Por Prodavinci | 18 de noviembre, 2017
Con frecuencia perdemos de vista a ciertos personajes de nuestro país que, aunque ausentes, podrían ayudarnos a poner algo de luz sobre nuestra tan poco amable realidad. Es el caso de Juan Nuño (1927- 1995), a quien aún un grupo importante de intelectuales recuerda, no así las generaciones más recientes.
Precisamente para aquellos que no lo conocieron vale la pena recordarlo como un discípulo de Juan David García Bacca en la Universidad Central de Venezuela, que llegó de España en 1947. Fue responsable de varias cátedras en la Escuela de Filosofía de la UCV (del largo recorrido por la historia de la filosofía, filosofía de la ciencia, teoría del conocimiento y lógica, entre otras). Además, realizó importantes críticas a la filosofía contemporánea.
A lo largo de su vida publicó más de una docena de libros: El pensamiento de Platón, La filosofía en Borges, Elementos de Lógica formal, y Sartre son algunos de esos títulos. Pero sobre todo publicó cientos de artículos en la prensa en los que ensayó un acercamiento a la filosofía para un público no experto, sin perder el rigor en la profundidad de los planteamientos. Tales artículos han sido recopilados en otros tantos libros. Considero que es precisamente esa característica de Nuño, la de tratar de hacer evidente la presencia de la filosofía en nuestra vida, lo que hizo aparecer ante él el problema de la “no-muerte de la filosofía”, la superación de la misma y el encuentro con los mitos filosóficos.
Para Nuño el problema de la “superación de la filosofía” apareció visiblemente desde 1967, cuando presentó una conferencia en la Universidad Autónoma de México con este título: “La superación de la filosofía”. Allí plantea el problema de la crítica como una forma de exterminar la filosofía. A su juicio, la guerra es inmanente a una asignatura que trata siempre de autodestruirse. Por supuesto, ¿a qué profesional no le preocuparía la muerte de su profesión? Lo interesante es que en el caso del pensamiento filosófico no se trata de un problema edípico, sino de un deseo necesario y natural. Y esto ocurre porque la filosofía se nutre de la crítica, que puede ser vista como una forma de destrucción, de ataque, de invalidación de lo presentado. Cuando criticamos algo, de alguna manera lo estamos desmontando; no es necesario que esa crítica sea lo que llamamos popularmente “crítica destructiva”, pues toda crítica esencialmente lo es: al oponer una idea a otra, una de las dos ideas presentadas sale mal parada, lo que la lleva a su evaporación.
Pero resulta que ese no es el caso de la filosofía, pues no es un deseo que se quiera ocultar sino que, al contrario, se promueve y estimula. Cada idea nueva nace con un fuerte deseo homicida. El ejemplo más emblemático podría ser el de Platón y Aristóteles. Si recordamos el cuadro de Rafael Sanzio que se encuentra en el Vaticano, La escuela de Atenas, no es otra cosa que la gráfica de Aristóteles impugnando las ideas de su maestro Platón. Deberíamos suponer que si Aristóteles –que es Aristóteles–, logró rebatir las ideas de Platón, pues hasta allí debió llegar el discípulo de Sócrates, la guerra de Aristóteles hace surgir el movimiento de los neo-platónicos e incluso servirá de apoyo para las ideas planteadas después por el cristianismo.
Podemos concluir entonces que la filosofía resurge de entre los muertos, pero nunca como un zombie, sino más bien como una especie de vampiro, dispuesta a seguir alimentándose de la sangre de las ideas.
Los mitos filosóficos
Ante tan apocalíptico panorama es que Nuño se plantea el asunto de los mitos filosóficos. Como todos sabemos, los mitos son historias “sagradas” que contienen en sí una idea más profunda. Es decir, que son un tipo de metáforas que produce el ser humano cuando queda abrumado ante un suceso y busca una explicación fuera de su alcance. Puede pasar por historias muy antiguas como las griegas o más recientes (como suponer que todo pasado fue mejor). El asunto es que el mito siempre está presente en nosotros, ya que son relatos codificados.
Para Nuño los mitos filosóficos no son precisamente historias, sino tejidos de los que surge la filosofía. Es decir, son una estructura preexistente, y precisamente como es mítica, ha sido olvidada por la filosofía misma. De modo que los mitos funcionan como creencias interiores que se revelan por medio de la intuición. A cualquier filósofo le costaría mucho verlas, pero si se pone a revisar, a indagar en el fondo del pensamiento, estas estructuras míticas se revelarían. Y ¿qué es lo que podemos revelar? Cinco estructuras o mitos que encierran a toda la filosofía.
Cada mito filosófico corresponde a una simbolización distinta de las aspiraciones humanas, lo que revela a dicha disciplina como un ciclo único, repetitivo e idéntico en sí mismo. Tendríamos un numero finito de temas y estos corresponden a los diferentes mitos que los engendran, pero a su vez son como un lenguaje artificial, elementos que combinados serían innumerables y permitirían el crecimiento de nuevos elementos, pero con limitaciones, es decir, si yo tengo unas semillas de almendrón, solo puedo producir almendrones. No puedo evitar que nazca el árbol ya conocido, aunque diferente en su estructura.
Cinco grandes mitos
Como hemos dicho, los mitos filosóficos funcionan como códigos genéticos, y serían cinco: mitos de revelación y clarividencia, mitos de totalidad y destino, mitos de salvación y narcisismo, mitos de la frontera y el infierno, y los mitos de ruptura y transfiguración, que son aquellos que ven a la filosofía como un misterio.
Los mitos de revelación y clarividencia entienden el saber como algo que debe ser develado; transparentan enigmas y consideran que se puede llegar al conocimiento a través de ritos o iniciaciones. Podemos recordar al demonio que le hablaba a Sócrates o, más cercano a nosotros, el claustro universitario. Para estos filósofos el saber requiere de iniciaciones. No es y no puede ser público pues es una realidad. En ellos encontramos la metafísica, las formas platónicas, la hermenéutica de Parménides, Sócrates, Platón, Descartes, Spinoza, Bergson.
Los mitos de totalidad y destino sostienen que la filosofía se apega a una realidad única, puesto que el conocimiento es una unidad epistémica, y tienden a buscar el estudio del ser mismo. La verdad es una totalidad. Rompen las formas de análisis y rechazan toda fragmentación. Postulan una realidad íntegra, entienden el mundo como un todo donde solo lo racional es real. Para ambos tipos de mitos el fin es el conocimiento total y la explicación del todo.
De estos mitos brota la ética, las ramas de las fundamentaciones, el realismo, el vitalismo, la fenomenología y el materialismo histórico, el pensamiento de Aristóteles, de Hegel, de Ortega y Gassett, de Husserl y Leibniz.
Los mitos de salvación y narcisismo presentan a la filosofía como un bastón de los que nacerían las filosofías que sirven de apoyo a la vida y ese es su fin, como la moral, la axiología, los estudios de los sentimientos, la estética y el existencialismo. Encontraríamos a filósofos como Protágoras, Seneca, Epicuro, Sartre, Ciorán, Habermas.
Los mitos de la frontera y el infierno ven la filosofía como represión. De ella brota la seguridad cognitiva y condenan el no-saber. Ponen límites: “sólo podemos conocer hasta aquí”. Tendríamos entre ellos a la lógica, el empirismo, el positivismo lógico Parménides, Hume, de Carnap, Kant, Popper e incluso Russell.
Finalmente están los mitos de ruptura y transfiguración, los cuales presentan a la filosofía como servidumbre, es decir, que su utilidad es ser interpretadora de otras ciencias. Se enajena a sí misma y en ella debemos incluir a toda la filosofía de segundo grado, es decir la filosofía del lenguaje, la filosofía de la mente, la filosofía de la historia y filósofos como Pitágoras, Tomás de Aquino, San Agustín, Quine, etc.
Por último, existiría un meta-mito: el mito del eterno retorno de lo mismo: la filosofía nace y muere en una sucesión cíclica, los mitos filosóficos son reincidentes y la filosofía misma se encuentra atada a ellos sin poder bajarse del carrusel que implican siempre los mismos temas, siempre las mismas ideas.
Podemos concluir que lo que develan los mitos filosóficos son estructuras subconscientes, que poseen un amplio sentido iniciático e intuitivo, a las que se subordina el quehacer filosófico mediante una visión estructural de la filosofía, organizada a través de un conjunto. Pero atención: La experiencia del retorno dota a la filosofía de un valor absoluto, puesto que en ese retorno permanente se encuentra una renovación continua; porque el meta-tipo abarcador permite a los mitos filosóficos regresar a aquellos argumentos que pudieron resultar engañosos, la novedad renovadora resulta en las vueltas de tuerca, bienvenidas en toda reflexión.
A manera de conclusión
Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con lo que hemos dicho al principio? ¿Para qué nos servirían los mitos filosóficos, para qué recordar hoy y ahora esa idea de Juan Nuño?
Si revisamos los mitos, filosóficos o no, nos daremos cuenta de que siempre están en nuestra mente, nos poseen incesantemente dada su atemporalidad. Si desconocemos que algo es un mito tendemos a quedar atrapados en la repetición a la que nos obliga, y esa repetición puede ser muy peligrosa, ya que al ser construcciones de la consciencia humana son capaces de dirigirnos.
Otra cosa es que son clasificadores, los seres humanos clasificamos y ordenamos para sentir que estamos en posesión de algo y como hemos visto el mito filosófico, nos permitimos creer que poseemos la filosofía, sabemos dónde comienza y por lo tanto sabemos qué se puede hacer con ella, hasta tratar de ordenar el caótico mundo que nos rodea.
Finalmente, sería muy nutritivo volver al pensamiento de Nuño y usarlo como una lámpara que ilumine y revele los mitos que abundan y se tejen en nuestra historia reciente, pues si el mito se queda subyacente es él el que nos posee y no nosotros a él.
http://historico.prodavinci.com/2017/11/18/artes/juan-nuno-la-filosofia-y-los-mitos-por-maria-ramirez-delgado/
Con breve prólogo de Fernando Savater reaparece el libro de Juan Nuño La filosofía en Borges. El ensayista hispano-venezolano sigue aquí la estela del movimiento filosófico en América. El platonismo y sus tradiciones han sido grandes temas de Juan David García-Bacca, uno de sus maestros, que tradujo una selección de Enéadas en México D.F. y editó en Buenos Aires Introducción general a las Enéadas. Es el camino que sigue Nuño al publicar El pensamiento de Platón y también sus indagaciones en el "extraño platonismo" de Borges. El autor explora aquí el edificio imaginario borgesiano a través de nueve capítulos que, en tradición hermética, se constituyen en un recorrido circular y en un análisis del inferno del idealismo. El filósofo cruza por los pasajes de relatos y poemas, y diserta sobre los temas recurrentes, "los espejos abominables", las bibliotecas, los mil y un mundos, la paradoja, la alteridad y la memoria, la "refutación del tiempo".
Si Nuño avanza por estos temas con extrañeza, lo hace con un distanciamiento que le aleja de la mitificación y de la exégesis de raíz heideggeriana, y de la veneración ante una palabra fundacional (al modo de las interpretaciones de García-Bacca y María Zambrano de la poesía de San Juan de la Cruz). No puede ser de otro modo. Nuestro autor es, como Borges, un escéptico, aunque lo es desde la ladera de la crítica contemporánea que desaloja la creencia y expone al vacío de las propias figuraciones. Nuño recorre un enorme edificio en el que sólo están grabados relatos e imágenes en los muros, en los techos, en los lienzos, y en los que se escucha el silencio y las ocultas cadencias de la soledad. De forma radical se propone desnudar la apariencia, por decirlo con palabras de su amigo Octavio Paz. Trampa insalvable, adentrarse en los pasillos y vetustos salones de Borges es exponerse a adoptar una máscara, una figuración. Se hace fuerte, sin embargo, en el manejo riguroso de una prosa adiestrada en el ejercicio de la crítica.
Platón y las hipóstasis plotinianas, San Agustín, Schopenhauer, Berkeley y Hume, constituyen los asideros en los que pueden apoyarse el universo arquetípico y las ficciones del argentino, aunque también circulan referencias a Keats, Coleridge, Yeats, Kafka o Thomas Mann. Con el idealismo en sus diversos ramajes pretende elevarse por un instante la literatura de Borges y Nuño la explora en diversos niveles, a veces, en el campo puramente filológico para desvelar la escasa solvencia de algunas fuentes. La obra está llena de motivos que se interrelacionan y que se hallan en contigüidad permanente.
La unidad y la dispersión, el Uno y la multiplicidad, el salto de lo inteligible a lo sensible, están dibujados en los relatos borgesianos. El terror a la copia y al espejo que, como en la fábula cavernaria, reproduce cuanto pasa ante él se evoca en cada mansión, a veces de manera casi caricaturesca: "todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre". El esfuerzo de sortear los límites de la percepción para comprender el funcionamiento del edificio está asimismo presente. El largo pasillo del tiempo, que abre la posibilidad del infinito o un dominio de pureza idealista, lo traspasa casi todo. Y junto a ello, el sujeto, la memoria y el lenguaje que sirve de soporte entre lo sensible y lo inteligible y que ha terminado por convertirse en zona de peligro y de extravío.
La filosofía en Borges dibuja el rostro de un pensamiento que no deja de mirar, a pesar de la gran grieta, ese otro lado que quedó atrás y del que se alimentó el idealismo del siglo XIX y sus postrimerías. El libro es una suerte de retrato de la filosofía de una época que acaba de despedirse de las ensoñaciones del pasado y que halla en Borges al personaje arquetípico, y con él la ficción de un viejo relato que se ha vuelto cada vez más agudo y refinado en sus ejercicios de intelección hasta el punto de volverse en objeto de culto estético. Nuño elige a Borges como Borges se elige a sí mismo para emprender el juego de un conocimiento anclado en la abstracción, en la especulación, en el universalismo y en la nostalgia de un mundo inteligible abandonado por el solipsismo crítico, por la racionalidad, por el empirismo, y por el hallazgo de que lo visible y su lectura, la naturaleza, el lenguaje y sus fulguraciones, han entrado a formar parte de las alteraciones y del desorden del mundo contemporáneo.
Desde este otro lado la reflexión sobre el lenguaje surge desde el comienzo en La filosofía en Borges. El idealismo de Tlön (aplicación literaria del de Hume) es una consecuencia ontológica del "todo fluye" heracliteano. "Se carece —señala el filósofo venezolano— de referencias fijas, cartesianas, de puntos de apoyo, de estabilidad sustancial" y el lenguaje se despliega en la temporalidad, sucesivo, bajo un idealismo dinamicista que expulsa el carácter sustantivo y que borra las entidades estables, predicables. El lenguaje en pendiente temporal salta por los aires y se multiplica sin medida. El instrumento del conocimiento comienza a romperse en la ambición de responder a un desvelamiento que se da en el devenir. En "Funes el memorioso" o en "El idioma analítico de John Wilkins" pueden hallarse otras variantes de lenguaje que rompe su cerco y avanza hacia un oleaje incomprensible.
La multiplicidad de las cosas y los seres, los gestos y los pensamientos emanan del mundo trascendente, pero a su paso se ha descendido por una escalerilla que se tira al evocar el camino y que ya no será utilizada para el retorno. Nuño destaca cómo Borges quiere evitar el solipsismo que abre el Discurso del método y cómo se enroca en el territorio de la memoria. En su periplo advertimos, en efecto, que el argentino prefiere las reproducciones de antiguos pasajes y un individualismo que se adhiere a las percepciones de la inteligencia; descubrimos también que no desea hacer abstracción de la identidad acudiendo a los pupitres del cartesianismo y adoptando la voz del sujeto al que no afectan las heridas de los años.
Nuño no evoca aquí al profesor de literatura inglesa que explica en la universidad de Buenos Aires al poeta Robert Browning y su Dramatis personae, ni alude a sus lectores contemporáneos, al Unamuno autor de El otro que se había expresado en esta cuerda y al que leyó el argentino; prefiere dejarlo en los dominios de la filosofía. Recuerda a Schopenhauer y su disquisición sobre la identidad: "Me he tomado por otro... ¿Quién soy realmente?". Luego apunta en dirección a la dialéctica hegeliana en clave irónica, evoca algún "esquizoide cuento de Borges" y termina por afirmar la diferencia entre "sentirse" y "ser": "uno es uno mismo y, a la vez, una multitud de sentimientos que se proyectan, salen de uno y hasta se enfrentan bajo el disfraz de la alteridad". Al fondo, el vértigo metafísico de un neoplatónico en una época que despedaza la unidad y que se resiste a adoptar el altillo del cogito cartesiano, esa primera persona del pensar y el existir que garantiza un recorrido y absorbe todas las mutaciones de la identidad o, lo que es lo mismo, ese sujeto que se separa del vértigo de la memoria personal. -
https://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/la-filosofia-en-borges-juan-nuno
La filosofía en Borges, de Juan Nuño
Con breve prólogo de Fernando Savater reaparece el libro de Juan Nuño La filosofía en Borges. El ensayista hispano-venezolano sigue aquí la estela del movimiento filosófico en América. El platonismo y sus tradiciones han sido grandes temas de Juan David García-Bacca, uno de sus maestros, que tradujo una selección de Enéadas en México D.F. y editó en Buenos Aires Introducción general a las Enéadas. Es el camino que sigue Nuño al publicar El pensamiento de Platón y también sus indagaciones en el "extraño platonismo" de Borges. El autor explora aquí el edificio imaginario borgesiano a través de nueve capítulos que, en tradición hermética, se constituyen en un recorrido circular y en un análisis del inferno del idealismo. El filósofo cruza por los pasajes de relatos y poemas, y diserta sobre los temas recurrentes, "los espejos abominables", las bibliotecas, los mil y un mundos, la paradoja, la alteridad y la memoria, la "refutación del tiempo".
Si Nuño avanza por estos temas con extrañeza, lo hace con un distanciamiento que le aleja de la mitificación y de la exégesis de raíz heideggeriana, y de la veneración ante una palabra fundacional (al modo de las interpretaciones de García-Bacca y María Zambrano de la poesía de San Juan de la Cruz). No puede ser de otro modo. Nuestro autor es, como Borges, un escéptico, aunque lo es desde la ladera de la crítica contemporánea que desaloja la creencia y expone al vacío de las propias figuraciones. Nuño recorre un enorme edificio en el que sólo están grabados relatos e imágenes en los muros, en los techos, en los lienzos, y en los que se escucha el silencio y las ocultas cadencias de la soledad. De forma radical se propone desnudar la apariencia, por decirlo con palabras de su amigo Octavio Paz. Trampa insalvable, adentrarse en los pasillos y vetustos salones de Borges es exponerse a adoptar una máscara, una figuración. Se hace fuerte, sin embargo, en el manejo riguroso de una prosa adiestrada en el ejercicio de la crítica.
Platón y las hipóstasis plotinianas, San Agustín, Schopenhauer, Berkeley y Hume, constituyen los asideros en los que pueden apoyarse el universo arquetípico y las ficciones del argentino, aunque también circulan referencias a Keats, Coleridge, Yeats, Kafka o Thomas Mann. Con el idealismo en sus diversos ramajes pretende elevarse por un instante la literatura de Borges y Nuño la explora en diversos niveles, a veces, en el campo puramente filológico para desvelar la escasa solvencia de algunas fuentes. La obra está llena de motivos que se interrelacionan y que se hallan en contigüidad permanente.
La unidad y la dispersión, el Uno y la multiplicidad, el salto de lo inteligible a lo sensible, están dibujados en los relatos borgesianos. El terror a la copia y al espejo que, como en la fábula cavernaria, reproduce cuanto pasa ante él se evoca en cada mansión, a veces de manera casi caricaturesca: "todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre". El esfuerzo de sortear los límites de la percepción para comprender el funcionamiento del edificio está asimismo presente. El largo pasillo del tiempo, que abre la posibilidad del infinito o un dominio de pureza idealista, lo traspasa casi todo. Y junto a ello, el sujeto, la memoria y el lenguaje que sirve de soporte entre lo sensible y lo inteligible y que ha terminado por convertirse en zona de peligro y de extravío.
La filosofía en Borges dibuja el rostro de un pensamiento que no deja de mirar, a pesar de la gran grieta, ese otro lado que quedó atrás y del que se alimentó el idealismo del siglo XIX y sus postrimerías. El libro es una suerte de retrato de la filosofía de una época que acaba de despedirse de las ensoñaciones del pasado y que halla en Borges al personaje arquetípico, y con él la ficción de un viejo relato que se ha vuelto cada vez más agudo y refinado en sus ejercicios de intelección hasta el punto de volverse en objeto de culto estético. Nuño elige a Borges como Borges se elige a sí mismo para emprender el juego de un conocimiento anclado en la abstracción, en la especulación, en el universalismo y en la nostalgia de un mundo inteligible abandonado por el solipsismo crítico, por la racionalidad, por el empirismo, y por el hallazgo de que lo visible y su lectura, la naturaleza, el lenguaje y sus fulguraciones, han entrado a formar parte de las alteraciones y del desorden del mundo contemporáneo.
Desde este otro lado la reflexión sobre el lenguaje surge desde el comienzo en La filosofía en Borges. El idealismo de Tlön (aplicación literaria del de Hume) es una consecuencia ontológica del "todo fluye" heracliteano. "Se carece —señala el filósofo venezolano— de referencias fijas, cartesianas, de puntos de apoyo, de estabilidad sustancial" y el lenguaje se despliega en la temporalidad, sucesivo, bajo un idealismo dinamicista que expulsa el carácter sustantivo y que borra las entidades estables, predicables. El lenguaje en pendiente temporal salta por los aires y se multiplica sin medida. El instrumento del conocimiento comienza a romperse en la ambición de responder a un desvelamiento que se da en el devenir. En "Funes el memorioso" o en "El idioma analítico de John Wilkins" pueden hallarse otras variantes de lenguaje que rompe su cerco y avanza hacia un oleaje incomprensible.
La multiplicidad de las cosas y los seres, los gestos y los pensamientos emanan del mundo trascendente, pero a su paso se ha descendido por una escalerilla que se tira al evocar el camino y que ya no será utilizada para el retorno. Nuño destaca cómo Borges quiere evitar el solipsismo que abre el Discurso del método y cómo se enroca en el territorio de la memoria. En su periplo advertimos, en efecto, que el argentino prefiere las reproducciones de antiguos pasajes y un individualismo que se adhiere a las percepciones de la inteligencia; descubrimos también que no desea hacer abstracción de la identidad acudiendo a los pupitres del cartesianismo y adoptando la voz del sujeto al que no afectan las heridas de los años.
Nuño no evoca aquí al profesor de literatura inglesa que explica en la universidad de Buenos Aires al poeta Robert Browning y su Dramatis personae, ni alude a sus lectores contemporáneos, al Unamuno autor de El otro que se había expresado en esta cuerda y al que leyó el argentino; prefiere dejarlo en los dominios de la filosofía. Recuerda a Schopenhauer y su disquisición sobre la identidad: "Me he tomado por otro... ¿Quién soy realmente?". Luego apunta en dirección a la dialéctica hegeliana en clave irónica, evoca algún "esquizoide cuento de Borges" y termina por afirmar la diferencia entre "sentirse" y "ser": "uno es uno mismo y, a la vez, una multitud de sentimientos que se proyectan, salen de uno y hasta se enfrentan bajo el disfraz de la alteridad". Al fondo, el vértigo metafísico de un neoplatónico en una época que despedaza la unidad y que se resiste a adoptar el altillo del cogito cartesiano, esa primera persona del pensar y el existir que garantiza un recorrido y absorbe todas las mutaciones de la identidad o, lo que es lo mismo, ese sujeto que se separa del vértigo de la memoria personal. -
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