Las razones para matar son muchas y variadas, según el interesado en este asunto que nos lo cuente. Aquí van varios ejemplos. Agatha Christie dice que la causa puede ser pasional, el dinero o una idea. Erle Stanley Gardner habla del poder y el dinero, y añade que es inevitable en una sociedad tan competitiva como era Estados Unidos en la época de Perry Mason, en los cincuenta del pasado siglo. Y John Verdon, escritor de este siglo, repite el sexo, el dinero, el poder, la venganza y los delirios o misiones sagradas. Arthur Koestler, filósofo y ensayista, se acerca a algunas de las propuestas más actuales de la neurociencia cuando afirma que matamos por una coordinación insuficiente entre el neocórtex racional y el hipotálamo emocional que nos lleva a ”esa veta única, alucinatoria, asesina, que lo ha impulsado a matar, torturar y hacer la guerra.” Es más, para Peter Morrall, el crimen fascina, intriga y repugna a la vez.
Cayetano Galeote: El honor de un cura
El obispo Narciso Martínez Izquierdo había nacido 1830 en Pineda de la Sierra, Guadalajara. El cura Cayetano Galeote Cotilla había nacido en 1841 en Vélez Málaga. Sus caminos se encontraron el 18 de abril de 1886, Domingo de Ramos, en la escalinata de entrada a la Catedral de San Isidoro de Madrid. De esta manera, una vida disoluta, un obispo estricto, un asunto de política eclesiástica y una cuestión de honor acabaron en un asesinato. En esa fecha y en ese lugar, el cura Galeote disparó tres veces contra el Obispo Martínez Izquierdo que, atendido en el sitio, fue llevado al hospital y falleció al día siguiente.
Narciso Martínez Izquierdo venía de una familia de labradores que, como era habitual en la época, mandaba a uno de sus hijos al seminario pues era la mejor manera de alimentarlo y educarlo sin muchos gastos. Pero el joven Narciso hizo una brillante carrera en la Iglesia y llegó a Obispo de Salamanca en 1874 y a Obispo de Madrid en 1885. Además, participó en política y fue diputado carlista en 1871 y 1873, y senador en 1876 y 1881. Dadas sus opiniones fuertemente conservadoras, se opuso a la libertad de cultos en la Constitución de 1886 y a la instauración del matrimonio civil en los debates en las Cortes en 1881. Era muy estricto en cuanto al comportamiento del clero, lo que no le hizo muy popular entre algunos de sus administrados. Cuenta Benito Pérez Galdós que, nada más ser nombrado Obispo de Madrid, inició una campaña contra la corrupción en el clero y, entre otras cosas, obligó a los sacerdotes a inscribirse en una sola iglesia y, así, terminar con el sistema de misas diarias dobles, triples o cuádruples que seguían muchos curas para aumentar sus ingresos pues se cobraba por misa celebrada. Los que no cumplían veían como el Obispo les retiraba la licencia para celebrar la misa.
Cayetano Galeote Cotilla, natural de Vélez Málaga, provenía también de familia pobre que con dificultad alimentaba a sus seis hijos. El niño Cayetano, con pocos años, enfermó de otitis bilateral y de ello le quedó la sordera de un oído para toda su vida. Al acabar sus estudios de sacerdocio, fue destinado un tiempo en Madrid, luego en Puerto Rico durante cinco años y, además, fue capellán castrense en Fernando Poo. En 1880 regresó a Madrid y se inició el drama que aquí contamos.
El cura Galeote era un sacerdote inestable que cambiaba a menudo de parroquia en busca de mayores ingresos. Era lo que denominaba un “cura suelto, sin oficio ni beneficio”, iba donde más y mejor pagaban una misa. Sordo desde niño, de mal carácter, violento e irascible, fue descrito por un compañero de colegio como “un verdadero epiléptico”. Finalmente, era notorio y público que, en sus numerosos cambios de domicilio le seguía siempre su ama de llaves, su “sobrina”, Doña Tránsito Durdal, de 33 años y natural de Marbella, con quien parece ser vivía amancebado. En el juicio se utilizó, en este sentido, el hecho demostrado de que en la casa del cura sólo había una cama.
Esta mujer es, quizá, la figura misteriosa de este drama. Según Pérez Galdós, “no es una mujer vulgar”. De figura esbelta, fisonomía inteligente y modales corteses, los que la vieron la describen como de unos treinta años, “guapetona, alta, ojos negros, boca grande y conjunto agradable.” Acompañaba al cura Galeote cuando en 1880 regresó a Madrid desde Fernando Poo. Cómo se encontraron e iniciaron su vida en común y de qué tipo de era esa vida, todos son misterios cuya respuesta sólo se vislumbró en el juicio y en las crónicas de la prensa.
Según su declaración, el cura Galeote disparó contra el Obispo como reparación de su honra mancillada y para hacerse justicia. Todo comenzó con una disputa con el cura Vizcaíno, Rector de la Capilla del Cristo de la Salud. Galeote consideró, quisquilloso a más no poder como era, que Vizcaíno le había retirado el saludo y no le trataba con la educación debida. Además, prohibió a Galeote cantar misa en la Capilla, prohibición que Galeote ignoró. La Junta de la Capilla le destituyó y Galeote se sintió insultado, además de perder unos buenos ingresos. Indignado, Galeote se entrevistó o escribió al Obispo, a su secretario, a su confesor, al Nuncio y a algún que otro político. Cada vez más insolente y amenazador, más tarde confesó que había acechado, con el revólver cargado, al cura Vizcaíno y al Obispo. Y el 18 de abril, Domingo de Ramos, cumplió sus amenazas.
En el juicio no se debatió en absoluto sobre la culpabilidad del cura Galeote pues medio Madrid le había visto disparar al Obispo y, además, él mismo se apresuró a confesar el crimen. Lo que se discutió fue su responsabilidad, o sea, si en el momento de los hechos era dueño de sus actos o era un loco rematado y, por lo tanto, irresponsable. Uno de los psiquiatras que le examinó le describe como “un hombre de carácter violento, poco humilde, tenaz, de imaginación excitable, cargante, iracundo, acalorado, pronunciadamente nervioso, receloso, acusador, insultador, raro, extravagante; es decir, un sacerdote imposible y que no atendía a razones.” Y este mismo psiquiatra, partidario de las teorías degeneracionistas del delincuente promovidas por Cesare Lombroso en las que el aspecto físico revela las cualidades mentales, hace una descripción de Galeote realmente impactante: “es un hombre de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, de cráneo chico, cara larga, frente cuadrada, estrecha y oblicua, quijadas pronunciadas, cuyos dientes salen unos hacia el paladar, y otros divergen empujando el belfo lo que le impide cerrar bien los labios, por entre los cuales despide espumarajos de saliva cuando se excita.” Y así sigue el psiquiatra durante varios párrafos de los que aquí nos vamos a librar.
Más sencillo es Pérez Galdós al describir al cura Galeote. Es “de nariz pequeña y corva, la boca muy grande y muy separada de la nariz, los ojos negros y vivos, la frente despejada.”
En resumen, para los psiquiatras de la defensa, Galeote es un paranoide con delirio persecutorio. Realmente, en el juicio tuvo una conducta sorprendente. Uno de los psiquiatras que leyó su informe al tribunal fue un joven médico llamado Jaime Vera, con un trabajo profundo, directo, preciso y, se agradece, comprensible para cualquiera. Según el corresponsal de El Socialista, una vez leyó el informe, Galeote, entusiasmado, “le alzó en sus robustos brazos, como quien alza una pluma, y le paseó triunfalmente alrededor de la sala, en medio de la estupefacción de todos.” En realidad, Galeote no quería que le declarasen loco; aseguraba que su crimen era por su honor, que el Obispo le “trató como a un perro” y que “matose a sí mismo” y, así, su honra quedó reparada.
Cada vez que su abogado defensor hablaba de su locura, el cura protestaba enérgicamente. Pero nadie le hacía caso. Benito Pérez Galdós, que asistió al juicio como periodista y corresponsal, vio en el acusado, como el resto de la prensa, a una persona extraña, enérgica y de rara conducta. Así lo describe: “el reo se ha permitido las mayores extravagancias, ya desconociendo la autoridad del presidente, ya interrumpiendo a cada instante las declaraciones de los testigos; pasando bruscamente del llanto a la ira, siempre agitado y nervioso, sus palabras, sus apóstrofes, ora epigramáticos, ora terribles, han excitado vivamente el interés público”. Galdós, finalmente, se pregunta, “y en resumidas cuentas, ¿está loco o no?”
El cura Galeote fue condenado a muerte el 9 de octubre de 1886. Sin embargo, su rara conducta en la cárcel llevó al tribunal ordenar un nuevo reconocimiento a una comisión formada por seis médicos, que dictaminó delirio persecutorio. Este informe fue ratificado por la Real Academia de Medicina el 3 de diciembre de 1887. El reo fue encerrado en el manicomio de Leganés donde murió en 1922.
Cuando son los asesinos los que hablan de justificación casi siempre comienzan afirmando que no querían matar, pero han matado y, en el fondo, ha sido sin querer, un accidente, no sé cómo ocurrió,… Por el contrario, la mayoría de las personas en nuestra sociedad occidental, en un momento u otro de su vida, querrían matar, pero no lo hacen. Veamos lo que dicen los expertos de las razones para matar. Podemos empezar con lo que Abraham Maslow escribió en 1943 sobre la motivación humana. Se puede suponer que lo que nos motiva en nuestra vida es, también, lo que nos impulsa a matar. La motivación, según Maslow, comienza con la fisiología, es decir, con las necesidades fisiológicas básicas como la comida, la respiración o el descanso. Después, o más arriba en esta pirámide que estamos construyendo, están las necesidades de seguridad que incluyen nuestra protección, la casa o el territorio. Y por encima está la pertenencia a algo o a alguien y el amor, con el afecto, la amistad y el grupo. También necesitamos la autoestima y la confianza en nosotros mismos cuando buscamos el respeto, el éxito y el estatus. Finalmente, queremos la autorrealización con la moralidad y la creatividad.
Para cubrir estas necesidades es por lo que, en las circunstancias adecuadas, nuestra especie mata a un semejante, o a muchos. Philip Zimbardo fue el que ensayó cómo es que personas normales, como usted y como yo, si se me permite personalizar, acaban cometiendo actos crueles y atroces. Es lo que nos enseñó Hannah Arendt cuando asistió en Jerusalén al juicio de Adolf Eichmann, responsable de la organización del exterminio de judíos en la Segunda Guerra Mundial. No era un asesino cruel y sanguinario, era, simplemente, un funcionario obediente y eficaz que cumplía órdenes. Y sus órdenes eran exterminar a los judíos, y millones murieron bajo la responsabilidad del funcionario Eichmann.
August Hirt: Por la ciencia y el nazismo
El 23 de noviembre de 1944, la 2ª División Blindada de la Francia Libre bajo el mando del general Leclerc, adscrita al 2º Ejército de Estados Unidos de George Patton, entró en Estrasburgo, expulsó al ejército alemán y liberó la ciudad. De inmediato y tal como establecía el protocolo habitual, varios grupos del ejército francés entraron en diferentes instituciones de la ciudad en busca de pruebas y testimonios sobre la ocupación. Entre otros, entraron en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Estrasburgo y, en el sótano, encontraron decenas de cadáveres, completos o desmembrados, cuidadosamente conservados en alcohol.
No había pasado un mes desde la llegada de Leclerc cuando, el 17 de diciembre, comenzaba sus averiguaciones una comisión de oficiales médicos cuyas órdenes eran investigar posibles crímenes de guerra en relación con los cuerpos humanos encontrados en el sótano del Instituto. Pronto descubrieron que la colección pertenecía a August Hirt, profesor de Anatomía y director del Instituto.
August Hirt había nacido en Mannheim el 28 de abril de 1898. Fue voluntario en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, herido gravemente en 1916 y condecorado. Inició sus estudios de Medicina en la Universidad de Heidelberg y se doctoró en 1922 con una tesis sobre el sistema nervioso simpático en reptiles. Fue profesor de Anatomía en la Universidad de Greifswald en 1936. En los años siguientes contribuyó con hallazgos significativos al desarrollo de la microscopía de fluorescencia y fue el autor del concepto de epifluorescencia. Tiene, hasta 1940, un buen curriculum de investigación, con 27 artículos publicados sobre el sistema nervioso y la microscopía de fluorescencia . Siguió investigando, a su manera como veremos más adelante, pero a partir de 1940 no volvió a publicar ningún trabajo. Por esta época, se afilia al Partido Nazi y en la Segunda Guerra Mundial alcanza el grado de Obertsturmführer en las SS y, en 1941, el de Sturmbannführer. En 1942 ingresa en la sociedad Ahnenerbe.
También en 1941 es nombrado director del Instituto de Anatomía de la entonces llamada Reichsuniversitat de Estrasburgo. En los años de guerra, Hirt, junto a Wolfram Sievers, de la Ahnenerbe, y Sigmund Rascher, médico en el campo de concentración de Dachau y colaborador de Mengele, y con la coordinación con Adolf Eischmann, planeó y realizó experimentos con los prisioneros del campo de concentración de Struthof-Natzweiler, situado cerca de Estrasburgo. En particular, su labor principal fue organizar la recogida de cuerpos para la colección del Instituto de Anatomía. En el sótano en el que entraron los hombres de Leclerc había 86 cadáveres.
En 1933, la manía de Himmler por las pseudociencias y por las investigaciones raciales le había llevado a fundar Ahnenerbe o “Herencia de los Antepasados” (¿recuerdan las películas de Indiana Jones y lo que buscaban los nazis?) que, desde 1935, se dedicó a estudiar todo lo relacionado con la “raza nórdica indo-germánica”. Da una idea de sus objetivos el nombre completo de la institución: “Herencia de los Antepasados – Sociedad de Estudios para una Prehistoria Espiritual”. Es evidente por qué Hirt solicitaba fondos y prisioneros a través de la Ahnenerbe y de su director, Wolfram Sievers.
Hirt pretendía crear una colección de cuerpos de judíos para las generaciones futuras, cuando aquella raza hubiera sido exterminada por completo. En concreto, y en carta fechada en febrero de 1942, Hirt quiere cráneos de comisarios soviéticos judíos con el “propósito de dedicarlos a investigaciones científicas”, y además solicita fondos para construir un nuevo microscopio con el que hacer observaciones en vivo. La carta llevaba dos notas adjuntas. En la primera, que se ha perdido, detallaba la nueva técnica microscópica, derivada de la que había desarrollado en sus investigaciones antes de la guerra. En la segunda nota, que se conserva, da instrucciones detalladas a la Wehrmacht y a la Policía Militar de cómo localizar, identificar, tomar datos antropólogicos, ejecutar a los comisarios (lo que llama, con cínico eufemismo, “muerte inducida”) , separar su cabeza y enviarla a Estrasburgo en un recipiente con líquido conservante.
Para Hirt, la colección de Estrasburgo estaba bien provista, pero le faltaban judíos y la guerra en el Este le da la oportunidad que buscaba. Considera los cráneos de los comisarios soviéticos judíos como el no va más de la degradación humana, incluso los considera infrahumanos. Su sueño era desarrollar una nueva disciplina, la Anatomía de la Razas. Quiere reunir en su museo muestras de la especie humana y su ausencia total de respeto hacia los hombres que considera inferiores le ofrece, en medio de la guerra, la oportunidad de conseguirlo. Hirt propone y la Ahnenerbe, Sievers y Himmler, con la ayuda de Rascher y la organización de Eichmann, disponen. El fantasma de la ciencia se convierte en cruel realidad.
Además de las instrucciones para conseguir los cráneos de los comisarios, y en coordinación con Rascher y Eichmann, Hirt organizó el traslado de reclusos, elegidos por ser judíos, desde otros campos de concentración hasta el de Struthof-Natzweiler, donde eran ejecutados por el jefe del campo, Josef Kramer. Este, que fue capturado por los aliados, lo cuenta así en los interrogatorios: “A principios de 1943, recibo los 80 internados destinados a ser suprimidos con la ayuda del gas que me había enviado Hirt. Comencé por llevar a la cámara de gas, una tarde hacia las 4, y con la ayuda de una camioneta, un primer grupo de unas 15 mujeres. Les dije que debían pasar por la cámara de desinfección, y les oculté que iban a ser asfixiadas. Ayudado por algunos SS, les hice desnudarse y entrar en la cámara de gas. Cuando cerraba la puerta, comenzaron a gritar… Di la luz del interior de la cámara con un conmutador externo… y observé lo que ocurría en el interior, medio minuto, y después se derrumbaron.”
Los cuerpos se conservaban en Estrasburgo hasta que Hirt procedía a separar la cabeza y obtener el cráneo; siempre ordenaba destruir lo que quedaba de los cadáveres. Es posible que estos cadáveres, o quizá otros ejecutados de la misma manera, fueron los encontrados en el sótano del Instituto de Anatomía. Hirt también ordenaba destruir los tatuajes que identificaban a los prisioneros de los campos de concentración. El único cadáver con tatuaje fue rápidamente identificado por la comisión médica de los aliados como el de Menahem Taffel. El médico francés Henri Henripierre, ayudante a la fuerza de Hirt, fue quien destruyó los tatuajes, pero los memorizó, los apuntó y guardó los datos durante años.
Unas semanas antes de entrar Leclerc en Estrasburgo, Hirt huyó. Meses después se entregó al alcalde de Schönenbach, cerca de Friburgo, en Alemania. Y el 2 de junio de 1945 volvió a desaparecer; hay quien asegura que se suicidó y otros, en cambio, creen que se esfumó entre los miles de refugiados que entonces recorrían Europa. Como tenía doble nacionalidad, alemana y suiza, en este último país estuvo en busca y captura hasta 1959. En Metz, Francia, fue juzgado en rebeldía en 1953 y condenado a muerte.
Los cargos contra Hirt procedían de tres hallazgos: la carta que he mencionado con las instrucciones para ejecutar comisarios soviéticos judíos; los 86 cadáveres encontrados en el sótano del Instituto de Anatomía; y, en tercer lugar, las preparaciones histológicas encontradas en la Facultad de Medicina de la Universidad de Estrasburgo, descubiertas también al entrar las tropas de Leclerc en la ciudad. Sobre las 54 preparaciones encontradas, el profesor Christian Champy, uno de los mejores histólogos franceses de la época, hizo un informe que trastornó el mundo de la Medicina, incapaz de creer que hubiera médicos que cometieran semejantes atrocidades.
Tras la liberación, el doctor Reisler, junto con la policía francesa, registró las dependencias a cargo de Hirt en la Facultad de Medicina y encontró una serie de preparaciones de testículo humano así como varios cadáveres en los que faltaba un testículo. El doctor Henry Henrypierre, ayudante de Hirt, contó que le habían ordenado hacer las preparaciones histológicas del testículo izquierdo de los cadáveres. Cuando las preparaciones fueron encontradas estaban hechas hacía poco tiempo y los materiales utilizados todavía estaban frescos. Champy y Reisler redactaron un informe que se leyó en la sesión de la Academia de Medicina celebrada el 1 de mayo de 1945 (el 7 de mayo, Alemania se rindió a los aliados y terminó la guerra en Europa).
Son 54 preparaciones que provienen de, al menos, siete individuos. Las lesiones que se observan indican que son consecuencia de inyecciones en el testículo de sustancias tóxicas o irritantes. Por el estado de las lesiones, las inyecciones se han hecho entre ocho días y varias semanas antes de la muerte del sujeto. En la hipótesis más favorable, es decir, suponiendo que las inyecciones se han puesto con anestesia, las lesiones producidas han tenido que ser muy dolorosas. El resto de los tejidos están en buen estado, lo que implica que la persona fue asesinada para tomar la muestra en el momento que se consideró oportuno. Dos de los testículos provienen de dos adolescentes de entre 13 y 15 años. No se consigue averiguar la finalidad de los experimentos. Otra vez el fantasma de la ciencia se hace cruel realidad.
Para Zimbardo, la línea que separa el bien del mal es muy tenue, tal como explica Antonio Crego en su blog en Investigación y Ciencia. El paso que hay que dar, a menudo suave e imperceptible, depende de circunstancias externas y de factores como el sistema legal, económico, social, político y cultural.
Se da el primer paso sin más, sin pensarlo mucho. Hay que recordar las declaraciones de muchos acusados de corrupción en política cuando explican y tratan de justificar su conducta. Volvamos a Zimbardo.
Una vez dado el primer paso, se impone deshumanizar al contrario, a las futuras víctimas. Así es más sencillo no sentir repugnancia o arrepentimiento por el mal que se hará. Después, es aconsejable perderse en la multitud, no ser un individuo sino alguien entre muchos. Ayudan los uniformes, las máscaras, los grupos, y hasta la música, y así se llega a los linchamientos. Ya hemos difuminado y repartido entre muchos la responsabilidad personal. También es interesante como excusa la obediencia debida, la obediencia ciega, la obediencia de Eichmann; otro lo ordenó y no hubo más remedio que obedecer. Es obvio que el grupo y la obediencia no permiten en absoluto la crítica a los comportamientos violentos. Todo lleva, en último término, a la tolerancia neutra del mal, a la banalidad que definía Hannah Arendt.
Kandido Azpiazu Beristain: Uno de los nuestros
Era el 21 de septiembre de 1962 en Azkoitia, Gipuzkoa, después de comer, hacia las cuatro de la tarde. Una mujer, con un niño de la mano y otro en brazos paseaba. Al chaval se le escapó el balón con el que jugaba y salió a la calle. El niño no lo dudó y salió de inmediato a recogerlo y su madre le siguió. Venía un camión. Un hombre, sentado en una silla a la puerta de una tienda de muebles, cogió al bebé de brazos de su madre mientras esta saltaba a la calzada. Ambos, madre e hijo murieron atropellados por el camión. El hombre que salvó al bebé se llamaba Ramón Baglietto y el niño, de 11 meses, era Kandido Azpiazu Beristain.
Han pasado 18 años. Estamos a 18 de mayo de 1980. En la carretera entre Elgoibar y Azkoitia, un Seat 131 robado, con el conductor y un pasajero, se sitúa en paralelo a un Seat 124 blanco y disparan con una metralleta Steiner y con pistolas Browning. El 124 se sale de la calzada y se estrella contra un árbol. El pasajero del 131 sale del coche, se acerca al 124 y con la pistola le dispara el tiro de gracia. No quiere errores, solo muertos. El militante de ETA se llama Kandido Azpiazu Beristain y el asesinado es Ramón Baglietto.
Ahora pasamos otros 25 años y llegamos al 16 de marzo de 2005. Ese día, un etarra salido de la cárcel 10 años antes, se instala como cristalero en una lonja del número 14 de la calle Ibai Ondo de Azkoitia. En ese portal, dos pisos más arriba, vive la viuda de un asesinado por ETA, ahora concejala del PP en el ayuntamiento de su pueblo por donde se mueve siempre acompañada de sus dos guardaespaldas. La viuda se llama Pilar Elías, su marido era Ramón Baglietto, y el cristalero es Kandido Azpiazu Beristain.
Ramón Baglietto, apodado El Pintor, había nacido en Bilbao en 1936 y, en 1962, cuando el accidente con el camión, tenía una tienda de muebles en Azkoitia y estaba prometido a Pilar Elías, la hija del viejo Elías, propietario de la única gasolinera en la carretera de Elgoibar. Fue teniente de alcalde y militante de UCD. Cuando fue asesinado tenía dos hijos, de 9 y 13 años. Su tienda de muebles estaba en la Avenida de Calvo Sotelo, hoy Xabier Munibe Kalea.
María Pilar Elías era de Azkoitia e hija, como ya he dicho, del dueño de la gasolinera de la carretera de Elgoibar. Nació en 1942 en la casa en que todavía vive, en la calle Ibai Ondo, frente al río Urola. En los bajos está la cristalería de Kandido Azpiazu. Tiene, en 2006, dos hijos y tres nietos. Después del asesinato de su marido, años más tarde, fue concejala del PP en el Ayuntamiento de su pueblo durante mucho tiempo, hasta 2011.
Kandido Azpiazu Beristain, de Azkoitia, donde nació el 20 de octubre de 1961, hijo de José Azpiazu, carpintero, y María Nieves Beristain, sus labores, que murió con su hijo mayor, de dos años, José Manuel, atropellados por un camión. Desde los 14 años, Kandido se movió por ambientes de la izquierda abertzale y a los 16 ya quiso entrar en ETA. Empezó a trabajar de carpintero, como su padre, aunque en otra empresa, pero a los 18 años cometió sus primeros atentados y acabó en la cárcel. Se casó con Milagros y tuvo, por lo menos, una hija. Su padre se volvió a casar y nunca le contó a su hijo que Ramón Baglietto le había salvado la vida cuando era un bebé. No se lo relató pero, después del asesinato, nunca pudo aceptar que su hijo había matado al que le salvó la vida.
Todos vecinos del mismo pueblo, todos se conocen desde niños, todos son uno de los nuestros. Por lo menos, eso parece. Pero Kandido Azpiazu nos aclaró algunas dudas en una entrevista que se publicó en 2001. Por ejemplo,
“-Yo no soy un asesino.-Pero usted ha matado.-Porque tenía que hacerse.”…“-¿Cómo te convertiste en asesino?-Yo no soy un asesino.-Has matado.-Por necesidad histórica.”…“Y era bonita esa sensación de ser vasco. Desde que tengo uso de razón he luchado por la independencia de los vascos.”…“-Uno siempre era consciente -dice Azpiazu- de que algún día haríamos lo que después realmente hicimos. Era un largo proceso. Uno no se dice de repente: ‘Hoy me convierto en autor de atentados’, ¿entiendes?, ¿entiendes? Uno madura hasta que…”…“-¿Te asustaste?-Nosotros no sentimos el deseo de matar.-¿No te pudiste negar?-No quise.-Ese momento… Ese momento fue duro.-¿Tuviste miedo?-No. Uno estaba preparado para entregar su vida.-¿Conocías a la persona?-Sí.”…“-Tuvo que ser así.-¿Por qué?-Ese hombre formaba parte del aparato opresor, era conocido de Marcelino Oreja, el entonces ministro de Asuntos Exteriores del Estado español.-¿Y eso bastaba?-La decisión vino de arriba.”
La decisión vino de Eugenio Etxebeste, Anton, entonces número dos de ETA y además, no hay que olvidarlo, primo del asesinado Ramón Baglietto.
“-¿Cómo le mataste?-Una acción armada no se hace con globos. Lo que ocurrió fue la acción de un miembro consecuente… Nada más.-¿Te arrepientes?-Tuvo que ser así. Uno no se sentía orgulloso de ello, no se sentía ni odio ni alegría.”
O, también, al hábito humano primario, como afirmó Alfred Hitchcock. Para el cineasta, nuestra especie mata porque le da la gana, e, incluso, si no hay costumbre de hacerlo, por la cultura del entorno, para experimentar lo que se siente al matar. O, según Robert Mitchum en “La batalla de Anzio”, “el hombre mata porque le gusta matar”. Es más, como propone Peter Morrall, detrás de muchos crímenes está el Schadenfreude, la alegría que provoca la desgracia ajena.
En fin, a nuestra especie le fascina matar, aunque sea, a veces, una banalidad, como decía Hannah Arendt, y, si no podemos matar, nos fascina cómo lo hacen otros.
Referencias:
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Wechsler, P. 2005 (1991). La Faculté de Medecine de la “Reichsuniversität Strassburg” (1941-1945) à l’heure nationale-socialiste. These Doctorat en Medecine, Université Louis Pasteur Strasbourg.
Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
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