1926-2016
Hace muchos años había un emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Una vez se presentaron en palacio dos truhanes que se hacían pasar por sastres. Aseguraban saber confeccionar la más maravillosa tela, que poseía la milagrosa virtud de ser invisible a toda persona que no fuera inteligente. El emperador les encargó un traje. Ellos montaron un telar y simularon trabajar, pero no tenían nada en la máquina. En el día del estreno de su nueva vestimenta, Su Majestad organizó una fiesta. Tapado sólo por su traje inexistente, echó a andar bajo el magnífico palio. El gentío, desde la calle y las ventanas, decía: «¡Qué precioso vestido!». Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veía nada, para no ser tenido por estúpido, hasta que un niño exclamó: «¡Pero si va desnudo!». La gente empezó a susurrar de oído en oído lo que había dicho el pequeño y de repente se echó a reír. El famoso cuento de Hans Christian Handersen le viene de perlas a Dario Fo para explicar cómo entiende el compromiso de su teatro.
El actor, dramaturgo y escritor italiano imita al niño de esa fábula, alguien que quita el velo de la hipocresía y grita que el rey está desnudo. Los miembros del jurado que en 1997 le otorgaron el premio Nobel de Literatura lo dejaron claro: «En la tradición de los juglares medievales, fustiga el poder restaurando la dignidad de los humildes»». El renombre mundial no le ha cambiado: este fabulador generoso y original sigue contando sus mil historias en plazas, centros sociales, teatros de provincia. Y como un bufón de palacio sigue desacralizando el sistema con su risa inteligente, sutil y culta. A sus 83 años, una vida entera dedicada a la sátira y al compromiso político lanzado desde el escenario, es un personaje incómodo, censurado ni se acuerda cuántas veces y siempre criticado en las salas del poder. El ejemplo más reciente: el veto del obispo de Asís de representar su último espectáculo, Giotto non Giotto?, frente a la basílica de San Francisco: «Natural escenario para una obra que cuestiona la paternidad de los frescos de sus bóvedas, pero en el último momento lo ha prohibido la Iglesia».
¿Por qué un espectáculo sobre el arte medieval molesta a la Iglesia?
Han intentado atacarme por todos los frentes. Tanto la parte política, la derecha, como la Iglesia. Y sin saber nada del contenido de la obra. El libro con su transcripción salió el día del estreno, mientras las ampollas se habían levantado semanas antes. Bloquear un espectáculo siempre es un acto de censura. Atrancar la maquinaria de una obra es una cosa gravísima, cuando ya tienes los contratos firmados con el ayuntamiento, la publicidad contratada, las luces y el escenario listos... Los frailes franciscanos de la basílica estaban de acuerdo y nos esperaban. Pero de repente se interpuso la otra iglesia, la de los obispos, la institucional, y lo suspendió todo. Hecho inédito que nos asombró mucho, ya que la última palabra en la gestión del templo suele ser la de los frailes, bastante independientes de la jerarquía eclesiástica.
¿Es un cambio debido al nuevo Pontífice?
El Papa alemán ha modificado el clima, eso es cierto. Hacía 800 años por lo menos que la mano larga del Vaticano no desplegaba su autoridad sobre Asís, un templo tradicionalmente autónomo. La atmósfera y la manera de gestionar el poder eclesiástico es más dura en los últimos años. Éste es un Papa inteligentísimo, pero muy de derecha. Disimula sus posiciones extremas escribiendo que hay que acordarse de los pobres. Pero tengo la impresión de que impulsa a otros a cuidarlos, mientras él no hace eso con sus gestos y sus obras.
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En este clima, ¿se han olvidado los derechos civiles?
Estamos en un clima de represión cultural fortísima. Como nunca antes en la República. No es sólo la Iglesia. Es el poder político. Nunca antes se habían llegado a cambiar las leyes en favor de los ricos, de quienes detienen el poder. El Gobierno acaba de perdonar a los que tenían sus capitales en el extranjero si prometen traerlos a los bancos patrios. Los puteados siguen siendo los obreros, los empleados, los pobres. ¿Le parece que en España la situación es mejor? Muchas voces en Italia invocan a un Zapatero a la italiana. Claro que sí. Necesitaríamos a un hombre capaz de contar cosas significativas, de apostar por los derechos, y con la valentía y la fuerza de ponerlos en práctica, de hacerlos leyes. En este aspecto, en Italia, hasta las izquierdas son demasiado blandas. Blandas es un eufemismo: la oposición es la bella durmiente en el mundo de la política. No reacciona y no produce alternativa. Cuando tuvo la oportunidad de gobernar se quemó.
¿El episodio que más le ha dolido?
No se ha solucionado el tema del conflicto de intereses. Ahí está en juego el derecho más fundamental, el de la verdadera libertad de información. No hay una ley que solucione eso y la izquierda no la propuso. Así, se permite que alguien posea tres cadenas televisivas, más unas frecuencias de radio, que controle unos diarios, revistas, producción de discos, y más y más, hasta al infinito. Tiene todo en sus manos y es presidente del Gobierno. Allí está el meollo de la anomalía italiana.
¿Cómo recuerda el día en el que ganó el Nobel?
Aquella tarde estaba en directo en televisión. Participaba en un programa que consistía en meter en un coche a dos personajes muy dispares del mundo del espectáculo italiano y grabarles mientras se trasladaban de Roma a Milán. Me había tocado con una joven presentadora y bailarina. Los de la producción, que iban en el vehículo detrás, de repente se ponen a nuestro lado en la autopista y pegan a la ventanilla un papel: «¡Dario has ganado el Nobel!». Fue una cosa enorme, grande, importante. Cuando llegué a Milán me fui al teatro donde Franca Rame [su mujer] ponía en escena una comedia mía. La calle estaba abarrotada de gente aplaudiendo y saludando, llegaron varias bandas de ayuntamientos cercanos, los autobuses se paraban y los pasajeros bajaban para juntarse a la fiesta. Fue una gran celebración espontánea de la gente. Las instituciones brillaron por su ausencia. El alcalde de Milán me envió una tarjeta días después con una enhorabuena escueta. Compañeros que recibieron el Nobel me dijeron que hasta ministros y concejales les habían invitado para celebrar el galardón. Aquí nadie movió un dedo.
Quizás se habían leído la motivación del jurado.
La motivación es el elogio del juglar medieval. De mi trabajo como lo entiendo yo. Como en la cultura popular, la defensa de los humildes y de los perseguidos constituye la base fundamental del hacer teatro. Un teatro que es la representación de la crónica, la verdad, la desesperación y la injusticia.
También dijeron que usted fustiga el poder.
Hacer sátira significa profundizar en un problema a través de su punto dramático, reírse de las cosas horribles de la sociedad; sacar a la luz, desvelar las parafernalias superficiales de la falsedad del sistema. El trabajo del juglar es exclamar que el rey está desnudo.
Pero el rey se ríe más que el bufón. ¿Cómo se hace sátira en un país así?
En Italia conviven la sátira y el chiste de mal gusto, el hacer bromas triviales, tomar el pelo, sacar la lengua. Éste es el ámbito en el que se mueve el poder. Y sólo acepta este tipo de humor cazurro, que se desarrolla sólo en la superficie. Tomar el pelo a uno porque cojea, a otro porque tiene el culo bajo. Ridiculizar a todos los que en su esquema son inferiores, empezando por las mujeres, por los extranjeros explotados, por los homosexuales, los que no son lo bastante ricos, los hijos de nadie.
¿A esa risa trivial se reduce Silvio Berlusconi?
Berlusconi está todo él en aquel chiste que contó en abril de 2000. Estaba en campaña electoral para las elecciones regionales y hablaba delante de una marabunta excitada y complaciente. Ganó con diferencia y al año siguiente subió al Gobierno por segunda vez.
¿Nos lo cuenta?
Un enfermo de sida va al médico para que le cure. «Haga unos baños de arena», le dice. «¿Está seguro de que me ayudarán?», pregunta preocupado el paciente. «Bueno, por lo menos se irá acostumbrando a estar bajo tierra». Ésta es la fotografía de Berlusconi. El humorismo contra un desesperado. Una risa siempre, siempre, macabra.
¿La misma que muestra cuando dice «no soy un santo»?
Éste es un momento trágico para mi país: los obreros que caen de los andamios; personas en paro que se matan por pura desesperación, como ha pasado hace pocos días; una generación entera de jóvenes que está en el extranjero para encontrar un trabajo digno... En tal drama nos dice: «Quedaros tranquilos». ¿Y en qué piensa él? En cazar chiquillas, en orgías, en putas. Es el sátrapa. Es el personaje que en los cuentos medievales está cegado por sus antojos sexuales. No puede no indignar, no nutrir la sátira y despertar las conciencias.
¿Algo va a cambiar entonces?
Veo un futuro muy negativo. El pueblo, el bajo proletariado, no entiende que cada persona gana peso y valor con una buena gestión de su vida privada. El italiano medio piensa: «Si tuviera dinero, yo también haría eso».
¿No está cansado de ir contra corriente?
No. Nunca tiraré la toalla. Nunca daré el partido por ganado. Ellos, Berlusconi y los que le aplauden, quieren un pueblo de sordomudos, de borrachos. Intentan narcotizar las conciencias críticas. Conmigo no van a poder. A mí no me callarán.
en Tiempo, 9 de octubre 2009
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