El último problema, y quizá el más importante, de la política de la identidad tal y como la practica actualmente la izquierda es que ha propiciado el auge de la política de identidad en la derecha. La política de identidad produce corrección política, cuya oposición se ha convertido en un importante argumento movilizador para la derecha. Dado que este último término se convirtió en un asunto central durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016, debemos retroceder un poco y reflexionar sobre los orígenes de esta expresión.
La corrección política habla de aquello que no se puede decir en público sin tener un fulminante aprobio moral. Todas las sociedades albergan ciertas ideas que van en contra de sus conceptos y principios fundamentales de legitimidad y, por lo tanto, están prohibidas en el discurso público. En una democracia liberal, uno es libre de creer y decir en privado que Hitler hizo bien asesinando a los judíos, o que la esclavitud era una institución benefactora. Amparado en la Primera Enmienda de Estados Unidos, el derecho a decir este tipo de cosas está protegido constitucionalmente. Pero, con razón, cualquier figura política que apoyara tales puntos de vista recibiría una inmediata reprimenda moral, ya que, al manifestarse así, se enfrentan al principio de igualdad enunciado en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. En muchas democracias europeas sin la misma visión absolutista de la libertad de expresión que Estados Unidos, las declaraciones de este tipo se han penalizado durante muchos años.
[...] Las formas más radicales de corrección política se limita a un número relativamente pequeño de escritores, artistas, estudiantes e intelectuales de izquierda. Pero los medios conservadores las recogen y amplifican, como si representaran a la izquierda en su conjunto. Esto quizá explique uno de los aspectos más sorprendentes de la elección presidencial de Estados Unidos de 2016, como es la popularidad persistente de Donald Trump entre su núcleo central de simpatizantes, a pesar de que su comportamiento hubiera acabado con la carrera de cualquier otro político. En su campaña se burló de un periodista discapacitado; los medios revelaron que se jactaba de poder manosear a las mujeres; y llamó violadores y criminales a los mexicanos. Aunque muchos de sus partidarios no aprobasen todas y cada una de sus declaraciones, les gustaba que resistiera la presión de lo políticamente correcto. Trump era el perfecto exponente de la ética de la autenticidad que define nuestra era: puede ser que sea mendaz, malicioso, intolerante e impresentable, pero al menos dice lo que piensa.
Al enfrentarse a la corrección política de manera tan firme, Trump ha jugado un papel fundamental en la transición de la política de la identidad desde la izquierda, donde nació, hasta la derecha, donde ahora está arraigando. La política de la identidad de la izquierda tendía a legitimar sólo ciertas identidades a la vez que ignoraba o denigraba otras, como la etnia europea (es decir, la blanca), la religiosidad cristiana, la residencia rural, la creencia en los valores familiares tradicionales y otros asuntos relacionados. Muchos de los partidarios de Donald Trump de clase trabajadora se sienten ignorados por la élites nacionales. Hollywood hace películas con destacados personajes femeninos, negros o gais, pero pocos crean personajes que se les parezcan, excepto ocasionalmente para burlarse de ellos (como en Pasado de vueltas, de Will Ferrrel). La gente del mundo rural, la columna vertebral de los movimientos populistas en Estados Unidos y también en Gran Bretaña, Hungría, Polonia y otros países, suele creer que las élites cosmopolitas y urbanas ponen en peligro sus valores tradicionales. Se sienten víctimas de una cultura secular que se cuida de no criticar el islam o el judaísmo, pero que critica la intolerancia de su cristianismo. Sienten que los medios de la élite los han puesto en peligro con su corrección política, como cuando, por miedo a avivar la islamofobia, la prensa generalista alemana evitó informar durante varios días de un asalto sexual masivo por parte de una mayoría de hombres musulmanes durante la celebración del Año Nuevo de 2016 en Colonia.
De las nuevas identidades de derecha, la más peligrosas son las relacionadas con la raza. El presidente Trump se ha cuidado de no defender puntos de vista abiertamente racistas. Pero ha aceptado sin problemas el apoyo de individuos y grupos que los sostienen. Como candidato, se mostró evasivo al hablar de David Duke, antiguo líder del Ku Klux Klan, y tras el acto <> en Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017, hizo responsable de la violencia a <>. Se ha tomado el tiempo y la molestia de escoger como dardos de sus críticas a celebridades y deportistas negros. El país está más polarizado sobre si se deben eliminar las estatuas que homenajean a los héroes de la Confederación, un problema que Trump ha explotado sin ningún disimulo. Dado su nacimiento, el nacionalismo blanco ha pasado de ser un movimiento marginal a ser mucho más generalizado en la política estadounidense. Sus defensores argumentan que es políticamente aceptable hablar de Blach Lives Matter o de los derechos de los homosexuales o de los votantes latinos, grupos con derecho a organizarse en torno a una identidad específica. Pero, en cambio, si se utiliza el adjetivo blanco como elemento de identificación o, peor aún, alguien se organiza políticamente en torno a los <>, es inmediatamente identificado, señalan los nacionalistas blancos, como racista e intolerante.
Cosas parecidas ocurren en otras democracias liberales. La historia del nacionalismo blanco es larga en Europa, donde se le llamó fascismo. El fascismo fue derrotado militarmente en 1945 y ha estado cuidadosamente reprimido desde entonces. Pero los acontecimientos recientes han debilitado algunos de los frenos. Como resultado de la crisis de refugiados de mediados de la década de 2010, en Europa del Este a surgido el pánico ante la posibilidad de que los inmigrantes musulmanes puedan alterar el equilibrio demográfico de la región. En noviembre de 2017, en el aniversario de la independencia de Polonia, aproximadamente sesenta mil personas se manifestaron en Varsovia a los gritos de <<¡Polonia pura, Polonia blanca!>> y <<¡Refugiados fuera!>> ( a pesar de que en Polonia hay un número relativamente pequeño de refugiados. Ley y Justicia, el partido en el Gobierno, de corte populista, se distanció de ellos, pero, como Donald Trump, envió señales ambiguas que sugerían que no era del todo insensible a los propósitos de los manifestantes.
Los defensores de izquierda de la política de identidad dirán que las afirmaciones de identidad de la derecha son ilegítimas y no pueden colocarse en el mismo plano moral que las minorías, las mujeres y otros grupos marginados. Dirán que reflejan el punto de vista de una cultura convencional dominante, una cultura históricamente privilegiada y que sigue siéndolo.
[...] La solución no es abandonar la idea de identidad, concepto fundamental para entender la manera en que las sociedades modernas piensan acerca de sí mismas. La solución pasa por definir identidades nacionales más amplias e integradoras que tengan en cuenta la diversidad de facto de las sociedades democráticas liberales.
[...] La solución no es abandonar la idea de identidad, concepto fundamental para entender la manera en que las sociedades modernas piensan acerca de sí mismas. La solución pasa por definir identidades nacionales más amplias e integradoras que tengan en cuenta la diversidad de facto de las sociedades democráticas liberales.
0 Comentarios