Christopher Hitchens - El inmortal. Una crítica de Borges. Una vida, de Edwin Williamson

Christopher Hitchens - El inmortal. Una crítica de Borges. Una vida, de Edwin Williamson


A principios de 1925, en una revista literaria bonaerense llamada Proa que había ayudado a fundar, Jorge Luis Borges escribió un ensayo llamado «El Ulises de Joyce». Tenía entonces veinticinco años, y se jactaba de ser «el primer aventurero hispano que ha arribado al libro de Joyce». Lejos de contentarse con su reivindicación de vanguardia, desarrolló la ambición adicional de hacer por su Buenos Aires natal lo que Joyce había hecho por Dublín, y tejer con sus barriadas y bulevares los elementos de una ciudad universal. En el centenario de los épicos vagabundeos de Leopold Bloom, esta es una deliciosa coincidencia si uno cree —aunque quizá no pueda probarlo— que hay algo universal en la literatura, también, y que ese Tiempo implacable, como dijo Auden en su despedida a Yeats, sin embargo, «adora el lenguaje y perdona / a todo el que vive para él».

En esta biografía en conjunto maravillosa, Edwin Williamson identifica otro elemento en Joyce que encendió una chispa de respuesta en Borges. Los irlandeses, escribió Borges, «siempre fueron agitadores famosos de la literatura de Inglaterra». ¿No era posible, entonces, que un joven escritor en español, que vivía en una ex colonia española en el otro extremo del mundo, produjera también una obra que resonara en la lengua más amplia, y llevase al mismo tiempo la práctica local de las letras más allá de lo nacional, lo folclórico y lo épico?


Si hubiera querido, Williamson podría haber llevado esta analogía un poco más lejos. Como Joyce, Borges no se sentía a gusto con sus compatriotas, y estaba en permanente desacuerdo con la Iglesia católica. Como Joyce, estaba encerrado por una ceguera progresiva. Le fascinaba la filología anglosajona y nórdica. Está enterrado en Suiza, país al que amaba y donde murió. Incluso tuvo una novia tempestuosa llamada Norah. Pero, con la aparentemente insignificante diferencia de esa «h» única, redundante y no aspirada —un microelemento de distinción borgiano entre su propio objeto adorado y Nora Barnacle—, los paralelismos empezarían a divergir. Borges no tenía ni la centésima parte de la libido de Joyce. Y había heredado la maldición opuesta a la familia de Joyce: tenía un padre algo débil y fútil, y una madre que simplemente no quería marcharse. El padre decidió mandarlo, por su decimonoveno cumpleaños, a un burdel en Ginebra. Era un plan de actuación que, podemos estar seguros, Joyce podía y habría elegido por sí mismo: el efecto inverso de un chico sensible que no pudo estar a la altura de la ocasión parece haber sido indefinido e incapacitante. (Me hizo pensar en un narrador de la Trilogía de Deptford de Robertson Davies, una figura mucho menos tierna a la que asquea por completo la misma idea paterna sobre lo que constituye un rito de paso).

Joyce tenía que luchar por su cosmopolitismo, y por su filosemitismo, que en el caso de Borges eran innatos. Además de su linaje hispano-argentino, tenía una abuela llamada Fanny Haslam —supongo que no se puede encontrar un nombre más inglés fuera de las páginas de Jane Austen—, que se aseguró, según me contó él mismo, de que su nieto hablara las dos lenguas antes de ser consciente de la menor distinción entre ellas. Se sumergió de entrada en la literatura de la anglofilia, de Stevenson a Shakespeare. El apellido Borges es originalmente portugués, y la sangre lusitano-brasileña se mezclaba a través de otra rama del árbol familiar con la de un judío italiano llamado Suárez. Buenos Aires siempre ha tenido barrios étnicos, principalmente italianos y alemanes y judíos, en los que la grandeza de la conquista española y la reserva de un comerciante inglés y la clase colonial de los ranchos son superimposiciones. Tenía que nacer alguien que considerase este el estado natural de las cosas; alguien para quien el Babel de lenguas y culturas discrepantes no fuera el caos, sino más bien el plano de una torre que acabaría siendo imponente, pero también microscópicamente intrincada.

Williamson subraya la palabra «criollo», que en Argentina es un cognado de creole, sin tener el mismo significado en absoluto. Designa a un argentino de indiscutible ascendencia española, y mezcla la definición de la seguridad etnolingüística con una búsqueda más incierta de una identidad claramente «argentina». Para Borges, asumir esta ambigüedad cultural significaba intentar conseguir una literatura nacional específica, que pudiera resultar, sin embargo, valiosa e inteligible fuera de Argentina. Asumir la misma ambigüedad en su forma política entrañaba una creencia en la democracia, las lenguas vernáculas y las expresiones locales. Sin embargo, como el propio Joyce descubrió cuando los irlandeses repudiaron a su amado Parnell, un demócrata y republicano puede a veces sentirse asqueado por la opinión pública. Una versión de esta ironía destrozaría el corazón de Borges.

Ante el comportamiento algo conservador que ya había adoptado cuando alcanzó la fama mundial, es fascinante ver cómo Borges, en años anteriores, estaba preparado para apostar por posiciones radicales y modernistas. Apareció en escena casi como un figurante de Travesties de Tom Stoppard, la obra en la que James Joyce coincide con Lenin y el dadaísta Tristan Tzara, en un decorado de Zurich. Dio la bienvenida a la Revolución rusa, entabló amistades para toda la vida con judíos marxistas suizos, participó en mascaradas surrealistas y expresionistas y se movió entre Europa y América Latina. En 1928 dio un discurso público en Buenos Aires en el que les decía a los demás criollos que se integraran:

Porque en esta casa que es América, amigos míos, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan la noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la nación entera ha preferido ser uno de muchos, ahora.

Dentro de lo posible se mantuvo fiel a esta ambición altaneramente expresada. Defendió con seriedad la épica nacional Martín Fierro, que es para Argentina —aunque se jacta de un atractivo demótico mucho más «accesible»— lo que las sagas para Islandia o Beowulf para el anglosajón. Borges estaba dispuesto a conceder que el gaucho solitario podía ser la figura emblemática del país, como Robin Hood o Daniel Boone. Pero que una persona así —sin escrúpulos, libre de cualquier obligación social y sediento de crímenes y botín— fuera el ciudadano modelo era un poco más discutible.

Este puede ser el momento de decir que la reiterada fascinación de Borges por tigres, cuchilleros, aventureros y jinetes solitarios, parcialmente heredada de su estirada madre criolla, tiene un matiz vicario y me parece la única nota falsa de su ficción. Se corresponde, de manera probablemente nada indirecta, a su frecuente mueca de fascinada repugnancia ante las relaciones sexuales. En su intenso relato «La secta del Fénix», por ejemplo, los iniciados practican un rito de lubricidad y «légamo», y la mayoría de los lectores lo tendrán claro mucho antes de que Borges concluya:

He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.

Williamson se permite una extraña caída en lo literal al señalar solemnemente que «años después Borges le diría a Ronald Christ que con el Secreto se refería a las la relaciones sexuales». ¿Quizá el nombre de su interlocutor era irresistible…? Por cierto, he leído la traducción de Andrew Hurley. Algunos prefieren la versión de Norman Thomas de Giovanni. A veces me sorprende que Borges, con su impecable inglés, necesitara un intérprete. Pero ¿quién no habría deseado el trabajo?

Mientras mantenía en público su optimismo cultural sobre Argentina, y pasaba cada vez más parte de su vida privada y literaria entre códices y codicilos, Babeles y Babilonias, loterías y laberintos, Borges pospuso un tiempo el desagradable descubrimiento de que su país y su cultura se estaban volviendo en su contra. En la década de 1930 asumió una posición audaz contra la versión local del fascismo, aunque al mismo tiempo le producían desconfianza e incluso desagrado los grandes felinos de la «izquierda» literaria hispana, Pablo Neruda y Federico García Lorca, que hicieron visitas notables a Buenos Aires. William son sugiere persuasivamente que también había un elemento de envidia sexual. Pero esas consideraciones no habrían influido en la aversión que Borges sentía por Juan Domingo Perón, y el miedo que experimentaba al ser testigo del nacimiento de un populismo burdo y localista. El fétido genio del peronismo residía en su destreza demagógica: era al mismo tiempo antioligárquico, antijudío y antiinglés. A través de grandes y pequeñas persecuciones —perdió su trabajo en una biblioteca, su madre y su hermana fueron encarceladas durante un breve tiempo, se cerraron las revistas y los clubes «elitistas» perentoriamente—, Borges se convenció de que no se podía confiar en las masas que aplaudían algo así. Cada vez que Perón caía, o se exiliaba, la gente pedía a gritos que volviera. Y en la sórdida figura de su esposa con aires de prostituta (Eva, o Evita) todos los burdeles y los bares de tango, toda la cultura popular de la ciudad, aliados con el sospechoso machismo de la tradición poética del Martín Fierro, experimentaron una horrible mutación hacia lo filisteo, lo avaricioso y lo cruel. El relato de Borges «Ragnarok», sobre los dioses falsos y la necesidad de destruirlos, se deriva muy probablemente del desprecio hacia los devotos de esos ídolos.

Perón, como Franco y Salazar, sobrevivió a la supuesta derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, y siguió torturando Argentina con su tercer y cuarto actos de resucitado, y al final murió y gobernó por poderes póstumamente a través del culto a su primera viuda y la gestión real de la segunda, Isabel, que estaba totalmente desprovista de encanto. A mediados de la década de 1970, las Fuerzas Armadas decidieron poner fin a todo eso, y mucho más, a través del puño de hierro. Así que cuando visité a Jorge Luis Borges en su apartamento, en el 6B del número 994 de la calle Maipú, junto a la plaza San Martín, en diciembre de 1977, los escuadrones de la muerte merodeaban por las calles de la ciudad.

La inscripción en la puerta de la habitación de Edgar Allan Poe en la Universidad de Virginia, «Domus parva magni poetae» («El pequeño hogar de un gran poeta») habría sido casi perfecta para el pequeño apartamento en el que Borges y su infatigable madre residían desde hacía tanto tiempo. Pero, de manera no menos apropiada, el lugar estaba forrado y lleno de volúmenes y el anciano ciego parecía saber el emplazamiento de cada uno de ellos. Le gustó mi voz inglesa y me preguntó si le haría el favor de leer en voz alta (más tarde supe, sin pena ni gloria, que hacía esto con muchos visitantes). Señalando el lugar donde estaba la antología de Kipling, me pidió que empezara con «Canción al arpa de las mujeres danesas». «Y, por favor, léalo despacio. Me gusta dar tragos largos, largos».

Este poema encantador y emocionante está compuesto casi por completo de palabras anglosajonas y escandinavas (y, por cierto, no hay forma de leerlo rápido). Me dijo que había empezado a estudiar el inglés antiguo «cuando me quedé ciego en 1955. Me ayudó a escribir “La biblioteca de Babel”». El lenguaje, en cualquiera de sus variantes, era un asunto por el que mostraba un entusiasmo inmediato. «¿Sabe que en México dicen “Te veo luego” cuando quieren decir “Te veré luego”? La traducción del presente al futuro me parece muy ingeniosa». Sin la menor apariencia de afectación, dijo que reverso y anverso eran para él lo mismo, «y por eso encuentro el infinito casi banal». Y que en sus sueños siempre estaba «perdido; quizá viene de ahí mi interés por los laberintos».

Su tímida invitación para que volviera al día siguiente y le leyera más textos de su biblioteca fue al mismo tiempo la petición más suave e imperativa que me han hecho nunca. Más tarde, llevándolo lentamente por las escaleras, y en medio del peligroso tráfico para comer en la ciudad, me sentía como si me hubieran confiado una moneda única, o un antiguo palimpsesto o un valioso astrolabio. (¿Y si me tropezaba y lo tiraba conmigo? Sería un magro consuelo pensar que esa narración calamitosa contendría otras narraciones potenciales: era lo bastante anglosajón como para verme atrapado con la prototípica). Hacía comentarios sobre todo lo que leía. «Kipling no fue apreciado en su época porque todos sus pares eran socialistas». «Chesterton, qué pena que se hiciera católico». Cuando le pregunté por sus harto rebuscados elogios hacia Neruda, admitió que prefería a Gabriel García Márquez. (En 1926 había escrito un ensayo, «Cuentos de Turquestán», en el que elogiaba los relatos en que «lo maravilloso y lo cotidiano se enlazan. […] Hay ángeles, lo mismo que hay árboles». En 1931, en «El arte narrativo y la magia», declaró que la ficción era «un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos», como demostraba «el predestinado Ulises de Joyce». Al igual que el llamado «realismo mágico», esto prefigura la magia realista de su propio «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», otra obra que no es nada aconsejable leer con prisas).

La duradera fascinación por la magia y la fábula siempre me ha parecido latentemente infantil y en cierto modo asexuada (y por tanto, también relacionada con la falta de hijos). Pero «Orbis Tertius» —o «Tercer Mundo»— tenía otro significado en esos días, menos inocente y más concreto, que representaba las batallas sucias y duras de las guerrillas urbanas contra el Imperio. Mientras hablábamos, Buenos Aires era escenario de uno de esos combates: era imposible no hacerle la pregunta. Borges respondió tranquilamente con dos versos de Edmund Blunden:
Este es mi país y podría serlo aún,
mas algo vino entre nosotros y el sol.
Ese algo, no me dejó ninguna duda, había sido el peronismo. En lo que respecta a los generales y almirantes que habían tomado el poder, sonaba como un imitador de Evelyn Waugh —«la espada del honor» era una referencia frecuente— cuando anunció que era mejor tener un gobierno «de caballeros en vez de chulos». Aprovechando la ocasión para dilucidar la palabra para los «chulos» en lunfardo, «cantinflero», un término de una obscenidad casi intraducible —¿o quizá demasiado traducible?—, disertó con cierto ardor sobre su pasión por la dictadura. (Al releer ahora mis notas de nuestra conversación, sabiendo de ese estremecedor momento en el burdel de Ginebra, me pregunto si el comercio carnal le provocaba un horror particular). Cuando me invitó a volver el día siguiente, tuve que declinar su oferta con verdadera pena porque cogía un avión hacia Chile. Me preguntó con gran seriedad si iba a visitar al general Pinochet y, al escuchar mi respuesta negativa, se lamentó: «Un auténtico caballero. Tuvo la amabilidad de concederme un premio literario la última vez que visité su país».

La biografía de Edwin Williamson supera lo que considero una prueba pequeña pero para nada baladí. Es absolutamente sólida cuando puede enfrentarse al conocimiento del crítico. En particular, me recordó con extraordinaria fuerza y vivacidad los mareantes cambios que sentí durante esos dos días borgianos de lánguida conversación, lectura cuidadosa y pura alarma. Además, el libro muestra con mucha atención y justicia lo que llevó a Borges a ese desfiladero. Ahora el mundo sabe, y algunos lo sabíamos entonces, que el régimen del general Videla también estaba depravado por la violencia y la corrupción, y era ferozmente antiinglés y patológicamente antisemita. Y en lo que respecta a la cuestión de cantinflero: el general Videla, antiguo compadre de Henry Kissinger, está ahora en prisión por su papel en la venta de los bebés de las víctimas de violación que custodiaba en prisiones secretas: algo un poco más crudo que ejercer simplemente de «chulo».
En nuestro almuerzo, Borges bromeó un poco sobre sus repetidos fracasos a la hora de ganar el premio Nobel de Literatura. («Aunque cuando te fijas en quién lo ha ganado… ¡Shaw! ¡Faulkner! Aun así, lo aceptaría. Me siento codicioso»). En un contexto distinto, describió el deporte de no darle el premio Nobel como «una tradición escandinava». Williamson muestra que, a través de su defensa de Videla y sobre todo de Pinochet, y a causa de su ataque público a la memoria de Lorca en una visita a España tras la muerte de Franco, Borges casi se negó el premio voluntariamente. Es una medida de lo angustiado que se sentía por el caos y la subversión en Argentina. De modo que habla doblemente bien de él que, antes de la caída de la dictadura, firmase una carta en la que expresaba su preocupación por los desaparecidos, y escribiera un sardónico poema burlándose de la guerra loca de agresión grandiosa y fútil que los generales habían lanzado contra las Malvinas.

Si hay un relato clave en Borges, como Williamson parece indicar, puede estar en, o cerca de, El Aleph. Gran parte de su trabajo llevó hasta esta colección, y gran parte depende de ella. En uno de los relatos —«El inmortal»— llegamos a esto:

Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que solo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo.

Creo que esta capacidad sitúa a Borges muy por encima del nivel del anticuario exótico, el bibliófilo obsesivo, el cartógrafo enclaustrado, el pedante enloquecido y el editor poco fiable: papeles entretenidos que disfrutaba e interpretaba de manera extraordinaria. Con mucha frecuencia, uno encuentra un pasaje tan perfectamente construido y afinado como ese, que está articulado con cierta timidez y al mismo tiempo —como suele suceder con los perfeccionistas— es el producto de mucho trabajo callado, reflexión y —me atrevería a añadir— estoicismo.

Cuando su corazón y cerebro anhelantes no estaban ocupados con los vikingos o los gauchos, o los igualmente heroicos exploradores y cartógrafos del Nuevo Mundo, volvía una y otra vez a las pérgolas de piedra y sombreadas de Córdoba, Bagdad y la antigua Persia. Obviamente sentía una atracción magnética hacia los grandes estudiosos y pensadores del renacimiento andalusí, que buscaban ver más allá de los velos del dogma clerical. (Su amor por Fitzgerald y Jayyam expresa lo mismo de una forma distinta: qué maravilloso que elogiara la «indolencia y tenacidad» de Fitzgerald). Otras fascinaciones —con la Praga judía de Kafka y el golem— manifiestan el mismo compromiso con ciudades que son al mismo tiempo auténticas e imaginarias. Si Borges hubiera sabido dibujar, habría querido fundir a Piranesi con Escher. No es casualidad que uno de sus críticos favoritos fuera F. H. Bradley, el autor de Apariencia y realidad.

Quizá Borges quería secretamente un final feliz, y sin duda parece que secretamente planeó uno. Tras sobrevivir a varios noviazgos inconclusos y un matrimonio nulo, y bajo la vigilancia digna de un buitre de su madre, consiguió al final formar un tipo de alianza con María Kodama, una joven y devota estudiante japonesa de su obra que era, como él, una «buscadora»; aunque algo más amateur. El posterior interés de Borges por el sintoísmo y el budismo carece de la agudeza y la introspección (la «mordedura de la conciencia», como le gustaba decir a Joyce) de sus anteriores investigaciones hermenéuticas. Llega un momento en el que hablar de «esencia» y «unicidad» y lo universal se vuelve más tautológico que inquisitivo. Pero Borges vivió finalmente para recibir el reconocimiento de una Argentina democrática, consiguió un poco de tiempo para él y una chica de su elección, y escogió por último llegar a Ginebra y sorprender a Kodama diciéndole que había decidido que no iba a marcharse. Así, logró poner fin a —probablemente debería decir «exorcizar»— su humillación adolescente en esa ciudad, y también algunas de las decepciones de su madurez. El largo examen de sí mismo que había sido su existencia, uno espera sin la menor devoción, había resultado digno de ser vivido. Mucho antes, F. H. Bradley le había aportado a Borges una reflexión que es exactamente correcta, porque promete más de lo que da:

Para el amor insatisfecho el mundo es un misterio, un misterio que el amor satisfecho parece comprender.

The Atlantic, septiembre de 2004 

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