Capítulo 1
VENEZOLANOS DE HOY EN DÍA: DEL SILENCIO
POSGOMECISTA AL RUIDO MAYAMERO
Elisa Lerner
Elisa Lerner es una de las más
distinguidas escritoras
venezolanas. Si bien estudió
derecho en la Universidad Central
de Venezuela, y posteriormente
realizó cursos de especialización en
Nueva York y Washington, su
actividad fundamental ha estado en
el mundo de la literatura. Es autora
de penetrantes crónicas acerca de
la vida venezolana en diferentes
periodos así como de diversas
narraciones y obras de teatro. Entre
sus trabajos están:
Una sonrisa detrás de la metáfora
Yo amo a Columbo; Carriel No 5;
Crónicas ginecológicas, así como
las piezas de teatro La bella de
inteligencia. Vida con Mamá y El
último tranvía. Su obra En el vasto
silencio de Manhattan obtuvo el
premio Anna Julia Rojas otorgado
por el Ateneo de Caracas en 1974,
y en 197S se le concedió el premio
Juana Sujo como mejor autor de
teatro. En 1984 fue designada
Consejero Cultural de la Embajada
de Venezuela en España.
MUDO SILENCIO DEL TIRANO
En la primera novela de Salvador Garmendia Los pequeños seres, publicada
en 1959, el personaje protagonice —Mateo Martán—, mientras se coloca la
corbata para dirigirse al cementerio, al entierro de quien ha sido su Jefe,
pausadamente reflexiona frente a un espejo.
A 24 años de la publicación de esa novela y, al. unísono, a 25 años de
iniciada la democracia, el silencioso gesto frente al espejo parece adquirir
categoría de aproximación simbólica. Se acicala con grave ademá n el personaje
protagonice porque va a enterrar un pasado no menos grave. El jefe recién muerto
no viene a encarnar otra cosa que la dictatorial década que, apenas hace un año,
se ha dejado atrás. Y el cementerio, lo mismo: la enfática reiteración de una vasta
derrota. La maloliente historia en que se vieron envueltos los venezolanos de esa
época. En Los pequeños seres, con el rostro reflexivo que pretende mostrarse
frente al espejo, posiblemente, se inaugura una nueva alternativa. La del sistema
libertario que pueda permitir una mirada (una crítica, un ahondamiento: una
seriedad venezolana) superior a la bella luminosidad de todos los espejos.
Las dos largas tiranías —Gómez y Pérez Jiménez— no admitieron para el
venezolano un conocimiento exhaustivo de sí mismo y del país. Las tiranías,
generalmente, engendran sangre y castigo para el cuerpo del opositor. Pero no
sólo eso. Un país atrapado en feroz autoridad de dictadura no deja engendrar el
dolor —ético— de un largo silencio. Silencio trágico que —antes que nada—
implica un maléfico desconocimiento. ¿Acaso se explica la plenitud del universo
sin el verbo del hombre? El mudo universo conlleva, únicamente, la fama unilateral
y atroz del solitario hombre que manda, Inflexible fama que arropa a todos los
demás en dócil y callada obediencia de los súbditos.
A lo largo de 27 años los venezolanos no tuvimos oportunidad alguna para
saber quiénes éramos. El tirano consideraba todo conocimiento (toda información)
como peligrosa. Acaso por eso el analfabetismo reinó tan ampliamente en
Venezuela. No hay que extrañarse que a la muerte del General Gómez el
moderno periodismo empezara a iniciarse dentro del país. Iniciativa que tuvo su
más espléndido momento a principios de la década del cuarenta, al fundarse "El
Nacional" y "Ultimas Noticias". Dentro de este novel entusiasmo noticioso que se
apodera de Venezuela, Rómulo Betancourt, el líder más rotundo que aparecería
dentro del posgomecismo, es el hombre que, antes del perfeccionamiento como
organización política del partido "Acción Democrática", habrá de dirigirse a sus
compatriotas a través de enérgicos editoriales aparecidos en los modestos
periódicos de la época. Esa sed de libertaria información, que tuvo su fiebre
auroral a la caída del gomecismo, hace que Betancourt en el culminar de su vida y
después de dos presidencias siga declarando que su profesión es la de
periodista. Porque el periodismo - a partir de 1936- más que veloz oficio para
captar novedades será la más ansiosa vía moral para que los venezolanos
indaguemos, nos preguntemos: ¿Quiénes somos? después del mortal
(¿espeluznante?) silencio de casi treinta años 1
ESCUELA DE POCO AMOR PROPIO
Ciertamente: hacia 1936 hubo ilusiones por parte de los jóvenes hombres
que se erigieron con una vocación de nuevos líderes.2 Pero al mismo tiempo, es
posible que haya habido muy poco orgullo —poco amor propio— por parte de una
mayoría del pueblo que, por tantos años, había sido ofendido por el opresivo
candado del tirano. Los venezolanos trataron de disfrazar ese poco orgullo a
través del ambiguo humor de una socarronería ciudadana o de una picara
desconfianza rural. Ya se albergaba el histórico resentimiento de que "lo
venezolano no sirve". La histeria importadora, el éxtasis mayamero, la frivolidad
presupuestaria tiene su origen en ese descalabrado sentimiento en torno a la
validez del trabajo o del producto nativos que, a cada momento, dejará entrever el
venezolano del posgomecismo.
1 SÍ supiéramos lo que somos quizá habría más amor propio hacia nosotros y también hacia
el país. Lo desconocido produce desconfianza. En Venezuela el eufemismo (la forma de que hasta
ahora más nos hemos valido para burlar lo poco que, en verdad, sabemos de nosotros mismos y
del país) no ocurre sólo a nivel de la vida diaria como un travieso escabullirse en el trato. Es
eufemismo más tenebroso y culpable que oblitera preguntas más hondas acerca de un posible ser
venezolano, aún demasiado nuevo y cambiante para nosotros mismos: un reflejo sin memoria. Ya
lo hemos expresado o creído haberlo expresado: durante los anos cincuenta «1 sueño democrático
fue como el anhelado método para indagar en un conocimiento del venezolano. Pero luego de este
último cuarto de siglo de vida democrática, nuestros compatriotas han preferido continuar en medio
de una ya arcaica y sabrosa sombra. Desconocemos es desconocer el país: ignoramos. A nuestra
democracia le ha faltado una vasta intimidad con nosotros mismos.
2 Tenemos líderes en la economía, la cultura, las profesiones y aun en la política. Pero, casi
siempre, estos líderes tienen vocación de jardineros: cuidan una parcela propia y muy pequeña- En
un país donde la mayoría tiene menos de treinta años, en pleno fluir democrático, muy
egoísticamente ha imperado una oligarquía cronológica como la del 28. O en la misma vía, líderes
que han dirigido loa destina de la nación —y al parecer pretenden seguir dirigiéndolo— inauguran
un caudillaje melifluo, oblicuo. No tan lineal como el de nuestros no tan antiguos dictadores. Hay
monotonía histórica en el planteamiento de casi todos nuestros conductores y, a veces, poca
delicadeza ética. En más de una de ellos, el poder ha sido el método; más de una ocasión, un
autodidactísimo demasiado fiero; en lugar de dedicarse al estudio asisten a demasiadas bodas y
entierros. Así no es de extrañar que muchos escriban mal, se expresen en sus declaraciones de
prensa o en las mortificantes entrevistas de la televisión con poca elegancia verbal. Para más de
uno, la biblioteca es sólo el ingenioso pretexto fotográfico que acompaña a un reportaje de prensa.
Falta riesgo intelectual —espiritual— en muchos de ellos
No pudo tener firme credibilidad en sí mismo, en su pueblo, quien estuvo
rodeado de una precaria geografía de hombres golpeados en las cárceles, de
seres agobiados por la sífilis, el paludismo, el hambre, el analfabetismo o la
melancólica simpatía del tísico zapatero remendón que proliferaba en los barrios
populares. La primera —evidente— señal de democracia para esos venezolanos
'—flacos, enfermos, desmirriados— no fue la posibilidad de contar, al fin, con un
marco legal para sus vidas. Sino, acaso, la de tener en la presidencia de la
república a alguien al que con contradictoria jovialidad se le aludía como "el
ronquito". Hombres cuyos pulmones no eran más saludables que los de cualquier
popular zapatero remendón. Oír hablar al General López Comieras a través de la
radio, antes que constatar una situación política más justiciera, fue la definitiva
ratificación de que el compatriota de ese período —estuviese en el poder o ai la
miseria— en alguna forma tenía el cuerpo atribulado por las penurias de la
enfermedad física o la desnutrición.
¿Qué había detrás de ese hombre enfermo? Hubo temor de averiguarlo,
desconfianza. Los primeros amagos de organizaciones políticas que para ese
tiempo comienzan a diseñarse —fuera del fervoroso espíritu que reina en la
prensa— son un intento para esa averiguación. El camino se hacía arduo. En la
conducta del venezolano, un largo ejercitarse para el ocultamiento forjó
enigmática, inasible, la lúcida respuesta. Vocación que en los períodos
dictatoriales es la más común pero, a Veces, como en el tiempo del
perezjimenismo, sirve apara afilar la travesía clandestina, la valentía de los
opositores.
A la larga, esa clandestina tendencia se ha transformado en
contraproducente, viciosa. Ha perdurado, trátese de dictaduras o democracia. Ha
llegado al exacerbable punto de que, en un régimen de libertades, la ambigüedad
—el mantener los posibles sínceramientos en una zona oscura— se ha convertido
en cosa rentable.
UNA ESCENOGRAFÍA PARA EL OCULTAMIENTO
En el país, esa no tan fatal —pero si calculada— vocación para el
ocultamiento hace que a Venezuela la expresen con paradójica fluidez, más que
las voces surgidas de la prensa, los libros, la radio, la televisión, una vasta utilería
nacional, un revelador mobiliario, la instrumental anécdota de un ambiente. Así ha
sido durante estos últimos cincuenta años. Por ejemplo, mientras se perpetuó el
perezjimenismo, el velado rostro del dictador parecía seguir dominando toda
realidad mediante la popularización de soterrados biombos en los vestíbulos, de
una doméstica reserva de paravanes. El escamoteo a la energía femenina se
realizó en atención a la vigencia de la romanilla y del falso vuelo del abanico
español que clausuraba posibles voces de mujer. (En canción muy de moda para
esa triste época, "El relicario", cantada, naturalmente, por mujer dice: "soy la
portadora del abanico español").
Muebles de mimbre, murmuradores aparatos de radio pese al modelo
teologal (¿de verdad ojival?) son un respiro, oportunidad más abierta —menos
fúnebre— que tendrán el máximo auge durante el gobierno del General Medina.
Después de la llamada "Revolución de Octubre", la ruralidad frágil de los recibos
de paleta empieza a dar paso a un mobiliario ligero, de metálica estructura, que
parece señalar la movilidad novedosa del período inaugurado. Pero, también en
esos años, la improvisada precariedad del primer ensayo de gobierno por parte de
"Acción Democrática".
Un tiempo sin libertades públicas, por supuesto, deja entrever con tozudez
mayor el ámbito exterior. Las palabras dei temeroso hombre del pueblo son
reemplazadas por la artificiosidad de una ¿bien elaborada? escenografía nacional.
Se hará esto muy patente en el tiempo de Pérez Jiménez. Ciertos "alrededores"
presentarán una engañosa benevolencia. Muebles y bares de ratán proliferan en
las casas. La comunicación de las voces libres es reemplazada por la
arquitectónica intemperie de los porches de las ricas quintas, en las más nuevas
urbanizaciones del este. Con el transcurrir de los años, las casas que se
construyen, muchas veces, nos recordarán la escenografía frondosa —turística,
hotelera— de "La noche de la iguana" de Tennessee Williams. Entonces, a pesar
de esos ambientes tan abiertos al sol del trópico, a la más audaz claridad de la
tierra, poco es lo que se sabe acerca del hombre venezolano de esa época.
¿Cómo ha de conocerse lo que no se expresa? En el desconocimiento, en la
forzada ignorancia —cuando más— afloran ilusiones pretensiosas o pesimistas.
EL ALMA VENEZOLANA: LA HERIDA DE UN MUKO, DE UN
MONOLOGO
Hacia 1959, el ya nombrado personaje de Garmendia, en el fondo lo que
anhela es una más anchurosa comprensión de sí mismo y de los suyos. A los
otros compatriotas del sujeto garmendiano, el miedo, que en su inmediata y
cotidiana versión hace tan banal la vida o la premura de la lucha política
clandestina, no ha permitido esa calma y tan necesaria observación. Además
nadie está interesado en decir nada. Todo venezolano es un muro —alma
murada— y a lo más un monólogo. La Venezuela que, precisamente, se inicia
para 1959 aparecerá con esa silenciosa herida.
Dos largas y atroces dictaduras, en un mismo siglo, es mucho lo que le han
cobrado al lenguaje del venezolano. Acaso por eso la confidencia del hombre
nuestro es azarosa, causal. Un horóscopo borracho que tiene lugar en la
paloteada intimidad del botiquín.
El botiquín es metáfora venezolana de amistad viril. Para el resto de los otros
días, el hombre se expresará a través de una rural lejanía de enigmáticos refranes
o mantendrá un diálogo escurridizo, monosilábico. Esta, entre astuta y temerosa
parquedad, se refleja —bastante fidedignamente— en la vida intelectual. El
escritor venezolano, mayoritariamente, se manifiesta por medio de una apartada
voz de poesía. Verdad rotunda: hay un saludo muy popular entre los hombres del
país, callejera cortesía —cordial, presurosa— en la que generalmente, con
palmadita al hombro se dice: "¿Cómo le va poeta?". Expresión no dirigida, con
exclusividad, al intelectual, Espontánea congratulación en dirección a cualquier
amigo, en la que —implícitamente— se acepta que la relación entre venezolanos
antes que diálogo fluido y veraz, es soliloquio apurado que sólo la versión de los
poetas dignifica.
El largo cómplice silencio de las dictaduras, aunado a la descuidada
educación masiva de la democracia ha dejado al hombre venezolano sin ortografía
en el cuerpo (sin íntima coherencia en el alma) y con una sola palabra en la boca:
"Vaina, vaina...," grosero eufemismo que, indistintamente, expresa entusiasmo o
ira. "Vaina, vaina...": paralizadora displicencia verbal y, seguramente, moral para
enfrentar al país como un proyecto fervoroso y solidario. Vocablo poco
comprometedor. Acepción demasiado genérica que no ilumina una generosidad
inteligente para los diálogos y propicia monólogos ensordecedores.
Pongamos por caso, la actual pobreza venezolana en el léxico diario es de
tal magnitud que bien puede decirse que. nuestra joven democracia —de apenas
un cuarto de siglo— parece lucir tempranamente cansada, debido —en parte— a
una crisis en el lenguaje. La democracia venezolana, sus dirigentes, carecen de
salud verbal. Los macilentos programas políticos de la televisión local,
mayoritariamente, son un basurero de voces.
METAFÍSICA GUABINA O PAÍS SIN MEMORIA
La comunicación huidiza (ambigua), imperante en la vida de todos los días y
en la producción intelectual, del mismo modo se revela en los usos periodísticos.
Es muy rara la prensa donde el editorial aparece. En más de un diario, el
circunloquio del humorista pretenderá expresar lo que otros callan. La discusión
seria, la polémica, muy pocas veces es aceptada. Quien se atreve a hacerlo, casi
siempre, se le considera persona de carácter áspero, de agrio corazón. En suma:
un peleón. Sólo hay una polémica que se aprueba: la del intelectual o periodista
en la oposición —al servicio de determinado partido— que entabla pelea para
asegurar un escaño en el congreso o una representación diplomática en el
próximo gobierno.
En Venezuela, la oposición política suele ser rochelita vivaz, sinuosa, y no
trabajo intelectual, periodístico, que modele ideas. Por lo que nuestro hombre
promedio —¡como hace cincuenta años, a la muerte del dictador!— a la
preocupación de un editorial (inquietud por alguna reflexión fundamental) continúa
prefiriendo la despreocupación de los crucigramas. Una diagramación de bonches.
Hermética idiosincrasia del gomecismo que ha seguido dominando la cotidianidad
nacional. Es, también, la guabina: suerte de tropical zozobra. Irresponsable
(costoso) flirteo con el deber de las horas. Inercia total. Navegar ocioso —
prolongado y perdido- que se escabulle de la costa razonable de una
determinación a tiempo.
Tal manera de ser (¿o parecer?): jalea exageradamente flexible, apegada
con irónica devoción al gusto nacional. Impuntualidad del alma que termina por
agravar el amoral —impuntualísimo— horario de un país sin memoria. Con vacío
de ordenada gramática existencial para las fechas. Porque es tierra que durante la
somnolencia petrolera ha cambiado los históricos señalamientos de esas fechas
por el artilugio de la baratija importadora pero, casi nunca, importante.
Dramático desarraigo en tomo al pasado que el famoso historiador
venezolano J. M. Baralt lo fundamenta en "la incomunicación casi absoluta en que
por mucho tiempo estuvo, como hemos visto, la colonia con todo el mundo y aun
con la metrópoli; incomunicación que produjo a un tiempo el efecto de conservar
sin mezclas extranjeras las costumbres, y el de borrar los recuerdos españoles en
el suelo de sus conquistas. Porque la igualdad del idioma y de las instituciones en
países separados por inmensas distancias, puede dar a unos y otros hasta cierto
punto una gran semejanza en los hábitos y usos; pero la perfecta analogía entre
los sentimientos y las opiniones, no pueden crearse y conservarse sino por medio
de un comercio constante de ideas e intereses".
Somos país sin memoria porque al venezolano el pasado lo abruma de culpa
y de impotencia. Aun el más sentimental y barato de los psicoanálisis ha
establecido que el hombre o la mujer que, durante su infancia, ha sufrido
traumatismos del alma, a veces, puede sucumbir en el patológico olvido de la
amnesia. ¿Del mismo modo, no ha expresado acaso el historiador Baralt que los
primeros recuerdos del país nos fueron arrancados cuando "las generaciones
indígenas extinguidas en su suelo, pasaron sin dejar huella de su existencia?".
Nada parece haber cambiado: recordar, al venezolano de hoy, lo llena de
histórica amargura. Para esta desmemoria, en el pasado inmediato, dos largas
tiranías han contribuido: al victimario no le gusta recordar, pero tampoco a la
víctima. Al tiempo del retrospectivo inventario, para nuestros compatriotas, aun las
más próximas décadas son como deformantes espejos que, en cierto modo,
explican sus caídas sucesivas en los mimetismos.
En un primer momento, en plena dictadura perezjimenisca, la incursión de
algunos de los más dotados pintores venezolanos dentro del movimiento cinético
pudo haberse visto cómo plástica, obediente adaptación de lo que sucedía en
viejas cosmópolis que ya lo habían dicho todo, o por lo menos bastante. En el
orden político la guerrilla que se produjo en el país, cuando apenas comenzaba el
período democrático, puede verse como veloz, febril y superficial mimético reflejo
de lo que había acontecido en la Cuba de Fidel Castro. Pero este casual, erróneo
aluvión trajo algún fruto original: después de la guerrilla, ciertas mujeres escribirían
en forma menos bella y perfecta. No hicieron sonetos virtuosos, como las
afamadas poetisas de los años cuarenta, pero su lenguaje es más franco: caliente
crónica de la vida.
El vacío de orgullo memorioso, las volátiles entregas del mimetismo nos han
llevado a un "nuevorriquismo cultural", al país pantallero y poco introspectivo que
estuvo a punto de venderle su alma a Míami. Venezuela, tierra de culturales
hinchazones, en la que se celebran millonarios (¿tan universales?) festivales de
teatro, pero sin que la provincia tenga oportunidad alguna de contemplar este lujo
teatral. Ultrajante fantasía: se hacen festivales suntuosos pero se carece de una
básica infraestructura para el teatro.
En medio de esta cultural celulitis —acaso, también, debida a una masiva
vertiginosidad, a la pesadilla y furia de tamaño y crecimiento que, junto con la
fortuna petrolera, irrumpió sobre todo en la última década de un país, apenas ayer,
sin grandes ciudades y muy poco habitado —pongamos por caso, en la capital
funciona un excelente "Museo de Arte Moderno" donde podemos admirar obras
como las de Bacon y de Moore; al mismo tiempo —contradictoriamente— puede
haber ausencia de ortográfica nobleza aun en la computarizada sala de redacción
de un periódico. La avalancha poblacional —el número excesivo, irritante,
explosivo y no siempre calificado— ha resentido el proceso de la educación
primaria elemental, que en el pasado prepetrolero estuvo a cargo de maestras de
primoroso corazón y aun más primorosa ortografía.
En la Venezuela de la adiposidad cultural, un público joven —aparentemente,
ávido— se inscribe en talleres literarios y en escuelas de arte. Se anima para
asistir a conferencias o charlas. Atento, toma anotaciones. Pero son pocas las
veces que interviene. En ocasiones, luce perfectamente bovino. Pareciera que es
el poder de la televisión el que ha neutralizado la posibilidad de polémica
intervención y, por supuesto, de creación.
En este país de cultural arribismo (de efímera, vaporosa memoria), donde el
puntual testimonio del papel carbón a nadie aflige y en el que una moral jaqueca
—originada, con probabilidad, en el rebelde año 28— ha pretendido curarse en
norteamericanas costas azules del consumismo, en el territorial aire una pregunta
—con ansiedad— ha venido colocándose como un turbio, crónico (maléfico)
catarro: ¿Cuál es nuestra identidad nacional, cultural? ¿Si no hemos logrado
compactar, con emocional astucia, un serio recuerdo venezolano, debemos
naufragar en una culpa escurridiza, menor que —necesariamente,
anecdóticamente— nos lance a pretéritos relojes? ¿Nuestra identidad cultural es
tan frágil y casi inexistente, tan poco imaginativa que de antemano está inserta en
catálogo segundón que tan sólo enumera un brillo ciego de peltre o la subalterna
estructura de un aguamanil que nunca nos limpió, suficientemente, el alma?
¿Debemos castigar en nosotros la veloz edificación de crueles torres que, para
siempre, nos alejaron de una noble cualidad anacrónica como la del hotel
Majestic? ¿Seremos mejores, interpretaremos el alma nacional como altiva
melodía, si con demagógica docilidad dulzona nos adherimos a las alpargatas del
último Juan Bimba y nos negamos a probar las "donuts" (rosquitas
norteamericanas) de frívola gastronomía importadora?
Son preguntas cuyas respuestas parecieran ser las de las "cien mil lochas".
No obstante, nos atrevemos a pensar que la identidad nacional, cultural, de un
país como el nuestro, de ninguna manera es cosa juzgada. Sino, al contrario,
arduo hacerse, riguroso enigma: futuro. Nuestra cultural identidad —a menos que
nos empecinemos en ser fascistas muy domésticos— no debe ser contemplada
como el inventario, a veces ruinoso, de una utilería sin brillo en la que una vieja
mecedora mueve el lento y disperso vaivén de un tiempo de subdesarrollo. Para
los venezolanos la identidad —nacional, cultural— es reto más infinito y novedoso,
Fecha osada donde un pulido arcón de la época guzmancista se mira, bellamente,
en las tensas fibras que un Jesús Soto elucubra, para darle espacio a nuestras
experiencias del porvenir.
Y en país de adversa historia —donde la vida pública ha sido construida a
base de la movediza arena de los eufemismos— quienes nos han gobernado son
hombres que no han querido dejar huellas. Como si dirigir las riendas de un país
fuese taciturno, peligroso, arriesgado crimen del cual no hay que errar las pistas.
Quizá por eso —aun en la Venezuela contemporánea— un líder que pasa por el
gobierno, un ex presidente, nunca se ha encaminado a la tarea de publicar un libro
autobiográfico o unas memorias, posteriores a su gestión.
Betancourt —en intento acaso frustrado por la muerte —ha sido, hasta
ahora, el único hombre público, entre los nuestros, al que le inquietó dejar
testimonio dé histórica escrupulosidad a través de un libro de memorias. Cierto; en
la democrática Venezuela de estos días se gobierna con la política cortesía de un
libro constitucional. Pero —no todavía— con el honrado ánimo cronológico de,
posteriormente, dejar un libro de memorias en tomo a la acción ejercida.
NUESTRA IGUALITARIA ILUSIÓN
Hay que reconocer que cierta desmemoria, el liberal desapego frente al
pasado, al menos nos ha traído un histórico beneficio: nuestra anchurosa ilusión
igualitaria. Nuestra —popular— tolerancia racial. A lo largo de más de cuarenta
años, la creación y vigencia de un partido de policlasista raigambre —como en
principio ha sido "Acción Democrática"— en cuyo seno habría de reunir a
empresarios, profesionales, empleados de la clase media, obreros y campesinos,
se ha debido, en gran parte, a esa vocación igualitarista que —tradicionalmente—
enciende de saludable, rebelde orgullo, a la gente de las barriadas populares.
Enérgica, generosa fantasía democrática que hace que, en las primeras
libres elecciones que a los venezolanos les toca en este siglo —la masiva, fortuita
selección de una reina de deportes—, sea la vencedora Yolanda Leal, una
modesta, hermosa maestra morena y no Oly Clemente, la limpia belleza
representante de los intereses de las clases poderosas. Durante el gobierno de
Carlos Andrés Pérez el signo igualitarista, dentro de nuestra sociedad, parece
llegar a su más ambiciosa colina cuando, pongamos por caso, el inteligente hijo de
Catia arriba a unas universales excelencias como las de Harvard, gracias a una
beca Ayacucho.
A nuestra sociedad no la hostiga el ceñido imperio de los viejos apellidos de
la conquista o de la colonia. Las clases sociales son ventanas abiertas, movidas
por el acelerado vaivén de la suerte política. Cada partido en el poder, cada
gobierno —sea dictadura o democracia— fabrica, a su paso, su respectiva
burguesía. Por ejemplo, ayer se fue gente de gobierno durante el período de
Fulano. Hoy se es miembro de la burguesía, dentro del inmediatísimo período de
Zutano.
Paradójicamente, tanto nuestras trágicas dictaduras como nuestras gozosas
democracias, han inaugurado un casi reciente linaje político de apellidos dentro de
la sociedad venezolana. En medio de una lógica de político trepar, generalmente
con cada gobierno parece inaugurarse una nueva urbanización para la capital.
¿No fue "El Paraíso" la arquitectónica invención del gomecismo? ¿En muchas
quintas de "La Florida" no pervive una nostalgia López-Medinista? Y ¿en "Prados
del Este", adecos y copeyanos de económico éxito no conviven armoniosamente?
En su ascenso, a nuestras clases sociales las mueve la aventura política.
Nuestra burguesía, mayoritariamente, es presupuestaria. Improvisación
gubernamental. A la par —rivalizando históricamente o en circunstancial alianza—
existe otra más secreta. Endémica, crónica: la de "los amos del valle", que mira de
lejos o de cerca los avatares de la política, de acuerdo con su conveniencia. Clase
más silenciosa que otras, de gestos parcos —porque su historia no es breve— no
hace bulla en páginas de la crónica social. No ha florecido en el placentero verano
de un solo, reciente gobierno. Godarria, mantuarüsmo casi inmortal —como en un
filosófico sueño de Simone de Beauvoir— reina, felizmente, a través de todos los
gobiernos —dictaduras o democracias— que nos ha deparado el destino.
Dentro de la burguesía presupuestaria y la clase media, se establecen
nuevas costumbres. Por ejemplo, al palúdico país de los años treinta parece
haberlo reemplazado otro de deportivo snobismo. Los fines de semana,
particularmente, gente de innovadora "porosidad" social gusta presentarse en la
inmediatez de kioskos de periódicos, areperías, sellados del "cinco y seis", o
vestíbulos de restaurantes chinos, con ligero atuendo de deportivo pantaloncito.
El pantaloncito deportivo —violenta, casi quirúrgica intervención en lo que fue
solemne, oficinesca vestimenta de la clase media venezolana— expresa, entre
nosotros, a la sacratísima modalidad del jogging. Trotadora religión y —dentro de
muy poco-la última nostalgia de un crucero con facilidades de pago, por el Caribe.
O la experiencia —no digesta— de un superficial viajecito a Miami.
La salud, como ajetreado dogma, la gordura, la vejez, empiezan a ser vistas
(por cierta frágil clase social que creyó habría de coquetear fieramente con la
riqueza económica por lo menos hasta finales de siglo) como sórdidas hipotecas.
Las inversiones en cirug ía plástica son contempladas como el más admirable,
risueño panorama del porvenir. El contenido de alguna nueva fórmula para
adelgazar es difundido con la demoníaca velocidad de un chisme. Mucha gente
está dispuesta a alfabetizar un apetito algo glotón con el libro de la dieta Scarsdale
a mano.
En medio de esta novel gramática ciudadana, el médico psiquiatra o
psicoanalista —el curandero de almas— se ha convertido en el metafísico amante
de la desocupada mujer de las clases altas. ¿Qué rayos ha pasado? La aparente
consolidación de la democracia no termina de garantizar un triunfo de la
locuacidad femenina: el diálogo solidario, generoso, entre la mujer y el hombre. La
señora —a la que sobran dinero y tiempo— paga el derecho a que se le oiga con
delicada paciencia; y si ella es frágil, acodada en diván de freudiana construcción.
Más de un hijo de la burguesía preferentemente presupuestaria juega, también, al
naipe psiquiátrico. La cortesía psicoanalítica pretende proteger de las
mortificaciones y anímicos achaques que un fulminante (¿corrupto?) ascenso
social produce.
La clase medía de profesionales y empleados —formada dentro de este
último, democrático cuarto de siglo— a veces en cursos nocturnos en las
universidades— mayoritariamente ocupa altos balcones en las nuevas,
congestionadas, departamentales edificaciones del sureste de la ciudad. A través
de este flamante, social, desparpajo más de un soldado parece haberle dicho
adiós a un arcaico, violento sueño masculino de fusiles y caballos. En los últimos
tiempos, muchos militares agobian universidades, a la búsqueda de un horizonte
profesional pleno, civilizador.
En la sociedad venezolana, el viejo sueño Ígualitarista persiste, pero no
como hace cuarenta años, cuando en ciudades más pacíficas y pequeñas, en una
misma calle, se apretujaban el caserón solariego de la gente decente y los
humildes cuartuchos de las casas de vecindad. Familiar proximidad que permitía
el saludo y aun el afecto —la guasa cordial y respetuosa— entre las distintas
clases. Hoy', esto no es posible. Por ejemplo, en una ciudad como Caracas —
siempre en vertiginosa expansión— desde hace años los ricos habitan en quintas
como las del Country y últimamente, en los nuevos palacios de La Lagunita.
Mientras que los pobres ocupan guetos obreros como los de Simón Rodríguez y el
23 de Enero. Además, al presente, la pobreza no sólo tiende a ser,
arrolladoramente, marginal sino que, muchas veces, es incógnita violenta. Una
sangrienta lejanía a la que hacen zozobrar, cada vez más, los atracos peligrosos y
continuos. O, en la televisión, la crónica catastrófica de ranchos derrumbados, de
vidas perdidas a causa de la imprevisión, luego de los chubascos poco
misericordiosos de un aguacero tropical.
En suma: con el crecimiento de las ciudades, la pobreza vene zolana dejó de
ser gentil y ahora parece estar, azarosamente, vinculada a zonas turbias,
aventuradas de malandrismo. Malandrismo que ha construido su propio lenguaje,
siniestramente popular, y que no es puramente nacional. Matices colombianos,
roces chilenos, acentos dominicanos, entre otros, asoman en medio de esta nueva
avalancha social. Si, la vieja ilusión Ígualitarista ha dejado de ser, en parte,
vecindad afectuosa —como en nuestras románticas ciudades de hace casi medio
siglo— para convertirse, en ocasiones, en plausible (efectiva) metafísica social,
como en el afortunado caso, ya citado, de las becas de Ayacucho.
HORÓSCOPO DE OPORTUNIDADES
La poco lineal manera —con base en psicológicos baches— que rodea la
conducta del venezolano, incluso tiene lugar para la concertación de negocios o
de políticas combinaciones. El coctel —según su categoría e importancia— es
como la pista azarosa para "parar" oportunidades, nombramientos, afortunados
destinos. Quien se alista en la rutina rumbosa del coctel, "está en algo". Se da por
entendido que cuando se renuncia a ese tipo de reunión es porque se ha llegado a
cierta culminación en las aspiraciones burocrático-terrenales. Celebraciones que
son ocasión feliz para jalar. Para pasarle una mano —enguantada en efusión
astuta— al poderoso de turno, para hacerse el simpático. “¡Qué hombre tan
simpático!", cantaba en los años cuarenta —a través de la radio— con expuesta
picardía la vedette colombo-mexicana Sofía Alvarez. En Venezuela, el florecer de
las relaciones públicas y de la publicidad (que tanto abundaron en los
irresponsables años de presupuestarias fortunas) tiene su prehistoria posible en
una ciencia y social prestidigitación de simpatía 3
3 En una sociedad eufemística, de cazurros procederes como la venezolana, las
oportunidades se otorgan o se conceden, casi siempre, en forma festivamente enigmática. Es lo
que llamamos el horóscopo de oportunidades. Casi nadie, casi nunca-previamente- concerta la cita
para el otorgamiento de un cargo, de un contrato y aun de una colaboración en una revista. Todo
se da azarosamente: como quien asiste a la verificación, algo desordenada de un horóscopo feliz.
Es decir, en nuestro país, algo tan serio como un nombramiento, un ascenso político puede tener
rito de fiesta. Pongamos por caso, la famosa fiesta aniversaria del diario “El Nacional” sirve de
afortunado marco para que un ministro bonachonamente no le niegue la pensión solicitada a una
reciente viuda, u otro funcionario, la beca a un estudiante, etc. En fiestas y cócteles –por lo menos abundantemente se ha repartido whisky y burocrática generosidad.
La calculada simpatía es adorno en el tortuoso prólogo hacia el poder, en la
artimaña veloz de la "jaladera" o excusa amable en el atropello hacia el tesoro
público. En la Venezuela de hoy, —como, seguramente, hubo que hacerlo en la de
ayer— tiene que verse con cierta prevención al tercio asaz simpático, al compadre
jovial. Suele suceder que el tipo sobrio —antipático, aparentemente- es igual de
sobrio frente a una administración de los dineros públicos. La simpatía pública
muy enfatizada puede ser la máscara social de un evidente —¿político?— público
bandolerismo. El hombre lacónico, poco locuaz, mantiene orgulloso el corazón. No
tiene por qué hacerse perdonar.
A través de dos hermanos de origen corso —de oficio comerciantes y con
asiento en la provincia guayanesa— Rómulo Gallegos, en "Canaima", dibuja muy
fidedigna versión de esa impune simpatía sin recato —don para medrar, dudoso
método para la más canallesca simulación— y de una mucho más ética sincera
antipatía. No en vano el venezolano silencioso, con años de infortunado dictatorial
pasado, sospecha que hay un charlatán en el hombre que con simpática soltura se
maneja a través de los pasillos de la adulonería y los cocteles.
Tal manera de maquinar nombramientos, influencias, con ritmo de fiesta, da
lugar a que las páginas sociales de la prensa vengan ornadas con fotos
desmesuradamente grandes, acompañadas de extrovertidas columnas que
reseñan los suntuosos entreveros de ese activo, tan inescrupuloso "tiovivo". Lo
gigantesco de las fotos no es puro azar. En los últimos veinte años, parte del
destino político, económico y cultural del país se ha jugado en los entretenidos
cocteles. Estas fiestas del pragmatismo —puede decirse— responden a una vieja
costumbre de nuestros conquistadores, la búsqueda de un Dorado que nos ha
convertido en país de gente casual, con disperso futuro.
El juego —como en otra conocida canción de los cuarenta: "jugando, mamá,
jugando...."— una búsqueda dejada al acaso —¿quizá, también, el ocaso?— ha
sido en el país, el más popular argumento de sobrevivencia. Si la añagaza
petrolera estableció un día dominical de hipismo —¡casi un sagrado, santo dial—
la Venezuela de la pobreza entretuvo su largo fastidio, rozando con ingenuidad
codiciosa las fichas del ludo y del dominó. Por lo que hoy, nos parece
perfectamente honorable, todo un héroe del trabajo, ¡cónchale todo un señor!,
aquel venezolano que para burlar un neblinoso insomnio (porque se lavó las
manos, el alma, frente al ácido destino del país), desordena con tímido ruidito
prepetrolero un tablero de dominó.
Una nostalgia hacia juegos como los de ludo y dominó, nos hace sentir
menos culpables en tomo al lujo "carlos andresista" desatado en los vertiginosos
fines de semana en los casinos de Aruba, en las doradas semanas del "Ceasar's
Palace" de Las Vegas. Mientras que en los anuncios de la televisión se nos
empezaba a acribillar con viejos éxitos musicales de Frank Sinatra. Y todo porque
seguía siendo Sinatra el cantante estrella de los clubes de Las Vegas. Era como
una forma de participar —desde lejos— para las clases menos favorecidas, de las
magnificencias manejadas por las divisas de los petro-dólares.
Nuestra democracia puede ser visualizada como un gran comedor. Su rito,
su ceremonial político, ha sido triunfo glotón protagonizado en desayunos opíparos
y en almuerzos selectos donde la comida podía convertirse en seca jardinería, de
no ser regada por vinos franceses —o al menos, italianos— de marca. Los
elegantes y caros restaurantes de la calle Solano y de la urbanización Las
Mercedes, en el fondo, son sólo una digestiva vertiente, un acentuado matiz en la
cotidiana política conducta de los venezolanos.
Más de un vernáculo líder reúne exitosa condición de comensal lujoso, antes
que de serio aspirante a estadista competente. Nadie conoce mejor los variables
estados de ánimo de un dirigente nuestro que el atento mesonero de Las
Mercedes o de la Calle Solano de Sabana Grande.
La figura del político-comensal se ha hecho tan determinante en la vida
nacional, que —más de una vez— el recuento periodístico sobre el Palacio de
Miraflores (como en una lujosa —lastronómical— gastronómica crónica de Ben
Ami Fihman), señala manjares de comidas y banquetes. Al parecer, para nuestros
hombres públicos, sin "pos-tre" no hay política pos-teridad.
En este último cuarto de siglo, si para regir los destinos patrios los políticos
no siempre sobresalen por sus cualidades de inteligencia sutil o discreción
maravillosa, al menos, manifiestan buen diente y, sin lugar a dudas, estómago
excelente. Lo que tiene sus ventajas. Seguramente, la sucesión copiosa de
palaciegas comilonas no habrá de hinchar el patrimonio nacional con una partía
extraordinaria, destinada a solventar emolumentos para gastroenterólogos de
recámara. Las telenovelas venezolanas —en contrapartida— señalan una cálida y
franca hospitalidad, ya casi olvidada. La de la gente pobre pero honrada que,
amorosamente, ofrece el cafecito a la gente que llega a su casa. Pongamos por
caso, una maternal María Teresa Acosta ofreciendo humeante taza de café
(¡recién coladito!) a Marina Baura, desesperada del corazón porque no sabe si su
amor le pertenece a Raúl Amundaray o a Gustavo Rodríguez.
VIOLENTO DESPERTAR
Aun dentro del volátil ensueño mayamero en que se ha visto envuelto, no es
tanto lo que el hombre venezolano ha cambiado respecto al arcaico modelo
gomecista. Sólo una grieta turbó la imperturbabilidad de ese diseño fiero: en los
últimos años, el venezolano dejaría de ser tacaño. A cada rato, el presupuesto
minero pagaba por él.
El compatriota que no supo organizarse dentro de la riqueza, ¿sabrá
organizarse en la pobreza? El violento control de cambios —impuesto el 18 de
febrero de 1983— indica que, al igual que la pobretona, enamorada, joven
secretaria de una vieja novela rosa de la escritora del franquismo español Concha
Linares Becerra, nuestro iluso compatriota sólo ha sido millonario por diez días.
Hoy día, el compatriota que a los cincuenta años llega a escribir una novela o
da término a un ensayo, puede afirmarse que es calificado sobreviviente a si
mismo. En la vida intelectual del país —¡todavía!— abundan las frustraciones
jóvenes, los seres inconclusos.
Algunos venezolanos parecen adquirir su más luminosa inspiración alrededor
de los treinta anos. Próximos a los cuarenta —si es que algunas de esas
promesas no han muerto ya, víctimas de la cirrosis, porque, para algunos, el país
es una enfermedad— vegetan en oficinas culturales de segundo orden. O,
lentamente, a la vista de todos, se liquidan a sí mismos con británica pistola de
whisky o una más rápida —fulminante— de ron.
No es osado decir que, en Venezuela, la precocidad intelectual ha sido una
maldición- Casi nunca el talento ha tenido su cumplida coherencia en la madurez.
En años de dictadura, el dramatismo del fracaso intelectual suele ser más notorio:
porque el sexo femenino ha sido el único destino libre que pudo otorgarse el
hombre vencido por la historia —en la frustrante relación macho -hembra— es
doméstica versión de las afrentas sufridas por los hombres, en las oscuras
estaciones de tiranía.
En el país, la dictadura sexual del hombre hacia la mujer ha sido mucho más
larga que la dictadura política. Aunque hay que reconocer, al mismo tiempo, que la
muerte del General Gómez fue fundamental para cierto despertar de nuestra mujer
contemporánea. Hasta entonces ella sólo había podido ensayar tímidas
posibilidades de trabajo. Se enrumbaba en el ferrocarril trunco de una máquina de
coser Singer o marchitaba vientre y destino —ya antes lo asomamos— como
maestras de impecable caligrafía y aún más impecable moral.
Durante el posgomecismo empieza a haber cierta notoria promoción de
chicas Underwood Gregg Commercial College: muchachas que se anotan en los
cursos secretariales. Las co nocidas estudiantes de comercio de la época.
Los años cuarenta son más de plena afirmación. Hay mujeres que
comienzan a obtener títulos universitarios. Una reforma parcial al Código Civil
establece el divorcio. A mediados de la década, la calle es parte del espacio
femenino. La llamada "Revolución de Octubre" parece abrirle anchurosa puerta a
los derechos femeninos. En igualdad de condiciones, varias mujeres son electas
para asistir a la Constituyente del 46. Luego al Congreso en calidad de senadoras
y de diputadas. Dentro de tan favorable marco ha de parecer razonable que
durante la tenebrosa época del perezjímenismo la mujer luche —codo a codo—
junto al hombre en tareas de la clandestinidad política.
En lo más abierto de la intemperie democrática, la protagonista —sacrificada
o luminosa— de las décadas del cincuenta y del cuarenta descubre (¿o
corrobora?) que, en la vida íntima, el nombre con firme vocación para la libertad
política —en repetida ocasión— puede ser marital verdugo. Según tan probado
demócrata, la huraña, hermética arquitectura del caracol debe cumplirse en el
sexo (¿la conducta?) de la mujer. En parte, porque el macho venezolano —aun el
de mayor intelectual refinamiento— sigue con fidedigna y demorada rigidez el
modelo gomecista. Para su mundano prestigio necesita mezclar un posible éxito
sexual sobre las mujeres. Junto a la superior batalla de la inteligencia. Nuestro
hombre no puede separar el prestigio intelectual de las veleidades del cuerpo.
Acaso —porque tradicionalmente, históricamente— su afirmación creativa ha sido
precaria, poco duradera.
El siniestro machismo venezolano —tan épico en su erótico acontecer—, a
partir de la última década, en parte tiende & ser contrarrestado en ciertas capas de
la burguesía presupuestaria gozona y de la clase media intelectual, por alguna
femenina liberación —creciente, contundente en materia sexual— de la cual,
todavía, falta un mayor tiempo para hacer un primer aproximativo inventario. Esta
particular emancipación de la mujer —a la que, sin duda, han contribuido la
difusión de la píldora anticonceptiva, los psiquiatras o ginecólogos feministas y un
bullanguero mimetismo sexual, importado desde los Estados Unidos— por
momentos, parece confusa. Una alternativa un poco cínica que, muchas veces,
sólo culmina en un efímero sexo sabatino. En descreimiento del amor. En cuerpo
tan desmemoriado como, hasta ahora, ha sido el alma del venezolano.
FIN DEL SUEÑO PETROLERO O LA VENEZUELA INCONCLUSA
En los años del más enfático despertar de nuestras urbes, la alta dase media
empezó a mostrar complaciente mimo por las hermosas matas, por la vegetación
profusa adornando los salones. Sobre todo, las mujeres —en vegetal anécdota—
se han referido a matas, abonos y vitaminas con el elegante dominio con que otras
comentan sobre cremas de belleza. La novel afición no es sólo la ecológica
respuesta a ciudades apabulladas por la contaminación. Las matas de las señoras
"in", acaso, son una postrera nostalgia de la Venezuela rural que se olvidó ¿e
alimentar campos y ríos, que se olvidó de sí misma en la distracción lujosa de
Miami. En todo caso, el sueño petrolero ha terminado. Estamos a punto de caer de
la colina millonaria donde, tan falazmente, nos elevamos.
El venezolano, ido de rumba —que se había alejado de sus necesidades
primordiales y de las necesidades primordiales del país: la abrupta marginalidad,
por ejemplo— al presente se encuentra con una vistosa —pero inservible—
lentejuela mayamera para adornar el solitario corazón.
Toda esta derrota, consecuencia de vivir la democracia como un jovial
espejismo. Muchos venezolanos que les tocó sufrir las dos dictaduras de este
siglo —alborozados— pensaron en el democrático advenimiento, como en un feliz
(¡suntuoso!) cuento de hadas. Pueril, envidiable ficción donde la riqueza petrolera
habría de hacer las veces de pragmática (¿o más bien demente?) hada.
En la actualidad —mermadas un tanto las benignidades del hada petrolera
que, antes de la devaluación del 18 de febrero de 1983, para nosotros funcionó
como "La princesa del dólar", la ya olvidada opereta centroeuropea— nos
preguntamos; ¿podrá sobrevivir —madurar— un proyecto democrático de país, en
una nación donde el presupuesto nacional, de la mañana a la noche, ha dejado de
ser sobresaftadora fantasía? ¿Tendremos coraje suficiente para sustituir el falso
relumbrón de las lentejuelas mayameras, por una pasión no lacónica que sirva a
Venezuela? En los años por venir, a los venezolanos les toca la palabra y sobre
todo: les pertenece la acción.
Universidad Nacional Abierta
Dirección de Investigaciones y Postgrado
Maestría en Educación Abierta y a Distancia
Área de Incumbencia: Administración y Gerencia
Unidad Curricular: Política, Economía y Educación
CAPÍTULO I
Venezolanos de hoy en
día: Del silencio
Postgomencista al ruido
mayamero
Lerner, E. (1989) Venezolanos de hoy en día: del
silencio posgomecista al ruido mayamero
Tomado de
Naín, M y Piñango R. El caso Venezuela. Una
ilusión de armonía. (pp. 2-17) Caracas: IESA.
(Compilación con fines instruccionales)
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