La Belle Époque Edwin Harrington Textos y fotos






La Belle Époque
Edwin Harrington

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Alegre danza sobre un volcán
Frente a un mundo en constante cambio, los aristócratas permanecieron ciegos. Grandes masas comenzaron a luchar por mas libertad y el derecho a sufragio. Europa vivió un largo periodo de paz en una brillante antesala de la guerra. La elegancia, el honor y la buena vida constituían las mayores aspiraciones.
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LA VIDA QUIETA: Durante casi un siglo, Europa disfrutó de una paz inestable. Dos generaciones no conocieron de guerras, la fotografía, de fines de 1900, muestra la salida de un templo en París, en una mañana de domingo.
Al presentar un número especial sobre el fenómeno mundial que fue la Belle Époque, conviene buscar algunas frases cortas, que a la manera romana, puedan grabarse en el bronce.
La Belle Époque tuvo en primer lugar enormes masas de poblaciones que trabajaban para el goce de unos pocos. El vestido de una dama elegante cuesta un año de trabajo de una familia obrera. Una joya, digna de una de las "Lionas" de París, el esfuerzo de una aldea entera.
Ese borbotón, ese estallido de lujo, se paga con dolor y hambre.
También se puede decir que es un grupo de gentes ricas que bailan sobre un volcán.
Y, finalmente, el canto del cisne de la plutocracia.
Se ha tomado como base el caso de Francia, el país típico de la Belle Époque, y dominante de la cultura y el arte de su tiempo.
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LOS CAFÉS: Las calzadas y las aceras de París se vieron invadidas por mesitas, donde los parroquianos disfrutaban de gratas y prolongadas veladas.
¿Qué ha pasado?
Francia conquistó el Norte de África, la Indochina, intervino en el Cercano Oriente, en México, j perdió la Guerra de 1870.
Esta última casi sin muertos. No fue la guerra del pueblo. Fue la última guerra de una clase. Ejércitos enteros se rindieron, como en el caso de Sedán. No había espíritu de lucha. El país era tan rico, que la enorme indemnización de guerra reclamada por Prusia, la más grande hasta aquellos tiempos, fue cubierta a la vuelta del año.
En todas partes circulaba el oro. Era elegante fijar los precios en guineas y no en libras, porque valían un chelín más.
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TRÁGICO FIN: La Gran Guerra cerró el brillante capítulo de la historia europeo que se conoció como la Belle Époque. La fotografía muestra las primeras movilizaciones militares hacia los frentes de guerra
La caballerosidad era extrema, y la galantería también.
Una falta de código del honor valía el ostracismo social. Nadie miraba al cobarde, nadie al grosero. Una falta de galantería, un pecadillo contra los buenos modales, eran peores que un crimen. Se batían a duelo con gran valor y por motivos fútiles.
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POSANDO: la fotografía irrumpió durante la Belle Époque para luego dar paso al cinematógrafo. La fotografía muestra a un grupo de parroquianos que posa atentamente ante las exigencias del operador de la cámara.
Todo el mundo hablaba francés, cantaba en francés, dormía y comía en francés. Las mujeres galantes provenientes de la "Douce France" hacían fortunas. Pues se amaba sólo en francés.
Los "caballeros" eran cultísimos… Sólo leían novelas francesas.
Las damas eran cultísimas… se extasiaban leyendo a Musset.
El oro rodaba.
Los ricos alemanes hicieron posible el fasto de la Marquesa de Paiva, con su palacio en los Champs Elysées, decorado por los más grandes artistas de la época. Centro de intelectuales.
Se viajaba mucho, y nació así la extraña casta de los "Globe Trotters". Gustaba el exotismo, se descubría el arte japonés, tan utilizado por los impresionistas.
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BAÑOS MIXTOS: Las playas presenciaron el espectáculo inusitado de los baños mixtos, en que hombres y mujeres, luciendo atrevidas mallas, disfrutaban de las aguas del mar.
Europa se expandía en las colonias y llegaban millares a manos de los inversionistas. Fue una verdadera carrera de conquistas. Maderas preciosas, piedras finas, oro, especias nuevas, sabrosos guisos.
El Duque de Osuna, como reflejo supremo del esnobismo, ofreció en San Petersburgo el banquete más caro del mundo: "Huevos asados", vulgares huevos de gallina. Pero se cocinaban en la mesa en unos hornillos en los cuales el combustible eran billetes de cien rublos. Se cuenta que los nobles rusos se apresuraban a retirarlos, los apagaban apresuradamente y los metían en sus bolsillos.
El arte supremo era la Opera. Todo estaba comprendido: música, pintura de los decorados, canto, baile, bellas toilettes y teatro. Era el espectáculo de los espectáculos. No reparaban que todo ello fuera falso. Divas gordas muriéndose de tuberculosis amorosa en el proscenio, galanes de vientre de Falstaff, gente que todo lo hace cantando. A algunos causaba un poco de risa, pero la mayoría era feliz. Las divas ganaban más que los actores de cine de hoy.
Los caballeros les robaban los collares de perlas a sus esposas para arrojarlos a los pies de las "soubrettes".
Se ha dicho que bailaban sobre un volcán.
Por esa misma época, por fin con alguna libertad electoral, por fin con diarios libres, en los que, por ejemplo, el misterioso Juan Orth, sobrino del emperador de Austria, escribe contra su tío y hace escribir al archiduque Rodolfo, empiezan a levantarse.
Frente a una aristocracia "novelista y literaria", hay una clase media inventiva y trabajadora; hay un pueblo que comienza a estremecerse.
El mapa político cambia dentro de cada estado, y la aristocracia internacional (todos los nobles son parientes entre ellos, por encima de las fronteras) empieza a ser substituida.
El vuelco amenaza.
Pero la vida sigue igual.
En las paredes de los palacios aparece el misterioso "Mane Thecel Phares". Pero ellos siguen igual: "Aprés moi, le déluge… (Después de mí, el diluvio).
Vendrá la guerra de 1914-18. La Gran Guerra Mundial.
Será la primera guerra nacional que ha conocido el mundo. Después, naturalmente, de las invasiones de los bárbaros. Ahora la guerra es total. Los países luchan contra los países, y no los reyes contra los reyes.
Los hombres vuelven de las trincheras donde han luchado codo a codo, con un espíritu de mayor igualdad. Todos por igual han arriesgado el pellejo, han sufrido, han muerto por salvar la civilización.
En Rusia surge la revolución bolchevique.
Todo el mundo vive aterrado y hace los últimos chistes contra ella.
La Belle Époque llega a su fin.
Los modales tan queridos ya no consistirán en sentarse en la punta de la silla, hacer graciosas reverencias ni cosas por el estilo. Ahora consisten en el trato personal de cada día.
Ha muerto una época que, aunque llevaba en ella el germen de su propia destrucción, tuvo algo de bello que ha dejado entre nosotros el perfume antiguo de una tradición.
El rostro de la Belle Époque
La Belle Époque tuvo su capital espiritual en París, donde se concentraron elegancia, ingenio, arte, ciencia, pasiones y escándalos en una chispeante mezcla de frivolidad y drama.
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La prolongada paz que vivió Europa creó dos generaciones cuya preocupación mayor era vivir intensamente dentro de las concepciones ideológicas de un régimen político caracterizado por las monarquías que reunían el poder de los más grandes Estados, sin embargo, el progreso en todas las actividades humanas marcó hitos decisivos, rompiéndose moldes en la ciencia y el arte.
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La torre Eiffel inaugurada en París fue un símbolo de la arquitectura, el automóvil se apropió de las calles, el can-can reinó en los escenarios, el café se convirtió en una institución y la moda sometió las voluntades de hombres y mujeres que presumían de elegantes.
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La Belle Époque fue un fenómeno mundial que aún se recuerda como una etapa brillante e inquieta, cuyas expresiones características se muestran en esta serie de fotografías y viñetas.
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Cartel
No duró más allá de 50 años, pero se quedo firmemente arraigada en el recuerdo de los pocos que la vivieron y aun existen. Hoy, al retrotraerla, entre irónicos y humorados, debemos convenir que fue una época hermosa, brillante, rica en oropeles, pero superficial. Regresa en estas páginas a través de ilustraciones -algunas de la más exquisita candidez y de textos reminiscentes y pintorescos. Nombres hoy olvidados de los cuales unos pocos quedaron en el rasero implacable del tiempo; hechos que parecieron substantivos, 06a.jpgpero que en rigor no pasaron de lo anecdótico; evasión de la realidad y victoria de la frivolidad; deceso de la prosa y preeminencia de la poesía, pero de una lirica un poco vacua y hoy definitivamente decadente; pintura de redondeces y de desnudos candorosos, mientras en la trastienda, en la inanición artística, figuras universales hacían antesala humilde a la espera de un reconocimiento que solo llegaría después de la guerra. Se le llamo "la Belle Époque". Y fue muy bella, aunque vacía de contenido.
Pero alguna vez usted habrá corrido detrás de una frutera de porcelana sostenida por algún efebo desnudo, que perteneció a algún pariente desaparecido. Si hoy un orfebre le presentara algún objeto con estas características, su reacción seria de regocijado escepticismo. Seria del más rebuscado mal gusto. Pero una pieza del 900, con todo el sabor y la autenticidad de la época, le fija la atención y lo atrae con la obsesión del coleccionista.
Algo de esto nos ha ocurrido con "la Belle Époque". Leyendo los textos que rememoran esos años, viendo la gracia inefable de las bañistas, regresando en la imaginación a esos tiempos en que la realeza se extasiaba con Offenbach y bailaba a Strauss, en tanto que en Mayerling se moría de amor y los adinerados caballeros desnudaban sus billeteras para ponerlas a disposición de las más hermosas "cocottes", no nos hemos podido substraer al encanto de esos años placidos y ricos en frivolidad.
Algo de eso le va a ocurrir a usted, lector. Aunque gravite sobre su mente el impacto de esta hora de lanzamientos a Venus, "hippies", Vietnam, guerrillas, electrónica, racismo y hambre, no podrá menos que gastarse unos momentos de su tiempo retornando a estos años inefables que quizá no conoció, pero que tienen la seducción de una bella época, que jamás volverá.

Cronología
1885Congreso de Berlín: Europa se reparte colonias en África y Asia.
1886Suicidio del Príncipe Ludwig de Baviera.
Daimler crea el primer motor a gasolina
1887Jubileo de la Reina Victoria de Inglaterra.
André Antoine funda el Théâtre Libre de París.
1888El Káiser Guillermo II asume el trono de Alemania.
Hertz descubre las ondas electromagnéticas de la telefonía sin hilos.
1889Tragedia de Mayerling.
Exposición Internacional de París.
Edison inicia experimentos con el fonógrafo.
1890Abdicación de Bismarck.
1891León XIII entrega su encíclica Rerum Novarum.
1894El caso Dreyfus.
1895Primeras funciones de cine en París.
1898Asesinato de la Emperatriz Sissi, en Ginebra.
1900Inauguración de la torre Eiffel.
Asesinato del Rey Humberto I, de Italia.
1901Muere Henri de Toulouse-Lautrec-Monfa.
1902Alfonso XIII asume el trono de España.
1903Asesinato de los Reyes de Serbia.
1904Europa se divide en la "Triple Alianza" y la "Triple Entente".
1905Marcel Proust inicia su obra "Búsqueda del Tiempo Perdido".
1908Asesinato del Rey Carlos I de Portugal.
1913Asesinato del Rey Jorge I de Grecia.
1914Asesinato de los Archiduques en Sarajevo.
4 de agosto: Comienza la Gran Guerra del 14.
Alucinante historia de una Bella Época
En un breve lapso no superior a 30 años, el mundo vivió una efímera gloria de bohemia millonaria, de grandes "cocottes", de románticos dramas de amores, de notables inventos, de despreocupación por los movimientos sociales, de desdén por el arte verdadero, de agitados escándalos de cortes al ritmo del vals, de sedas, encajes y plumas de avestruz. De la música de Offenbach al pistoletazo de Sarajevo.
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El siglo XIX, se dice, sólo nació en 1815; en la Viena imperial, Talleyrand y Metternich construirán una Europa nueva sobre las cenizas del imperio napoleónico. Será la Europa de la revolución industrial, de la expansión imperialista, de las monarquías eternas en apariencia: el siglo de Marx y Pasteur, Daimler y Napoleón III, Dickens y Garibaldi. Una era de cambios a veces violentos, a veces imperceptibles, que terminará abruptamente con el pistoletazo de Sarajevo y el tronar de los cañones de 1914: un siglo cuyo último tercio vio florecer un mundo alucinante, efímero y chispeante como una copa de champaña: La Belle Époque.
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ELEGANCIA: Cada reunión social constituía un desfile de modas Esta foto de 1901 muestra a la esposa del Embajador inglés en Italia luciendo vestido y sombrilla de astracán
La Belle Époque, esos años nostálgicos entre 1880 y 1914: esas últimas décadas de un mundo que pronto se extinguiría para siempre. Tiempo que después de la Primera Guerra Mundial se recordaría como inefablemente hermoso, apacible, melodioso, soleado. Comparado con el enloquecido ritmo de los años 20, fue, en efecto, un remanso de paz; pero la perspectiva a corto plazo tiende a borrar los defectos y exaltar las virtudes, a pronunciar sólo alabanzas a una época muerta. ¿Cómo fue en realidad la Belle Époque?
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LA DOLCE VITA: Todos querían disfrutar de la alegría y las clases populares no vacilaban en ocupar las calles de París para ello, como se ve en esta fotografía de un baile de celebración de la Toma de la Bastilla.
El corazón del mundo: Paris
El mundo era Europa, y Europa era París. ¿Qué ocurría en París? Los libros de historia hablan de tratados y elecciones, descubrimientos y coronaciones; pero no consignan nada de lo que realmente dio su sabor típico a esos años tan llenos de colorido y luz. ¿Cómo fueron recibidos por el público los primeros automóviles, fonógrafos, teléfonos? ¿Qué eco obtuvieron las premieres de "Cyrano de Bergerac" o de "Peleas y Melisande", la primera travesía del Canal de la Marcha por Blériot, las danzas de Isadora Duncan envuelta en una transparente túnica griega?
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ASCENSO; La falda de las mujeres subió unos cuantos centímetros del suelo, provocando conmoción entre las damas moralistas y los varones. La escena, captada en 1900 en París, muestra a una dama que luce sus tobillos.
Se ha escrito mucho sobre los escándalos de Dreyfus o del general Boulanger, pero al igual que estos acontecimientos preocuparon al público la desaparición del corsé, la carrera automovilística París-Madrid, las primeras películas de Georges Melies, la llegada a París de los Ballets Russes. En el Maxim's, el Folies Bergère, el Moulin Rouge, retumba el can-can y sonríen las grandes cocottes o las bailarinas de chíncheles de barrio, inmortalizadas por Toulouse-Lautrec. Príncipes, generales, banqueros protegen a las "ratoncillas" del ballet o ponen su fortuna a los pies de una Cleo de Merode o una Liane de Pougy; damas de la alta sociedad, como la condesa Greffulhe, ignoran ese demi-monde, un poco escandaloso, pero también son inmortalizadas por los pinceles de un Laszlo o un Helleu o la pluma de Marcel Proust.
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ESCÁNDALO; Los trajes de baño de las mujeres causaron espectaculares batidas policiales cuando se pusieron de moda los que dejaban las piernas al descubierto. La fotografía muestra a los policías en acción.
Los premios y las medallas del Salón de París son para pintores hoy olvidados, verdaderos fabricantes de grandes desnudos marmóreos e inmensas escenas mitológicas pobladas de maniquíes sin vida; entretanto, entre las cuatro paredes de un desconocido taller, Roualt pinta sus primeros Cristos y Picasso sus arlequines.
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BAILE EN SOCIEDAD: La aristocracia de las apellidos y del dinero se reunía en frecuentes bailes en que rivalizaban la belleza, la elegancia y los flirteos, no exentos de ingeniosidad.
Mientras en la provinciana Arles, un holandés loco llamado Vincent van Gogh sale a los campos, poseído por la demencia del color, a cubrir telas y más telas hasta el día en que su mano empuña una pistola en vez de un pincel, los críticos consagran como "glorias nacionales" a Meissonier, Cormon, Cabanel, Gerome, Bouguereau...
Van Gogh muere en 1890: Picasso llega a París en 1902, a los 21 años. En 1901 muere Toulouse-Lautrec, y en 1903, Gauguin. Sin embargo, ninguno pertenece propiamente a la Belle Époque: son artistas de nuestro tiempo.
Su pintura nada tiene que ver con el mundo de la Opera-Comique, de las bañeras llenas de champaña en homenaje a alguna opulenta belleza del Folies, de las carreras en Longchamps, y las "generales",esos ensayos ampliados de los teatros a los cuales asiste el refulgente y próspero "tout Paris".
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UN SÍMBOLO: El Palacio de Potsdam, cuya construcción fue ordenada por Federico EL Grande, fue considerado como la "salvación del Sacro Imperio Romano". En la fotografía, aspecto exterior del Castillo.
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PATINAJE: La contagiosa moda del patinaje sobre el hielo se extendió por todas las capitales de Europa. Muy pronto, Max Linder, cómico y pionero del cine, hizo una película sobre este deporte social.
En el mundo del arte, como en el de la ciencia y el de los inventos, decenas de grandes creadores, investigadores, renovadores laboran en el silencio y el anonimato: lo que ellos realizan cambiará la faz del mundo, pero su propia época, la Belle Époque, no lo sabe.
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LA TORRE EIFFEL: Siete mil toneladas de hierro se emplearon en la construcción de la torre Eiffel, cuya figura provocó severas críticas de los intelectuales de la Belle Époque.
La novelesca historia de esos años tiene otros protagonistas: en los bulevares y salones, en los periódicos y en las revistas, se habla de otras cosas...
El tiempo perdido
El "tiempo perdido", que Marcel Proust buscó con tanta nostalgia en su obra, nació alrededor de 1880. Para algunos, la Belle Époque sólo se inicia en 1889, año de la torre Eiffel y de la tragedia de Mayerling; otros postergan su comienzo hasta 1901, haciéndolo coincidir con la muerte de la reina Victoria de Inglaterra. Pero lo cierto es que el clima y sabor tan particulares de esos años de preguerra —entendiéndose por "guerra" la del 14, desde luego— ya permeaban el aire de París al iniciarse la penúltima década del siglo.
1880...
Hacía diez años había nacido la Tercera República; hacía seis, una exposición de pintura en que participaban treinta artistas, entre ellos Degas, Cézanne, Monet y Renoir, había provocado los insultos y las burlas del público. Un cuadro de Renoir se llamaba, simplemente, "Impresión, Impresionista" pasó a ser un remoquete peyorativo, una verdadera ofensa, y lo seguía siendo en 1880.
Fue también en 1880 que el 14 de julio se celebró por primera vez como fiesta nacional de Francia. Nació un nuevo periódico llamado "L'Intransigeant", y la ola anticlerical que recorría el país desde mediados de la década anterior llegó a su cumbre con la clausura de 261 conventos y monasterios. Fue el año en que murieron Offenbach y Flaubert; Dostoievski publicó "Los Hermanos Karamazov", y Sarah Bernhardt —verdadera diosa de la Belle Époque— dejó la Comedia Francesa para fundar su propia compañía. El éxito del año era la "Aída", de Verdi, y el crítico Jules Claretie, espantado por el naturalismo que invadía los escenarios, escribía en su último artículo del año "¡Aquí yace 1880, año de la pornografía!"
En marzo de 1881 el mundo se conmueve ante una noticia proveniente de San Petersburgo: el zar Alejandro II murió víctima de un atentado, despedazado por una bomba.
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BOATO REAL: Las familias reales de la Belle Époque impusieron un boato extraordinario, como en la corte de Prusia, donde la etiqueta militar y de los servidores era muy estricta.
París presencia boquiabierto la primera Exposición de Electricidad, en el bulevar de Rochechouart (Robert Salís) inaugura el cabaret "Chat Noir", todo el mundo tararea las melodías de los "Cuentos de Hoffmann", Pasteur prueba su vacuna contra el carbunclo en 25 ovejas traídas desde el campo; el experimento es recibido con escépticas sonrisas.
Entretanto, Renoir pinta "El almuerzo de los remeros", y el viejo Verlaine entrega a las prensas su último volumen de versos: "Sagesse".
Al año siguiente, Italia ingresa a la alianza formada por Alemania y Austria: se define así uno de los contendores de la futura Gran Guerra.
La Entente anglo-franco-rusa no nacería hasta 1907… Pero París se preocupa más del escándalo del año: la Legión de Honor que el presidente francés Gambetta le otorga a Manet, padre del impresionismo, quien ese año pinta el inmortal "Bar del Folies Bergère". En la Comédie Française, "Los Cuervos", de Henri Becque, es recibida con una rechifla. La crisis económica mundial comienza a dejarse sentir: se extiende la cesantía, las huelgas se multiplican. La "gente bien" se horroriza ante la nueva ley de instrucción primaria obligatoria y laica, y aplaude las hazañas de los militares franceses que sientan las bases de un nuevo imperio colonial: Riviére, en Indochina; Savorgnan de Brazza, en el África Ecuatorial.

El año de la torre Eiffel
La década del 80 transcurrirá sin que los buenos burgueses de la Tercera República se agiten en demasía por problemas políticos: sólo algunos escándalos de menor cuantía ensombrecerán el apacible panorama.
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DIANA ATHLETAS: Era el nombre artístico de esta mujer que causaba sensación en sus presentaciones, porque en su mano derecha podía sostener, sin esfuerzo notable, el peso de un hombre.
Recién en 1889, gracias a los pabellones exóticos de la Exposición Universal, los franceses descubrirán que poseen un imperio colonial de ultramar. Pero la gran vedette de la exposición no son las sedas de Indochina ni los tallados africanos: es la torre Eiffel, concebida como estructura provisoria para adornar el Campo de Marte durante la Exposición, que se convertiría en símbolo de París para siempre… 1889 también marca la inauguración del Instituto Pasteur, financiado por suscripción internacional.
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POMPA Y ESPLENDOR. Fue impresionante por la etiqueta y el ceremonial el acto de inauguración de un puente sobre el Sena en homenaje al Zar Alejandro III. En la fotografía, Nicolás II y su séquito.
Cuatro años antes, en su laboratorio de la rué de Ulm, Pasteur y sus ayudantes habían vacunado contra la rabia a un muchachito alsaciano de 9 años llamado Joseph Meister; por primera vez un ser humano libraba con vida de la terrible enfermedad. La noticia se difundió por todo el mundo y hasta de la lejana Rusia llegaron campesinos mordidos por lobos salvajes. El microscopio de Pasteur había librado a la humanidad de un flagelo hasta entonces mortal.
Zola escribe ese mismo año "La Bestia Humana" y viajaba entre París y Nantes, en la locomotora de un tren, muy correctamente vestido de levita y colero. El general Boulanger, ídolo de los antirepublicanos y nacionalistas que buscan la revancha contra Alemania —la que en 1871 exigió la región de Alsacia-Lorena como reparación de guerra—, expulsado del ejército el año anterior, obtiene una sonada victoria en las elecciones parlamentarias: quiere disolver el Parlamento, reformar la Constitución, tal vez reimplantar la monarquía.
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POR AMOR: El general Boulanger, al término de una agitada carrera política y luego de la muerte de su amada, se suicidó frente a su tumba, cerrando un capítulo en la historia de Francia.
En enero parece ser dueño de la situación: la República peligra. Pero durante cinco días cruciales vive una breve luna de miel con su hermosa amante, Mme. de Bonnemains, en una remota hostería campestre; es suficiente para que sus enemigos se reagrupen. El 19 de abril, Boulanger abandona Francia para siempre y lleva a su bella Marguerite a Bruselas; allá, dos años más tarde, ella morirá de una fiebre maligna y el apuesto general, incapaz de vivir sin su amada, se suicidará algunas semanas más tarde sobre su tumba.
Pero mientras Boulanger desaparece de la vida parisiense, aparecen nuevos temas de conversación. En la Place Blanche, en Montmartre, un empresario de apellido Zidler abre las puertas de un local nocturno de nuevo cuño que en menos de diez años se convertiría en símbolo de París, del can-can y de la Belle Époque misma: el Moulin Rouge. Sobre el polvoriento piso de tablas se contorsionan en las figuras de la "cuadrilla naturalista" anunciada por el dueño del local las siluetas pintorescas de La Goulue, Grille d'Egout, el negro Chocoiat, Valentín le Désossé. Han sobrevivido en docenas de óleos, litografías, dibujos y afiches que noche a noche nacen del lápiz de un hombrecillo barbudo y contrahecho, cuyos grandes ojos pardos brillan tras los lentes de un "pince-nez": el conde Henri de Toulouse-Lautrec-Monfa, descendiente de una de las familias más ilustres de Francia, lisiado por un accidente en su adolescencia, alcohólico, noctámbulo impenitente y pintor genial.

La última década del siglo XIX
La última década trae consigo la inauguración del primer instituto de belleza de París; la frivolidad femenina también encuentra nuevos campos de desarrollo en las primeras grandes casas de modas. Worth, el modista de Eugenia de Montijo, pierde su trono: en la rué de la Paix se inaugura la Casa Paquin, cuyas 2.700 obreras adornarán con sus graciosas siluetas los bulevares céntricos al atardecer. El papa León XIII promulga la encíclica "Rerum Novarum": por primera vez, el Vaticano declara que el Estado debe protección al obrero. El obispo de Urgel, horrorizado, inicia un ciclo de rogativas públicas por la conversión del Sumo Pontífice, cuyas ideas "revolucionarias" le parecen inspiradas por el demonio.
Las curvas y espirales del Art Nouveau revolucionan la tipografía, el diseño textil, el estilo de los muebles, la moda. Hasta hoy sobrevive en las instalaciones del Metro de París, en los letreros que indican el descenso a las estaciones, en los faroles de fierro forjado. Su popularidad se derramará por el mundo entero: en Norteamérica lo llamarán estilo Tiffany; en Alemania, Jugendstil; en Inglaterra, Liberty... Sólo desaparecerá durante la Primera Guerra Mundial, para revivir con nuevos bríos en plena era espacial: 1965 incorpora a la moda femenina estampados y colores que parecen hechos en 1894, verdaderos vitraux en colores del más puro estilo Art Nouveau. Nada nuevo hay bajo el sol
Pero en 1894 París no sólo comenta las estilizadas hojas de fierro forjado del Art Nouveau; el tema del día es mucho más apasionante, tanto que siembra la desunión entre las familias y divide a todo el país en dos bandos: los que defienden a Dreyfus y los que le atacan. Durante doce años la inocencia o culpabilidad del capitán Dreyfus será objeto de sanguinarias controversias, discusiones, panfletos. Dignos caballeros retarán a duelo a quienes sostengan la opinión contraria; padres de familia desheredarán a sus hijos; se quebrarán amistades de toda una vida y el nombre de Dreyfus resonará incansablemente en boca de defensores y detractores.

La Belle Époque llega a Inglaterra
En 1901, la anciana reina Victoria de Gran Bretaña, verdadera decana de los monarcas europeos —y además, pariente de casi todos ellos—, muere rodeada del afecto de sus súbditos: su hijo Eduardo VII deja atrás las largas décadas en que, con el título de Príncipe de Gales, imponía la moda y recogía miradas de admiración en todas las capitales europeas, para sentarse sobre el trono de sus antepasados e iniciar una nueva era en su patria. La rigidez victoriana desaparece y Gran Bretaña vive su propia Belle Époque, su Era Eduardiana: pero el centro del mundo sigue siendo París. En los bulevares, en los cafés, en los teatros, continúan luciendo su elegancia los lores ingleses, los príncipes italianos, los grandes duques rusos. Porque Rusia —o, por lo menos, sus grandes ciudades— también vive una Belle Époque breve y atenuada: Chéjov describe ese mundo propio de la burguesía enriquecida y decadente que parece simbolizar los primeros años del siglo XX.
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FAMILIA REAL: La Reina Victoria y sus parientes, entre los que destacan, a la Izquierda, el Káiser Guillermo II; detrás de él, con bombín, el Zar Nicolás II y en tercera fila, extrema izquierda, el Príncipe de Gales y luego Rey Eduardo VII.
Pero ya Máximo Gorki lleva a los escenarios la figura del proletario y anuncia una nueva era:
"Tengo la impresión de que en las mismas entrañas del pueblo ruso va surgiendo un nuevo tipo de hombre; un hombre animoso, lleno de ardientes deseos de incorporarse a la cultura, curado de fanatismo y pesimismo, y, por consiguiente, capaz de actuar…"
También las demás capitales europeas resuenan con los ecos de la Belle Époque parisiense.
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ESCÁNDALO REAL: El Rey Leopoldo I de Bélgica fue duramente criticado por su amistad con Cleo de Mérode, famosa "cocotte" de la época. La reproducción muestra una caricatura en que el rey sostiene en su rodilla a la bella Cleo.
Viena se balancea al ritmo del vals, pero tras los muros de Schönbrunn el viejo emperador Francisco José parece vivir entre los recuerdos: sólo su vieja amiga Catalina Schratt, ex actriz y compañera del soberano durante décadas, puede consolarlo un poco en su soledad. Rodolfo, quien debía haber heredado el trono de los Habsburgo, murió en un misterioso accidente en el pabellón de caza de Mayerling, en 1889; se habló de un pacto de suicidio con su juvenil amante, María Vetsera, pero también se dijo —y se siguió rumoreando con insistencia cuando ya Austria había dejado de ser un imperio— que fueron las ideas liberales y renovadoras del príncipe las que atrajeron las iras de los círculos más conservadores de la corte, y que su novelesca muerte no era otra cosa que un bien disfrazado atentado político.
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EMPERADOR TRISTE: Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, que vio morir asesinados a su esposa y a su sobrino, y suicidados a su único hijo, Rodolfo, en Mayerling, y a su heredero, Ludwig de Baviera.
Tampoco el nuevo heredero, Francisco Fernando, satisfacía del todo a la Corte de Viena; contra la voluntad de su tío el Emperador, se había casado con la condesa checa Sofía Chotek, y la nobleza austríaca pensaba con horror en el día en que sus encumbradas duquesas deberían reconocer por Emperatriz y soberana a una descendiente del despreciado pueblo eslavo, absorbido desde hacía siglos por Austria.
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VISITA MORTAL; El Archiduque Francisco Fernando y su esposa abandonan el Municipio de Sarajevo, Pocos minutos más tarde serían asesinados por un joven anarquista, cuyo disparo encendió la mecha de la Gran Guerra del 14.
Sus temores, empero, fueron infundados: Sofía murió al lado de su esposo, en Sarajevo, y el implacable Emperador ordenó que durante las exequias el ataúd de la infortunada consorte fuese colocado dos gradas más abajo del de su esposo...

Sangre a los pies del trono
Las casas reinantes están unidas por lazos de parentesco a lo largo y a lo ancho de Europa. Guillermo II, coronado Emperador de Alemania en 1888, es nieto de la reina Victoria de Inglaterra, primo hermano de la zarina de Rusia y sobrino de Eduardo VII; lazos más remotos unen a esta gran familia con casi todos los soberanos de Europa. Sin embargo, los primeros años de este siglo traen consigo una interminable sucesión de choques armados. La sublevación de los boxers en 1900; la guerra ruso-japonesa en 1904 y la primera revolución rusa al año siguiente; la sublevación de los "jóvenes turcos" capitaneados por Kemal Ataturk en 1908; la anexión de Bosnia y Herzegovina por parte de Austria-Hungría el mismo año; la guerra hispano-marroquí en 1909; la revolución portuguesa en 1910; la expedición italiana a Libia en 1911, donde por primera vez se usaron aviones en una acción bélica, y la guerra ítalo-turca el mismo año; guerras balcánicas entre Montenegro y Turquía en 1912, y entre Grecia, Serbia, Bulgaria y Turquía en 1913.
La violencia también repercute en los palacios reales y en los gabinetes presidenciales. Monarcas y mandatarios caen segados por balas, bombas y puñales. En julio de 1900 el rey Humberto I de Italia muere asesinado por el anarquista Bresci; al año siguiente es el turno del presidente norteamericano William McKinley, ultimado cuando inauguraba la Exposición Panamericana en la ciudad de Buffalo.
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REGICIDIO: Un anarquista dio muerte en Monza al rey Humberto I de Italia, uno de los numerosos sangrientos atentados que pusieron la nota trágica durante la Belle Époque.
El 11 de junio de 1903 un grupo de oficiales penetra en el palacio real de Serbia y asesina en sus lechos al rey Alejandro I y a su esposa. En 1905, el rey de España, Alfonso XIII, logra escapar ileso de un atentado durante una visita a París; menos afortunado es Carlos I de Portugal, quien muere en febrero de 1908 en la Plaza de Comercio de Lisboa, junto al príncipe heredero, a manos de un grupo de anarquistas. A comienzos de 1912 el presidente de Ecuador, Eloy Alfaro, es linchado y despedazado por una multitud enfurecida; un año más tarde, el presidente de México, Francisco Madero, cae víctima de dos oficiales de la Guardia rural instigados por el general Huerta. En marzo de 1913, Jorge I de Grecia visita Salónica y perece a manos de Alejandro Skinas.
El camino a Sarajevo está sembrado de cadáveres: la lucha social, la desesperación de los explotados, aún no se ha encaminado hacia la acción de masas y sólo se exterioriza por estos aislados actos de terror. Los anarquistas, convencidos de que la desaparición de reyes y emperadores traerá consigo una nueva igualdad, derraman inútilmente la sangre de monarcas y presidentes: a rey muerto, rey puesto. Sólo después ríe 1917 las luchas sociales tomarán otros rumbos.

Zarzuelas y cuplés
En España, la Belle Époque desconcierta y asombra. La llamada "generación del 98" plantea con tímida cautela temas sociales o religiosos en los escenarios; Benavente y Valle Inclán pasean su ingenio por las tertulias, pero Madrid aplaude a las cupletistas y tararea melodías de zarzuela. En 1900, Eleonora Duse se presenta en el Teatro Apolo con obras de D'Annunzio y Dumas hijo, pero el público clama por los ritmos y los chistes de "Agua, azucarillos y aguardiente" o "La fiesta de San Antón".
Aislada del resto de Europa por esa "tibetización" de que hablara Ortega, España se agita apenas por la "Renaixenca" catalana y los vientos separatistas que asoman en las provincias vascongadas. En 1902, un joven desconocido llamado Pablo Ruiz Picazo viaja en vagón de tercera clase a París, llevando todas sus posesiones en un pequeño bulto bajo el brazo: ha aprendido todo lo que la academia de Barcelona —la Lonja— puede enseñarle, y de ahora en adelante firmará sus dibujos solamente "Picasso". De la partida del desconocido joven no se entera nadie fuera de sus familiares: pero toda España presencia los festejos que celebran la mayoría de edad del rey Alfonso XIII y el término de la Regencia de su madre, María Cristina. Cinco años más tarde, la boda del joven soberano con la hermosa Ena de Battenberg causa nuevas celebraciones en todo el país y da ocasión a que España inicie su propia Belle Époque, entre frufrús de seda y encaje y humo de pólvora: desde un balcón de la Calle Mayor, un anarquista lanza una bomba oculta en un ramo de flores sobre el cortejo. Mueren nobles, cocheros, soldados... Después de pasar entre pozas de sangre, la bella Ena es coronada reina de España.
París sigue girando febrilmente en torno a la alegría, al placer, al goce de vivir. El 19 de abril de 1900, una nueva Exposición Universal da paso al nuevo siglo: en la explanada de los Inválidos se levantan los pabellones que exhiben muebles, objetos decorativos, telas. Al otro lado del puente Alejandro III —inaugurado en 1896 por su hijo Nicolás, el pálido y esbelto Zar de todas las Rusias— se alzan las juguetonas construcciones de metal que albergan la muestra de bellas artes. Los 50 millones de visitantes que recorren la Exposición entre mayo y octubre se extasían ante la iluminación eléctrica: los primeros coches de las fábricas Renault y Peugeot, ambas fundadas el año anterior, provocan risas incrédulas y amagos de desmayo entre las damas.
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TELEFONISTAS: 13 mil abonados tenía el servicio telefónico de París, creándose un nuevo frente de trabajo para la mujer como operadora de las clavijas. La fotografía muestra la central en plena labor.
Todo se moderniza y se hace más rápido: la primera red del Metro, el ferrocarril subterráneo, se inaugura en julio de 1900 y reduce a 25 minutos, en vez de la hora y media que requería antes, el trayecto de Maillot a Vincennes. Las comunicaciones se renuevan: ya en 1894 Marconi inició sus experimentos con la transmisión inalámbrica del sonido, y en 1901 la "telegrafía sin hilos" cruzará el Atlántico. Se suceden los inventos: de cada uno se dice, en sus comienzos, que es "un mero juguete". El fonógrafo, el gramófono con discos, la máquina de escribir, el ascensor automático, el cierre-éclair… Pero ya en 1889 París contaba con 15.000 abonados a la red telefónica, y diez años más tarde Siemens instalaba en Berlín la primera central automática para 400.000 números. Y a los primeros automóviles siguen muy pronto los primeros aviones. En 1907 el príncipe italiano Scipione Borghese gana la historiada carrera automovilística Berlín-París, llevando como acompañante al periodista Luigi Barzini (padre); dos años más tarde, el aviador Blériot atraviesa el Canal de la Mancha y gana no sólo la inmortalidad, sino un premio de mil libras esterlinas.

Las bellas de la Belle Époque
No sólo las grandes cocones —Carolina Otero, Liana de Pougy, Emilianne d'Alençon, Eva Lavalliere— encarnaban el ideal de belleza femenina de la Belle Époque. En el Gran Mundo parisiense resplandecían algunas estrellas tan famosas como las del Demi-Monde: mujeres hermosas, cultas, muy ricas, quienes recibían en sus salones a lo más granado de la intelectualidad. Las soiréees musicales de la condesa de Saint-Marceaux reunían a Paul Dukas, Fauré, Chabrier y otros músicos con los artistas plásticos, amigos de su marido, gran aficionado a la escultura. Valtesse de la Bigne, dama de virtud algo liviana que se autocalificaba "mujer de letras", citaba a Baudelaire, Nietzsche y Montaigne durante sus célebres "cenas literarias"-, mientras sólo franqueaba la puerta de su alcoba a banqueros y príncipes rusos, abría la de su salón a Zola —quien la tomó por modelo para "Nana"— y a Dumas hijo. La bellísima y fabulosamente rica condesa de Greffulhe desempeñó durante muchos lustros el papel que después de 1918 correspondió a la vizcondesa de Noailles: protectora de las artes y verdadera reina del Gran Mundo intelectual. Fue ella quien ayudó a "lanzar" en París a Stravinski y a Debussy, y contribuyó a financiar los revolucionarios Ballets Russes de Diaghilev. Helleu, Stevens, Laszlo, todos los retratistas de moda, dejaron su imagen estampada en sus telas. Su rival —tanto en belleza como en ingenio— fue la hija del compositor Halévy, viuda de Georges Bizet y después esposa de Emile Strauss, abogado de los Rothschild y uno de los primeros conocedores de pintura que compró obras de los impresionistas. Mme. Strauss, en cuyo salón se reunían el dibujante Forain, el dramaturgo Porto-Riche, el músico Reynaldo Hahn, viejas glorias nacionales como Degas y jóvenes aspirantes a literatos como Marcel Proust, se hizo célebre por algunas réplicas ingeniosas. Cuando una dama, tratando de impresionarla, le preguntó qué opinaba del incesto, la imperturbable Madame Strauss le respondió: "No puedo contestarle; sólo estoy preparada para el adulterio". Cuando al fin de su vida un sacerdote trató de convertirla al catolicismo, dijo: "Monsieur l'abbé, tengo tan poca religión que no vale la pena cambiarla…"
El mundo de las bellas nobles y burguesas era un mundo resplandeciente de lujo y elegancia. En Francia, más de medio millón de ciudadanos daban su profesión como "rentistas"; ios afortunados que podían vivir sin trabajar hasta tenían una asociación nacional y un periódico propio. El paraíso, el sueño de todas las niñas, era un marido que poseyese fortuna suficiente como para vivir de las rentas y dedicarse a la política, al arte, a la literatura o a la dulce vida de los cafés, teatros y bulevares de la Ciudad Luz.
No todas las mujeres soñaban con el matrimonio. Fuera de las cortesanas célebres y ricas o las modestas bailarinas de los cafés y cabarets, había mujeres que brillaban por sus propios merecimientos. Suzanne Valadon, modelo y por siete años compañera de Fuvis de Chavannes —quien dio su rostro y su cuerpo a todas las figuras femeninas de su "Bosque sagrado"—, llegó a ser una pintora de innegable talento, y se dice que ella terminaba o pintaba por entero los paisajes urbanos que dieron fama a su hijo Maurice Utrillo. Sin embargo, fue el teatro el que dio mayor oportunidad de gloria y dinero a las bellezas de la Belle Époque: la Opera de París, la Opera-Comique, el Variétés... Y la Comedie Française, donde debutó en 1861 una muchacha flaca y pelirroja que algunos años más tarde se convertiría en la actriz más célebre, la belleza más discutida y más admirada, el "monstruo sagrado" más fabuloso de su época: Sarah Bernhardt. Más de 200 papeles, más de 60 años de vida profesional hicieron de la "Divina Sarah" la artista más famosa no sólo de la Belle Époque, sino del siglo.

El nuevo siglo
Si bien el teatro concentra como siempre la atención del público y cada estreno se comenta en la prensa, en las calles y en los salones, un nuevo espectáculo nace casi secretamente en un subterráneo de París: en diciembre de 1895, un puñado de curiosos bajan al subsuelo del Grand Café del Boulevard des Capucines, atraídos por un rústico cartel que anuncia "proyecciones animadas". Es el nuevo invento de los hermanos Lumière, llamado cinematógrafo: un juguete para barracones de feria, un artefacto pintoresco que nadie toma en serio. Pero pronto tendrá sus víctimas: en mayo de 1897, en el Bazar de la Charité, se incendia una lámpara de proyección y en el pánico subsiguiente mueren ciento cuarenta personas.
La luz en sus diversas formas penetra no sólo en la pintura y en los inventos de nuevos espectáculos: también la ciencia le debe algunos pasos adelante cuya envergadura sólo podrá ser reconocida en toda su amplitud muchos años más tarde.
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CIENTÍFICOS; Pierre y Marie Curie completaron sus investigaciones sobre la radiactividad, descubriendo el polonium y el radium, iniciando la etapa experimental de la Era Atómica.
La extraña luminosidad despedida por una materia desconocida impulsa a Pedro y María Curie a seguir la pista de este curioso fenómeno: en 1902 logran aislar un decigramo de radium. Más tarde, el sabio muere bajo las ruedas de un carro y su viuda es nombrada titular de la cátedra que ocupaba su marido: el 5 de noviembre de 1908, por primera vez una mujer enseña en la venerable Sorbona.
Doce años antes, el alemán Röntgen había descubierto los Rayos X; los trabajos de Becquerel y de Lord Rutherford, quien en 1902 postula la teoría de la trasmutación de la materia, sientan las bases de la física nuclear moderna. Ya en 1906 Einstein publica su trabajo "Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento"; seis años antes, un psiquiatra vienes llamado Sigmund Freud había descorrido el velo que hasta entonces cubriera los misterios de la mente humana, dando a la publicidad su "interpretación de los sueños". El hombre y su mundo se iban revelando cada vez más: pero cada nuevo descubrimiento planteaba nuevas interrogantes. La teoría de los quanta, formulada por Max Planck en 1900, impulsaría a Niels Bohr a proclamar en 1912 la discontinuidad de la materia; los tubos electrónicos que John Fleming construyó en 1904 sólo llegarían a probar su importancia en la era de la televisión. Como una larga cadena interminable, la pasión investigadora del hombre flamea a lo largo de la Belle Époque, tal como lo ha hecho en todas las épocas de la historia.

Los últimos días de un mundo
En 1913, Raymond Poincaré se ciñe la banda presidencial de Francia sin saber que bajo su gobierno todo un mundo y toda una época se hundirán en un abismo de destrucción y olvido. Están por desaparecer las opulentas bellezas retratadas en los avisos de Pilules Orientales, los caballeros de barba y levita, las bellas cocones forradas en diamantes, los cafés llenos de espejos y palmeras. Los altivos moños, las largas cabelleras, los espesos bucles pronto caerán bajo la tijera de una nueva moda que impondrá melenas, faldas cortas, tacones altos: se acabarán los drapeados de seda y encaje, las plumas de avestruz, los espesos perfumes de Opoponax y lilas.
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PROPAGANDA: Los periódicos publicaban avisos ofreciendo las "pilóles" (píldoras) orientales que desarrollaban el busto de las damas.
Y una cancioncilla compuesta por Camilla Robert en 1911 para una artista olvidada resonará sobre trincheras y parapetos, coreada por roncas voces de soldados: es la inmortal "Madelon" (Robert, por lo demás, nunca cobró un centavo de derechos por su melodía; murió en 1957 en la miseria). Esa misma guerra que popularizó su "Madelon" en el mundo entero también destruyó la vida de su único hijo, Prosper Robert: ametrallado, perdió ambas piernas a la altura de las ingles.
En 1913 reaparece la Gioconda, sustraída del Louvre dos años antes; en Italia se rueda la primera superproducción cinematográfica —"Cabina", con textos de Gabriele d'Annunzio— y Marcel Proust inicia la publicación de su "Búsqueda del Tiempo Perdido". Hay muchos que se esfuerzan por creer que la precaria paz de una Europa armada podrá seguir prolongándose indefinidamente.
Pero el 28 de junio de 1914, durante una visita a la ciudad serbia de Sarajevo, el heredero del trono austro-húngaro. Archiduque Francisco Fernando, escapa a un atentado con bombas, sólo para recibir, una hora más tarde, la bala fatal disparada por Gavrilo Princip. Una segunda bala tiñe de rojo el vestido blanco de su esposa Sofía. Balbuceando: "Sofía, Sofía, no te mueras", el archiduque cae sobre el cuerpo de su mujer.
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ESTRELLA: Una de las reinas del escenario fue Eleonora Duse, cuyos gestos y vestuario eran imitados por las damos elegantes. La serie reproduce caricaturas de la Duse en el semanario "Simplicisstmus".
Comienzan así los 33 días más largos de Europa: los que precedieron al estallido final. Cosa curiosa: en Viena parece haber alivio más bien que furor o pena. "¡El Todopoderoso ha restablecido el orden!", declara en privado el octogenario Francisco José, quien nunca ha perdonado a su sobrino el matrimonio morganático con la condesa checa, destinado a producir una crisis de sucesión en el trono de Viena: Sofía había renunciado a todos los derechos de sucesión para sus hijos. . El embajador austríaco en Berlín, conde Szógeny, agradece el pésame oficial del canciller alemán Von Bülow con las siguientes palabras: "Fue un favor de la Divina Providencia".
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EL ULTIMÁTUM: El príncipe Lichnowski, embajador alemán en Londres, que recibió el ultimátum británico, el cual, al ser rechazado, declaró el estado de guerra entre Alemania e Inglaterra.
Pero el káiser Guillermo II de Alemania estima que un regicidio es un atentado al principio monárquico y al orden divino del Universo; por consiguiente, una ofensa personal para todos los reyes de la tierra.
En Viena, el belicista Ministro de Asuntos Exteriores, conde Berchtold, prepara una virulenta declaración y se la pasa al senil Francisco José para que estampe en ella su firma: "Serbia deberá ser eliminada como entidad política ... "
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ADIÓS A LA PAZ: El ministro británico de Asuntos Exteriores Sir Edward Grey, que anunció el fin del brillante período llamado la Belle Époque y el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
En las embajadas —la alemana en Viena, la austríaca en Berlín— comienzan a moverse los hilos: hay consultas, acuerdos, decisiones. Los dos aliados germanos comprenden que ha llegado la hora, y Guillermo II proclama: "¡Ahora o nunca!"
28 de julio: Austria declara la guerra a Serbia. 31 de julio: Alemania envía ultimátum a Rusia y Francia. Rusia, Francia, Inglaterra y Bélgica movilizan sus tropas.
  • 19 de agosto: Alemania entra en conflicto con Rusia.
  • 3 de agosto: Alemania inicia hostilidades con Francia.
  • 4 de agosto: Alemania invade Bélgica y en represalia Gran Bretaña le declara la guerra a Alemania.
Fue sólo una semana, siete días y siete noches. Cuando comenzó había crisis política pero paz.
Cuando terminó, Europa ardía por los cuatro costados y Sir Edward Grey, el Primer Ministro británico, comentaba tristemente:
"Las luces se están apagando en toda Europa: no volveremos a verlas encenderse en toda nuestra vida."
Bajo el rugir de los cañones se apagaban las luces de la Belle Époque: moría "el largo siglo XIX", desaparecía para siempre una manera de pensar y de vivir. Hoy sólo podemos evocarla a través de los grabados y crónicas de este número de nuestra revista.
Nacimiento del cinematógrafo
Fruto de la Belle Époque
Juguete para proyecciones animadas tuvo padres en Europa y América. El interés comercial impidió que Edison fuera el inventor del cine. El Rey Eduardo VII de Inglaterra fue uno de los primeros críticos. 140 personas murieron en el incendio de una sala, en parís, en 1897
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EL BIÓGRAFO: Atractivas caravanas de propagandistas recorrían el centro de París invitando al "American Biograph" en el número 19 de la Rué de la Peletier, donde se presentaban las primeras funciones de cine comercial.
Durante el transcurso de 1895, los parisienses que transitaban por el Boulevard des Capucines empezaron a ser sorprendidos por un cartel colocado en la puerta del Grand Café que anunciaba: "proyecciones animadas". Los más curiosos bajaban al subterráneo del local y se encontraban con un espectáculo completamente diferente a los conocidos hasta entonces: figuras humanas que se movían sin estar presentes físicamente. Se trataba del más reciente invento de los hermanos Lumière: un juguete que habían bautizado con el nombre de "cinematógrafo". Dos años más tarde, el invento saltaba el Canal de la Mancha y era utilizado para reproducir escenas de la celebración del Jubileo de Diamante de la reina Victoria, o sea, el sexagésimo aniversario de su advenimiento al trono. Delante de la Catedral de San Pablo, una extraña y pesada máquina había dado vueltas en esa ocasión y, algunos días después, los ingleses habían podido presenciar sobre una pantalla el sorprendente espectáculo que ofrecía la reina en el fondo de su landó agitando su quitasol como una persona viviente. La anciana reina que asistió complacida a la temblorosa y oscura proyección, comentó: "Era muy fatigante, pero contemplar una maravilla como ésta valía bien una jaqueca".

Los precursores
Inventar la maravilla que fascinó a la reina Victoria no había costado una jaqueca, sino que más de medio siglo de experimentos e investigaciones científicas. Todo comenzó cuando Peter Mark Poget enunció en 1824 su teoría "de la persistencia de la visión de los objetos que se mueven". Ella vino a comprobar que el ojo humano es capaz de retener la imagen que tiene delante una fracción de segundo después que ha desaparecido. Desde ese instante, numerosos investigadores de diversos puntos del globo se dieron a la tarea de poner en práctica la teoría de Poget, construyendo aparatos que fueran capaces de reproducir visualmente el movimiento. Todo su afán era exclusivamente científico, ya que a nadie se le ocurrió pensar en la creación de un nuevo arte o espectáculo. Así, al correr del siglo XIX fueron apareciendo una serie de artilugios de nombres muy complicados, pero que en verdad eran instrumentos bastante sencillos, que una vez construidos pasaban a convertirse en juguetes de la alta sociedad, la que los acogía con gran interés, pues contribuían a hacer más entretenido y llevadero su ocio.
En Viena, Hitler von Stampper inició la serie de inventos precursores del cinematógrafo creando el "fenaquistiscopio", consistente en dos discos superpuestos, uno de ellos con perforaciones que permitían ver en movimiento las figuras dibujadas en el otro al hacerlo girar. Otro vienés, Franz von Uchatius, un militar que había destacado por sus inventos en materia de balística y artillería, cambió bruscamente de especialidad y logró perfeccionar el invento de Von Stampper, proyectando sus dibujos mediante una linterna mágica.
Basado en el mismo principio del aparato de Von Stampper, Emile Reynaud, en Francia, inventó el "praxinoscopio", artefacto cuya forma se asemejaba a una gran copa, y en cuyo centro tenía un cilindro con espejos. Al hacer girar las figuras dibujadas en la pared interior de la "copa", éstas se reflejaban en el espejo, dando la ilusión de movimiento. Posteriormente, Reynaud perfeccionó su creación, combinándola con una linterna mágica para hacer proyecciones sobre una pared.
Mientras tanto, la fotografía —otro de los elementos esenciales que requeriría el cine— había hecho grandes progresos, y en 1877 ya estaba lo suficientemente perfeccionada como para que Edward Muybridge y John Isaacs, en EE. UU, lograran fotografiar objetos en movimiento. Reynaud, por su parte, no tardó en aprovechar este adelanto, proyectando en su "praxinoscopio" las fotografías obtenidas por Muybridge, con lo que se acercó bastante a la forma que tendría el cinematógrafo propiamente tal.
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LOS PRIMEROS: Los hermanos Augusto y Luis Lumière trabajaron el juguete del cine para convertirlo en un complejo aparato que dio vida al Séptimo Arte. En la fotografía, Luis Lumière trabajando en su máquina experimental para cine en relieve. A la izquierda, el primer equipo de filmación hecho por el ingeniero Carpentier, con detalles de su interior.
Asimismo, el francés Etienne Marey no demoró mucho tiempo en perfeccionar el método para fotografiar figuras en desplazamiento con su invención del fusil de fotografía. Este aparato funcionaba de manera semejante a un revólver: al apretarse el gatillo, las diferentes cámaras de la máquina se disparaban una tras otra, captando en sus placas fotográficas las diferentes fases del movimiento.

El cine nació sonoro
Hacia el último cuarto del siglo pasado, ya estaban dados todos los elementos para que pudiera surgir el cinematógrafo. Entonces intervino Thomas Alva Edison, quien recopiló, todos los inventos anteriores, y fue capaz de coordinarlos en hábil forma. — mérito indiscutible— hasta el punto de ser identificado por muchos como el inventor del cine. Hacia 1877, Edison lanzó la idea de:
"que era posible construir un instrumento que sería para el ojo humano lo que el fonógrafo —su reciente invención— era para el oído, y que combinados ambos, movimiento y sonido, podrían ser grabados y reproducidos simultáneamente."
Pero os primeros esfuerzos personales para construir un aparato semejante fracasaron, por lo pie encomendó su construcción a su ayudante William Dickson, proporcionándole a la vez un nuevo tipo de película virgen, inventada por George Eastman, consistente en una delgada capa de celuloide con emulsión fotográfica. Dickson —supervigilado por Edison— se puso a trabajar intensamente, hasta que el 6 de octubre de 1889 pudo decirle a su ilustre jefe: "Cumplido su encargo, señor". En esa fecha Dickson ofreció a Edison una película en que él mismo aparecía y hablaba, ya que no había olvidado combinar la imagen y el sonido, tal como su jefe se lo había pedido. Así es como, paradojalmente, el cine no nació mudo, sino sonoro. Claro está que el sonido no pudo sincronizar con los movimientos de los labios y en muchos otros aspectos fue también un fracaso, por lo que el cine debió enmudecer por cerca de cuarenta años, hasta la llegada del verdadero "sonoro".
El aparato proyector de Dickson y Edison tenía la innovación de utilizar cinta de película con perforaciones en un costado, a fin de que no se moviera dentro de la cámara, y la de hacer pasar luz a través de ella, requisito esencial para que pudiera verse. El instrumento, que recibió el nombre de "kinetoscopio", permitía ver las imágenes a una sola persona por vez, la que tenía que mirar el film a través de una ranura. Junto con el "kinetoscopio", Edison patentó el "kinetógrafo", que equivalía a la cámara filmadora: un aparato grande y pesado del tamaño de un piano.

Un estornudo histórico
Tras patentar el "kinetoscopio"y el "kinetógrafo", Edison construyó el primer estudio cinematográfico del mundo en 1893, al que denominó "Black Maria"; en él, Dickson actuaba como camarógrafo y director. Su primer actor fue un mecánico de Edison, llamado Fed Ott, quien sufría de una irritación crónica a la membrana pituitaria, lo que lo hacía estornudar en forma aparatosa. Dickson lo convenció de que estornudara ante el "kinetógrafo", y así nació la primera película de Edison, titulada "El estornudo de Fred Ott".Su duración fue, bueno, la de un estornudo. Posteriormente, en el mismo estudio se filmaron vistas menos prosaicas, como el film "de artificio" "María reina de los escoceses", inspirada en la escena cumbre de la obra teatral "María Estuardo", que en esos días se representaba con gran éxito en EE. UU.
Fue el primer triunfo del cine, o mejor dicho, de su antecesor inmediato, sobre el teatro: todos los que pegaron su ojo a la ranura del "kinetoscopio", estuvieron de acuerdo en reconocer que -era "mucho más realista" ver rodar la cabeza de la soberana, -que no imaginarlo como acontecía en la pieza teatral, en la que en el momento de la ejecución, el telón bajaba rápidamente.
El "kinetoscopio" representó un gran negocio para Edison, pues tuvo por mucho tiempo el monopolio absoluto sobre él, al firmar un contrato con la firma Raff & Gramon, dándole la exclusividad de su fabricación en gran escala. Les aparatos se instalaron en salones, ferias y negocios de entretenimientos, como los Luna Parks. Funcionaban luego de introducir en ellos una moneda y apretar un botón, a semejanza, de las modernas máquinas traganíqueles.

Nace el cine sobre pantalla
Pronto el "kinetoscopio" cruzó el océano y llegó a Europa. En Inglaterra, Robert Paul, fuera de copiarlo y perfeccionarlo, construyó una cámara filmadora portátil, desplazando así al inmenso y pesado "kinetógrafo" de Edison. En Alemania, Max Skadanowsky construyó también su propio modelo. Pero los que estaban destinados a llevar más adelante el invento fueron dos franceses: los hermanos Luis y Augusto Lumière, los verdaderos inventores del cine.
Los Lumière poseían una fábrica de productos fotográficos en París, y venían experimentando en proyecciones movibles desde hacía mucho tiempo. El "kinetoscopio" de Edison les inspiró para construir su propio aparato, al que llamaron "cinematógrafo", y que tenía una inmensa ventaja sobre aquél: permitía proyectar las imágenes sobre una pantalla. Así, en vez de una persona, un ilimitado número de espectadores estaría en condiciones de presenciar las proyecciones al mismo tiempo. De un entretenimiento individual, el cine pasaba a ser un espectáculo colectivo.
El 22 de marzo de 1895 se realizó la primera exhibición pública de cinematógrafo del mundo en un salón de la Sociedad de Apoyo a la Industria Nacional en París, ocasión en que los Lumière estrenaron su flamante invención. El film, de menos de un minuto de duración, se titulaba "La salida de los obrerosde la Fábrica Lumière", y; mostraba la puerta principal del establecimiento, por la que empezaban a salir los operarios: hombres y mujeres, a pie o en bicicleta, que parecían movidos como por resortes. Durante todo el año, las exhibiciones continuaron con gran éxito en el "Grand Café", situado en el boulevard parisiense de los Capuchinos.

"La ultima maravilla de Edison"
Mientras tanto, en EEUU, Dickson había avanzado también bastante en la experimentación de proyecciones sobre pantalla. Pero su jefe, Edison, en un principio se opuso a que siguiera adelante, pues pensaba que un sistema que permitiera a mucha gente presenciar simultáneamente un film iba a acabar con el lucrativo negocio de los "kinetoscopios", Convencido de que nunca el cine podría pasar de ser un mero entretenimiento de feria, sostuvo que sólo habría mercado "para no más de unos diez proyectores sobre pantalla". Así, nos sólo se equivocó en su predicción, sino que, por su excesiva mentalidad comercial, Edison perdió su oportunidad de haber obtenido el cinematógrafo antes que los hermanos Lumière.
En cambio, prefirió seguir perfeccionando su "kinetoscopio", logrando exhibir películas de mayor duración, como lo fueron sus primeros films de box, con pugilistas famosos de la época, como James Corbett y Bob Fitzsimmons.
Pero, ante el éxito conseguido por los Lumière, Edison cambió de opinión, y dio órdenes a sus ayudantes de proseguir con la experimentación de proyecciones sobre pantalla. Finalmente se asoció con Thomas Armat, quien también trabajaba en lo mismo, y fabricó su "Proyectora Edison con "Diseño Armat", Así, con gran pompa, realizó su primera exhibición pública sobre pantalla, el 23 de abril de 1896, en un music-hall de Broadway, vale decir, un año después que la de los hermanos Lumière en Francia. Al día siguiente, la prensa norteamericana destacó con grandes caracteres "la última maravilla de Edison".

Aparecen los noticiarios
Las primeras películas no alcanzaban a durar más de un minuto, y carecían de argumento, limitándose a presentar las escenas más simples. Arrebatados por su entusiasmo hacia si invento técnico, los primeros cineastas se dedicaron a filmar todo cuanto se movía, sin preocuparse de lo artístico, ni menos de narrar historias en el celuloide. Así, los temas no podían ser más sencillos, y el "lenguaje cinematográfico" —como diría un moderno crítico— más directo. Después de su primer film, los Lumière presentaron "El desayuno del bebé", que mostraba a uno de los hermanos con su esposa dando de comer a su pequeño. Su siguiente filmación fue "La llegada del tren", en que aparecía un expreso haciendo su entrada en la estación. Como el film mostró a la locomotora en primer plano, se produjo el hecho pintoresco de que los espectadores que asistieron a la proyección se asustaron, y muchos, presas del pánico, huyeron de la sala creyendo que se les venía el tren encima. Pero este incidente no fue nada en comparación con el que se produjo en mayo de 1897 en el bazar de la Chanté, en que una lámpara de proyección se incendió muriendo ciento cuarenta personas en el pánico que se produjo a continuación. Fueron los primeros mártires del cinematógrafo.
Poco a poco fue mejorando la calidad de las escenas presentadas en la pantalla. En EEUU, donde las funciones de cine se daban al final de los espectáculos de vodevil, empezaron a presentarse películas que exhibían a bailarinas, acróbatas o equilibristas. En Europa aparecieron los primeros noticiarios cinematográficos que mostraban a los personajes prominentes de la época o los grandes acontecimientos como las coronaciones de los monarcas o los desfiles militares.
Naturalmente, su calidad dejaba mucho que desear. En 1902 fue filmada en Inglaterra la coronación de Eduardo VII, captándose escenas del paso del cortejo real por las calles de Londres. La película fue presenciada por el nuevo soberano y la reina en Balmoral. Los rostros aparecían desfigurados y las imágenes oscilaban constantemente hasta fatigar la vista, por lo que al final de la proyección se escuchó nítidamente la voz de Eduardo VII demostrando su reprobación: "Las vistas están mal tomadas".
Por la misma época en que aparecieron los primeros noticiarios, se filmó también la que puede considerarse la primera película "no apta para menores, para los de aquella época, se entiende. Se trató de "El beso de Mary Irving y John Rise", que reprodujo en el cine y en primer plano la escena de un apasionado beso de una obra teatral muy en boga en aquellos días. El escándalo entre los espectadores fue mayúsculo y muchas damas indignadas hicieron abandono del local donde se exhibió, mejor dicho no alcanzaron a hacerlo, pues apenas se pusieron de pie la película concluyó... , todavía los films no alcanzaban a durar más de un minuto.

El cine narrativo
Pero aunque se diversificaban los temas, el cine todavía no narraba historias como sucede hoy en día. El primer esbozo de narración —sería aventurado hablar de argumento propiamente tal— lo hicieron los Lumière con su "Regador regado", una secuencia de escenas de una ingenuidad que distaba mucho de estar a tono con la picaresca Belle Époque. Un individuo pisaba la manguera de un jardinero y cuando éste, desconcertado, ponía su ojo en el orificio por donde sale el agua para ver qué sucedía, el otro levantaba su pie y el jardinero recibía el chorro en pleno rostro. Furioso, perseguía a manguerazos al bromista hasta que ambos, empapados, desaparecían de escena.
El primer film con argumento fue realizado en 1903 por Edwin S. Porter, un camarógrafo de Edison. Se trató de "Asalto y robo al gran tren", que tenía una duración de doce minutos y fue también el primer "western" de la historia del cine. (Ver "El Cine en el Oeste", en nuestra revista Nº 5).
Sin embargo, el hombre más importante en los comienzos del film narrativo fue el francés Georges Melies, dueño del Teatro Houdini, quien además ofreció en la pantalla espectáculos de magia similares a los que presentaba en su teatro. Su idea de hacer películas "de truco" nació de un hecho casual. Un día que enfocaba la pasada de un elegante carruaje de paseo en la Plaza de la Opera, en París, se le atascó la máquina, transcurriendo algunos segundos antes de que pudiera continuar filmando. Al reanudar la filmación, enfocó un cortejo fúnebre y se marchó a su laboratorio. Ante su sorpresa, al revisar el material vio que el coche de paseo se transformaba bruscamente en carroza fúnebre. Aplicando esta técnica aprendida por casualidad, Melies se dedicó a hacer películas "de truco", como "La desaparición de la dama",en que una joven se hacía invisible dejando atónitos a los espectadores, y otras más elaboradas, como "La Cenicienta","Un viaje a la luna" y "Un viaje imposible", inspiradas las dos últimas en Julio Verne y H. G. Wells, respectivamente.

El séptimo arte
La primera década del siglo XX vio el desarrollo del cine como industria y espectáculo, especialmente en los EE. UU. En aquel país las funciones se presentaban en unos locales llamados "nickelodeons". (De "nickel"por la moneda norteamericana de 5 cts. que era el precio de la entrada; y "odeon". en griego, "pequeño teatro").
El público se hizo cada vez más numeroso y empezó a exigir mayor variedad de programas. Muy pronto los "nickelodeons" funcionaron ininterrumpidamente desde las ocho de la mañana hasta medianoche, cambiando sus programaciones en algunos casos hasta dos veces por día. La industria del cine se convirtió en un monopolio «dominado por Edison, quien reunió en un gran trust a los productores más importantes de EEUU en la "Compañía de Patentes Cinematográficas", que también tuvo ramificaciones en Europa. Por esa época EEUU era ya, con gran ventaja, el primer mercado cinematográfico del mundo, contando hacia 1909 con 10 mil salas de exhibición, contra sólo 300 que funcionaban en Francia y no más de 2 mil en todo el resto del mundo. Hubo, sin embargo, algunos productores independientes que se negaron a ingresar al trust de Edison, al que la ley le había otorgado la exclusividad de la producción cinematográfica, y se instalaron hacia 1913 en una zona boscosa de Los Ángeles llamada Hollywood y allí empezaron a producir películas en forma clandestina. Así nació la que sería "La Meca del Cine".
Rápidamente el cinematógrafo empezó a imponerse en el mundo como un espectáculo de masas y, en algunos casos, también como un arte. Hacia los últimos años de la Belle Époque se filmaron en Italia grandes películas históricas, como "Los últimos días de Pompeya" —que duraba más de tres horas—. "Quo Vadis" y "Cabiria". En Dinamarca se llevó a la pantalla "La Dama de las Camelias".
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ESCENA DRAMÁTICA: Sarah Bernhardt en el papel de Margarita Gautier, aparece en los momentos de su agonía, con lo que arrancaba sollozos a los espectadores que acudían a ver su película "La Dama de las Camelias".
En Francia nació la "Sociedad del film de arte", creada por los hermanos Lifitte, quienes contrataron a los mejores escritores del momento para que escribieran argumentos cinematográficos, entre ellos Rostand, Lemaitre y Sardou; y a los más célebres actores de la Comedia Francesa, como Sara Bernhardt, la Bargy y Albert Lambert para que los representaran. El primer "film de arte" fue "El asesinato del duque de Guisa", en 1908, que se dio acompañado con música de Saint-Saëns. Empero, el de mayor calidad fue "La Reina Isabel", protagonizada por Sara Bernhardt, que se estrenó en Nueva York en 1912, en una sala de teatro de Broadway, honor que nunca antes se había dispensado al cine.
Al estreno concurrió lo más selecto del ambiente intelectual neoyorquino. El juguete intrascendente en todo cuanto no fuera experimentación científica, que se había gestado en el siglo XIX y difundido en la Belle Époque, había dejado de ser un pasatiempo de feria para transformarse en un gran espectáculo de masas y también en un nuevo quehacer artístico que el mundo proclamaría como "el séptimo arte".
El automóvil nació en cuna de oro
Los nobles olvidaron sus caballos de fina sangre por el veloz carro a vapor y a gasolina. Una mujer apadrinó su entrada triunfal en París, provocando airadas reacciones ciudadanas. Las carreras y la exportación afianzaron a reinado da automóvil, símbolo de riqueza y buen tono.
"En las calles de París ha desaparecido la seguridad. Puesto que los policías confiesan su impotencia, le comunico por la presente que a partir de mañana pasearé por París armado con un revólver y dispuesto a disparar sobre el primer loco sinvergüenza que transite montado en un automóvil o en un triciclo accionado a gasolina,"
amenazaba un enfurecido parisiense en una carta dirigida al prefecto de París y publicada en "Le Journal", en 1896.
Pero pese a manifestaciones como ésta, fue Francia la que acogió, en plena Belle Époque, este nuevo tipo de vehículo que desplazaba a los caballos. Carlos Benz señaló en cierta oportunidad que "si bien Alemania es el padre del automóvil, la madre es Francia".
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LOS PIONEROS: Los automovilistas de la Belle Époque eran deportistas, optimistas y esforzados, ya que a las peripecias propias de un viaje se unían las "pannes", la falta de repuestos y de estaciones de servicio.
Algo de historia
En 1885, dos fabricantes de motores de nacionalidad alemana, Gottlieb Daimler y Carlos Benz, con una diferencia de cinco meses, obtuvieron del gobierno alemán patentes para un nuevo invento que consistía en vehículos movidos por un motor a explosión. Eran los primeros automóviles.
Un diario alemán publicó la siguiente noticia:
"Un velocípedo, accionado por gas ligroin, construido por la fábrica Rehnana de Motores a Gas de C. Benz y Cía., y del que ya dimos .noticias en su día, desde estas mismas columnas, ha efectuado algunas pruebas por las calles de esta ciudad con resultados satisfactorios."
Otros escritos de la época señalan que los viajes a prueba en modo alguno resultaron de tanto, éxito. El lanzamiento publicitario de Benz intentó demostrar que su invento también podía ser manejado por una dama.
 
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1886: Coche Daimler. 1890: Panhard-Levassor. 1896: Coche Peugeot.
Para la demostración eligió a su mujer. La señora Bertha Benz se vistió especialmente para la ocasión: un largo y cerrado guardapolvo gris; grandes anteojos y un sombrero para proteger el cabello del polvo. La carrocería, rudimentaria en su forma, lucía un asiento alto que era compartido por la conductora y sus dos hijos.
El viaje alcanzó alturas épicas. El único cilindro del motor se detenía a cada rato y Bertha debía descender para limpiar la bujía; el aceite chorreaba por todas partes y hacía resbalar la correa de transmisión. Si la intrépida viajera se detenía para reparar el desperfecto, el motor, durante el descanso se enfriaba y se resistía a marchar; en las subidas, todos los pasajeros bajaban y empujaban el vehículo. Al llegar la noche el viaje concluyó. Con la prueba cumplida la conductora quedó exhausta y los jueces, que junto a Benz la habían seguido en bicicleta, frescos y descansados.

Una mujer lo introduce en París
Mme. Luisa Sarrazio, representante de una firma francesa, se interesó en el nuevo invento, adquiriendo de Daimler la licencia para construir un vehículo "a gas de petróleo y con motor encendido con tubos incandescentes". Se asoció con su mecánico, Armand Peugeot, para producir automóviles y lanchas a motor. La graciosa parisiense vio la necesidad de promover el nuevo invento mediante un despliegue publicitario.
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1899: Primer volante interno Renault
Pero el nuevo producto técnico, fuera de sorprender y asombrar a los habitantes de París, no lograba interesar a los sectores acomodados, que lo miraban como excentricidad de "inventores locos". Un joven aristócrata, el Conde de Dion, inmensamente rico, y cuyas obligaciones se reducían a realizar una activa vida social, vestido a la última moda, mostró un especial entusiasmo por "todo lo que tuviera ruedas y se moviera por sí mismo".
Ante las protestas de su familia, apareció un día en la Porte de Maillot manejando un alto, pesado y ruidoso automóvil a vapor. Ni los ruegos ni las prohibiciones de la poderosa familia Dion hicieron renunciar al conde a su afición por los motores. Por el contrario, tomó muy en serio su nuevo pasatiempo.
Estudió mecánica y entabló relaciones con los mejores técnicos de París. Todavía el automóvil no lograba imponerse. Lo conseguiría más tarde a través del deporte.

Las carreras automovilísticas
Pierre Giffard, jefe de crónica de "Le Petit Journal", tuvo una iniciativa que produjo verdadero impacto entre los parisienses de la Belle Époque. Con el objeto de estimular el revolucionario sistema de locomoción, estableció desde las columnas de su diario una competencia en que se disputaba una gruesa suma de dinero y en que podían participar todos los tipos de vehículos existentes que prescindieran del tiro animal. La carrera se realizaría en la primavera, cubriendo el trayecto entre las ciudades de París y Rouen. El entusiasmo del público, constructores y automovilistas se hizo creciente. La lista de inscritos alcanzó a 102 participantes. Los vehículos a bencina estaban en minoría. Giffard se vio obligado a realizar una selección previa, quedando clasificados 21 automóviles para el certamen.
La carrera estaba por iniciarse. Era un momento de gran trascendencia y solemnidad para todos. Giffard, a nombre de "Le Petit Journal", debía dirigirles algunas frases amables a los corredores en la partida, pero un gigantesco automóvil a vapor se acercó rompiendo la tensión reinante con un alegre repiqueteo. El vehículo, que humeaba por sus cuatro costados, iba cubierto con un toldo adornado con flecos del que pendían tintineantes campanillas.
Giffard, fuera de sí, se acercó increpándolo: "¿Está usted loco? ¿Ha tomado esta carrera por una feria o una fiesta de carnaval? ¡Quite inmediatamente esas malditas campanillas! ¡Qué escándalo!" Sin inmutarse, el conductor le alargó una nota del prefecto de Epernay en que se leía:
"El señor Scott, sombrerero de Epernay y propietario de una locomotora, está obligado a colocar en su vehículo campanillas que no hagan perceptible el molesto ruido producido por el vapor y los mecanismos del vehículo. Así, al cruzarse o adelantar a los coches tirados por caballos, evitará el sobresalto de los animales, puesto que el sonido de las campanillas resultará tranquilizador para las bestias, ya que de todos es sabido que los caballos de los campesinos llevan campanillas en sus arreos, por lo que confundirán a los automóviles a vapor con coches arrastrados por caballerías".
El documento era irrefutable.
La carrera fue ganada por el Conde de Dion, quien, conduciendo un automóvil a vapor, recorrió los 126 kilómetros de la competencia en 5 horas y 40 minutos.

Nace un deporte
La carrera París-Rouen contribuyó en gran forma a la popularidad del automóvil, convirtiéndolo en el último grito de la moda. Los senderos del Bois de Boulogne, tan recorridos por los carruajes a caballos, lugar de lances amorosos y aventuras pasionales, debió ceder el paso a quienes se entrenaban en el audaz, arriesgado y casi suicida deporte del automovilismo.
Una nueva carrera París-Burdeos-París consagró a otro corredor, Levassor, quien cubrió el trayecto de 1.175 kilómetros con una velocidad promedio de 24,5 kilómetros por hora y permaneció por más de 48 horas consecutivas al volante. El Conde de Dion no tuvo suerte en esta oportunidad, su automóvil a vapor estalló durante el largo trayecto y el entusiasta noble debió resignarse a retornar en tren a París. En lo sucesivo se dedicó a fabricar motores a bencina.
El automóvil se convirtió en el juguete deportivo de la refinada sociedad de la Belle Époque, que servía de modelo a la gran masa ciudadana, debido, en parte, a la influencia de Dion. Durante siglos habían sido los caballos y todos los deportes hípicos, signos de elevada posición social. El Conde, gracias a su personalidad y sus amistades, logró vencer estos prejuicios, convirtiendo así a ese nuevo artefacto ruidoso y maloliente en un vehículo distinguido.

El automóvil club de Francia
Un riquísimo aristócrata belga, el Barón von Zuylen, un destacado periodista francés vinculado al "Figaro" y el Conde de Dion echaron las bases de una organización que agrupara a todos aquellos que participaban en la creciente inquietud por el nuevo deporte.
La fundación del "Automóvil Club de Francia", como dio en llamarse la nueva institución, se hizo en medio de una fiesta fastuosa, a la que concurrió lo más granado de París.
El automóvil en Francia llegó a ser objeto de interés nacional. Las carreras contribuyeron a mantener y elevar el prestigio de Francia en el exterior. Por este conducto se pretendía pregonar en el mundo entero la superioridad técnica gala. En este sentido, el automóvil adquirió un valor político, parecido al que adoptaría 70 años más tarde el lanzamiento de los satélites artificiales y cohetes a la luna.
El Automóvil Club realizó una intensa labor de fomento a esta actividad, pero además debió emprender la defensa de sus asociados frente a las primeras prescripciones policíacas, que ordenaban:
"En atención al volumen que ha adquirido el tráfico de vehículos mecánicos, se limita la velocidad máxima por el interior de la ciudad a doce kilómetros por hora. Cada vehículo deberá llevar dos frenos independientes entre sí."
La entrada del nuevo siglo
El 19 de enero de 1900, recibido con grandes festividades, no solo fue saludado por salva de cañonazos,, sino por el sonido estridente de las bocinas de los automóviles, que en número considerable recorrían las calles de París. Francia se había convertido entonces en el primer productor de esto vehículos.
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1875: Coche de Marcus.
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1900: Primer coche Mercedes.
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1903: Coche Ford
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Modelo experimental Ford FX-Atmor.
Tenía registrados 2.897 y más de 5.000 habían sido vendidos en el extranjero. El 82 por ciento de estos autos eran de lujo y sólo un 18 por ciento estaba destinado a hombres de negocios, profesionales, etc. Sólo Inglaterra y Alemania poseían una industria semejante, aunque más incipiente
París, la capital del mundo, se jactaba de poseer un tipo propio de automóvil. El refinado Conde de Dion fue durante mucho tiempo el primer diseñador de carrocerías de Francia. Aunque recordaban los coches de caballos, eran vehículos sumamente elegantes, pues la propaganda iba dirigida más a las señoras que a los caballeros.
Pero en la Semana de Niza de 1901 se hundió repentinamente la supremacía francesa en el campo automotriz al triunfar con manifiesta superioridad el único automóvil alemán que participaba en la carrera que se celebró en esta oportunidad. Se trataba de un Mercedes Benz (bautizado así en homenaje a la hija del inventor alemán), que iba conducido por un mecánico llamado Wilhem Werner y cuyo dueño era Emil Jellinek.
La prensa acogió con grandes titulares esta victoria: "Hemos entrado en la Era del Mercedes", anunciaban. Este vehículo subió su precio a cuatro veces más que el automóvil francés de mayor precio. Todo aquel que conducía un auto de este tipo se elevaba automáticamente a la categoría de persona adinerada. Era más ostentoso exhibir un Mercedes que una valiosa joya o una gran mansión.

El automóvil invade las caballerizas
"En tanto cuente con fogosos caballos no subiré jamás a uno de esos apestosos carros", declaraba en 1902 el Káiser Guillermo II. Sin embargo, en el otoño de ese mismo año y mientras paseaba por las cercanías de su palacio, se encontró con un mayor del departamento de Transportes de Berlín que conducía un viejo automóvil Benz. El emperador, dueño de un magnífico haras, desafió al oficial a efectuar una carrera. Dejando de lado la cortesía que le imponía el rango del contendor, el militar superó con creces a su rival. Sin pronunciar palabra alguna, el soberano devolvió la fusta a su cochero y ordenó que le enviaran por el tren más rápido y en calidad de urgente el automóvil más potente que se fabricara en el país. Luego llegaría a ser propietario de 22 automóviles para su uso particular.
La paz armada
Durante el brillante periodo de "la Belle Époque", el mundo se alistaba para desangrarse en la gran guerra del 14. Anarquistas, socialistas, católicos, monarquistas y feministas desplegaron sus banderas de lucha y reivindicaciones.
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GRANDES MANIOBRAS: El Archiduque Fernando de Austria participa en las grandes maniobras del Ejército poco antes de la Guerra del 14.
Si hubiera que buscar una fórmula cómoda y exacta para definir la situación política y social imperante durante la Belle Époque habría que decir que se vivía en "el mundo de la seguridad, o se imaginaba estar viviendo en él. Nadie creía seriamente en guerras, revoluciones, ni disturbios —por más que se hablara profusamente de ellos—, pensándose que por fin había sido instaurado sobre la tierra el reinado de la razón, ante el cual todo extremismo, toda imposición de la fuerza, parecían imposibles. Hacia 1880, cuando aún no cicatrizaban las heridas de la guerra franco-prusiana, empezó a esparcirse por Europa una reacción contra el pensamiento y el estilo de vida anterior, imputándoseles a las antiguas generaciones la tremenda responsabilidad de la "culpa de guerra", que los nuevos políticos y gobernantes estaban dispuestos a redimir construyendo un mundo basado en "la paz y la justicia". En su idealismo liberal, los hombres de fines del siglo XIX y principios del XX estaban sinceramente convencidos de encontrarse en el camino más recto e infalible hacia "el mejor de los mundos".
Así, se miraba con desprecio a las épocas pasadas, con sus guerras y convulsiones, como a tiempos en que la humanidad no estaba lo suficientemente civilizada. Se creía fervorosamente en el "progreso", el cual hacia fines de la centuria parecía incontrovertiblemente comprobado con la aparición de las lámparas eléctricas, el teléfono o los primeros "coches sin caballos".
Pero esta pintura rosa sólo existía en la superficie, era únicamente un delgado barniz, una cáscara policroma grata a los ojos que encubría las mismas pasiones y fuerzas destructoras que habían imperado siempre en el mundo y que durante la Belle Époque parecieron ocultarse bajo una máscara, para no hacer de aguafiestas de un período tan amable, chispeante, romántico y picaresco.

La Triple Alianza
Después de su victoria sobre Francia en 1870, Bismarck deseaba sinceramente la paz, ya que, según sus palabras, había conseguido para Alemania "un poder saciado". Y tenía razón, ya que hasta 1914 su país sería la potencia directora en el continente europeo. Pero el "Canciller de Hierro" no contaba con que Francia, con su "Tercera República", proclamada por León Gambetea, se recuperara tan rápidamente de su derrota, hasta el punto de tardar sólo dos años en vez de los cuatro previstos para pagar su indemnización de guerra.
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ATENTADO EN MADRID: Una bomba lanzada al paso de la carroza en que viajaba Alfonso XIII, que iba a coronar a su esposa, causó la muerte de varios acompañantes, pero la pareja real salvó ilesa, la fotografía fue tomada segundos después de la explosión.
Tampoco con que el país galo comenzara a difundir a los cuatro vientos que no estaba dispuesto a dar por definitiva la pérdida de Alsacia y Lorena y menos a conformarse con su inferioridad ante los alemanes. Inquieto ante la posibilidad de que Francia procurara formar una coalición antialemana, la respuesta de Bismarck fue desplegar una sorprendente energía y destreza en la erección de un sistema de alianzas.
Fruto de sus desvelos nació la "Triple Alianza", integrada por Alemania, Austria e Italia, en la que los tres firmantes se prometían ayuda mutua en caso de ataque de otra potencia. El acuerdo se logró en dos etapas: primero, en 1879, Bismarck pactó con Austria, la que se encontraba amenazada por Rusia a causa de su rivalidad en los Balcanes; sólo tres años más tarde la adhesión de Italia convirtió la alianza en triple.
El ingreso de Italia se debía más que nada a su resentimiento contra Francia, que se le había anticipado en 1881 en tomar posesión de Túnez. Sin perjuicio de esta alianza, el Canciller germano firmó, en 1887, a escondidas de Austria, un tratado de seguridad con el zar. De este modo, Bismarck, actuando a menudo con dobleces, supo preservar la paz europea defendiendo a su país por medio de alianzas y asegurando su supremacía en el continente. Aparte de ello, el Ejército alemán fue considerablemente aumentado, ya que la paz europea de esos años era fundamentalmente, una paz armada.

Aumento del militarismo
Pero está visto que en política internacional la formación de una coalición trae como respuesta inmediata que los que se sienten amenazados por ella se agrupen a su vez para hacerle frente. Así, unido por alianzas el centro de Europa -—Alemania, Austria e Italia—, los extremos —Rusia y Francia— tendieron a su vez a unirse. Apenas Bismarck perdió el favor imperial, el káiser Guillermo II —quien se deshizo de él en 1889— tomó las riendas del gobierno y desahució la alianza con Rusia. La contestación del zar fue vencer su antipatía hacia la Francia republicana y revolucionaria, firmando en 1894 un acuerdo militar con ella que estipulaba que si una de las dos naciones era atacada, la otra debía acudir en su ayuda.
Por un tiempo, esta nueva alianza pareció apropiada para conservar el equilibrio y la paz, pero las viejas diferencias entre los Estados europeos en vez de disminuir aumentaron con el sistema de las coaliciones. Alguien de la época expresó que "las alianzas eran la maldición de Europa",y tuvo razón.
De ellas nació un sostenido aumento del militarismo, que se manifestó en la adopción por las potencias europeas del sistema instaurado por la Revolución Francesa, consistente en reclutar a los hombres aptos para el Ejército durante uno, dos y aun tres años. Sólo una potencia se sustrajo a este militarismo: Gran Bretaña, país que hasta ese momento se había mantenido al margen de las alianzas.

El humorismo de Eduardo VII
La situación de Inglaterra era bastante especial. Definida su política por el primer ministro Salisbury como de "espléndido aislamiento", Gran Bretaña no se mezclaba en los asuntos europeos, preocupándose sólo de consolidar su fabuloso Imperio, que cubría Asia, África y Oceanía. Pero un cambio en el equilibrio continental inevitablemente tenía que afectarla. No sólo porque cada una de las alianzas representara un poderío militar superior al suyo, sino porque quienes las integraban eran sus rivales en la conquista de territorios coloniales. En virtud de la expansión europea en todo el mundo, Inglaterra se hallaba en oposición a Rusia en Asia y a Francia en África; sin desconocer que Alemania e Italia, aunque en menor grado, también amagaban su Imperio en alguna medida.
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EL YACHTING: Eduardo VII de Inglaterra calificó de aficiones al yachting las ambiciones del Kaiser de contar con una arma de guerra. En la fotografía, con la reina en los jardines del Palacio de Buckingham.
Ya había habido una tensión aguda cuando en 1898 un coronel francés de apellido Marchand penetró en Fashoda para apoderarse del Nilo superior, provocando un incidente que casi ocasionó la guerra entre Francia e Inglaterra. Asimismo, en 1899, la guerra de los Boers —en la que descendientes de antiguos colonos holandeses que ocupaban las regiones de Orange y Transvaal en África dificultaron la expansión inglesa en ese continente— había servido para que Europa exteriorizara su antipatía hacia Gran Bretaña. Así, pues, la situación exigía que los ingleses modificaran su política y, muy a su pesar, éstos debieron renunciar a su aislamiento y entrar a dialogar con el resto de Europa.
Siendo menores los motivos de fricción con los poderes centrales que con Francia y Rusia, Inglaterra procuró primero aproximarse a Alemania. En 1900, Joseph Chamberlain propuso una alianza a los germanos, pero Guillermo II y su Canciller de aquel entonces, Bülow, no vieron ventajas en un acuerdo semejante y la oportunidad se alejó, no tardando en producirse serios motivos de discrepancia entre ambos países. La primera gran divergencia se presentó cuando Guillermo II y el almirante Tirpitz resolvieron construir una gran escuadra. "No descansaré — declaró el Kaiser— hasta poner a mi Armada al mismo nivel que mi Ejército" (el mayor del mundo). Estas palabras sonaron en Inglaterra a franco desafío, ya que Gran Bretaña aseguraba a su Imperio comercio y subsistencia mediante la flota más grande del mundo. Fiel a esto, el Almirantazgo británico seguía el principio del "two powers standard", que consistía en mantener una flota más fuerte que la que pudieran oponer dos marinas unidas de dos potencias cualesquiera. El plan alemán de construcciones navales representó alterar esa proporción, dejando a la Marina británica apenas en situación de superar a la de Alemania. El resultado fue que pese a que el gobierno liberal inglés de 1906-14 intentó impedir una competencia armamentista, todo fue en vano, ya que ambos países se dedicaron a gastar cuantiosas sumas de dinero en construcciones navales, enfriando cada vez más sus relaciones.
Se cuenta que durante el período de esta competencia naval anglo-alemana, Eduardo VII tuvo oportunidad de hacer una demostración del más fino humorismo británico, cuando su sobrino Guillermo II lo invitó a visitar Alemania. Con la intención de impresionar a su tío, el káiser hizo desfilar al buque real en medio de una impresionante doble fila de cruceros y acorazados germanos y, sin poder contenerse, preguntó al rey inglés: "¿Qué le parece, tío?" Este, sin inmutarse, le respondió con la mayor flema británica: "Muy bien, sobrino; veo que todavía sigues siendo tan aficionado al yachting".

La Triple Entente
No siendo posible llegar a un entendimiento con Alemania, Gran Bretaña volvió entonces sus ojos a Francia y, tras largas negociaciones conducidas con gran tacto por Eduardo VII y el Ministro de Relaciones Exteriores francés Delcassé, ambos países arreglaron en 1904 sus diferencias ultramarinas y llegaron a un acuerdo que eliminaba el principal punto de fricción entre los dos pueblos: Francia aceptaba el dominio inglés en Egipto, a cambio de ver reconocido el suyo en Marruecos Por otra parte, la diplomacia francesa fue capaz de reconciliar a Rusia con Inglaterra.
Hasta ese instante rivales en los asuntos de Asia Así, en 1907, nació la Triple Entente, que reunió a franceses, ingleses y rusos en un solo bloque, en oposición a la Triple Alianza quedando desde entonces delimitados los dos bandos que se enfrentarían en la Guerra del 14.

Las luchas sociales
Pero mientras en política internacional los países tomaban posiciones y se alineaban para defender sus intereses, en el interior de esos mismos Estados las luchas sociales tomaban cuerpo y el proletariado y las clases medias clamaban por sus derechos.
La Internacional marxista era mirada con terror por las burguesías nacionales y el sufragio universal y la legislación social eran impuestos en contra del sentir de las clases gobernantes. Las formas políticas tradicionales —liberalismo manchesteriano y conservantismo— entraban en crisis y surgían los partidos populares que expresaban el sentir de los estratos inferiores.
Aparecían y se desarrollaban nuevas formas de cultura para las masas, como la escuela primaria laica y obligatoria, el periodismo popular, los libros de edición barata, las obras de divulgación histórica, los conciertos populares y las exposiciones públicas.
No faltaron tampoco los anarquistas que pretendían zanjar el problema da la lucha de clases por medio de la violencia. Así, en actos terroristas fueron asesinados el zar Alejandro II, en 1881; el rey Humberto I de Italia, en 1900; Alejandro I de Serbia, en 1902, y años más tarde, Jorge I de Grecia, Carlos I de Portugal y otros monarcas, hasta llegar al asesinato del príncipe heredero de Austria-Hungría en Sarajevo, archiduque Francisco Fernando, en julio de 1914. Pero fueron hechos aislados que no arrastraron a las masas populares, las que prefirieron seguir otros caminos en sus luchas sociales, entre ellos dar su apoyo a los partidos que las representaban.
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REVOLUCIONARIO: Los planteamientos ideológicos en política y economía hechos por Carlos Marx dieron vida a numerosas manifestaciones reivindicativas de parte de los trabajadores antes de fines del siglo pasado.
En Alemania, el sufragio universal establecido en la Constitución de 1871 permitió el crecimiento de dos nuevas fuerzas políticas con las cuales hubo de transigir el autoritario Bismarck: el Centro Católico y la Social Democracia. El primero se originó como una reacción a las llamadas "leyes de mayo", dictadas por el "Canciller de Hierro" entre los años 1872 y 1874, que, entre otras cosas, disolvieron las organizaciones católicas, clausuraron seminarios y, en general, privaron al clero de todo poder oficial.
Esta persecución dio lugar a que todos los católicos se unieran en un partido político, el Centro, que rápidamente empezó a conquistar asientos en el Reichstag. Su líder, el abogado Windthorst, hábil político y notable orador, hizo de él una fuerza tan poderosa que a partir de 1880 ya fue imposible gobernar sin él. Así, Bismarck se vio obligado a derogar las "leyes de mayo", restableciendo las antiguas garantías de que gozaban los católicos. Pero el Centro —único partido de la Alemania de aquel tiempo que no representaba a una clase social ni defendía sus intereses— no se conformó con haber doblado la mano al Canciller en su lucha antirreligiosa, sino que lo derrotó por segunda vez al imponerle algunas reformas sociales. La principal fue la libertad de asociación de los trabajadores con exclusión de todo monopolio del Estado; en otras palabras, la libertad sindical.

La social democracia
Pero si Bismarck cedió ante el Centro, no fue sólo por la fuerza del elemento católico, sino que también porque se veía en la necesidad de hacer frente a otro movimiento que le parecía más peligroso: el socialismo.
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VOTO FEMENINO: Las mujeres reclamaron también el derecho a sufragio, convirtiéndose en serio problema para las autoridades, especialmente en Inglaterra, donde el movimiento tuvo mayor fuerza.
Este tuvo en Alemania un desarrollo aún más extraordinario que el del Centro Católico, ayudado sobre todo por los bajos salarios y la dilatada duración de la jornada de trabajo en las industrias. Los primeros grupos socialistas fueron organizados hacia 1863 por Lasalle en la región del Rhin. Luego se formaron las agrupaciones socialistas de Sajonia —región donde la miseria obrera era mayor— bajo la dirección de un obrero de apellido Bebel, adicto a las teorías de Marx.
Ambos conglomerados aspiraban a reformas socio-económicas profundas, como la confiscación por el Estado de las minas, las fábricas y la tierra; o sea, la colectivización total de los medios de producción. Sin embargo, el socialismo alemán no siguió el camino revolucionario, sino que armonizó sus postulados con los principios de la democracia burguesa, adoptando las prácticas parlamentarias para obtener conquistas sociales a través de la legislación. En 1875, los grupos socialistas se fusionaron formando el Partido Social Demócrata, cuya fuerza residió más que nada en una férrea disciplina y en el gran número de electores que sin ser socialistas le dieron sus votos, en razón de no existir en Alemania un partido equivalente al radical francés.
Alarmado por el programa socialista, Bismarck logró hacer aprobar hacia 1878 ciertas leyes de excepción contra el Partido Social Demócrata: sus líderes fueron perseguidos y reducidos a prisión, sus periódicos clausurados y sus asociaciones disueltas. Pero a pesar de esta persecución el movimiento socialista siguió su curso y camuflado bajo otros nombres llegó a obtener en el Reichstag un número de diputados todavía mayor al del Centro Católico.
Pero al mismo tiempo que perseguía a los socialdemócratas, Bismarck se empeñó en mejorar la condición de los obreros, adoptando el sistema del "socialismo de Estado", consistente en proteger a los grupos más desamparados mediante leyes adecuadas. Para Bismarck, esto era "hacer política conservadora del orden social existente". A ella respondieron sus leyes de "Caja de seguros contra enfermedades", dictada en 1883; "Contra accidentes", en 1884; y de "Seguro de ancianos y enfermos", en 1889. En cuanto a las leyes represivas contra los socialdemócratas, tan pronto Bismarck desapareció de escena Guillermo II se encargó de hacerlas derogar. Las consecuencias de la contienda habían favorecido abiertamente a la clase trabajadora, pues por un lado se había fortalecido una poderosa Social Democracia que defendía sus intereses y, por otro, a fin de quitarle las banderas de lucha a ese movimiento, el gobierno había dictado una legislación social muy avanzada para su tiempo.

El anticlericalismo francés
En Francia, la Tercera República, que había comenzado en forma vacilante, logró resistir las embestidas de los monárquicos y hacia el último cuarto del siglo XIX los republicanos terminaron por imponerse en forma aplastante sobre los partidarios del antiguo régimen. El Segundo Imperio había afianzado el sufragio universal, lo que permitió a los republicanos, dirigidos por León Gambetta, hacer una intensa propaganda de sus ideas entre los obreros y la clase media. En 1879 conquistaron la mayoría en ambas cámaras, con lo que la República se afianzó definitivamente.
Los republicanos llevaron a cabo en lo interno una política anticlerical y en lo externo levantaron el prestigio francés al formar un nuevo Imperio colonial. Pero finalmente se desprestigiaron, siendo desplazados del poder en 1901 por una alianza de radicales y socialistas.
Los radicales, que hasta 1914 fueron el partido eje dentro de la vida parlamentaria, constituían un partido democrático y laico que rechazaba por igual el liberalismo económico así como el colectivismo marxista; su jefe principal fue el ilustre Clemenceau. El Partido Socialista, por su parte, estaba formado en su mayoría por obreros y tenía por líder a Juan Jaurés, un brillante orador parlamentario y destacado sociólogo. Terminó sus días trágicamente al ser asesinado por un fanático nacionalista.
En cuanto a su posición frente a las masas trabajadoras, la Tercera República se dedicó a continuar y perfeccionar la legislación social que había sido iniciada durante el Segundo imperio. Pero a pesar de su evolución hacia la izquierda, Francia —que se caracterizaba por ser un país de pequeños propietarios— siguió siendo, en el fondo, profundamente conservadora. Hasta 1914, fue uno de los países europeos que gozaron de mayor estabilidad social, por lo que se la llamó "La República Burguesa".

Cambio social en Inglaterra
Las ideas de Carlos Marx se difundieron por toda Europa, engendrando partidos socialistas y socialdemócratas, todos ellos laicos y a menudo anticatólicos. Es así como el 15 de marzo de 1891 el Papa León XIII publicó la Encíclica "Rerum Novarum", una toma de posiciones de la Iglesia Católica ante la cuestión social y una réplica espiritualista al materialismo marxista. En ella el Papa admitía la intervención del Estado en materias sociales y hacía una ardorosa defensa de los derechos de ios trabajadores, dando así un golpe de gracia a los economistas y políticos que propiciaban el liberalismo manchesteriano. Esta encíclica —que provocó gran escándalo entre los sectores más conservadores del catolicismo— serviría de inspiración a los futuros partidos socialcristianos y democratacristianos.
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LÍDER: Emelinne Pankhurst encabezó el movimiento feminista en Inglaterra y fue arrestado numerosas veces. Fue apoyado por su esposo y sus hijas.
Así, pues, el tema de las reformas sociales preocupaba a todo el mundo de fines del siglo XIX. En 1892, la aristocrática Inglaterra, que desde tiempos inmemoriales había sido gobernada por la realeza, la nobleza y la alta burguesía, vio surgir el partido obrero o laborista, como una resultante del crecimiento de la gran industria. El nuevo partido no tardó en lograr una abundante representación parlamentaria. Bajo su influencia las viejas colectividades conservadora y liberal, especialmente la última, se rejuvenecieron, haciendo suyas una gran parte de las aspiraciones del proletariado.
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PRESIDENTE: Raymond Poincaré asumió lo Presidencia de Francia cuando comenzaron a juntarse las nubes de la guerra. En lo fotografía, poco después de asumir.
En las elecciones de 1906 el Partido Laborista llevó nada menos que 43 diputados de la clase obrera a la Cámara de los Comunes, lo que constituyó una verdadera revolución en la historia de la política británica. Cabe hacer notar que el rey Eduardo VII, haciendo gala de una gran flexibilidad para adaptarse a las nuevas realidades, los trató de manera muy deferente. Así, cuando estos diputados, vistiendo simple vestón y sombrero gris, asistieron a un "Garden Party" en el Palacio de Buckingham, el monarca prefirió departir largamente con cada uno de ellos que con los nobles invitados que lucían irreprochable levita y sombrero de seda.
En el mismo año 1906, John Burns —antiguo agitador obrero que en 1887 había sido arrestado en Trafalgar Square por haber encabezado una manifestación excesivamente violenta— fue nombrado ministro y aceptó llevar el lujoso uniforme de consejero privado cuando iba a la Corte.

Las terribles sufragistas
Estaba visto que las luchas sociales de los hombres no iban a causar grandes problemas en la Inglaterra de principios de siglo, ya que las diferencias se arreglaban pacíficamente.
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REFORMISTA: El príncipe Bismarck propició algunas reformas sociales.
Paradojalmente, las mayores dificultades fueron causadas por las mujeres, que en un vigoroso movimiento feminista empezaron a exigir su derecho a voto.
En 1903, una mujer de Manchester, Mrs. Paokhurst, junto a sus hijas Christabel y Sylvia, invitó a su casa a un grupo de amigas y fundó con ellas la "Wornen's Social and Political Union", escuchándose por primera vez la consigna "Votes For Women". Aquél fue el punto de partida de una intensa campaña que se propagó por todo el país, a la que se fueron sumando miles de mujeres.
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LEÓN XIII: El Popa emitió una encíclica. "Rerum Novarum".
Muy pronto las sufragistas empezaron a asistir a las sesiones del Parlamento a pedir a viva voz su derecho a voto. Varias veces las sesiones debieron ser interrumpidas para hacerlas salir a la fuerza. También en numerosas oportunidades debieron ser desalojadas de las escaleras del Número 10 de Downing Street, donde se instalaban, a fin de presionar al Primer Ministro, Sir Henry Campbell-Bannerman.
A menudo las sufragistas iban a parar a la cárcel de Holloway; pero ni allí cejaban en su lucha por los derechos cívicos, ya que se declaraban huelgas de hambre. Muchas veces hubo que hacerlas comer por medio de procedimientos brutales y dolorosos, a fin de salvarlas de una muerte voluntaria. Pero, pese a su empeño a veces rayano en lo increíble, el voto femenino no fue instaurado en Gran Bretaña hasta 1918. No obstante, quedó en pie el hecho de que el "sexo débil" había sido capaz de provocar los disturbios callejeros más violentos de toda la Belle Époque, más feroces que los anarquistas masculinos.
La tiranía de la moda
Violentas variaciones caracterizaron la ropa de hombres y mujeres en la alegre y lujosa vida de la Belle Époque.
32a.jpgLa historia de los trajes marca la historia de todos los tiempos y así ocurre también en la Belle Époque. Como una coquetuela caprichosa, la moda femenina y masculina evoluciona desde los estilos señoriales y severos hasta los más audaces y atrevidos. Ora se presenta sencilla y sobria, ora ampulosa y exquisita. Se contradice de un año a otro, busca primero la simpleza y luego la exuberancia, para retornar después sin pudor alguno a las inspiraciones de un siglo antes. Miles de mujeres y hombres seguirán sin protestas ios dictados de los nacientes grandes nombres de modistas franceses, austríacos y alemanes. La importancia de damas y caballeros se mide, las más de las veces, por el número de tenidas que esconden sus gigantescos roperos clásicos, fragantes y colmados de los más inverosímiles atuendos.
Si bien la moda femenina gana en imaginación y riqueza, la masculina es también toda una ciencia del buen vestir.

Las pícaras ingenuas
Hacia fines de 1870 y en los primeros años de la década siguiente se observa en la línea femenina una reacción contra la amplitud que había caracterizado la moda anterior. Los vestidos estrechos suceden a los de gran ruedo. El talle se alarga y sobre la falda, hasta el suelo, que apenas permite caminar, se aprecian en profusa sucesión cenefas, bordados, encajes, lazos y especialmente volantes de colores violentos sobre un fondo común.
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ELEGANCIA: Estos cinco modelos fueron lucidos por Mata-Hari, árbitro de la moda durante su permanencia en París, Viene, Longchamp, Palermo y Berlín, respectivamente.
Las damas apenas pueden respirar. Se cuenta de inverosímiles esfuerzos por hacerse los trajes ceñidos al cuerpo y en los círculos imperiales se comenta, con malicioso sonrojo, que la Emperatriz Isabel de Austria, por ejemplo, ordenaba que cosieran sus trajes de amazona directamente sobre su cuerpo desnudo.
Pero entre 1882 y 1883 reaparecerá el desterrado polisón y las faldas con pliegues y volantes, formando túnicas recogidas. Hay quienes llevan la falda estrecha, lisa y con cola, dispuesta generalmente esta última en bollos sobre faldones.
Por esos tiempos la falda "no dejaba ver el pie, pero tampoco tocaba el suelo". Este detalle resultaba muy importante porque las damas, si bien confeccionaban sus vestidos en muselina, popelinas, sedas y crespón de China, y los adornaban con lentejuelas, perlas falsas y lazos rococó de encajes de Valenciennes, parecían mucho más preocupadas de lo que vestían bajo la falda, aquello que tímidamente a veces y otras no tan tímidamente dejaban entrever cuando descendían de un carruaje o se dejaban llevar por el embrujo de un vals. Así la ropa interior de las señoras de la época resultaba tanto o más rica que sus faldas.
Los varios refajos de años anteriores se redujeron a uno sólo, confeccionado en tafetán —el género que permitía el alegre frufrú— y terminando en volantes transparentes y etéreos. Famosos fueron, por ejemplo, los llamados "frillies", refajos en verde y negro que cumplían perfectamente su misión: producir el frufrú y seducir la imaginación (masculina) con el caprichoso movimiento de sus volantes de encajes.
1890 es, por otra parte, el año que marca el nacimiento de la "blusa", que reinará sin competidora hasta 1917. Desterrando el corsé (por "inútil, feo e incómodo") la blusa nace como una media envoltura suelta y graciosa, generalmente de muselina, crespón o tafetán tornasolado, con abundantes pliegues y volantes, y algún escotillo invitador, donde podía ocultarse —sin peligro de pérdida— alguna incendiaria misiva de amor.
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1905: Este era el atuendo de una dama elegante a comienzos del siglo. Pieles y plumas, más un pequeño perro, completaban el toque distinguido que exigía la época.
Ha llegado el siglo XX y en 1908 el modista Paquin da un gran golpe. Crea el talle corto. Dos años después la audaz señorita Duluc, del Teatro Athénée de París, tiene la "impudicia" de salir a escena con un traje de sociedad corto y ajustado. En 1909, las mujeres europeas y norteamericanas consagran el "trotteur", también corto y ajustado, lanzado por Drecoll y otros modistas parisienses.
Por ese tiempo las faldas se han estrechado tanto que apenas permiten el movimiento de las piernas. Surge una solución justa: crear una falda para cada pierna, o sea, la falda-pantalón.
En 1911, en las carreras de caballo, las casas Drecoll y Bechoff David lanzan la falda-pantalón, que provoca un movimiento incontenible de repudio.
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EN EL BAILE: Damas y caballeros cumplían con estrictez los dictados de una moda tiránica que no perdonaba los detalles, sobre todo en las reuniones sociales.
En la Friedristrasse de Berlín, entre tanto, los modistas que han colocado algunos modelos en vitrina los retiran apresuradamente.
Siguiendo la ley de la compensación, los vestidos ajustados se adornan con sombreros amplios y alones —a veces las alas van de hombro a hombro— que hacen tornarse muy gracioso el paso de una mujer por una puerta estrecha o su descenso de un tranvía.
Para mayor elegancia suele adornársele con una pluma de avestruz colgante llamada "llorona", más algunas flores y cintas de bello colorido.
La moda es cada día más exigente. Si existe alguna duda, pueden leerse las leyes dictadas por la baronesa de Orchamps en su famoso "Manual de la Mujer Elegante", estableciendo que una dama de buen vestir debe llevar por las mañanas sólo "trotteur"; si va de visita o a la iglesia escogerá un vestido de paño; si va de visita llevará traje de terciopelo o tafetán; si va a cenar puede usar un escote discreto; si va a la ópera, un escote bastante más bajo. A esto agréguense las tenidas especiales para practicar el tenis, tomar baños de agua (esos trajes con faldones y peto), y si va al campo o la montaña, traje alpino. Estas últimas tenidas deportivas eran creadas generalmente por modistas londinenses.
Pero si bien la falda-pantalón fue ominosamente condenada, aún falta el mayor escándalo. En 1913 "aparece el pie", triunfante y definitivo, bajo la falda… por supuesto.
Esta "aparición del pie" desata una escandalera sin precedentes. El l de enero de 1913 el príncipe obispo de Leibach, consternado por tanta impudicia, redacta una Pastoral a los fieles en términos como éstos:
"Nuestro mundo perverso busca ávidamente los placeres sensuales y se entrega por entero especialmente a la lascivia, a la cual sirven muy bien las últimas modas. Estas son una triste prueba del grado de abyección a que ha llegado el espíritu moderno y una prueba más triste aún del poder, mejor diré, del terrorismo de la moda…"
Todos los obispos de Alemania lo imitan, previniendo a los fieles de esta demoníaca aparición…del pie bajo la falda.
Las modistas católicas de Breslau prometen, por su parte, a sus directores espirituales no confeccionar más trajes que dejen "la pierna al descubierto".
Pero las mujeres de la época desoyen tan sabios consejos. Primero muestran sus piececitos, y luego… los pícaros modistas las inducen a subirse la falda aún un poquitín más, y aparecen las blancas pantorrillas.
Ahora el mayor escándalo se desata en Norteamérica. En el Estado de Illinois se promulga una ley multando a las desenfadadas que
"lleven faldas y refajos cuyos bordes, estando ellas de pie, se levanten más de quince centímetros del suelo". Igual o peores penas para las que lleven mangas cortas o escotes o usen corsé sin certificado médico…"
Varones: elegantes hasta morir
Mientras las damas innovaban en todo, para los varones se mantenían —por lo menos hasta 1909— las cinco formas clásicas: frac, smoking, levita, chaqué y americana.
Pero todo esto no implicaba continuidad. Para variar las tenidas clásicas estaban las mil formas de las corbatas y los chalecos. Un caballero que se preciara debía tener por lo menos el doble de chalecos y corbatas que de traje, y un caballero por cierto no tenía menos de diez o quince trajes colgando de sus armarios. Hubo además algunos que exageraron la nota. Por ejemplo, cuando el marqués de Anglesey, de Londres, se declaró en bancarrota, se remataron sus bienes y entre ellos los 600 chalecos mandados confeccionar para variar a gusto sus trescientos trajes.
También se contemplaban tenidas especiales para practicar el tenis, el golf, el hockey, el fútbol, el esquí y la equitación.
Un famoso historiador de la moda, Max von Bohem, al referirse a la preocupación que los varones de la época demostraban por el buen vestir, recuerda a sus lectores que cuando el "Titanic" se hundió en 1912, algunos norteamericanos se pusieron rápidamente sus smokings "para morir con elegancia".
Los adelantos de la ciencia
Audaces teorías, grandes descubrimientos y portentosos inventos conmovían al mundo entero, porque cada día los investigadores aportaban nuevas .conquistas al saber humano, en un periodo que parecía ser frívolo y superficial.
Detrás del rutilante mundo del vals straussiano, de las cortes imperiales, de los desfiles militares y de los poéticos romances de sonrojos y encajes, los cerebros científicos de la Belle Époque iniciaban una de las avanzadas más impresionantes de la historia, rompiendo todas las marcas, saltando todas las barreras del escepticismo y quebrando, también, todos los prejuicios.
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CIENTÍFICO: Roberto Koch aisló el bacilo de la tuberculosis entre otros grandes descubrimientos biológicos aportados por él a la ciencia. En la fotografía, con su ayudante en plena labor.
En 1859, Carlos Darwin, con su famosa obra sobre la evolución de las especies ("Origen de las Especies") había trastocado el pensamiento. Sus aseveraciones tornaron repentinamente inválidas para muchos las doctrinas cristianas sobre la creación divina de la especie, y se convirtieron además en acicate para la investigación. Así, la Ciencia empieza a tornarse libre, no sólo de la Iglesia, sino del Estado, que debe fomentarla pero no trabarla en sus avances, so pena de estar cometiendo un sacrilegio. La experimentación, la observación y el cálculo son los métodos sagrados, junto con el rechazo de cualquier creencia a priori, susceptible de ser destruida en sus fundamentos.
Las ciencias madres o pilares son las Matemáticas y la Física y sobre ellas, la mecánica, la óptica y tantas más se abrirán haciendo germinar enormes realizaciones. Es la era de los investigadores, los botánicos, los fisiólogos, y por cierto…, los inventores. Sobre la ruta trazada por Volta, Faraday, Galvani, surgen Edison y Bell y tantos más.
"Los ferrocarriles y el telégrafo eléctrico —decía Wells — constituyeron para la imaginación popular del siglo XIX los inventos más peregrinos y revolucionarios; sin embargo, en sí mismos, eran solamente las primicias más visibles y más toscas de un proceso de mucha mayor amplitud".
Ese proceso de mayor amplitud será el más sorprendente salto de la ciencia y la técnica sumadas, haciendo nacer las primeras sensaciones, no ya del confort, sino del "ahorro de tiempo", concepto entonces primitivo y que alcanzaría en nuestro siglo una culminación casi dramática entre los puntos de la tierra y hacia el cosmos.

El camino de la ciencia
Inclinados sobre sus microscopios, en la fría complicidad de tubos de ensayo, fracasando una y cien veces para obtener apenas pequeños triunfos en años y de pronto sorprender al mundo con una revelación, los científicos de la época laboran incansablemente. Uno de los centros más importantes es la Universidad de La Sorbona.34b.jpg
Allí, un investigador francés, Pedro Curie, director de la Escuela Municipal de Física y Química, y una muchacha polaca, María Sklodowska, que ha llegado con innumerables dificultades a realizar sus estudios científicos a esa universidad, inician en 1895 sus primeros experimentos sobre las propiedades radiactivas del uranio. Este último elemento había sido ya descubierto por Enrique Becquerel.
Mientras Pedro enseña, María, convertida ahora en su esposa, continúa sus investigaciones en una bodega abandonada. En 1898 sorprenden al mundo entregando el descubrimiento del radio. En 1902 lo aíslan. El poder del nuevo elemento de destruir los tejidos del cuerpo humano será la mejor ayuda paca los esfuerzos de la medicina y el pilar de toda una cruzada científica y técnica.
Pero también en La Sorbona un biólogo francés —nacido en Dole, Departamento de Jura, e hijo de un curtidor— descubre en su laboratorio que las enfermedades animales y vegetales son transportadas por bacterias que es posible analizar.
En su cátedra de titular de química, Luis Pasteur no sólo ha descubierto el carácter bactericida de las enfermedades, sino una fórmula para que cientos y miles de personas eviten la muerte: ha descubierto y aislado los bacilos del carbunclo, la rabia y la difteria, y a su vez prepara las primeras vacunas inmunizantes.34c.jpg
Entretanto, un médico alemán, nacido en 1843, en Klauthal (Hannover) empieza a concentrar la atención científica. Se trata de Roben Koch, científico que había actuado como cirujano voluntario en la guerra franco-prusiana, después de trabajar como médico del Hospital General de Hamburgo y del Manicomio de Lagenhogen radicado en Bomst. Koch se dedica íntegramente a la investigación científica, aprovechando su experiencia y sus conocimientos adquiridos en la Universidad de Gotinga. En 1882 descubre el bacilo de la tuberculosis; dos años más tarde, investigando los orígenes del cólera asiático, descubre que la enfermedad se deriva del "Bacilo vírgula", y luego llega a los agentes provocadores del suero y la peste bubónica. La vacuna "antirrábica" es su mayor aporte.

Las grandes invenciones
Pero no sólo los científicos están sorprendiendo con sus fabulosos experimentos. Una pléyade de inventores se abre pronto camino entre la incredulidad y el atonismo de los pueblos.
Los descubrimientos y las invenciones son tan sucesivos que hay poco tiempo para analizarlos. El siglo que muere y el que empieza apenas alcanzan a comprenderlos cuando los incorporan a sus sistemas de vida.

21 de octubre de 1879, y la electricidad.
El genio del investigador norteamericano Tomás Alva Edison, ha permitido el hallazgo más importante de los últimos cien años, sobre el que se montarán la industria, el progreso y hasta la vida misma de las futuras generaciones y ciudades.
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AVANCE: Graham Bell perfeccionó el teléfono y construyó este modelo más avanzado, cuyo éxito le hizo ganar fama y dinero.
Tres años antes, Alexander Graham Bell, nacido en Edimburgo, había inventado un aparato de bocina que permitía comunicarse por palabra y viva voz a dos personas entre los sitios más alejados. Era el teléfono. El 13 de noviembre de 1877, una persona situada en Saint Margaret's Bayen, en la costa inglesa, escucha otra voz proveniente de Sangatte, en la costa francesa.
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EL TELÉFONO: Elisha Gray construyó uno de los primeros teléfonos, cuyo diagrama se reproduce en este grabado de la época.
Pero en el campo de las comunicaciones hubo otra sorpresa. Guillermo Marconi, un investigador que trabajaba sobre los primeros descubrimientos de transmisión de ondas eléctricas a distancia practicados por Hertz, creaba la telegrafía sin hilos que permitía enviar y responder señales a unos 3 mil doscientos metros de distancia.
Otro físico alemán, Guillermo Röntgen, descubre los rayos X, que permitirán diagnosticar las enfermedades.
En la vorágine de la técnica y la ciencia aplicadas surgirán también el cinematógrafo de los hermanos Lumière, que el 28 de marzo de 1895 resiste una exhibición pública, y los motores de Rodolfo Diesel.
Falta aún algo: el automóvil, el dirigible y el aeroplano…
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LA AVIACIÓN: los Hermanos Wright en uno de sus primeros vuelos, con un aparato más pesado que el aire, iniciaron la conquista del espacio, causando conmoción en el mundo entero.
El 17 de diciembre de 1903 los hermanos Wright realizan el primer vuelo con éxito en Kitty Hawk. El hombre se ha proyectado al espacio.
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VAPOR: El empleo del vapor en locomotoras y otros vehículos significó una revolución en la que tuvieron destacado lugar Santiago Watt y Robert Fulton. Un grabado de la época muestra sus primeras aplicaciones.
En 1879, George Selden solicita la primera patente del automóvil de gasolina moderno, pero sólo la consigue en 1895. Tres años antes, Charles E. y Frank Duryea se llevaban el mérito de construir el primer automóvil norteamericano a gasolina. En 1901 la fábrica Old Motors Works comienza a producir el primer Runabout, coche ligero para dos personas. En 1915 la Ford lanza el primer sedán de dos puertas, para dos personas. El ciclo se ha cerrado.
Las testas coronadas de la Belle Époque
El puritanismo Victoriano en Inglaterra, los devaneos del monarca belga, el militarismo del kaiser, la estrictez de Francisco José, la tristeza de los Alfonsos de España, los rudos piamonteses de Italia y el trágico zar de Rusia dieron las normas de vida a las últimas cortes reales de Europa.
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Belle Époque suena a nombre de mujer… Esta mujer, época de mil rostros se paseó por Inglaterra, Alemania, Austria, Bélgica, Holanda, los países escandinavos, la Rusia del último zar, el Piamonte y París, donde se tomará más dicharachera que en ninguna parte.

◄ GUILLERMO II, el último káiser.

Puritanismo se llamaba en Inglaterra a esa pureza de las costumbres, que llevando como portaestandarte a la reina Victoria comenzó a cubrir las patas de los pianos, para evitar inconvenientes asociaciones de ideas, peligrosas para la castidad nacional.
Albert Edward, hijo de la tan severa reina y el príncipe de Gales, lograba que, como máxima licencia, se le permitiera subirse los pantalones en los días de lluvia en los campos hípicos. De esta licencia nace la moda para todos los hombres en días de lluvia….
En Berlín, Guillermo II se dedicaba a diseñar cada día un uniforme distinto y con nuevos galones: yelmo con penacho, yelmo con águila dorada, yelmo con punta: "Uniforme e hijos", decía, y se fotografiaba con sus seis vástagos en uniformes de oficial. Uniformes e hijos también en Viena, donde Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, había instaurado una rígida atmósfera de corte española, atenuada solamente por los giros sonrientes de los valses de Strauss. Muchos uniformes, pocos hijos también en San Petersburgo.
Hacia el sur, una corte establecida desde hacía muy poco tiempo por los Saboya, venidos de las montañas piamontesas. Son rudos, hombres de campo; hay muchos bigotes negros, pero pocos uniformes. El país es pobre. Junto al Mediterráneo se asoma otra corte, la de los Alfonsos de España. Pequeños, tristes, de piel aceitunada, algo encorvados bajo la pesada tradición de otras monarquías, otras majestades católicas, las del Escorial.
También están Bélgica y Holanda. Guerras, uniformes, bailes y un imponente Leopoldo II, que a los 65 años se inclina enloquecido a los pies de la sensual Carolina Delacroix, de 18 años y empleada doméstica hasta hace muy poco.
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ALFONSO XIII: El último rey de España, en una de sus visitas al Paris de la Belle Époque.
Porque había llegado Offenbach y había dicho nuevas verdades sobre el "Can-Can" y "La Gaité Parisienne" ("La Alegría Parisiense"), los uniformes quedaron colgados en los armarios, los monarcas empezaron a escapar a París o Montecarlo y los asuntos de Estado de media Europa se empiezan a tratar por telégrafo entre grandes hoteles de la Costa Azul o los Campos Elíseos. Sólo escapa a este torrente la reina Victoria, que cuando pasaba frente a Montecarlo hacía bajar las cortinas de su coche para ni siquiera "ver ese lugar de perdición"
Un día de agosto de 1914, un oficial del Regimiento de Alexander, con yelmo de punta, guantes y monóculo, leía en una plaza de Berlín una breve proclama. Era la declaración de guerra. Guillermo II, el mismo que había ido a Montecarlo a poner en práctica un sistema "infalible" para ganar a la ruleta, había decidido poner a prueba a sus tropas de tan vistosos uniformes. Era el fin del vals y el comienzo de la carnicería.

"El gran árbitro europeo"
Hacia 1906, el cura de Ostende —la playa de la nobleza— le decía a Leopoldo II con aire preocupado:
"Majestad, por allí andan diciendo que el rey tiene una amante…", refiriéndose, sin duda, a Cléo de Mérode, la favorita oficial.
Leopoldo, desde sus dos metros de estatura y mesándose su barba de profeta, lanzó una carcajada. Se inclinó hacia el sacerdote y con tono de complicidad, dijo: "Qué casualidad, padre…, me han dicho lo mismo de usted, pero yo, por supuesto, no lo he creído"…
Esa noche, en las terrazas frente al mar, los veraneantes celebraban la salida del rey y renovaban sus chismes sobre la bella Cléo, acompañante discreta del monarca desde su primera aventura juntos en las aguas termales de Spa.
María Enriqueta no era feliz, obligada a vivir en una época demasiado frívola para su carácter trágico, casada con un rey demasiado original y extravagante. Cuántas veces una velada familiar terminaba con la furia de Leopoldo apenas la reina soltaba este estribillo:
"Leopoldo, Leopoldo, tú vas a arruinarnos con tu famoso Congo", reprochándole sus aventuras coloniales o su amistad con el explorador Stanley.
Para distraer a la reina, las damas relataban los últimos horrores de Isadora Duncan: "esa loca californiana que bailaba casi desnuda y sólo comía aceitunas", o los deslices en lengua francesa de Cristina de Suecia.
Alrededor de los chismes, toda una rolliza burguesía, hija de los ferrocarriles, los hilados y el carbón, recibía el siglo con sus sombrillas bordadas y sus sombreros de hongos. Bruselas estaba llena de intrigas parlamentarias y recuerdos históricos.
Entonces, era cuestión de refugiarse en alguna de las dos ciudades que constituían las "niñas mimadas" de la Belle Époque, Ostende y Spa.
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Izquierda: Su Alteza Imperial, la princesa Napoleón y princesa Clementina de Bélgica. Centro: LEOPOLDO II, de Bélgica, fotografía tomada por su esposa en Gergnon. Derecha: Su Majestad la reina María Enriqueta reina de los belgas.
Centro de atracción
Ostende, que recibió el afecto de todos los coronados europeos, pese a las dudosas cualidades del Mar del Norte, ofrecía el golf y la equitación, a veces con la reina María Enriqueta a la cabeza, sobre su brioso caballo "Innovator", color negro azabache. Por las tardes: aburrimiento mortal. Sin embargo, los jóvenes aprovechaban la calma para los pasatiempos románticos en el muelle, hechos de tímidos besos y esquelas ardientes. Por la noche, todos los caballeros, acompañados de sus esposas, buscaban en los entreactos del Kursaal a la dama de sus sueños. Las bicicletas, que aparecieron a principios del siglo allí, quedaron consagradas cuando Leopoldo alquiló una para pasearse por las veredas. En el Kursaal, la música era convencional y sólo de vez en cuando aparecía el atrevido Offenbach. Se bailaba el vals, al estilo vienes, con algunas libertades parisienses. Y nada, nada escapaba a los ojos de las mujeres, gracias a la iluminación de 600 bujías, ¡única para su época!
Pero Ostende era demasiado aislada para esconder tantos secretos. Aun en los trenes alquilados a la moda de la Primera Exposición de Bruselas, llegar allí significaba retirarse un poco del centro del mundo… y el centro del mundo estaba en el camino de Alemania y se llamaba Spa. Spa, pintoresca villa de 7 mil habitantes y hasta 17 mil en plena temporada, era con sus aguas termales y agua mineral suficiente excusa para un viaje de "cura".
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VÍCTOR MANUEL III, último rey de Italia, ascendió al trono en julio de 1900.
Baronesas de Alemania, cocottes parisienses, miembros de las casas reales se citaban allí. La kaiserina fue allí desoyendo un consejo médico. Allí se celebró un concurso de tiro al pichón que dio de premio 300 mil dólares a un noble secundario de Italia. Allí llegaron los primeros automóviles de carrera (27 kilometres por hora). Allí también arribó un mediocre tenor italiano, Isalberti, que se presentó en el casino por 2 millones de dólares anuales.
El mundo era Spa. Aunque el viejo telégrafo solía anunciar la muerte de un lejano primo real asesinado por un anarquista o la derrota de un Alejandro en la guerra con Japón, no llegaban a Spa bombas ni revoluciones. Solo la muerte de la soberana, en 1902, dio la primera alarma...
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EXEQUIAS REALES: Cortejo fúnebre del rey Leopoldo II, de Bélgica, muerto el 22 de diciembre de 1909.
Luego el duelo, las reconciliaciones, la ruptura. Muchos nobles empiezan a preferir Baden-Baden o a escapar con sus amantes a Marienbad o a ir a conocer a los rusos instalados en Niza. Todo había sido demasiado bello para durar poco más de una década. Un menú inédito de la cocina de Leopoldo II, con correcciones personales del soberano y que tenemos a la vista, dice:
"huevos a la rusa con espárragos, filete de buey a la milanesa, pollos saltados y trufados, aspic de foie gras, perdices rojas doradas, helado napolitano"…
Y una advertencia de puño y letra del rey: "el soufflé del helado, que sea suave". La fecha: jueves 8 de marzo de 1906.
Y en su diario de ese año otros datos: 15 de agosto: "Batalla floral, tiro al blanco; en la noche, fuegos artificiales". 16 de agosto: "gran concierto y baile".
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EN EGIPTO: La reino Isabel de Bélgica, en un templo egipcio.
Navidad en 1909…Frente al Palacio Real de Bruselas la caballería evoluciona en silencio… La tropa se mueve a la cadencia fúnebre de los tambores mojados… El cortejo se inicia para un doble entierro: Leopoldo II y la Belle Époque...
 
Francisco José en la Viena del vais
La Belle Époque vienesa o lo que comúnmente se entiende por tal, es el reflejo a veces trágico de la opereta. Y también en Franz Lehar, que cada noche colma las plateas nunca cansadas de reflejarse en la efímera vida del "Conde de Luxemburgo" o en la "Danza de las Libelulas", casi para olvidar en el vals el oscuro decir de Lenau: "Es ist halt nichts": "no hay absolutamente nada".
38c.jpgEl esplendor de la corte vienesa se difunde en las calles de la complaciente y alegre capital del imperio austro-húngaro. Un esplendor de un imperio que se está encaminando a la decadencia. No es posible hablar de las condiciones de Austria, no es posible hablar de como se vivía en la Viena de fines del siglo y de principios de este siglo sin recordar la situación en que se encontraba el imperio del águila bicéfala.
Derrotada en Sadowa (1866), Austria va perdiendo paulatinamente todos sus territorios en Italia, su fuerza se va disgregando, mientras amenazadoramente se abre camino Prusia, la nueva potencia espartana en un mundo que parece naufragar. La Belle Époque vienesa, pues, es un reflejo de esta vida ficticia que se arrastra en la búsqueda de la gloria pasada de un Klemens Wengel Lothar Metternich o de las extravagancias del príncipe bohemio Félix Schwarzenberg.
Schwarzenberg había representado medio siglo antes un personaje de la Belle Époque que debía vivir aun a fines del siglo XIX. Oficial brillante de caballería, se enamoro locamente, en Londres, de Jane Eilenborough, mujer del Lord del Sello Privado. Con ella escapó a París, protegido por el príncipe de Metternich, pero en la capital francesa Jane lo abandonó y se convirtió en la amante de aquel Luis I de Baviera que debía perder el trono por su encendida pasión por la bailarina Lola Montes; se caso con un barón alemán, luego con un conde griego, y finalmente entro a formar parte del harem de un sheik beduino.

Muere el siglo XIX en Viena
El siglo XIX va muriendo. La alegría triunfa en las calles de Viena, pero los presagios son funestos. El 30 de enero de 1889 se difunde por la capital austriaca la noticia del suicidio del príncipe heredero Rodolfo y su amante María Vetsera en el Castillo de Mayerling.
Francisco José es un hombre esencialmente vital, Nada lo abate. Sus viajes al exterior, muy frecuentes y aparentemente viajes de placer, eran en el fondo escapadas de su conciencia de que estaba muy débilmente afirmado en el trono.
Sí, claro que el emperador se hacía ver en Francia cada cierto tiempo.
Se tomaba sus vacaciones como portador de la pesada calidad de "majestad católica". En esas ocasiones, solía vérsele en la Costa Azul, llevando a pasear a la amante de turno.
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SIN TRONO: El archiduque Carlos Francisco José de Austria, el día de su boda con la princesa Zita de Borbón Parma.
Varios de esos turnos fueron ocupados por la Gussy, sobrenombre que distinguía a una esplendida muchacha que había logrado hacer blanco en el cansado corazón del emperador, salvándolo una vez del chantaje de una cierta Ilona, que en Montecarlo tenía un currículo abundante.
Del otro lado de Cap Martin, en cambio, estaba "Sissi", la legítima consorte de Francisco José, mujer afable, amorosa, comprensiva, dispuesta a no meter las narices en las dificultades sentimentales de su augusto esposo, Sissi había hecho colocar un trapecio por sobre su lecho para hacer gimnasia y mantener la figura con que encantaba a su nutrida galería de hombres, tal vez más nutrida que su colección de medias, famosa en su época.
Entretanto, la sombra de Mayerling alargaba aquella otra igualmente trágica de Maximiliano de Austria, que fue a buscar la muerte en el lejano México.
La Belle Époque en el mundo austro-germano se tiñe de sangre. Se impregna de sabor a revuelta; Francisco José finalmente empezaría a asistir casi impotente al crecimiento de la fuerza de Berlín y a su propia decadencia.

Berlín y Guillermo II, el Kaiser
Las fiestas y las recepciones en la Corte Imperial de Berlín tenían toda la pompa y la magnificencia dignas de una dinastía que pretendía la hegemonía de Europa, además del gusto teutónico por lo colosal. Los bailes eran vistosos, pero increíblemente ceremoniosos. La rígida etiqueta ahogaba frecuentemente la diversión. En cuanto a Guillermo II, el último káiser, su encanto personal no fue nunca muy grande; su falta de tacto y sus desconfianzas le restaron muchas simpatías.
Con fama de tacaño, tenía un concepto espartano de la disciplina. Si Bismarck pudo admitirle una "fuerte sensualidad", ésta no fue ejercida fuera del tálamo nupcial. Marido "excelente y respetuoso", "puso al mundo seis hijos y nada más", según aseguran sus biógrafos. El káiser, a diferencia de otros monarcas europeos, dio pocos motivos para chistes mundanos. Inteligente, culto, volitivo, casó con una mujer que no era bella ni brillante, ni siquiera de constitución física sana, pero sí exquisitamente sumisa. Era una baronesa de Schleswig-Holstein, que al tornarse emperatriz Victoria Augusta, nunca fue simpática a su pueblo. Demasiado serena y rígida, se dedicó sólo al gobierno de la casa cumpliendo la consabida frase "Küche-Kirche-Kinder": "Cocina-iglesia-hijos".
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LAS DINASTÍAS: Sentados, de izquierda a derecha, la reina Victoria Eugenia, de España; la emperatriz de Alemania, la reina de Portugal, el rey Alfonso XIII, España, y la reina de Noruega; de pie, Eduardo VII, de Inglaterra; el káiser Guillermo II, y la reina Alejandra.
Fue la princesa Cecilia quien trajo a la corte una brisa de frescura al casarse con el príncipe Federico, primogénito, pero no preferido, del káiser. Era el alegre espíritu francés que irrumpía en esa atmósfera. Cecilia era hija de la gran duquesa Anastasia, prima del zar Alejandro III. Una de las condiciones que Guillermo II impuso para el matrimonio de su hijo fue precisamente que Anastasia no apareciera nunca por Berlín.
Y fue en torno a esta joven pareja que se agrupó todo el "smartset" de la capital. Cecilia y Federico patinaban, bailaban, cantaban. Pero, paradójicamente, eran acérrimos guerrófilos y así la frívola criatura y el enfermizo príncipe se convirtieron en el alma del partido militar.
Entretanto, la rebelde de la familia era la única hija mujer del emperador, Victoria Luisa, que declararía que a pesar de su padre y el mundo entero se casaría por amor.
Y por ese entonces Berlín trataba de ponerse en la época. "Casino" y "Unión Club" son los dos salones de baile que reúnen a la alta sociedad y por supuesto al príncipe heredero y su graciosa mujer: "Unión" se convierte en la sucursal de Montecarlo y se juegan partidas de naipes que duran hasta tres días. Pero sobreviene un escándalo: un banquero hebreo trata de recuperar unas pérdidas en el juego con un oficial. Fue el fin del mundo, el káiser interviene y el "Unión" entra en cuarentena.
Si Guillermo II tenía delirios de poder, su hijo el príncipe Federico lo superaba. En el fondo, este joven era un "cobarde" (así lo refiere su dentista personal, el norteamericano Arthur Davis, en "El káiser que yo conocí"); pero los militares ven en él "su hombre".
Antes de casarse ha tenido mil aventuras amorosas y hasta se embarcó con una actriz norteamericana, que casi lo lleva a un matrimonio morganático. La reina lo disuade, pero el káiser, en el fondo, lo desea, para que el poder pase a manos de su hijo favorito, Eitel Fritz.
Así segundo gran escándalo estalló en 1907, y envolvió al diplomático Felipe von Eulenberg, amigo íntimo de Guillermo II desde su juventud e influyente consejero del monarca. Primero comenzaron a circular historias picantes sobre aventuras de alcoba. Las alusiones empezaron a hacerse cada vez menos veladas, se registraron las primeras sensacionales fugas al exterior, las renuncias por "motivos de salud" de altos oficiales del ejército. Nace una reacción en cadena de procesos escandalosos y algunos ilustres nombres se encuentran comprometidos bajo la común acusación de "homosexualidad".
Desde hace tiempo la corte pregustaba la caída del favorito Von Eulenberg, pero según dicen el propio káiser quedó estupefacto. Se le reprochó más tarde que hubiera abandonado en desgracia a un gran amigo, pero lo que pesaron fueron el despecho y la vergüenza del káiser al descubrir que había dispensado su confianza e intimidad a un hombre afeminado.
El proceso de los homosexuales de la corte, que el rey Eduardo de Inglaterra definió "la más grande necedad de los Hohenzollern", se entretejió en una serie de acusaciones y contraacusaciones legales, hasta ser indefinidamente postergado. Fue el primer golpe a la Belle Époque en Alemania, más bien en el Berlín del último káiser. El otro golpe, el decisivo, iba a ser la guerra.

La Inglaterra victoriana
Mirando el Londres de hoy puede verse, sin duda, cómo fue la época victoriana. La verdadera típica Londres es victoriana, pesada, gris, con reflejos de rebeldía, indulgente hacia la propia miseria que frecuentemente se entrevé por detrás de las grandes fachadas marrones, respetables, de los portones.
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La REINA VICTORIA, en un retrato de 1860 cuyo reinado dictaría normas para toda una época de la vida británica.
Un moderno teatro programa un mes de música victoriana, dulzona, nostálgica, recuerdo de glorias imperiales, y en Chelsea una muchacha "mod" se pasea distraída en hábitos victorianos, sintiéndose en la cima de la moda actual.
Muchos estetas han rogado porque los "bulldozers" dejaran al ras del piso el "Albert Memorial", más allá del Parque de Kensington. Ese enorme cofre incrustado de mosaicos que la reina Victoria había hecho erigir en memoria de su príncipe consorte, es un monumento al mal gusto, que de todos modos representa un ejemplo exacto de los gustos Victorianos.
También Victoria tenía sus gustos; era una típica representante de los tiempos que corrían. Bajo muchos aspectos fue realmente una gran soberana, pero mucha de su aureola incandescente y de su gloria imperialista le era proyectada indirectamente por uno de sus primeros ministros, el romántico Benjamín Disraeli.
Su verdadera personalidad era, en el fondo, la de una abuela ecónoma, industriosa, generosa, no fácilmente tentada por frivolidades, y que no podía sufrir a bufones del calibre de un William Ewart Gladstone, otro de sus grandes primeros ministros.
Era la esencia de la respetabilidad, pero de la respetabilidad "victoriana", con virtudes "victorianas". Pero, sin embargo, no mostraba nunca la hipocresía social del resto de la corte, la que el famoso personaje de Dickens "Mr. Pickwick" solía castigar con el nombre de "Hamburg".
Era fastidiosa su religiosidad, pero era genuina. En la Inglaterra Victoriano, los respetables frecuentadores de iglesias podían testimoniar, sin temor, el hambre, las enfermedades y la suciedad de los bajos fondos. La respetabilidad victoriana ocultaba el vulgar materialismo del rico y la pobreza e ignorancia de los trabajadores.
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PRIMOS REALES: El rey Eduardo VII, de Inglaterra, en esta curiosa fotografía, junto a su primo, el zar Nicolás II, de Rusia, con sus familiares.
Las divisiones de clase en la época victoriana eran más agudas que hoy. En un verso de un himno que una cierta Mrs. Alexander escribió para los niños en 1848 proclamaba:
"El rico en su castillo,
el pobre ante su cancel;
Dios los hizo ricos o pobres
y dispuso de sus posesiones".
El verso era cantado con fervor por los niños de la burguesía durante el período de la iluminación a gas y recién en 1906 fue quitado del libro de himnos de la Iglesia de Inglaterra, cuatro años después de la muerte de la reina de Inglaterra.
La autoridad derivada de Dios también en el ámbito familiar era una viñeta del diario humorístico "Punch"; un padre pregunta al hijo:
"¿Quién es la persona frente a la cual yo mismo soy semejante a un miserable gusano?
"Es mamá"
responde el niño antes de ser castigado por insolente.
El "feminismo" que luego iba a estallar en el movimiento de los sufragistas en el Siglo XX comenzaba a usurpar el poder doméstico. Tomamos por ejemplo a John Bull, el arquetipo del inglés de la época victoriana. Inventado por un dibujante de caricaturas, debía representar al gentilhombre de campiña inglés, constantemente atormentado por la mujer.
Este personaje cambió notablemente tras la muerte de la reina Victoria, pero hasta entonces vivió plácidamente, cultivando la tierra el lunes, yendo al mercado el martes; el miércoles, recibía una carta del hijo mayor que jugaba rugby y le contaba sobre una nueva escuela; el jueves iría a Londres en un tren a vapor y habría cena con los miembros de su club; el viernes quizás habría hecho algo nuevo en su tierra, y el sábado iría de caza. El domingo, naturalmente, iría a la iglesia con toda su familia alineada detrás de él: la mujer, toda de negro; las hijas, con sus largos vestidos; los hijos, en uniforme de marineritos. La iglesia era la culminación de la bella semana del buen inglés en todas las familias victorianas.
La dignidad religiosa de John Bull llegaba a la exasperación. Cuando el crítico de arte Ruskin encontró una vez un dibujo que consideró pornográfico del famoso pintor Turner, lo rompió, pensando que sólo de ese modo se habría salvado la reputación del artista.

El último zar
Al trono de todas las Rusias había subido un hombre, Nicolás II, de ánimo moderado y escasa inteligencia, a quien tocaría gobernar en un período en que el mundo, junto al vals y el can-can, hacía sentir las primeras manifestaciones obreras y los síntomas de las próximas tragedias. Los anuncios de la tempestad se iniciaron el mismo día de la coronación del nuevo zar, 26 de octubre de 1894, cuando más de tres mil personas perdieron la vida en San Petersburgo, aplastadas, golpeadas por la ineficiencia de las guardias imperiales.
El matrimonio, dos años antes de la coronación, se había realizado a la sombra del catafalco del zar Alejandro III, muerto un mes antes de las nupcias de su heredero.
Cuando la zarina, de 21 años, bella, enérgica, entusiasta, había hecho su ingreso, la corte de San Petersburgo tenía fama de ser la más fastuosa de Europa, activa, brillante, pulcra, aficionada a las bellas artes, era la corte donde podrían lucir con más brillo las beldades europeas.
Sin embargo, en pocos años se iba a convertir en un lugar tétrico, dominado por intrigas y camarillas de cortesanos, que contrastaría en principio en el entusiasmo de la emperatriz que poco a poco también iba a ir declinando. La hermosa esposa de Nicolás II se fue encerrando en sí misma, se alejó de fiestas y reuniones. Después de cuatro hijas, esperar un heredero varón representaba el máximo de sus aspiraciones.
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EL ÚLTIMO ZAR: Nicolás II, zar de Rusia, el último monarca antes de la revolución socialista de 1917.
Pero el nacimiento del "zarévich" debía representar el comienzo de su verdadero calvario. Fue a partir del nacimiento de ese hijo que ella empezó a ejercer en forma cada vez más nefasta su influencia y a contagiar su angustia al amado y hamlético esposo. Y Nicolás II —el indiscutible pacifista— acumula un error tras otro.
En 1905 la situación se precipitó. Guerra perdida contra Japón y ola revolucionaria, especie de ensayo general para los acontecimientos de 1917. La reacción antirevolucionaria. El zar, navegando entre sus dudas y sus veleidades del poder, concedía reformas y luego las saboteaba.
No menos rica de luces y sombra fue la figura de la última zarina, Alicia de Hessen (nacida en Alemania), que con la corona de los Romanov tomó el nombre ruso de Alejandra Feronova. Abrazando la religión ortodoxa pensó que llegaría al corazón del pueblo ruso. Bella, majestuosa en el porte, de ánimo bueno, profundamente religiosa, con ojos grisáceos azulados, velados de tristeza, era hipersensible. Una verdadera histérica que en 1904 dio a luz un niño hermoso pero enfermo. El niño estaba afectado de hemofilia y los médicos dieron su veredicto fatal.
La ciencia se había declarado impotente, pero Alejandra era madre y quería intentar cualquier recurso: charlatanes, hechiceros, el médium francés Philippo, hasta el culminante Grigori Efimovich, más conocido como Rasputín, que mediante su poder hipnótico llegaría a influir hasta en las decisiones más importantes del gobierno. Alejandra veía en el al salvador de su hijo y a un enviado de Dios. El monje maldito, "diablo santo", murió asesinado en 1916 por una conjura de aristócratas, encabezada por el príncipe Yussupov. La zarina le dedicó su santuario. La gran revolución golpeaba a la puerta.
Sí, es cierto que Nicolás II apenas llegado a París o a la Costa Azul perdía mucho de su melancólico aspecto y hasta lograba olvidar las penas de familia. Pero el mismo miedo difícilmente lo abandonaba; veía anarquistas por todas partes, aun cuando se encontraba en plena tarea de cortejar a una bailarina. De todos modos la sentencia de muerte ya estaba dictada: la guerra, que barrió con la Belle Époque y sus contrastes e ilusiones; la revolución del 17, que incendió no sólo el cadáver de Rasputín, sino toda Rusia.
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Los monarcas reinantes durante "la Belle Époque", centralizaban el poder en sus manos, y, prácticamente, todo el mundo civilizado de entonces mantenía respeto por los reyes. Con la sola excepción de Francia republicana, la totalidad de los países europeos eran monárquicos. Las testas coronadas que mas destacaron fueron la reina Victoria y Eduardo VII, en Gran Bretaña; Alfonso XIII, último rey de España; Alejandro II, zar de Rusia; Víctor Manuel, rey de Italia; Guillermo II, káiser del imperio alemán; y, especialmente, el emperador Francisco José, del imperio austro-húngaro. En medio de la pompa que caracterizaba las ceremonias reales, el pueblo, el estado llano, aplicaba sus propias innovaciones, como las bodas en bicicleta que muestra el grabado, en que se ridiculiza la moda impuesta a fines del siglo pasado. El primer triciclo fue construido en 1655, pero la bicicleta (de dos ruedas) llego con "la Belle Époque" y provoco sensación en todos los ámbitos sociales.
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La característica de "la Belle Époque" se mostro también en los libros, diarios y revistas, y es fácilmente identificable en el estilo de la portada de "L'Ermitage", un magazine de París.
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Todas las manifestaciones culturales del periodo de "la Belle Époque" fueron afectadas por el espíritu que dominaba en Europa y especialmente en París, y, entre ellas, no podía escapar la moda femenina. Durante el segundo imperio, un inglés llamado Worth creó la alta costura, estableciendo el reinado de la moda femenina en París, que comenzó en la última década del siglo pasado. La falda llegaba hasta el pie, el sombrero era imprescindible, las blusas cerradas hasta el cuello y el maletín de mano debía armonizar en color con el calzado, un botín que se ajustaba con cordones. En la reproducción, parte de una colección de tarjetas postales de "la Belle Époque", con motivos de los diarios de París.
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El cuadro central captó el espíritu parisiense en 1892, reflejado en actitudes, gestos y vestuario de sus habitantes, y, principalmente, en la hora de salida de las 2.700 costureras (midinettes) de la casa Paquin en la Rue Royale, que atraía a los caballeros con mucha puntualidad. La obra es del pintor Beraud.
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El ambiente de bares y cabarets, reproducido en las obras de Henri de Toulouse-Lautrec, inmortalizo el barrio de Montmartre, en París. Este cuadro "Maxime de Thomas" se encuentra en la galería nacional de artes de Washington.
Genio de la Belle Époque
El pequeño monstruo del Moulin Rouge
Lisiado, ebrio, Henri de Toulouse-Lautrec-Monfa, una de las glorias del arte francés, inmortalizó en sus cuadros el mundo de los cabarets de París
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Octubre de 1889. Todo París se arremolina alrededor de la Place Blanche en Montmartre: caballeros de levita y colero, príncipes auténticos y falsos, gallardos oficiales, damas envueltas en encajes y rasos, se entremezclan con los "apaches" de gorra y sus compañeras, las regordetas prostitutas del boulevard Rochechouart.
Se inaugura un nuevo local nocturno: un gran molino cuyas aspas ornadas de luces rojas giran en la noche. El empresario, Zidler, ha tenido una idea genial: atraer al "gran mundo", a los elegantes, permitirles ver de cerca y participar en las "cuadrillas" de una sala de baile de barrio, frecuentada por prostitutas, lavanderas, obreras, jóvenes aprendices de cerrajero o de albañil, apaches…
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LA GOULUE: Destacada bailarina del Moulin Rouge, fue tema dilecto de Toulouse-Lautrec. Este cuadro se llama "La Goulue entrando al Moulin Rouge".
París está tapado de afiches que anuncian el nuevo Moulin Rouge. Y entre la masa humana se abre paso una curiosa pareja: un joven alto, macizo, apuesto, acompañado por un gnomo contrahecho, de macizas espaldas y piernecitas de niño, ojos brillantes tras el pince-nez sujeto por un hilo de seda negra, nariz abultada y gruesos labios violáceos. El estudiante de medicina Gabriel Tapié de Celeyran y su primo, Henri de Toulouse-Lautrec-Monfa, noctámbulo incansable y pintor casi desconocido, vienen a visitar por primera vez el nuevo local nocturno que los pinceles de Lautrec harán inmortal.
Un trozo de piel entre la media negra y el largo calzón de encaje blanco: una pierna femenina contrastada con los blanquísimos vuelos de las enaguas. Es el can-can, versión "civilizada" de la vieja cuadrilla popular, y sobre el polvoriento piso del Moulin lo bailarán alegres "chicas" conocidas sólo por sus sobrenombres; la Goulue, Grille d'Egout, Trompe la Mort, la Mome Fromage… Y desde una mesa, el gnomo barbudo a quien sus amigos llaman simplemente "Lautrec" observará, lanzará rápidos trazos sobre un trozo de papel o un puño almidonado, esbozará movimientos, perfiles, colores. Las muchachas se quejarán de que las pinta demasiado feas: la cantante Yvette Guilbert, furiosa ante un retrato, lo llamará sólo "ese pequeño monstruo". Sus amigos sonreirán con indulgencia ante esta "manía de pintar cosas feas", y susurrarán que lo hace para vengarse de su propia fealdad. Muy pocos adivinarán que este hombrecillo lisiado, libidinoso, gourmet y bebedor es y será una de las glorias del arte francés.
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EN EL TALLER: Toulouse-Lautrec, junto a su cuadro "El salón en la calle de los molinos", y una modelo.
El último de los Toulouse-Lautrec
Henri de Toulouse-Lautrec nació el 24 de noviembre de 1864, en Albi, hijo del excéntrico y acaudalado conde Alphonse de Toulouse-Lautrec-Monfa y último retoño de una de las familias más aristocráticas de Francia: los condes de Toulouse trazaban su árbol familiar en línea recta hasta los tiempos de Carlomagno. También su madre, Adéle Tapié de Celeyran, descendía de una familia ilustre ligada desde hacía siglos a la de Toulouse-Lautrec: en efecto, los padres de Henri eran primos hermanos. A este parentesco, reforzado algunas generaciones atrás por diferentes grados de consanguinidad entre ambas familias, los médicos atribuían la infortunada fragilidad física del muchacho. Delicado desde su más tierna infancia, a los 14 años Henri resbaló sobre un piso de parquet demasiado bien lustrado y se quebró el fémur derecho; algunos meses más tarde, al rodar a una cuneta durante un paseo campestre con su madre, se quebró el fémur izquierdo. Los huesos nunca soldaron bien, a pesar de la extrema juventud del paciente; sus piernas se atrofiaron, y pese al desarrollo no sólo normal sino vigoroso de su torso, su estatura jamás pasó de 1,30 metro.
El joven aceptó su infortunio sin amargura: las cartas que envió durante su convalecencia a su prima Madeleine y a otros parientes no sólo carecen de toda autocompasión, sino parecen expresar un deseo de evitar a toda costa la piedad ajena.
A los 15 años, la facilidad para el dibujo que había demostrado desde su infancia pareció florecer con mayor vigor: René Princeteau, pintor de cacerías y jinetes y amigo personal del conde Alphonse, comenzó a enseñarle al muchacho las bases técnicas del arte de pintar.
En 1881, después de rendir su examen de bachillerato, Henri decidió que sería pintor, y el apoyo de Princeteau ayudó a convencer a sus vacilantes padres.
Después de algunos meses de trabajo libre en París, el joven aspirante a artista decidió seguir los consejos de sus mayores e ingresar a uno de los "talleres" donde impartían sus enseñanzas los pintores más cotizados del momento.
Después de estudiar con Bonnat, en 1883, se trasladó al taller de Cormon, donde permanecería por espacio de casi dos años, y trabaría amistad con Van Gogh y otros renovadores. A menudo regresaba al hogar familiar, el castillo de Malromé; ahí pintó en el verano de 1883 el célebre retrato de su madre.

Circos y salas de baile
Al cumplir su mayoría de edad, Henri de Toulouse-Lautrec ya comenzaba a convertirse en una figura conocida en las calles de Montmartre.
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LA MADRE: la condesa de Toulouse-Lautrec, pintada por su hijo, que tuvo por ella un amor extraordinario.
Amigo de Degas, de Suzanne Valadon, el músico Désiré Dihau y su hermana, reputada pianista; cliente habitual de tabernas y salones de baile, bares y cafés; espectador cotidiano del Cirque Fernando, del famoso "Cabaret Artistique" de Aristide Bruant y de los espectáculos presentados en los numerosos locales nocturnos del barrio, el joven pintor realizó numerosos retratos, usando como modelo a bailarinas, artistas, prostitutas callejeras…
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EN EL CIRCO: El artista encontró en el circo Fernando motivos para realzar su dominio del movimiento.
En 1889 exhibió por primera vez su obra en público: el famoso "Au bal du Moulin de la Galette" integró la exposición del Salón de los Independientes de ese año.
En el jardín de un acaudalado parisiense conocido como "Pére Forest", situado a un costado de la Place Clichy, hacía posar a sus modelos, famosas o anónimas, para retratarlas contra un fondo de arbustos y hojas verdes.
Con dos de ellas —Marie Charlet y una pelirroja conocida sólo como Hélene V.— vivió esporádicos romances, consciente siempre de que su físico le obligaría inevitablemente a pagar en dinero los breves instantes de ternura que ellas le brindaban.
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UN HORROR: Esto dijo Yvette Guilbert, cuando se vio reproducida por Toulouse-Lautrec en este cuadro.
En 1891, el propietario del Moulin Rouge pidió a Lautrec que le diseñara un nuevo afiche para la publicidad del establecimiento. El pintor usó como figura central la silueta de La Goulue, una ex lavandera llamada Louise Weber que se había hecho famosa como bailarina del Moulin, contrastada con la figura larguirucha de su partenaire Valentin-le-Désossé (Valentín, el Sin Huesos).
A este primer cartel siguieron muchos otros: algunos muestran a Jane Avril, otros a la cantante inglesa May Belfort o al propio Aristide Bruan, empresario y chansonnier.
También la clientela del Moulin Rouge reaparece una y otra vez en los cuadros que Lautrec pintó en esta época: cuadros que fueron exhibidos esporádicamente, muchos de ellos en el mismo foyer del famoso music-hall. El conjunto fue expuesto por primera vez en 1893, y el único artista famoso invitado a dar su opinión fue Degas: el suyo era el único juicio que interesaba al pintor. Sin ser entusiasta, fue favorable, y Lautrec se sintió estimulado a continuar en su búsqueda de un arte cada vez más depurado.

La vida de las "niñas alegres"
Durante años pintó ios aspectos más típicos de la vida parisiense de su tiempo. Innumerables bocetos y acuarelas preparatorias atestiguan con cuánto cuidado componía sus grandes óleos: "El Salón", que representa a las pupilas de un lenocinio esperando a la clientela, se basa en docenas de esbozos previos.
Los discretos lupanares parisienses brindaron a Lautrec el material de innumerables dibujos, litografías y óleos: a menudo se instalaba en un prostíbulo durante varios días, conviviendo con las asiladas en calidad de pensionista, compartiendo sus comidas, observándolas al levantarse, bañarse, desayunar… Las muchachas lo convertían a menudo en su confidente y amigo; durante sus tardes libres, Lautrec salía con ellas, las llevaba a cafés y teatros, tratándolas siempre con amistosa cortesía. Cuando viajaba a Burdeos, en vez de alojar en un hotel, el pintor reservaba un cuarto en un burdel de la calle Pessac, y permanecía allí durante su estada en la ciudad.
La obra de Lautrec sobre este tema carece —a pesar de la íntima participación del artista en la vida de sus modelos— de toda sensualidad. Retrata la vida diaria de las asiladas con clínica precisión, sin moralizar, sin criticar, sin dramatizar; no hay sentimentalismo ni pintoresquismo en su actitud, sólo una clara búsqueda de la verdad—, y, desde luego, la visión universal de un pintor genial.
Durante una exposición realizada en 1896 en la galería de su amigo Maurice Joyant colgó todos estos cuadros en una sala cuya puerta, cerrada con llave, sólo era abierta por el pintor en persona a aquellos visitantes que se lo solicitaran. Como todo verdadero revolucionario, Lautrec era a la vez muy osado y muy temeroso de ofender sin necesidad la sensibilidad ajena.

El mundo de las candilejas
Los años 1895-96 marcaron la cumbre creativa de este pintor incomparable. Sus afiches, carteles y litografías habían dado a conocer su nombre aun entre el público ajeno al mundo del arte; la revista "Le Rire" publicaba a menudo sus retratos casi caricaturescos de actrices y cantantes.
De los locales nocturnos de Montmartre pasó a los teatros céntricos, a los circos, a los pequeños bares donde los artistas cenaban después de la función: retrató a payasos, danzarines, galanes de románticas comedias, a Sarah Bernhardt y Eve Lavalliére, a Yvette Guilbert y Emilianne d'Alençon, al clown inglés Footit y al bailarín negro Chocolat, a Lucien Guitry y Cleo de Mérode.
Proyectaba programas para nuevas obras teatrales y colaboraba en sus escenografías; de paso, su vieja amiga, La Goulue, le pidió que pintara unos paneles para decorar el barracón en que se exhibía, como parte de una feria ambulante, y en un mes Lautrec realizó dos gigantescos murales pintados sobre arpillera. (En 1914, La Goulue, vieja y pobre, los vendería a un comerciante que, para sacarles más dinero, los cortó en ocho trozos. Reunidos tras ingentes búsquedas y comprados en 1929, en 400.000 francos, por la Dirección Nacional de Museos, hoy se encuentran en el Jeu de Paume. El mismo año La Goulue moría en la miseria; al venderlos, había pedido sólo 500 francos... )
Durante los últimos años del siglo, el alcoholismo de Lautrec comenzó a acentuarse; ya no eran las alegres copas del impenitente trasnochador, sino un ansia febril que comenzó a socavar su salud, siempre frágil. Se volvió quejumbroso y violento; durante semanas enteras no tocaba sus pinceles, conformándose con vivir los días en una tranquila semi embriaguez.
A comienzos de 1899 era evidente que se aproximaba un colapso total: el pintor veía a su alrededor inexistentes perros, insectos y animales salvajes. Recluido en un sanatorio en Neuilly, fue sometido a una cura de desintoxicación mientras la prensa hablaba de "la locura" del artista y buscaba en su presunto trastorno mental, las causas de su estilo artístico, incomprensible a las mentes filisteas de la época.

"Solo usted, mamá…
Para demostrar que no estaba loco, Lautrec pidió que se le enviaran sus útiles y en pocas semanas realizó una maravillosa serie de dibujos al pastel titulada "El Circo". Evocando a la perfección números artísticos que había presenciado hacia una década, mostrando en la ejecución una técnica depurada y madura, el infortunado artista ganó su libertad; pero de entonces en adelante su familia insistiría en que lo acompañara siempre un cuidador encargado de evitar los excesos alcohólicos del pintor. Una última llamarada de su genio produjo el retrato de la camarera del "Star", una taberna de Le Havre, y una nueva serie de retratos de algunos amigos, Pero el fin estaba cercano, y Lautrec lo sabía. Tratando de no alejarse demasiado de su madre, arrendó un taller en Burdeos; allí trabajó casi todo el año 1900. En la primavera siguiente viajó brevemente a París; a pesar de no haber revisado durante años las obras que se amontonaban en el altillo de su taller cerrado, ahora las ordenó y firmó. En julio partió, como de costumbre, a las playas de Arcachon; pero un repentino ataque de parálisis hizo que se le transportara con urgencia al castillo de Malromé.
Su anciano padre, separado de la condesa durante años, acudió al saber que la vida de su único hijo tocaba a su fin. Pese a las múltiples versiones románticas que circularon acerca de su muerte, Henri de Toulouse-Lautrec mantuvo hasta el fin su espíritu irónico y desafiante: al ver a su progenitor correteando en torno a la cama y, dándose importancia, dijo con tono de benevolente desprecio: ¡Viejo de m…! Pocos días después suspiró en brazos de su madre: "Sólo usted, mamá…, y cerró los ojos para siempre.
Tres meses más tarde habría cumplido los 37 años de edad.
La tragedia de Mayerling
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AMANTES TRÁGICOS: Rodolfo y María cuyo breve amor terminó con la muerte de ambos en el refugio de caza de Mayerling
"Querida señorita Vetsera:
¿Quiere Ud. darme el placer de pasearse un poco conmigo en el Prater mañana martes? Nos encontraríamos en el sitio donde tuve la alegría de verla el otro día a eso de las cuatro y nos dirigiríamos inmediatamente hacia un sitio más desierto en el bosque. Mi petición le parecerá tal vez extraña. No vea Ud. en ella otra cosa que el vivo deseo que tiene de trabar conocimiento con usted un hombre que desde hace mucho tiempo la admira desde lejos y en silencio.

Su RODOLFO
El sobre y el papel eran hermosos y delicados. La esquela llevaba el membrete de la Hofburg sobre las armas imperiales. Los ojos azules de la frágil muchacha la recorrieron dos veces. El estupor... y el rubor la hicieron ocultarla bajo la almohada. Luego, sobre el lecho, dispersos los negros cabellos, pálido el rostro, su cuerpo se distiende. Es el primer goce anticipado del amor. La primera carta y la primera promesa.
—Me ha escrito... , me ha escrito... , ¿me ama tal vez?... ¿Soy sólo un juguete para él?
Las primeras dudas y el primer fuego en las sienes y las entrañas. Tal vez el primer presentimiento...
María Vetsera se desprendía en ese momento de sus primeros dieciséis años de vida. Hija de la baronesa Vetsera, descendiente de una rica familia levantina, y de un funcionario húngaro de la pequeña nobleza, reinaba en su pequeño Palacio de Saleziarergasse y en toda Viena. María era una joven deliciosa de ojos azules, a veces sonrientes, otras reposados, bajo las cejas negras y sus cabellos oscuros, de mediana estatura, delicada, de figura frágil y sonrisa deslumbrante.
Siempre sobre el lecho, cerrados los ojos, empezó a recordar:
"... Lo había encontrado por primera vez en las carreras del Prater. ¿Se miraron realmente? ¿La vio él?... Sí, tal vez sí... El era simplemente Rodolfo... Qué osadía... No, era el Príncipe Imperial, con el rostro hermoso y triste, altivo y sufriente... ¿Acaso los príncipes no suelen llevar el peso de diez generaciones de reinantes?... No podía ser feliz... No con esa horrible esposa belga impuesta por razones de Estado... No, con esa princesa Estefanía... Era una princesa torpe y fea… Era irascible. .. ¿Acaso sus espías no seguían todos los pasos de su esposo?... ¿Acaso ella misma no había ido a sorprenderlo en otros brazos desatando un escándalo que estremeció a la Corte? Contaban que en el Palacio Imperial la atmósfera era densa y oscura, que las intrigas recorrían todos los pasillos, que los celos de Estefanía torturaban a Rodolfo... ¿Cómo puede él vivir allí? —pensaba María—. Él, tan llamado a ser un hombre especial... Un príncipe cautivo... "
Pero el príncipe no era aún un cautivo de nadie. Aunque los deberes de su rango lo colmaran, soñara cada noche en convertirse un día en un ser libre, el Príncipe Imperial de Austria, siempre caía, con exquisito misterio y discreción, en brazos solícitos. Un día una artista, otro una bailarina con aire gitano, durante muchas noches una condesa polaca… Rodolfo había abandonado su lecho conyugal cumplido el primer año de matrimonio...
El segundo encuentro había sido en la ópera. María tuvo por primera vez la imagen real de un hombre casado. Su corazón se apretó con dolor... Ella estaba allí... Para los ingenuos dieciséis años de María, la "fea princesa belga" se convertía en la enemiga... Eran dos mujeres que sin saberlo luchaban por un heredero imperial... Vino el tercer encuentro en el Burgtheater... En el escenario ""Hamlet", y en el palco imperial, el príncipe Rodolfo. Hamlet era Rodolfo; Ofelia era María. María Vetsera llevaba un traje de muselina blanco. El la miró una vez más. "Me gustas... Estás allí y me gustas... ",fue el mensaje. María se sintió soñar con ese mensaje mudo.
La campesina húngara que la había cuidado y alimentado desde niña, desesperaba. La niña no tocaba siquiera los alimentos.
A veces reía y extendía los brazos, quizás cogiendo algo imaginario, y otras caía en los peores estados depresivos. En verdad, María se alimentaba de su amor silencioso y de las noticias, noticias que daban cuenta de cualquier paso de Su Alteza, sus frecuentes giras, sus abandonos de la Viena imperial, en busca de aventuras, de cacería, por razones de Estado... , y quizás por razones que no eran de Estado.
Ahora la nodriza comprendía algo. La respuesta de todas las interrogantes estaba en esa esquela que un mensajero había traído directamente hasta el Palacio de las Vetsera. Y en esa esquela estaba también para María el mundo.

La primera respuesta
Y la esquela tenía una historia también simple.
La condesa Larisch Wallerse, prima hermana del Príncipe Imperial, había vivido mucho tiempo en íntima relación con la familia imperial. Por alguna oculta razón la emperatriz se había disgustado con ella, pero Larisch seguía siendo amiga de Rodolfo. También era íntima de la familia Vetsera, sintiendo una especial predilección por María.
A los ojos expertos de la condesa no podía pasar inadvertido el amor de la hija menor de la condesa Vetsera por su primo. Inocentemente, quizás para llevar un poco de alegría al rostro cansado y adusto de Rodolfo, Larisch traicionó un día la confianza de María y habló al príncipe:
Voy a contarle algo muy inocente. Una hermosa muchacha se ha enamorado de usted. Es casi una niña. Lo ama realmente. Lo amaría igual si usted fuera un mendigo.
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¿COMPLOT?: Hubo noticias contradictorias en torno a la tragedia, afirmándose que el Príncipe había sido víctima de un atentado por sus ideas liberales. En la reproducción, un cuadro de la proclamación de Guillermo I, emperador de Alemania, cuyo militarismo terminó por arrastrar a Europa a la guerra
Asombrado, Rodolfo la urgió para que diera el nombre de su enamorada.
—Sería indiscreto —refutó débilmente la condesa—, es una niña de la mejor sociedad.
Es una orden... —replicó Rodolfo...
Es la menor de las bijas de la baronesa Vetsera... Se llama María...
Rodolfo, que había pensado en una nueva intriga, quedó estupefacto:
La he visto dos o tres veces... Pero la recuerdo. Dios, ¡cuán hermosa es! Es la niña más linda de Viena. Dígaselo usted... , y dígale que no la he olvidado.
Rodolfo no olvidó el incidente, en especial porque volvió a encontrar a María una tarde de octubre en las carreras del Prater. Esa misma noche Rodolfo escribía la esquela. El 29 de octubre llegaba a manos de María. Y otra esquela partía:
"Monseñor:
¡Qué feliz hubiera sido de verle mañana en el Prater! Desgraciadamente debo renunciar a tan grande alegría, pues no puedo salir sola. Esto me causa mucha pena...
Ah... , si la condesa Larisch estuviera aquí. Ella no se habría negado a acompañarme. Le escribo inmediatamente para pedirle que regrese a Viena.
Crea usted, monseñor, que me encuentro desolada por este contratiempo,

MARIA.
La primera cita
Escoger el lugar de la primera cita fue una tortura. ¿El departamento de la condesa Larisch?...
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LA MADRE: Isabel, emperatriz de Austria, poco después de su matrimonio con Francisco José. Conocida lo tragedia, la madre paseó su tristeza por toda Europa, hasta morir asesinada por un anarquista.
Inútil, toda Viena se enteraría ¿El Prater? Imposible Se decidió por la propia Hofburg, y María y la condesa Larisch llegaron allí con la complicidad del servidor más fiel de Rodolfo y de los pasajes secretos.
Era un encuentro dispar. Una muchachita que apenas se empinaba sobre sus dieciséis años y un hombre casado, un príncipe, un conquistador experto. Ganó María. Dejó ver su sonrisa, dejó saltar libremente sus cabellos. Rodolfo pensó que era demasiado niña y quizás hasta pueril, pero la amó. Le entregó una cajita Contenía una sortija con un zafiro y diamantes.
No me olvide usted... la necesito.
Soy suya...
La historia de amor había empezado.

El primer dolor
"Lo amo; me ama". Este era el simple secreto de María. Lo sabían ella, Rodolfo... y la vieja nodriza.
Las citas en la Hofburg se repitieron. Rodolfo vivía rodeado de signos siniestros. En su estancia había una calavera... y un revólver. ¿Tal vez presagios suicidas? María eludía tocarlos, quizás adivinara en ellos un aviso fúnebre.
Separaciones y esquelas.
Reencuentros y Hofburg. Y el primer beso.
María vivía de su amor. Rodolfo, de su amor y la fatiga agobiante del imperio. Su padre, el emperador Francisco José, decidía la política. El era sólo una figura decorativa que tenía que condecorar, hacer los honores, recibir las alabanzas, soportar las intrigas. Todas tareas demasiado abrumadoras para pagar de un título que le obligaba a una mujer que detestaba, a una vida que odiaba, a un cautiverio que hería hasta sus carnes.
El príncipe enfermó gravemente. Sangre debilitada por los matrimonios consanguíneos que destrozaban físicamente a la realeza europea y el espíritu desquiciado por un amor imposible. Su médico lo obliga a abandonar Viena para unas vacaciones. Con él va la princesa Estefanía. Aún el papel de María en su vida es un secreto, custodiado de mil espías y agentes. Al retornar, sin embargo, el príncipe ha tomado una decisión. Romperá las cadenas.
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A LA TUMBA: Catalina Schrott, confidente del emperador Francisco José, guardó el secreto de lo ocurrido en Mayerling, manteniéndose la versión de un doble suicidio por amor.
Un día me iré y tú irás conmigo —ha dicho a María. Esta se estremece y besa su propia sortija.

La negativa papal
Una noche de vuelta de la ópera, Rodolfo toma una decisión. Permanece en su gabinete y escribe una carta. Es un mensaje al Papa.
El debe comprender —piensa—, es peor el escándalo...
La carta está escrita de puño y letra y abandona Viena en manos de un amigo de confianza. Los argumentos son convincentes pero sólo a los ojos de un enamorado. Rodolfo pide al Papa que anule su matrimonio con la princesa Estefanía, cuya esterilidad ha sido evidente después de su primera hija, que ya tiene más de cinco años. Es una buena razón de Estado: el imperio quedará sin herederos.
Pero el Papa no entiende, y aun más, no contesta directamente a Rodolfo, sino al emperador Francisco José. Se enfrentan primero el emperador —herido en su orgullo, implacable, exigente— y el príncipe heredero, contrito pero firme. El Papa ha dicho que no. Minutos más tarde hablan el padre y el hijo. El padre ha dicho también "NO", y ha exigido a Rodolfo poner término a su relación con María Vetsera. Rodolfo amenaza con renunciar al trono. El emperador no lo acepta. Cree que ello conduciría a la ruina del imperio, no sólo de la familia imperial. Amenazas y ruegos. ¿Qué es la felicidad en la jaula dorada de un palacio? Una palabra desconocida.
Déjeme verla usted una última vezruega el príncipe—. Será la última,lo juro.
Acepto, tengo tu palabra de honor —responde el emperador.
La noche del 26 de enero de 1889, en la Embajada de Alemania en Austria, hay un baile de gala. Numerosas muchachas debutan ese día en sociedad. Pero la más bella de ellas, la hija menor de la baronesa Vetsera, María, entra a los salones entre un mundo de miradas significativas. Sus amores con el Príncipe Imperial son el manjar de los chismosos de la Corte. También concurren el príncipe y su esposa, Estefanía. Cuando ambas mujeres se enfrentan al saludarse, María es la única debutante que no se inclina.
La tiene allí: es la mujer que ha hecho tan desgraciado a Rodolfo. No puede inclinarse ante ella. Su actitud desatará un escándalo, pero María está, desde hace mucho tiempo, desprendida de aquellos temores.
El príncipe baila con ella una sola vez.
—Cazamos en Mayerling el lunes y el martes.
Luego sólo un cumplido y María baila con otro caballero.
María ha decidido huir con Rodolfo dos días. Después, el silencio.

Dos vidas por dos días
Mayerling es el castillo de caza de la familia imperial, situado a 40 kilómetros de Viena. Una simple gran pieza central, decorada con trofeos de caza y flores. Un pequeño dormitorio tras una rica cortina. Un solo y amplio lecho.
Están con ellos el príncipe Felipe de Coburgo y el conde de Hoyos, pero los amantes prescinden casi de su compañía durante el día, cuando tomados de la mano vagan por los bosques y prados. La primera noche en la alegre cena María ríe feliz.
María se duerme por primera vez en los brazos de Rodolfo.
El nuevo día los sorprende abrazados. Otro paseo por el bosque y una gran determinación. Si no pueden regresar juntos, no regresarán. El viaje al castillo de caza era un viaje sin retorno.
Rodolfo escribe una carta a su madre. Le pide que les entierren juntos, a María y a él, en Alland, en un cementerio entre los bosques cercano a Mayerling.
María escribe a su madre:
"Querida mamá: perdóname lo que te he hecho… No puedo resistir al amor... Quiero ser enterrada cerca de él en el cementerio de Alland... Me siento más feliz en la muerte que en la vida".
Escribe luego a su hermana:
"Partimos con alegría hacia el más allá misterioso. Piensa de vez en cuando en mí. Sé feliz y cásate sólo por amor. Yo no puedo hacerlo, y como no podía resistir al amor, me voy con él.
No llores. Soy feliz. Aquí todo es magnífico y me recuerda Schwarzan. Recuerda la línea de vida de mi mano. Una vez más adiós. El 13 de enero de cada año lleva una flor a mi tumba".
Una última carta para su hermano:
"Querido hermano, adiós. Velaré sobre ti desde el otro mundo, pues te quiero mucho. Tu fiel hermana, María".
Y María se durmió en los brazos de Rodolfo.
No lo sintió tomar el arma.
No alcanzó a sentir siquiera el disparo. Murió sin despertar.
Un segundo disparo y el fin.
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El DEBER: El emperador Francisco José, de Austria en sus últimos días. El suicidio de su hijo fue un rudo golpe de los muchos que sufriera causa de actuaciones de sus familiares.
Cuando el criado Loschek y el Conde de Hoyos, sobresaltados, lograron forzar la cerradura, encontraron a María cubierta de rosas; en su lecho, y atravesado sobre el mismo, con el cráneo destrozado, a Rodolfo, segundos antes Príncipe Imperial de Austria-Hungría.
Los últimos deseos no fueron respetados. Rodolfo es enterrado, como todos los Habsburgos, en la Iglesia de los Capuchinos, y María, en Heiligenkreuz, bajo la lluvia y la nieve, en la montaña.
Sólo al saber la muerte de su hija, la madre supo de su relación con el Príncipe Rodolfo y la razón de su huida del hogar.
El amor ganaba bajo el signo de la muerte.
Sarah la divina
Oscar Wilde le dio este hombre, y Rostand afirmó: "es grandiosa". En su juventud fue "cocotte", una actriz mediocre y madre soltera. Primero fue "la escandalosa", y termino como reina del teatro. Por su mal genio, Sarah Bernhardt estuvo un tiempo en "lista negra".
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Por más de medio siglo, una mujer frágil, esquelética, de gran nariz y pelo crespo y rojizo proyectó desde los escenarios de Europa y las Américas una magia indefinible, que suscitó en el mundo entero una frenética admiración sin precedentes. "La divina artista", la llamó Oscar Wilde; en su París natal, aquella que comenzara su carrera como "Sarah la escandalosa" se convirtió con el correr del tiempo en "La diosa". Inquieta, caprichosa, electrizante, temperamental, Sarah Bernhardt vivió un destino legendario, cuyos avatares se entrelazan y se identifican con el sabor característico de su tiempo, de esa Belle Époque para la cual fue la encarnación misma del "monstruo sagrado".
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MONSTRUO SAGRADO: Su ascenso en el escenario no fue fácil, pero su calidad artística terminó por imponerla en el mundo entero, convirtiéndose en un personaje casi legendario.
La historia de esa mujer única se inicia a comienzos del siglo XIX, cuando la joven marquesa Thieule du Petit-Bois de la Neuville huyó del castillo paternal en St. Aubin, para seguir a Berlín a un médico oculista judío, el Dr. Bernhardt. Desheredada por sus padres, se casó con el galeno, le dio dos hijas —Julie y Rosine— y murió en la flor de la edad. Tal como acontece en las novelas románticas de la época, el doctor se casó en segundas nupcias con la institutriz de las niñas, una tal madame Van Berinth, la que se convirtió de inmediato en cruel madrastra. A los 16 años Julie huyó del hogar, llevando a su hermana menor con ella; ambas jovencitas se refugian en París y se dedican a la vida galante. Julie recorre Europa con una serie de maduros y generosos compañeros; en 1844 da a luz una hija nacida —probablemente— de su breve romance con un oficial de marina de apellido Morel. La niña es entregada a un matrimonio campesino, mientras la inquieta Julie continúa su alegre vida viajera...

Educada en un convento
Cuando la pequeña Sarah tiene ocho años y manifiesta un temperamento caprichoso y violento, su padre —que hasta el momento se había desentendido totalmente de su existencia— interviene pasajeramente en el destino de su hija: exige que se la bautice y la hace internar en el convento de Grand-Champs, para que se le proporcione una educación cristiana. A los quince años la jovencita deja el convento para reunirse con su madre; entre tanto, instalada en un elegante departamento de la rué Saint-Honoré, y rodeada de una verdadera corte compuesta por admiradores y ex protectores: el célebre cirujano barón Larrey, el compositor Rossini, el director del Instituto de Bellas Artes Camille Doucet y el duque de Morny frecuentan su salón. Serán ellos quienes, en un pintoresco "consejo de familia", decidirán el porvenir de Sarah. La adolescente declara que quiere ser monja y habla de su vocación con tal dramatismo, que el duque de Morny decide sobre la marcha: "Con el temperamento de esta chica, lo mejor que podemos hacer es mandarla al Conservatorio".
Hombre de influencia política y social, el duque logra no sólo el ingreso de Sarah a la venerable academia teatral —pese al rechazo del comité de admisión—, sino, una vez terminados los estudios de la futura actriz, le consigue un contrato en la Comédie Française. "Es la protegida del duque… susurran sus compañeras. En efecto, Sarah ya tiene un "protector oficial", pero no es el paternal duque de Morny, sino su sobrino, un gallardo teniente de húsares, el conde de Keratry. Pronto le sucederá otro joven aristócrata, el príncipe de Ligne, quien no niega —si bien no puede reconocerlo legalmente— que es padre de Maurice Bernhardt, el único hijo de Sarah, nacido en 1864.

Los tiempos difíciles
Las primeras actuaciones de Sarah en la Comédie no llaman la atención de nadie. Un ingrato incidente en que la joven principiante abofetea a madame Nathalie, decana de las actrices, casi culmina en su expulsión; interviene una vez más el duque de Morny; Sarah es perdonada, pero se le retira un papel que se le había prometido, y la impulsiva muchacha abandona la compañía por su propia voluntad. El empresario Montigny, director del teatro Gymnase, le ofrece un contrato salvador; en vísperas de un importante estreno, Sarah escapa a España con un admirador, y este pecado mortal contra la ética teatral le significará no volver a pisar un escenario en tres años.
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LA DIVINA; Esta era una de las actitudes características de Sarah mi el escenario, y correspondo o su papel de Margarita en "La Dama de las Camelias".
Colocada en lista negra por todos los empresarios de París, ociosa y sin recursos, abandonada por el padre de su hijo —la familia de Ligne acaba de obtener un nombramiento diplomático para el joven príncipe, a fin de alejarle de ella—, Sarah se consuela con "una sucesión de prósperos admiradores: el industrial Robert de Brimont, el marqués de Caux, el banquero Jacques Stern se sienten orgullosos de ser sus "protectores".
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PAPEL DE VARÓN: La actriz no vaciló en aceptar papeles de adolescente masculino, como el hijo de Napoleón Bonaparte.
Pero la vida de una cocotte elegante no satisface a Sarah: ahora quiere ser actriz; necesita demostrar que su paso por la Comédie Française se debió a algo más que a la protección del duque de Morny…
"Si sólo quisiera trabajar, tomar en serio su arte —escribe el crítico Francisque Sarcey—, ¡qué hermoso porvenir tendría! Hay en ella pasta de una gran actriz".
Durante la guerra franco-prusiana, Sarah convierte el Odeon en hospital y ella misma cuida a los heridos. Cuando la normalidad vuelve a la capital francesa, llega la primera gran oportunidad para la joven actriz: encarnar a la reina de España en el "Ruy Blas", de Víctor Hugo.
El triunfo es apoteótico. París entero enloquece ante esa muchacha frágil, desgreñada, de voz musical y dicción perfecta, que adquiere tras las candilejas una nobleza conmovedora. Perrin, administrador de la Comédie Française, le ruega que vuelva a integrar el elenco más reputado de Francia: esta vez interpretará papeles protagónicos. Los triunfos se suceden: el nombre de Sarah Bernhardt traspasa las fronteras. La artista se convierte en personaje: sus cabalgatas matutinas en el Bois, sus esculturas, su pequeña corte de admiradores de ambos sexos, sus amores con Mounet-Sully —llamado "el actor más hermoso de su tiempo"— acaparan la atención del público. París entero comenta sus excentricidades: el ataúd en que duerme, su colección de animales salvajes —cachorros de león, monos, caimanes, panteras—, sus paseos aéreos en el globo llamado "Doña Sol"… El pintor Clairin, quien vive esclavo de esa diosa caprichosa, la retrata docenas de veces. Cuando la compañía viaja a Londres, en Folkestone espera una turba encabezada por un hombre macizo, de extravagante vestuario, quien siembra de lilas el camino que pisarán los pies de la Divina Sarah: se llama Oscar Wilde…

A la conquista del mundo
El mundo entero habla de la "Fedra", de Racine, papel que Sarah temía aceptar, porque, en opinión de los entendidos, nadie podría superar la interpretación de la legendaria Rachel; pero la "Fedra" de Sarah, dolida, desgarradora, hace llorar al público y desvanecerse de admiración a los críticos. Cuando la representa en Londres, junto a Mounet-Sully, "el público le brindó una ovación sin precedentes en los anales del teatro inglés", según reza el cable que el corresponsal John Murray envía al diario "Le Gaulois". Sin embargo, las excentricidades y los caprichos de Sarah le causan cada vez mayores dificultades con sus compañeros de la vetusta Comedie.
En 1880 decide aceptar la fabulosa propuesta del empresario inglés Jarrett: una tournée en los Estados Unidos, cinco mil francos por representación, participación en los ingresos brutos, un tren especial compuesto de vagón-salón, alcoba, alojamiento para cuatro sirvientes…
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MARGARITA: Otra escena de "La Dama de las Camelias" que arrebataba al público de la Belle Époque.
Sin duda alguna, el empresario inglés es el hombre que ha jugado un papel más decisivo en la vida de Sarah Bernhardt. Durante casi medio siglo, la actriz seguirá recorriendo el mundo: de Filadelfia a Melbourne, de Lima a Atenas, de Copenhague a Ciudad del Cabo. Amasará inmensas fortunas sólo para dilapidarlas; regresará a París de vez en cuando, para encerrarse en su casa con su madre y su hijo, lejos de las intrigas y calumnias del mundillo teatral.
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SU VOZ: Sarah tuvo ocasión de escuchar su voz reproducida en los primeros gramófonos. La fotografía la captó durante una breve audición.
Se hará célebre en los rincones más remotos del globo: los versos de Racine, declamados por su voz incomparable, resonarán en los cinco continentes. En París tendrá, después de veinte años de constante viajar, su propio Théâtre Sarah Bernhardt; Sardou escribirá para ella su "Tosca" y Edmond Rostand su "L'Aiglon". Interpretará, ya sexagenaria, papeles de jovencita y logrará grandes ovaciones; hará papeles masculinos: Shylock, Hamlet... En 1911 empieza a actuar en el cine mudo; continuará filmando aún pocas semanas antes de su muerte, inmovilizada por una apoplejía, casi octogenaria...
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EL PROTECTOR: Sarah, como muchas artistas de entonces y de ahora, necesitó de la protección de un alto personaje, en este caso et príncipe de Ligne, que obtuvo para cita papeles de importancia en sus primeros años de escenario. No obstante, esta amistad fue muy discreta.
A los 71 años se hace amputar una pierna, afectada por varias caídas, a pesar de que los médicos insisten en que un largo tratamiento podría salvarla. "No tengo tiempo para tratamientos", declara la indomable Sarah: entra a la sala de operaciones cantando "La Marsellesa", y pocas semanas después solicita ir al frente —corre el año 1915—, para actuar para las tropas francesas. Imperiosa, violenta, melodramática hasta en sus menores gestos, vivió hasta sus últimos días rodeada de una corte de enamorados. Su único matrimonio —con un joven griego llamado Jules Damala, apuesto y derrochador— terminó antes del año, pero Sarah nunca dejó de ayudarle económicamente.
Tal vez la descripción más elocuente jamás hecha de la discutida artista es la del poeta Edmond Rostand:
"Desfallece, se enjuga el sudor, regresa a su camarín, se viste para la función... Pone alma y corazón en escena... Esta es la Sarah que yo conocí. Jamás he tratado a la Sarah de los caimanes y el ataúd. La única Sarah que conozco es la que trabaja. Y ella es grandiosa."
Las cocottes
Institución, símbolo y dominante tipo de mujer que brilló y se impuso durante la Belle Époque
El Estado Mayor del Ejército francés avanzó para rendir honores al emperador Luis Napoleón, pero éste desvió su caballo hasta un balcón, donde una hermosa joven contemplaba la ceremonia militar. Con sus ojos puestos en la dama, el emperador dijo con pasión:
—¿Cómo podría llegar hasta vos, mademoiselle?
—Pasando por la iglesia primero, sire 
—fue la respuesta de Eugenia de Montijo, joven y agraciada española a quien una adivina le había pronosticado que sería emperatriz.
Y Napoleón III "pasó por la Iglesia", lo que hizo exclamar a Víctor Hugo, exiliado en Guernessy:
—El águila se casó con la cocotte.
Corrían los años de la Belle Époque, cuando la Belle Helene conquistaba París y el público "partía para Citerea" con ella hacia el Varieté y el Teatro Cómico, donde el coro cantaba "nous voulons de l'amour, il noust faut de l'amour" (deseamos el amor, nos hace falta el amor), donde gritaban su entusiasmo por las composiciones de Offenbach, el pequeño músico alemán después nacionalizado francés, cuyos aires de "La Gaité Parisienne" fueran el símbolo de la alegría reinante en la capital durante medio siglo, síntesis de la definición armónica y la chispeante malicia de la frivolidad gala. Junto con Hortense Schneider, gran duquesa de opereta y soberana de los corazones de los reyes que visitaban París, Offenbach será un caso único en la historia de Francia, rey absoluto bajo el imperio. Las agudezas del fauno barbudo eran las de un parisiense de la Belle Époque, las mismas que tuvieron después Alphonse Aliáis, Franc Nohain y Alfred Jerry.
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NAPOLEÓN III: Su amor por Eugenia de Montijo lo llevó hasta el altar. Víctor Hugo dijo: "El águila se casa con la cocotte".
La emperatriz y su camarilla o corte imponen el tono de frivolidad con juegos de palabras, toilettes, adornos, fruslerías inútiles de oropel.

Juegos de palabras
La mayor parte del tiempo no había nada mejor que hacer que los juegos de palabras, que permiten vivir de las rentas. Por ello hay tantos ricos y tantos pobres. Una palabra, una sola, basta para hacerse célebre de la noche a la mañana. ¿Soñáis, jóvenes, como Hubert de Latour, el héroe de Robert de Flers, con "une grande liaison móndame"? (una amistad mundana) ¿O con entrar en el Jockey Club? Inventad una frase, una de esas frases que dan vuelta a París. Si habláis de una "petite grue" (mujer ligera), decid que es tan ligera, que no importa quién pueda levantarla. O como Maurice Donnay, que "si su madre hace algo, ella misma lo deshace". Os llevarán en hombros, y prácticamente la multitud os devorará… Bastará con escribir una "scie" (lata), para Valentine Putois, más conocida en el ambiente del arte lírico y de la galantería con el nombre de Amélie d'Avranches.
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Dibujo de Henri de Toulouse-Lautrec (1887).
Lola Montes, tu destino está marcado, aun cuando no eres más que una pequeña bailarina desconocida. Y también para ti, Paiva, mujercita que sueñas con ser lo que serás. Y ustedes, ustedes serán las adelantadas del reinado de Carolina Otero, de Lyane de Pougy, de Cleo de Mérode, astros que brillaron con luz de primera magnitud.
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FRENCH CAN-CAN: Dos bailarinas de can-can, durante la Belle Époque, que fue el período de su reinado.
En el "Boulevard des Italiens", de la carroza que su encanto (sus encantos) le ha procurado, baja Paiva, hermosa por más de una razón. Théophile Gautier, sentado en la terraza del Café Napolitain, la admira y murmura entre dientes este juego de palabras: "Qui paie y va" (el que paga la tiene).
¡El Café Napolitain! No se puede dejar de ir a él a beber un "brulet" o un "amergrenadine", a jugar una partida de "tric-trac" o de "jacquet", a ver pasar los imperiales de la línea célebre "Madeleine-Bastille", y a charlar con Catulle-Mendés, Jules Jouy, Gastón de Pawlowsky…
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LA BELLA: Carolina Otero, en su apogeo, mereció el título de "La Bella Otero", en una de sus presentaciones.
Es el París de la Belle Époque, el París donde se oye a Massenet, de cuyas óperas, catorce tienen nombre de mujer. Donde Feydeau se ocupa de Amélie.

Buscar una pulga
Pero no es sólo París, puesto que sus reflejos inundan Europa. El "género chico" en España, con la Bella Chelito, que implanta el número de "buscar una pulga" escondida en un lugar de su cuerpo. Y en Italia, donde Nápoles, a través del "Café Chantant", traduce mejor el espíritu ruidoso y alegre de la época. Y hasta Roma da su aporte y recibe las aguas de la corriente. Y la Viena del vals, y la Berlín del yelmo puntiagudo.
Todo un período que puede simbolizarse en algún nombre de mujer. ¡Y son tantos los nombres! Europa, representada por nombres de mujeres. Carolina Otero (la Bella Otero), "española de estupenda belleza y de una vitalidad bestial" (dice Rodolfo De Angelis en su "Storia del Café Chantant". Cleo de Mérode, "del perfil rafaeliano, elegantísima, ex bailarina corista de la Opera de París". Eugenia Fegere (que murió en Sudamérica), "con sus canciones excéntricas, de estilo parisién, que inflamaba a Nápoles". Consuelo Totajada, "procaz belleza andaluza que interpretaba un repertorio de canciones y danzas españolas". Mirtzel Kirchener, "una alemana con voz de contralto, piernas de alpinista… Lucy Nanon, "una belleza flamenca, de aspecto virginal, amante y cantante de increíble fascinación". Las italianas Amelia Paraone, Virginia Marini, Olimpia d'Avigny, Emilia Pérsico, Pina Ciotti. Y el aporte romano, a través del "Café Chantant": la sensacional belleza de Lina Cavalieri.
Una época de oro para las "chanteuses", pródigas en sonrisas y otros encantos. Los escándalos suceden a otros escándalos. Anita di Landa, Mary Fleur, Ersilia Sampieri, Emma Lacroix, Ivonne de Fleuriel, María Campi y la bailarina Edith Miroir. O la última vampiresa del "varieté", Anna Fougez, por la que nobles y plebeyos están dispuestos a las locuras más insospechadas.

Los divos
En 1900, Passy conservaba aún sus casas de campaña con parques y jardines. Calles arboladas. Invitaciones a garden-parties y a encuentro s mundanos de tenis. Neuilly era la ciudad residencial, lugar para reyes en el exilio, para altezas moscovitas y para una sociedad de importantes financistas a dos pasos de sus negocios.
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AMANTE REAL: Cleo de Mérode concedió sus favores al anciano rey Leopoldo de Bélgica, provocando un escándalo.
La reina de Nápoles y las Dos Sicilias, hermana de la emperatriz Isabel de Austria, era circundada por todo un regimiento de perros mientras paseaba por las calles.
El gran duque Paolo y su mujer, condesa de Hohenfelsen, más tarde princesa Paley, habían comprado en Boulogne la vasta morada del conde de Chauvau, donde sus altezas recibían siempre.
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REINA DEL SALÓN: Lo marquesa de Dortzal, cuyas recepciones reunían a la élite durante la Belle Époque.
Su Alteza Real el conde de Eu y la condesa de Eu, nacida princesa hereditaria del Brasil, eran muy hospitalarios en su casa de Boulogne, en la que se encontraban los monárquicos fieles a la familia real de Orleáns y los portugueses fervientes devotos de los príncipes.
La reina Amelia de Portugal se quedaba largos períodos, antes del asesinato del rey Don Carlos.
Era la aristocracia, la nobleza, reyes y ex reyes que daban toda la atmósfera a la Francia provincial. Pero en París, aun con nobles, reyes o financistas, había otro aire. Un clima de contrastes que explica que Belle Époque sea calificativo que puede aplicarse esencialmente a la capital francesa. La B. E. es París.
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EXTRAVAGANCIA: La Bella Otero causó sensación a su regreso a París, con automóvil y un chofer negro.
Fue ésta una compleja manifestación de espíritu y de costumbres, una sociedad cosmopolita que tenía en París su centro ideal.
Los hombres de mundo, hacia fines del siglo pasado, eran más o menos buscados, y más o menos recibidos, en los grandes salones, y tenían más o menos fortuna con las hermosas señoras, según su mayor o menor habilidad para conversar; los famosos "juegos de palabras"…
Los grandes divos de la Belle Époque, Boni de Castellane, Robert de Montesquiou, André de Fouquiéres, eran sobre todo grandes "causeurs" (conversadores), brillantes interlocutores ante las damas.
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LA DIVA SERPENTINA: Así llamaron las italianas a Lyda Borelli, por su belleza ondulante.
Y las señoras, también, eran admiradas sólo si sabían recibir, si sabían dirigir una fiesta y una conversación. Pero saber recibir y dirigir una fiesta era un arte refinadísimo y extremadamente difícil. En el ejercicio de este arte, una señora debía desarrollar una serie complicada de virtudes, saber conocer y comprender a las personas, saber reunirlas, etc. Y en esas fiestas, todo era cuestión, para mujeres y hombres, de decir la palabra justa, la acotación brillante, demostrar la jerarquía intelectual y mundana.
"¿La Exposición Universal? —preguntaba Boni de Castellane—; me parece una inmensa plaga sobre la pobre París, que atrae a todas las asquerosas moscas desde todos los países del mundo…"
Las bellas de la época
A los salones, a las reuniones. Y al teatro, o al Café Chantant. Y aquí, las beldades del momento.
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UN DIVO: El conde Boni de Castellane gozó de notable fama en la Belle Époque
El primer camarín de la "Scala" era el de Pelaire, amiga inseparable de Colette. El tren que debía llevar a la hermosa Polaire a la campaña desde Montecarlo (donde iba casi todos los días), no se detenía en esta ciudad, pero ella, atléticamente, lo tomaba lo mismo, al vuelo, mientras el tren aminoraba su velocidad.
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VAMPIRESA: Anna Fougez, llamada la última vampiresa del variete
En el mismo "Scala" se exhibía también "la reina del vals lento", Paulette Darty; con su delicadeza conquistaba a los públicos femeninos. Las hermanas Nanon, Anna Held, la Fougére y otras.
Las "sourbettes" de los cafés-chantants no eran siempre hermosas. Había también quienes, como Jeanne Bloch, se servía de su figura ridícula para fastidiar al público. Jeanne era tan gorda, que fue comparada con el famoso dicho publicitario de la Michelin.
Pero lograba inundar de alegría la sala cuando se presentaba con su "quepí" en la cabeza.
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INGENIOSO: El conde Robert de Montesquieu, ingenioso conversador y elegante.
La Otero y Liane de Pougy las dos acérrimas enemigas, fueron, junto a Emilienne d'Alençon, las mujeres más famosas de la Belle Époque.
Tan distinta una de la otra, tuvieron, cada una, sus propios éxitos, sin oscurecerse recíprocamente. Pero esto no impidió a las dos mujeres que se odiaran ferozmente, y no tanto en la vida de teatro o por rivalidad profesional, como en la vida privada y en la mundana. Ambas debutaron en "Scala" y aun juntas pasaron a las Folies Bergère. Carolina Otero, nacida en Galicia, aun así quería ser 57d.jpgconsiderada andaluza (y así la consideran los más serios biógrafos), jugó por vez primera en el Casino de Montecarlo cuando era todavía muy joven y, sobre todo, inexperta: salió millonaria. Una fortuna similar la acompañó en la carrera teatral y en la vida galante. No era sólo bella, sino que poseía también gran talento.
A su espíritu salvaje y su belleza exótica se contraponían la educación refinada y la dulzura de lineamientos de Liane de Pougy. En el debut de Liane estaba presente el príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII, invitado, muy simplemente, por un conmovedor mensaje escrito por esa muchacha de provincia, plena de espíritu de iniciativa. Y hasta se casó ella misma con un príncipe, Guica, que por causa de la mujer fue desheredado. Vivieron juntos, pobres, en una ciudad de provincia, por casi treinta años. Cuando él murió, ella se retiró a un convento Losana, tras haber visto morir también a su único hijo, héroe de la Primera Guerra Mundial.
En "Eldorado" hicieron su presentación, juntos, Mistinguette y Maurice Chevalier. Ella, muy joven, con las piernas aún demasiado delgadas, pero ya desencadenada en toda su "verve".
La dama movió la cabeza, pensativa:
Querido amigo, cuando empiece a sentirme vieja, creo que me mataré.
¡Fuego!
, exclamó Alfred Capus. Toda la Belle Époque está condensada en este breve diálogo. Una palabra grotesca, cruel, despreocupada y frívola, violenta, aunque frívola, ligera y profunda; despiadada, indiferente, según algunos; la bola de cristal, según otros. Es el fin de un mundo, el último paso de can-can del demie-monde.
El caso Dreyfus
El racismo europeo condenó a un inocente, provocando una crisis política y moral
—Dreyfus, usted es indigno de este uniforme. En el nombre del pueblo francés lo despojamos de su grado.
—Al pronunciar estas palabras la voz del general Darras suena autoritaria y casi triunfal.
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DEGRADACIÓN: El capitán Dreyfus fue públicamente degradado en una humillante ceremonia militar durante la que gritó varias veces su inocencia, la fotografía lo capta recibiendo el desprecio de sus compañeros de armas.
El acusado levanta los brazos. En tono tan alto como el acusador, pero sin ninguna expresión, dice:
—Soy inocente. Juro que soy inocente. Vive la France.
Tras él, una multitud entre delirante y ensoberbecida, dirigida por los infaltables agitadores ocasionales, grita repetidamente:
—Muerte al traidor... Muerte al traidor... Mátenlo…
Esta escena transcurre el 5 de enero de 1895 en el patio central de la Escuela Militar de París. Un mes antes una multitud similar había roto los cordones de gendarmes que custodiaban la Corte Marcial de la capital francesa donde el capitán Alfred Dreyfus era juzgado por alta traición. Desde entonces la multitud pedía la cabeza de ese "perro judío traidor".

Proceso a un "inocente"
La historia empieza en el otoño de 1894, cuando Alfred Dreyfus, capitán de artillería y miembro del Estado Mayor del Ejército de Francia, es formalmente acusado de haber facilitado a un agente extranjero al servido del enemigo (léase Alemania) los planos de fabricación del freno hidroneumático del obús de 120 mm y los planes estratégicos de movilización de tropas francesas para la defensa de la frontera del Este.
Al momento de abrirse la causa, la capital francesa está estremecida hasta sus cimientos por estallidos de odio político y racial. El antisemitismo —vicio de moda en la época en Europa— es la nueva fiebre de los parisienses. La familia Dreyfus es de origen judío y los nacionalistas piden la condena del capitán, simbolizando en ello una venganza contra la que llaman "raza maldita". Las voces republicanas se levantan en su defensa, en parte porque le juzgan inocente y en parte porque desean manipular políticamente el caso. Pocas veces en el Palacio de Versalles se escucharon tan incendiarias disputas.
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SOY INOCENTE; La frase fue repetida durante todo el proceso cada vez que tribunal acusaba de traición at capitán Dreyfus. Esta era su actitud ante los jueces militares que la condenaron injustamente.
El proceso sigue una rápida tramitación judicial. La Corte Marcial declara a Dreyfus "culpable de alta traición a la patria", ordena su degradación en un acto público y su posterior confinamiento a la Isla del Diablo, en el archipiélago de Salut, próximo a la Guayana Francesa.

Ceremonial grotesco
Los testimonios periodísticos del llamado "acto público de degradación", especialmente el dejado por un anónimo reportero del diario "L'Autorité" —cuya crónica es citada hoy en las antologías periodísticas del mundo por su incuestionable valor—, dejaron estampado todo el dramatismo del acto desarrollado inmediatamente después que el gran reloj de la Escuela Militar de París daba la primera de las nueve campanadas de la mañana del 5 de enero de 1895.
Son actores de ese drama, el general Darras, el acusado Dreyfus y la muchedumbre, que no oculta sentimientos casi homicidas. Tras la acusación formal del general, las protestas de inocencia del capitán y los gritos de la multitud, un ayudante empieza a arrancar las insignias y galones del prisionero, que caen sobre el piso.
Así continúa el relato transcrito en el diario parisiense
"L'Autorité".
—En el nombre de mi esposa y de mis hijos, juro que soy inocente. Lo juro. Vive la France — grita el acusado.
"Pero el trabajo ha sido rápido. El ayudante ha arrancado con toda prisa los galones de la gorra, los bordados de los puños, los botones de la guerrera, los números metálicos del cuello y ha rasgado el galón rojo que lucía el prisionero desde su entrada a la Escuela la Politécnica.
"Todavía queda el sable: el ayudante lo desenvaina y lo parte sobre sus rodillas. Se oye un golpe seco y los dos pedazos saltan al suelo junto con una insignia. Entonces el ayudante le quita el correaje; con él, la vaina de la espada.
Este es el fin. Los pocos segundos transcurridos nos han parecido siglos. Nunca antes sentimos tal sensación de angustia.
Una vez más, clara y desapasionada, se oye la voz del prisionero:
—Están degradando a un inocente.

Pero tal vez cuando el anónimo cronista sintió con mayor fuerza el impacto del hecho que estaba presenciando, fue cuando Alfred Dreyfus, ya degradado y siendo obligado a pasar entre las filas de sus compañeros, resguardado por un grupo de soldados que-comandaban dos oficiales, se detuvo ante los periodistas para testimoniar una vez más su inocencia. -El relato del periódico para esta escena es el siguiente:
—Digan en toda Francia — grita— que Soy inocente.
—Silencio, miserable —es la respuesta del grupo—-. Cobarde, traidor, Judas.
"En medio de los insultos y desanimado, Dreyfus se yergue y nos da una mirada de verdadero odio:
"—No tienen ningún derecho para insultarme.
"Una voz clara y contundente sobresale:
—Tú sabes muy bien que no eres inocente. Vive la France... Judío inmundo.
"Sus ropas totalmente desgreñadas. En el sitio donde estaban los galones sobresalen flecos y su gorra ha perdido la forma característica".

("L'Autorité", edición del 6 de enero de 1895).
La rehabilitación
El "caso Dreyfus" divide al país y en el resto del mundo una ola de solidaridad se forma, paulatinamente, en torno a la figura del capitán enviado a la Isla del Diablo.
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DEBATE PUBLICO: El caso Dreyfus conmovió a la opinión pública francesa, dividiéndola entre quienes defendían la inocencia del capitón y quienes lo acosaban. La escena corresponde a incidentes registrados durante el proceso.
Su hermano, Mateo Dreyfus, dedica todos sus esfuerzos a intentar m rehabilitación, mientras un grupo de escritores y periodistas de la altura de Emite Zola, Georges Clemenceau, León Blum, Anatole France y Jean Jaurés se lanzan a investigar el caso a fondo.
En un primer intento se logra reabrir el proceso. El coronel Picquart, oficial dé Estado Mayor, declara tener las pruebas de la inocencia de Dreyfus y la culpabilidad, en cambio, del comandante Esterhazy. Sin embargo, el nuevo juicio resulta una farsa. Esterhazy es declarado inocente sin mayor análisis del asunto.
Pero la mecha está encendida. El 13 de enero de 1898, el periódico "L'Aurore", que dirige Clemenceau, publica una carta escrita por Emile Zola y dirigida al Presidente de Francia, titulada ""J'accuse". Las pruebas son abrumadoras y el tono de la carta conmovedor, pero Zola es acusado de injurias al Ejército y al Ministerio de Guerra y condenado a una fuerte multa, más un año de presidio. Zola alcanza a huir a Inglaterra, donde escribe y publica su famoso libro "El Caso Dreyfus".
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DEFENSOR: Emilio Zola, cuya defensa de Dreyfus fue decisiva para probar su inocencia.
Bajo el impacto de esta nueva obra testimonial de Zola y la presión de la prensa mundial, se procede a una segunda revisión del caso. El coronel Picquart mantiene su denuncia contra otros miembros del Ejército y demuestra la falsedad de la atribución a Dreyfus de la presunta prueba condenatoria: una carta sin firma anunciando a alguien el envío del Manual de Tiro de Campaña. Acorralado por las revelaciones, el coronel Henry, del Estado Mayor, confiesa ser el autor de la carta, suicidándose días después de su confesión y cuando estaba arrestado.
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PERIODISTA: Clemenceau, director de un diario, participó en la defensa del capitán Dreyfus.
Un nuevo Consejo de Guerra se convoca en Rennes y Dreyfus vuelve el 19 de julio de 1899 para asistir a la causa. Sin embargo, nuevamente es considerado culpable, aunque se acepta que obró bajo circunstancias atenuantes.
Este nuevo hecho suscita luchas callejeras entre sus partidarios y adversarios, mientras la opinión pública mundial aprieta el gatillo sobre la plana mayor del Ejército francés, el gobierno y su pueblo. Al ascender a la presidencia Emilio Loubet, declara a Dreyfus inocente.
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INVESTIGADOR: El coronel Picquart reunió pruebas que demostraron la inocencia del acusado.
El Tribunal Supremo anula la sentencia de la Corte de Rennes, la Cámara y el Senado aprueban su rehabilitación y ésta se publica en el Diario Oficial y en otros cincuenta órganos de publicidad elegidos por el acusado de otrora.
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ACUSADOR: El comandante Henry, cuyo testimonio provocó la condena de Alfred Dreyfus.
Pero ni esto ni los juicios seguidos contra sus ex acusadores bastan. El pueblo exige más y el honor del capitán Dreyfus también.
En el patio central de la Escuela Militar, el mismo escenario donde doce años antes el capitán Alfred Dreyfus fue "públicamente degradado", se celebrará una emocionante ceremonia: la rehabilitación total y la imposición de la Cruz de la Legión de Honor al comandante Alfred Dreyfus.
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JUEZ: General Mercier, presidente del tribunal militar que condenó al capitón.
Vestido nuevamente con su uniforme de gala, quien otra vez pasara despojado de sus insignias y galones entre cadetes y oficiales, presencia ahora un desfile en su honor.
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CULPABLE: El comandante Esterhazy, que vendió secretos militares y culpó a Dreyfus.
La rebelión de los artistas
El "estilo pompier" postergó a los genios. Reinado del ballet era de rusas e italianas. Debussy, Stravinski y Ravel rompieron moldes. Poderoso resurgimiento en literatura y poesía
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IGNORADOS: Van Gogh, Gauguin y Braque trabajaron intensamente durante la Belle Époque, pero ninguno de ellos pudo ser reconocido dentro de ios grandes pintores. La reproducción superior, un autorretrato de Van Gogh.
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GAUGUIN: una de las fotografías desconocidas de Gauguin
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GEORGES BRAQUE en su estudio
Las obras de arte más celebradas en su época no son, generalmente, las que sobreviven para representarla ante los ojos de la: nuevas generaciones: sólo después décadas o siglos más tarde, se produce el cambio de perspectiva que permitirá comprender el valor de artistas menospreciados durante su vida. Fue lo que sucedió de manera especialmente notoria con la pintura y la escultura de esos nostálgicos años que se extienden entre 1880 y 1914.
No sólo fueron despreciados, escarnecidos y humillados los que hoy se reconocen como genios —destino, por lo demás, casi siempre reservado a los innovadores—, sino que los grandes maestros de ese tiempo, los que acaparaban medallas y distinciones en los salones oficiales, los que vendían sus telas a precios fabulosos y recibían homenajes y honores, han sido olvidados. O, lo que es peor, se les trae a colación para ilustrar el atroz mal gusto de una época que, en muchos sentidos, fue todo menos bella.

El apogeo de los "pompiers"
Mientras el público elegante se reía de los impresionistas, mientras Manet moría amargado por no haber logrado en toda su vida un premio del Salón Oficial y en oscuras covachas creaban sus obras inmortales Van Gogh, Braque, Gauguin, Rouault, Matisse, Dérain y tantos otros, las exposiciones mostraban un interminable desfile de "obras maestras" firmadas por Cormon, Meissonier, Bouguereau, Carriére, Détaille y otros exponentes de ese estilo pomposo y rebuscado que hoy los críticos de arte llaman "estilo pompier". Eran telas gigantescas que generalmente "narraban" un episodio histórico o mitológico: grupos de figuras idealizadas y rebuscadamente pintorescas, retratadas con una técnica acabada que abominaba de los colores puros y de las pinceladas visibles.
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F. ROPS fue considerado el rey de la ilustración, y durante treinta años sus obras fueron solicitadas incluso por autores como Baudelaire, que lo estimuló en sus creaciones. Este cuadro inefable se llama "La dama con el cerdo" y mereció grandes elogios, a pesar de su escasez de valores.
El desnudo se consideraba admisible sólo si la figura representaba una náyade, una dríada o una diosa; los cuerpos femeninos, opulentos y depilados, parecían tiesas estatuas esculpidas en sebo o mazapán. Admiradas universalmente a fines del siglo pasado, hoy estas obras mueven a risa, tal como en 1880 los cuadros de Manet parecían hilarantes o escandalosos al público de su tiempo.
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PINTOR OFICIAL: Cormon fue el pintor más estimado por los Ministros de la Tercera República francesa. Esta obra representa a hombres y mujeres prehistóricos y fue adquirida por el Estado.
Los prósperos patronos de las bellas artes pagaban sumas estratosféricas por estas monstruosidades que hoy no tienen valor alguno; entretanto, Van Gogh, quien murió en 1890 sin haber vendido jamás un solo cuadro, pintaba sus obras inmortales cuyo valor se calcula ahora en centenas de miles de dólares.
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PRUEBA DE ADULTERIO: Cuadro de J. Garnier, admirado por el salón de 1883 en París. Sobrevive como documento sociológico de la Belle Époque.
Los elegantes salones lucían en sus paredes, telas de Gervex, Harpignies, Ribot, Henner o Besnard, artistas admirados por críticos oficialistas como el inefable Camille Mauclair, quien todavía en vísperas de la Segunda Guerra Mundial llamaba "gangsterismo pictórico" la obra de Lautrec y estimaba que la pintura de Cézanne no pasaba de ser "un memorable chiste malo".
Sin embargo, los pintores "pompiers" —los fabricantes de opulentos desnudos mitológicos, los exaltadores del heroísmo, los retratistas de generales y duquesas — tuvieron al menos una cualidad loable: fueron perfectos representantes de su época, auténticos testigos de su tiempo. La burguesía triunfante de la Tercera República se veía reflejada en sus obras, porque los maestros de la Belle Époque proporcionaban a su público exactamente lo que éste deseaba. Le brindaban anécdotas e historias, cumpliendo lo que consideraban misión máxima del artista: mostrar escenas edificantes, celebrar el valor en el campo de batalla, el amor maternal, los más nobles sentimientos del ser humano.
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OTRO "POMPIER": J. Beraud fue otro de los pintores llamados "pompier". Esta obra la tituló "Bailarinas de la ópera", mereciendo muchos elogios.
Proveedores hábiles de una mercancía apreciada por un público acaudalado de gustos vulgares, los "pompiers" vivían en un ambiente de veneración, casi de idolatría: su status económico y social los igualaba a los más encumbrados personajes de la política y de las finanzas, quienes se enorgullecían de recibirlos en sus hogares. Cada pintor "oficial" tenía su especialidad: Meissonier los mosqueteros y lansquenetes; Détaille las batallas; Cormon una prehistoria idealizada con barbudos ancianos envueltos en pieles de cabra y muchachas semidesnudas; Jean-Paul Laurens las escenas históricas; Bouguereau los desnudos falsamente púdicos; Carolus Duran las damas de alta sociedad; Bonnat los Presidentes de la República
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OTRO "POMPIER": J. Beraud fue otro de los pintores llamados "pompier". Esta obra la tituló "Bailarinas de la ópera", mereciendo muchos elogios.
Sin embargo, ya en 1884 se produjo el primer indicio de futuros cambios; una asociación totalmente marginada de las instituciones oficiales, los Independientes, se organizó para presentar sus obras ante el público.
Nadie tomó en serio esta humorada de un puñado de locos encabezados por Seurat, Signac, Odilon Redon... En 1903, los herejes lograron presentar su exposición en el Grand Palais, pese a los furibundos alaridos de los oficialistas. Fue la primera derrota de los "pompiers" y se haría definitiva e irreversible en los últimos años que precedieron la Gran Guerra.
Al comienzo de nuestro siglo, las artes gráficas y aplicadas reflejaron el "Style Nouveau" o "Jugenstil": curvas, guirnaldas, flores estilizadas invadieron telas, objetos de adorno, muebles y hasta las páginas de diarios y revistas. Hoy sobrevive en las estaciones del Metro de París y hace sólo un par de años revivió en la nueva moda de las lámparas Tiffany —vitreaux de colores con armado metálico— y las telas de vivos colores del vestuario femenino.

El ballet: de Manzotti a Diaghilev
Fue el italiano Manzotti quien creó "Excelsior", tal vez el ballet más típico de la Belle Époque.
Más de quinientos artistas en escena, a los compases de la música olvidada de R. Marenco, glorificaban en ese espectáculo coreográfico estrenado en la Scala de Milán los nuevos inventos que cambiaban la faz del siglo: el telégrafo, la pila eléctrica, la construcción del Canal de Suez y del túnel Simplón, bajo los Alpes…
El éxito fue tal que la compañía se trasladó a París, donde en enero de 1881 inauguraría una nueva sala habilitada especialmente: el nuevo Teatro Edén, vasta pagoda adornada con estatuas "neohindúes", un jardín de invierno al estilo ruso y otro chino, largos corredores con paredes de espejos.
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EL BALLET: Serge Ufar introdujo revolucionarias formas y soluciones para la danza. En la fotografía, durante una de sus presentaciones en París.
Durante casi un año, Manzotti y su "Excelsior" se presentan allí noche a noche, recaudando un total de casi dos millones de francos-oro. Después de su segundo ballet, "Sport" —que exalta la ascensión al Mont-Blanc y las regatas venecianas—, Manzotti sólo volverá a crear coreografías mediocres hasta su muerte en 1905.
Ya diez años después de su inauguración, el Edén será demolido; pero las bailarinas italianas seguirán entusiasmando a la Ciudad Luz: la Sangalli, Carlotta Zambelli, Virginia Zucchi...
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STRAVINSKI: Irrumpió en la música de la Belle Époque, modificando lo tradicional entregando un valioso aporte al ballet.
También son italianas las estrellas que acaparan la admiración de los balletómanos en San Petersburgo: Carlotta Brianza, Emma Bessonne, Elena Cornalba y Antonietta dell'Era, quien en 1892 crea el "Cascanueces", de Tchaikovski. Y Pierina Legnani, la creadora de "Cenicienta" y de "El Lago de los Cisnes"... El francés Marius Petipa, coreógrafo y gran maestro de artistas, ex partenaire de Carlotta Grisi y de la inmortal Fanny Elssler, formará en San Petersburgo a una nueva generación de intérpretes rusos antes de morir en su patria adoptiva en 1910. Y serán los rusos quienes llegarán en 1909 a París, donde el impacto de su arte incomparable hará nacer el ballet moderno, los famosos Ballets Russes de Diaghilev...
La danza, al igual que todas las artes, se renueva. Una norteamericana llamada Isadora Duncan conquista al público europeo con sus improvisaciones sobre música de Bach, Chopin o Schubert: baila descalza, envuelta en velos y túnicas, expresando libremente sus emociones y estados de ánimo. En 1905, Michael Fokine la ve bailar en San Petersburgo y fascinado por su estilo crea "La Muerte del Cisne" sobre música de Saint-Saëns. Luchadora incansable contra el academismo, Isadora Duncan tendrá muchas discípulas, pero no dejará tras de sí una escuela: después de su trágica muerte —estrangulada por su propio echarpe, enredada en el eje de una rueda de su coche en marcha— sólo quedará el mito…
Entretanto, en Rusia se prepara la gran revolución de la danza. Serge de Diaghilev, alumno de Rimsky-Korsakov y gran mecenas de las artes, fundador de la revista "Mundo del Arte" junto a sus amigos los pintores Bakst, Golovin y Korovin, comenzará por dar a conocer en París diversas manifestaciones del arte teatral ruso: en 1908 presenta en la capital francesa la ópera "Boris Godunov", de Mussorgsky, interpretada por Chaliapin.
Al año siguiente decide volver a París y llevar esta vez la compañía de ballet del Teatro Mariinsky: Matilde Kshesinskaia —ex amante del zar Nicolás—, Anna Pavlova, Tamara Karsavina, Ida Rubinstein, Michael Fokine, Vaslav Nijinski... El 19 de mayo de 1909 los rusos debutan en el Chátelet ante un público elegante donde se codean ministros, embajadores, duquesas y millonarios. A las 8.30 se levanta el telón: el "Pavillon d'Armide", con coreografía de Fokine y decorados del pintor Alexandre Benois, música de Cherepnin y actuación de Nijinsky y la Karsavina... Le siguen "Las Danzas Polovetsianas" y "El Festín". Al día siguiente, los críticos competirán para ver quién puede encontrar mejores adjetivos para expresar su entusiasmo. Karsavina, Pavlova, Nijinsky, Fokine se convierten en ídolos de la ciudad más exigente del mundo. A partir de entonces, el ballet ruso conocerá una celebridad incomparable, y sus temporadas parisienses repetirán cada año el estruendoso éxito de su primera visita.
En 1910, la Karsavina bailará "El Pájaro de Fuego" y dará fama inmediata a Stravinski; otro estreno del ballet de Diaghilev, "Sheherazade", dará a conocer el nombre de León Bakst, escenógrafo y autor del vestuario milyunanochesco. El París elegante se dejará seducir por la voluptuosidad oriental de Bakst, y un modista llamado Paul Poiret se hará famoso al vestir a su distinguida clientela con modelos realizados en telas suntuosas de vivos colores "al estilo Sheherazade"…
En 1911 será el turno de "Petroushka", con música de Stravinski y coreografía de Fokine. Al año siguiente, Nijinsky bailará "L'aprés-midi d'un faune" y escandalizará al público con su danza provocadora y erótica: la obra, basada en un poema de Mallarmé con música de Debussy, evoca las arcaicas figuras de los bajos relieves griegos.
Nuevos estrenos, nuevos éxitos: "Dafnis y Cloe", de Ravel; "La Consagración de la Primavera", de Stravinski... Los desconcertantes ritmos sincopados de Stravinski, la audaz coreografía de Nijinsky, desencadenan una batalla histórica entre los aficionados. Ese mismo año, 1913, Nijinsky se casará con una bailarina húngara durante una gira sudamericana, y Diaghilev lo despedirá de la compañía. En el horizonte ya asoman los nubarrones de la tempestad bélica, pero París sigue hablando de Diaghilev: se estrena "El Gallo de Oro" y al año siguiente "La Leyenda de José", de Richard Strauss, donde debutará un joven bailarín de 18 años llamado Leonid Massine…
La Belle Époque muere, pero los Ballets Russes, tan típicos de ella, seguirán influyendo en todo el devenir dancístico del futuro. Se incorporarán al ballet nuevos nombres ya célebres en otras ramas del arte: Cocteau escribirá argumentos; Picasso y Dérain diseñarán decorados; Satie, Milhaud, Poulenc, compondrán música para coreógrafos como Balanchine, Lifar y Bronislava Nijinska.
Cuando Diaghilev muere en 1929, el ballet de nuestro siglo, nacido en plena Belle Époque gracias a la visión del esteta ruso, se encontrará en pleno período de floración y ya habrá iniciado la búsqueda de nuevos caminos.
El mundo de la música
En las postrimerías del siglo XIX, también por el mundo de la música corrían aires de renovación. Ya en 1876 Wagner había inaugurado en Bayreuth el teatro concebido especialmente para presentar su monumental tetralogía de dramas musicales. Pronto surgieron por doquier los imitadores del maestro alemán y no tardó en producirse la reacción. En Rusia, el "Grupo de los cinco" —Mussorgsky, Balakirev, Cui, Rimsky-Korsakov, Borodin— se esforzó en combatir el romanticismo occidental; el pueblo como personaje central, los ecos de melodías folklóricas entre los acordes sonoros de "Boris Godunov" fueron una verdadera revolución en el mundo de la ópera. En 1879 moría Johannes Brahms, defensor de la tradición instrumental clásica y del simbolismo puro; por otra parte, nuevos detractores del drama musical wagneriano demostraron muy pronto que la clásica ópera italiana estaba lejos de desaparecer.
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MAURICE RAVEL: Su arte dio marco musical a la Belle Époque, consagrándose con sus revolucionarias composiciones que le dieron fama.
Giuseppe Verdi, nacido en 1813 —el mismo año que Wagner—, alcanzó temprana fama gracias a una cadena de éxitos: "Rigoletto", "El Trovador", "La Traviata", "Aída" encargada por el khedive de Egipto para celebrar la inauguración del Canal de Suez y estrenada en París en 1880—, "Otelo", "Falstaff"…
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DEBUSSY: Durante la Belle Époque, Claude Achilles Debussy se impuso con sus creaciones, especialmente en música para ballet.
En los primeros años de nuestro siglo, Puccini estrenaba "Tosca", "Madame Butterfly" y "La Fanciulla del West"; surgían los nuevos nombres de Debussy, Ravel, Stravinski. Un público caprichoso había olvidado el éxito de "Cavalleria Rusticana!", de Mascagni, estrenada en 1890, y el entusiasmo con que había sido acogida la "Lakmé", de Délibes, en 1883.
En el transcurso de unos pocos años, la música había recorrido un largo camino: del clasicismo de Brahms a los experimentos dodecafónicos de Schönberg, cuyo "Pierrot Lunaire" inició, en 1912, la revolución musical contemporánea.
El simbolismo literario y el impresionismo plástico también tuvieron sus paralelos en el mundo de la música. Tal vez el hito más decisivo de la Belle Époque sea el estreno de "Peleas y Melisanda" en 1902, una ópera de Debussy basada en un drama del escritor belga Maurice Maeterlinck. La innovadora libertad formal del compositor causó el consabido escándalo, pero preparó el camino para el advenimiento de Stravinski y quienes le siguieron.

Novelistas y poetas
También el mundo literario sufrió los embates de las nuevas corrientes renovadoras. Marcel Proust, cuya "Búsqueda del Tiempo Perdido", pinta a la perfección los años de la Belle Époque, no inició la publicación de su obra hasta 1913; pero le precedieron numerosas figuras que retrataban su época con similar precisión. El naturalista de Zola espantó a los críticos que consideraban que el arte debía mostrar solamente "lo bello"; pero cuando "L'Assommoir" fue teatralizada en 1879, la obra obtuvo un éxito popular sin precedentes y debió ser representada más de cien veces. "Germinal" y "La Débácle" volvieron a causar escándalo, como también lo hizo la abierta intervención del autor en el historiado caso Dreyfus: la "gente bien", los respetuosos de la autoridad y de las convenciones, no concebían que un literato serio pudiese describir ambientes proletarios en sus obras y oponerse a la decisión de un tribunal militar en la vida real...
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EL TIEMPO PERDIDO: Marcel Proust inició durante este período su obra fundamental: "Búsqueda del Tiempo Perdido". En la fotografía, durante un almuerzo en el jardín de su casa. El escritor, muy joven, es el segundo de izquierda a derecha, segunda fila, con sombrero de paja.
El público de la Belle Époque prefería que sus novelistas, al igual que los laureados maestros de los salones, le presentasen un mundo próspero, grato e idealizado. La sentimental "Safo", de Daudet, fue el gran éxito editorial de 1884, junto a "A Rebours", de Joris-Karl Huysmans; el protagonista de esta última novela se aparta de la sociedad para vivir solo entre "objetos hermosos" y gozar de las sensaciones producidas por el arte decadente que puebla su paraíso artificial.
Y al descubrir que esa torre de marfil no es una solución definitiva, se refugia en la religión... El misticismo cristiano de Huysmans reapareció en "Allá Abajo" (1891), "La Catedral" (1898) y otras obras.
Otro defensor de la estética tradicional, Maurice Barres, compartió con Pierre Loti los aplausos del gran público en los años de la Belle Époque. Loti, un oficial de Marina cuyo verdadero nombre fue Julien Viaud, supo ganarse especialmente el público femenino con sus sentimentales novelones que exaltan el romántico misterio del Oriente: "Aziyadé", "Rarahu", "Madame Chrysanthéme"...
Simultáneamente, el satírico y malicioso Anatole France recibía las alabanzas de los críticos "progresistas", quienes le comparaban a Voltaire, si bien su irreverente anticlericalismo le valió la condenación de los tradicionalistas. La incipiente novela sicológica tuvo un talentoso representante en Paul Bourget, quien continuó escribiendo novelas de éxito hasta su muerte en 1935, medio siglo después de darse a conocer con "El Cruel Enigma". De sus numerosas obras, las únicas destinadas a sobrevivir parecen ser sus volúmenes de ensayos críticos, en especial "Essais de psychologie contemporaine", publicada en 1885.
Los primeros años de nuestro siglo hicieron aparecer en la escena literaria a Romain Rolland ("Juan Cristóbal"), André Gide ("L'Inmoraliste") y Marcel Proust. Entre la literatura popular tuvieron gran difusión las primeras novelas de Gabrielle-Sidonie Colette, casada con un autor de numerosos best-sellers del 900 (Henry Gauthier-Villars, conocido bajo su seudónimo de Willy), quien firmó sus obras como propias. Separada de Willy y convertida en artista de music-hall, Colette siguió escribiendo bajo su propio nombre y alcanzó una duradera fama como una de las novelistas más talentosas de Francia.
Mientras aún no desaparecían las influencias de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, nuevas voces poéticas se hacían oír: el belga Verhaeren, Moréas, Regnier y sobre todo Maurice Maeterlinck, cuyos dramas poéticos fueron precedidos por un volumen de versos, "Les serres chaudes", en 1889. La escuela simbolista, iniciada por Verlaine como un movimiento de protesta contra el artificioso virtuosismo de los parnasianos, dominaría la poesía europea por espacio de veinte años y prepararía la nueva libertad poética de nuestro siglo; pero ya en plena Belle Époque el surrealismo de postguerra encontró sus precursores en Apollinaire y Alfred Jarry.

Protesta y soledad
Si bien París era el centro del mundo literario y artístico, en todas las latitudes surgían nuevos nombres de escritores cuyas obras eran traducidas, comentadas, discutidas incansablemente. Con Tolstoi y Dostoievski, la obsesión por analizar el papel del ser humano en el universo se había convertido en tema central de la novelística rusa. Para Tolstoi, la energía civilizadora fue un tiránico aparato corruptor al que sólo la anarquía o la no violencia pueden hacer frente; Dostoievski, por su parte, arrastra a sus protagonistas más allá de la degradación y del pecado, buscando un nuevo resplandor de redención. El mundo mecanizado del progreso industrial también fue enjuiciado por los escandinavos: Ibsen defendió la individualidad en "Casa de Muñecas", "El Enemigo del Pueblo" y "Peer Gynt", mientras Bjoernson exaltaba la soledad y el sueco Strindberg condenaba un mundo agotado. El prusiano Nietzsche se convirtió en heraldo de un agresivo nacionalismo germano: hostil a la tradición cristiana de Europa, sus obras glorifican el estoicismo y la violencia.
D'Annunzio y Pirandello en Italia; Unamuno, Zorrilla, Echegaray, Bécquer en España; Shaw, Kipling, Yeats, Wells en Inglaterra; Gerhart Hauptmann y Stefan George en Alemania, fueron las figuras más descollantes de la literatura europea en aquellos años. Figura característica de la época, el poeta y dramaturgo Gabriele d'Annunzio—cuyo verdadero nombre fue el mucho menos poético de Giácomo Rapagnetta— empezó a escribir a los 15 años sus primeros versos de decadente tono baudelaireano:
"Ansío danzas infernales e insensatos sonidos
senos de griegas, concubinas para una noche de amor…
Su celebrado romance con la bella actriz Eleonora Duse, que se inició en 1897 y duró casi una década, cautivó la imaginación de las románticas muchachitas de fines de siglo; cuando en 1911, escapando de una condena por quiebra fraudulenta, el poeta llegó a París, se convirtió en héroe del mundo literario de preguerra. Hombrecillo pequeño, enjuto y calvo, se preciaba de sus dotes de don Juan y al decir de Isadora Duncan, era uno de los amantes más refinados de su tiempo; su pintoresca personalidad sólo se extinguió en 1938, cuando ya Mussolini le había concedido el título de Príncipe de Montenevoso y el anciano poeta-soldado llevaba años sin abandonar su habitación.

Los escenarios
Al igual que la mayoría de los literatos de la Belle Époque, D'Annunzio y Pirandello, Claudel y Maeterlinck cimentaron su fama de poetas sobre los escenarios. También fue el teatro el que dio la gloria a Edmond Rostand: cuando en 1897 se estrenó su "Cyrano", el Ministro de Instrucción Pública se acercó al nervioso autor mientras la sala rugía de entusiasmo —el telón hubo de abrirse no menos de 42 veces— y lo condecoró sobre la marcha con la cinta roja de la Legión de Honor…
Mientras Rostand revivía el viejo drama en verso con su "Cyrano" y "L'Aiglon" —estrenado en 1900 por Sarah Bernhardt—, el simbolismo triunfaba en las poéticas obras de Maeterlinck, pobladas de figuras fantasmales como la Muerte o el Destino. Paul Claudel, a su vez, alcanzaba la fama gracias a "L'Annonce faite a Marte" (publicada ya en 1892 en una primera versión titulada "La jeune filie Violaine") y "Partage de midi". El simbolismo de comienzos de siglo sobreviviría la Guerra del 14 gracias al Teatro L'Oeuvre, de Lugné-Poe, e influiría en Copeau y sus discípulos —Dullin, Jouvet y muchos otros—, quienes terminaron por transformar el arte dramático en las dos décadas que separaron ambas guerras mundiales.
En la multiplicidad creativa de los primeros años del siglo comenzaron a surgir las novelas de aventuras, las policiales y las humorísticas, en especial entre autores de habla inglesa: Joseph Conrad, Arthur Conan Doyle, Jack London, Mark Twain... Si bien cronológicamente pertenecen a la Belle Époque, están muy lejos del mundo lujurioso y decadente de un D'Annunzio o de aquel profeta del "Nouveau Style" que fue Maurice Maeterlinck. El mundo cambiaba con vertiginosa velocidad: los polisones y encajes de 1880, los botines abotonados de 1900, los osados tobillos femeninos y los inmensos sombreros de 1910 pronto cederían el paso a la melena corta y las rodillas desnudas de la década del 20. El vals y el tango serían reemplazados por el charleston, y el mundo admiraría los rizos dorados de Mary Pickford en vez de la esbelta silueta, drapeada en rasos blancos, de Sarah Bernhardt. Las novelas, los cuadros, los ballets del nuevo siglo —ese siglo que sólo comenzó en 1918— reflejarían un mundo diferente, veloz, agitado, turbulento: un mundo cuyos habitantes soñarían más de una vez con regresar a los nostálgicos años de la Belle Époque, sin recordar que también esos años fueron ricos en controversias, cambios y renovación, como lo es cada período de la historia humana...
Viena, valses y Strauss
El brillante compás que reino durante un siglo en los salones imperiales. Johann Strauss, padre e hijo, dieron música al espíritu del pueblo austriaco.
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MONUMENTO: Los vieneses reconocieron en Johann Strauss, padre e hijo, a los creadores de la música que mejor los representaba. Este monumento a Strauss fue levantado en una fuente del Parque Stardt de Viena.
El vals es Viena" y "No hay más que una Viena, la Viena imperial". Estos estribillos de canciones populares de la vieja Viena resumen la simbiosis más extraordinaria que se ha dado en la historia musical entre lugar y melodía. La ciudad explica la música y la música explica la ciudad.
La historia de la antigua base militar-naval le Vindobona, fundada por los romanos en el siglo I, es una sucesión de conquistas y reconquistas, ocupaciones foráneas, guerras civiles, drama, comedia, esplendor, muerte y resurrección. A estos avatares sólo subsistió por centurias un viejo espíritu, que en la primera mitad del siglo pasado estalló en toda su plenitud, como una carcajada sonora y clara, que alcanzaría casi su paroxismo en el período de la Viena Imperial de Austria.
¿Cómo era la Viena del siglo XIX? Un corazón de ciudad, la catedral de San Esteban, que se abría en cuatro arterias hacia los barrios y los extramuros, donde viejas fortificaciones del siglo XIII ponían una nota de misterio y dramatismo. Palacios barrocos, cafés desparramados como alegres lugares de cita popular, y en los terminales de los suburbios, colinas ondulantes salpicadas de flores, bosques invitadores y arroyuelos. Y en la segunda mitad del siglo, en medio de este escenario, la corte más brillante de Europa, el centro cultural más buscado, el Teatro de la Opera más calificado del Viejo Mundo.
Y los actores.. que se desplazaban en esta llamada "Ciudad de Ensueño" eran los hombres y mujeres de un pueblo extravertido, picaresco, dicharachero y alegre, que ciertamente vivía muchas veces en modestas casas construidas en barriadas y callejas cubiertas de lodo, pero que tarde a tarde se daba cita en el centro de la ciudad. Así, la vida barbotaba en la calle Am Graben o en la aristocrática plaza de Kohlmart, mientras se levantaba un murmullo incesante de conversaciones y música.
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DANUBIO AZUL: La música de ballet de Strauss, cuyo vals cautivó los corazones vieneses y de millones de amantes del baile en el mundo entero.
Ciertamente la aristocracia se divertía encerrada en sus antiguos palacios, pero ella no había aprehendido el alma vienesa. La sangre de Viena está allí en la calle, en los cafés y tabernas, donde por las tardes y noches, en especial en la primavera fuertemente perfumada del Föhn, los ciudadanos se sentaban a platicar y a gozar de un trozo de pato asado con pastel de frutas, o tartas azucaradas, una buena taza de café con crema o algún vinillo enloquecedor.
De este enriquecido y bullanguero mundo nacería el vals vienés, cuya máxima expresión sería la escuela straussiana, con su inexpresable contenido dé romanticismo, ternura, sentimentalismo y alegría.

El símbolo esperado
Hasta principios del siglo XIX, el vals no había sido más que una lenta melodía, cuyo -compás de tres por cuatro no invitaba al placer del baile. Pero ya en 1810 el alma vienesa estaba exigiendo una melodía vertiginosa. Los primeros intentos de captarla lo hacen Humer y Von Weber, hasta que Josef Lanner crea los elementos que más tarde utilizarán con brillo los dos Strauss, padre e hijo.
De pronto, el área de los cafés es demasiado limitada para el delirio de la música en que parece haberse sumergido Viena, y surgen los primeros salones de baile, exquisitamente decorados, con pistas amplias y brillantes, donde se deslizan impenitentes bailarines y bailarinas en las cálidas noches vienesas.
Johann Strauss padre, el de la Marcha Radetzky y del famoso "Lorelei-Reinklange", su mejor vals, conquista la ciudad. Johann Strauss hijo la conquistaría más tarde, en pleno apogeo de la Corte Imperial.
Pero como toda melodía de orígenes populares, el vals debió recorrer un camino difícil. Aunque su vitalidad saltaría a la larga todos los pedregales, su fuerza consistió en ir recogiendo los elementos que saltaban al paso. Así, la marea revolucionaria de 1848, de la cual papá Strauss renegaría, alcanzó hasta los compases de las creaciones de Strauss hijo, que se tornaron de pronto enardecedoras, casi simbolizando la nueva sangre de los revolucionarios.
Un año más tarde, el 27 de septiembre de 1849, la carrera entre padre e hijo se detendría. Strauss padre había muerto.
"Todos tus cantos de alegría y regocijo
toda tu risa sencilla y alegre
todo lo que significaba la vieja Viena
descansa ahora"
recitaba el poeta Bauernfeld.
Pero no había muerto. La orquesta de Johann Strauss hijo seguiría alimentando la sed musical de Viena.

La Viena Imperial
El reinado de Francisco José, que sucedió a la fiebre revolucionaria, cambió rápidamente el rostro de la antigua ciudad, tornándola una metrópoli brillante, cuyas viejas fortificaciones fueron derribadas por decreto del emperador mientras surgían palacios, avenidas, parques y centros ricamente construidos. El Teatro de la Opera, él Municipio, el Parlamento: y los palacios se levantaban, dignos de la brillante corte de que se rodeaba el joven emperador y de los artistas que convirtiera en sus protegidos.
Simultáneamente prendió en los vieneses un recrudecimiento de su pasión straussiana. En los bailes de gala, en los grandes festejos, Strauss era llamado a dirigir su orquesta e interpretar sus propias composiciones. La música se repetía y se entonaba en los festejos populares. El vals vienés rompía, además, los límites de la ciudad, y se expandía a Alemania, Rusia, Francia, y a todas las cortes europeas.
La ficción de un oficinista que suspiraba toda la semana esperando el día de descanso que le permitiría escaparse a los bosques inspiraba los "Cuentos de los bosques de Viena". Iguales vetas poéticas hacían nacer "Vino, mujeres y canto"... "Las mil y una noches", mientras un río, que nunca se vio realmente azul, apenas gris-verdoso, inspiraba "El Danubio azul".
Este romántico engaño no tuvo, sin embargo, trascendencia. Desde el célebre vals, los austríacos siempre vieron azules las aguas del Danubio. Su año de partida fue 1867, y el vals no tiene año de muerte.
Así, el vals había serpenteado desde los cafés hasta la Corte Imperial, y se había incorporado a la vida, los amores y los sueños de los vieneses; tanto de los nobles de la corte como de los ciudadanos más modestos que continuaban danzando en los salones de baile.
En 1884 el emperador de Austria decía públicamente a Strauss: "Tú también eres emperador". Nacía; oficialmente el "Emperador del Vals"; papá Strauss sólo había sido llamado "El rey del vals".
La vida de operetas, valses, cuadrillas y polcas se prolongaría por catorce años más. En 1899, a la muerte de Strauss, alguien escribía "El alma musical de la vieja Viena se acaba".
Pero la vieja Viena sobrevivió a su emperador musical.
Hasta 1914, aunque en paulatino descenso, los vieneses continuaron cantando en los cafés, y la ciudad mantuvo su ritmo a la vez sentimental y desquiciado.
La Primera Guerra Mundial enmudecería esta voz. La brillante ciudad de otros años iniciaría una lenta agonía. El dinero huía de sus arcas; traidores, que se llamaban patriotas, confabularían contra su patrimonio; el enemigo entraba por sus grandes y generosas puertas; la ciudad, otrora bullanguera, mostraba un rostro adolorido y mustio.
En 1938 los nazis entraron y se apoderaron de Viena.
El rudo marcar de las botas fue un contraste demasiado macabro con los queridos compases de los valses imperiales. Viena estaba muerta y el vals, como un ave atemorizada, se agazapaba, en espera de nuevos soles.
El fin de una época
El atentado de Sarajevo encendió el polvorín de la primera guerra mundial. Un joven anarquista asesino al heredero del poderoso imperio austro-húngaro.
No había recuerdo de que Europa hubiera gozado de un verano más hermoso y exuberante que aquel que se iniciaba en 1914: el cielo, sin una nube, se mantenía de un azul intenso por días y días; un aire suave refrescaba las praderas perfumadas y cálidas por el sol, y los bosques saturados de reciente verdor brindaban su sombra a los miles de hombres, mujeres y niños que abandonaban las ciudades para disfrutar de sus anheladas vacaciones.
Los que no podían salir a tomar contacto con el aire bienhechor de la naturaleza, procuraban entretenerse lo mejor posible en las urbes, acudiendo a teatros, cafés y restaurantes, o asistían a los conciertos al aire libre, que a la luz de la luna se ofrecían en los grandes parques.
París, Londres, Viena, Milán, Amsterdam o Berlín, o cualquiera otra gran ciudad, todas ellas se habían hecho más grandes y hermosas de año en año. Nunca Europa había sido más rica, más fuerte y más bella, y nunca tampoco había confiado en un porvenir mejor. En el ambiente flotaba una sensación algo así como de presentimiento de que se acercaba una nueva aurora. Pero en realidad era el resplandor de un incendio universal. Durante más de cuarenta años, una generación que no conocía la guerra se había habituado a vivir en un mundo feliz y despreocupado, imaginándose que nada ni nadie podrían perturbarlo.
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LAS VICTIMAS: El Archiduque Fernando Francisco y su esposa, la condesa Sofía de Hohenberg, que murieron en Sarajevo. En la fotografía con sus hijos Sofía, Maximiliano-Carlos y Ernesto.
Sin embargo, aquella confiada gente se comportaba como si habitara en una sólida casa de piedra, sin sospechar que moraba sólo en un vistoso y frágil castillo de naipes que no tardaría en ser derribado de un solo soplo.

Europa sobre un polvorín
Las tensiones acumuladas en cuatro decenios de paz armada, finalmente terminaron por estallar. Ya antes de 1914, diversas crisis internacionales estuvieron a punto de producir la guerra, pero la diplomacia internacional supo postergar el conflicto.
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LOS SOLDADOS: En las manifestaciones de la vida cotidiana ya era frecuente advertir la presencia de hombres en uniforme, como un anticipo de lo que habría de llegar: la guerra.
La enemistad franco-alemana nacida en la guerra del 70, había ido en aumento, y Francia no perdía oportunidad de manifestar su aspiración de recuperar Alsacia y Lorena. A su vez, la rivalidad austro-rusa por el predominio en los Balcanes estaba en su apogeo. A todos estos roces se sumaban el antagonismo anglo-alemán en el campo industrial, comercial y marítimo, y los conflictos coloniales entre las potencias imperialistas en África y Asia. Es así cómo Europa, sin darse cuenta, vivía sobre un polvorín al que faltaba sólo la chispa para que hiciera explosión.
El punto más crítico de todos los conflictos lo constituía la península de los Balcanes, donde además de la rivalidad entre Austria y Rusia, competían entre sí las nacionalidades balcánicas (Serbia, Montenegro, Rumania, Bulgaria y Grecia), e intentaban sacudir la dominación austríaca los eslavos de Bosnia-Herzegovina.
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LOS ANARQUISTAS: Nedetko Chabrinovitch, Milán Ciganovitch y Gavrilo Princip se fotografiaron poco antes de atentar contra el archiduque en Sarajevo.
De allí saldría el chispazo que encendió la hoguera de la Primera Guerra Mundial. El 28 de junio de 1914, con ocasión de una visita a la ciudad serbia de Sarajevo, el heredero al trono austro-húngaro, Archiduque Francisco Fernando, fue asesinado por un súbdito serbio, proporcionando con su muerte el pretexto inmediato que hacía falta a los gobernantes europeos para declarar la guerra, la que habían venido preparando desde hacía años con su desmesurado armamentismo. En sólo un segundo el pistoletazo de Sarajevo destruyó en mil pedazos, como si se tratara de un quebradizo cántaro de barro, aquel mundo de la seguridad edificado por los hombres de la Bella Époque.

La difícil vida de un príncipe
El Archiduque Francisco Femando frisaba hacia 1914 en los cincuenta años de edad y era temido y poderoso, pero la vida que había llevado hasta entonces distaba mucho de ser placentera. El odio y la envidia de sus primos imperiales le habían amargado su juventud. Al cumplir los veinte años, los Serenísimos Archiduques, cuya única preocupación era pensar en quién sería más apto en la sucesión del trono, pretextando que estaba enfermo y destinado a morir joven, le habían obligado a renunciar a la corona. No obstante, Otto, qué ocupo su puesto, fue quien enfermó prematuramente, a causa de su vida depravada, y en cambio, él, Francisco Femando, sanó y con gran disgusto de la casta archiducal volvió a ser el heredero del trono. Hacía exactamente catorce años que se había casado con la condesa checa Sofía de Chotek, para lo cual tuvo que sostener una dura lucha con su tío el Emperador Francisco José. El anciano monarca, como era de esperar, se había opuesto rotundamente a semejante matrimonio. Rodolfo, su propio hijo, se había suicidado ya por una mujer con la que su calidad de heredero al trono le impedía casarse, para que ahora un sobrino cualquiera, al que no estimaba y que un desdichado azar lo había convertido en heredero de la corona, le fuese a imponer a una aristócrata insignificante, "corrompiendo con sangre inferior el linaje imperial". Pero el sobrino no había dado su brazo á torcer, terminando por imponer su voluntad, claro que a cambio de la renuncia del derecho al trono de todos los hijos que le nacieran de la condesa checa. El podría reinar cuando le llegara el tumo, pero sus descendientes habían quedado radicalmente excluidos de la corona.
Pero Francisco Femando no se había resignado a esa situación, y por todos los medios posibles había bichado por legitimar a su esposa. Así, al correr de los años, había logrado que la hicieran duquesa y hasta que fuera recibida por la Emperatriz de Alemania. Es por eso que, alentado por aquellos triunfos, ahora no tenía deseo más fuerte ni idea más fija que elevar a su mujer al rango de emperatriz, asegurando así para después el trono a sus hijos. Sin embargo, el viejo Emperador Francisco José, a pesar de sus ochenta y tantos años, aún parecía decidido a hacerlo esperar. En estas circunstancias, el viaje que proyectaba hacer Francisco Femando a Serbia a finés de junio de 1914, reuniéndose con Sofía en Sarajevo, revestía gran importancia para él: el Archiduque quería que ella apareciese a su lado solemnemente, como esposa del futuro emperador, por primera vez sobre suelo patrio, ya que hasta entonces había logrado que la reconocieran como tal sólo en Bucarest y Berlín.

El primer atentado
Las cesas blancas y achatadas de Sarajevo relucían el día en que estaba anunciada la llegada del heredero de la corona austro-húngara y su esposa.
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El Archiduque y su esposa, en la fotografía superior, llegan Ayuntamiento, poco después de escapar al primer atentado contra ellos en Sarajevo. El alcalde, todo nervioso, les invitó a un coctel en el interior.
Las calles se veían graciosamente engalanadas por los trajes vistosos y multicolores de los bosnios que deambulaban por ellas desde las primeras horas de la mañana, deseosos de ver al príncipe extranjero que pronto sería su soberano. Un poco después de las diez de la mañana, cuatro automóviles penetraron en los suburbios de la ciudad, oyéndose a lo lejos unos cuantos aplausos no muy entusiastas. Inmediatamente la caravana entró en el Appel-Kai (Muelle de Appel) y tomó el camino hacia el Ayuntamiento. Al pasar por el centro de la ciudad, el pueblo amontonado empezó ahora a avivarlos con más fuerza. £1 Archiduque y su esposa respondían con leves sonrisas y majestuosas inclinaciones de cabeza.
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La policía serbia arresta a Princip, y evita que sea atacado por el público.
De pronto, a eso de las diez y media, cuando los coches iban por la calle de Francisco José (Franz Joseph Strasse) y estaban próximos al Ayuntamiento, se sintió una detonación como un disparo de fusil y un objeto pequeño chocó contra la portezuela del automóvil que ocupaba el Archiduque. El proyectil rebotó luego en el suelo y sólo al pasar el coche siguiente estalló con tronido de cañón. Todos los vehículos se detuvieron. La bomba había herido de gravedad a dos oficiales del séquito. Pasado el primer momento de confusión, el Archiduque, que se mostraba muy nervioso, ordenó que se los llevaran al hospital para auxiliarlos. Mientras tanto, el autor del atentado había tratado de escapar por el puente de Miljacka, pero fue perseguido y al fin capturado en la orilla opuesta del Bosnia. Se trataba de un serbio austríaco, el joven cajista Cabrinowich. Al cabo de diez minutos, todo se había normalizado, y la caravana continuó viaje.

El crimen de Sarajevo
En la gran recepción ofrecida por los concejales y munícipes en el Ayuntamiento, el Archiduque, pálido e irritado, increpó a sus anfitriones con estas palabras: "¿Conque aquí reciben con bombas a los huéspedes?" El alcalde, confundido y horrorizado, tartamudeó un discurso que fue escuchado con intranquilidad. Cuando Francisco Fernando quiso contestar, notó que le temblaba la voz, y, aunque hizo un esfuerzo, no pudo serenarse del todo.
A la salida del Ayuntamiento la multitud aplaudió con gran entusiasmo a los archiduques. Muy nervioso e intranquilo, Francisco Fernando quiso cambiar el programa para el resto del día, y pensó ir solo al hospital, para ver a los heridos, insinuando a su esposa que se fuera directamente al palacio Konak, sede del gobierno civil, donde les esperaba un almuerzo. Pero Sofía insistió en acompañarlo y él, en silencio, accedió. Por precaución se determinó seguir otro camino. El conde Harrach, no ocurriéndosele nada mejor para congraciarse con el Archiduque, propuso ir de pie en el estribo izquierdo del coche, a fin de proteger con su cuerpo a los príncipes. Pero Francisco Fernando con gran aspereza le gritó: "Déjese de tonterías". Y en la misma disposición del viaje de ida, sólo qué con mayor rapidez, volvieron a arrancar los cuatro coches.
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Los inculpados durante el proceso que terminó con sentencias en nada comparables a la muerte de varios millones de seres humanos en la primera guerra mundial.
La multitud continuaba aplaudiendo y pugnaba por ubicarse en los mejores sitios para ver el paso de los archiduques, pero sin que interviniera la policía abría calle para dejar el paso franco a los automóviles. Por una equivocación fatal, al llegar al comienzo de la calle de Francisco José, el chofer del primer coche, olvidando la orden de seguir un camino distinto, hizo doblar la esquina a su vehículo, y penetró en dicha vía. El conductor del segundo carruaje, en el que viajaban Sus Altezas, cometió el error de seguirle. Pero el gobernador Potiorek reaccionó inmediatamente, ordenando al chofer que continuara a lo largo del muelle. El conductor aminoró la marcha, acercando el auto hacia el borde de la acera derecha, con la intención de hacerlo dar una media vuelta y sacarlo de la calle de Francisco José. Bruscamente sonaron dos detonaciones en el lado derecho de la calle, apenas a una distancia de tres metros. Al parecer, nadie dio muestras de estar herido. El gobernador se puso de pie de un salto y ordenó al chofer que diera marcha atrás. Mientras se efectuaba la maniobra, la duquesa cayó reclinada sobre el pecho de su esposo. Potiorek oyó que ambos murmuraban algunas palabras que él no alcanzó a captar, sin advertir aún que era muy probable que hubiera pasado algo.
El Archiduque continuó sentado y con su cuerpo muy erguido durante unos instantes. La comitiva había acudido al ruido de los disparos, pero nadie se dio cuenta de que se hallaba herido. Con respecto a la duquesa, se pensó que había sufrido un desmayo. Hasta qué súbitamente brotó la sangre de la boca de Francisco Fernando y su cuerpo se ladeó. Prestamente le desabrocharon el uniforme y del lado derecho de su cuello, de la yugular cortada por el proyectil, saltó un chorro de sangre sobre la levita verde de general.
La duquesa, inclinada sobre su esposo, estaba sin conocimiento, pero no se observaba en ella herida alguna. Los automóviles se encaminaron rápidamente al Palacio de Gobierno Civil, adonde subieron a ambos duques a una habitación contigua al salón en que les aguardaba el champaña puesto a helar. Los médicos examinaron a la duquesa y descubrieron que tenía varias heridas en el abdomen. En tanto, el Archiduque se desangraba por la yugular abierta, a pesar de los desesperados esfuerzos de los facultativos por contener la hemorragia.
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LA ÚLTIMA ALEGRÍA: los ejércitos movilizaron a sus reservas y millares de hombres debieron acudir al llamado c reconocer cuartel. Las despedidas tuvieron el sabor triste y violento de las partidas sin retorno seguro, como lo demuestra esta escena captada en Alemania.
Mandado llamar a toda prisa, un fraile franciscano dio la extremaunción a la pareja ducal. Al cabo de un cuarto de hora murió el Archiduque Francisco Femando, heredero del trono austro-húngaro. Pocos minutos antes que él había expirado Sofía, condesa de Chotek.

Estalla la guerra
Mientras tanto, la muchedumbre se había apoderado del asesino y lo había entregado a la policía.
Se trataba de un estudiante de diecinueve años, serbio de nacionalidad y ciudadano austríaco, llamado Gavrilo Princip. El joven anarquista luego de cometido el crimen había tratado de suicidarse ingiriendo precipitadamente un veneno, pero lo había vomitado, fracasando así en su intento de privarse de la vida. "He tenido al Archiduque por nuestro enemigo mortal porque trataba de evitar la unión de todos los eslavos del sur... Por eso decidí matarlo", declararía después ante los tribunales. Princip fue condenado a veinte años de presidio, pero murió a los tres años de reclusión. Otras tres personas acusadas de estar implicadas en el atentado fueron condenadas a la pena capital.
Pero el asesinato de Sarajevo, rápidamente superó el ámbito nacional, desencadenando un conflicto internacional. Los acontecimientos se sucedieron vertiginosamente, y antes de que los gobernantes europeos pudieran tomar cabal conciencia de los pasos dados, estaban ya empeñados en una lucha cruel y sangrienta.
Primero Austria, responsabilizando a Serbia del asesinato de Sarajevo —por más que nunca se pudo comprobar que el Gobierno serbio hubiera estado implicado en el crimen—, le envió un ultimátum tan duro, que aquélla se negó a aceptarlo.
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LA NOTICIA: El káiser Guillermo II navegaba en su yate cuando ocurrió el atentado mortal de Sarajevo, la información le fue dada tres horas después de la muerte del Archiduque. La foto muestra al káiser en su yate.
Austria, entonces, declaró la guerra a Serbia el 18 de julio de 1914. Ante eso, Rusia movilizó sus tropas y acudió en ayuda de los serbios, lo que indujo a Alemania a hacer igual cosa y declarar la guerra a Rusia el 1 de agosto. Días después Alemania declaraba la guerra a Francia, su eterna enemiga, y luego invadía Bélgica, provocando con ello la entrada de Inglaterra en el conflicto, la que en virtud de lo estipulado en la Triple Entente se alineó junto a los franceses y los rusos.

El fin de una época
Tal vez la última escena de la Belle Époque fue la protagonizada en Londres por quienes desconocían aún el horror de la guerra y festejaban la marcha de los soldados al frente de combate.
Junto a la Columna de Nelson se había congregado una multitud que agitaba jarros de cerveza y daba vivas a Inglaterra, mientras las gaitas escocesas susurraban suaves melodías. De pronto llegó un coche con francesas de obscura procedencia, las que a los pocos instantes empezaron a bailar un frenético can-can. Era el baile de la alianza. "Vive la France", gritó la muchedumbre. Algunos hombres se adelantaron y alzando en sus brazos a aquellas cocotas, las sentaron sobre los gigantescos leones del monumento al legendario héroe naval. Era que las grandes masas, al cabo de medio siglo de paz, no sabían casi nada de la guerra y la consideraban como una aventura heroica y romántica, como un episodio más de la Belle Époque..., sin imaginarse que tendrían que maldecirla después.
Recuerdos de la Belle Époque
Maurice Chevalier revive sus primeros años en París. Vittorio de Sica, testigo de sus proyecciones en Italia. Pastora imperio, reina del Madrid de fines del 1900. Europa atrajo a millares de niños bien argentinos. Chile y la embriaguez de decenios de gran riqueza.
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"DOCUMENTO VIVO": Maurice Chevalier, sobreviviente de la Belle Époque.
Era el año 1885. Eran los primeros tiempos de lo que se llamaría la "Bella Época". Son años frenéticos, casi como si se quisiera llegar a la conclusión del siglo lo antes posible. Y llega 1900, con la Exposición Universal. La visitan casi 51 millones de personas (algunos visitantes llegan en flamantes automóviles). Y el futuro se va previniendo con la inauguración de la circulación subterránea: comienza a funcionar la línea "1" del Metro de París.
"Eldorado", una de las instituciones parisienses, presenta a una pareja que iba a tener éxito. Ella, Mistinguett. El, Maurice Chevalier. (El mismo Chevalier que, cuando hace algunos años murió su compañera de debut y de tantas peripecias artísticas, le dejara una flor y una inscripción: "Hasta pronto".)
Chevalier es tal vez el "documento" vivo más apto para un testimonio sobre aquel período. El anciano artista es un bagaje inagotable de recuerdos...
—Es difícil —comenta— establecer límites a la Belle Époque. No se puede encerrar en un periodo preciso, determinado. Ni se pueden limitar sus características a un terreno preciso. Ni a varios. La Bella Época era un estado de ánimo..., no sé, un modo de ver las cosas. Ahora parece todo una fábula. Una fábula colorida cuya fantasía se acentúa en el contraste con los años crudos que siguieron después. . .
Pero, naturalmente, "ese estado de ánimo" estaba caracterizado por elementos contingentes, por hechos y cosas que conforman hoy la anécdota.
—No era caro comer bien en aquel tiempo —recuerda Chevalier—, un soltero podía entrar al mejor cabaret por 5 francos. ¿Y en el restaurante?... Hum 0,25 francos, un botellón de vino; 0,40 francos, el plato del día… París estaba lleno de cantinas y restaurantes, para funcionarios, para artistas, para estudiantes. Estaba la famosa pensión Laveur, siempre colmada de estudiantes, franceses y extranjeros… Eran no sólo lugares divertidos, todos éstos, sino también algo así como los centros de la revuelta social, con elocuentes young angry men (jóvenes iracundos) que lanzaban sus diatribas incendiarias sobre la revolución... ¿Qué quiere que le diga? También eso era la Belle Époque."
La pata de palo
—Cuando Ernest Lajeuneusse asistió a la velada teatral que presentaba a Sarah Bernhardt de vuelta sobre las tablas, después de habérsele amputado una pierna, todos se preguntaban: "¿Llevará una prótesis articulada?, ¿llevará muletas?".
Lajeuneusse movía la cabeza y repetía incansablemente a todos: "No, lleva una pierna de madera". Cuando se hizo la oscuridad en la sala, se oyeron tres golpes nítidos. "Hela aquí", exclamó Lajeuneusse…
La Belle Époque era todo. Era el gusto por lo bello y el gusto, por lo cruel. Eran los juegos de palabras, las modas locas, las charlas y los chismes en el Café Napolitain...
El Café Napolitain... "¿Dónde está el glorioso Napolitain? — dice casi entre sueños Chevalier—. Situado a dos pasos de la Opera, a tres de la Opera Cómica y el Palais Royal, y a otros tantos de la Comédie Française, rodeado por otros cafés "literarios", por "cafés-concert", en los que por años cantaron Mome Moineau e Ivette Gilbert, donde los ancianos ofrecían "subvencionar" a las bailarinas del Palais Garnier…" Ives Mirande se acordó durante toda su vida de su primera aventura parisiense, de su primer contacto con el paraíso del café frío y del chismorreo del "Napolitain". Apenas llegado de su Toulouse natal, se encaminó por los boulevards, extasiándose y llenándose sus ojos de neófito. Salta en un "fiacre", muy dueño de sí, y con voz segura dice:
—Al Café Napolitain.
El cochero lo mira de reojo y sonríe sibilinamente.
—¿Y bien? —insiste el joven impaciente—. Le he dicho que me lleve al Café Napolitain…
Luego, en tono cáustico, se dirige nuevamente al cochero:
—Seguramente usted no es parisiense, si no sabe dónde está el Café Napolitain.
Pobre Ives Mirande.
—Bueno —le respondió finalmente el cochero—, ya que usted se empeña…
Y en medio de las carcajadas de los transeúntes, que Mirande cree provocadas por la ignorancia del cochero, el "fiacre" describe un semicírculo, atraviesa el boulevard, y se detiene en la acera de enfrente...
En el mismísimo Café Napolitain.
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CHEVALIER: El famoso "chansonnier", compañero de Mistinguette, vivió las inquietas y chispeantes noches de uno de los períodos brillantes de Europa. En la fotografía, durante una de sus presentaciones en "Eldorado", sitio de atracción nocturna desde donde saltó al éxito, "La Belle Époque —dijo— era un estado de ánimo..., no sé..., un modo de ver las cosas. Ahora todo parece una fábula...
Personajes y pereza
Cada personaje de aquel período merecería un libro aparte: autores, escritores, agitadores sociales, cantantes, grandes amantes… Feydeau, por ejemplo. Hay innumerables anécdotas de este autor de frases hilarantes y superficiales, famoso por su pereza y no sólo por su talento.
Sí, es cierto. De una pereza tal que dos amigos deben sacarlo de su casa y obligarlo a escribir el último acto de una obra que había prometido tres meses antes. Y sin saber bien cómo va a terminar la pieza, en una mañana debe hacerlo todo, porque "no ha tenido el valor’’ de hacerlo hasta ahora.
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"BOHEMIOS ESPAÑOLES: Ramón del Valle Inclán, Sebastián Miranda y Ramón Pérez de Ayala, destacados intelectuales españoles, que fueron figuras centrales de la bohemia madrileña, máxima expresión de la Belle Époque en la península. En la fotografía, durante un paseo en automóvil.
Alphonse Allais es otro personaje famoso, uno de los protagonistas del París de entonces. Allais hace reír a París con sus bromas, a través del "Journal" que edita. Todos los jueves por la tarde, antes de las siete, debe enviar sus artículos. Pero también él es perezoso. Hacia las seis entra en uno de los cafés en que transcurre su vida. Se bebe uno de esos asombrosos cocteles cuya receta da en el epílogo de "las aventuras del Capitán Cap", pide papel y lápiz y comienza a escribir frases como éstas: "Si me dejasen elegir creo que me gustaría ser rico y sano antes que pobre y enfermo", "las ciudades se deberían construir en el campo, porque el aire es más puro allí". Luego se pone a escribir, sin saber —lo mismo que Feydeau— de qué va a hablar exactamente. Inventa, poetiza, vulgariza, juega, maravilla.
París recuerda aún la anécdota relacionada con la muerte de Alphonse Allais.
La anécdota es la que sigue. Un día Alphonse llegó enfermo al café y a pesar de la prohibición del médico pidió un trago. "No me esperéis mañana —dijo lúgubremente a todos los que estaban a su alrededor—, estaré muerto." Y ante las carcajadas de su auditorio, que esperaba escuchar un chiste, prosiguió: "Puede que sea divertido esto que digo. Pero a mí no me hace ninguna gracia". Al día siguiente, en la Rué d’Amsterdam, cerró los ojos definitivamente. Era el año 1905.

A la italiana
En su típica atmósfera "famélica y pantagruélica, fanfarrona, crédula, supersticiosa" (diría el historiador Rodolfo De Angelis), Nápoles respondía a su manera a la Belle Époque, inaugurando en 1890, por obra de los hermanos Marino, con muchachitas del pueblo desprovistas de cuerdas vocales pero riquísimas en atributos físicos, el primer "Café Chantant", llamado así en homenaje a la briosa París de entonces.
"Recitar, cantar, tocar algún instrumento —dice De Angelis— era para la Nápoles de aquella época tal vez una necesidad inconsciente, para olvidar las miserias, las asperezas de la cotidiana existencia. Un sistema filosófico minúsculo para hacer de la vida lo que en realidad se quería que fuera: "un goce y no una expiación".
Y en base al ejemplo de los Marino, comenzaron a nacer pequeños teatros y locales de diversión por todas partes, en colegios, hasta en conventos. La gente hacía huelgas durante el día y trataba de olvidar las amarguras durante la noche.
Desde Roma, adherida a esta corriente, el aporte principal al "Café Chantant" italiano: la hermosa Lina Cavalieri, que luego iría al triunfo parisiense.
—Yo no llamaría Belle Époque —dice Vittorio De Sica— a aquel período en Italia. Más bien diría que se trató de un período de oro para la creación artística, para la creación hecha de intuición y de inspiración auténticamente popular. Al éxito del Cafe Chantant contribuyeron escritores que eran realmente sangre del pueblo. Salvatore Di Giacomo, Trilussa, Ugo Ricci, Cario Veneziani, Giovanni Capurro.
"¿Y los músicos?—prosigue—
Eduardo di Capua, el autor de "O Solé Mío", Francesco Bongiovanni. Y Vincenzo Valente, que cada día creaba pequeñas obras maestras de humorismo musical.

Leopoldo Fregoli fue un fenómeno de ese período. Con su transformismo enloqueció a los italianos y más tarde, a los parisenses.
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A LA ITALIANA: Vittorio de Sica, actor y director de cine, recuerda deta­lles de la Belle Époque en Italia. En la fotografía, grabando en sus pri­meros años de actuación.
Un fenómeno que sintetizaba y simbolizaba la época.
—Sí, en Italia de principios de siglo había problemas más graves que los de hoy —prosigue De Sica—, no había todo el confort de nuestros días. Ni en sueños se creía que todo el mundo iba a tener su "500" y un aparato que permite ver un espectáculo en casa, transmitido desde kilómetros de distancia... Pero, no sé, la vida era linda. En cierto sentido, quiero decir. No por nada surgían tantos artistas, tan buenos artistas que representarían como nadie más pudo hacerlo la verdadera alma popular de los italianos... Qué cómicos aquellos Alfredo Bambi, Gaspare Castagna, Agostino Riccio, Giulio Alfieri, Mimi Albín, Giovanni Fanara, Nando Trezzi…
En esos años hacía sus primeras apariciones en el "jovinelli’ y en el "San Martino", de Roma, Ettore Petrolini, el D’Artagnan de los escenarios por treinta años. El Café Chantant estaba en el apogeo de su fortuna. El 15 de noviembre de 1913, en el "San Martino", debuta, con los pies descalzos, la bailarina Edith Miroir. Hasta ese momento, los espectadores italianos no habían visto en el escenario más que brazos y cuellos desnudos. Piernas y pies, jamás.
Milán y Roma recogen la herencia napolitana y la enriquecen. El "Salone Margherita", de la capital, se convertiría en el Café Chantant más famoso de Italia y uno de los más populares de Europa.

A la española
Cuando llega el invierno, casi dos mil hombres y una mujer visten la capa española, elegante, cómoda. Azul oscura o negra, atada bajo el cuello con un cordón bordado y forrada a veces en raso de color rojo vivo.
Algunos de esos hombres vienen de la otra orilla del "charco", como el chileno Raúl Matas, y otros son muy jóvenes, como el cantante Raphaelo. Todos están animados del mismo deseo: conservar uno de los aspectos estimables de la tradición, de una época que fue bella. Son los "Amigos de la Capa". ¿Nostálgicos? Sí, algunos sí, de una época pasada. La capa simboliza el paseo a pie, la salida nocturna, las verbenas, las tertulias literarias, los paseos en coches de caballo. No representa una moda. Es una forma de vida.
Blasco Ibáñez, los Machado, los Alvarez Quintero, Galdós, Unamuno, Ortega y Gasset, Valle Inclán, Jacinto Benavente daban lustre a las tertulias literarias, por las que también llegó a pasar el joven Pablo Neruda. La Tertulia de Pombo, el Café de Levante, el Oriental, el Universal, Turina, Casals, el Maestro Granados, Joselito y Belmonte, disputándose el trono del toreo. Era la década del diez. La Belle Époque a la española había llegado con retraso. Pero había llegado. El Madrid de los innumerables billares para estudiantes que faltaban a clases, los bailes de máscaras que comenzaban dos meses antes del carnaval... Madrid era pequeño… "Afortunadamente", puntualiza un castizo.
Una persona muy conocida tardaba horas en recorrer la Gran Vía…, tal era el número de amigos con que se encontraba y se paraba a conversar. El mundo teatral estaba en su apogeo.
El autor de "Los intereses creados" recibía el Premio Nobel. Ortega y Unamuno eran comentados en todos los círculos cultos de Europa y América. España estaba a media distancia entre París y Buenos Aires. Enrique Larreta llega a España y se enamora del ambiente. María Guerrero recorre América. Dalí y Picasso estaban a las puertas de la fama.
Si se quisieran establecer límites cronológicos a la Belle Époque, española, podríamos hablar de fines de siglo. "La Generación del 98" y la pérdida de Cuba y Filipinas. La bella época en la inquieta España de principios del siglo XX, digamos que murió al comenzar la guerra civil.
Fueron años en que las tertulias políticas eran testigos de discusiones apasionadas, pero con tolerancia (al menos en los primeros tiempo), nunca logradas desde entonces. Se polemizaba públicamente hasta sobre la misma existencia de Dios. Ningún tabú había en aquel mundo de intelectuales tradicionalistas, anarquistas, monárquicos, krausistas, republicanos, socialistas. La política se hacía en los cafés. Una silla se convertía en tribuna política y a veces se saltaba desde ella hasta el Parlamento. Un artículo político demoledor podía hacer caer a un gobierno.
Al filo de la madrugada, después del teatro, los actores y actrices iban a los cafés, y con ellos el público que los seguía. Esperanza Iris, Valeriano León, Bonafé. Nombres que hicieron historia en el espectáculo español. Muchas veces se terminaba en la "Churrería de San Ginés", que no cerraba en toda la noche. Y hasta se llegaba a tomar el desayuno, como colofón de una noche pasada sin sentir.
El Madrid de la zarzuela y el sainete de Arniches y Muñoz Seca tenían sus personajes populares. El bufón había bajado a la calle desde los salones regios. Uno de los más famosos era Cienhigos, un limpiabotas amigo de Benavente, que se quejaba de que a él no le publicaban sus cuartillas...
Era parte de la ilusión que se vivía en España como en toda Europa. En España se reflejó en el brillo intelectual más que en el ámbito de las cocones. 75a.jpgLa España misionera y guerrera, ya sin imperio, parecía descubrir, de la mano de los intelectuales, el gusto de saborear a fondo cada momento de la existencia. Y como esos viejos que descubren la juventud tardíamente, lo hace con cierto desenfreno. El pueblo de Madrid se viste de fiesta para ir a los toros, mientras los soldados españoles mueren a centenares en Marruecos... La zarzuela alcanza esplendor. El sainete vuelve a tener el brillo que le dan Arniches y Muñoz Seca. Los Alvarez Quintero hallan en el pueblo su musa. Surge el "género chico" y la "Bella Chalito" implanta el número de "buscar la pulga" en su cuerpo que se mueve para locura de los espectadores.
Son muchos los hechos, las anécdotas que obviamente pueden recogerse de todo aquel mundo pleno de vida, de arte, de inquietud, de ganas de vivir. Cuentan de Valle Inclán que tenía un genio imposible. Era agresivo con su pluma destructora. Una noche estaba con su tertulia en el Café de Fornos, cuando el hijo de una de sus víctimas fue a pedirle explicaciones por unas injurias que le había dirigido a su padre. El joven se desahogó. Valle Inclán permanecía silencioso y cuando el muchacho hubo terminado le dijo:
"Váyase. No le pego a usted porque no sé si es usted hijo mío..."
Otra vez, en una sala de conciertos atestada de público, Corvino, un famoso violinista, inició su interpretación. La gente hizo silencio. Valle Inclán seguía hablando sin prestar atención. Los asistentes pedían silencio. Y entonces, Valle, con voz de trueno, prorrumpió:
"El que tiene que callar es ese rascatripas".
Uno de los pocos protagonistas de la Belle Époque española que quedaban actualmente acaba de morir. Azorín, el inolvidable maestro. Otros no salen de sus casas. Han derribado cafés y churrerías para dejar que en su lugar se levanten edificios de oficinas.

Pastora Rojas
"Neruda era jovencito entonces. Desde Chile se vino conmigo a España toda una familia, con bisnietos inclusive, a la que yo había entusiasmado para que conociera España. Se llamaban López de apellido. El padre era armador de buques."
Pero ¿quién es quién así nos habla hoy? ¿Acaso un personaje de la Belle Époque? Pues sí, y qué personaje.
Corrían aquellos años de la década del 10. Una niña de diez años, llamada Pastora Rojas, a la que poco antes las autoridades habían negado permiso por trabajar "en las tablas" por no haber cumplido aún los 15, baila sevillanas, fandangos y bulerías en un salón privado. Entre los espectadores, silencioso, don Jacinto Benavente. De pronto el Premio Nobel grita entusiasmado: "Vale un imperio". Así nació al mundo artístico Pastora Imperio. El permiso lo consiguió antes de los 13:
"Necesitaba trabajar, porque me hacía falta dinero para llevar a casa". Y en 1916, el primer viaje a América.
"Adoro Argentina. Lo que formé allí no lo forma nadie más. Llenaba el Teatro San Martín y el la Opera. Después Rosario y Córdoba, Mendoza, Santiago de Chile, Lima, Méjico, La Habana".
Un viaje que volvería a hacer triunfalmente dos veces más.
Pastora Imperio conserva hoy toda su figura de antaño, la arrogancia de los de su raza y su arte:
"Yo quisiera trabajar, pero mi familia no me deja."
Sus ojos, vivos y penetrantes, fueron bellísimos en otros tiempos.
…"Fueron admirados —comenta—, Romero de Torres me pintó junto a Machaquito. Yo aparecía envuelta en una gran mantilla... Benlliure me utilizó como modelo para su escultura "La Musa del Tango".
Pastora Imperio tiene ahora un nieto de 30 años y un bisnieto de uno.
"No se puede explicar eso o yo no lo sé hacer” ("eso” es todo aquel período de sus primeros y grandes éxitos). "Entonces existía espontaneidad, mucho paladar. Eso que, en los artistas, en los cantantes, viene sólo a los labios, que tiene sabor propio y no se puede comparar con el recitar frases aprendidas de memoria."
Y nos habla de otras actrices de su tiempo, Raquel Meller, la Argentinita, la maravillosa Carmen Amaya. Y vuelve a mencionar América, sus viajes, sus anécdotas.
"Neruda me dedicó unos poemas maravillosos, entendiendo las cosas como lo hubiera hecho un poeta nacido en Triana de sangre gitana... En 1916 me hicieron un homenaje en Buenos Aires y hasta me regalaron muebles".
Menciona a Carlos Gardel.
"Lo que hacía Gardel del contrapunto de la música nadie ha podido hacerlo después."
—Pero —le preguntamos— ¿es que hay algo en común entre el tango y el flamenco?
—Muchísimo…, ¿cómo pude yo bailar el tango? Esas cositas que se hacen con los pies se parecen al zapateo flamenco…
Pastora Imperio se queda con sus recuerdos. Los recuerdos de un tiempo que sin duda terminó.

Estancieros y nobles
La aristocracia francesa configura una clase extremadamente compacta y reacia a las intromisiones, lo que explica que varias generaciones de argentinos "bien" y argentinos "menos bien" hayan conseguido escasísimas veces penetrar en ese coherente grupo.
También explica que a menudo los rioplatenses hayan confundido a simples hombres de mundo con nobles, y actuado en consecuencia. Los jóvenes argentinos consumían la vida parisiense en varias operaciones que hoy lindarían con la "dolce vita" y que entonces se simplificaban con la expresión de "tirar manteca al techo".
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REINA (izq.): Corolina Otero, la gallega que fue reina de la Belle Époque. FIN DE SIECLE (der.): La moda de fines de 1900.
Algunos eran admitidos en condiciones definitivas, y pocos, muy pocos, lograron conectarse por un entronque matrimonial, como el caso de Juana Díaz, cuya gracia y belleza la convirtieron en condesa de Luynnes.
Cuando el viejo París era una especie de convencionalismo inevitable para las "clases altas" argentinas, se fue convirtiendo en modelo para las clases medias y aun para elementos desprendidos de otros estratos sociales. Los viajes en familia, con "niños y niñas", con nodrizas, damas de compañía, institutrices y criados, trasladaron al nuevo mundo no sólo a los herederos de viejas estancias, sino también a una cantidad de personas que diseminó hábitos, gustos y costumbres copiados de aquellas. Muchos estancieros eran nuevos ricos que habían invertido temerarios ahorros en compras de tierra que se valorizaban luego casi milagrosamente.
Así nació la "high life", que el caló porteño transformó en el término "jailaifé", configurando una copia poco menos que caricaturesca. Ella reveló la manera con que estos porteños adoptaron poses y actitudes de "alta sociedad". Y la proverbial prudencia económica de los poseedores con perspectiva histórica derivó en ellos hacia el despilfarro para "figurar". De cómo se confundieron procedencias de clase nos da un buen ejemplo el actor Florencio Parravicini.

Parravicini
Parravicini provenía de una familia de alta extracción social. Su bisabuelo, Jacobo Parravicini de Casanova, había llegado en la época de Rosas como embajador del imperio austro-húngaro; por esa vía descendía pues de Jacobo de Casanova y por otro lado del mismísimo Napoleón. Florencio Parravicini, que más tarde se dedicaría totalmente a convertirse en un excelente actor cómico, recibió la típica educación de "niño bien". Cumplida la mayoría de edad, ya huérfano, recibe una suculenta herencia paterna que debe ir a buscar a Europa. Hasta entonces ensayó su mentalidad de rico heredero cometiendo una barbaridad tras otra, en las que las víctimas eran siempre por cierto de otras clases sociales.
Con los bienes heredados de su padre —parte de los cuales vendió— se fue a vivir a París, donde fueron sus amigos los Terrero, los Alvear, los Díaz Yélez y toda una pléyade de inútiles pero encantadores aristócratas.
En París, Parravicini se convirtió en duelista, tirador, bailarín, esgrimista y aviador. Frecuentaba sistemáticamente todos los lugares donde se daban cita los millonarios internacionales —siempre que esos sitios estuvieran efectivamente de moda—, y gastaba dinero como si estuviese atacado de una fiebre competitiva particular. Muchos de sus amigos de juventud sucumbieron en esa lid dilapidadora, demostrando que sus familias no estaban dispuestas a pagarles una locura económica que Parravicini podía exhibir sin trabas.
Parravicini encarnó el exacto punto de contacto entre los aventureros sin clase y los descendientes de las clases altas, en el momento de la confusión y la mezcla. Cuando hubo gastado toda su fortuna, Parravicini debió tomar contacto con la otra migración, la de las gentes que acudían a Europa en nombre de las distintas variedades de la llamada "viveza criolla". Esa "viveza" servía para improvisarse en cualquier tipo de actividad no productiva, pero eficaz para extraer dinero de fuentes abundantes. Desde el "morocho" argentino con vocación de caften, hasta le» practicantes de "bromas" que lindaban en la estafa lisa y llana. Dos de eso ejemplares vieron al Parravicini pauperizado en París y requirieron su colaboración para explotar sus dotes de tirador. Se trasladaron los tres a la ciudad balnearia de Niza, donde se efectuaba el famoso Tiro al Pichón. La consigna era que en las primeras vueltas Parravicini disimulara su calidad de tirador, de modo que las apuestas se volcaran en su contra. El joven lo hizo, y sólo una vez que sus compatriotas apostaron a su favor se "le mejoró lo puntería". Con algo más de trescientos mil francos, amistosamente repartidos entre los tres, los aventureros abandonaron Niza.
Si a las bromas de este tipo se agrega la acción de los "macrós" argentinos, que rompieron todos los esquemas sagrados de los tratantes de blancas, se entenderá el malestar de los franceses por este tipo de migración.
¡Chile es mi segunda patria! exclamaba Vicente Huidobro. Nuestro poeta prefería vivir en París.
Alberto Blest Gana, padre de la novela chilena, que pintara con singular maestría el desarraigo en que vivían nuestros compatriotas en el Viejo Continente en su obra "Los Trasplantados", vivió largo tiempo en Europa y murió en la capital francesa.
Connotados financistas nacionales de comienzos de siglo trasladaron sus cuarteles comerciales a París. Federico Santa María, Arturo López Pérez, Gustavo Ross y otros realizaron fabulosas especulaciones y transacciones bursátiles que hicieron vibrar la Bolsa parisiense.

Europa con ojos chilenos
París, por allá por 1900, constituía una quimera para nuestros compatriotas. "Viene llegando de París", eran palabras que poseían un contenido verdaderamente mágico; de inmediato toda una leyenda acompañaba a los privilegiados que habían estado en el Viejo Mundo. Solía tratarse de personajes o familias de sonoros apellidos que asumían un aire distante, consciente de su propia importancia.
Las damas que llegaban de Europa lucían la última moda en ceñidos coseletes, llevaban una "Ondulación Marcel" y sus rostros mostraban tal blancura que se decía se los habían esmaltado. En las calles eran seguidas para estudiar su aspecto y vestuario.
Cuando hacia 1900 apareció la sección "Vida Social" en los diarios, se consagraron de inmediato tres palabras: "Partió a Europa".
"Yo fui a Europa con mi padre, mi madre y mis seis hermanos en 1904, por la cordillera. En fila india. Con precipicios a ambos lados, en escenarios dantescos. Era un drama", dice Joaquín Edwards Bello. Nadie como él ha recogido en chispeantes crónicas la imagen que presentaba París en aquellos años a los ojos de los afortunados sudamericanos que se avecindaban en la capital francesa.

Un fiasco en la Ciudad Luz
Cuenta el mismo Edwards Bello que siendo aún adolescente, y en compañía de su hermano y otros amigos radicados en París, no resistieron la tentación de convidar a comer a la Bella Otero. Acordaron con este objeto enviarle previamente una invitación acompañada por un delicado ramo de flores. Era el tiempo en que triunfaba la leyenda romántica de España y la célebre bailarina gallega estaba integrada a ella.
El encargado de llevar las flores y la tarjeta conteniendo la invitación fue el joven Joaquín. Sus compañeros de empresa decidieron esperarlo a la vuelta de la esquina del pequeño teatro donde trabajaba la artista. Vistiendo el uniforme del colegio donde estudiaba, que consistía en un vestón negro con botones dorados, en estilo de Eton, se presentó en la puerta del camarín.
... Me observó con ternura una mujer anciana, de aspecto modesto, sentada en rústica banqueta —relata el propio protagonista—. Era la criada gallega. No supuso que yo hablara español. Golpeó la puerta del camarín como si golpeara en mi corazón.
"¿Qué hay?", dijo desde adentro la voz nada agradable de la famosa Otero.
"—Es un chico que parece botonés —dijo la criada.
"En ese momento se abrió la puerta del camarín. Entre unos espejos y una olla con chorizos y huevos, entre ráfagas de perfumes y de aceite, apareció el busto de la formidable mujer. Así serían Cleopatra, Dalila y Semiramis. Carnes duras, nacaradas. Ojos como enormes piedras preciosas. Abrió el sobre y medio leyó.
"Idiots", exclamó.
"Me entregó una moneda de un franco y dijo en pésimo francés:
"—Idiots! M’inviter sans me connaitre! Je garde les fleurs pour ma concierge! Allez, pauvre petit!
"Me tomó por un "chasseur", o mensajero.
"Mientras me retiraba, colorado como pimiento, apretando la propina que me dio la Bella Otero, la vieja gallega dirigía a mis tiernos años su mirada maternal."


La Belle Époque en Chile
En Chile se puede decir que la Belle Époque empezó en 1881, a pesar de que antes hubo muchos chilenos ricos y varios habían estado en Europa. Incluso en gloria y majestad, como el almirante Manuel Blanco Encalada, Ministro de Chile en Francia, cuya esposa, la señora Gana, fue dama de honor de la emperatriz Eugenia y su hijo, Florencio, fue el primer chileno casado con una princesa, que lo fue la rusa de Trubetzkoi. Antes Ramón Freire se había casado con una princesa canaca de Tahití. La reina Pomaré, amiga de Pierre Loti.
Por el año 1881 se empieza a recibir el dinero del salitre, el que llega tras la pacificación de la Araucanía que aumenta enormemente el territorio agrícola y la superficie del país. Surgen grandes fortunas de las minas de plata.
A todo el mundo le sobra el dinero.
Santiago conoce el gas, la luz eléctrica, el teléfono. Pronto habrá tranvías eléctricos.
Todo este dinero, junto con la indemnización de guerra del Perú, servirá al Presidente José Manuel Balmaceda, usufructuario de los esfuerzos de los Presidentes Pinto y Santa María, para emprender su vasto plan de obras públicas.
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LOS ARGENTINOS: Con mucho atraso, el espíritu Belle Époque hizo su entrado en Argentina, provocando un contagioso deseo de llegar a Europa y principalmente a París. En la fotografía, Dulce Liberal Martínez de Hoz y el embajador argentino Tomás Le Bretón, en Longchamps.
Chile se ponía pantalones largos. Dejaba de ser el niño raquítico y triste, confinado al tercer patio de América, para ser un hombrecito robusto y de gran porvenir. En Chile surgen los nuevos ricos que no hallan qué hacer con el dinero, y José Victorino Lastarria inventa la palabra "siútico" para calificarlos.
Los chilenos están por miles en París. Alberto Blest Gana se inspira para "Los Trasplantados". Había sido largo tiempo Ministro en Francia y conocía de cerca a sus compatriotas en el exterior.
Oscar Wilde decía que los "norteamericanos buenos cuando se mueren van a París en vez de irse al cielo". Lo mismo pasaba con los chilenos ricos.
Vivían en francés. Todo era a la francesa. Nadie tomaba sino licores importados. El caviar era de todas las fiestas. Las conservas serían largo tiempo francesas. El mejor sastre del mundo, 'Tool" de Pall Mall, en Londres vestía a todos los chilenos ricos. Salvo los que se vestían donde Balma Kriegg, en la Place Vendôme de París. Se bebía champaña francés. Los afrancesados miraban con desprecio el vino chileno. Las damas encargaban su ropa a París. Por ignorancia, sólo a los grandes almacenes, como Bon Marché, Louvre, Galeries Lafayette, Le Printemps, en vez de dirigirse a las grandes casas de alta costura.
Iban a los bailes con los vestidos arrugados y plegados, como si los acabaran de sacar de la encomienda.
El perfume favorito de todos: "Chevalier Dorsay". Para los enamorados: "Coeur de Jannette".
Un comerciante español muy hábil iba todos los años a Paris. Compraba en las grandes casas de moda como Paquin, Worth, Lanvin, Patou, los modelos que se usaban para las pruebas y que, lógicamente, al final de la temporada estaban inmundos.
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NIÑO BIEN": Florencio Parrovicini, aristócrata argentino, más tarde actor de carácter, durante un curso de vuelo en 1910.
Los mandaba a la tintorería y los vendía como grandes novedades a precios enormes. Como no podía vender una capa de terciopelo rojo, color que por entonces, época de tonos pastel, de rosados y celestes suaves, horrorizaba a todo el mundo, la envió en elegante caja a misia Olga Budge de Edwards, quien la lució y tuvo gran éxito, pues, además de su fortuna, era una dama muy bella y muy talentosa. El comerciante vendió después la capa a precio de oro.

Dos grandes fiestas
En Europa la Belle Époque termina con la guerra europea de 1914-18. En Chile no. Hay, lógicamente, gran auge del salitre que sirve para hacer pólvora, el cobre para los armamentos y de la mostaza, silvestre en muchos fundos, para el gas asfixiante llamado "Yperita".
Los europeos se mataban, los chilenos ganaban millones.
Pero, antes de esto, ya estaban edificados los grandes palacetes de las calles residenciales y se encargaban los ladrillos a Europa.
Eran todos imitaciones burdas de palacios y castillos franceses. La gente culta se reía a gritos de tal esnobismo. Los ignorantes se extasiaban.
Los palacetes estaban llenos de muebles de Medallón que fueron a dar más tarde con sus grandes espejos a las casas de pensión y de lenocinios.
Las carreras eran un triunfo. Los caballeros chilenos iban personalmente a medir los obstáculos de Longchamps.
Hubo dos fiestas inolvidables.
La primera, el baile de la familia Concha-Cazotte. Fue en el palacio estilo morisco (o byzabtino según los diarios de la época) donde hoy está el Teatro Carrera, rodeado de un magnífico parque. Hizo época en los "fastos" de Chile.
Entre los disfrazados: Raquel Echeverría Cazotte (nieta del ministro de Francia que declaró loco a Antoine Orellie I de Araucanía); María Cristina Balmaceda Valdés, de rosa; Ximena María Lynch, amante de la música, de musgo; Gabriela Baeza Lynch, de lirio; Gabriela Saavedra, de haba; Rebeca Valdivieso, de luna; Emilio Tor, de moscardón; Raúl Alfonso Balmaceda, oficial; Eduardo Salas Undurraga, de Kaiser Guillermo II; Adela Edwards de Salas, fundadora de la Cruz Blanca y regidora por Santiago, de Juana de Aragón; Laura Antúnez de Bascuñán, de Eugenia de Montijo; Raquelita Izaza de Barros (esposa de Salustio Barros, que fue presidente del Banco Hipotecario), de manola; Guillermo Edwards Matte, de Luis XIV; Margot Mackenna de Edwards de Odalisca; Álvaro Orrego Barros, el que después fuera el gran consejero de don Gustavo Ross, de Hamlet.
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SANTIAGO ANTIGUO: En la fotografía, durante un baile denominado "Santiago Antiguo" en casa de Emilia Herrera de Toro: de izquierda a derecha, Domingo de Toro Astaburuaga, de húsar; Josefina Vial Freire; Eduardo Balmaceda Valdés, moda 1800, y Carmencita Subercaseaux Aldunate.
Más tarde tendría lugar, en plena guerra, otra fiesta memorable. Fue en el invierno de 1915 y se inició con la presentación de "Santiago Antiguo” en el Teatro Municipal.
La primera escena era un salón de época colonial. En él estaban: Luz Orrego Méndez (hija del poeta don Antonio Orrego Barros y casada con Pablo Larraín Tejada, el conocido político), que era niñita chica; Mao Rojas Villegas, también niño chico y después campeón interescolar de boxeo y gran bailarín y cantor. Graciela Sotomayor de Concha, que se presentara más tarde a los tribunales con toga de abogado francés a defender los derechos de sus hijas con gran éxito. Eugenio Prieto Letelier, hermano de Jenaro, el recordado humorista, de marqués del siglo XVIII; Domingo Peña Viel. Hubo una escena de El Tajamar y en ella actuaron: Eduardo Balmaceda Valdés, autor de amenos libros, de muchas crónicas y artículos de prensa, con un traje de sus antepasados (del oidor don Juan de Balmaceda); Olga Balmaceda de Balmaceda Bello (don Emilio, el fabricante de muebles finos); Delfina Montt Pinto, nieta de don Aníbal Pinto y descendiente de don Manuel Montt; Marta Balmaceda, la mujer más regia de su tiempo, Carlos Ossa Prieto, simpático "bon vivante"; Maximiliano Errázuriz, senador, Caballero de Malta, etc., de oficial de Húsares de la Muerte; el abogado Fernando Claro Salas, de arriero, etc. El minuet fue bailado por Emiliana Concha Valdés, Josefina Edwards Bello, Isabel Varas Montt, Mimí Bulnes Correa, nieta de don Manuel Bulnes e hija de don Gonzalo Bulnes; Olivia Concha Valdés, Andrés Balmaceda Bello; Darío Ovalle Castillo, más tarde introductor de diplomáticos y famoso por sus polainas blancas; misia María Luisa Edwards de Lyon, Teresa Vial de Claro, madre de José Claro Vial, el yerno de Gabriel González Videla; Federico Toro Astaburuaga, Josefina Vial Freire, etc.
Tras la fiesta todos fueron a visitar a Misiá Emilia Herrera de Toro, gran dama patricia que tenía su palacio donde hoy está el Teatro Rex. Luego hubo allí un suntuoso festejo. Por último todos se reunieron en el restaurante "Arte y Sport”.
Los organizadores habían sido: el aventajado dentista Marcos García Huidobro, que hasta hace poco paseaba entre nosotros con su chambergo y su capa española y a quien todos llamaban "Santiago Antiguo”; Darío Zañartu Cavero y Carlos Peña Otaegui, autor de "Santiago de Siglo en Siglo". Los afiches los dibujó Pedro Subercaseaux. Varios príncipes (Saboya, Prusia, Gales) visitaron el país antes de la Guerra del 14. El de Baviera y Borbón le dio la mano al niño Raulito Marín Balmaceda, el futuro senador, que quedó muy emocionado con el honor.
La Belle Époque chilena fue así un eco de lo que se conocía en Europa, y principalmente en París, sin que los personajes que actuaron en ella tuvieran importancia más allá de la propia ciudad de Santiago. Las decenas de familias adineradas que pudieron viajar a Francia, lo hicieron, en la mayoría de los casos, para "darse tono" o estar a la moda, sin que el espíritu mismo que caracterizó ese brillante período hiciera surgir otra reacción que no fuera la de admirar el "sprit" de los parisienses, envidiar sus actitudes, gestos y gustos, y tratar de reproducirlos en la escala proporcional que podría lograrse en un Santiago provinciano, que vivía una etapa de pujante resurgimiento industrial y agrícola.
Quienes vivieron durante esos años, en su mayoría han fallecido, y los más jóvenes de entonces, sobrellevan una ancianidad en que los recuerdos de la Belle Époque son sólo sombras, nombres y lugares casi imposibles de precisar...
Bibliografía
Libros, textos y revistas de los cuales se obtuvieron antecedentes y reproducciones fotográficas para el presente número:
René de Livois: HISTOIRE DE LA PRESSE FRANCAISE.
Leo Unganesi: IL MONDO CAMBIA.
Claude Anet: MAYERLING.
Walter Goetz: HISTORIA UNIVERSAL.
G. Wells: BREVE HISTORIA DEL MUNDO.
Durvan: GRAN ENCICLOPEDIA DEL MUNDO.
ANTOLOGÍA DE ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS.
André Maurois: EDUARDO VII Y SU ÉPOCA.
Stefan Zweig: EL MUNDO DE AYER.
Emil Ludwig: JULIO DE 1914.
Colección "Panoramas de la Historia":
—Historia de Europa y del genio europeo.
—Historia de París y de los parisienses.
—Historia de los inventos.
José Fernando Aguirre: LA GRAN GUERRA Y LA REVOLUCIÓN RUSA.
Oriol Gali Fores: EL TURBULENTO SIGLO XX.
J. Ricart Matas: DICCIONARIO BIOGRÁFICO DE LA MÚSICA.
Gilbert Guilleminault: "LA JEUNESSE DE MARIANNE" (Le Román Vroi de la IIIª République).
Albert Skira: LAUTREC (Texte: Jacquei Laisaigne).
Jean Leynmarie: HISTORY OF MODERN PAINTING.
Ferdinando Reyna: HISTOIRE DU BALLET.
J. P. Crespelle: LES MAITRES DE LA BELLE ÉPOQUE.
Geoffrey Brereton: A SHORT HISTORY OF FRENCH LITERATURE.
Erwin Laaths: GESCHICHTE DER WELTLITERATUR.
Santiago Prampolini: HISTORIA UNIVERSAL DE LA LITERATURA, Tomos II y X.
Edouard Julien: LAUTREC.
Kurt Martin: EDOUARD MANET.
Thomas Craven: FAMOUS ARTISTS.
Fernando Puma: SEVEN ARTS.
Revistas: Miroir de l'Histoire; Candide, Art Jours de France. "L'Art et la Mode" de 1906. Zig Zag de 1906. MD en español. L'Illustration de 1910-1911 (Suplemento teatral).
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