreo y sus posibles relaciones con el desarrollo del lenguaje aparecen en:
► R. Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Faber and Faber, Londres 1996.

El posible papel de las neuronas espejo en la atribución de estados mentales a los demás se ha expuesto en:
► V. Gallese y A. Goldman, Mirror Neurons and the Simulation Theory of Mind-Reading, en «Trends in Cognitive Science», 12, 1998, pp. 493-501.

Los datos que sugieren que los arrendajos de Florida podrían poseer una teoría de la mente se han publicado en:
► N. J. Emery y N. S. Clayton, Effects of Experience and Social Context on Prospective Caching Strategies by Scrub Jays, en «Nature», 414, 2001, pp. 443-46.
Apéndice
¿Por qué ha cruzado la calle la gallina?
Lo que sigue a continuación circula por la Red desde hace algún tiempo. No conozco a su autor, pero imagino que se trata de una variada multitud. De todos modos es mérito de Paolo Zucca, etólogo-informático de enciclopédico conocimiento aviar, el haberme enviado el e-mail que ahora os presento.
¿Por qué ha cruzado la calle la gallina?
PlatónPara alcanzar un bien superior.
AristótelesCruzar calles pertenece a la naturaleza de las gallinas.
Karl MarxHistóricamente era necesario que cruzase.
Timothy LearyPorque era la única excursión que el establishment estaba dispuesto a concederle.
Saddam HusseinHa sido un acto de rebelión no provocado y por tanto estábamos en pleno derecho al lanzarle 50 toneladas de gas nervioso.
Jack NicholsonPorque tenía unas jodidas ganas de hacerlo. Por eso, coño.
Ronald ReaganNo me acuerdo.
Capitán James T. KirkPara llegar valientemente allá donde ninguna gallina había estado antes.
HipócratesA causa de un exceso de flema en el páncreas.
Johnny CarsonPorque había oído decir que allí había un tipo que ponía ladrillos y ¡quería verlo con sus propios ojos!
Martin Luther KingVeo un mundo en el cual todas las gallinas serán libres de cruzar calles sin que exista necesidad alguna de cuestionar sus motivaciones.
MoisésY Dios bajó del cielo y le dijo a la gallina «tú cruzarás la calle». Y la gallina cruzó la calle y hubo un gran júbilo.
Fox MulderLa ha visto con sus propios ojos, ¿no? ¿Cuántas gallinas más tendrán que cruzar la calle antes de que usted se lo crea?
Richard M. NixonLa gallina no ha cruzado la calle. Lo repito, la gallina NO ha cruzado la calle.
MaquiaveloLa gallina ha cruzado la calle: he ahí la realidad efectiva del hecho. ¿A quién le interesa por qué lo ha hecho? El fin, cruzar la calle, justifica cualquier motivación.
FreudEl hecho de que usted se pregunte por qué la gallina ha cruzado la calle pone en evidencia su angustia de prestación sexual.
Bill GatesAcabo de lanzar al mercado el nuevo «Gallina Office 2000» que permitirá a la gallina no sólo cruzar la calle sino también poner huevos y os asegurará una gestión facilitada de los documentos y el reequilibrio de vuestra cuenta corriente.
Oliver StoneLa cuestión no es preguntarse « ¿por qué ha cruzado la calle la gallina?» sino « ¿quién ha cruzado la calle en ese mismo momento y nos ha pasado desapercibido por estar distraídos viendo cruzar a la gallina?».
DarwinLas gallinas han sido seleccionadas por la Naturaleza, en un periodo de tiempo larguísimo, de tal modo que hoy son genéticamente capaces de cruzar calles.
EinsteinQue haya sido la gallina quien ha cruzado la calle, o la calle que se ha movido bajo la gallina, depende del sistema de referencia adoptado.
BudaPlanteando esta pregunta reniegas de tu naturaleza de gallina.
Ralph Waldo EmersonLa gallina no ha cruzado la calle. La ha trascendido.
Coronel Sanders¿Se me ha olvidado una?
Ernest HemingwayPara morir. Bajo la lluvia
Fuentes de las ilustraciones
Todos los dibujos no incluidos en la siguiente lista son del autor.
El editor, de la obra original, se pone a disposición de todos los titulares de derechos de los cuales no haya sido posible obtener la autorización para publicar imágenes de su propiedad y se declara preparado para regular los relativos acuerdos económicos en base a las normas en vigor en materia de derechos de autor.
Capítulo 1
Pollito y triángulo. Dibujos originales de Lucia Regolin.

Capítulo 2Giuseppe Galli Bibiena, Architettura fantástica di Roma, 1740.
Gallina con empalizada. Dibujo original de Marina Rugger y Daniele Zavagno.

Capítulo 3
Niño con pelota en la cabeza. De M. S. Gazzaniga, Nature’s Mind. The Biological Roots of Thinking, Emotions, Sexuality, Language, and Intelligence, Basic Books, Nueva York, 1992.
Détour en el pollito. De L. Regolin, G. Vallortigara y M. Zanforlin, Object and Spatial Representations in Détour Problems by Chicks, en «Animal Behaviour», 49, 1995, pp. T95-99.
Détour en las arañas saltadoras. De M. S. Tarsitano y R. R. Jackson, Araneophagic Jumping Spiders Discriminate between Détour Routes That Do and Do not Lead to Prey, en «Animal Behaviour», 53, 1997, pp. 257-66.

Capítulo 4
Pollito en los pedales. De M. H. Johnson y G. Horn, Dissociation of Recognition Memory and Associative Learning by a Restricted Lesion of the Chick Forebrain, en «Neuropsychology», 24, 1986, pp. 329-40.

Capítulo 5
Paloma con estímulos rotados. De L. J. Rogers, Minds of Their Own. Thinkingand Awareness in Animals, Allen and Unwin, St. Leonards (NSW) 1997.
  
Capítulo 6
Gallinas descoyuntadas. De M. H. Johnson y G. Horn, Development of Filial Preferences in Dark-Reared Chicks, en «Animal Behaviour», 36, 1988, pp. 675-83.

Capítulo 7
Pollitos de distintas edades. De C. M. E. Ryan y S. E. G. Lea, Pattern Recognition, Updating, and Filial Imprinting in the Domestic Chicken (Gallus gallus), en M. L. Commons y otros (bajo iniciativa suya), Quantitative Analysis of Behavior, vol. 8, Behavioural Approaches to Pattern Recognition and Concept Formation, Erlbaum, Hillsdale (NJ) 1990, pp. 89-110.

Capítulo 9
Détour y uso del ojo en el pollito. Dibujo original de Lucia Regolin.
Embrión de pollito en el huevo. De L. J. Rogers, The Development of Brain and Behaviour in the Chicken, Cab International, Wallingford (UK) 1995.
Sapos que se dan la vuelta. De A. Robins, G. Lippolis, A. Bisazza, G. Vallortigara y L. J. Rogers, Lateralized Aggressive Responses and Hind Limb Use in Toads, in «Animal Behaviour», 56, 1998, pp. 875-81.

Capítulo 10
EEG en el pollito. De D. Bobbo, F. Galvani, G. G. Mascetti y G. Vallortigara, Light Exposure of the Chick Embryo Influences Monocular Sleep, en «Behavioural Brain Research», 134, 2002, pp. 447-66.

Capítulo 11
Tiempos de fijación de la mirada en los monos. De M. D. Hauser, What Do Animals Think about Numbers?, en «American Scientist», 88, 2, 2000, p. 144.

Capítulo 12
Problema con garabatos. De J. D. Delius y M. Siemann, Transitive Responding in Animals and Humans. Exaptation rather than Adaptation?, en «Behavioural Processes», 42, 1998, pp. 107-37.

Capítulo 14
Problema de Sally y Anna. De C. D. Frith y U. Frith, Interacting Minds. A Biological Basis, en «Science», 286, 1999, pp. 1692-95.
Autor
GIORGIO VALLORTIGARA. Es profesor de Neurociencia y subdirector del Center for Mind/Brain Sciences de la Universidad de Trento en Italia. Además es profesor asociado de la School of Biological, Biomedical and Molecular Sciences de la Universidad de New England en Australia.Giorgio_Vallortigara.jpgAutor de numerosos artículos científicos publicados en revistas internacionales y de algunos libros con carácter divulgativo {Altre menti (Mulino, Bolonia, 2000) y Nati per crescere (con V. Girotto y T. Pievani) Codice, Turín, 2008}, con Cerebro de gallina. Visitas (guiadas) entre Etología y Neurociencia (Bollati Boringhieri, Turín, 2005) ha ganado el premio Giovanni Maria Pace de divulgación científica en 2006.
Pertenece al comité de redacción de numerosas revistas científicas internacionales y es co-editor de la revista Laterality: Asymmetries of Body Brain and Cognition.
Además de la investigación desarrolla una intensa actividad de divulgación colaborando en las páginas culturales de varios periódicos y revistas.

Notas:
[1] N. de la T.: La expresión italiana «cervello di gallina» es equivalente a la expresión española «cerebro de mosquito».
[2] Esta y las demás citas de cada capítulo pertenecen a Las gallinas pensativas de Luigi Malerba (Einaudi, Turín 1980; Mondadori, Milán 1994).
[3] N. de la T.: En francés en el original. Dar un rodeo.
[4] N. de la T.: En inglés en el original. Grupo.
[5] N. de la T.: En inglés en el original, «… y las aves del corral…durmiendo por la noche con un ojo abierto».
[6] N. de la T.: En francés en el original.
[7] N. de la T.: En inglés en el original. Presidente.
[8] N. de la T.: En inglés en el original. ¿Cuál es el punto de la cuestión?
© 2001 Patricio Barros

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