Europäische Verlagsanstalt, Hamburgo
«¿Fue Freud un mentiroso?» Desde que Frank Cioffi tuvo la osadía de plantear esta posibilidad en 1973, la pregunta no ha dejado de sacudir el mundo del psicoanálisis. Hasta entonces, las cosas habían sido muy sencillas. Hijos del «siglo freudiano», todos habíamos aprendido a venerar en Sigmund Freud a un hombre de «absoluta honestidad» e «integridad intachable», como escribió su leal biógrafo Ernest Jones. ¿Cuántas veces nos dijeron esto? Fue su pasión por la verdad la que le permitió enfrentarse a los demonios de su propio inconsciente y levantar la represión de siglos que pesaba sobre la sexualidad, a pesar de la «resistencia» de sus pacientes y los ataques de sus colegas. Fue asimismo esta probidad científica la que le hizo reconocer su error sobre las «escenas» fantásticas de incesto y abusos sexuales que le habían contado sus pacientes, a pesar del doloroso revés profesional que esto representaba para él. En Freud, la ciencia coincidía con la fibra moral del científico, cuya edificante biografía nunca nos cansábamos de leer: la milagrosa «curación por la palabra» de Anna O., la ruptura con Josef Breuer en relación con la sexualidad, la solitaria travesía del desierto, el amargo abandono de la «teoría de la seducción», el heroico autoanálisis, el apartamiento de la transferencia sobre Wilhelm Fliess, el estoicismo frente a los ataques de sus colegas.
Es una bonita historia, pero ahora sabemos que no es más que una gran «leyenda» (Henri Ellenberger). Uno tras otro, los historiadores del psicoanálisis nos han mostrado que las cosas no sucedieron del modo en que Freud y sus biógrafos autorizados nos habían contado. No, la «curación por la palabra» de Anna O. no fue nunca el «gran éxito terapéutico» del que más tarde alardearía Freud. No, Breuer no negó en absoluto el papel de la sexualidad en las neurosis. No, Freud no estuvo tan aislado intelectualmente como él pretendió y, en un principio, las reacciones de sus colegas estuvieron muy lejos de ser desfavorables. Todo lo contrario, muchos de ellos –especialmente su amigo Fliess– sintieron un profundo interés por la sexualidad, incluida la sexualidad infantil. También era falso que los pacientes de Freud le contaran espontáneamente pseudorrecuerdos de seducción sexual infantil: fue el propio Freud quien les arrancó estas escenas de perversión, a pesar de las vehementes protestas de los pacientes. Freud nos había mentido; ya no podíamos confiar en él. Había comenzado la era de la sospecha. De repente, los estudiosos empezaron a darse cuenta de que disfrazaba fragmentos de su autoanálisis como casos «objetivos», que ocultaba sus fuentes, que situaba convenientemente algunos de sus análisis en una fecha anterior, que atribuía a veces a sus pacientes «asociaciones libres» que él mismo construía, que exageraba sus éxitos terapéuticos, que difamaba a sus oponentes. Algunos llegan incluso hasta el punto de sugerir –supremo crimen de lesa majestad– que Sigmund engañaba a su esposa con su cuñada Minna. Los defensores del psicoanálisis se muestran indignados y hablan de periodismo amarillista, de paranoia, de «linchamiento de Freud», pero es evidente que se ponen a la defensiva.
Una cosa es, sin embargo, sondear las profundidades de la reescritura de la historia por parte de Freud y otra comprender sus motivos. ¿Por qué diablos sintió el fundador del psicoanálisis la necesidad de contar todas estas trolas? ¿Era sólo pura fanfarronería? ¿Un deseo pueril de demostrar su originalidad y su primacía intelectual? ¿Una sagaz estrategia de márketing? ¿Un modo de promover un culto a la personalidad dentro del movimiento que había creado? En un libro publicado en holandés en 1993 y ahora traducido al alemán como Der Fall Freud (su traducción castellana podría ser El caso Freud: la mentira como origen del psicoanálisis), el historiador Han Israëls propone una explicación que posee al menos el mérito de la sencillez. Freud, señala Israëls, tenía tanta confianza en sus primeras teorías que presumió públicamente de éxitos terapéuticos que aún no había obtenido. Cuando no se materializaban, obligándolo a revisar sus teorías, Freud tenía que explicar por qué las había abandonado sin poder aducir la verdadera razón: eso habría supuesto admitir que había cometido un serio fraude científico. Al igual que un niño que ha sido sorprendido in fraganti, recurría a más mentiras, acusando a los otros de haberle mentido a él. La culpa de todo era de ese victoriano, Breuer, que le había ocultado el «amor de transferencia» de Anna O. y sus desastrosas consecuencias. O, más de lo mismo, la culpa la tenían sus pacientes femeninas, que le habían contado todas esas tonterías sobre sus papás. Al echar la culpa a las pertinentes cabezas de turco, Freud se permitía incluso el lujo de transformar sus fracasos en victorias. ¿No era él, al fin y al cabo, quien había conseguido sacar a la luz el motivo oculto de todas las mentiras que le habían contado? Había nacido el mito del héroe.
Este modelo de engaño parece haber comenzado muy pronto en la carrera de Freud, antes incluso del inicio del psicoanálisis. Israëls arroja a este respecto una luz nueva y perturbadora sobre el llamado «episodio de la cocaína», el primer gran fiasco profesional de Freud. En un artículo publicado en julio de 1884, Freud defendió esta sustancia recién introducida, recomendándola para dolencias tan diversas como trastornos digestivos, mareos, neurastenia, neuralgias faciales, asma e impotencia. Basándose en informaciones publicadas en revistas médicas de Estados Unidos, también recomendó la administración de cocaína en el tratamiento de la adicción a la morfina y afirmó que había curado con éxito un caso de este tipo: «Durante los primeros días de la cura [el paciente] consumió [i.e. oralmente] diariamente 3 dg de cocainum muriaticum, y después de diez días pudo prescindir por completo del tratamiento de coca».
En marzo del año siguiente, Freud repitió esta afirmación en una conferencia que dio en la Sociedad Psiquiátrica de Viena y que publicó unos meses más tarde. Seguía refiriéndose al mismo paciente pero, extrañamente, tanto la duración del tratamiento como la dosis de cocaína y el método de administración habían cambiado. El paciente ahora «tomó alrededor de 0,40 g de cocaína por día y 20 días después superó la abstinencia de morfina. No se declaró ningún hábito a la cocaína; por el contrario, se puso de manifiesto de modo inconfundible una creciente antipatía al uso de cocaína [...]. Recomiendo sin reservas la administración de cocaína para estas curas de abandono en inyecciones subcutáneas de 0,03-0,05 g por dosis, sin temor alguno de aumentar la dosis».
El paciente de Freud fue muy afortunado, ya que cuando Albrecht Erlenmayer, un eminente especialista en adicción a la morfina, probó el método de Freud con sus propios pacientes, éstos no experimentaron ninguna mejoría. Y lo que es peor, Erlenmayer previno enérgicamente contra los peligros del hábito a la cocaína. El doctor Freud, escribió, además de la morfina y el alcohol, había incorporado «el tercer azote de la humanidad, la cocaína». La bofetada fue monumental. Obligado a responder, Freud se justificó afirmando en un artículo que los resultados de Erlenmayer se habían visto alterados por haber aplicado la cocaína de forma subcutánea, y no oral, como él había prescrito. Nadie parece haber reparado en aquel momento en que fue justamente este método el que él había recomendado en su artículo de 1885. Después de eso, Freud «olvidó» este artículo comprometedor y nunca volvió a mencionarlo entre sus publicaciones. Aparte de un puñado de alusiones veladas en La interpretación de los sueños, donde acusaba a su paciente de haberse puesto inyecciones de cocaína en contra de sus consejos, Freud nunca habría de volver públicamente sobre este tema.
Y no le faltaban razones para ello. Como quedó de manifiesto a comienzos de los años cincuenta en un artículo de Siegfried Bernfeld y en la biografía de Jones, a quien Anna Freud le había facilitado las cartas que Freud envió a Martha Bernays durante su noviazgo (las famosas y confidenciales Brautbriefe), las cosas habían sucedido en realidad exactamente tal y como había predicho Erlenmayer. El paciente de Freud no era otro que Ernst von Fleischl-Marxow, uno de sus colegas y amigos que estaba utilizando morfina para combatir unos neuromas terriblemente dolorosos provocados por la amputación de varios dedos; su tratamiento de desintoxicación, que había iniciado a comienzos de mayo de 1884, había sido un desastre absoluto. Apenas una semana más tarde, nos dice Jones, Freud y sus colegas Obersteiner y Exner encontraron a Fleischl tumbado sobre el suelo, «casi inconsciente a causa del dolor». Fleischl no sólo había continuado tomando morfina, sino que después de que Freud le pusiera inyecciones de cocaína en enero de 1885 en un intento de aliviar el dolor, empezó a inyectarse él mismo «enormes dosis» de esta sustancia (un gramo diario). En junio, Fleischl había desarrollado un «delirium tremens con serpientes blancas deslizándose por la piel» y su familia hubo de mandarlo al campo. Murió seis años más tarde, siendo adicto tanto a la morfina como a la cocaína. Leyendo el informe de Jones, la impresión que se saca es la de un trágico error, que Freud se reprochó amargamente (así es como explica realmente el siempre leal Jones las posteriores negaciones de Freud en relación con su empleo de la jeringuilla: aquéllas «pudieron haber sido determinadas sólo de forma inconsciente» por su sentimiento de culpa). Hasta ahora, sin embargo, no ha sido posible tener acceso a las cartas en las que se basó Jones, debido a la impenetrable censura ejercida por los Sigmund Freud Archives. El libro de Israëls cubre esta laguna. Por un golpe de suerte de los que raras veces se producen en la vida de un investigador, se topó por casualidad con las transcripciones de casi 300 de estas Brautbriefe, que estaban durmiendo en los cajones de los Sigmund Freud Copyrights, la rama comercial del imperio Freud. La historia de lo que encontró allí es, como cabría esperar, bastante más compleja y extraña de la que había contado Jones.
Jones se ocupó cuidadosamente de omitir que, en el momento de escribir su primer artículo sobre la cocaína, a mediados de junio de 1884, Freud no podía haber abrigado ninguna ilusión sobre el tratamiento que presenta a sus lectores como un éxito. El tratamiento había comenzado el 7 de mayo de 1884 y, aun en el caso de que hubiera parecido prometedor durante los primeros días, Freud escribió ya el 12 de mayo: «Con Fleischl las cosas son tan tristes que no puedo disfrutar en absoluto de los éxitos con la cocaína». La cocaína, que Fleischl tomaba «continuamente», no le impidió padecer tremendos dolores y sufrir «ataques» que lo dejaban casi inconsciente. Significativamente, Freud añadió: «No sé si tomó o no morfina en uno de esos ataques; él lo niega, pero no puede darse crédito [...] a un morfinómano». El 20 de mayo, como la cocaína no había suprimido ni el dolor ni el síndrome de abstinencia, el médico Theodor Billroth realizó una nueva operación en el muñón y le recomendó a Fleischl que «tomara cantidades considerables de morfina [...] y le pusieron, él no sabe cómo, muchas inyecciones» (carta del 23 de mayo). Un mes más tarde, Freud escribió triunfalmente en su artículo que «después de diez días pudo prescindir por completo del tratamiento de coca». Sólo se le olvidó mencionar que el motivo era que el tratamiento había sido un rotundo fracaso.
Fleischl había vuelto en seguida a tomar cocaína, si es que llegó a dejar de hacerlo alguna vez. El 12 de julio, poco después de la aparición del artículo, Freud mencionó de pasada que estaba tomando cocaína «regularmente». El 5 de octubre escribió: «Es interesante [...] que [Fleischl] haya recibido una petición del gran fabricante Merck de Darmstadt, al que le había llamado la atención su gran consumo de coca y que quería conocer lo que él sabía de las propiedades y los efectos de la sustancia». Compárese esto con lo que Freud contó a su audiencia cinco meses más tarde, en su conferencia de marzo de 1885: «No surgió ningún hábito a la cocaína; por el contrario, se puso de manifiesto de modo inconfundible una antipatía creciente al uso de cocaína». Es fácil entender por qué Jones, cuando resumió este pasaje, sintió la necesidad (¿inconsciente?) de añadir este piadoso paréntesis: «Esto sucedió antes de que Fleischl hubiera sufrido una intoxicación por cocaína».
Lo que resulta más chocante de todo esto no es que Freud mintiera descaradamente, sino que parece no haberse dado cuenta de ello. Como señala Israëls, siguió considerando el tratamiento de Fleischl un éxito a pesar de todas las pruebas en sentido contrario. Tres días después de la operación de Billroth, le escribió a Martha: «Hasta entonces [Fleischl] había llevado estupendamente la cocaína, por lo que la cocaína ha superado muy bien la prueba» (23 de mayo de 1884). Asimismo, cuando resultó evidente que Fleischl era un adicto a la sustancia, Freud seguía negándose obstinadamente a admitir su error: «Desde que yo le he dado la cocaína, ha podido reprimir los desmayos y podía controlarse mejor a sí mismo, pero la tomó en cantidades tan grandes [...] que finalmente padeció una intoxicación crónica» (26 de junio de 1885). En otras palabras, era el paciente quien había echado a perder el experimento. Una indiferencia tan grande hacia la realidad resulta sorprendente y nos recuerda inevitablemente lo que el propio Freud describió más tarde como la «omnipotencia de los pensamientos». Está claro que Freud estaba tan convencido de la exactitud de su teoría que estaba dispuesto a modificar los hechos cuando no se ajustaban a aquélla.
Del mismo modo, resulta difícil reducir las mentiras de Freud a cínicos fraudes científicos, concebidos para promocionar o proteger su carrera. Sus artículos, al fin y al cabo, iban a leerlos sus colegas y superiores: Breuer, Exner, Billroth y Obersteiner, todos ellos testigos de primera mano del fracaso con Fleischl. Freud debió de convencerse, por tanto, de este éxito imaginario, ya que, de lo contrario, no habría allanado tan imprudentemente el camino a sus críticas. Algo parecido sucedió con su respuesta a Erlenmayer: como señala Israëls, era insensatamente arriesgado mentir de un modo tan evidente cuando cualquiera –especialmente Erlenmayer– podía desenmascararlo citando su propio artículo. Incluso suponiendo que se tratara de un brillante fiasco, debe reconocerse que presupone una confianza inhabitual en la magia de las palabras. No es de extrañar que Freud se convirtiera en el teórico de la fantasía, la satisfacción de los deseos y el narcisismo primario: él mismo tenía una notable tendencia a crear teorías que eran el fruto de la alucinación, a elaborar datos clínicos en sueños.
Israëls encuentra por doquier este comportamiento en Freud y hace de él la clave del nacimiento propiamente mítico del psicoanálisis. Oficialmente, Freud fechó el psicoanálisis el día en que Breuer consiguió eliminar los síntomas de histeria de su paciente Anna O. al hacerle narrar los hechos traumáticos que los habían generado. Israëls refuta esta versión, como han hecho ya otros antes que él. En realidad, como sabemos por una carta que Freud escribió a su prometida, Breuer había concluido el tratamiento de Anna O. porque su mujer estaba celosa del interés algo desmedido que estaba mostrando por su paciente. Entonces decidió ingresar a Anna O. en una clínica privada, donde siguió presentando los mismos síntomas de histeria que antes. Ella acudió a tres clínicas más entre 1883 y 1887, pero no fue hasta finales de la década de 1880 cuando empezó a mejorar, dejando bien a las claras que la «curación por la palabra» no había desempeñado ningún papel en su recuperación. Esto no impidió que Freud realizara a partir de 1888 falsas defensas del «método» de su amigo Breuer, en una época en la que nada le permitía pensar que Anna O. experimentaría mejoría alguna y en la que él mismo no había aplicado aún el método catártico a uno solo de sus pacientes. En un artículo de enciclopedia que Israëls no cita pero que aclara aún más las cosas, Freud evocaba el «método» de Breuer y seguía diciendo: «Este método de tratamiento es nuevo, pero produce éxitos curativos [Heilerfolge] que de otra manera no podrían conseguirse».
Una vez más, Freud se permitía hacerse ilusiones y proclamaba éxitos que nunca fueron tales. Y, una vez más, tenía que reescribir la historia cuando esta fanfarronería no quedaba justificada. Decepcionado del método catártico, Freud rompió con Breuer poco después de la publicación de Estudios sobre la histeria. Pero entonces, ¿cómo se explica este cambio si el método conseguía resultados tan brillantes? La solución, tal y como la reconstruye Israëls, consistió en reconocer sus exiguos resultados al tiempo que los achacaba a la supuesta resistencia de Breuer a admitir el papel de la sexualidad en la etiología de la histeria. Esto constituía una falsedad especialmente flagrante (y, por tanto, irracional), ya que cualquiera podía leer lo que Breuer había escrito en Estudios sobre la histeria: «No creo estar exagerando cuando afirmo que la gran mayoría de las neurosis graves en mujeres tienen su origen en el lecho matrimonial [...]. Quizás merezca la pena insistir una y otra vez en que el factor sexual es, con mucho, el más importante y el más fructífero de los resultados patológicos».
Pero Freud fue más allá. En Sobre lahistoria del movimiento psicoanalíticoy en Un estudio autobiográfico, escribió que Breuer había puesto fin abruptamente al tratamiento de Anna O. cuando se dio cuenta de que había «desarrollado una patología de `amor de transferencia'» hacia él. (En privado, Freud llegó a contar incluso un relato disparatado de parto histérico.) Dio a entender, sin embargo, que se trataba de una «reconstrucción» por su parte, basada en comentarios realizados de pasada por Breuer. Israëls es, que yo sepa, el primero en observar que Freud no tenía realmente ningún motivo para «reconstruir» la historia, ya que la conocía o, al menos, sabía cuál era su verdad esencial: que, desde el comienzo mismo, Breuer se había encaprichado de su paciente. Al actuar de este modo, no sólo sugería que Breuer había ocultado la verdad a sus lectores, sino también que se la había ocultado a su joven colega, lo que exoneraba a éste de toda complicidad en las engañosas afirmaciones sobre la «curación por la palabra» de Anna O. (Freud sabía, por supuesto, que podía contar con el silencio embarazoso de Breuer: esta mentira, al menos, no era arriesgada.)
El mismo escenario se reprodujo cuando Freud lanzó su desafortunada «teoría de la seducción». En su conferencia del 21 de abril de 1896 sobre «La etiología de la histeria», propuso que los síntomas de la histeria habían de atribuirse a traumas sexuales del comienzo de la infancia y proclamó con voz fuerte y clara que «en 18 casos de histeria he podido descubrir esta conexión en todos y cada uno de los síntomas y, allí donde las circunstancias lo permitieron, confirmarlo por medio de éxitos terapéuticos». Parece que las «circunstancias» nunca lo permitieron en ninguno de los casos en cuestión, ya que dos semanas más tarde Freud le confesó a Fliess que «ninguno de los viejos [tratamientos] se ha completado». Y en su famosa carta de retractación del 21 de septiembre de 1897 le explicaba a su amigo que una de las principales razones por las que había llegado a dudar de su teoría era «la decepción continua en mis esfuerzos por llevar un solo análisis a una verdadera conclusión». Pero como era imposible revelar por qué había abandonado su teoría de la seducción sin revelar al mismo tiempo la verdad sobre sus famosos «éxitos terapéuticos», Freud evitó cuidadosamente comunicar sus dudas a sus colegas. No fue hasta 1914, tras diecisiete años de evasivas, cuando admitió por fin públicamente que se había equivocado en relación con las «escenas de seducción». Ni una sola mención, sin embargo, del fracaso terapéutico y su papel en el abandono de su teoría. No, a Freud lo habían confundido los «testimonios (Berichte) ofrecidos por pacientes en los que atribuían sus síntomas a experiencias sexuales pasivas en los primeros años de la infancia» hasta el momento en que se dio cuenta de que aquéllas no eran más que fantasías que expresaban la «vida sexual del niño».
Esta historia se ha convertido desde entonces en uno de los momentos culminantes de la leyenda de Freud, pero a Israëls no le cuesta nada demostrar que no guarda ninguna relación con los hechos. Lejos de los relatos de abuso sexual espontáneamente confiados de sus pacientes, Freud describió en detalle en sus artículos cómo hubo de obligarlos a admitir la veracidad de las escenas que él mismo había planteado como hipótesis. Lo cierto es que una confesión rápida o espontánea por parte de ellos habría entrado en conflicto con la teoría, ya que Freud atribuía la histeria a la represión de recuerdos de antiguos traumas sexuales: «Antes de acudir al análisis, los pacientes no saben nada de estas escenas. Generalmente se indignan si les advertimos que este tipo de escenas van a aflorar. Sólo la más poderosa compulsión del tratamiento puede inducirlos a emprender una reproducción de las mismas». Cualquiera que consulte uno de los artículos escritos por Freud por aquel entonces percibiría con seguridad la falacia de su presentación retrospectiva. Una vez más, su deformación es tan descarada, tan ostensible, que uno se pregunta cómo pudo pasársele por la cabeza convencer a alguien. ¿Había empezado a creerse sus propios cuentos chinos?
La demostración de Israëls es meticulosa, implacable, abrumadora. A pesar de que su afán desmitificador le hace ser a veces (raramente) injusto con Freud, el libro en su conjunto despeja cualquier duda en relación con la respuesta a la pregunta de Cioffi: sí, Freud era un mentiroso empedernido que no vacilaría un momento en reescribir la realidad si eso le permitía salir de un apuro. Esta observación, evidentemente, va más allá de la simple biografía. De hecho, al contrario que las modernas ciencias experimentales, el psicoanálisis se basa en «observaciones» que, debido a la confidencialidad médica, no están al alcance de otros investigadores (a menos que ellos mismos pasen a ser analistas-pacientes) y que, del mismo modo, no pueden dar lugar a un consenso basado en la posibilidad de reproducir el experimento (excepción hecha de la clonación de los analistas). Resulta, por tanto, absolutamente crucial en el psicoanálisis que el testigo que da cuenta de estas «observaciones» –el analista– sea creíble. Como reconoció cándidamente Lacan, esto es lo que asemeja el psicoanálisis a una práctica premoderna como la alquimia, que requería la «pureza del alma del adepto». Pero entonces, si ya no podemos seguir creyendo en la pureza del alma de Freud, ¿qué es lo que queda del psicoanálisis? No es ninguna casualidad que los psicoanalistas griten de indignación siempre que se pone en duda la integridad de Freud, aunque sea al nivel trivial de sus aventuras con su cuñada: si no hay consenso sobre la persona del architestigo, todo el edificio se viene abajo.
Sin embargo, una vez que hemos hecho el diagnóstico de mendacidad, ¿hemos acabado realmente con el «caso Freud»? Israëls describe a Freud como un especialista en el control del daño, con una gran inteligencia para disfrazar sus fracasos terapéuticos como avances científicos. Pero así se ignora el carácter extrañamente pueril y mitomaníaco de las mentiras de Freud, que Israëls subraya tan bien. ¿Es probable acaso que un hombre que cerraba sus ojos tan fácilmente a la realidad abandonara sus primeras teorías porque no se habían visto confirmadas por los hechos? Me parece que Israëls confía aquí en exceso en el modelo de «falsificación» científica desde el momento mismo en que le reprocha a Freud haberse apartado de ella. Lo cierto es que Freud sabía desde un principio que Fleischl, Anna O. y sus 18 pacientes no estaban curados, a pesar de lo cual no dudó en construir grandiosas teorías sobre estas bases inexistentes. Así las cosas, ¿por qué la ausencia de resultados terapéuticos habría de hacerle abandonar posteriormente sus teorías cuando no le había impedido adoptarlas inicialmente? Es mucho más probable que las abandonara por la misma razón que las adoptó: porque tuvo una idea nueva, una teoría mejor. Antes de adoptar el método catártico, por ejemplo, Freud ya estaba interesado en las teorías de Charcot y Janet sobre la desugestión de los recuerdos traumáticos bajo los efectos de la hipnosis. Del mismo modo, antes de abandonar la teoría de la seducción, ya estaba dándole vueltas a las hipótesis biogenéticas de Fliess sobre la sexualidad infantil y especulando con el origen de la prohibición del incesto. En contra de la opinión de Israëls, los resultados terapéuticos de Freud (o Breuer) no desempeñaron probablemente ningún papel decisivo, ya fuera positivo o negativo, en todos estos desarrollos teóricos. Aun en el caso de que explicaran las posteriores estratagemas y ofuscaciones de Freud, no explican el nacimiento del psicoanálisis como tal.
La situación es simultáneamente, en cierto sentido, mucho peor y mucho más inocente de lo que imagina Israëls: a pesar de la retórica positivista de Freud, el psicoanálisis fue, desde el comienzo mismo, una empresa puramente especulativa (puramente «metapsicológica») en la que los hechos y las pruebas cumplieron, en el mejor de los casos, una función de una importancia marginal. En este sentido, demostrar que Freud mintió acerca de asuntos clínicos no es suficiente para explicar ese «larguísimo error», el psicoanálisis. Debemos también reconstruir, como han hecho Henri Ellenberger y Frank Sulloway, el contexto teórico que le sirvió de inspiración a Freud y que explica por sí solo por qué confundió tan fácilmente sus especulaciones con la realidad y, sobre todo, por qué consiguió convencer con tanta facilidad a otros de que hicieran lo mismo.
La verdad es que casi nos olvidamos de que los pacientes y colegas de Freud se tragaron sus mentiras, incluidas las más grandes y (para nosotros) las más flagrantes. Esto es ahora precisamente lo que debe explicarse si queremos dar cuenta del extraordinario éxito cultural del psicoanálisis: ¿cómo es que le fue tan bien al embuste? ¿Cómo se convirtió en algo real para tantas personas en el siglo XX ? Atribuir únicamente a la duplicidad del Gran Mentiroso el hecho de que la fábula freudiana haya pasado a ser auténtica, resulta claramente insuficiente. Israëls describe cómo Freud presentó de manera sesgada la realidad de lo que aconteció en su consulta, como un físico o un químico que alterara los resultados de sus experimentos. Pero esto ignora el hecho de que los seres humanos a los que tratan los médicos y los psicólogos no son moléculas o átomos: estos últimos son indiferentes a nuestras teorías sobre ellos, mientras que los primeros reaccionan ante estas teorías, ya sea para rechazarlas o para aceptarlas. Por eso los pacientes de Freud juzgaron, en su mayor parte, sus teorías como bastante aceptables, hasta tal punto que es difícil afirmar sin más que Freud mintió acerca de su «material» clínico. Incluso el pobre Fleischl parece haber estado sinceramente convencido de que la cocaína era beneficiosa para él: cuando Merck, el fabricante de fármacos, contactó con él al pensar que estaba realizando experimentos con cocaína, no lo sacó de su error y corroboró de buen grado los descubrimientos de su colega, el doctor Freud. (¡A resultas de ello, Merck publicó un artículo en el que atribuía estos resultados a Fleischl!) Del mismo modo, cuando Freud empezó a aplicar el «método» de Breuer a sus pacientes Emmy von N. y Cäcilie M., éstas se apresuraron a confirmar su teoría recordando una plétora de «traumas» (en el caso de Emmy von N., cerca de cuarenta en el lapso de nueve días). Y cuando Freud salía en búsqueda de recuerdos de «seducción» infantil, sus pacientes –al menos aquellos que no daban un portazo cuando salían de la consulta– se sentían muy contentos de proporcionárselos. (A pesar de que suele ser difícil discernir qué es elaboración de Freud y qué son experiencias «auténticas» revividas por los pacientes, las cartas a Fliess, en su mayor parte, dejan pocas dudas en este sentido.)
Por tanto, una cosa es decir, como hace Israëls, que estos «recuerdos», estas «escenas» (y, más tarde, estas «fantasías»), no eran espontáneas, porque eran el producto de las teorías y el orgullo hermenéutico desmedido de Freud, y otra muy distinta considerarlas simples ficciones, meras no-realidades. El hecho es que estas ficciones teóricas se hicieron realidad en la consulta del doctor Freud debido a la buena disposición de sus pacientes para aceptar sus «soluciones». Hablar de mentiras en relación con esta invención de una «realidad psíquica» es demasiado reduccionista: en el ámbito de la psicoterapia, al igual que en el de los asuntos humanos en general, una co-construcción de la realidad de este tipo es inevitable y normal. Allí nunca se encuentran hechos o vivencias de facto, sino sólo artefactos. Al fin y al cabo, si ha de criticarse el psicoanálisis no es porque invente las pruebas que aduce, ni porque cree la realidad que pretende describir. Es porque se niega a reconocer esto y trata de ocultar el artificio.
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Traducción de Luis Gago.
01/01/2001
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