Alberto Moravia EL CONFORMISTA (fragmento) Obra Maestra



Obras Maestras de la Literatura Contemporánea
Traducción: Juan Moreno
Editorial Seix Barral, 1984 (© Plaza & Janes Editores, 1984)
ISBN: 84-322-2202-X

PROLOGO





INDICE PARTE 1
Durante su niñez, Marcello sintióse fascinado por los objetos como una garza. Tal vez porque en su casa, y más por indiferencia que por austeridad, sus padres no pensaron jamás en satisfacer su instinto de propiedad; o quizá porque la avidez ocultaba en él otros instintos más profundos y aún oscuros; sentíase asaltado continuamente por unas ansias furiosas hacia los objetos más diversos. Un lápiz con goma de borrar en una punta, un libro ilustrado, una honda, una regla, un tintero portátil de ebonita, cualquier fruslería exaltaba su ánimo, primero con un deseo intenso e irracional de la cosa ambicionada, y luego, una vez que tal cosa había entrado en su posesión, con una estupefacta, hechizada e insaciable complacencia. Marcello tenía en su casa toda una estancia para él, en la que dormía y estudiaba. En ella, todos los objetos esparcidos sobre la mesa o enterrados en los cajones tenían para él carácter de cosas aún sagradas o que apenas habían perdido aún su carácter sagrado, según su adquisición fuese reciente o antigua. En suma, no eran objetos semejantes a los otros que se encontraban en casa, sino más bien retazos de una experiencia por hacer o ya realizada, cargada por completo de pasión y oscuridad. A su modo, Marcello se daba cuenta de este carácter singular de la propiedad, y, al mismo tiempo que le proporcionaba un goce inefable, sufría por ello como por un pecado que se renovaba continuamente y no le dejaba ni siquiera el tiempo de sentir remordimiento.
Pero, entre todos los objetos, los que lo atraían de una manera especial, tal vez porque le estaban prohibidos, eran las armas. Pero no ya las armas fingidas con que jugaban los niños, los fusiles de madera o metal, las pistolas con detonadores o los puñales de madera, sino las armas de verdad, en las cuales la idea de la amenaza, del peligro y de la muerte, no está confiada a una mera semejanza de formas, sino que constituye la razón primera y última de su existencia. Con la pistola de los niños se jugaba a la muerte sin posibilidad alguna de provocarla en realidad, mientras que con las pistolas de los mayores, la muerte no sólo era posible, sino inminente, como una tentación frenada sólo por la prudencia. Marceno había tenido a veces entre sus manos estas armas de verdad: un fusil de caza en el campo y la vieja pistola de su padre, que éste, un día, le mostrara en un cajón, y una y otra vez había sentido un escalofrío de comunicación, como si su mano hubiese encontrado, al fin, una prolongación natural en la culata del arma.

Marcello tenía muchos amigos entre los niños del barrio, y no tardó en darse cuenta de que su afición a las armas tenía unos orígenes más profundos y oscuros que sus inocentes inclinaciones militares. Jugaban a los soldados fingiendo crueldad y ferocidad, pero en realidad persiguiendo el juego por amor al juego e imitando aquellas crueles actitudes, sin participar realmente en las mismas. En cambio, en él ocurría lo contrario: la crueldad y la ferocidad buscaban una válvula de escape en el juego de los soldados, y, a falta de éste, en otros pasatiempos que implicaban el gusto por la destrucción y la muerte. En aquel tiempo, Marcello era cruel de una manera natural, sin remordimiento ni vergüenza, porque sólo la crueldad le proporcionaba unos placeres que no le parecían insípidos, y esta crueldad era aún lo bastante pueril como para no despertar sospechas en sí mismo ni en los demás. Por ejemplo, bajaba al jardín a una hora cálida de aquellos inicios del verano. Era un jardín pequeño, pero exuberante, en el que, con gran desorden, crecían numerosos árboles y plantas abandonados durante años a su talante natural. Marcello bajaba al jardín armado de un junco seco, delgado y flexible, que había arrancado, en la buhardilla, de un viejo sacudidor de alfombras; y durante unas momentos daba vueltas entre las sombras caprichosas de los árboles y los ardientes rayos del sol, por senderos de grava, observando las plantas. Notaba que sus ojos centelleaban, que todo el cuerpo se le abría a una sensación de bienestar, que parecía confundirse con la vitalidad general del jardín exuberante y lleno de luz, y se sentía feliz. Pero con una felicidad agresiva y cruel, casi deseosa de parangonarse con la desgracia de los demás. Cuando veía en medio de un arriate una bonita mata repleta de margaritas blancas y amarillas, o bien un tulipán de corola roja erguida sobre el verde tallo, o una planta silvestre de flores altas, blancas y carnosas, Marcello hacía vibrar enérgicamente el junco, que silbaba en el aire como una espada. El junco cortaba en seco flores y hojas, que caían limpiamente a tierra junto a la planta, dejando rígidos los decapitados tallos. Al actuar así experimentaba un incremento de vitalidad y casi la deliciosa complacencia que inspira la descarga de una energía largo tiempo reprimida; pero, al mismo tiempo, sentía una confusa sensación de poder y justicia. Como si aquellas plantas hubiesen sido culpables y él hubiera tenido en sus manos el poder para castigarlas. Mas no le era del todo desconocido el carácter prohibido y culpable de este pasatiempo. De vez en cuando, y a pesar suyo, dirigía furtivas miradas a la villa, temeroso de que su madre, desde la ventana del salón o la cocinera desde la cocina, pudieran observarlo. Y se daba cuenta de que temía no tanto el reproche cuanto el simple testimonio de hechos que él mismo consideraba anormales y misteriosamente manchados de culpabilidad.

De las flores y las plantas a los animales, el tránsito fue insensible, como lo es en la naturaleza. Marcello no habría sabido decir cuándo advirtió que aquel mismo placer que experimentaba al arrancar las plantas y decapitar las flores, lo sentía con más intensidad y profundidad al infligir las mismas violencias a los animales. El motivo que lo impulsó por este nuevo camino tal vez fue sólo un golpe de junco que, en vez de mutilar un arbusto, dio de lleno a una lagartija adormilada en una rama, o quizá fue un comienzo de hastío y saciedad lo que le sugirió buscar nueva materia sobre la que ejercitar su crueldad aún inconsciente. Sea como fuere, una tarde silenciosa en la que dormían todos en casa, Marcello se encontró de pronto, como herido por un rayo de remordimiento y de vergüenza, ante un montón de cadáveres de lagartijas. Se trataba de cinco o seis de estos animales que, con distintos procedimientos, había hecho salir de las ramas de los árboles o de entre las piedras del muro que circuía la finca, para fulminarlas luego con un golpe de junco precisamente en el momento en que, sospechando de su inmóvil presencia, trataban de huir hacia cualquier refugio. No habría sabido decir o, mejor aún, prefería no recordar cómo había llegado a aquello. Sea como fuere, todo había terminado ya y únicamente quedaba el sol ardiente e impuro sobre los cuerpos sanguinolentos y sucios de polvo de las lagartijas muertas. Y ahora permanecía de pie ante la acera de cemento sobre la que yacían las lagartijas, apretando fuertemente el junco en la mano; y sentía aún en su cuerpo y en su rostro la excitación que lo había invadido durante la matanza, pero ya no de una forma ardientemente agradable, como entonces, sino tamizada por el remordimiento y la vergüenza. Además, se daba cuenta de que, al habitual sentimiento de crueldad y poder, se había añadido esta vez una turbación particular, nueva para él e inexplicablemente física; y, junto con la vergüenza y el remordimiento, experimentaba una confusa sensación de espanto. Había descubierto en sí mismo un carácter del todo anormal, que lo hacía sonrojarse y que había de mantener secreto para no avergonzarse, además de sí mismo, frente a los demás y que, en consecuencia, lo separaría para siempre de la sociedad de sus coetáneos. No había duda: él era distinto de los muchachos de su edad, quienes no se dedicaban, ni en grupos ni solos, a semejantes pasatiempos; y, por añadidura, distinto de manera definitiva. Porque lo cierto era que las lagartijas estaban muertas, y aquellas muertes, junto con las crueles y locas acciones cometidas por él para provocarlas, no tenían justificación. En suma, él era aquellas acciones, como en el pasado había sido otras del todo inocentes y normales.

Alberto Moravia, seudónimo literario de Alberto Pincherle; 1907-1990). Escritor italiano, nació y murió en Roma. Desde su primera novela, Gli indifferenti (Los indiferentes), publicada en 1929, se perfila la trayectoria narrativa del autor en la descripción de los vicios secretos de la sociedad burguesa, más allá del naturalismo o del realismo decimonónico. Un distanciamiento pesimista y amoral que vuelve a aparecer en La bella vita (1935), Le ambizioni sbagliate (Las ambiciones equivocadas, 1935), L'imbroglio (1937) y La mascherata (1941); y esa fría visión de los personajes, recogidos en sus más oscuras debilidades y claudicaciones morales, está servida por un estilo narrativo deliberadamente monótono, gris, preciso. Además de estos títulos escribió: Agostino (1944), La romana (1947), La disubbidenza (1948), Il conformista (1951), Il disprezzo y Raconti romani (1954), La ciociara (1957), La noia (1960); algunas obras teatrales irrelevantes como Beatrice Cenci (1965) e Il mondo è quello che è (El mundo es lo que es, 1966); y varios libros de viajes y recopilaciones de artículos periodísticos. Su novela La vita interiore produjo al ser publicada en 1978 un gran escándalo por la crudeza con que trata el tema del erotismo en un ambiente burgués. En 1990 se publicó La villa del venerdì y en 1993 La mujer leopardo (póstuma).


El conformista (Il conformista), novela que llevó al cine Bernardo Bertolucci en 1970. En 1938 en París, Marcello Clerici está inmerso en sus recuerdos. Es un joven profesor de filosofía, cuya existencia ha sido marcada por un acontecimiento dramático: en efecto, cree que de pequeño mató a Lino Seminara, un chofer que intentó mantener relaciones homosexuales con él. A partir de entonces ha estado constantemente buscando algo que le rescate del remordimiento que le atormenta. Cuando el fascismo llega al poder, persiguiendo su propio deseo de normalidad, Clerici comulga con el régimen: esta elección le permite introducirse en una sociedad cuyos emblemas son el orden y la disciplina y en la que el mal y la violencia se han convertido en modelos de comportamiento muy extendidos. También su vida privada revela una evidente vocación de conformismo: atormentado por una madre morfinómana y un padre violento, Clerici está comprometido con Giulia, una chica burguesa, fácil y ambiciosa. Sin embargo, él cree que al casarse ella también se convertirá en una señora “normal”. La oportunidad de superar su sentido de culpabilidad se la ofrece la propuesta que le hace la Ovra, la policía secreta fascista: debe entregar a los sicarios del régimen al profesor Quadri, su antiguo profesor de la Universidad y actualmente exiliado político en Francia. Colaborando en este delito, Marcello cree que podrá redimirse del asesinato que cometió en su juventud: en efecto, esta vez la muerte se justifica por los principios en los que cree. Con el pretexto del clásico viaje de novios a París, Marcello se reúne con Quadri y su mujer Anna, una francesa muy guapa y emancipada que entabla una amistad morbosa con Giulia, su mujer. Marcello, que se enamora de Anna, intenta evitar que se vea envuelta en el delito que está a punto de cometerse, pero ya no puede aplazar su misión: durante un viaje en coche, asiste impasible al asesinato de Quadri y Anna. Pasan los años y precisamente el 25 de julio de 1943, cuando en Roma se celebra la caída del fascismo, Marcello encuentra por casualidad al hombre al que creía haber matado de pequeño. A pesar de darse cuenta de las aberraciones a las que le ha llevado un remordimiento infundado, una vez más su comportamiento se adecua a los nuevos acontecimientos: acusa a Seminara del delito que él mismo ha cometido, denuncia a un amigo fascista y se une a los que festejan la caída del régimen.
Aquel día, para confirmar aquel descubrimiento tan nuevo y doloroso de su propia anormalidad, Marcello quiso confrontarse con un pequeño amigo suyo, Roberto, que vivía en la casa junto a la suya. Hacia el crepúsculo, Roberto, tras haber acabado de estudiar, bajó al jardín; y hasta la hora de la cena, por mutuo acuerdo de las familias, los dos muchachos jugaban juntos, ora en el jardín del uno, ora en el del otro. Marcello esperó aquel momento con impaciencia, durante toda la larga y silenciosa tarde, solo en su habitación, tumbado en la cama. Sus padres habían salido, y en casa sólo estaba la cocinera, cuya voz oía de cuando en cuando tararear alguna canción en la cocina, en la planta baja. En general, por la tarde estudiaba o jugaba solo en su habitación; pero aquel día no sintióse atraído por los estudios ni por el juego; veíase incapaz de hacer algo y, al propio tiempo, no podía tolerar aquel ocio. Lo paralizaban y, a la vez lo llenaban de impaciencia, la angustia del descubrimiento que le parecía haber hecho y la esperanza de que aquella angustia fuese disipada por el próximo encuentro con Roberto. Si éste le decía que también él mataba lagartijas, que le gustaba matarlas y que no veía ningún mal en ello, le parecería como si se borrara de él toda sensación de anormalidad y podría mirar con indiferencia la matanza de las lagartijas y considerarla como un incidente privado de significado y sin consecuencias. No habría sabido decir por qué atribuía tanta autoridad a Roberto; oscuramente pensaba que si también Roberto hacía aquellas cosas, de aquella forma y con aquellos sentimientos, eso querría decir que todos las hacían; y el que todos las hicieran era normal, o sea, bueno. Pero estas reflexiones no eran muy claras en la mente de Marcello, y se le presentaban más bien como sentimientos e impulsos profundos, que como pensamientos precisos. Pero de un hecho le parecía estar seguro: de la respuesta de Roberto dependía la tranquilidad de su ánimo.

Con esta esperanza y esta angustia, esperó impacientemente la hora del crepúsculo; estaba ya casi adormilado cuando oyó que le llegaba del jardín un largo silbido modulado: era la señal convenida, con la que Roberto lo advertía de su presencia. Marcello saltó de la cama y, sin encender luz alguna, en la penumbra del crepúsculo, salió de su habitación, bajó la escalera y se asomó al jardín.

En la indecisa luz del crepúsculo estival, los árboles permanecían inmóviles y taciturnos; bajo las ramas, la sombra era ya nocturna. Saturaban el aire inmóvil y denso emanaciones de flores, olor a polvo e irradiaciones solares que brotaban de la tierra. La verja que separaba el jardín de Marcello del de Roberto desaparecía por completo bajo una yedra gigantesca, exuberante y profunda, semejante a un muro de hojas superpuestas. Marcello se fue directamente hacia un rincón al fondo del jardín, donde la yedra y la sombra eran más densas, subióse a una enorme piedra y, con un solo gesto deliberado, apartó una profusa masa de la planta trepadora. Él fue quien ideó aquella especie de portillo en el follaje de la yedra, por un sentido de juego secreto y lleno de aventura. Separada la yedra, aparecieron las barras de la verja y, tras las barras, el rostro fino y pálido, bajo los rubios cabellos, de su amigo Roberto. Marcello se puso de puntillas sobre la piedra y preguntó:

–¿No nos ha visto nadie?

Era la fórmula con que se iniciaba aquel juego. Roberto respondió, como recitando una lección:
–No, nadie. –Y, tras un momento–: ¿Has estudiado algo?
Hablaba en susurros, otro de los procedimientos convenidos. También susurrando, respondió Marcello:
–No, hoy no he estudiado... no tenía ganas... le diré a la maestra que me sentía mal.
–Yo he hecho el deber de italiano –murmuró Roberto– y uno de los problemas de aritmética... me queda otro... Pero, ¿por qué no has estudiado?
Era la pregunta que esperaba Marcello:
–Pues no he estudiado –respondió– porque he estado cazando lagartijas. –Esperaba que Roberto le dijera: «¡Ah, sí! Yo también cazo a veces lagartijas», o algo por el estilo. Pero la cara de Roberto no expresaba ninguna complicidad y ni siquiera curiosidad. Añadió con esfuerzo, tratando de disimular su embarazo–: Las he matado todas.
Roberto preguntó prudentemente:
–¿Cuántas?
–Siete en total –respondió Marcello. Y luego, esforzándose, manifestó con jactancia técnica e informativa–: Estaban en las ramas de los árboles y entre las piedras... Esperé que se movieran y luego las pesqué al vuelo... con un solo golpe de este junco... un golpe por cada una. –Hizo una mueca de complacencia y mostró el junco a Roberto.
Vio cómo el otro lo miraba con una curiosidad no ajena a una especie de maravilla:
–¿Por qué las has matado?
–Pues... –titubeó; estuvo a punto de decir: «Porque me causaba placer»; pero inmediatamente, sin saber por qué, se detuvo y respondió–: Porque son dañinas... ¿No sabes que las lagartijas son perjudiciales?
–No –dijo Roberto–, no lo sabía... ¿Perjudiciales para qué?
–Se comen las uvas –dijo Marcello–. El año pasado, en el campo, se comieron todas las uvas del parral.
–Pero aquí no hay uvas.
–Además –prosiguió sin atender la objeción– son malas... Una, cuando me vio, en vez de escapar, se dirigió contra mí con la boca abierta... Si no la hubiese detenido a tiempo, se me habría echado encima. –Calló por un momento y luego, más confidencialmente, añadió–: ¿No has matado nunca a ninguna?
Roberto sacudió la cabeza y respondió:
–No, nunca. –Y luego, bajando la vista y con el rostro compungido, añadió–: Dicen que no se ha de hacer daño a los animales.
–¿Quién lo dice?
–Mamá...
–¡Bah, dicen tantas cosas...! –exclamó Marcello, cada vez menos seguro de sí mismo–. Pero tú prueba, no seas tonto... Te aseguro que es la mar de divertido.
–No, no probaré.
–Pero, ¿por qué?
–Porque es hacer mal.
Así no había nada que hacer, pensó Marcello contrariado. Sentía un impulso de ira contra aquel amigo que, sin darse cuenta de ello, lo inmovilizaba en su propia anormalidad. Sin embargo, logró dominarse y le propuso:
–Mira, mañana volveré de nuevo a cazar lagartijas... Si vienes conmigo, te regalaré la baraja de cartas del «Comerciante en la Feria».
Sabía que para Roberto era una oferta muy tentadora, pues había expresado varias veces su deseo de poseer aquella baraja. Y, en efecto, Roberto, como iluminado por una súbita inspiración, respondió:
–Iré a cazarlas contigo, pero con una condición: que las cojamos vivas, las metamos en una cajita y luego las dejemos en libertad... A cambio de ello, tú me darás la baraja.
–Eso no –replicó Marcello–, lo bueno está precisamente en golpearlas con este junco... Apuesto a que no eres capaz de hacerlo. –El otro no dijo nada. Marcello prosiguió–: Entonces vendrás, ¿verdad? Pero has de buscarte otro junco.
–No –opuso Roberto con obstinación–, no iré.
–Pero, ¿por qué? Mira que la baraja es nueva.
–No; es inútil –dijo Roberto–, no mataré lagartijas, aunque... –titubeó unos instantes, buscando un objeto de valor proporcionado– me ofrezcas tu pistola.
Marcello comprendió que era inútil toda insistencia y, de pronto, se dejó arrastrar por la ira que hervía en su pecho desde hacía un rato:
–No quieres porque eres un cobarde –replicó–, porque tienes miedo.
–¿Miedo de qué? La verdad es que me haces reír.
–Tienes miedo –repitió Marcello airado–, eres un gallina... un verdadero gallina.
De pronto alargó un brazo a través de la verja y cogió a su amigo por una oreja. Roberto tenía orejas salientes, rojas, y no era la primera vez que Marcello se las cogía; pero nunca con tanta rabia y con un deseo tan preciso de hacerle daño.
–¡Confiesa que eres un gallina!
–¡No! ¡Déjame! –empezó a lamentarse el otro, retorciéndose–. ¡Ay, ay!
–¡Vamos, confiesa que eres un gallina!
–¡No... déjame!
–¡Confiesa que eres un gallina!
En su mano, la oreja de Roberto ardía, caliente y sudorosa; en los ojos azules del atormentado aparecieron lágrimas. Balbuceó:
–Bueno, está bien, soy una gallina –y Marcello lo soltó en seguida. Roberto se apartó de la verja y, echándose a correr, gritó–: ¡No soy un gallina...! –Mientras lo decía, pensaba: «No soy un gallina... ¡Te la he jugado!» Desapareció, y su voz, lacrimosa y burlona, se perdió a lo largo, más allá del bosquecillo del jardín contiguo.
Este diálogo le dejó una sensación de profundo malestar. Roberto, junto con su solidaridad, le había negado la absolución que él buscaba y que le parecía ligada a aquella solidaridad. Por tanto, era rechazado a la anormalidad; pero no sin haber mostrado antes a Roberto cuánto le urgía salir de ella y haberse dejado arrastrar –de lo cual se daba perfecta cuenta– a la mentira y a la violencia. Y ahora se unía a la vergüenza y al remordimiento de haber matado las lagartijas, la vergüenza y el remordimiento de haber mentido a Roberto sobre los motivos que lo impulsaban a pedirle su complicidad y haberse traicionado con aquel movimiento de ira cuando lo cogió por la oreja. A la primitiva culpa se añadía ahora una segunda; y él no podía liberarse en modo alguno de la una ni de la otra.
De cuando en cuando, entre estas amargas reflexiones, su memoria volvía una y otra vez a la matanza de lagartijas, como si esperase encontrarla de nuevo limpia de todo remordimiento y pudiese considerar aquello un simple hecho como otro cualquiera. Pero inmediatamente se daba cuenta de que habría querido que las lagartijas no estuviesen muertas; y, junto con ello, viva y quizá no del todo desagradable, mas precisamente por esto tanto más repugnante, volvía de nuevo a él aquella sensación de excitación e inquietud física que había experimentado mientras daba muerte a los animales; y era tan fuerte, que le hizo incluso dudar de poder resistir la tentación de repetir la matanza los días próximos. Este pensamiento lo aterrorizó; así, no sólo era anormal y no sólo no podía suprimir su anormalidad, sino que ni siquiera se sentía capaz de dominarla. En aquel momento se encontraba en su habitación, sentado a la mesita, ante un libro abierto, en espera de la cena. Se levantó impetuosamente, se dirigió a la cama y, poniéndose de rodillas junto al lecho, como solía hacerlo cuando rezaba sus oraciones, dijo en voz alta, juntando las manos y con acento que le pareció sincero: «Juro ante Dios que no volveré a tocar jamás flores, ni plantas, ni lagartijas.»
No obstante, subsistía la necesidad de absolución que lo había impulsado a buscar la complicidad de Roberto, sin bien trocada ahora en su contrario, o sea, en una necesidad de condena. Roberto, que podría haberlo salvado del remordimiento poniéndose a su lado, no tenía la suficiente autoridad para confirmar el fundamento de este remordimiento y poner orden en la confusión de su mente con un veredicto inapelable. Era un muchacho como él, aceptable como cómplice, pero inadecuado como juez. Pero Roberto, al rechazar su proposición, había adoptado, en apoyo de su propia repugnancia, la autoridad materna. Marcello pensó que se lo diría también a su madre. Sólo ella podía condenarlo o absolverlo y, de una forma u otra, dar cabida a su hecho en un orden cualquiera. Marcello, al tomar esa decisión, razonaba en abstracto, como refiriéndose a una madre ideal, como debería ser y no tal como era. En realidad, dudaba del éxito de su confesión. Pero él sólo tenía aquella madre y había de aceptarla tal como era, y, por otra parte, su impulso de dirigirse hacia ella era más fuerte que cualquier duda.
Marcello esperó el momento en que su madre, tras haberse metido él en la cama, acudía a su habitación a darle las buenas noches. Éste era uno de los pocos momentos en que tenía ocasión de verla cara a cara. La mayor parte de las veces, durante las comidas o en los raros paseos que daba junto a sus padres, siempre estaba presente el padre. Marcello, aunque por instinto no tuviese mucha confianza en su madre, la amaba y, quizá más que amarla, la admiraba de una forma perpleja y apasionada, como se admira a una hermana mayor de costumbres singulares y carácter caprichoso. La madre de Marcello, que se había casado muy joven, había permanecido, moral e incluso físicamente, una muchacha. Por otra parte, aun no teniendo confianza alguna con su hijo, del que se ocupaba poquísimo a causa de sus numerosos compromisos mundanos, jamás había separado su propia vida de la de él. Así, Marcello había crecido en un continuo tumulto de entradas y salidas precipitadas; de vestidos probados y rechazados; de conversaciones telefónicas tan frívolas como interminables; de berrinches con sastres y proveedores; de discusiones con la camarera, de continuos cambios de humor por los motivos más fútiles. Marcello podía entrar en la habitación de su madre en cualquier momento, espectador curioso e ignorado de una intimidad en la que no tenía lugar alguno. A veces su madre, como sacudiéndose la inercia por un súbito remordimiento, decidía dedicarse a su hijo y se lo llevaba consigo a casa de la modista. En estas ocasiones, obligado a pasar largas horas sentado en una banqueta mientras su madre se probaba sombreros y vestidos, Marcello casi añoraba la acostumbrada indiferencia borrascosa de su madre.
Aquella noche, como comprendió en seguida, su madre tenía más prisa de la acostumbrada. Y, en efecto, antes de que Marcello hubiese tenido tiempo de superar su timidez, ella se volvió de espaldas y se dirigió, a través de la oscura estancia, hacia la puerta, que había dejado entornada. Pero Marcello no podía aplazar un día más el juicio del que tenía necesidad. Sentándose en la cama, la llamó en voz alta:
–¡Mamá!
La vio volverse en el umbral, con gesto casi de enojo.
–¿Qué hay, Marcello? –preguntó acercándose de nuevo a la cama.
Ahora estaba de pie junto a él, a contraluz, blanca y delicada en su negro vestido descolado. Su rostro fino y pálido, enmarcado por cabellos negros, quedaba en la sombra, aunque no tanto como para que Marcello no pudiese distinguir en él una expresión disgustada, presurosa e impaciente. Sin embargo, transportado por su impulso, se atrevió a anunciarte:
–Mamá, he de decirte una cosa.
–Bien, Marcello, pero dila pronto... Mamá tiene que marcharse... Papá está esperando. –Entretanto, con ambas manos manipulaba el cierre del collar.
Marcello quería revelar a su madre la matanza de las lagartijas y preguntarle si había hecho mal. Pero la prisa materna le hizo cambiar de idea. O, mejor, modificar la frase que había preparado mentalmente. De pronto, las lagartijas le parecieron animales demasiado pequeños e insignificantes para poder retener la atención de una persona tan distraída. Inmediatamente –sin saber ni siquiera por qué– inventó una mentira, agrandando su propio delito. Esperaba que la enormidad de su culpa lograra impresionar la sensibilidad materna, que, de una manera oscura, adivinaba obtusa e inerte. Con una seguridad que lo maravilló, dijo:
–Mamá, he matado al gato.
En aquel momento, la madre había logrado encontrar, por fin, las dos partes del cierre. Con las manos reunidas en la nuca y el mentón clavado en el pecho, miraba al suelo y, de cuando en cuando, su impaciencia la hacía golpear con el tacón sobre el pavimento.
–¡Ah, sí! –exclamó con voz incomprensiva, como vacía de toda atención por el esfuerzo que estaba realizando.
Marcello remachó, seguro:
–Lo maté con la honda.
Vio a su madre sacudir la cabeza con disgusto y luego quitar las manos de la nuca y mantener en una el collar que no había conseguido cerrar:
–¡Este maldito cierre! –exclamó con rabia–. Anda Marcello, guapo, ayúdame a ponerme el collar. –Sentóse en la cama, al sesgo, de espaldas a su hijo, y añadió con impaciencia–: Presta atención al chasquido del cierre. De lo contrario, se abrirá de nuevo. –Mientras le hablaba, le presentaba la delgada espalda, desnuda hasta la cintura, blanca como el papel a la luz que entraba por la puerta. Sus manos suaves, de rojas y aguzadas uñas, mantenían el collar suspendido sobre la delicada nuca, sombreada de ensortijado vello. Marcello se dijo que, una vez cerrado el collar, lo escucharía con más paciencia; enderezándose, tomó las dos puntas y las unió al primer intento. Luego su madre ,se puso en pie en seguida e, inclinándose hasta rozarle la cara con un beso, le dijo–: Gracias... Y ahora, duérmete... Buenas noches. –Y antes de que Marcello hubiese tenido tiempo de retenerla con un gesto o un grito, había desaparecido.
El día siguiente amaneció cálido y nublado. Marcello, tras haber comido en silencio en medio de sus también silenciosos padres, deslizóse a hurtadillas de su asiento y salió al jardín por la puerta-ventana. Como de costumbre, la digestión provocaba en él un desagradable torpor, mezclado con una túrgida y reflexiva sensualidad. Caminando despacio, casi de puntillas, sobre la crujiente grava, a la sombra de los árboles pululantes de insectos, fue hasta la verja y miró hacia fuera. Se le apareció la tan conocida calle, ligeramente inclinada, flanqueada por dos filas de árboles pimenteros, de un verde plumoso y casi lactescente, desierta a aquella hora y extrañamente oscura a causa de las nubes bajas y negras que obstruían el cielo. Enfrente se entreveían otras verjas, otros jardines, otras villas semejantes a la suya.
Tras haber observado atentamente la calle, Marcello se descolgó de la verja, sacó la honda del bolsillo y se inclinó hacia el suelo. Entre la menuda grava había algunos trozos de piedra blanca más grandes. Marcello tomó uno del tamaño de una nuez, lo metió en el disco de cuero de la honda y se puso a pasear a lo largo del muro que separaba su jardín del de Roberto. Su idea o, mejor aún, su sentimiento, era el de que se encontraba en estado de guerra con Roberto y que debía vigilar con la máxima atención la yedra que cubría el muro circundante y, al observar el más mínimo movimiento, hacer fuego, disparar la piedra que apretaba en la honda. Era un juego en el que se expresaban a la vez el rencor contra Roberto, que no había querido ser su cómplice en la matanza de las lagartijas, y el instinto salvaje y cruel que lo había impulsado a dicha matanza. Naturalmente, Marcello sabía muy bien que Roberto –el cual solía dormir a aquella hora– no lo espiaba detrás del follaje de la yedra; pero, aun sabiéndolo, actuaba con seriedad y consecuencia, como si, por el contrario, hubiese estado seguro de que Roberto se hallaba allí. La yedra, vieja y gigantesca, trepaba hasta las agudas puntas de la verja, y las hojas, superpuestas unas a otras, grandes, negras, polvorientas, parecidas a volantes de encajes en un pecho tranquilo de mujer, permanecían quietas y fláccidas en el ambiente pesado y sin aire. Un par de veces le pareció que un ligerísimo temblor hacía palpitar el follaje, o, mejor aún, se dijo que había visto aquel temblor, y en seguida, con una satisfacción intensa, lanzó la piedra en lo más denso de la yedra.
Inmediatamente después se agachó con rapidez, cogió otra piedra y se volvió a colocar en posición de combate, con las piernas abiertas en compás, los brazos extendidos hacia delante y la honda presta a dispararse. Nunca se podía estar seguro, y a lo mejor Roberto se encontraba detrás de las hojas apuntando contra él, con la ventaja de estar escondido, mientras que él, por el contrario, se hallaba completamente al descubierto. Y así, con este juego, llegó al fondo del jardín, al punto en el que había abierto el portillo entre el follaje de yedra. Allí se detuvo y miró atentamente el muro circundante. En su fantasía, la casa era un castillo; la verja oculta por la planta trepadora, los muros fortificados, y el agujero, una brecha peligrosa y fácilmente traspasable. Entonces, de pronto, y esta vez sin posibilidad de duda, vio moverse las hojas de derecha a izquierda, temblando y oscilando. Sí, estaba seguro, las hojas se movían, y era indudable que alguien lo hacía. Con la rapidez del rayo pensó que no era Roberto, que se trataba de un juego y que, puesto que era un juego, podía tirar la piedra; pero simultáneamente pensó que allí estaba Roberto y que, por tanto, no podía tirar la piedra si no quería matarlo. Al fin, con repentina e irreflexiva decisión, volteó la honda y arrojó la piedra contra el follaje. No contento en ello, se inclinó, metió febrilmente otra piedra en la honda, la tiró, cogió una tercera y la arrojó también. Ya había dejado aparte escrúpulos y temores y no le importaba nada que Roberto estuviese o no estuviese allí. Experimentaba solamente una sensación de excitación alegre y belicosa. Al fin, jadeante, tras haber agujereado varias veces el follaje, dejó caer la honda al suelo y trepó por el muro de cerco. Tal como había previsto y esperado, Roberto no estaba allí. Pero las barras de la verja estaban muy separadas y permitían meter la cabeza en el jardín contiguo. Impulsado por una extraña curiosidad, se asomó y miró hacia abajo.
En la parte del jardín de Roberto no había yedra, sino un arriate cultivado con írides que corría entre el muro y el sendero de grava. De pronto, y precisamente bajo sus ojos, entre el muro y la hilera de írides blancos y violeta, tendido de lado, Marcello vio un enorme gato gris. Un terror insensato le cortó la respiración, al contemplar la posición innatural del gato: tumbado de costado, con las patas alargadas y relajadas y el hocico abandonado contra el mantillo. El pelo, denso y de un gris azulado, aparecía ligeramente erizado, enmarañado e inerte, como las plumas de algunas aves muertas que había visto a veces en la mesa de mármol de la cocina. Su terror se intensificaba. Saltó a tierra, sacó de un rosal una de las cañas de sostén, volvió a trepar al muro y, alargando el brazo entre las barras de la verja, logró tocar el flanco del gato con la terrosa punta de la caña. Pero el gato no se movió. De pronto, los írides de altos tallos verdes, de corolas blancas y violetas, inclinadas en torno al gris e inmóvil cuerpo, le parecieron flores mortuorias, como tantas otras depositadas por una mano piadosa en torno a un cadáver. Alejó la caña lejos de sí y, sin preocuparse de arreglar la yedra, saltó a tierra.
Sentíase agitado por una promiscuidad de sensaciones de terror, y su primer impulso fue el de correr a encerrarse en un armario, en una alacena, en cualquier lugar donde hubiese oscuridad y clausura, para huir de sí mismo. Sentía terror, ante todo, por haber matado el gato, y después, quizá en mayor medida, por haber anunciado esta muerte a su madre la noche anterior. Aquello era una señal indudable de que, de una forma fatal y misteriosa, estaba predestinado a realizar actos de crueldad y de muerte. Pero el terror que despertaban en él la muerte del gato y la significativa premonición de la misma, era ampliamente superado por el terror que le inspiraba la idea de que, al matar al gato, había tenido en realidad la intención de matar a Roberto. Sólo que el azar había querido que fuese el gato en vez del amigo. Sin embargo, en el fondo había algo no carente de sentido: no se podía negar que se hubiese dado una progresión desde las flores a las lagartijas, desde las lagartijas al gato y desde el gato al homicidio de Roberto, pensado y querido, aunque no consumado, pero todavía posible y tal vez inevitable. Por tanto, él era un anormal, y no podía por menos de pensar o, mejor dicho, de sentirse, con una viva, física conciencia de esta anormalidad, como un anormal señalado por un destino solitario y amenazador e impulsado ya hacia un camino sangriento en el que ninguna fuerza humana podría detenerlo. Daba vueltas en su cabeza frenéticamente a estos pensamientos en el breve espacio que mediaba entre la casa y la verja, levantando de vez en cuando la mirada hacia las ventanas de la villa casi con el deseo de ver aparecer en ellas la figura de su frívola y atolondrada madre. Pero ella no podía ya hacer nada por él, suponiendo que alguna vez hubiese sido capaz de hacer algo. Luego, con repentina esperanza, corrió de nuevo al fondo del jardín, trepó hasta el muro y se asomó por entre las barras de la verja. Casi se hacía la ilusión de encontrar vacío el lugar en que antes había visto el gato exánime. Pero no; el gato seguía allí, gris e inmóvil en su corona funeraria de írides blancos y violeta. Y la muerte era revelada con una sensación macabra de carroña en putrefacción, por una negra faja de hormigas que, partiendo del sendero, subía al arriate y llegaba hasta el hocico e incluso hasta los ojos del animal. De pronto, mientras miraba, y casi por sobreimpresión, le pareció ver, en lugar del gato, a Roberto, también tendido entre los írides, también exánime, con las hormigas yendo y viniendo por los ojos apagados y la boca entreabierta. Con un escalofrío de terror, abandonó aquella horrible contemplación y saltó de allí. Pero esta vez tuvo cuidado de dejar en orden el portillo de yedra. Pues ahora afloraba también en él, junto al remordimiento y al terror de sí mismo, el miedo a ser descubierto y castigado.
Sin embargo, junto a ese temor tenía la sensación de que, al mismo tiempo, deseaba este descubrimiento y este castigo; si no por otra cosa, al menos para ser detenido a tiempo sobre la resbaladiza pendiente en cuyo fondo le parecía inevitable que hubiese de esperarlo el homicidio. Pero sus padres –que él recordase– no lo habían castigado jamás. Y ello no tanto por un concepto educativo que excluyese el castigo, cuanto –como creía comprender vagamente– por indiferencia. Así, el sufrimiento de creerse autor de un delito y, sobre todo, capaz de cometer otros más graves, se añadía el de no saber a quién dirigirse para hacerse castigar e ignorar incluso cuál pudiera ser el castigo. Oscuramente, Marcello se daba cuenta de que el mismo mecanismo que lo había impulsado a confiar a Roberto su propia culpa, con la esperanza de oírle decir que aquello no era nada malo, sino una cosa corriente que todos hacían, le sugería ahora hacer la misma revelación a sus padres, con la opuesta esperanza de verlos exclamar, indignados, que había cometido un crimen horrendo, por el que debía expiar una pena adecuada. Y poco le importaba que, en el primer caso, la absolución de Roberto le hubiese estimulado a repetir la acción que, en el segundo caso, le habría atraído, por el contrario, una severa condena. En ambos casos, como creía comprender, lo que quería en realidad era salir del angustioso aislamiento de la anormalidad, a toda costa y con cualquier medio.
Tal vez se hubiese decidido a confesar a sus padres la muerte del gato si aquella misma noche, durante la cena, no hubiese tenido la sensación de que ya lo sabían todo. En efecto, tan pronto como se sentó a la mesa notó, con una sensación mezcla de angustia y de vago alivio, que su padre y su madre parecían hostiles y de mal humor. Su madre, cuyo semblante pueril reflejaba una expresión de exagerada dignidad, permanecía erguida, con la vista baja y en un silencio claramente desdeñoso. Frente a ella, su padre mostraba, por diversos signos no menos elocuentes, análogos sentimientos del mal humor. Su padre, mucho mayor que la esposa, le daba a menudo a Marcello la desconcertante sensación de estar metido, junto con su madre, en un mismo ambiente infantil y severo, como si ella no fuese la madre, sino una hermana. Era delgado, de rostro seco y rugoso, raramente iluminado por breves risas sin alegría, en el que eran notables dos rasgos unidos por un nexo indudable: el brillo inexpresivo, casi mineral, de sus salientes pupilas, y el temblor frecuente, bajo la estirada piel de las mejillas, de no se sabía qué nervio frenético. Tal vez por los muchos años pasados en el Ejército, había conservado el gusto por los gestos precisos, por las actitudes controladas. Pero Marcello sabía que cuando su padre estaba enfadado, la precisión y el control llegaban a ser excesivos, cambiándose en su contrario, o sea, en una extraña violencia contenida y puntual, tendente –se habría dicho– a cargar de significado los más simples ademanes. Aquella noche, en la mesa, Marcello notó en seguida que su padre subrayaba con fuerza acciones habituales y carentes de importancia, como si tratara de llamar la atención sobre ellas. Por ejemplo, cogía el vaso, bebía un sorbo y luego volvía a dejarlo en su sitio dando un golpe fuerte en la mesa; buscaba el salero, tomaba una pulgarada de sal y, al dejarlo, acompañaba la acción con otro golpe; aferraba el pan, lo cortaba y lo reponía en su sitio con un tercer golpe. O bien, como atacado por un repentino prurito de simetría, se entregaba a encuadrar, con los consabidos golpes, el plato entre los cubiertos, de modo que el cuchillo, el tenedor y la cuchara, se encontrasen en ángulo recto en torno al círculo del plato. Si Marcello hubiese estado menos preocupado por su propia culpabilidad, habría advertido fácilmente que estos ademanes, tan densos de energía significativa y patética, iban dirigidos no a él, sino a su madre; la cual, en efecto, ante cada uno de aquellos golpes, sentíase zarandeada en su propia dignidad, lo cual manifestaba con suspiros de suficiencia y elevaciones de cejas llenas de paciencia y tolerancia. Pero como su preocupación lo cegaba, no dudó de que los padres lo sabían todo. Seguramente Roberto, como un gallina que era, lo habría delatado. Había deseado el castigo, pero ahora, al ver a sus padres tan enfurruñados, temió de pronto la violencia de que sabía capaz a su padre en semejantes circunstancias. De la misma forma que las manifestaciones de afecto de su madre eran esporádicas, casuales, dictadas, evidentemente, más por el remordimiento que por el amor maternal, así las severidades paternas eran repentinas, injustificadas, excesivas, sugeridas, se habría dicho, más bien por el deseo de ponerse al corriente tras largos períodos de distracción, que por una intención educativa. De pronto, ante una queja de la madre o de la cocinera, el padre se acordaba de que tenía un hijo, y entonces chillaba, vociferaba, lo golpeaba. Marcello temía especialmente los golpes, porque su padre llevaba en el meñique un anillo con un engarce macizo que, durante estas escenas, no se sabía cómo, se encontraba siempre vuelto hacia la parte de la palma, añadiendo así, a la humillante dureza del bofetón, un dolor más penetrante. Marcello sospechaba que su padre volvía expresamente el engarce hacia la palma, aunque no estaba seguro de ello.
Atemorizado, espantado, empezó a idear apresurada y furiosamente una mentira plausible: él no mató al gato, fue Roberto, porque, en efecto, el gato se encontraba en el jardín de Roberto; y, ¿cómo habría podido matarlo él a través de la yedra y del muro circundante? Pero luego, de pronto, recordó que la noche anterior había anunciado a su madre la muerte del gato, que, en efecto, se produjo al día siguiente, y comprendió que le estaba vedada toda mentira. Aunque estuviese distraída, su madre habría referido, sin duda, tal confesión a su padre, y éste, con no menos seguridad, habría establecido un nexo entre la confesión y las acusaciones de Roberto; y así no había ninguna posibilidad de desmentirlo. Ante este pensamiento, pasando del uno al otro extremo, con renovado impulso deseó el castigo, con tal de que llegase pronto y fuese decisivo. Recordó que un día Roberto le habló de los colegios como de lugares en que los padres encerraban a sus hijos díscolos como castigo, y se sorprendió deseándose vivamente este género de pena. En este deseo se expresaba el inconsciente hastío de la vida familiar desordenada y poco afectuosa; no solamente haciéndole desear lo que los padres consideraban como un castigo, sino incluso induciéndolo a engañarse a sí mismo y a su propia necesidad de castigo, calculando astutamente que de esta forma calmaría al mismo tiempo su remordimiento y mejoraría su estado. Este pensamiento le sugirió inmediatamente imágenes que deberían haber sido desalentadoras y que, sin embargo, le resultaban gratas: un severo y frío edificio gris de ventanales enrejados; habitaciones frías y despojadas de todo ornato, con filas de camas alineadas junto a altas paredes blancas; lívidas aulas llenas de bancos, con la tarima y la mesa al fondo; corredores desnudos, escaleras oscuras, puertas macizas, verjas infranqueables: todo, en suma, como en una cárcel, pero, sin embargo, preferible a la libertad inconsistente, angustiosa e insostenible de la casa paterna. Hasta la idea de llevar un uniforme listado y la cabeza rapada, como los colegiales que había visto a veces, en filas, por las calles; hasta esta idea humillante y casi repugnante le resultaba grata en su actual desesperada aspiración a un orden o a una normalidad cualesquiera.
Ocupado en estos pensamientos, no miraba ya al padre, sino el mantel, sofocado de luz blanca, sobre el que, de cuando en cuando, se abatían los insectos nocturnos que, desde la abierta ventana, iban a chocar contra la pantalla de la lámpara. Luego –levantó los ojos y apenas tuvo tiempo de ver, precisamente detrás de su padre, sobre el alféizar de la ventana, el perfil de un gato. Pero el animal, antes de que hubiera podido distinguir su color, saltó dentro, atravesó el comedor y desapareció por la parte de la cocina. Aunque no estuviese seguro del todo, el corazón se le llenó de gozosa esperanza ante el pensamiento de que pudiera ser el gato que había visto poco antes tumbado, inmóvil, entre los írides del jardín de Roberto. Y sintióse contento con esta esperanza, señal de que, después de todo, le preocupaba más la vida del animal que su propio destino.
–¡El gato! –exclamó en voz alta. Y luego, arrojando la servilleta sobre la mesa y sacando una pierna fuera de la silla–: Papá, he terminado. ¿Puedo levantarme?
–Estáte quieto en tu sitio –replicó el padre con voz amenazante.
Marcello, atemorizado, arriesgó:
–Es que el gato está vivo...
–Ya te he dicho que te estés quieto en tu sitio –le repitió el padre. Luego, como si las palabras de Marcello hubiesen roto también por él el largo silencio, se volvió hacia la esposa y dijo–: Vamos, di algo, habla.
–No tengo nada que decir –replicó ella con ostentosa dignidad, la vista baja y una mueca de desdén en la boca. Llevaba un vestido de noche negro y escotado; Marcello vio que apretaba entre sus delgados dedos un pañuelito, que se llevaba frecuentemente a la nariz; con la otra mano cogía y soltaba sobre la mesa un pedazo de pan, pero no con los dedos, sino con la punta de las uñas, como un pájaro.
–Pero, ¡habla de una vez, por todos los demonios! Dime lo que tengas que decirme.
–No tengo nada que decirte.
Marcello empezaba justamente a darse cuenta de que el motivo del mal humor de los padres no era la muerte del gato cuando, de improviso, todo pareció precipitarse. El padre repitió:
–¡Te he dicho que hables! –La madre, por toda respuesta, se encogió de hombros; entonces, el padre cogió la copa, en forma de cáliz, que tenía ante el plato, y gritando–: ¿Quieres hablar, sí o no? –la estrelló violentamente contra la mesa. La copa se rompió; el padre, con una imprecación, se llevó a la boca la mano herida, y la madre, espantada, se levantó de la mesa y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. El padre se chupaba la sangre de la mano casi con voluptuosidad, arqueando las cejas por encima de la mano. Pero al ver que su esposa se iba, interrumpió la succión y le gritó–: Te prohíbo que te vayas, ¿has entendido? –Como respuesta llegó el golpe de la puerta cerrada con violencia. El padre se levantó también y se lanzó hacia la puerta. Excitado por la violencia de la escena, Marcello lo siguió.
El padre había empezado ya a subir la escalera, con una mano en la barandilla, sin descomponerse ni, aparentemente, apresurarse, pero Marcello, que iba detrás de él, vio que subía los escalones de dos en dos, casi volando silenciosamente hacia el piso de arriba; como –pensó– el gato del cuento calzado con las botas de las siete leguas; y no dudó ni un momento de que aquella subida calculada y amenazadora explicaba la desordenada prisa de la madre, que poco antes había escapado por los mismos escalones, subiéndolos uno por uno, con las piernas obstaculizadas por la estrecha falda. «La va a matar», pensó mientras subía detrás de su padre. Al llegar al rellano, la madre dio una carrerilla hacia su habitación, pero no tan rápida como para impedir al marido insinuarse tras ella por la fisura de la puerta. Todo esto lo vio Marcello mientras subía la escalera con sus piernas de niño, que no le permitían ni subir los escalones de dos en dos, como su padre, ni con rápidos saltitos, como su madre. Cuando llegó al rellano comprobó que el ruido de la persecución había sido sustituido, extrañamente, por un repentino silencio. La puerta de la habitación de su madre había quedado abierta. Marcello, algo titubeante, se asomó sobre el umbral.
Al principio sólo vio, en el fondo de la habitación envuelta en la penumbra, a ambos lados del amplio y bajo lecho, las dos grandes y vaporosas cortinas de las ventanas, levantadas por una corriente de aire dentro de la estancia, subiendo lentamente hacia el techo, hasta casi rozar la lámpara central. Estas silenciosas cortinas, blanqueantes a mitad de camino entre el suelo y el techo de la oscura estancia, daban una sensación de desierto, como si, en su carrera, los padres de Marcello se hubiesen precipitado, por las abiertas ventanas, en la noche estival. Luego, en la faja de luz que, desde el pasillo, a través de la puerta, llegaba hasta el lecho, descubrió, finalmente, a sus padres. O, mejor, sólo vio a su padre, de espaldas, bajo el cual la madre desaparecía casi por completo, ya que sólo se veían de ella los largos cabellos, esparcidos por la almohada, y un brazo, levantado hacia la cabecera de la cama. Este brazo trataba convulsamente de agarrarse con la mano a la cabecera de la cama, aunque sin conseguirlo; mientras tanto, su padre, aplastando bajo su propio peso el cuerpo de su esposa, hacía movimientos con los hombros y con las manos, como si tratara de estrangularla. «La está matando», pensó Marcello, convencido, deteniéndose en el umbral. En aquellos momentos experimentaba una sensación insólita de excitación agresiva y cruel y, a la vez, un violento deseo de intervenir en la lucha, aunque no sabía si para apoyar a su padre o defender a su madre. Al mismo tiempo, casi le sonreía la esperanza de ver, a través de este delito, mucho más grave, que quedaba borrado el suyo. En efecto, ¿qué significaba matar un gato en comparación con la muerte de una mujer? Pero en el preciso instante en que, venciendo el último titubeo, fascinado y lleno de violencia, se apartaba del umbral, la voz de su madre, en modo alguno quebrada, sino más bien acariciante, murmuró suavemente: «¡Déjame!»; y, en contradicción con este ruego, el brazo que había tenido hasta entonces levantado en busca del borde de la cabecera, se bajó y rodeó la nuca del marido. Maravillado, casi desilusionado, Marcello retrocedió y salió al pasillo.
Lentamente, procurando no hacer ruido al bajar, descendió hasta la planta baja y se dirigió hacia la cocina. Volvía a aguijonearle la curiosidad de saber si el gato que había saltado al comedor desde la ventana era el que temía haber matado. Tras empujar la puerta de la cocina, apareció ante él un tranquilo cuadro doméstico: la cocinera madura y la joven camarera, sentadas a la mesa de mármol, comiendo, en la blanca cocina, entre el hornillo eléctrico y la nevera. Y en el suelo, bajo la ventana, el gato lamiendo, con su lengua rosada, la leche de una escudilla. Pero –como pudo comprobar inmediatamente, desilusionado– no era el gato gris, sino uno a rayas, distinto por completo.
Al no saber cómo justificar su presencia en la cocina, se dirigió hacia el gato, se agachó y le acarició el lomo. El animal, sin dejar de lamer la leche, empezó a ronronear. La cocinera se levantó y cerró la puerta. Luego abrió la nevera y sacó de ella un plato con un pedazo de pastel, que puso en la mesa y, acercando una silla, dijo a Marcello:
–¿Quieres un poco del pastel de ayer? Lo he dejado aparte para ti.
Marcello, sin decir una palabra, dejó el gato, se sentó y empezó a comerse el trozo de pastel. La camarera dijo:
–La verdad es que hay cosas que no entiendo. Tienen mucho tiempo durante el día y mucho espacio en casa y han de esperar precisamente a estar sentados a la mesa, en presencia del niño, para pelearse.
La cocinera respondió sentenciosamente:
–Cuando no se tienen ganas de ocuparse de los hijos, lo mejor es no traerlos al mundo.
La camarera, tras un breve silencio, observó:
–Por su edad, él podría ser su padre. Se comprende que no marchen de acuerdo.
–¡Si fuese sólo eso...! –exclamó la cocinera con una significativa mirada dirigida a Marcello.
–Además, para mí que ese hombre no es normal –añadió la camarera; y Marcello, al oír aquella palabra, y aun sin dejar de comer, aguzó el oído–. Se ve que usted y yo coincidimos en eso –prosiguió la camarera–. ¿Sabe usted qué me dijo el otro día mientras la desnudaba para meterse en la cama? «Giacomina, el día menos pensado me matará mi marido...» Yo le contesté: «Pero, señora, ¿qué espera para dejarlo?» Y ella...
–Pssst –la interrumpió la cocinera señalando a Marcello.
La camarera comprendió y preguntó a Marcello.
–¿Dónde están papá y mamá?
–Arriba, en el dormitorio –respondió Marcello. Y luego, de pronto, como movido por un impulso irresistible–: Es verdad que papá no es normal. ¿Sabe qué ha hecho?
–No. ¿Qué?
–Ha matado un gato –dijo Marcello.
–¿Un gato? ¿Y cómo?
–Con mi honda... Yo lo vi, en el jardín, seguir a un gato gris que caminaba sobre el muro. Cogió una piedra, se la tiró al gato y le dio en un ojo. El gato cayó al jardín de Robertino, y luego fui a verlo y comprobé que estaba muerto.
A medida que había ido hablando se había animado, aunque sin abandonar el tono del inocente que, con ignorante y cándida ingenuidad, explica algún delito del que ha sido testigo.
–Piensa un poco –dijo la camarera juntando las manos–: un gato, un hombre de su edad, un señor que toma la honda de su hijo y mata un gato... ¡Y luego no se puede decir que es un anormal!
–Quien maltrata a un animal, no tiene buen natural –dijo la cocinera–. Se empieza con un gato y se acaba matando a un hombre.
–¿Por qué? –preguntó de pronto Marcello levantando los ojos del plato.
–Eso es lo que suele decirse –replicó la cocinera haciéndole una caricia–. Aunque no sea siempre verdad –añadió volviéndose hacia la camarera–. Porque aquel que mató a tantas personas en Pistoia, ¿sabes lo que hace ahora en la cárcel, según he leído en el periódico? Pues cría un canario.
El pastel se había acabado. Marcello se levantó y salió de la cocina.


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Durante el verano, junto al mar, el terror de la fatalidad expresada tan simplemente por la cocinera: «Se empieza con un gato y se acaba matando a un hombre», fue borrándose poco a poco del ánimo de Marcello. A menudo pensaba aún en aquella especie de mecanismo inescrutable y despiadado en el que durante algunos días parecía haber quedado aprisionada su vida; pero cada vez con menos miedo, más bien como en una especie de alarma que en la condena sin apelación que durante algún tiempo había temido. Los días transcurrían alegres, ardientes de sol, embriagados de salsedumbre, varios de recreos y descubrimientos. Y a Marcello, cada día que pasaba, le parecía conseguir no sabía qué victoria, no tanto contra sí mismo, que no se había sentido nunca culpable de manera voluntaria y directa, cuanto contra la fuerza oscura, maléfica, astuta y extraña, teñida con los tintes negros de la fatalidad y de la desgracia, que lo había llevado, casi a su pesar, del exterminio de las flores, a la matanza de las lagartijas, y de ésta, al intento de matar a Roberto. Seguía sintiendo esta fuerza presente y amenazadora, aunque no ya inminente. Pero, como ocurre a veces en las pesadillas cuando, aterrorizados por la presencia de un monstruo, cree uno ablandarlo fingiendo dormir, cuando en realidad es un sueño que se tiene durmiendo, le parecía que, al no poder alejar definitivamente la amenaza de aquella fuerza le convenía adormecerla, por decirlo así, fingiendo un olvido irreflexivo que estaba aún lejos de haber alcanzado. Fue aquél uno de los veranos más desenfrenados, si no más felices, de Marcello, y, sin duda, el último de su vida sin disgusto alguno de la puericia ni ningún deseo de salir de ella. Este abandono era debido, en parte, a la natural inclinación de la edad, pero también en parte a la voluntad de salir a toda costa del maldito círculo de los presagios y de la fatalidad. Marcello no se daba cuenta de ello, pero el impulso que lo movía a arrojarse al mar diez veces en una mañana; a porfiar en turbulencia con los más turbulentos compañeros de juego; a remar durante horas en un mar ardiente; a hacer, en suma, con una especie de celo, todas las cosas que se hacen en las playas. Sin embargo, seguía siendo lo mismo que le había hecho buscar la complicidad de Roberto después de la matanza de las lagartijas y el castigo de los padres después de haber matado al gato: un deseo de normalidad; una voluntad de adecuación a una regla reconocida y general; un deseo de ser semejante a todos los demás, desde el momento en que ser distinto quería decir ser culpable. Pero el carácter voluntario y artificioso de ésta su conducta era traicionado de cuando en cuando por el recuerdo imprevisto y doloroso del gato muerto, tumbado entre los írides blancos y violeta del jardín de Roberto. Aquel recuerdo lo asustaba como asusta al deudor el recuerdo de su propia firma estampada al pie del documento y que testimonia su deuda. Le parecía que con aquella muerte había adquirido un compromiso oscuro y terrible al que, más tarde o más temprano, no podría sustraerse, aunque se metiera bajo tierra o atravesara los océanos para hacer que se perdieran sus huellas. En aquellos momentos se consolaba pensando que habían pasado uno, dos, tres meses, y que, en suma, lo más importante era no despertar al monstruo y dejar transcurrir el tiempo. Por lo demás, estos sobresaltos de desánimo y de miedo eran raros, y cesaron por completo hacia finales del verano. Y cuando Marcello volvió a Roma, sólo le quedaba ya un diáfano y casi evanescente recuerdo del episodio del gato y de los que lo precedieron. Era para él como una experiencia que había vivido, sí, pero en otra vida, con la cual no tenía más relaciones que un recuerdo irresponsable y sin consecuencias.

Y al olvido contribuyó también, una vez vuelto a la ciudad, la excitación del ingreso en la escuela. Marcello había estudiado hasta entonces en casa, y aquél era su primer año de escuela pública. La novedad de los compañeros, de los profesores, de las aulas, de los horarios, novedad en la que se traslucía, incluso en su variedad de aspectos, una idea de orden y de ocupación en común agradó mucho a Marcello después del desorden, la falta de reglas y la soledad de su casa. Era un poco el colegio por él soñado aquel día en la mesa, pero sin constricciones ni servidumbres, sólo con los aspectos agradables y sin los desagradables que lo hacían parecerse a una cárcel. Marcello no tardó en advertir que un gusto profundo lo llevaba a la vida escolar. Le gustaba, por la mañana, levantarse temprano, lavarse y vestirse apresuradamente; cerrar, bien apretado y limpio, su paquete de libros y de cuadernos en la tela de hule atada con las gomas y apresurarse por las calles hacia el colegio. Le gustaba irrumpir con la multitud de compañeros en el viejo gimnasio, subir los mugrientos escalones, correr por los pasillos desolados y sonoros para apagar, finalmente, el ímpetu de la carrera en el aula, ante la cátedra vacía. Le gustaba, sobre todo, el ritual de las lecciones: la entrada del profesor; la llamada; las preguntas; la emulación con los compañeros para contestarlas; las victorias y las derrotas de esta emulación; el tono tranquilo, impersonal, de la voz del maestro; la disposición misma, tan elocuente, del aula; y ellos, los alumnos, en filas ante el profesor, mancomunados por la misma necesidad de aprender. Sin embargo, Marcello era un escolar mediocre y, para algunas materias, incluso de los últimos. Lo que le gustaba del colegio era no tanto el estudio cuanto aquel modo totalmente nuevo de vida, más conforme con sus gustos que el que había llevado hasta entonces. Una vez más, lo que lo atraía era la novedad; y tanto más cuanto que se le revelaba no casual ni confiada a las preferencias y a las inclinaciones naturales del ánimo, sino preestablecida, imparcial, indiferente a los gustos individuales, limitada y sostenida por reglas indiscutibles dirigidas a un fin único.

Pero su inexperiencia y su candor lo hacían torpe e incierto frente a las otras reglas, tácitas, pero existentes, que atañían a las relaciones de los muchachos entre sí, fuera de la disciplina escolar. Era también éste un aspecto de la nueva normalidad, aunque más difícil de dominar. Lo experimentó la primera vez que fue llamado a la cátedra para mostrar el deber escrito. Como quiera que el profesor le tomó de la mano el cuaderno y, poniéndolo en la mesa ante sí, se dispuso a leerlo, Marcello, acostumbrado a las relaciones afectuosas y familiares con las maestras que lo habían instruido hasta entonces en casa, en vez de permanecer de pie, aparte, esperando el dictamen, con toda naturalidad pasó un brazo por los hombros del profesor e inclinó el rostro junto con el del maestro para seguir, junto con él, la lectura del deber. El profesor, sin mostrar sorpresa alguna, se limitó a quitarse la mano que Marcello le había puesto sobre los hombros y a liberarse del brazo; pero toda la clase estalló en una sonora carcajada, en la que le pareció a Marcello advertir una desaprobación distinta de la del profesor, mucho menos indulgente y comprensiva. Con aquel ingenuo ademán –no pudo por menos de reflexionar más tarde, tan pronto como logró superar el disgusto de la vergüenza– había faltado a la vez a dos normas distintas: la escolar, que lo quería disciplinado y respetuoso para con el profesor, y la de los alumnos, que lo querían malicioso y disimulado en los afectos. Y –lo que era más singular aún– estas dos normas no sólo no se contradecían, sino que, por el contrario, se completaban de una forma misteriosa.
Pero, como comprendió en seguida, si era bastante fácil convertirse en breve tiempo en un escolar eficiente, resultaba mucho más difícil llegar a ser un compañero despabilado y desenvuelto, A esta segunda transformación se oponían su inexperiencia, sus hábitos familiares e incluso su aspecto físico. Marcello había heredado de su madre una perfección de rasgos casi femenina en su regularidad y dulzura. Su cara era redonda, de mejillas morenas y delicadas; su nariz, pequeña; su boca, sinuosa, de expresión antojadiza y enfurruñada; su mentón, saliente, y, bajo la franja de los cabellos castaños, que le cubría casi por completo la frente, ojos entre grises y azules, de expresión algo melancólica, aunque inocente y acariciadora. Era casi un rostro de niña. Pero los chicos, tan burdos, quizá no se hubiesen dado cuenta de ello si la dulzura y la belleza del rostro no hubiesen sido confirmadas por algunos caracteres realmente femeninos, tanto, que hacían dudar de si Marcello no sería en realidad una niña vestida de niño: una insólita facilidad de enrojecer; una inclinación irresistible a expresar la ternura del ánimo con ademanes acariciadores; un deseo de agradar llevado hasta la servidumbre y la coquetería. Estas características eran innatas en Marcello, aunque inconscientes; cuando se dio cuenta de que lo ridiculizaban ante los ojos de los chicos, era ya demasiado tarde. Aunque hubiese podido dominarlas, si no suprimirlas, se había establecido ya su reputación de mujercita con pantalones.
Se burlaban de él de una manera casi automática, como si su carácter femenino estuviese ya fuera de toda duda. Le preguntaban, con fingida seriedad, por qué no se sentaba en los bancos de las niñas y por qué se le había ocurrido cambiar la falda por los pantalones; o cómo pasaba el tiempo en su casa, si bordando o jugando con las muñecas; o por qué no tenía agujeros en las orejas para ponerse los pendientes. A veces le ponían bajo el pupitre un trozo de ropa, con aguja e hilo, clara alusión al trabajo al que tendría que dedicarse; en ocasiones le dejaban una polvera con su espejo; una mañana se encontró incluso con unos sostenes de color rosa, que uno de los muchachos le había quitado a su hermana mayor. Además, ya desde el principio, transformando su nombre en un diminutivo femenino, lo llamaban Marcellina. Frente a estas burlas, Marcello experimentaba una sensación mezcla de enojo y de no sabía qué lisonjera complacencia, como si una parte de él, en el fondo, no estuviese muy descontenta de ello.
Sin embargo, no habría sabido decir si esta complacencia era debida a la condición de la broma, o bien al hecho de que sus compañeros, aunque fuese para burlarse, se ocupaban de él. Pero una mañana en que, como de costumbre, le susurraban a sus espaldas: «Marcellina, Marcellina, ¿es verdad que llevas bragas?», él se levantó y pidiendo, brazo en alto, permiso para hablar, se lamentó en voz alta, en medio del repentino silencio de la clase, de que le daban un nombre femenino. El profesor, un hombrón barbudo, lo escuchó, sonriendo entre los pelos de su barba gris, y dijo:
–Conque te dan un nombre femenino, ¿verdad? ¿Y cuál es ese nombre?
–Marcellina –replicó Marcello.
–¿Y te desagrada?
–Sí, porque soy un hombre.
–Ven aquí –dijo el profesor. Marcello obedeció y fue a colocarse junto a la tarima–. Ahora –prosiguió afablemente el profesor– muestra tus músculos a la clase. –Marcello, obediente, se remangó e hinchó los músculos. El profesor se levantó, le tocó el brazo, movió la cabeza en señal de irónica aprobación y luego, dirigiéndose a los alumnos, dijo–: Como podréis ver, Clerici es un muchacho fuerte, y se halla presto a demostrar que es un hombre y no una mujer. ¿Hay alguien que se atreva a desafiarlo? –Siguió un largo silencio. El profesor paseó su mirada por la clase y concluyó–: Nadie. Eso es señal de que le tenéis miedo. Por tanto, dejad de llamarlo Marcellina.
Estalló una carcajada unánime. Con el rostro encendido, Marcello volvió a su sitio. Pero desde aquel día, en vez de cesar, las bromas se redoblaron, recrudecidas tal vez por el hecho de que Marcello, como le dijeron, había hecho el chivato, faltando de tal manera a la tácita ley de solidaridad que ligaba a los muchachos.
Marcello se daba cuenta de que, para acabar con aquellas bromas, debía demostrar a sus compañeros que no era tan afeminado como parecía. Pero intuía que para semejante demostración no bastaba, como le había sugerido el profesor, hacer ostentación de los músculos en la clase. Se necesitaba algo más insólito, susceptible de impresionar las imaginaciones y suscitar admiración. Pero, ¿qué? No habría sabido decirlo con precisión, pero, en sentido general, una acción o un objeto que sugiriesen ideas de fuerza, de virilidad, si no incluso de brutalidad. Se había dado cuenta de que sus compañeros admiraban mucho a un tal Avanzini porque poseía un par de guantes de cuero, de boxeo. Avanzini, un rubito delgaducho, más pequeño y menos fuerte que él, no sabía ni siquiera usarlos. Sin embargo, le habían procurado una consideración particular. De análoga admiración gozaba también un tal Pugliese porque conocía o, mejor aún, pretendía conocer un golpe de lucha japonés, infalible, según él, para tumbar al adversario. Pero, a decir verdad, jamás había sabido Pugliese aplicarlo en la práctica. Sin embargo, esto no impedía que los muchachos lo respetasen de la misma forma que a Avanzini. Marcello comprendía que, ante todo, debía hacer ostentación de poseer un objeto como los guantes o idear cualquier proeza por el estilo de la lucha japonesa. Pero comprendía que no era tan liviano ni tan irresponsable como sus compañeros. Por el contrario, sabía que, le agradase o no, pertenecía a la casta de aquellos que toman en serio la vida y sus compromisos; y que, en el lugar de Avanzini, les habría aplastado las narices a sus adversarios, y en el de Pugliese, les habría roto el cuello. Esta su incapacidad de retórica y de superficialidad le inspiraba una oscura desconfianza hacia sí mismo. De esta forma mientras deseaba dar a sus compañeros la prueba de fuerza que parecían pedirle a cambio de su consideración, al mismo tiempo sentíase oscuramente asustado ante tal idea.
Uno de aquellos días se dio cuenta de que algunos de los muchachos, entre los que más duramente se cebaban en sus bromas hacia él, se confabulaban entre ellos; y le pareció deducir de sus miradas que tramaban alguna nueva burla a sus expensas. Sin embargo, transcurrió sin incidentes la hora de la lección, si bien las miradas y los cuchicheos lo confirmasen en sus sospechas. Se dio la señal para salir, y Marcello, sin mirar a su alrededor, se encaminó hacia casa. Corrían ya los primeros días de noviembre, y en el aire, tempestuoso y suave, parecían mezclarse los últimos calores y perfumes del verano ya superado, con los primeros y aún inciertos rigores otoñales. Marcello sentíase oscuramente excitado por aquella atmósfera de tránsito y de destrucción natural en la que advertía un frenesí de estrago y de muerte muy semejante al que, meses atrás, le hiciera decapitar las flores y matar las lagartijas. El verano había sido una estación inmóvil, perfecta, plana, bajo un cielo sereno, con árboles cargados de hojas y ramas cimbreantes de pájaros. Ahora veía con delicia cómo el viento otoñal desgarraba y destruía aquella perfección, aquella plenitud, aquella inmovilidad, empujando oscuras nubes hechas jirones en el cielo, arrancando las hojas de los árboles y arremolinándolas en el suelo y expulsando a los pájaros, que, en efecto, habían de emigrar, entre las hojas y las nubes, en negras y ordenadas bandadas. De pronto se dio cuenta de que lo seguía un grupo de cinco compañeros; y no cabía la menor duda de que lo venían siguiendo, ya que dos de ellos vivían en dirección opuesta; pero, absorto en sus sensaciones otoñales, no les hizo caso. Tenía prisa por llegar a una gran avenida jalonada por plátanos y desde la cual, por una calle transversal, se llegaba a casa. Sabía que en las aceras de aquella avenida se amontonaban a millares las hojas muertas, amarillas y crujientes. Y saboreaba de antemano el placer que le causaba arrastrar los pies sobre las hojas, desparramándolas y haciéndolas crujir. Mientras tanto, y casi por juego, trataba de conseguir despistar a sus perseguidores, ora entrando en un portal, ora confundiéndose entre la multitud. Pero los cinco, como si se hubiesen puesto de acuerdo, tras un momento de incertidumbre, volvían a dar con él una y otra vez. La avenida estaba ya cerca. Y a Marcello le daba vergüenza de que lo vieran jugueteando con las hojas muertas. Entonces decidió enfrentarse con ellos y, volviéndose de pronto, les preguntó:
–¿Por qué me seguís?
Uno de los cinco, un rubito de rostro puntiagudo y cabeza rapada, respondió en seguida:
–No te seguimos. La calle es de todos, ¿no?
Marcello no dijo nada y reemprendió la marcha. Allí estaba la avenida, entre las dos hileras de plátanos gigantescos y de desechos, con las casas llenas de ventanas alineadas tras los plátanos, con las hojas muertas, amarillas como el oro, esparcidas sobre el asfalto negro y amontonadas en los huecos de los árboles. Ya no se veían los cinco, tal vez habían renunciado a seguirlo y él se hallaba solo en la amplia avenida de aceras desiertas. Sin prisa, metió los pies entre el follaje esparcido sobre el adoquinado y empezó a caminar despacio, gozando al hundir las piernas hasta las rodillas en aquella móvil y ligera masa de sonoros despojos. Pero cuando se inclinó para tomar un montón de hojas, con la intención de arrojarlas al aire, volvió a oír las voces burlonas:
–¡Marcellina, Marcellina, enseña las braguitas!
De pronto sintió unas ganas locas de pelearse, casi llenas de delectación, que le encendieron el rostro de una excitación agresiva:
–¿Queréis marcharos, sí o no?
En vez de contestar, los cinco se le arrojaron encima. Marcello había pensado hacer algo por el estilo de los Horacios y Curiacios, según explican los libros de Historia: arremeter contra ellos uno por uno, corriendo acá y allá, y asestar golpes bajos, a fin de disuadirlos a abandonar su empresa. Pero inmediatamente se dio cuenta de que este plan era imposible. De una manera previsora, los cinco se habían apretado a su alrededor, sujetándolo, uno por los brazos, otro por las piernas y dos por el cuerpo. Según pudo ver, el quinto había abierto entretanto apresuradamente un envoltorio y se le acercaba, silencioso, manteniendo suspendida entre las manos una faldita de muñeca, de algodón azul turquesa. Reían todos, sin dejar de sostenerlo fuertemente; y el de la falda dijo:
–Vamos, Marcellina, estáte quietecita. Te pondremos la falda y luego te dejaremos ir con mamá.
Era, en suma, la clase de broma que Marcello había presentido, sugerida, como de costumbre, por su aspecto no lo bastante masculino. Con el rostro encendido, furioso, empezó a agitarse con extrema violencia. Pero los cinco eran más fuertes, y, si bien logró arañar a uno en la cara y asestar un puñetazo en el estómago a otro, sintió que gradualmente se iban reduciendo sus propios movimientos. Al fin, mientras gemía: «¡Dejadme, cretinos, dejadme!» un grito de triunfo se escapó de las bocas de sus perseguidores: la falda empezaba a bajar por su cabeza, y sus protestas se perdían ya dentro de aquella especie de saco. Aún seguía agitándose, pero en vano. Hábilmente, los muchachos le hicieron bajar la falda hasta la cintura; y luego notó que se la ataban con un nudo por detrás. Entonces mientras ellos gritaban: «¡Aprieta... más... más fuerte!», oyó una voz tranquila preguntar: «¿Se puede saber qué es lo que hacéis?» Inmediatamente, los cinco lo dejaron y se dieron a la fuga, y él se encontró solo, despeinado y jadeante, con la falta atada a la cintura. Levantó la mirada y vio ante él al hombre que había hablado. Vestido con un traje gris oscuro, con el cuello muy cerrado, pálido, delgado, con los ojos hundidos, la nariz grande y triste la boca desdeñosa y el cabello cortado a cepillo, daba, al primer vistazo, una impresión de austeridad casi excesiva. Pero luego, al mirarlo por segunda vez –como notó Marcello–, se podían descubrir algunos rasgos que no tenían nada de austero, antes al contrario: una mirada ansiosa, ardiente; un no sé qué de blando y casi descompuesto en la boca, una inseguridad general en su actitud. Se inclinó, recogió los libros que Marcello, al agitarse, había dejado caer al suelo y dijo, mientras se los alargaba:
–¿Qué te querían hacer?
Su voz era también severa, como su rostro, pero, a la vez, no carente de una ahogada dulzura. Marcello respondió, irritado:
–Siempre me gastan bromas. ¡Son unos estúpidos!
Entretanto, trataba de quitarse el nudo que le habían hecho por detrás en la falda.
–Espera –dijo el hombre inclinándose y deshaciendo el nudo. La falda cayó al suelo, y Marcello salió de ella pisoteándola y arrojándola luego de un puntapié sobre un montón de hojas muertas. El hombre le preguntó, con una especie de timidez–: ¿Ibas a tu casa?
–Sí –respondió Marcello levantando la mirada hacia él.
–Bien –dijo el hombre–, ya te llevaré yo en coche –y señaló, a no gran distancia, un automóvil parado junto a la acera. Marcello lo contempló. Era un coche de un tipo que no conocía, tal vez extranjero, largo, negro, de línea anticuada. Extrañamente se le ocurrió pensar que aquel coche, parado allí a dos pasos de ellos, tenía todo el aspecto de una premeditación en la casual forma de establecer contacto el hombre–. Vamos, sube, Antes de llevarte a casa, daremos un bonito paseo por ahí. ¿Te parece? –Marcello habría querido rechazar tal invitación, mejor dicho, sintió que debía hacerlo. Pero no tuvo tiempo. El hombre le había cogido ya el paquete de libros, mientras decía–: Te lo llevaré yo –y se dirigía hacia el automóvil. Lo siguió, algo sorprendido por su propia docilidad, pero no descontento. El hombre abrió la portezuela, hizo subir a Marcello en el asiento junto al suyo y arrojó el paquete de libros en el asiento de atrás. Luego se sentó al volante, cerró la portezuela, se embutió los guantes y puso en marcha el motor.
El automóvil empezó a moverse sin prisa, majestuosamente, con un zumbido suave, por la larga avenida flanqueada de árboles. Era, sin duda, un coche de tipo antiguo, pero muy bien conservado, amorosamente cuidado, con todos los metales y níqueles brillantes. El hombre, aun manteniendo con una mano el volante, tomó con la otra una gorra de plato y se la ajustó a la cabeza. Aquella gorra confirmaba su aspecto severo, añadiéndole un aire casi militar. Marcello preguntó con timidez:
–¿Es suyo este coche?
–Háblame de tú –dijo el hombre sin volverse, mientras con la mano derecha oprimía una bocina, de sonido tan grave y anticuado como el coche–. No es mío, sino de quien me paga. Yo soy el chófer. –Marcello no dijo nada. El hombre, siempre de perfil y conduciendo con una precisión desenvuelta y elegante, añadió–: ¿Te disgusta que yo no sea el dueño? ¿Te avergüenzas de ello?
Marcello protestó con vivacidad:
–¡No!, ¿porqué?
El hombre esbozó una ligera sonrisa y aceleró la marcha. Dijo:
–Bueno, ahora vamos a subir un poco. Iremos al Monte Mario, ¿te parece?
–No he estado nunca allí –respondió Marcello.
El hombre dijo:
–Es bonito. Se ve toda la ciudad. –Calló un momento, y luego añadió con dulzura–: ¿Cómo te llamas?
–Marcello.
–¡Ah, sí! –exclamó el hombre como hablando consigo mismo–. Tus compañeros te llamaban Marcellina. Yo me llamo Pasquale. –Marcello no tuvo tiempo de empezar a pensar que Pasquale era un nombre ridículo cuando el hombre, como si hubiese intuido sus pensamientos, añadió–: Pero es un nombre ridículo. Tú puedes llamarme Lino. –El coche atravesaba ahora las anchas y sucias calles de un barrio popular, entre escuálidas casas de vecindad. Grupos de golfillos que jugaban en medio de la calzada, se apartaban jadeantes; mujeres despeinadas y hombres harapientos contemplaban, desde las aceras, el insólito paso de aquel automóvil. Marcello bajó la vista, avergonzado de aquella curiosidad–. Es el Trionfale –dijo el hombre–. Pero ya tenemos aquí el Monte Mario. –El automóvil salió del barrio pobre y enfiló una amplia calle en espiral, detrás de un tranvía, entre dos filas de casas alineadas en la pendiente–. ¿A qué hora debes de estar en casa?
–Todavía hay tiempo –dijo Marcello–. Nunca comemos antes de las dos.
–¿Quién te espera en casa, papá y mamá?
–Sí.
–¿Tienes hermanos?
–No.
–¿Y qué hace tu padre?
–No hace nada –respondió Marcello algo incierto.
El coche adelantó al tranvía en una curva, y el hombre, para tomarla lo más cerrada posible, aprisionó bien el volante con ambas manos, pero sin mover el busto, con una destreza llena de elegancia. Luego el coche, siempre cuesta arriba, corrió a lo largo de altos muros herbosos, verjas de villas y cercados de saúco. De cuando en cuando, una puerta decorada con farolillos venecianos o un arco con la insignia color sangre de toro revelaba la presencia de algún restaurante o de alguna hostería rústica. Lino preguntó de pronto:
–¿Te hacen regalos tu padre y tu madre?
–Sí –respondió Marcello algo vagamente–, a veces.
–¿Muchos o pocos?
Marcello no quería confesar que los regalos eran pocos y que a veces las fiestas pasaban incluso sin regalos. Se limitó a responder:
–Regular.
–¿Te gustan los regalos? –le preguntó Lino abriendo una puertecilla del salpicadero, para sacar del interior un paño y limpiar el parabrisas.
Marcello lo miró. El hombre seguía siempre de perfil, con el busto erguido y la visera de la gorra sobre los ojos. Dijo distraídamente:
–Sí, me gustan.
–¿Y qué regalo te gustaría que te hiciera, por ejemplo?
Esta vez, la frase era explícita, y Marcello no pudo por menos de pensar que el misterioso Lino, por el motivo que fuese, quería hacerle de verdad un regalo. De pronto recordó la atracción que sobre él ejercían las armas; y al mismo tiempo, casi con la sensación de hacer un descubrimiento, se dijo que la posesión de una verdadera arma le aseguraría la consideración y el respeto de los compañeros. Arriesgó, algo escépticamente, consciente de que pedía demasiado:
–Por ejemplo, una pistola...
–Una pistola –repitió el hombre sin mostrar sorpresa alguna–. ¿Qué clase de pistola? ¿Una pistola con cartuchos o una de aire comprimido?
–No –replicó Marcello audazmente–. Una pistola de verdad.
–¿Y qué harías con una pistola de verdad?
Marcello prefirió no manifestar la verdadera razón.
–Pues tiraría al blanco –respondió– hasta que mi puntería fuese infalible.
–¿Y por qué te importa tanto tener una puntería infalible?
Marcello tuvo la impresión de que aquel hombre le preguntaba más por el gusto de hacerlo hablar, que por verdadera curiosidad. Sin embargo, respondió con toda seriedad:
–Con una buena puntería se puede uno defender de cualquiera.
El hombre calló por un momento. Luego sugirió:
–Mete la mano en el bolsillo de la portezuela que hay a tu lado. –Marcello, lleno de curiosidad, obedeció y sintió en sus dedos la frialdad de un objeto metálico. El hombre dijo–: Sácalo. –El automóvil se desvió ligeramente para no atropellar a un perro que atravesaba la calle. Marcello sacó fuera aquel objeto metálico. Era precisamente una pistola automática, negra y lisa, cargada de destrucción y de muerte, con el cañón dispuesto a vomitar balas. Casi sin quererlo, con los dedos temblando por la complacencia, apretó la culata en el puño–. ¿Una pistola como ésa? –preguntó Lino.
–Sí –respondió Marcello.
–Pues bien –dijo Lino–, si te gusta de verdad te la regalaré. Pero no ésa, desde luego, que pertenece al automóvil, sino otra igual.
Marcello no dijo nada. Le parecía haber entrado en una atmósfera mágica de cuento de hadas, en un mundo distinto del habitual, en el que chóferes desconocidos invitaban a subir en coche y regalaban pistolas. Todo parecía haberse convertido en algo extremadamente fácil. Pero, al mismo tiempo, y sin saber por qué, le parecía que aquella felicidad, tan apetitosa, revelaba, en un segundo plano, un sabor desagradable, como si, ligada a la misma, se ocultase una dificultad aún desconocida, pero inminente y de próxima revelación. Probablemente –como pensó con frialdad–, en el coche había dos que tenían una finalidad distinta: la de él era poseer una pistola; la de Lino, obtener a cambio del arma algo aún misterioso y tal vez inaceptable. Ahora se trataba de ver cuál de los dos sacaría mejor partido del trueque. Preguntó:
–Pero, ¿adónde vamos?
Lino respondió:
–Pues vamos a mi casa por la pistola.
–¿Y dónde está esa casa?
–Pues aquí mismo. Ya hemos llegado –respondió el hombre quitándole la pistola y metiéndosela en el bolsillo. Marcello echó un vistazo. El coche se había detenido en medio de la calzada, que parecía más bien un camino rural, con los árboles, los setos de saúco, los campos y el cielo. Pero algo más lejos se veía una puerta con un arco, dos columnas y una verja pintada de verde–. Espera aquí –dijo Lino. Bajó y se dirigió hacia la puerta. Marcello lo siguió con la mirada mientras abría los dos batientes de la verja y luego regresaba. No era alto, aunque sentado lo pareciese. Tenía las piernas cortas respecto al busto, y las caderas, anchas. Lino subió de nuevo al coche y lo condujo a través de la verja. Apareció un sendero de grava entre dos filas de pequeños cipreses despenachados, que el viento tempestuoso sacudía y atormentaba. Al fondo del sendero, ante un rayo de sol, algo brilló estridentemente contra el fondo del cielo de tormenta: la vidriera de una veranda empotrada en un edificio de dos pisos–. Es la casa –dijo Lino–, pero no hay nadie.
–¿Quién es el dueño? –preguntó Marcello.
–Querrás decir la dueña –corrigió Lino–. Es una señora americana. Pero está fuera, en Florencia. –El coche se detuvo en la explanada. El edificio, largo y bajo, con superficies rectangulares de cemento blanco y ladrillos rojos alternados, acá y allá, con las fajas, de brillante cristal, de las ventanas, tenía un pórtico sostenido por columnas cuadradas, de piedra sin labrar. Lino abrió la portezuela, saltó a tierra y dijo–: Ahora bajemos.
Marcello no sabía qué quería de él Lino, ni lograba adivinarlo. Pero cada vez era mayor en él la desconfianza del que teme ser engañado.
–¿Y la pistola? –preguntó sin moverse.
–La tengo ahí dentro –respondió Lino con cierta impaciencia señalando las ventanas de la villa–. Vamos por ella.
–¿Me la darás?
–Desde luego. Una estupenda pistola nueva.
Sin decir palabra, Marcello bajó también. Inmediatamente lo asaltó, con una ráfaga cálida y llena de polvo, el embriagador y fúnebre viento otoñal. Sin saber por qué, aquella ráfaga le trajo como un presentimiento, y, aun siguiendo a Lino, se volvió para echar una última mirada a la explanada de grava, circuida de matas y de algunos oleandros. Lino lo precedía, y él advirtió que algo le abultaba el bolsillo exterior de la americana: la pistola, que, en el coche, le había quitado el hombre de la mano al llegar. De pronto tuvo la seguridad de que Lino sólo tenía aquella pistola y se preguntó por qué le habría tenido que mentir y ahora lo hacía entrar en la casa. Crecía en él la sensación de engaño y, a la vez, la voluntad de mantener los ojos bien abiertos y no dejarse engañar. Mientras tanto habían entrado en una amplia sala de estar, llena de poltronas y divanes, con una chimenea de campana, de ladrillos rojos, en la pared del fondo. Lino, precediendo siempre a Marcello, se dirigió, a través de la sala, hacia una puerta pintada de azul turquesa, en un ángulo. Marcello preguntó inquieto:
–¿Adónde vamos?
–A mi habitación –respondió Lino ligeramente–, sin volverse.
Marcello, por si acaso, decidió hacer una primera resistencia, de modo que Lino comprendiese que había descubierto su juego. Cuando Lino abrió la puerta azul, dijo, manteniéndose a distancia:
–Dame la pistola en seguida, o no voy.
–Pero es que no la tengo aquí –respondió Lino volviéndose a medias–, sino en mi habitación.
–Sí la tienes –replicó Marcello–; en el bolsillo de la chaqueta.
–Pero ésta es la del coche.
–No tienes ninguna otra.
Lino pareció insinuar un movimiento de impaciencia, reprimido inmediatamente. Marcello advirtió una vez más el contraste que formaban, con el rostro seco y severo, la boca algo carnosa y los ojos ansiosos, dolientes, suplicantes.
–Te daré ésta –dijo al fin–; pero ven conmigo. ¿Qué más te da en un sitio o en otro? Aquí puede vernos algún campesino, con todas estas ventanas...
«¿Y hay mal alguno en que nos vean?», habría querido preguntar Marcello; pero se contuvo porque advirtió oscuramente que el mal existía, aunque fuese imposible definirlo.
–Bien –dijo puerilmente–, pero luego me la darás, ¿verdad?
–Puedes estar seguro. –Entraron en un pequeño pasillo blanco, y Lino cerró la puerta. Al fondo del pasillo había otra puerta azul. Esta vez. Lino no precedió a Marcello, sino que se puso a su lado y le pasó ligeramente un brazo en torno a la cintura, mientras preguntaba–: ¿Tanto te gusta tu pistola?
–Sí –contestó Marcello, casi incapaz de hablar por la inquietud que le causaba aquel brazo.
Lino le quitó el brazo de la cintura, abrió la puerta e introdujo a Marcello en la habitación. Era una pequeña estancia blanca, larga y estrecha, con una ventana al fondo. El mobiliario se reducía a una cama, una mesita, un armario y un par de sillas. Todos estos muebles estaban pintados de verde claro. Marcello observó en la pared, sobre la cabecera de la cama, un crucifijo de bronce de un tipo muy corriente. Sobre la mesita de noche había un libro grueso, encuadernado en negro y con los bordes de las hojas de color rojo; Marcello se dijo que se trataría de un devocionario. La habitación, vacía de objetos y de ropas, parecía muy limpia. Sin embargo, en el ambiente flotaba un fuerte olor, como de jabón muy perfumado. ¿Dónde había percibido ya aquel olor? Quizá en el baño, inmediatamente después de que su madre, por la mañana, se hubiese levantado. Lino le dijo negligentemente:
–Siéntate en la cama, ¿quieres? Es más cómodo –y él obedeció en silencio. Lino iba y venía por la habitación. Se quitó la gorra y la puso en el alféizar de la ventana. Se desabrochó el cuello y, con el pañuelo, se secó el sudor en torno al cuello. Luego abrió el armario, sacó de él una botella grande de agua de colonia, mojó el pañuelo con ella y se lo pasó, con evidente sensación de alivio, por la cara y la frente–. ¿Te pones tú también una poca? –preguntó a Marcello–. Es refrescante.
Marcello habría querido rechazar, porque la botella y el pañuelo le causaban no sabía qué repugnancia. Pero dejó que Lino le pasara, con fresca caricia, la palma por el rostro. Lino dejó el agua de colonia en el armario y fue a sentarse en la cama, frente a Marcello.
Se miraron. El rostro de Lino, seco y austero, tenía ahora una expresión nueva, deseosa, acariciante, suplicante. Contemplaba a Marcello en silencio. El muchacho, movido tanto por su impaciencia como por el deseo de poner fin a aquella molesta contemplación, preguntó al fin:
–¿Y la pistola?
Vio cómo Lino suspiraba y se sacaba del bolsillo, como de mala gana, el arma. Él alargó la mano, pero el semblante de Lino se endureció, retiró la pistola y dijo apresuradamente:
–Te la daré... pero has de ganártela.
Al oír aquellas palabras, Marcello sintió una sensación de alivio. Tal como había pensado. Lino quería algo a cambio de la pistola. Con tono solícito y falsamente ingenuo, como en el colegio cuando hacía cualquier trueque de plumillas o de bolas, dijo:
–Dime lo que quieres a cambio y nos pondremos de acuerdo.
Vio a Lino bajar los ojos, titubear y luego preguntar lentamente:
–¿Qué estarías dispuesto a hacer por esta pistola?
Notó que Lino había eludido su proposición. No se trataba de un objeto que se hubiera de cambiar por la pistola, sino de algo que habría de hacer para conseguirla. Aunque no adivinó qué podría ser, dijo, siempre con su tono falsamente ingenuo:
–No sé. Dímelo tú.
Hubo un momento de silencio.
–¿Harías cualquier cosa? –preguntó de pronto Lino con voz más alta, cogiéndole una mano.
El tono y el gesto alarmaron a Marcello. Se preguntó si, por ventura, no sería Lino un ladrón que estuviese solicitando su complicidad. Tras reflexionar un poco, le pareció poder descartar aquella hipótesis. Sin embargo, respondió prudentemente:
–Pero, dime, ¿qué quieres que haga? ¿Por qué no me lo dices de una vez?
Lino jugueteaba con su mano, mirándola, dándole vueltas, apretándola, aflojando el apretón. Luego, con gesto caso desairado, la rechazó y, mirándolo, dijo lentamente:
–Estoy seguro de que tú no harías ciertas cosas.
–Pero, dímelo –insistió Marcello con una especie de buena voluntad mezcla de embarazo.
–¡No, no! –protestó Lino. Marcello notó que un rubor singular, desigual, teñía su pálido rostro en lo alto de las mejillas. Le pareció como si Lino tratase de hablar, pero quisiera estar seguro de que él lo deseaba. Entonces tuvo un gesto de consciente, aunque inocente coquetería. Se inclinó y cogió con su mano la del hombre:
–¡Vamos, dímelo! ¿Por qué no me lo dices?
Siguió un largo silencio. Lino miraba ora la mano de Marcello, ora su cara, y parecía vacilar. Finalmente, rechazó de nuevo la mano del muchacho, pero esta vez con dulzura, se levantó y dio algunos pasos por la habitación. Luego volvió a sentarse y cogió de nuevo la mano de Marcello de manera afectuosa, algo así como un padre o una madre cogen la mano de su hijo. Dijo:
–Marcello, ¿sabes quién soy?
–No.
–Soy un sacerdote secularizado –dijo Lino con un estallido de voz doloroso, afligido, patético–, un sacerdote secularizado, expulsado, por indignidad, del colegio en que enseñaba... Y tú, en tu inocencia, no te das cuenta de lo que podría pedirte a cambio de esta pistola que tanto te fascina. He sentido la tentación de abusar de tu ignorancia, de tu inocencia, de tu infantil avidez. Ya sabes quién soy, Marcello. –Hablaba en un tono de profunda sinceridad. Luego dirigió su mirada hacia la cabecera de la cama y, de una manera inesperada, apostrofó al crucifijo sin levantar la voz, como lamentándose–: ¡Te lo he pedido tanto...! Pero tú me has abandonado, y vuelvo a caer una y otra vez... ¿Por qué me has abandonado? –Estas palabras se perdieron en una especie de murmullo, como si Lino hubiese hablado consigo mismo. Luego se levantó de la cama, cogió la gorra, que había dejado en el alféizar de la ventana, y dijo a Marcello–: Vamos, te llevaré a casa. –Marcello no dijo nada. Sentíase aturdido e incapaz, por ahora, de juzgar lo que había ocurrido. Siguió a Lino por el pasillo y luego a través de la sala de estar... Fuera, en la explanada, el viento soplaba aún en torno al gran coche negro, bajo un cielo nublado y sin sol. Lino subió al coche, y él se sentó a su lado. El automóvil se puso en movimiento, recorrió el sendero y salió suavemente por la puerta hacia el exterior. Durante un largo rato permanecieron en silencio. Lino conducía como antes, con el busto erguido, la visera de la gorra sobre los ojos, las enguantadas manos pegadas al volante. Recorrieron un buen trecho de camino y luego Lino, sin volverse, preguntó inopinadamente–: ¿Te disgusta no haber conseguido la pistola?
Al oír aquellas palabras, se encendió de nuevo en el ánimo de Marcello la ávida esperanza de poseer el objeto tan deseado. Después de todo –pensó–, a lo mejor no se había perdido aún todo. Respondió con sinceridad:
–Desde luego que me ha disgustado.
–Así –preguntó Lino–, si te citara precisamente para mañana a la misma hora de hoy, ¿acudirías?
–Mañana es domingo –respondió juiciosamente Marcello–; pero el lunes, sí; podemos vemos en la avenida, en el mismo sitio de hoy.
El otro calló un momento. Luego, de improviso, con voz de lamento, gritó:
–No me hables ni me mires más. Y si el lunes me ves al mediodía en la avenida, no me hagas caso» no me saludes. ¿Has entendido?
«Pero, ¿qué le pasa?», preguntóse Marcello algo despechado. Y contestó:
–Yo no soy el que ha de verte. Eres tú el que hoy me ha hecho venir a tu casa.
–Sí, pero no debe volver a repetirse jamás, ¡jamás! –dijo Lino con fuerza–. Me conozco muy bien y sé que esta noche no haré más que pensar en ti, y que el lunes te esperaré en la avenida. Aunque hoy haya decidido no hacerlo, me conozco muy bien. No debes preocuparte de mí. –Marcello no dijo nada. Lino prosiguió, siempre con la misma furia–: Pensaré en ti toda la noche, Marcello, y el lunes estaré en la avenida con la pistola, pero tú no debes hacerme caso. –Daba vueltas en torno a la misma frase, repitiéndola. Y Marcello, con su fría e inocente perspicacia, comprendía que, en realidad, Lino quería concretar una cita con él y, con el pretexto de ponerlo en guardia, establecía, en efecto, dicha cita. Lino, tras un momento de silencio, preguntó de nuevo–: ¿Has oído?
–Sí.
–¿Qué te he dicho?
–Que el lunes estarás en la avenida esperándome.
–No te he dicho sólo eso –replicó el otro con dolor.
–Y que –acabó Marcello– no debo hacerte caso.
–Sí –confirmó Lino–, con ningún pretexto. Ten en cuenta que te llamaré, te suplicaré, te seguiré con el coche. Te prometeré todo lo que quieras. Pero tú no debes hacerme caso ni desviarte de tu camino.
Marcello, que había perdido la paciencia, respondió:
–Muy bien, enterado.
–Pero tú eres un niño –dijo Lino pasando de la furia a una especie de acariciante dulzura– y no serás capaz de resistirme. Sin duda vendrás, porque eres un niño, Marcello.
Marcello se ofendió.
–No soy un niño, sino un muchacho, y, además, no me conoces.
Lino detuvo el coche de pronto. Estaban aún en la carretera de la colina, bajo un alto muro circundante. Más allá se entreveía el arco, adornado con farolillos venecianos, de un restaurante. Lino se volvió hacia Marcello:
–¿De verdad –preguntó con una especie de dolorosa ansiedad–, de verdad te negarás a venir conmigo?
–¿Acaso no eres tú –preguntó Marcello, consciente ya de su juego– el que me lo pides?
–Sí, es cierto –dijo Lino desesperado, volviendo a poner en marcha el automóvil–, sí, es cierto... tienes razón. Soy yo el loco que te lo pide... precisamente yo. –Tras esta exclamación volvió a quedar en silencio. El coche descendió hasta el fondo de la calle y recorrió de nuevo las sucias calles del barrio popular. Entraron luego en la gran avenida, con los altos plátanos desnudos y blancos, los montones de hojas amarillentas a lo largo de las aceras, las casas llenas de ventanas. Y, después, en el barrio en que vivía Marcello. Lino preguntó sin volverse–: ¿Dónde vives?
–Es mejor que pares aquí –dijo Marcello, consciente del placer que inspiraba a aquel hombre su acento de complicidad–. De lo contrario, podrían verme bajar del coche.
El automóvil se detuvo. Marcello se apeó, y Lino, a través de la ventanilla, le tendió el paquete de libros y dijo resueltamente:
–Entonces hasta el lunes, en el mismo sitio de hoy, en la avenida.
–Pero yo –dijo Marcello cogiendo los libros– debo fingir que no te veo, ¿verdad?
Marcello vio cómo titubeaba Lino y experimentó casi un sentimiento de cruel satisfacción. Los ojos de Lino, intensamente encendidos en el fondo de sus cóncavas pupilas, le dirigían ahora una mirada suplicante y angustiada.
Luego dijo apasionadamente:
–Procede como mejor te parezca. Haz de mí lo que quieras.
Su voz terminó en una especie de lamento cantante y deseoso.
–Pero ten muy en cuenta que ni siquiera te miraré –advirtió por última vez Marcello.
Vio cómo Lino hacía un gesto que él no entendió, pero que le pareció de desesperado asentimiento. Luego, el coche partió de nuevo, alejándose lentamente en dirección a la avenida.


CAPÍTULO III

Cada mañana, a una hora fija, Marcello era despertado por la cocinera, que sentía un particular afecto por él. Entraba a oscuras en la habitación llevando la bandeja del desayuno, que dejaba sobre el mármol de la cómoda. Luego, Marcello la veía colgarse con los dos brazos de la cuerda de la persiana y subirla con dos o tres tirones de su robusta persona. Le ponía la bandeja sobre las rodillas y asistía de pie al desayuno, presta, tan pronto como hubiese acabado, a destaparlo y a incitarlo a vestirse. Ella misma le ayudaba alargándole la ropa y, a veces, arrodillándose para abrocharle los cordones de los zapatos. Era una mujer alegre, vivaz y llena de sentido común. Conservaba el acento y las costumbres de la provincia en que había nacido. El lunes, Marcello se despertó con el confuso recuerdo de haber oído la noche anterior, mientras se iba quedando dormido, un estallido de voces airadas, no sabía bien si en la planta baja o en la habitación de sus padres. Esperó a terminar de desayunar y luego preguntó a la cocinera, que, como de costumbre, esperaba, de pie, que hubiese terminado:
–¿Qué pasó anoche?
La mujer lo miró con fingido y exagerado estupor:
–Que yo sepa, nada.
Marcello comprendió que quería decir algo. El falso estupor, el malicioso brillo de sus ojos, toda su actitud lo denotaba. Dijo:
–Oí gritar...
–¡Ah, los gritos...! –contestó la mujer–. Eso es normal. ¿No sabes que tu papá y tu mamá gritan a menudo?
–Sí –contestó Marcello–, pero gritaban más fuerte que de costumbre.
Ella sonrió y, apoyándose con ambas manos en el respaldo de la cama, dijo:
–Por lo menos, gritando, se habrán entendido mejor, ¿no te parece?
Éste era uno de sus encantos: hacer frases afirmativas de las preguntas que no esperaban respuesta. Marcello preguntó:
–Pero, ¿por qué gritaban?
La mujer sonrió de nuevo:
–¿Por qué gritan las personas? Porque no marchan de acuerdo.
–¿Y por qué no marchan de acuerdo?
–¿Ellos? –gritó feliz ante las preguntas del muchacho–. ¡Oh, por mil motivos! Tal vez un día porque tu madre quiere dormir con la ventana abierta y tu padre opina lo contrario. Otro día, porque él quiere meterse pronto en la cama, y, por el contrario, tu madre quiere hacerlo más tarde... Los motivos nunca faltan, ¿no te parece?
Marcello dijo de pronto, con gravedad y convicción, como expresando un antiguo sentimiento:
–No me gustaría seguir aquí.
–¿Y qué te gustaría hacer? –gritó la mujer, cada vez más alegre–. Eres aún pequeño, casi no puedes salir para nada. Debes esperar a ser mayor.
–Preferiría –dijo Marcello– que me metieran en un colegio.
La mujer lo miró enternecida y gritó:
–¡Tienes razón! ¡Por lo menos en el colegio tendrías a alguien que pensara en ti! ¿Sabes por qué gritaron tanto anoche tu padre y tu madre?
–No. ¿Por qué?
–Espera, que te lo enseñaré. –Solícita, se dirigió a la puerta y desapareció. Marcello la oyó bajar rápidamente las escaleras y se preguntó, una vez más, qué habría podido suceder la noche anterior. Poco después oyó cómo la cocinera subía de nuevo las escaleras y volvía a entrar en la habitación con aire de alegre misterio. Llevaba en la mano un objeto, que Marcello reconoció inmediatamente: una gran fotografía con marco de plata que solía estar sobre el piano, en el salón. Era una vieja fotografía, hecha cuando Marcello tenía poco más de dos años. Se veía en ella a la madre de Marcello vestida de blanco, con su hijo en brazos. El pequeño vestía asimismo de blanco y llevaba un gorrito de flecos, también blanco, sobre los largos cabellos–. Mira esta fotografía –gritó la cocinera, divertida–. Ayer por la noche, tu madre, al regresar del teatro, entró en el salón, y la primera cosa que vio, sobre el piano, fue esta fotografía. ¡Pobrecita!, por poco se desmaya. Fíjate bien lo que ha hecho tu padre en la fotografía. –Marcello, sorprendido, contempló la fotografía. Alguien, con la punta de un cortaplumas o de un punzón, había agujereado los ojos tanto de la madre como del hijo y luego, con lápiz rojo, había dibujado pequeños trazos bajo los ojos de ambos, como para indicar que de los cuatro agujeros brotaban lágrimas de sangre. Aquello era tan extraño e inesperado y, a la vez, tan oscuramente funesto, que Marcello, por un momento, no supo qué pensar–. Es tu padre el que ha hecho esto –gritó la cocinera–, y tu madre tenía razón para gritar.
–Pero, ¿por qué lo hizo?
–Es una brujería. ¿Sabes qué es una brujería?
–No.
–Cuando se desea mal a alguien, se hace lo que ha hecho tu padre. A veces, en vez de pinchar en los ojos, se pincha en el pecho, en dirección al corazón, y luego ocurre algo...
–¿Qué?
–Que la persona muere, o bien le ocurre una desgracia. Depende.
–Pero yo –balbuceó Marcello– no le he hecho ningún daño a papá.
–¿Y qué es lo que le ha hecho tu madre? –gritó la cocinera, indignada–. Mira, ¿sabes lo que es tu padre? Un loco. ¿Y sabes dónde acabará? En Sant’Onofrio, en la casa de locos. Y ahora, ¡vamos! Vístete y márchate al colegio. Yo voy a dejar la fotografía en su sitio. –Y, llena de jovialidad, salió corriendo, y Marcello quedó solo.
Pensativo, incapaz de explicarse de alguna forma el incidente de la fotografía, empezó a vestirse. Nunca había experimentado hacia su padre ningún sentimiento particular, y la hostilidad de él, fuese verdadera o falsa, no le causaba dolor alguno. Pero le daban que pensar las palabras de la cocinera acerca de los poderes maléficos de la brujería. No es que él fuese supersticioso y creyese a pies juntillas que bastaba agujerear los ojos de una fotografía para hacer daño a la persona fotografiada; pero aquella locura del padre despertaba de nuevo en él un temor respecto al cual se había hecho la ilusión de haberlo adormecido para siempre. Era la terrible e impotente sensación de haber entrado en el círculo de una fatalidad funesta que lo había obsesionado durante todo el verano y que ahora, como por el reclamo de una maléfica simpatía, frente a aquella fotografía manchada con lágrimas de sangre, se despertaba en su ánimo más fuerte que nunca.
¿Qué era la desgracia –se preguntó–, qué era sino el punto negro perdido en el azul de los cielos más serenos que, de repente, se agranda y se convierte en un pajarraco despiadado, que se precipita sobre el desgraciado como un buitre sobre la carroña? ¿O bien la trampa respecto a la que uno está advertido, más aún, que se ve con claridad y en la que, sin embargo, acaba uno por meter el pie? ¿O bien, sin más, una maldición de torpeza, de imprudencia y de ceguera insinuada en los gestos, en los sentidos, en la sangre? Esta última definición le pareció la más apropiada, como la que atribuía la desgracia precisamente a una falta de gracia, y la falta de gracia, a una fatalidad íntima, oscura, congénita, inescrutable, sobre la cual la acción de su padre, como una indicación para tomar por una calle funesta, había llamado de nuevo su atención. Sabía que esta fatalidad quería que él matase; pero lo que más lo espantaba no era tanto el homicidio cuanto el estar predestinado al mismo, hiciera lo que hiciese. En suma, le aterraba la idea de que incluso la conciencia de tal fatalidad pudiera ser un impulso más para someterse a la misma; como si, en vez de conciencia, fuese ignorancia; pero una ignorancia de un género particular que nadie habría podido considerar como tal, y él, menos que nadie.
Pero más tarde, en el colegio, con pueril volubilidad, olvidó de improviso estos presentimientos. Tenía por compañero de banco a uno de sus atormentadores, un muchacho llamado Turchi, el más viejo y, a la vez, el más ignorante de la clase. Era el único que, por haber tomado algunas lecciones de boxeo, sabía dar puñetazos de acuerdo con las reglas del arte: su rostro duro y anguloso, de cabellos cortados a cepillo, de nariz chata y labios finos, embutido en una camiseta de atleta, parecía el de un boxeador profesional. Turchi no sabía ni una palabra de latín. Pero cuando en los corros, fuera del colegio, por la calle, levantando una mano nudosa para quitarse de la boca una pequeñísima colilla y arqueando las muchas arrugas de su estrecha frente, en una mirada de autoridad suficiente, declaraba: «Para mí, ganará el campeonato Colucci», todos los muchachos enmudecían, llenos de respeto. Turchi, que, eventualmente, podía demostrar, cogiéndose la nariz entre dos dedos y desplazándola hacia un lado, que tenía el tabique nasal roto como los verdaderos boxeadores, no se ocupaba sólo de los puños, sino también del balón y de cualquier otro deporte popular y violento. Turchi mantenía respecto a Marcello una actitud sarcástica, casi sobria en su brutalidad. Precisamente había sido Turchi el que dos días antes sujetó a Marcello mientras los otros cuatro le ponían la falda. Y Marcello, que no lo había olvidado, creyó aquella mañana que había dado, finalmente, con el sistema para conquistar aquella esquiva e inaccesible cima.
Aprovechando un momento en que el profesor de Geografía volvíase para indicar con el puntero el mapa de Europa, le escribió apresuradamente en una hoja de papel: «Hoy tendré una pistola de verdad», y luego empujó la hoja hacia Turchi. Éste, pese a su ignorancia, era, en lo tocante a conducta, un alumno modelo. Siempre atento, inmóvil, casi triste en su inexpresiva y estúpida seriedad, su incapacidad de responder a las más simples preguntas cada vez que era interrogado, maravillaba profundamente a Marcello, el cual se preguntaba a menudo en qué podía pensar durante las lecciones y por qué, si no estudiaba, fingía tanta diligencia. Ahora bien, cuando Turchi hubo visto la hoja de papel, hizo un gesto de impaciencia, casi como para decir: «No me molestes..., ¿no ves que estoy escuchando la lección?» Pero Marcello insistió con un codazo. Y entonces Turchi, sin mover la cabeza, bajó los ojos para leer el papel. Marcello lo vio coger un lápiz y escribir, a su vez: «No me lo creo.» Inmediatamente se apresuró a confirmar, siempre escribiendo: «Palabra de honor.» Turchi, incrédulo, preguntó: «¿Qué marca es?» Esta pregunta desconcertó a Marcello. Sin embargo, tras un momento de titubeo, respondió: «Una “Wilson”.» Había confundido el nombre con «Weston», nombre que precisamente había oído decir a Turchi algún tiempo atrás. Inmediatamente, Turchi escribió: «Nunca la he oído nombrar.» Marcello concluyó: «Mañana la traeré al colegio.» El diálogo acabó de pronto, porque el profesor, volviéndose, llamó de pronto a Turchi, al que preguntó cuál era el río mayor de Alemania. Como de costumbre, Turchi se puso en pie, y tras una larga reflexión, confesó sin embarazo, casi con lealtad deportiva, que no lo sabía. En aquel momento se abrió la puerta y el portero se asomó para anunciar el fin de clase.
Marcello debía a toda costa conseguir que Lino mantuviese su promesa y le diese el revólver, pensó más tarde caminando de prisa por las calles hacia la avenida de los plátanos. Marcello se daba cuenta de que Lino le habría dado el arma si él lo hubiese querido, y, sin dejar de caminar, se preguntó qué actitud debía adoptar para alcanzar su objetivo con más seguridad. Aun no penetrando el verdadero motivo de la manía de Lino, con una coquetería instintiva, casi femenina, intuía que la manera más expeditiva de entrar en posesión de la pistola era la sugerida el sábado anterior por el propio Lino: no hacerle caso a éste, despreciar sus ofrecimientos, rechazar sus súplicas, hacerse, en suma, algo codiciado; finalmente, no aceptar subir al coche sino cuando estuviera bien seguro de que la pistola era suya. Marcello no habría sabido decirse por qué Lino sentía tanto afecto por él, y por qué él estaba en condiciones de hacer esta especie de chantaje. El mismo instinto que le sugería chantajear a Lino le permitía entrever, tras sus relaciones con el chófer, la sombra de un afecto insólito, de una cualidad tan inquietante como misteriosa. Pero la pistola se hallaba en la cumbre de todos sus pensamientos. Además, no habría podido afirmar si aquel afecto, y el papel casi femenino que le tocaba representar, le resultaban verdaderamente desagradables. La única cosa que habría querido evitar –como pensó al llegar, sudando por completo, a causa de la carrera que se había dado, a la avenida de los plátanos– era que Lino lo tomase por la cintura, como había hecho en el pasillo de la finca, la primera vez que se vieron.
Como el sábado, el día era nublado y desapacible, recorrido por un viento cálido que parecía rico en despojos, arrebatados un poco por doquier por su turbulento paso: hojas muertas, papeles, plumas, pelusilla, pajitas, polvo. En la avenida, el viento había levantado precisamente en aquel momento un montón de hojas secas, elevándolas muy alto, en gran número, por entre las descamadas ramas de los plátanos. Se entretuvo contemplando las hojas que danzaban por el aire, contra el fondo del cielo gris, semejantes por completo a miríadas de manos amarillentas de dedos muy abiertos, y luego, bajando los ojos, vio, entre aquellas manos de oro arremolinadas por el viento, la larga forma, negra y brillante, del automóvil detenido junto a la acera. El corazón le empezó a latir furiosamente, sin que él supiera por qué. Sin embargo, fiel a su plan, no apresuró el paso y siguió adelante, hacia el automóvil. Pasó sin prisa junto a la ventanilla, y de pronto, como a una señal, se abrió la puerta, y Lino, sin gorra, sacó la cabeza y dijo:
–Marcello, ¿quieres subir? –No pudo por menos de extrañarse de tan seria invitación, tras los juramentos de la primera entrevista. No cabía la menor duda de que Lino se conocía bien, pensó. Y resultaba incluso cómico verlo hacer algo que él mismo había previsto hacer, pese a toda voluntad contraria. Él siguió su camino como si no lo hubiese oído y advirtió, con oscura satisfacción, que el coche se había puesto en marcha y lo seguía. La acera, muy amplia, estaba desierta hasta donde llegaba la vista, entre los edificios regulares y llenos de ventanas y los gruesos e inclinados troncos de los plátanos. El coche lo seguía al paso, con un zumbido suave, que sonaba acariciante a los oídos. Tras una veintena de metros, lo adelantó y se detuvo a cierta distancia de él; luego se abrió de nuevo la portezuela. Pasó junto al coche sin volverse para mirar y oyó de nuevo la voz apremiante que suplicaba–: Marcello, sube, te lo ruego... Olvida lo que te dije ayer... Marcello, ¿me oyes? –El muchacho no pudo por menos de decirse que aquella voz era algo repugnante: ¿por qué se lamentaría Lino de aquella forma? Era una suerte que nadie pasara por la avenida; de lo contrario, le habría dado vergüenza. Sin embargo, no quiso desalentar del todo al hombre y, aun siguiendo adelante al pasar junto al coche, volvióse a medias para mirar hacia atrás, como para invitarlo a seguir insistiendo. Le lanzó una mirada casi seductora y, de pronto, notó, inconfundible, el mismo sentimiento de humillación no desagradable, de ficción no innatural que, dos días antes, por un momento, le había inspirado la falda que los compañeros le habían atado a la cintura. Era como si, en el fondo, no le desagradara, antes bien, «se sintiese inclinado por naturaleza a desempeñar el papel de la mujer esquiva y coqueta. Entretanto, el coche se había puesto de nuevo en marcha y lo seguía. Marcello se preguntó si había llegado el momento de ceder y decidió, tras reflexionar, que no había llegado aún tal momento. El coche pasó junto a él sin detenerse, aunque enlenteciendo la marcha. Oyó la voz del hombre que lo llamaba–: Marcello... –y luego inmediatamente después, el ruido del motor que se alejaba. Al instante sintió el temor de que Lino se hubiese impacientado y se fuese. Lo invadió un gran miedo de tener que presentarse al día siguiente con las manos vacías en el colegio; y se echó a correr, gritando:
–¡Lino, Lino, detente, Lino!
Pero el viento se llevaba sus palabras, esparciéndolas por el aire junto con las hojas muertas, en un remolino angustioso y sonoro; el coche se iba haciendo cada vez más pequeño. Evidentemente, Lino no lo había oído y se alejaba. Y él no tendría su pistola. Y Turchi, una vez más, se burlaría de él. Luego respiró profundamente y siguió andando con paso casi normal, tras recuperar el aliento. El coche se había adelantado, mas no para huir de él, sino para esperarlo en una bocacalle, donde se detuvo, obstaculizando la acera con su longitud.
Sintió una especie de rencor contra Lino por haber provocado en él aquellas humillantes palpitaciones. Y decidió, en lo más profundo de su ser, con repentino impulso de crueldad, hacérselo pagar con una bien calculada dureza. Entretanto, sin prisa, había llegado a la bocacalle. El coche estaba allí, largo, negro, brillante, con todos sus viejos metales y su carrocería anticuada. Marcello dio a entender que iba a dar la vuelta. Inmediatamente se abrió la portezuela y se asomó Lino.
–¡Marcello! –dijo con una decisión desesperada–. Olvida cuanto te dije el sábado. Has cumplido tu deber hasta en demasía. Vamos, sube, Marcello.
Marcello se había detenido junto al capó. Dio un paso atrás y dijo con frialdad, sin mirar al hombre:
–No, no voy... Pero no porque el sábado me dijeras que no fuese, sino porque no quiero.
–¿Y por qué no quieres?
–Porque no... ¿Para qué habría de subir...?
–Para darme gusto...
–Pero yo no tengo ganas de darte gusto.
–¿Por qué? ¿Te soy antipático?
–Sí –respondió Marcello bajando los ojos y jugueteando con el tirador de la portezuela. Se daba cuenta de que ponía un semblante enojado, reacio, hostil, y ya no sabía si estaba disimulando o lo hacía sinceramente. Era sin duda un papel lo que estaba desempeñando ante Lino. Mas si era así, ¿por qué experimentaba aquella sensación tan fuerte y complicada, mezcla de vanidad, repugnancia, humillación, crueldad y despecho? Oyó a Lino reír bajito, afectuosamente, y luego preguntar:
–¿Y por qué te soy antipático?
Esta vez levantó los ojos y miró a la cara al hombre. Era verdad. Lino le era antipático –pensó–, pero nunca se había preguntado por qué. Contempló su rostro, casi ascético en su severa delgadez, y entonces comprendió por qué no le era simpático aquel hombre: porque –como pensó– era una cara con doblez, en la que el engaño encontraba casi una expresión física. Al mirarlo le pareció descubrir este engaño, este fraude, sobre todo en la boca: sutil, seca, desdeñosa, casta a primera vista; pero luego, si una sonrisa la desplegaba y movía los labios, aparecía sobre la inclinada y encendida mucosa una especie de anhelante y deseosa agüilla. Titubeó mientras examinaba a Lino, quien, sonriendo, esperaba su respuesta, y, al fin, dijo sinceramente:
–Me eres antipático porque tienes la boca llena de saliva.
La sonrisa de Lino desapareció, y su semblante se llenó de oscuridad.
–¿Qué tonterías estás diciendo? –Y luego, rehaciéndose en seguida, añadió, con alegre desenfado–: Y ahora, señor Marcello, ¿quiere usted subir al coche?
–Subiré –dijo Marcello, decidiéndose al fin–, sólo con una condición.
–¿Qué condición?
–Que me darás de verdad la pistola.
–De acuerdo. Vamos, ¡arriba!
–No, tienes que dármela ahora, en seguida –insistió Marcello, obstinado.
–Pero ahora no la tengo aquí, Marcello –dijo el hombre con sinceridad–; el sábado la dejé en mi habitación. Iremos a casa y la cogeremos.
–Entonces no voy –decidióse Marcello, de una forma inesperada incluso para él–. Hasta la vista.
Dio un paso para marcharse; pero esta vez. Lino perdió la paciencia.
–¡Vamos, sube de una vez, no seas niño! –exclamó. Inclinándose, aferró a Marcello por un brazo y lo elevó hasta dejarlo en el asiento junto al suyo–. Ahora vamos en seguida a casa, y te prometo que tendrás la pistola. –Marcello, contento en el fondo de haber sido obligado, por la fuerza, a subir al coche, no protestó, limitándose a adoptar una actitud de pueril enojo. Rápidamente, Lino cerró la portezuela, encendió el motor y puso en marcha el vehículo. Permanecieron en silencio durante un buen rato. Lino no parecía muy locuaz; tal vez –como pensó Marcello– estaba demasiado contento para hablar. En cuanto a él, no tenía nada que decir. Ahora, Lino le daría la pistola, él regresaría a casa y, al día siguiente, llevaría el arma a la escuela y se la enseñaría a Turchi. Su pensamiento no iba más allá de estas simples y agradables previsiones. El único temor era el de que Lino tratara de abusar de él de alguna manera. En tal caso –como pensó– inventaría alguna astucia para rechazar a Lino a la desesperación y obligarlo a mantener su promesa. Inmóvil, con el paquete de libros sobre las rodillas, contemplaba el desfile de los grandes plátanos y de las casas hasta el fondo de la avenida. Cuando el coche enfiló la subida, Lino, como si se tratara de la conclusión de un largo proceso reflexivo, preguntó–: Pero, ¿quién te ha enseñado tanta coquetería, Marcello? –Marcello, no muy seguro del significado de aquella palabra, titubeó antes de contestar, El hombre pareció darse cuenta de su inocente ignorancia y añadió–: Quiero decir tanta astucia.
–¿Por qué? –preguntó Marcello.
–Por saberlo.
–El astuto eres tú –dijo Marcello–, que me prometes la pistola y no me la das nunca.
Lino rió y, con una mano, dio golpecitos en la desnuda rodilla de Marcello.
–Sí, hoy soy yo el astuto. –Marcello movió la rodilla, molesto. Lino añadió, sin quitarle la mano de la rodilla, con voz llena de contento–: ¿Sabes, Marcello? Estoy contento de que hayas venido hoy. ¡Cuando pienso que el otro día te supliqué que no me hicieras caso ni vinieras, me doy cuenta de lo estúpido que se puede ser en ocasiones! Sí, a veces se puede ser realmente estúpido. Mas, por fortuna, has mostrado más sentido común que yo, Marcello.
Marcello no dijo nada. No entendía demasiado bien lo que le decía Lino y, por otra parte, le daba asco aquella mano puesta en su rodilla. Había tratado varias veces de mover la rodilla, pero la mano seguía allí firme. Por suerte, en una curva, un coche venía en dirección contraria a la de ellos. Marcello fingió asustarse y exclamó:
–¡Cuidado, que ese coche se nos echa encima! –y esta vez Lino retiró la mano de la rodilla para mover el volante. Marcello respiró.
Apareció el camino rural, entre los muros de cerco y los setos; luego la puerta con la verja pintada de verde, y el camino de entrada, flanqueado por pequeños cipreses despenachados y, al fondo, el brillo de los cristales de la veranda. Marcello notó que, como la otra vez, el viento atormentaba los cipreses, bajo un oscuro cielo de tempestad. El coche se detuvo. Lino saltó a tierra y ayudó a Marcello a bajar, dirigiéndose luego con él hacia la entrada. Esta vez Lino no le precedía, sino que lo sostenía fuertemente por un brazo, como si temiera que se le fuese a escapar. Marcello habría querido decirle que aflojara aquella presión, pero no tuvo tiempo. Como volando, manteniéndolo casi levantado del suelo por el brazo, Lino lo hizo atravesar la sala de estar y lo empujó dentro del pasillo. Allí, de una manera inesperada, lo aferró por el cuello duramente y le dijo:
–¡Estúpido, más que estúpido! ¿Por qué no querías venir? –Su voz no era ya burlona, sino ronca y rota, aunque mecánicamente tierna. Marcello, sorprendido, trató de levantar los ojos y mirar a Lino a la cara; pero, al mismo tiempo, recibió un violento empujón. Como se lanza lejos a un perro o un gato después de haberlo cogido por el pescuezo, Lino lo había arrojado al interior de la habitación. Luego Marcello lo vio cerrar la puerta con llave, meterse ésta en el bolsillo y volverse hacia él con una expresión mezcla de gozo y de salvaje triunfo. Gritó–: ¡Y ahora se acabó...! ¡Basta, Marcello, tirano, pequeña carroña, basta...! ¡Presta atención, obedece y ni una palabra más! –Pronunciaba estas palabras de mando, de desprecio y de dominio, con una alegría salvaje, casi con voluptuosidad. Y Marcello, aunque confuso, no pudo por menos de advertir que eran palabras sin sentido; más bien estrofas de un cántico triunfal, que expresiones de un pensamiento y de una voluntad conscientes. Aterrado, atónito, vio a Lino ir y venir por la habitación, a grandes zancadas, quitarse la gorra y dejarla sobre el alféizar de la ventana; hacer una pelota con una camisa colgada en una silla y meterla en un cajón; alisar la arrugada colcha y realizar, en suma, una serie de ademanes prácticos con una furia llena de oscuro significado. Luego lo vio, siempre gritando como para sí mismo aquellas incoherentes frases de poderío y dominio, acercarse a la pared, sobre la cabecera de la cama, quitar el crucifijo, dirigirse al armario y arrojarlo en el fondo de un cajón con manifiesta brutalidad. Y comprendió que con aquel gesto, de alguna forma. Lino quería dar a entender que había acabado de arrinconar sus últimos escrúpulos. Como para confirmarlo en este temor, Lino sacó del cajón de la mesita de noche la tan deseada pistola y, mostrándosela, gritó–: ¿La ves? Pues bien, ¡no la tendrás...! ¡Nunca...! ¡Y habrás de hacer lo que yo quiera sin regalos, sin pistolas...! ¡Por amor o por fuerza...!
¡Conque era verdad!, pensó Marcello. Lino quería engañarlo, como había temido. Sintió que empalidecía por la ira y dijo:
–Dame la pistola o me voy.
–¡Nada, nada...! ¡Por amor o por fuerza! –Lino blandía la pistola con una mano, y con la otra aferró a Marcello por el brazo y lo empujó hacia la cama. Marcello salió disparado con tanta violencia, que se golpeó la cabeza contra la pared. Inmediatamente, Lino, pasando de pronto de la violencia a la dulzura y de la orden a la súplica, se arrodilló a su lado. Le rodeó las piernas con un brazo y puso la otra mano, que seguía apretando el arma, sobre la colcha de la cama. Cernía y llamaba a Marcello; luego, sin dejar de gemir, estrechó sus rodillas con ambos brazos. La pistola quedó entonces sobre la cama, abandonada, negra sobre la blanca colcha. Marcello vio a Lino arrodillado que, ora levantaba hacia él su rostro suplicante, bañado en lágrimas e inflamado de deseo, ora lo bajaba para refregárselo por las piernas, como hacen con el hocico los perros fieles. Marcello empuñó el arma y, con un violento impulso, se puso de pie. Inmediatamente Lino, tal vez pensando que el muchacho trataba de secundarlo en sus caricias, abrió los brazos y lo dejó ir. Marcello dio un paso en medio de la habitación y luego se volvió. Más tarde, pensando en cuanto había ocurrido, Marcello recordaría que el solo contacto de la culata del arma había despertado en su ánimo una tentación despiadada y sanguinaria. Pero en aquel momento sólo sentía un fuerte dolor de cabeza, en la parte en que se había golpeado contra la pared; y, al mismo tiempo, una sensación de irritación, una invencible repugnancia por Lino. Éste había permanecido de rodillas junto a la cama. Pero cuando vio a Marcello dar un paso atrás y apuntarle con la pistola, volvióse un poco, pero no se levantó, y, abriendo los brazos, con un gesto teatral, gritó histriónicamente–: ¡Dispara, Marcello...! ¡Mátame, sí, mátame como a un perro!
A Marcello le pareció que nunca lo había odiado tanto como en aquel momento, por aquella su repugnante promiscuidad de sensualidad y austeridad, de arrepentimiento y de lujuria. Y, a la vez aterrado y consciente, como si considerase un deber complacer la petición del hombre, apretó el gatillo. El chasquido del disparo retumbó en la pequeña estancia. Y vio a Lino caer de lado y luego incorporarse, de espaldas a él y agarrándose con ambas manos al borde de la cama. Lino se fue incorporando poco a poco, cayó sobre la cama y quedó inmóvil. Marcello se acercó a él, dejó la pistola en el alféizar de la ventana, dijo en voz baja: «Lino», y luego, sin esperar respuesta, se dirigió hacia la puerta. Pero estaba cerrada, y la llave la había quitado Lino de la cerradura y se la había metido en el bolsillo. Titubeó; le repugnaba hurgar en los bolsillos del muerto; luego su mirada se posó en la ventana y recordó que era una planta baja. Pasando una pierna por la ventana, volvió apresuradamente la cabeza y arrojó una larga mirada, circunspecta y llena de miedo, a la explanada y al automóvil detenido frente a la puerta. Comprendía que si alguien pasara por allí en aquel momento, lo vería a horcajadas sobre el alféizar; y, sin embargo, no podía hacer nada más. Pero no había nadie, y, más allá de los escasos árboles que circundaban la explanada, también el campo desnudo y accidentado se veía desierto hasta donde alcanzaba la vista. Se descolgó del alféizar, cogió el paquete de libros del asiento del coche y se encaminó, sin prisa, hacia la verja. En su conciencia, como en un espejo, se reflejó constantemente, mientras caminaba, la imagen de sí mismo, un muchacho con pantalones cortos y los libros bajo el brazo, en el sendero flanqueado de cipreses, cual figura incomprensible y llena de espantosos presagios.


PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Con el sombrero en una mano, quitándose con la otra las gafas negras y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta, Marcello entró en el vestíbulo de la biblioteca y preguntó al conserje dónde se encontraban las colecciones de periódicos. Luego se encaminó, sin prisa, por la larga escalera, a cuyo término el ventanal del primer piso resplandecía bajo la intensa luz de mayo. Sentíase ligero y casi vacío, en una sensación de perfecto bienestar físico, de vigor juvenil intacto. Y el traje nuevo que vestía –gris y de sencillo corte– añadía a esta sensación la no menos agradable de una elegancia seria y nítida, según sus gustos. En el segundo piso, tras haber rellenado la cartulina en la entrada, se dirigió hacia la sala de lectura, a un mostrador tras el cual había un anciano conserje y una muchacha. Esperó a que le tocara su tumo y luego entregó la cartulina, pidiendo la colección de 1920 del principal diario de la ciudad. Esperó pacientemente, apoyado en el mostrador mirando ante sí hacia la sala de lectura, en cuyo fondo se alineaban varias filas de mesas, cada una de ellas con una luz protegida por una pantalla verde. Marcello observó atentamente aquellas mesas, escasamente pobladas, en su mayor parte por estudiantes, y eligió mentalmente la suya: la última de la sala, al fondo a la derecha. La muchacha reapareció sosteniendo con ambos brazos el enorme libro encuadernado que formaba el periódico pedido por Marcello. Éste lo cogió y se fue hacia la mesa.
Dejó el libro sobre el plano inclinado de la mesa y se sentó, tirándose antes cuidadosamente de los pantalones hacia arriba sobre las rodillas. Luego, con tranquilidad, abrió el tomo y empezó a hojearlo. Los títulos habían perdido su primitiva intensidad luminosa, para adquirir un color negro verdoso; el papel era amarillento; las fotografías aparecían descoloridas, confusas, sin relieve. Observó que cuanto mayores eran los titulares, tanto más intensa era la sensación de futilidad y absurdidad: anuncios de acontecimientos que habían perdido importancia y significado ya la tarde misma del día en que habían aparecido y que ahora, clamorosos e incomprensibles, repugnaban no sólo a la memoria, sino también a la imaginación. Como pudo comprobar, los titulares más absurdos eran aquellos que llevaban bajo la noticia un comentario más o menos tendencioso: con su mezcla de vivacidad sugestiva y de total carencia de eco, hacían pensar en las extravagantes vociferaciones de un loco, que ensordecen, pero no afectan para nada. Marcello comparó su sentimiento frente a aquellos títulos, con el que imaginaba experimentar frente al título que le interesaba, y se preguntó si también la noticia que buscaba despertaría en él el mismo sentimiento de absurdo y vacío. Éste era, pues, el pasado –pensó mientras seguía pasando las páginas–: aquel ruido que había enmudecido; aquella furia que se había apagado, y hasta la materia misma del periódico, aquel papel amarillento que pronto se desmenuzaría y se convertiría en polvo, le daba un carácter vulgar y despreciable. El pasado estaba hecho de violencias, de errores, de engaños, de frivolidades y de mentiras, pensó mientras seguía leyendo, unas tras otras, las noticias en las páginas. Y éstas eran las únicas cosas que, día tras día, consideraban los hombres dignas de ser publicadas y con las cuales se entregaban a la memoria de la posteridad. La vida normal y profunda estaba ausente de aquellas hojas. Pero incluso él mismo, mientras se hacía estas reflexiones, ¿qué buscaba en aquellas páginas sino el testimonio de un delito?
No tenía prisa por encontrar la noticia que le interesaba, aunque sabía con precisión la fecha y pudiese encontrarla con toda seguridad. He aquí el veintidós, el veintitrés, el veinticuatro de octubre de 1920: se acercaba cada vez más, al volver cada página, a aquello que consideraba el hecho más importante de su vida; mas el periódico no preparaba el anuncio, no registraba sus preliminares. Entre todas aquellas noticias, que no le interesaban en lo más mínimo, la única que le afectaba aparecería de pronto, sin previo aviso, como aflora en la superficie, subiendo desde la profundidad del mar, un pez saltando tras un cebo. Trató de tomarlo a broma, pensando: «En vez de estos grandes titulares sobre los acontecimientos políticos, tendrían que haber impreso: “Marcello ve por primera vez a Lino; Marcello le pide la, pistola; Marcello acepta subir al coche.”» Pero, de pronto, la burla murió en su mente, y una repentina turbación le cortó la respiración: había llegado a la fecha que buscaba. Volvió apresuradamente la página, y en la crónica negra, tal como esperaba, encontró la noticia, con un título sobre una columna: Mortal accidente.
Antes de leer miró a su alrededor, como si temiera ser observado. Luego bajó los ojos sobre el diario. La noticia decía: «Ayer, al chauffeur Pasquale Seminara, que vivía en via della Camilluccia número 33, mientras limpiaba una pistola, se le disparó varias veces el arma inadvertidamente. Socorrido en seguida, Seminara fue trasladado con urgencia al hospital del Santo Spirito, donde los médicos le apreciaron una herida por arma de fuego en el pecho, en dirección al corazón, y consideraron el caso desesperado. En efecto, por la noche, pese a los cuidados que se le prestaron. Seminara dejó de existir.» La noticia no habría podido ser más concisa ni convencional, pensó en seguida mientras la releía. Sin embargo, pese a la aplicación de las manidas fórmulas del periodismo más anónimo, revelaba dos hechos importantes: El primero, que Lino había muerto en realidad, de lo cual había estado siempre convencido, aunque nunca había tenido el valor de comprobarlo. El segundo, que aquella muerte se había atribuido, sin duda por sugerencia del moribundo, a una desgracia casual. Así él estaba completamente al amparo de toda consecuencia: Lino había muerto, y su muerte no se le podría imputar jamás.
Pero si, finalmente, se había decidido a buscar en la biblioteca la noticia del hecho ocurrido hacía ya tantos años, no era para tranquilizarse. Su inquietud, no acallada del todo durante años, no había considerado nunca las consecuencias materiales del hecho. Por el contrario, había franqueado aquel día el umbral de la biblioteca para ver qué sentimiento le inspiraba la confirmación de la muerte de Lino. Aquel sentimiento –pensó– le diría si era aún el muchacho de otro tiempo, obsesionado por su fatal anormalidad, o el hombre nuevo, del todo normal, que había tratado de ser posteriormente y que estaba convencido de ser.
Experimentó un singular alivio, y, tal vez, más que alivio, estupor, al comprobar que la noticia impresa en el papel amarillo diecisiete años atrás no despertaba en su ánimo ningún eco apreciable. Pensó que le había ocurrido como a aquel que, tras haber tenido un vendaje, durante largo tiempo, en torno a una profunda herida, se decide, finalmente, a quitárselo y descubre, maravillado, que allá donde creía encontrar una cicatriz, ve la piel lisa y unida, sin señal de ninguna clase. Buscar la noticia en el periódico había sido como quitarse la venda; y el verse insensible significaba descubrirse curado. No habría sabido decir cómo se había producido aquella curación. Pero, sin duda, no había sido sólo el tiempo el que había conseguido tales resultados. También debía mucho a sí mismo, a su voluntad consciente, a través de todos aquellos años, el haber podido salir de la anormalidad y convertirse en un ser igual a los demás.
Con una especie de escrúpulo, separando los ojos del periódico y fijándolos en el vacío, quiso, sin embargo, pensar explícitamente en la muerte de Lino, cosa que desde entonces, instintivamente, había evitado siempre. La noticia del periódico estaba redactada en el lenguaje convencional de la crónica, de la gacetilla, y esto podía ser también un motivo de indiferencia y de apatía. Pero su reevocación no podía por menos de ser viva y sensible y, como tal, apta para despertar en su ánimo los antiguos terrores, si es que aún permanecían en él. Así, dócilmente, tras la memoria que, semejante a un guía imparcial y justo, lo conducía hacia atrás en el tiempo, rehizo el camino que recorriera de niño: La primera entrevista con Lino en la avenida; su deseo de poseer una pistola; la promesa de Lino; la visita a la villa; la segunda entrevista con Lino; la exaltación pederástica del hombre; él, apuntando con la pistola; el hombre que gritaba, histriónicamente, con los brazos abiertos, arrodillado junto a la cama: «¡Mátame, Marcello, mátame como a un perro!»; él, como si obedeciera, disparando; el hombre que caía sobre la cama, trataba de levantarse y permanecía inmóvil, reclinado sobre un costado. En seguida se dio cuenta, al examinar de arriba abajo todos estos pormenores, de que la insensibilidad que había notado ante la noticia del periódico se confirmaba y ampliaba en él. En efecto, no sólo no sentía remordimiento alguno, sino que ni siquiera afloraban a la inmóvil superficie de su conciencia los sentimientos de compasión, de rencor y de repugnancia por Lino que durante mucho tiempo le habían parecido inseparables de aquel recuerdo. En suma, no sentía nada, y un impotente tumbado junto al cuerpo desnudo y deseable de una mujer no podía mostrarse más inerte que su ánimo frente a aquel remoto acontecimiento de SU vida. Sintióse contento de aquella indiferencia, señal indudable de que entre el niño que había sido y el joven que hoy era no existía ya relación alguna, ni siquiera oculta, ni siquiera indirecta, ni siquiera adormecida. Era realmente otro, pensó una vez más mientras cerraba lentamente el tomo y se levantaba de la mesa; y aunque su memoria estuviese en condiciones de recordar mecánicamente cuanto había acaecido en aquel lejano octubre, en realidad toda su persona, hasta en sus más íntimas fibras, lo había olvidado ya.
Lentamente se dirigió a la oficina y devolvió el tomo a la bibliotecaria. Luego, siempre con la actitud llena de mesura y vigor que era su preferida, salió de la sala de lectura y, bajando la escalera, se dirigió hacia el vestíbulo. Era cierto –no pudo por menos de pensar al franquear el umbral y salir a la fuerte luz del día–: no habían despertado ningún eco en su ánimo la noticia impresa ni, luego, la reevocación de la muerte de Lino. Y, sin embargo, no se sentía ya tan descargado y libre como le había parecido al principio. Recordó la sensación que había experimentado al hojear las páginas del viejo periódico: como la de aquel que, al quitarse el vendaje de una herida, la encuentra, con sorpresa, perfectamente curada; y se dijo que tal vez» bajo la piel intacta, la antigua infección se incubaba aún en forma de absceso cerrado e invisible. Esta sospecha le venía confirmada no sólo por el carácter efímero de la tranquilidad que había experimentado durante un momento al descubrir que la muerte de Lino le era indiferente, sino también por la ligera y tétrica melancolía que, como un diáfano velo fúnebre, se interponía entre sus miradas y la realidad. Como si el recuerdo del asunto de Lino, aun disuelto por los poderosos ácidos del tiempo, hubiese extendido una sombra inexplicable sobre todos sus pensamientos y sentimientos.
Caminando lentamente por las calles pobladas y llenas de sol, trató de establecer una comparación entre el yo de diecisiete años antes y el de ahora. Recordó qué a los trece años era un muchacho tímido, algo afeminado, impresionable, desordenado, fantástico, impetuoso, pasional. Por el contrario, ahora, a los treinta, era un hombre que no podía considerarse tímido en modo alguno, sino más bien perfectamente seguro de sí mismo, masculino por completo en sus gustos y en sus actitudes, tranquilo, ordenado hasta el exceso, casi carente de imaginación, controlado, frío. Además, le pareció recordar que por aquel entonces había en él una riqueza tumultuosa y oscura. Por el contrario, ahora todo en él era claro, aunque, tal vez, algo apagado, y la pobreza y rigidez de sus escasas ideas y convicciones habían ocupado el lugar de aquella generosa y confusa abundancia. Finalmente, había sido propenso a la confidencia y expansivo; a veces, incluso exuberante. Ahora era introvertido, ecuánime, sin brío, si no propiamente triste, silencioso. Sin embargo, el rasgo más distintivo del cambio radical que se había producido en él en aquellos diecisiete años había sido la desaparición de una especie de exceso de vitalidad, constituido por la ebullición de instintos insólitos y, tal vez, incluso anormales; y ahora, en su lugar, había surgido, al parecer, una especie de mortificada y gris normalidad. Sólo la casualidad –siguió pensando– había impedido entonces que se sometiera a los deseos de Lino; y, sin duda, su actitud frente al chófer, llena de coquetería y despotismo femeninos, había contribuido, además de a una venalidad infantil, a una inclinación turbia e inconsciente de los sentidos. Pero en la actualidad era realmente un hombre como muchos otros. Se detuvo ante el espejo de un escaparate y se miró largamente, observándose con una indiferencia objetiva y carente de complacencia. Sí, no cabía duda de que era un hombre como muchos otros, con su traje gris, su sobria corbata, su figura alta y bien proporcionada, su cara redonda y morena, sus cabellos bien peinados, sus gafas negras. Recordó que en la universidad había descubierto de pronto, con una especie de alegría, que había por lo menos mil jóvenes de su edad que vestían, hablaban, pensaban y se comportaban como él. Ahora, tal vez habría que multiplicar dicha cifra por un millón. Era un hombre normal, pensó con despectiva y acre satisfacción; esto se hallaba fuera de toda duda, aunque no pudiese decir cómo había ocurrido.
De pronto recordó que había acabado los cigarrillos y entró en un estanco, en la galería de la Piazza Colonna. Se acercó al mostrador y pidió sus cigarrillos preferidos. En aquel preciso instante, otras tres personas pedían la misma marca de cigarrillos, y el estanquero diseminó rápidamente sobre el mármol del mostrador, ante las cuatro manos que tendían el dinero, cuatro paquetes idénticos que, con idéntico ademán, retiraron las cuatro manos. Marcello notó que tomaba el paquete, lo palpaba para ver si estaba lo bastante mullido y luego rompía el envoltorio de la misma manera que los otros tres. Observó también que dos de los tres se metían, como él, el paquete en un bolsillito interno de la chaqueta. Finalmente, uno de los tres, tan pronto como salió del estanco, se detuvo a encender el cigarrillo con un encendedor de plata, en todo semejante al suyo. Estas observaciones despertaban en su ánimo una complacencia casi voluptuosa. Sí, era igual que los otros, igual que todos. Igual que los que compraban los cigarrillos de la misma marca y con los mismos ademanes que los de él; también igual que aquellos que, al pasar una mujer vestida de rojo, se volvían para mirar de soslayo, y él con ellos, el temblor de las sólidas pantorrillas bajo el tejido sutil del vestido. Aunque, como para este último gesto, la semejanza tal vez fuese en él más deseada por imitación que originada por análoga conformidad de inclinaciones.
Un vendedor de periódicos bajo y deforme salió a su encuentro con un fajo de periódicos bajo el brazo, agitando un ejemplar y voceando fuerte, con el rostro congestionado por el esfuerzo, una frase incomprensible en la que, sin embargo, se podían reconocer las palabras: «Victoria» y «España». Marcello compró el periódico y leyó con atención el título que cubría toda la cabecera: una vez más, en la guerra de España, los franquistas habían conseguido una victoria. Se dio cuenta de que leía esta noticia con evidente satisfacción. Lo cual –como pensó– era un indicio más de su plena y absoluta normalidad. Había visto nacer la guerra ya en el primer título hipócrita: «¿Qué ocurre en España?» Y luego esta guerra se había ampliado, agigantado; se había convertido en una contienda no sólo de armas, sino también de ideas. Y él, poco a poco, se había dado cuenta de que participaba en ella con un sentimiento singular, independiente por completo de toda consideración política y moral (aunque tales consideraciones acudiesen con frecuencia a su mente), muy semejante al de un deportista entusiasta partidario de un equipo de fútbol, que apostase contra otro. Desde el principio había deseado que ganara Franco, sin animosidad ni furor, pero con un sentimiento tenaz y profundo, como si tal victoria hubiese tenido que aportar una confirmación de la bondad y exactitud de sus gustos y de sus ideas no sólo en el campo de la política, sino también en todos los otros. Quizá también había deseado y deseaba la victoria de Franco por gusto a la simetría; como alguien que, al amueblar su propia casa, se preocupase de poner en ella todos los muebles del mismo estilo. Le parecía leer esta simetría en los hechos de los últimos años, con un progresivo incremento de claridad e importancia: en primer lugar, el advenimiento del fascismo en Italia, luego en Alemania, después la guerra de Etiopía y, finalmente, la de España. Este progreso le gustaba, no sabía por qué; tal vez porque era fácil descubrir en él una lógica más que humana y porque el saberlo descubrir daba una sensación de seguridad e, infalibilidad. Por otra parte –como pensó mientras doblaba el periódico y se lo metía en el bolsillo–, no se podía decir que estuviese convencido de la bondad de la causa de Franco por razones políticas o de propaganda. Esta convicción había llegado a él de la nada, como es de creer que llegue a la gente ignorante y común; en suma, del aire, como se entiende cuando se dice que una idea está en el aire. Él era partidario de Franco como lo eran otras innumerables personas del todo corrientes, que poco o nada sabían de España, que apenas leían las cabeceras de los periódicos, que no eran cultas. O sea, por simpatía, dando a esta palabra un sentido completamente irreflexivo, alógico, irracional. Una simpatía de la que se podía decir, solamente en metáfora, que venía del aire. Pero en el aire sólo se encuentran el polen de las flores, los humos de las casas, el polvo y la luz, pero no las ideas. Esta simpatía, pues, venía de zonas más profundas y demostraba, una vez más, que su normalidad no era superficial ni estaba informada, racional y voluntariamente, por razones y motivos opinables, sino ligada a una condición instintiva y casi fisiológica, a una fe, en suma, que compartía con otros millones de personas. Él formaba un todo con la sociedad y el pueblo en que vivía; no era un solitario, un anormal, un loco, sino uno de ellos, un hermano, un ciudadano, un camarada. Y esto, después de haber temido tanto que el asesinato de Lino hubiese podido separarlo del resto de la Humanidad era consolador en extremo.
Por lo demás –pensó aún–, Franco u otro poco importaba, con tal de que hubiese un nexo, un puente, una señal de enlace y de comunión. Pero el hecho de que fuese Franco y no otro demostraba que, además de ser un indicio de comunión y de compañía, su participación sentimental en la guerra de España era también una cosa verdadera y justa. En efecto, ¿qué otra cosa podía ser la verdad sino algo para todos evidente, por todos creída y considerada indiscutible? Así, la cadena no tenía solución de continuidad y todos sus eslabones eran sólidos: desde su simpatía, anterior a toda reflexión, hasta la conciencia de que tal simpatía era compartida por millones de personas de la misma manera; desde esta conciencia hasta el convencimiento de que estaba en lo cierto; y desde el convencimiento de que estaba en lo cierto, hasta la acción. Porque –como pensó aún– la posesión de la verdad no solamente permitía la acción, sino que incluso la imponía. Era como una confirmación, que había de aportarse a sí mismo y a los demás, de su propia normalidad, que no sería tal si no fuese precisamente profundizada, remachada y demostrada una y otra vez.
Había llegado. El portalón del Ministerio se abría al otro lado de la calle, más allá de una doble fila de coches y autobuses en movimiento. Esperó un momento y luego se puso en marcha tras un gran automóvil negro que se dirigía precisamente hacia el Ministerio. Entró detrás del coche, dio al ujier el nombre del funcionario con el que deseaba hablar y luego se sentó en la sala de espera, casi contento de esperar como los demás, entre los demás. No tenía prisa, ni impaciencia, ni sensación de tolerancia por el orden y la etiqueta del Ministerio. Más aún, aquel orden y aquella etiqueta le agradaban, como indicios de un orden y de una etiqueta más vastos y generales, y se adaptaba a ellos de buena gana. Sentíase completamente tranquilo, frío; si acaso –aunque esto tampoco le era nuevo–, un poco triste; era una tristeza misteriosa que consideraba ya inseparable de su carácter. Siempre había estado triste de aquella manera, o, mejor aún, falto de alegría, como algunos lagos que tienen una montaña muy alta que se refleja en sus aguas y les impide recibir la luz del sol, lo cual las hace negras y melancólicas. Como es natural, si la montaña fuese removida de su sitio, el sol haría sonreí» las aguas; pero la montaña está siempre allí, y el lago está triste. Él estaba triste como esos lagos; pero no habría sabido decir qué era aquella montaña.
La sala de espera –una pequeña estancia anexa a la portería del palacio– estaba llena de gente heterogénea, precisamente lo contrario de lo que habría podido esperarse encontrar en la antesala de un Ministerio como aquél, famoso por la elegancia y mundanalidad de sus funcionarios. Tres individuos de aspecto crapuloso y siniestro, tal vez informadores y agentes de paisano, fumaban, y parloteaban en voz baja junto a una mujer joven, de cabellos negros y rostro blanco y sonrosado, pintada y vestida escandalosamente; se trataba, según todas las apariencias, de una mujer de mala vida del género más bajo. Había también un viejo, pulcramente vestido de negro, aunque con pobreza, de bigote y barba blancos; tal vez un profesor. Y también una mujer delgada, de cabellos grises y expresión anhelante y ansiosa; quizá una madre de familia. Y, por fin, él.
Observó a hurtadillas a toda aquella gente, con una viva sensación de repugnancia. Siempre le ocurría lo mismo: pensaba que era normal, semejante a todos los demás, cuando se representaba a la multitud en forma abstracta, como un gran ejército positivo y unido por los; mismos sentimientos, por las mismas ideas, por los mismos objetivos, y del que era consolador formar parte. Pero tan pronto como los individuos afloraban al exterior de aquella multitud, la ilusión de normalidad se rompía contra su diversidad, no se reconocía en modo alguno en ellos e incluso sentía repugnancia y desapego. ¿Qué había en común entre él y aquellos tres torvos y vulgares individuos, entre él y aquella mujer de la calle, entre él y aquella madre agotada y sencilla? Nada, salvo aquella repugnancia, aquella lástima.
–¡Clerici! –gritó la voz del ujier. Él se sobresaltó y se puso en pie–. La primera escalera a la derecha. –Sin volverse, se encaminó hacia el lugar designado.
Subió por una ancha escalera, en medio de la cual serpenteaba una alfombra roja, y se encontró, después del segundo tramo, en un amplio rellano, al cual daban tres grandes puertas de dos batientes. Se dirigió hacia la del medio, la abrió y se encontró en un salón envuelto en la penumbra. Había una larga mesa maciza y, sobre ella, en medio, un mapamundi. Marcello dio unas vueltas por el salón –que probablemente no se usaba, según permitían deducir los sofás alineados junto a las paredes–; luego abrió una de las muchas puertas y se asomó a un pasillo vacío y estrecho, jalonado por armarios de cristales. En el fondo del pasillo se entreveía una puerta entornada, de la que salía una faja de luz. Marcello se acercó, titubeó un momento y luego, poco a poco, empujó la puerta con suavidad. No lo guiaba la curiosidad, sino el deseo de encontrar a un ujier que le indicara el despacho que buscaba. Asomándose por el intersticio de la puerta, comprobó que no era infundada su sospecha de haberse equivocado de lugar. Ante él se extendía una larga y estrecha estancia, suavemente iluminada por una ventana velada de amarillo. Ante la ventana había una mesa, y sentado a la mesa, de espaldas a, la ventana y de perfil, un hombre joven, de cara larga y sólida y de persona corpulenta. De pie contra la mesa, y de espaldas a él. Marcello vio a una mujer envuelta en un vestido ligero de grandes flores negras sobre fondo blanco y tocada con un amplio sombrero negro de alamares y gasas. Era muy alta y muy estrecha de cintura, pero ancha de hombros y de caderas, de largas piernas y sutiles tobillos. Se inclinaba hacia la mesa y hablaba despacio al hombre, que la escuchaba sentado, inmóvil, de perfil, mirando no a ella, sino a su propia mano, que, sobre la mesa se entretenía con un lápiz. Luego ella se puso al lado del sillón, frente al hombre, con el dorso apoyado en la mesa, cara a la ventana, en una actitud más confidencial. Pero el sombrero negro inclinado sobre el ojo impidió que Marcello pudiese distinguirle la cara. Ella titubeó, pero luego se inclinó al sesgo y, con un gesto desmañado, levantando una pierna, de la misma forma que se dobla uno bajo una fuente para recibir el chorro en la boca, buscó con sus labios los del hombre, el cual se dejó besar sin moverse ni dar a entender con ninguna señal que le gustara aquel beso. Ella se inclinaba hacia atrás, escondiendo su propio rostro y el del hombre bajo las anchas alas del sombrero; luego, vaciló, y habría perdido el equilibrio si el hombre no la hubiese cogido, ciñéndole la cintura con un brazo. Ahora, ella se había puesto en pie, tapando con su cuerpo el del hombre sentado, cuya cabeza tal vez acariciaba. El brazo del hombre seguía rodeándole la cintura; luego pareció aflojar la presión, y la mano, tosca y rechoncha, como atraída hacia abajo por su propio peso, se deslizó hasta los muslos de la mujer, donde permaneció abierta, con sus anchos dedos, semejante a un cangrejo o a una araña posada sobre una superficie lisa y esférica que rechaza de ella a su presa. Marcello ajustó de nuevo la puerta.
Volvió hacia atrás, por el pasillo, al salón del mapamundi. Cuanto había visto confirmaba la fama de libertino del ministro, porque era precisamente el ministro el hombre sentado que había entrevisto en aquella estancia y al que había reconocido inmediatamente. Pero –cosa curiosa–, no obstante su inclinación al moralismo, no empañaba en absoluto el fondo de sus convicciones. Marcello no experimentaba simpatía alguna por aquel ministro mundano y mujeriego; más aún, le era antipático; y la intrusión de la vida erótica en la de la oficina le parecía inconveniente en sumo grado. Pero todo esto no empañaba en lo más mínimo su creencia política. Era como cuando personas fidedignas le decían que otros personajes importantes robaban, o eran incompetentes, o se aprovechaban de las influencias políticas para –fines personales. Él registraba estas noticias con un sentido casi tétrico de indiferencia, como cosas que no le afectaban, desde el momento en que había hecho de una vez para siempre su elección y no pretendía cambiarla. Sentía también que tales cosas no le extrañaban porque, en cierta forma, las había experimentado, desde tiempo inmemorial, con su precoz conocimiento de los caracteres menos amables del hombre, Pero, sobre todo, advertía que no podía existir relación alguna entre su fidelidad al régimen y el moralismo demasiado rígido que informaba su propia conducta. Las razones de tal fidelidad tenían orígenes mucho más profundos que cualquier criterio moral, y no podían ser sacudidos por una mano que palpase unas caderas femeninas en una oficina estatal, o por un robo, o por cualquier otro delito o error. No habría podido decir con precisión cuáles eran estos orígenes. Entre ellos y su pensamiento se interponía el diafragma pálido y opaco de su obstinada melancolía.
Impasible, tranquilo, paciente, fue de una a otra puerta del salón, entrevió otro pasillo, se retiró, probó con una tercera puerta y, finalmente, se asomó a la antesala que buscaba. Había gente sentada en butacas en torno a las paredes, y engalonados ujieres permanecían de pie junto a las puertas. Él comunicó en voz baja a uno de aquellos ujieres el nombre del funcionario con el que deseaba hablar y luego fue a sentarse en una de aquellas butacas. Para entretener la espera, abrió de nuevo el periódico. La noticia de la victoria en España estaba impresa a toda plana, y esto, según advirtió; le molestaba, pues lo consideraba como un exceso de mal gusto. Leyó de nuevo el despacho, en negritas, que anunciaba la victoria, y luego pasó a una larga crónica; en cursiva. Pero la dejó casi en seguida, porque lo irritaba el estilo afectado y falsamente soldadesco del enviado especial. Se entretuvo un momento pensando cómo habría escrito él mismo aquel artículo. Y se sorprendió al pensar que, si hubiese dependido de él, no solamente el artículo de España, sino también todos los restantes aspectos del régimen, desde los menos importantes hasta los más vistosos, habrían sido completamente distintos. En realidad –pensó– no había casi nada en el régimen que no le desagradara profundamente. Y; sin embargo, éste era su camino, y había de permanecer fiel al mismo. Abrió de nuevo el periódico y hojeó por encima algunas otras noticias, evitando cuidadosamente los artículos patrióticos y de propaganda. Finalmente, levantó los ojos del periódico y miró en torno.
En la sala de espera sólo quedaba, en aquel momento, un anciano señor de cabeza redonda y canosa y semblante rollizo que reflejaba una expresión a la vez descarada, codiciosa y astuta. Vestía de color claro, cotí una chaqueta deportiva y juvenil que tenía un corte detrás; calzaba unos zapatos grandes con suela de goma y lucía en el pecho una corbata de colores chillones. Por sus ademanes parecía como si aquel Ministerio fuese su casa: Caminaba de arriba abajo por el salón e interpelaba con desenvuelta y humorística impaciencia a los ujieres, deferentes e inmóviles sobre los umbrales. Luego se abrió una de las puertas y salió por ella un hombre de mediana edad, calvo, delgado –aparte su vientre prominente–, de rostro consumido y amarillento, con los ojos perdidos en el fondo de amplias órbitas negras, de expresión pronta, escéptica e ingeniosa sobre sus rasgos agudos. El viejo corrió en seguida a su encuentro con una exclamación de jovial protesta. El otro le hizo un saludo ceremonioso y deferente, y luego el viejo, con gesto confidencial, cogió al hombre de rostro amarillento no por un brazo, sino por la cintura, como si se hubiese tratado de una mujer, y, caminando junto a él a través del salón, empezó a hablarle en voz muy baja, en tono susurrado y urgente. Marcello había contemplado la escena con mirada indiferente. Luego, dé pronto, advirtió, con sorpresa, que sentía un odio desatinado contra el viejo, aunque sin saber por qué. Marcello no ignoraba que en cualquier momento, y por los más diversos motivos, tan de improviso como un monstruo emerge de un mar en calma, podía aflorar, sobre la muerta superficie de su apatía habitual, uno de aquellos accesos de odio; pero cada vez se extrañaba de ello como de un aspecto desconocido de su propio carácter, que desmentía todos los demás, conocidos y seguros. Sentía, por ejemplo, que habría podido matar o hacer matar a aquel viejo con toda facilidad; más aún: que deseaba matarlo. ¿Por qué? Tal vez –pensó– porque el escepticismo –el defecto que más odiaba– estaba tan claramente pintado en aquel semblante rubicundo. O porque la chaqueta tenía el corte detrás, y el viejo, al meterse la mano en el bolsillo y levantar un lado de la misma, descubría la parte trasera de los pantalones, fláccida y con la amplitud suficiente como para dar una repugnante sensación de maniquí en el escaparate de un sastre. Sea como fuere, lo odiaba, y con tanta y tan insufrible intensidad, que prefirió, al fin, bajar de nuevo la vista sobre el periódico. Cuando la levantó de nuevo, tras un largo rato, el viejo y su compañero habían desaparecido y el salón estaba desierto.
Poco después, uno de los ujieres vino a susurrarle que podía pasar, y Marcello se levantó y lo siguió. El ujier abrió una de las puertas y lo dejó pasar. Marcello se encontró en una amplia estancia de techo y paredes pintados al fresco, en cuyo fondo había una mesa llena de papeles. Tras la mesa estaba sentado el hombre de rostro amarillento, al que ya había visto en la sala de espera. Al lado, otro hombre, al que Marcello conocía bien, pues era su inmediato superior en el Servicio Secreto. Al aparecer Marcello, el hombre de rostro amarillento, que era uno de los secretarios del ministro, se puso de pie. Por el contrario, el otro permaneció sentado y lo saludó haciéndole una señal con la cabeza. Este último, un viejo delgado con aspecto de militar, de cara rojiza y leñosa, con bigotes de negror e insipidez postiza de máscara, formaba –como pensó– un violento contraste con el secretario. En efecto, como sabía, era un hombre subordinado, rígido, honrado, acostumbrado a servir sin discutir, poniendo por encima de todo, incluso de la conciencia, aquello que consideraba su propio deber. Mientras que el secretario, por lo que podía recordar, era un hombre de especie más reciente y distinta por completo: ambicioso y escéptico, mundano, con vocación de intrigante que lo impulsaba incluso hasta la crueldad, fuera de toda obligación profesional y de todo límite de conciencia. Naturalmente, toda la simpatía de Marcello era para el viejo, entre otras cosas, porque le parecía descubrir en aquella cara rojiza y ajada la misma oscura melancolía que con tanta frecuencia lo oprimía a él también. Quizá, como él, el coronel Baudino advertía el contraste entre una fidelidad inmóvil y casi hechizada, que no tenía nada de racional, y los aspectos, demasiado a menudo deplorables, de la realidad cotidiana. Pero quizá –pensó mientras miraba al viejo– era sólo una ilusión; y él, como suele ocurrir, prestaba al superior sus propios sentimientos, como si esperase no ser el único en experimentarlos.
El coronel dijo secamente, sin mirar a Marcello ni al secretario:
–Éste es el doctor Clerici, del que le hablé hace ya algún tiempo.
Y el secretario, con una rapidez ceremoniosa y casi irónica, inclinándose sobre la mesa, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Marcello se sentó, y luego también lo hizo el secretario, que tendió una caja de cigarrillos y la ofreció primero al coronel, quien los rechazó, y luego a Marcello, que aceptó. Luego, el secretario, tras haber encendido también un cigarrillo, dijo:
–Clerici, estoy muy contento de conocerle. El coronel no hace más que cantar sus alabanzas. Por lo que parece, según se dice, es usted un as. –Subrayó con una sonrisa el «según dice» y luego prosiguió–: Hemos examinado su plan junto con el ministro y lo hemos considerado, sin más, óptimo. ¿Conoce usted bien a Quadri?
–Sí –respondió Marcello–, fue mi profesor en la Universidad.
–¿Y está usted seguro de que Quadri ignora la condición de funcionario de usted?
–Eso me parece.
–Es buena su idea de simular una conversación política con objeto de inspirar confianza y entrar en su organización e incluso conseguir, si es posible, que le confíen una misión en Italia –prosiguió el secretario bajando la mirada hacia la mesa, sobre una nota que tenía ante sí–: Hasta el ministro está de acuerdo en que se ha de intentar, sin tardanza, algo por el estilo. ¿Cuándo estará usted en condiciones de partir, Clerici?
–Tan pronto como sea necesario.
–Muy bien –replicó el secretario algo sorprendido, como si hubiese esperado una respuesta distinta–, muy bien. Sin embargo, hay un punto que conviene aclarar. Usted está conforme en llevar a cabo una misión, digámoslo así, más bien delicada y peligrosa. Hace un rato, hablando con el coronel, decíamos que, para no despertar sospechas, debería usted encontrar, pensar, inventar algún pretexto plausible que justifique su presencia en París. No digo que sepan quién es usted ni que estén en condiciones de descubrirlo. Pero, sea como fuere, nunca estarán de más todas las precauciones. Y tanto más cuanto que Quadri, como nos dice usted en su informe, no ignoraba, en su tiempo, sus sentimientos de lealtad hacia el régimen.
–Si no fuese por estos sentimientos –dijo Marcello secamente– no podría ni siquiera hablarse de la conversión que nos proponemos simular...
–Desde luego, desde luego... Pero no se va expresamente a París para presentarse a Quadri y decirle: Aquí estoy... Por el contrario, conviene que dé usted la impresión de encontrarse en París por motivos privados; en suma, no políticos... y que aproveche usted la ocasión para revelar a Quadri su crisis espiritual. Es necesario –concluyó de pronto el secretario levantando la mirada hacia Marcello– que combine usted la misión con algo personal, no oficial. –El secretario se volvió hacia el coronel y añadió–: ¿No le parece, coronel?
–Ése es también mi parecer –replicó el coronel sin levantar la mirada. Y añadió tras un momento–: Pero sólo el doctor Clerici puede encontrar el pretexto que le convenga.
Marcello inclinó la cabeza sin pensar nada. Le parecía que no había nada que contestar por el momento, ya que un pretexto de tal índole había que estudiarlo con calma. Estuvo a punto de responder: «Denme dos o tres días de tiempo para pensarlo», cuando, de improviso, su lengua empezó a hablar casi contra su voluntad:
–Me caso dentro de una semana... Se podría combinar la misión con el viaje de bodas...
Esta vez la sorpresa del secretario, aunque disimulada inmediatamente por un repentino entusiasmo, fue clara y profunda. Por el contrario, el coronel permaneció impasible por completo, como si Marcello no hubiese hablado.
–¡Estupendo, estupendo! –exclamó el secretario con aire desconcertado–. De manera que se casa usted, ¿verdad? No podría haberse encontrado un pretexto mejor. El clásico viaje de novios a París...
–Sí –dijo Marcello sin sonreír–, el clásico viaje de novios a París.
El secretario temió haberlo ofendido.
–Quiero decir que París es precisamente el lugar adecuado para un viaje de bodas. Por desgracia, yo no estoy casado... Pero si tuviera que casarme, creo que también yo iría a París... –Marcello no dijo nada esta vez. A menudo contestaba de esta manera a los que le resultaban antipáticos: con un silencio total. El secretario, para recuperarse, se volvió hacia el coronel–: Tenía usted razón, coronel. Sólo el doctor Clerici podía encontrar un pretexto semejante. Nosotros, aunque lo hubiésemos encontrado, no habríamos podido sugerírselo. –Esta frase, pronunciada en un tono ambiguo y semiserio, era, como pensó Marcello, de doble filo: podía ser en realidad un elogio, aunque algo irónico, como para decir: «¡Diablo, qué fanatismo!», o bien, por el contrario, ser la expresión de un sentimiento de estupefacto desprecio: «¡Qué servilismo! No respeta ni siquiera su propia boda.» Probablemente, como pensó, era ambas cosas, porque resultaba claro que ni siquiera para el secretario existía un límite preciso entre fanatismo y servilismo, medios ambos de los que se servía, según las circunstancias, para conseguir siempre los mismos fines. Con cierta complacencia, advirtió que también el coronel negaba al secretario la sonrisa que éste parecía impetrar con su frase de doble sentido. Siguió un momento de silencio. Ahora, Marcello miraba fijamente a los ojos del secretario, con una inmovilidad y una falta de sumisión que sabía y quería desconcertantes. Y, en efecto, el secretario no le devolvió la mirada y, de pronto, apoyándose con ambas manos sobre la mesa, se puso de pie–. ¡Bien! Entonces, coronel, se pondrá usted de acuerdo con el doctor Clerici para los detalles de la misión –y luego, volviéndose hacia Marcello–: Sin embargo, debe saber usted que contará con todo el apoyo del ministro... y mío, por supuesto. Más aún –añadió con afectada casualidad–, el ministro ha expresado su deseo de conocerlo personalmente. –Tampoco esta vez abrió la boca Marcello, limitándose a ponerse de pie y a hacer una ligera inclinación deferente. El secretario, que quizá esperaba palabras de gratitud, inició un movimiento de sorpresa, inmediatamente reprimido–: Quédese usted, Clerici; el ministro me ha ordenado que lo lleve directamente a su despacho.
El coronel se levantó y dijo:
–Clerici, ya sabe usted dónde puede encontrarme.
Tendió la mano al secretario, pero éste quiso a toda costa acompañarlo hasta la puerta, con una ceremoniosidad atenta y deferente. Marcello los vio estrecharse la mano; luego el coronel desapareció, y el secretario se dirigió de nuevo hacia él.
–Venga, Clerici. El ministro está ocupadísimo, pese a lo cual tiene mucho interés en verle y en manifestarle su complacencia. Es la primera vez que ve usted al ministro, ¿verdad? –Estas palabras fueron pronunciadas mientras atravesaban una antesala pequeña, contigua a la estancia del secretario, el cual se dirigió a una puerta, la abrió y desapareció mientras le hacía señales de que esperase; luego, casi inmediatamente, reapareció, invitándolo a seguirlo. Al entrar apareció ante Marcello la estancia larga y estrecha que poco antes había observado a través de la puerta entreabierta. Sólo que ahora la veía a lo ancho, con la mesa frente a él. Tras la mesa estaba sentado el hombre de cara larga y maciza y de persona corpulenta que había visto a hurtadillas mientras se dejaba besar por la mujer del enorme sombrero negro. Notó que la mesa estaba limpia, brillante como un espejo, sin papeles, con un gran tintero de bronce y una carpeta cerrada de cuero oscuro–. Excelencia, éste es el doctor Clerici –dijo el secretario.
El ministro se puso de pie y tendió la mano a Marcello, con una cordialidad atenta mucho más enfática que la del secretario, pero carente en absoluto de amenidad; más aún, francamente autoritaria.
–¿Cómo está, Clerici? –Hablaba pronunciando las palabras con cuidado y lentitud, imperiosamente, como si hubiesen estado cargadas de un significado particular–. Se me ha hablado de usted en términos muy elogiosos... El régimen necesita a hombres como usted. –El ministro se había sentado de nuevo y, sacándose un pañuelo del bolsillo, se sonó la nariz, sin dejar de examinar ciertos papeles que el secretario le iba presentando. Por discreción, Marcello se retiró hacia el ángulo más alejado de la estancia. El ministro iba examinando los papeles mientras el secretario le susurraba lentamente al oído; luego miró el pañuelo; Marcello vio que éste, de lino blanco, estaba manchado de rojo, y recordó que, al entrar, le había parecido que la boca del ministro era más roja de lo normal: el carmín de la mujer del sombrero negro. Aun sin dejar de examinar los papeles que le mostraba el secretario, sin descomponerse ni preocuparse de si era observado, el ministro empezó a frotarse fuertemente la boca con el pañuelo, mirándolo de cuando en cuando para comprobar si el carmín seguía resistiendo aún. Finalmente, acabaron a la vez el examen de los papeles y del pañuelo, y el ministro se puso de pie y tendió de nuevo la mano a Marcello–: Hasta la vista, Clerici. Como ya le habrá dicho mi secretario, la misión que se le encomienda cuenta con mi apoyo incondicional, completo.
Marcello se inclinó, estrechó la mano corta y rechoncha y siguió al secretario fuera de la estancia.
Volvieron al despacho del secretario. Éste dejó sobre la mesa los papeles examinados por el ministro y luego acompañó a Marcello a la puerta.
–Y ahora, Clerici, a la guarida del lobo –le dijo con una sonrisa–. Y felicidades por su boda.
Marcello le dio las gracias haciendo un gesto con la cabeza, una inclinación, y pronunciando una frase indistinta. El secretario, con una última sonrisa, le estrechó la mano. Luego se cerró la puerta.


CAPÍTULO II

Ya era tarde, y, tan pronto como estuvo fuera del Ministerio, Marcello apresuró el paso. Se puso en cola en la parada del autobús, en medio de la multitud hambrienta y nerviosa del mediodía y, pacientemente, esperó su tumo para subir al vehículo ya lleno. Hizo una parte del recorrido colgado fuera, sobre el estribo, y luego, con mucho trabajo, logró abrirse paso hasta la plataforma, donde permaneció, apretujado por todas partes, mientras el autobús, dando saltitos y zumbando, trepaba, desde el centro de la ciudad, por calles cuesta arriba, hacia la periferia. Sin embargo, estas incomodidades no lo irritaban, sino que incluso le parecían útiles, desde el momento en que eran compartidas por muchos otros, y, aunque en pequeña medida, contribuían a hacerlo semejante a todos. Por otra parte, los contactos con la multitud, aunque desagradables e incómodos, le gustaban y le parecían siempre preferibles a los de los individuos aislados. Aquella multitud –pensó mientras se ponía de puntillas en la plataforma para respirar mejor– le daba la reconfortante sensación de una comunión multiforme que iba desde el ser apretujado dentro de un autobús, hasta el entusiasmo patriótico de las grandes asambleas políticas. Pero de los individuos aislados le llegaban sólo dudas sobre sí mismo y sobre los demás, como aquella mañana durante su visita al Ministerio.
¿Por qué, por ejemplo –siguió pensando–, inmediatamente después de haberse ofrecido a compaginar el viaje de bodas con la misión, había experimentado la penosa sensación de haber realizado un acto tanto de servilismo no solicitado como de fanatismo obtuso? ¿Por qué –se preguntó– había hecho tal ofrecimiento a aquel hombre escéptico, intrigante y corrompido, a aquel indigno y odioso secretario? Porque había sido él, con su sola presencia, el que le había inspirado vergüenza por un acto como aquél, tan profundamente espontáneo y desinteresado. Y ahora, mientras el autobús rodaba de parada en parada, se examinaba diciéndose que no habría experimentado tal vergüenza si no se hubiese encontrado frente a un hombre como aquél, para el que no existían fidelidad, ni entrega, ni sacrificio, sino sólo cálculos, prudencia y provecho. En realidad, su ofrecimiento no había brotado de una especulación de la mente, sino de la oscura profundidad de su espíritu, lo cual era una demostración segura, sobre todo, del carácter auténtico de su inserción en la normalidad social y política. Otro, por ejemplo, el secretario, habría hecho un ofrecimiento semejante tras largas y astutas reflexiones; por el contrario, él lo había improvisado. En cuanto a la inconveniencia de compaginar el viaje de bodas con la misión política, no había ni siquiera que perder el tiempo examinándola. Él era lo que era, y resultaba justo que todo cuanto hiciese estuviera conformado a lo que era.
Ocupado en estos pensamientos, se apeó del autobús y se puso a caminar por aquel barrio de funcionarios, por la acera plantada de oleandros blancos y rosa. Las casas de los funcionarios estatales, macizas y desconchadas, abrían a aquella acera sus grandes portalones, en cuyo fondo se entreveían amplios y tristes patios. Alternando con aquellos portalones se sucedían aquellos modestos comercios que Marcello conocía muy bien: el estanquero, el panadero, el verdulero, el carnicero,, el abacero. Era mediodía, y hasta entre aquellos edificios anónimos se descubría, por muchas señales, la tenue y efímera alegría propia de la suspensión del trabajo y de la reunión familiar: olores de cocina que llegaban de las entreabiertas ventanas de los pisos bajos; prisa de hombres mal vestidos que entraban casi corriendo por aquellas puertas; alguna voz de la radio, algún ruido de gramófono. De un jardincito cerrado en la entrada de uno de los palacios, el respaldar de rosas trepadoras saludó su paso con una oleada de intensa y empolvada fragancia. Marcello apresuró el paso y, frente a la casa número diecinueve, junto con otros dos o tres empleados, imitando, no sin complacencia, la prisa de los mismos, entró y marchó escaleras arriba.
Empezó a subir lentamente por los anchos tramos, en que una débil sombra se alternaba con la cegadora luz de los ventanales de los rellanos. Pero al llegar al segundo descansillo recordó que había olvidado algo: las flores, que jamás dejaba de llevar a su prometida siempre que era invitado a comer a su casa. Contento de haberse acordado de ello a tiempo, bajó corriendo la escalera, salió a la calle y marchó directamente hacia la esquina del edificio, donde una mujer, sentada en una sillita plegable, exponía, en unos recipientes muy particulares, las flores propias del tiempo. Eligió apresuradamente media docena de rosas, las más bonitas que tenía la florista, largas y de tallo encesto y, manteniéndolas cerca de la nariz para aspirar su perfume, entró de nuevo en el edificio y subió, esta vez, hasta el último piso. Aquí, sobre el rellano, se abría sólo una puerta; una escalera más pequeña llevaba, algo más arriba, a una puertecita rústica, bajo la cual brillaba la fuerte luz de la terraza. Mientras llamaba en la puerta, pensaba: «Esperemos que no venga a abrirme la madre.» En efecto, su futura suegra le demostraba un amor casi maniático, que le molestaba profundamente. Poco después se abrió la puerta, y Marcello descubrió con alivio, en la sombra del recibidor, la figura de la criadita, casi una niña, envuelta en un delantal blanco demasiado grande para ella, con su pálido rostro coronado por una doble vuelta de trenzas negras. La muchacha cerró la puerta, no sin antes asomarse un momento a mirar con curiosidad el rellano. Y Marcello, respirando profundamente el olor de cocina que llenaba el ambiente, pasó al saloncito.
La ventana del saloncito estaba entornada, para impedir que entraran el calor y la luz, pero no tanto como para que, en la semipenumbra, no se distinguieran los oscuros muebles de falso estilo Renacimiento que atestaban la estancia. Eran muebles pesados, severos, densamente tallados, que formaban un contraste singular con las coquetonas y decadentes figuras diseminadas sobre las repisas y la mesa: una joven desnuda arrodillada en el borde de un cenicero; un marinero en mayólica azul tocando un acordeón; un grupo de perros blancos y negros, dos o tres quinqués en forma de capullo o de flor. Había muchos ceniceros de metal y de porcelana que en su origen –como él sabía– habían contenido bombones y caramelos de bodas de amigas y parientes de su prometida. Las paredes estaban tapizadas por una tela roja de falso damasco, y paisajes y bodegones de vivos colores, enmarcados en negro, colgaban de ellas. Marcello se sentó en el sofá cubierto ya por la funda estival, y miró a su alrededor con satisfacción. Era en realidad una casa burguesa –reflexionó una vez más–, de la burguesía más convencional y modesta, semejante por completo a otras casas de aquel mismo palacio, de aquel mismo barrio. Y éste era para él el aspecto más grato; la sensación de encontrarse frente a algo muy común, casi vulgar y, sin embargo, perfectamente tranquilizador. Ante este pensamiento comprobó que experimentaba una sensación casi abyecta de complacencia por la fealdad de aquella casa. Él había crecido en una casa bonita y de buen gusto, y se daba cuenta de que todo cuanto ahora lo rodeaba era irremediablemente feo. Pero tenía necesidad precisamente de esto, de esta fealdad tan anónima, como de una característica más que lo acercase a sus semejantes. Recordó que por falta de dinero, al menos en los primeros años, ellos dos, Giulia y él, una vez casados, tendrían que vivir en aquella casa. Desde luego, él no se veía capaz, por sí solo, de amueblar de nuevo aquella casa tan fea, de acuerdo con sus gustos. Así, pues, aquél sería pronto su salón; lo mismo que el dormitorio, de estilo Liberty, en el que, durante treinta años, habían dormido su futura suegra y su difunto esposo, sería su propio dormitorio; y el comedor de caoba, en el que Giulia y sus padres habían consumido las comidas dos veces al día durante toda su vida, sería su propio comedor. El padre de Giulia había sido un funcionario importante en un Ministerio, y aquella casa, montada de acuerdo con el gusto imperante en el tiempo de su juventud, era una especie de templo elevado patéticamente en honor de las divinidades gemelas de la respetabilidad y de la normalidad. Pronto –siguió pensando con una alegría casi deseosa y lasciva y al mismo tiempo triste– quedaría insertado, de derecho, en aquella normalidad y respetabilidad.
Abrióse la puerta, y Giulia entró impetuosamente, hablando en el pasillo con alguien, tal vez con la criada, Luego, cuando hubo acabado de hablar, cerró la puerta y corrió apresuradamente hacia su prometido. Giulia, a sus veinte años, era hermosa como una mujer de treinta, con una hermosura poco fina y casi vulgar, pero fresca y sólida, que revelaba a la vez la edad juvenil y una indefinible ilusión y goce carnal. Era de tez blanquísima, con ojos grandes, de una limpidez sombría y lánguida, cabellos castaños densos y bien ondulados y labios frescos y sonrosados. Marcello, al verla dirigirse hacia él envuelta en un ligero ropaje de corte masculino, en el que parecían reventar las formas de su cuerpo exuberante, no pudo por menos de pensar, con renovada complacencia, que se casaría precisamente con una muchacha normal, común por completo, muy semejante al salón que poco antes le había procurado tanto alivio. Y sintió un alivio semejante, casi un refrigerio, al oír una vez más la voz de ella, arrastrada, cándida, dialectal, que decía:
–Pero, ¡qué rosas tan bonitas! ¿Por qué? Ya te he dicho que no debes molestarte... Como si fuese la primera vez que vienes a comer con nosotros.
Y, al decir esto, se dirigió hacia un jarrón azul, colocado sobre una columna de mármol amarillo, en un rincón, y metió en él las flores.
–Me gusta traerte flores –dijo Marcello.
Giulia emitió un suspiro de satisfacción y se dejó caer de golpe sobre el sofá, junto a él. Marcello la miró y notó que una repentina inquietud había sustituido a la impetuosa desenvoltura de hacía un momento, señal indudable de una incipiente turbación. Luego, de pronto, se volvió hacia él y, echándole los brazos al cuello, murmuró:
–Bésame.
Marcello le rodeó la cintura con el brazo y la besó en la boca. Giulia era sensual, y en aquellos besos, que casi siempre le pedía ella, aun cuando él mostrara cierta resistencia, llegaba siempre el momento en que aquella sensualidad de la muchacha se insinuaba agresivamente, modificando el carácter casto y previsto de sus relaciones de prometidos. También esta vez, cuando sus labios estaban ya a punto de separarse, ella sintió como un sobresalto de anhelante lascivia y, rodeando de improviso el cuello de Marcello con un brazo, volvió a aplicar con fuerza su boca contra la de él. Marcello sintió la lengua de ella abrirse camino entre sus labios y luego moverse rápidamente, torciéndose y enrollándose dentro de su boca. Al mismo tiempo, Giulia le había apretado fuertemente una mano y se la había llevado al pecho, guiándola para que le oprimiera el seno izquierdo. La muchacha respiraba ruidosamente por las narices y suspiraba fuerte, con un ruido animal, inocente, insaciado. Marcello no estaba enamorado de su prometida; pero Giulia le gustaba, y aquellos abrazos tan sensuales no podían por menos de trastornarlo. Sin embargo, no se sentía inclinado a intercambiar aquellos transportes. Quería que las relaciones con su prometida se mantuviesen dentro de los límites tradicionales, como si creyera que una mayor intimidad volvería a introducir en su vida aquel desorden y aquella anormalidad que trataba siempre de alejar de él. Así, tras un rato, separó la mano del seno de la muchacha, y poco a poco la rechazó.
–¡Uf, qué frío eres! –exclamó Giulia echándose hacia atrás y mirándolo con una sonrisa–. De verdad qué a veces pienso si me querrás o no mucho.
Marcello dijo:
–Ya sabes que sí, que te quiero mucho.
Ella prosiguió con volubilidad:
–¡Estoy más contenta! Nunca he sido tan feliz. A propósito: ¿sabes que mamá ha insistido, esta mañana, en que ocupemos su habitación? Ella se trasladaría a la habitacioncita que hay al fondo del corredor. ¿Qué opinas? ¿Debemos aceptar?
–Creo –dijo Marcello– que se molestaría si no aceptásemos.
–Eso me parece a mí también. Figúrate que cuando era niña soñaba con dormir un día en una habitación como ésa. Y ahora no sé si me gusta más que antes... ¿A ti te gusta? –preguntó ella en un tono dubitativo y complaciente a la vez, como quien teme el juicio de otro sobre un gusto propio y quisiera verlo aprobado. Marcello se apresuró a responder:
–Me gusta muchísimo. Es muy bonita.
Vio que aquellas palabras despertaban en Giulia una visible satisfacción. Llena de alegría, ella lo besó en la mejilla y luego continuó:
–Esta mañana me he encontrado con la señora Pérsico y la he invitado a la boda. ¿Sabes que no sabía que me casaba? Me ha hecho muchas preguntas. Al decirle quién eras, me ha dicho que conocía a tu madre, que la había visto hacía años durante el veraneo en la playa. –Marcello no dijo nada. Le resultaba siempre muy desagradable hablar de su madre, con la que no vivía desde hacía años y a la que veía sólo muy raramente. Por fortuna, Giulia, sin darse cuenta de su embarazo, y sólo por volubilidad, cambió nuevamente de tema–: A propósito de la boda. Hemos hecho la lista de los invitados; ¿quieres verla?
–Sí, déjamela ver. –Ella sacó del bolsillo una hoja de papel y se la tendió. Marcello la cogió y la miró» Era una larga lista de personas, agrupadas por familias: padres, madres, hijas, hijos. Los hombres figuraban también con los títulos profesionales: médicos, abogados, ingenieros, profesores; y, cuando los tenían, también con sus títulos honoríficos: comendadores, grandes oficiales, caballeros. Junto a cada familia, Giulia, para mayor seguridad, había escrito el número de las personas que la componían: tres, cinco, dos, cuatro. Casi todos eran nombres desconocidos para Marcello, y, sin embargo, le pareció que los conocía hacía ya tiempo: todas, personas de la media y pequeña burguesía, de profesiones liberales y funcionarios estatales; toda, gente que, sin duda, vivía en casas como aquélla, con salones como aquél, con muebles como aquéllos y que tendrían seguramente hijas casaderas muy semejantes a Giulia, que contraerían matrimonio con jóvenes licenciados y empleados muy semejantes, según esperaba, a él mismo. Examinó la larga lista, deteniéndose en ciertos nombres más característicos y comunes, con una complacencia profunda, aunque teñida de su acostumbrada melancolía, fría e inmóvil–. Pero, ¿quién es, por ejemplo, Arcangeli? –no pudo por menos de preguntar al acaso–: ¿El comendador Giuseppe Arcangeli, con su esposa Iole, sus hijas Silvana y Beatrice y su hijo, el doctor Gino?
–Nada, no los conoces... Arcangeli era amigo del pobre papá en el Ministerio.
–¿Dónde vive?
–A dos pasos de aquí, en via Porpora.
–¿Y cómo es su salón?
–Pero, ¡qué cómicas son tus preguntas! –exclamó ella riendo–. ¿Cómo quieres que sea? Un salón como éste y como muchos otros. ¿Por qué te interesa tanto saber cómo es el salón de los Arcangeli?
–Y las hijas, ¿están casadas?
–Sí, Beatrice..., pero, ¿por qué?
–¿Cómo es su novio?
–¡Uf! Pero, ¿también el novio? Pues bien, el novio tiene un nombre extraño, Schirinzi, y trabaja en el bufete de un notario.
Marcello notó que por las respuestas de Giulia no se podía colegir en modo alguno el carácter de sus invitados. Probablemente no tenían más forma en su mente que en el papel; nombres de personas respetables, indistinguibles, normales. Volvió a examinar la lista y se detuvo sobre otro nombre, al azar:
–¿Y quién es el doctor Cesare Spadoni, su mujer Livia y su hermano, el abogado Tullio?
–Un médico de niños. La esposa es una compañera mía de colegio. Tal vez la conozcas: es muy mona, rubia, pequeña, pálida. Él es un joven estupendo, fino, distinguido. Su hermano también es un chico magnífico. Son gemelos.
–¿Y el caballero Luigi Pace, su esposa Teresa y sus cuatro hijos, Maurizio, Giovanni, Vittorio y Riccardo?
–Otro amigo del pobre papá. Todos los hijos son estudiantes... Riccardo va aún al liceo.
Marcello comprendió que era inútil seguir preguntándole detalles sobre las personas registradas en la lista. Giulia no habría sabido decirle mucho más de cuanto registraba ya la propia lista. Y aun cuando –como pensó– lo hubiese informado detenidamente sobre el carácter y la vida de aquellas personas, forzosamente tales informaciones no habrían rebasado los límites demasiado estrechos de su juicio y de su inteligencia. Pero se dio cuenta de que se hallaba contento, casi de una manera voluptuosa –si bien con una voluptuosidad sin alegría–, de entrar a formar parte, gracias a su matrimonio, de aquella sociedad tan corriente y común. Sin embargo, aún le quedaba en la punta de la lengua otra pregunta, por lo que, tras un momento de vacilación, se decidió a formularla:
–Y dime: ¿me parezco yo a tus invitados?
–Pero, ¿cómo, físicamente?
–No. Me gustaría saber si, según tú, tengo puntos de semejanza con ellos, en sus modos, en su aspecto, en sus características generales... En resumen, si me parezco a ellos.
–Para mí, tú eres mejor que todos ellos –replicó ella impetuosamente–. Aunque, lo demás, sí, eres una persona como ellos: serio, distinguido, fino... En suma, se ve que, como ellos, eres una persona honrada y formal. Pero, ¿por qué me haces esa pregunta?
–Por saberlo.
–¡Qué extraño eres! –exclamó ella mirándolo casi con curiosidad–. Todos quisieran ser distintos de los demás, y tú, en cambio, se diría que sientes deseos de ser como todos.
Marcello no dijo nada y le devolvió la lista, mientras observaba, como en un murmullo:
–De todas formas, no conozco ni siquiera a uno.
–¿Y acaso crees que yo los conozco a todos? –dijo Giulia alegremente–. Sólo mamá sabe quiénes son muchos de ellos... Por lo demás, la comida pasa pronto. Una horita, y luego no volverás a verlos más.
–A mí no me disgusta verlos –dijo Marcello.
–Lo decía por decirlo, hombre. Oye ahora el menú del hotel y dime si te gusta. –Giulia se sacó del bolsillo otro papel y leyó en voz alta–:
Consomé frío
Filetes de lenguado a la molinera
Pavipollo con arroz, salsa suprema
Ensalada del tiempo
Quesos surtidos
Helado diplomático
Fruta
Café y licores.
–¿Qué te parece? –preguntó con el mismo tono dubitativo y complaciente que había empleado poco antes al hablar del dormitorio de su madre–. ¿Es bueno? ¿Crees que comerán bastante?
–Me parece estupendo y abundante –contestó Marcello.
Giulia prosiguió:
–Respecto al champán, lo hemos elegido italiano. Es menos bueno que el francés, pero para brindar servirá lo mismo. –Calló un momento y luego añadió, con su habitual volubilidad–: ¿Sabes qué ha dicho don Lattanzi? Que si quieres casarte, debes comulgar, y si quieres comulgar, debes confesarte; de lo contrario, él no nos casa.
Por un momento, Marcello, sorprendido, no supo qué decir. No era creyente, y tal vez hacía unos diez años que no entraba en una iglesia. Además, siempre había estado convencido de sentir una franca antipatía por todo cuanto era eclesiástico. Pero se daba cuenta, con maravilla, de que esta idea de la confesión y de la comunión, en vez de enojarlo, le agradaba y lo atraían, en cierta forma, como le agradaban y le atraían el banquete de bodas, aquellos invitados que no conocía, el matrimonio con Giulia y la propia Giulia, tan corriente y tan parecida a otras muchachas. Era un eslabón más –pensó– en la cadena de normalidad con la que trataba de anclarse en las falaces arenas de la vida. Y, por añadidura, este eslabón estaba hecho de un metal más noble y resistente que los otros: la religión. Casi se sorprendió de no haber pensado antes en ello, y atribuyó este olvido al carácter obvio y pacífico de la religión en que había nacido y a la que le había parecido siempre pertenecer, aun sin practicarla. Sin embargo, curioso por oír lo que contestaría Giulia, dijo:
–Pero es que yo no soy creyente...
–¿Y quién lo es? –replicó ella tranquilamente–. ¿Tú piensas que cree el noventa por ciento de los que frecuentan las iglesias? ¿Incluso los propios sacerdotes?
–Pero, ¿tú crees?
Giulia hizo un gesto característico con la mano:
–Así, así, hasta cierto punto. Se lo digo a don Lattanzi de cuando en cuando: «Ustedes, los sacerdotes, no me convencen con todas sus historias...» Creo y no creo; o, mejor aún –añadió con escrúpulos–, digamos que tengo una religión completamente mía, distinta de la de los sacerdotes.
«¿Qué significa tener una religión propia?», pensó Marcello. Pero sabiendo por experiencia que Giulia hablaba a menudo sin saber demasiado bien lo que se decía, no insistió. En vez de ello, dijo:
–Mi caso es más radical. Yo no creo en absoluto ni tengo religión alguna.
Giulia hizo un gesto con la mano, alegre e indiferente.
–Pero, ¿qué te cuesta? Te debe dar lo mismo. A ellos les importa mucho y a ti no te cuesta nada.
–Desde luego que no. Pero me veré obligado a mentir.
–¡Tonterías...! Y, además, será una mentira para conseguir un bien... ¿Sabes qué dice don Lattanzi? Que es necesario hacer determinadas cosas como si se creyese en ellas, aunque no se crea... La fe viene después.
Marcello calló un momento y luego dijo:
–Bien. Entonces me confesaré y comulgaré. –Y, al decir esto, sintió de nuevo aquel temblor de delicia, algo sombría, que experimentó poco antes al leer la lista de los invitados–. Entonces iré a confesarme con don Lattanzi.
–No creas que es necesario que te confieses precisamente con él. Puedes ir a cualquier confesor en cualquier iglesia.
–¿Y para la comunión?
–Te la dará don Lattanzi el mismo día que nos casemos. Comulgaremos juntos. ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?
–Pues... no me he confesado desde que hice la primera comunión –contestó Marcello con cierto embarazo–. Nunca más he vuelto a hacerlo.
–Tendrás que confesarte de un carro de pecados –exclamó ella alegremente.
–¿Y si no me absuelven?
–Sí lo harán, no te preocupes –respondió ella con afecto, acariciándole el rostro con la mano–. Además, ¿qué pecados puedes haber cometido tú? Eres bueno, de alma noble, no has hecho mal a nadie... De seguro que te absolverán en seguida.
–Es complicado casarse –dijo Marcello casualmente.
–A mí, en cambio, me gustan muchísimo todas estas complicaciones, todos estos preparativos... A fin de cuentas hemos de permanecer unidos para siempre, ¿no te parece? Y, a propósito, ¿qué decidimos para el viaje de bodas?
Por primera vez, Marcello sintió, junto al acostumbrado afecto indulgente y lúcido, casi un sentimiento de piedad por Giulia. Comprendía que aún estaba a tiempo de volverse atrás y, en vez de ir a París, donde tenía que desempeñar su misión, trasladarse a cualquier otro lugar para pasar su luna de miel. Diría en el Ministerio que declinaba el encargo. Pero, al mismo tiempo, comprendió que esto era imposible. Aquella misión tal vez sería el paso más firme, más comprometedor y más decisivo en el camino de la normalidad definitiva; de la misma forma que constituían pasos en la misma dirección, aunque menos importantes a su manera de ver, el matrimonio con Giulia, el banquete de bodas, la ceremonia religiosa, la confesión y la comunión.
No se detuvo mucho tiempo a analizar esta reflexión, cuyo fondo tétrico y casi sombrío no se le escapaba, y respondió apresuradamente:
–He pensado que, después de todo, podríamos ir a París.
Ebria de entusiasmo, Giulia aplaudió:
–¡Magnífico! ¡París, mi sueño! –Le arrojó los brazos al cuello y lo besó furiosamente–. ¡Si supieras qué contenta estoy! Pero no quería decirte los grandes deseos que tenía de ir a París. Temía que costase mucho.
–Pues costará poco más o menos como ir a cualquier otro sitio. Pero no debes preocuparte por el dinero. Esta vez lo encontraremos.
Giulia estaba verdaderamente exaltada.
–¡Qué contenta estoy! –repetía. Apretóse mucho contra Marcello y le murmuró–: ¿Me quieres mucho? ¿Por qué no me besas?
Y así, de nuevo, Marcello tuvo en torno a su cuello el brazo de su prometida, y la boca de ella, en la suya. Esta vez el ardor del beso pareció redoblado por la gratitud. Giulia suspiraba, se retorcía con todo su cuerpo, aplastaba contra su seno la mano de Marcello, enrollaba la lengua en la boca de él, rápida y espasmódicamente. Marcello se sentía turbado y pensaba: «Ahora, si quisiera, podría poseerla aquí mismo, en este sofá.» Y podía advertir, una vez más, la fragilidad de lo que él llamaba normalidad. Finalmente, se separaron, y Marcello dijo sonriendo:
–Por fortuna nos casaremos pronto... De lo contrario, tendría miedo de que uno de estos días nos convirtiéramos en amantes.
Levantando los hombros, con el rostro encendido aún por el beso, Giulia respondió, con su exaltado e ingenuo descaro:
–Te quiero tanto, que no podría pedir nada mejor.
–¿De verdad? –preguntó Marcello.
–E incluso en seguida –dijo ella atrevidamente–, ahora, aquí mismo. –Tomó una mano de Marcello y la besó lentamente, mirándolo de soslayo con ojos brillantes y conmovidos. Luego se abrió la puerta, y Giulia se tiró para atrás. Entró la madre de Giulia.
También la madre de su prometida –pensó Marcello al verla acercarse– era uno de los muchos personajes introducidos en su vida por la búsqueda de una normalidad rescatadora. Nada podía haber de común entre él y aquella mujer sentimental y siempre desbordante de abrasada ternura; nada, aparte su deseo de unirse duradera y profundamente a una sociedad humana sólida y establecida. La madre de Giulia –señora Delia Ginami– era una mujer corpulenta en la que los asentamientos de la edad madura parecían manifestarse en una especie de descomposición del cuerpo y del espíritu: el primero, afligido por una obesidad trémula y deshuesada; el segundo, inclinado a las ternuras de una bondad fisiológica y zalamera. A cada paso que daba, bajo el ropaje informe parecía como si partes enteras de su inflado cuerpo se dispersaran y se trasladasen por cuenta propia. Por cualquier pequeñez, una conmoción espasmódica parecía rebasar sus facultades de control, le llenaba de lágrimas sus acuosos ojos azules, y sus manos adoptaban actitudes estáticas. Por otra parte, aquellos días, la inminencia de la boda de su única hija había sumergido a la señora Delia en una condición de perpetuo enternecimiento. No hacía más que llorar, de alegría, según explicaba. Y a cada momento sentía la necesidad de abrazar a Giulia o a su futuro yerno, al que, según manifestaba, quería ya como a un hijo. Marcello, al que molestaban mucho aquellas efusiones, comprendía, sin embargo, que eran sólo un aspecto de la realidad en que quería insertarse, y, como tales, las soportaba y apreciaba con la misma complacencia, algo sombría, que le inspiraban los feos muebles de aquella casa, la conversación de Giulia, las fiestas de la boda y las imposiciones rituales de don Lattanzi.
Sin embargo, la señora Delia no estaba en esta ocasión enternecida, sino indignada. Agitaba en la mano una hoja de papel, y, tras haber saludado a Marcello, que se había puesto en pie, dijo:
–Una carta anónima... Pero, ante todo, vayamos al comedor... y pronto...
–¿Una carta anónima? –gritó Giulia precipitándose detrás de su madre.
–Sí, una carta anónima... ¡Qué asco de gente!
Marcello entró, a su vez, en el comedor, tratando de esconderse el rostro con el pañuelo. La noticia de la carta anónima le había desconcertado y trataba de que las dos mujeres no se dieran cuenta de ello. El oír a la madre de Giulia exclamar: «¡Una carta anónima!» y pensar inmediatamente: «¡Alguien ha escrito sobre lo de Lino!», había sido para él una sola cosa. Ante este pensamiento, la sangre había huido de su rostro; le había faltado la respiración y lo había asaltado una sensación de espanto, de vergüenza y de miedo, inexplicable, inesperado, fulminante, jamás experimentado desde los primeros años de la adolescencia, cuando el recuerdo de Lino se hallaba aún fresco. Había sido más fuerte que él. Y todos sus poderes de dominio de sí mismo se habían visto arrollados en un segundo, de la misma forma que es arrollado por una multitud presa de pánico el sutil cordón de la Policía que debería contenerla. Se mordió los labios hasta sangrar mientras se acercaba a la mesa. Sí, estaba equivocado en la biblioteca cuando, al buscar la noticia del delito, quedó convencido de que se hallaba del todo curada la antigua herida. En efecto, no sólo no estaba curada, sino que era aún mucho más profunda de lo que había imaginado. Por suerte, su sitio en la mesa era a contraluz, de espaldas a la ventana. En silencio, rígidamente, sentóse a la cabecera de la mesa, con Giulia a su derecha y la señora Ginami a su izquierda.
La carta anónima estaba ahora sobre el mantel, junto al plato de la madre de Giulia. Entretanto había entrado la criadita, sosteniendo con ambas manos una bandeja colmada de pasta asciutta. Marcello hundió el trinchante en aquella maraña roja y untuosa, levantó una pequeña cantidad de spaghetti y la depositó en su plato. Inmediatamente protestaron las dos mujeres:
–Demasiado poco... ¿Quieres ayunar? Toma un poquito más.
La señora Ginami añadió:
–Usted trabaja y tiene que comer.
Entonces Giulia, impulsivamente, tomó de la bandeja, con el trinchante, otra ración de spaghetti y los puso en el plato de su prometido.
–No tengo hambre –dijo Marcello con una voz que le pareció absurdamente apagada y angustiosa.
–El apetito viene comiendo –respondió Giulia sirviéndose, con énfasis.
La criada se fue, llevándose la bandeja casi vacía. Y la madre dijo en seguida:
–No quería enseñarla. Creía que no valía la pena. Pero, ¡hay que ver en qué mundo vivimos!
Marcello no dijo nada. Inclinó la cabeza sobre el plato y se llenó la boca de spaghetti. Seguía temiendo que la carta se refiriese al asunto de Lino, aunque la mente le demostrase que esto era imposible. Era un temor incoercible, más fuerte que cualquier reflexión. Giulia preguntó:
–Pero, ¿se puede saber qué dice la carta?
La madre respondió:
–Ante todo, quiero decir a Marcello que, aunque se hubiesen escrito en esta carta cosas mil veces peores, debe estar seguro de que mi afecto permanece inalterado... Marcello, usted es para mí un hijo, y sabe muy bien que el amor de una madre para el hijo es superior a toda insinuación. –Los ojos se le llenaron de pronto de lágrimas y repitió–: Sí, un hijo. –Luego, cogiendo la mano de Marcello, se la llevó al corazón y dijo–: Querido Marcello. –No sabiendo qué hacer ni qué decir, Marcello permaneció inmóvil y silencioso, esperando que hubiese acabado aquella efusión. La señora Ginami lo miró con ojos llenos de ternura y añadió–: Debe perdonar a una anciana como yo, Marcello.
–Mamá, ¡qué absurdo! No eres vieja –exclamó Giulia, demasiado acostumbrada a aquellas conmociones maternas como para darles importancia o maravillarse de ellas.
–Sí, soy vieja y me quedan pocos años de vida –respondió la señora Delia. Esto de la muerte inminente era uno de sus argumentos preferidos, tal vez porque, además de conmoverse a sí misma, creía que tenía el poder de conmover también a los otros–. Moriré pronto, y por eso estoy muy contenta de entregar mi hija a un hombre tan bueno como usted, Marcello. –Marcello, al que la mano de la señora Delia apretaba contra su pecho y lo obligaba a adoptar una posición incómoda, no pudo reprimir un ligerísimo movimiento de impaciencia, que no escapó a la anciana señora, la cual, sin embargo, lo tomó por una protesta contra unos elogios tan excesivos–. Sí –confirmó ella–, usted es bueno, muy bueno. A veces se lo digo a Giulia: Tienes mucha suerte de haber encontrado a un joven tan bueno. Sé muy bien, Marcello, que la bondad ya no está de moda... Pero permítalo decir a una persona que tiene muchos más años que usted. En el mundo no hay nada como la bondad... Y usted, por fortuna, es tan bueno, tan bueno...
Marcello arqueó las cejas y no dijo nada.
–Pero, ¡déjalo comer, pobrecito! –exclamó Giulia–. ¿No ves que le ensucias la manga de salsa?
La señora Ginami soltó la mano de Marcello y, cogiendo la carta, dijo:
–Es una carta escrita a máquina y con el matasellos de Roma. No me extrañaría, Marcello, que la hubiese escrito uno de sus compañeros de oficina.
–Pero, mamá, ¿se puede saber de una vez qué es lo que dice?
–Tómala –dijo la madre alargando la carta a su hija–. Léela, pero no lo hagas en voz alta. Son cosas feas que no me gusta oír. Cuando la hayas leído, pásasela a Marcello.
No sin ansiedad, Marcello vio a su prometida leer la carta. Luego, torciendo la boca en señal de desprecio, Giulia exclamó:
–¡Qué asco! –y se la tendió a Marcello.
La carta, en papel vitela, constaba sólo de unas cuantas líneas, escritas a máquina con una cinta muy gastada. Decía: «Señora, si permite que su hija se case con el doctor Clerici, cometerá usted algo peor que un error, cometerá un delito. Hace años que el padre del doctor Clerici está encerrado en un manicomio, afecto de locura de origen sifilítico, que, como sabe usted, es una enfermedad hereditaria. Aún está usted a tiempo: impida el matrimonio. Un amigo.»
«¡Conque eso era todo!», pensó Marcello casi desilusionado. Le pareció entender que su desilusión era mayor que su alivio: casi como si hubiese esperado que algún otro estuviese informado de la tragedia de su infancia y lo liberase en parte de la carga de tal conocimiento. Sin embargo, lo había impresionado una frase: «... que, como sabe usted, es una enfermedad hereditaria». Sabía muy bien que el origen de la locura paterna no era sifilítico y que no había peligro alguno de que él pudiese convertirse en un loco como su padre. Y, sin embargo, la frase, en su amenazadora malignidad, le pareció que aludía a otra locura que podría ser realmente hereditaria. Esta idea, rechazada en seguida, no hizo más que aflorar a su mente. Devolvió la carta a la madre de Giulia, mientras decía con tranquilidad:
–Nada es verdad.
–Ya sé que nada es verdad –respondió la buena mujer casi ofendida. Y, tras un momento, añadió–: Lo único que sé es que mi hija se casa con un hombre bueno, inteligente, honrado, serio... y un guapo muchacho –concluyó con una especie de coquetería.
–Sobre todo un guapo muchacho. Lo puedes decir bien fuerte –confirmó Giulia–. Por eso es por lo que el que ha escrito esa carta insinúa que está tarado. Al verlo tan guapo le parece imposible que no nos tenga ojeriza. ¡Cretinos!
«¡Quién sabe lo que dirían –no pudo por menos de pensar Marcello– si supiesen que a los trece años casi llegué a tener relaciones amorosas con un hombre y que lo maté!» Se dio cuenta de que ahora, pasado el miedo que había despertado en él la carta, había recuperado su acostumbrada apatía melancólica y especulativa. «Probablemente –siguió pensando mientras miraba a su prometida y a la señora Ginami– no les haría ni frío ni calor... La gente normal tiene la piel dura.» Y comprendió que envidiaba a las dos mujeres, una vez más, su «piel dura».
De pronto dijo:
–Precisamente hoy he de ir a visitar a mi padre.
–¿Vas con tu madre?
–Sí.
Se había terminado la pasta asciutta, y la criadita entró de nuevo, cambió los platos y dejó en la mesa una bandeja llena de carne y de verdura. Tan pronto como hubo salido la camarera, dijo la madre, cogiendo de nuevo la carta y examinándola:
–Me gustaría saber quién ha escrito esta carta.
–Mamá –dijo de pronto Giulia con una seriedad repentina y excesiva–, déjame un momento la carta.
La muchacha cogió el sobre, lo examinó con atención y luego sacó la hoja de papel, la contempló con las cejas enarcadas y, finalmente, exclamó, con voz alta e indignada:
–Sé muy bien quién ha escrito esta cara. No puede haber duda alguna... ¡Ah, qué infame!
–¿Quién es?
–Un desgraciado –respondió Giulia inclinando la frente sobre la mesa.
Marcello no dijo nada. Giulia trabajaba como secretaria en el bufete de un abogado. Probablemente –pensó–, la carta habría sido escrita por uno de sus numerosos ayudantes. La madre dijo:
–Algún envidioso, sin duda. A los treinta años, Marcello tiene una posición que ya quisieran para sí muchos hombres maduros.
Por puro formulismo, aunque no sentía curiosidad alguna, Marcello preguntó a su prometida:
–Si sabes el nombre del que ha escrito la carta, ¿por qué no lo dices?
–No puedo –respondió ella, más reflexiva que indignada–; pero ya he dicho lo que es: un desgraciado.
Devolvió la carta a su madre y se sirvió de la bandeja que le presentaba la camarera. Luego prosiguió la madre, con un tono de sincera incredulidad:
–Sin embargo, no puedo creer que haya alguien tan malo como para poder escribir una carta semejante contra un hombre como Marcello.
–No todos lo quieren tanto como nosotras dos, mamá –dijo Giulia.
–Pero, ¿quién –preguntó de pronto la madre con énfasis–, quién no puede querer mucho a nuestro Marcello?
–¿Sabes qué dice de ti mamá? –preguntó Giulia, que parecía haber recuperado su acostumbrada alegría y volubilidad–. Que no eres un hombre, sino un ángel... Por eso, a lo mejor, uno de estos días, en vez de entrar por la puerta, lo harás por la ventana, volando. –Sofocó un conato de risa y añadió–: Al cura le gustará, cuando vayas a confesarte, saber que eres un ángel. Porque no todos los días se puede escuchar la confesión de un ángel.
–Bueno, la niña me está tomando el pelo, como de costumbre –repuso la madre–. Pero no exagero en modo alguno. Marcello, para mí, es un ángel. –Miró a Marcello con intensa y almibarada ternura, y pronto, los ojos se le llenaron visiblemente de lágrimas–. En mi vida he conocido sólo a otro hombre que fuese como Marcello. Y ése era tu padre, Giulia. –Esta vez, Giulia, de acuerdo con las circunstancias, bajó la mirada sobre el plato. Entretanto, el rostro de la madre experimentaba una transformación gradual: de sus ojos se desbordaron copiosamente las lágrimas, mientras una patética mueca descomponía sus rasgos fofos y abotagados entre los mechones de cabellos despeinados, con lo cual los colores y las facciones parecían confundirse y borrarse como vistos a través de un cristal inundado de agua. Buscóse apresuradamente el pañuelo y, llevándoselo a los ojos, balbució–: Un hombre verdaderamente bueno, un auténtico ángel. ¡Estábamos tan bien los tres juntitos...! Pero está muerto y ya no lo veremos más... Marcello me recuerda a tu padre por su bondad, y por eso lo quiero tanto. Cuando pienso que aquel hombre tan bueno está muerto, se me parte el corazón. –Las últimas palabras se perdieron en el pañuelo.
Giulia dijo tranquilamente:
–Come, mamá.
–No, no, no tengo hambre –replicó la madre sollozando–. Perdonadme... sed felices vosotros, y que esa felicidad no sea turbada por la tristeza de una anciana.
Se levantó bruscamente, se dirigió a la puerta y salió.
–Piensa que hace ya seis años –dijo Giulia mirando hacia la puerta–, y es como si fuese siempre el primer día. –Marcello no dijo nada. Había encendido un cigarrillo y fumaba con la cabeza baja. Giulia tendió una mano y le tomó la suya–. ¿Qué piensas? –preguntó con una voz casi suplicante.
Giulia le preguntaba a menudo qué estaba pensando, llena de curiosidad y, a veces, alarmada también por la expresión seria y taciturna que revelaba el hombre. Marcello respondió:
–Pensaba en tu madre. Sus elogios me llenan de incomodidad. No me conoce bastante para decir que soy bueno.
Giulia le apretó la mano y respondió:
–No creas que lo hace por cumplido. Cuando tú no estás, me dice con frecuencia: «¡Qué bueno es Marcello!»
–Pero, ¿cómo puede saberlo?
–Son cosas que se ven. –Giulia se levantó y se puso en pie junto a él, oprimiendo su exuberante cadera contra el hombro de él y pasándole una mano por el cabello–. ¿Por qué no te gusta que piensen que eres bueno?
–No he dicho eso –respondió Marcello–. He dicho que a lo mejor no es verdad.
Ella movió la cabeza:
–Tu defecto es que eres demasiado modesto. Mira: yo no soy como mamá, que quisiera que todos fuesen buenos. Para mí hay buenos y malos. Pues bien, tú eres para mí una de las mejores personas que he encontrado en mi vida. Y no lo digo porque estemos prometidos y te quiera mucho, sino porque es la verdad.
–Pero, ¿en qué consiste esa bondad?
–Ya te lo he dicho: son cosas que se ven. ¿Por qué se dice que una persona es guapa? Pues porque se ve que es guapa. De la misma forma, se ve que tú eres bueno.
–Tal vez sea así –dijo Marcello bajando la cabeza.
La convicción que tenían las dos mujeres de que era bueno, no era nueva para él, pero siempre lo desconcertaba profundamente. ¿En qué consistía aquella bondad? ¿Era, pues, realmente bueno? ¿O no sería más bien su anormalidad lo que Giulia y su madre llamaban bondad, aquella anormalidad que se traducía en su desapego, en su ausencia de la vida común? Los hombres normales no eran buenos –siguió pensando–, porque la normalidad se pagaba siempre, consciente o inconscientemente, a un precio muy caro, con una serie de complicidades varias, pero todas tan negativas, de insensibilidad, estupidez, vileza, cuando no precisamente de criminalidad. Fue arrancado de estas reflexiones por la voz de Giulia, que decía:
–A propósito: ¿sabes que han traído el vestido? Quiero enseñártelo. Espérame aquí.
Salió impetuosamente, y Marcello se levantó de la mesa, se fue hacia la ventana y la abrió. La ventana daba a la calle, o, mejor aún, al ser aquél el último piso, se abría sobre la cornisa del edificio, muy saliente, y bajo la cual no se veía nada. Pero al otro lado de la calle se extendía el ático de la casa de enfrente: una hilera de ventanas abiertas, a través de las cuales se veían los interiores de las habitaciones. Era un piso muy semejante al de Giulia: un dormitorio, con las camas aún sin hacer, según parecía desde allí; un salón «bueno», con los acostumbrados muebles falsos y oscuros; un comedor a cuya mesa se hallaban sentadas en aquellos momentos tres personas, dos hombres y una mujer. Estas habitaciones de enfrente estaban muy cerca porque la calle no era ancha, y Marcello podía ver con toda claridad a los tres comensales en el comedor: un hombre rechoncho, viejo, con una profunda cabellera blanca; otro hombre, más joven, delgado y moreno, y una mujer rubia, madura, más bien opulenta. Comían tranquilamente, en una mesa semejante a la que hacía poco se hallaba sentado él, bajo una lámpara no muy diferente de la de la estancia en que se encontraba él en aquellos momentos. Sin embargo, aunque los viese tan cerca como para sentir casi la ilusión de oír sus palabras, tal vez por aquella sensación de abismo que daba el saliente de la comisa, le parecían, por otra parte, muy lejanos, e incluso remotos. No pudo por menos de pensar que aquellas estancias eran la normalidad: las veía, habría podido, levantando un poco la voz, hablar a los tres comensales, y, pese a ello, se hallaba fuera de ella en un sentido no sólo material, sino también moral. Por el contrario, para Giulia no existían aquella lejanía ni aquella sensación de algo extraño. Eran para ella un hecho puramente físico, estaba dentro de aquellas estancias, había estado siempre en ellas, y si él se lo hubiese hecho notar, le habría dado, con indiferencia, todas las informaciones que poseía sobre la gente que vivía allí, como había hecho poco antes respecto a los invitados a la boda. Indiferencia que denotaba, más que familiaridad, distracción. En realidad, ella no daba nombre alguno a la normalidad, por estar inmersa en ella hasta las raíces de los cabellos, de la misma forma que es de creer que los animales, si pudieran hablar, no darían nombre alguno a la naturaleza de la que forman parte íntegramente y sin residuos. Pero él estaba fuera, y, para él, la normalidad se llamaba precisamente normalidad porque estaba excluido de ella y la sentía como tal en contraposición a la propia anormalidad. Para ser semejantes a Giulia, se necesitaba haber nacido así, o bien...
Abrióse la puerta a sus espaldas y él se volvió. Giulia estaba frente a él en atuendo de novia; era un vestido de seda blanca, y la muchacha sostenía con ambas manos, para que fuese admirado, el abundante velo que le caía de la cabeza. Dijo llena de gozo:
–¿Verdad que es bonito? Mira –y, sin dejar de mantener el velo extendido con ambas manos, volvióse en el espacio entre la ventana y la mesa, a fin de que su prometido pudiese admirar por todas partes el vestido nupcial. Marcello pensó que era un vestido de novia semejante por completo al de cualquier otra novia. Pero le gustó que Giulia se sintiese contenta de aquel vestido tan común, del mismo modo que antes que ella habían estado contentas otros millones y millones de mujeres. Las formas del cuerpo de Giulia, exuberantes y redondeadas, se dibujaban con tosca evidencia en la blanca y brillante seda. Se acercó de pronto a Marcello y le dijo–: Ahora dame un beso, pero sin tocarme, para que no se arrugue el vestido. –En aquel momento, Giulia se hallaba de espaldas a la ventana, y Marcello la tenía enfrente. Cuando se inclinaba para rozar con sus labios los de Giulia, vio en el comedor del ático de enfrente que el comensal de cabello blanco se levantaba y salía y que, inmediatamente después, los otros dos, el joven moreno y la mujer rubia, se ponían de pie a la vez, casi automáticamente, y se besaban. Aquella escena le gustó; después de todo, él actuaba como aquellos dos, de los que poco antes se había sentido separado por una distancia incolmable. En el mismo instante, Giulia exclamó con impaciencia–: ¡Al diablo con el vestido! –y, sin separarse de Marcello, cerró con una mano las hojas de la ventana. Luego, con un impulso fuerte de todo su cuerpo, que se proyectó hacia el de Marcello, le arrojó los brazos al cuello. Se besaron a oscuras, molestados por el velo, y una vez más, mientras su prometida se apretaba contra él, agitaba su cuerpo, suspiraba y lo besaba, Marcello pensó que ella actuaba con inocencia, sin advertir contradicción alguna entre este abrazo y el vestido nupcial, una prueba más de que a las personas normales les era lícito tomarse la máxima libertad con la normalidad misma. Finalmente, se separaron sin aliento y Giulia le susurró–: No debemos ser impacientes... Unos días más y podrás besarme también en la calle.
–Debo irme ya –dijo él limpiándose la boca con el pañuelo.
–Te acompañaré. –Salieron del comedor andando a tientas, y pasaron al vestíbulo–. Nos veremos esta noche, después de la cena –dijo Giulia. Enternecida, absorta, lo miraba desde el umbral, apoyada en una jamba. El velo, que se había separado sobre la cabeza para el beso, le colgaba ridículamente a un lado. Marcello se acercó a ella y se lo puso bien, diciendo:
–Así está mejor.
En aquel momento se oyó un ruido de voces en el rellano del piso de abajo. Giulia, avergonzada, se metió dentro, le lanzó un beso con la punta de los dedos y cerró apresuradamente la puerta.

CAPÍTULO III
La idea de la confesión preocupaba a Marcello. No era religioso en el sentido de practicar formalmente los ritos. Estaba bien seguro de serlo en el otro sentido, o sea, en el de una inclinación natural hacia la religiosidad. Sin embargo, habría considerado de buena gana la confesión exigida por don Lattanzi como uno de los muchos actos convencionales a los que se sometía para anclarse definitivamente en la normalidad, si tal confesión no hubiese comportado la revelación de dos cosas que, por diversos motivos, consideraba precisamente inconfesables: la tragedia de su infancia y la misión en París. De manera oscura intuía que un nexo sutil unía estas dos cosas, aunque le habría resultado difícil decir con claridad en qué consistía este nexo. Por otra parte, se daba cuenta de que, entre las muchas normas, no había elegido la cristiana que prohíbe matar, sino otra bien distinta, política y reciente, a la que no repugnaba la sangre. En resumidas cuentas, no reconocía al cristianismo –tal como era representado por la Iglesia, con sus centenares de Papas, sus innumerables templos, sus santos y sus mártires– el poder de restituirlo a aquella comunión con los hombres que el asunto de Lino le había cerrado; poder que, por el contrario, y de una manera implícita, atribuía al corpulento ministro de la boca teñida de carmín, a su cínico secretario, a sus superiores del Servicio Secreto. Más que pensarlo, Marcello intuía todo esto de una manera oscura. Y ello intensificaba su melancolía, ya que se encontraba en la situación de aquel que ve sólo una vía de escape, pues las demás están cerradas, y tal vía no es de su agrado.

Pero era preciso decidirse, pensó mientras subía al tranvía que llevaba a Santa Mana Maggiore; era necesario escoger: o hacer una confesión completa, según las normas de la Iglesia, o bien limitarse a una confesión parcial, puramente formal, para complacer a Giulia. Aunque no fuese practicante ni creyente, se inclinaba por la primera alternativa, como si esperase, a través de la confesión, si no cambiar su destino, por lo menos confirmarse una vez más en él. Mientras corría el tranvía, debatió el problema con su acostumbrada seriedad, algo descolorida y pedante. Por lo que respectaba a Lino, se sentía más o menos tranquilo: sabría explicar el hecho tal como había sucedido en realidad, y el sacerdote, tras el acostumbrado examen y las recomendaciones de rigor, lo absolvería al fin. Mas para la misión, que, como él sabía muy bien, comportaba el engaño, la traición y, en última instancia, quizá incluso la muerte de un hombre, comprendía que era algo muy distinto, que todo cambiaba. En lo referente a su misión, el problema consistía no tanto en obtener su aprobación, cuanto en hablar de ella. Y no estaba muy seguro de que fuese capaz de hacerlo, ya que el hablar de dicha misión habría equivalido a abandonar una norma por otra; someter al juicio cristiano algo que hasta hoy había considerado del todo independiente; faltar a un compromiso implícito de silencio y de secreto. En resumidas cuentas, someter a dura prueba todo el laborioso edificio de su inserción en la normalidad. Pero también valía la pena intentar la prueba, por lo menos para convencerse una vez más –según pensó–, a través de una aprobación definitiva, de la solidez de este edificio.

Sin embargo, se dio cuenta de que consideraba estas alternativas sin excesiva emoción, con espíritu frío e inerte, casi como si se tratara de un espectador; como si en realidad hubiese hecho ya la elección y todo cuanto pudiese ocurrir en lo futuro estuviera ya purgado de antemano, no sabía cuándo ni cómo. Estaba tan poco preocupado por la duda que, al entrar en la amplia iglesia, llena de una penumbra, de silencio y de un frescor verdaderamente reconfortantes después de la luz, el ruido y el calor de la calle, se olvidó incluso de la confesión y empezó a dar vueltas por los desiertos pavimentos, de una nave a la otra, como un turista ocioso. Las iglesias le habían gustado siempre como puntos seguros en un mundo fluctuante: eran construcciones no casuales en las que en otros tiempos había encontrado una sólida y espléndida expresión lo que él iba buscando: un orden, una normalidad, una regla. Con mucha frecuencia, y casi de una manera instintiva, entraba en las iglesias, tan numerosas en Roma, y se sentaba en un banco, sin rezar, contemplando algo que –según pensaba– habría encajado en su caso si las condiciones hubiesen sido distintas. Lo que lo seducía de las iglesias no eran tanto las soluciones que proponían, y que no le era posible aceptar, cuanto un resultado que no podía por menos de apreciar y admirar. Le gustaban todas; pero cuanto más imponentes eran, cuanto más magníficas y, por tanto, más profanas, tanto más le agradaban. En estas iglesias, en que la religión se evaporaba en una mundanalidad majestuosa y ordenada, le parecía casi entrever el punto de tránsito de una creencia religiosa ingenua a una sociedad ya adulta que, sin embargo, no habría podido existir sin aquella creencia.

A aquella hora, la iglesia estaba desierta. Marcello llegó hasta bajo el altar, y luego, acercándose a una de las columnas de la nave de la derecha, contempló en perspectiva el pavimento, tratando de abolir su propia estatura y poner el ojo al nivel del suelo. ¡Cuan vasto era aquel pavimento visto así, en perspectiva, como podía verlo una hormiga! Era casi una inmensa llanura y daba una especie de vértigo. Luego levantó los ojos y la mirada, siguiendo el débil resplandor que la escasa luz arrancaba a la superficie convexa de los enormes fustes de mármol, y, saltando de columna en columna, su vista llegó hasta la puerta principal. En aquel momento entraba alguien que, al separar la cortina, daba paso a un chorro de luz cruda y blanca. ¡Cuan pequeña se veía, allá en el fondo de la iglesia, la figura del fiel que se asomaba al umbral! Marcello se dirigió a la parte posterior del altar y contempló los mosaicos del ábside. Detuvo su atención la figura de Cristo entre los cuatro santos. El que lo había representado de aquel modo –pensó– no tenía duda alguna respecto a lo que era normal o anormal. Bajó la cabeza y se dirigió lentamente hacia el confesonario, en la nave de la derecha. Ahora pensaba que era inútil lamentar no haber nacido en otros tiempos y en otras condiciones: él era lo que era precisamente porque sus tiempos y sus condiciones no eran ya los mismos que habían permitido la erección de aquella iglesia. Y ponía todo su empeño en la conciencia de esta realidad.

Se acercó al confesonario, enorme en proporción con la basílica, de oscura madera tallada, y llegó a tiempo de entrever al sacerdote que se sentaba en su interior, cerraba la cortinilla y se escondía; pero no vio su cara. Con un gesto habitual, antes de arrodillarse se tiró para arriba los pantalones sobre la rodilla, a fin de que no se arrugaran. Luego dijo en voz baja:
–Desearía confesarme.
De la otra parte, la voz del sacerdote, en tono tranquilo, pero franco y expeditivo, respondió que podía empezar. Era una voz cadenciosa, recia, de bajo profundo, de hombre maduro, con un fuerte acento meridional. Contra su voluntad, Marcello evocó una figura de fraile de cara enmarcada en negra barba, de espesas cejas, gruesa nariz y orejas y narices llenas de pelos. Un hombre –pensó– hecho del mismo material pesado y macizo que el confesonario, sin recelos ni sutilezas. Como había previsto, el sacerdote le preguntó cuánto tiempo hacía que no se confesaba y él le contestó que no se había confesado nunca, salvo en su infancia, y que ahora lo hacía porque había de casarse. Tras un momento de silencio, la voz del sacerdote dijo en tono algo indiferente, al otro lado de la rejilla:
–Has hecho muy mal, hijo mío. ¿Y qué edad tienes?
–Treinta años –respondió Marcello.
–Has vivido treinta años en el pecado –dijo el sacerdote con el tono de un contable que anuncia el pasivo de un balance. Y, tras un momento, añadió–: Has vivido treinta años como un animal y no como una criatura humana.
Marcello se mordió los labios. Ahora se daba cuenta de que la autoridad del confesor, expresada de aquella manera tan expeditiva y familiar de juzgar su caso aun antes de conocerlo en sus pormenores, le resultaba inaceptable e irritante. No es que le desagradase el sacerdote –tal vez un buen hombre que desempeñaba escrupulosamente su oficio–, ni el lugar, ni el rito. Pero, contrariamente a lo que le ocurría en el Ministerio, donde todo le disgustaba, pero donde la autoridad le parecía obvia e incontestable, aquí sentía un deseo instintivo de rebelarse. Sin embargo, dijo, haciendo un esfuerzo:
–He cometido toda clase de pecados, aun los más graves.
–¿Todos?
Marcello pensó: «ahora le diré que he matado, para ver qué efecto me causa decirlo». Titubeó, y luego, con un leve impulso, logró decir, con voz clara y firme:
–Sí, todos; incluso he matado.
El sacerdote exclamó inmediatamente con vivacidad, pero sin indignación ni sorpresa:
–¡Conque has matado y no has sentido la necesidad de confesarte!
Marcello pensó que era precisamente aquello lo que el sacerdote debía decir: nada de horror, nada de sorpresa; sólo una indignación reglamentaria por no haber confesado oportunamente un pecado tan grave. Y fue grato para el sacerdote, como lo habría sido para un comisario de Policía, el cual, ante aquella misma confesión, y sin perder el tiempo en comentarios, se habría apresurado a declararlo detenido. Todos debían desempeñar su papel –pensó–, pues sólo de esa forma podía durar el mundo. Sin embargo, entretanto se daba cuenta, una vez más, de que, al revelar su propia tragedia, no experimentaba ninguna sensación particular. Y se extrañó de esta indiferencia, tan en contraste con la profunda turbación experimentada poco antes, cuando la madre de Giulia anunció que hacía recibido la carta anónima. Dijo con voz sosegada:
–Maté cuando tenía trece años. Y lo hice para defenderme y casi sin quererlo.
–Explícame cómo ocurrió.
Rectificó algo su posición sobre las rodillas, que le dolían, y empezó su relato:
–Una mañana, al salir del colegio, un hombre se acercó a mí con un pretexto... Yo deseaba mucho por entonces tener una pistola; pero no de juguete, sino de verdad. Él me prometió que me la daría, y con esta promesa logró hacerme subir a su automóvil. Era el chófer de una extranjera y tenía el coche a su disposición todo el día, porque la señora estaba de viaje por el extranjero. Yo entonces lo ignoraba todo, y cuando me hizo ciertas proposiciones, no entendí ni siquiera de qué se trataba.
–¿Qué proposiciones?
–Proposiciones amorosas –respondió Marcello sobriamente–. Yo no sabía qué era el amor, ni qué era normal o anormal. Subí, pues, al coche, y él me llevó a la finca de la señora.
–¿Y qué pasó allí?
–Nada o casi nada... Al principio intentó algo, pero luego se arrepintió y me hizo prometerle que, a partir de entonces, no habría de hacerle caso, aunque me invitase de nuevo a subir al coche.
–¿Qué quieres decir con «casi nada»? ¿Te besó?
–No –dijo Marcello algo sorprendido–. Me cogió por la cintura, durante un momento, en un pasillo.
–Sigue.
–Sin embargo, había previsto que no sería capaz de olvidarme... y, en efecto, al día siguiente me esperaba de nuevo a la salida del colegio. Volvió a decirme que me daría la pistola, y yo, que deseaba mucho este objeto, me hice rogar un poco al principio y luego acepté subir al coche.
–¿Y adonde fuisteis?
–Como la vez anterior, a la finca, a su habitación.
–Y, ¿cómo se comportó esta vez?
–Estaba completamente cambiado –dijo Marcello–. Parecía fuera de sí. Me dijo que no me daría la pistola y que, por las buenas o por las malas, haría lo que él quisiera. Y mientras decía estas palabras, tenía la pistola en la mano. Luego me cogió por un brazo y me arrojó a la cama; al caer me golpeé la cabeza contra la pared. Entretanto, la pistola había caído sobre la cama, y él, que se había arrodillado junto a mí, me abrazaba y me oprimía las piernas. Entonces yo cogí la pistola, me levanté de la cama y di algunos pasos hacia atrás. Él gritó entonces abriendo los brazos: «¡Mátame, mátame como a un perro!» Entonces yo, casi obedeciéndole, disparé, y él cayó sobre la cama. Luego escapé y no supe nada más de él. Esto ocurrió hace ya muchos años. Y el otro día fui a examinar los periódicos de aquel tiempo y descubrí que el hombre había muerto aquella misma noche en el hospital.
Marcello había hecho su relato sin prisa, escogiendo cuidadosamente las palabras y pronunciándolas con precisión. Mientras hablaba, advertía que, como siempre, no sentía nada. Nada, aparte aquella sensación de tristeza gélida y distante que era habitual en él hiciera lo que hiciese o dijera lo que dijese. El sacerdote preguntó de pronto, sin hacer comentario alguno sobre el relato.
–¿Estás seguro de haber dicho toda la verdad?
–Sí, desde luego –respondió Marcello sorprendido.
–Tú sabes –prosiguió el sacerdote con repentina agitación– que si callas o deformas la verdad o una parte de la misma, la confesión no es válida y, además, cometes un grave sacrilegio. ¿Qué pasó en realidad entre tú y ese hombre la segunda vez?
–Pues... lo que he dicho.
–¿No hubo entre vosotros ninguna relación carnal? ¿No empleó la violencia contigo?
O sea –no pudo por menos de pensar Marcello–, que el matar era menos importante que el pecado de sodomía. Confirmó:
–Sólo hubo lo que he dicho.
–Se diría –continuó el sacerdote, inflexible– que mataste al hombre por vengarte de algo que te había hecho.
–No me había hecho absolutamente nada.
Abrióse un breve silencio, lleno, según le pareció, de una mal disimulada incredulidad.
–Y luego –preguntó de pronto el sacerdote de una manera totalmente inesperada–, ¿no has vuelto a tener más relaciones con hombres?
–No; mi vida sexual ha sido y sigue siendo completamente normal.
–¿Qué entiendes por vida sexual normal?
–En este sentido soy un hombre semejante a todos los demás. Tuve relaciones sexuales por primera vez con una mujer en un burdel, a los diecisiete años... A partir dé entonces, he tenido relaciones sólo con mujeres.
–¿Y a eso llamas tú vida sexual normal?
–Sí; ¿por qué?
–Pues, ¿no sabes que también esto es anormal, también esto es pecado? –dijo el sacerdote victoriosamente–. ¿No te lo han dicho nunca, pobre hijo mío? Lo normal es casarse, tener relaciones con la propia esposa, con objeto de traer al mundo la prole.
–Y eso es lo que me dispongo a hacer –dijo Marcello.
–¡Magnífico! Pero eso no basta. No puedes acercarte al altar con las manos manchadas de sangre.
«¡Por fin!», no pudo por menos de exclamar para sí Marcello, que por un momento casi había creído que el sacerdote se había olvidado del objeto principal de la confesión. Dijo lo más humildemente que pudo:
–Dígame lo que debo hacer.
–Debes arrepentirte –dijo el sacerdote–. Sólo con un arrepentimiento sincero y profundo puedes expiar el mal que has hecho.
–Ya me he arrepentido –dijo Marcello reflexivamente–. Si arrepentirse quiere decir desear vivamente no haber hecho ciertas cosas, no cabe duda de que me he arrepentido. –Habría querido añadir: «Pero este arrepentimiento no bastaba, no podía bastar»; mas se contuvo.
El sacerdote dijo apresuradamente:
–Es mi deber advertirte que si lo que me dices ahora no es verdad, mi absolución no tendrá valor alguno... ¿Sabes lo que te espera si me engañas?
–¿Qué?
–La condenación.
El sacerdote pronunció esta palabra con una particular satisfacción. Marcello buscó en su fantasía algo con lo que poder identificar aquella palabra, y no encontró nada: ni siquiera la vieja imagen de las llamas del infierno. Pero, al mismo tiempo, advirtió que la palabra estaba mucho más cargada de significado de lo que el sacerdote había pretendido darle. Y se estremeció pensativamente, casi como si hubiese comprendido que aquella condenación existía y que, con arrepentimiento o sin él, no estaba en poder del sacerdote el liberarlo de ella.
–Me he arrepentido sinceramente –repitió con amargura.
–¿Y no tienes nada más que decirme?
Antes de contestar, Marcello calló unos instantes. Ahora se daba cuenta de que había llegado el momento de hablar de su misión, la cual, como bien sabía, comportaba acciones condenables, más aún, condenadas ya de antemano por la norma cristiana. Había previsto este momento y, con razón, había atribuido la máxima importancia a su propia capacidad para revelar la misión. Entonces, con una sensación tranquila y triste de descubrimiento previsto, diose cuenta, puesto que apenas movía la boca para hablar, de que experimentaba una repugnancia invencible. No era aversión moral, ni vergüenza, ni, en resumidas cuentas, sentimiento alguno de culpa, sino algo completamente distinto, que no tenía nada que ver con el pecado. Era una especie de inhibición absoluta, dictada por una complicidad y por una fidelidad profundas. No debía hablar de su misión: eso era todo. Se lo pedía con autoridad aquella misma conciencia que había permanecido muda e inerte cuando él anunció al sacerdote: he matado. No del todo convencido, trató una vez más de hablar; pero sintió de nuevo, con un automatismo semejante al de una cerradura que salta si se gira la llave, que aquella repugnancia sujetaba su lengua, le impedía la palabra. Así, de nuevo, y con mucha mayor evidencia, le venía confirmada la fuerza de la autoridad representada, allá en el Ministerio, por el despreciable ministro y por su no menos despreciable secretario. Era una autoridad misteriosa, como todas las autoridades, la cual, según parecía, hundía las raíces en lo más profundo de su espíritu, mientras la Iglesia, aparentemente mucho más autorizada, sólo llegaba a la superficie. Entonces dijo, mintiendo por primera vez:
–¿Debo revelar a mi prometida, antes de casamos, cuanto le he explicado?
–¿No le has dicho nunca nada?
–No; sería la primera vez si se lo dijera.
–No veo la necesidad –dijo el sacerdote–. La turbarías inútilmente y pondrías en peligro la paz de tu familia.
–Tiene usted razón –repuso Marcello.
Siguió un nuevo silencio. Luego dijo el sacerdote en tono conclusivo, como si hiciera la última y definitiva pregunta:
–Y dime, hijo: ¿has formado alguna vez o formas parte actualmente de algún grupo o secta subversiva?
Marcello, que no esperaba aquella pregunta, enmudeció por un momento, desconcertado. Evidentemente –pensó–, el sacerdote hacía la pregunta por orden superior, al objeto de estar informados acerca de las tendencias políticas de sus fieles. Sin embargo, era significativo que la hiciese: Precisamente a él, que se acercaba a los ritos como a las ceremonias externas de una sociedad de la que deseaba formar parte, le pedía el sacerdote que no se pusiera contra esta sociedad. Era como decirle que no se pusiera contra sí mismo. Le habría gustado contestar: «No; formo parte precisamente de lo contrario: de un grupo que da caza a los elementos subversivos.» Pero rechazó aquella maligna tentación y dijo simplemente:
–En realidad, soy funcionario del Estado.
Esta respuesta debió de ser del agrado del sacerdote, porque, tras una breve pausa, dijo con calma:
–Ahora debes prometerme que rezarás. Pero no debes rezar un día, o un mes, o un año, sino toda la vida. Rezarás por tu alma y por la de aquel hombre. Y harás rezar a tu esposa y a tus hijos, si los llegas a tener. Sólo la oración puede atraer sobre ti la atención de Dios y conseguir para ti Su misericordia. ¿Has entendido? Y ahora, recógete y reza conmigo.
Marcello bajó mecánicamente la cabeza y oyó, al otro lado de la rejilla, la voz tranquila y presurosa del sacerdote, que rezaba una oración en latín. Luego, en tono más alto, el sacerdote, siempre en latín, pronunció la fórmula de la absolución. Y Marcello se levantó del confesonario.
Pero cuando pasaba frente a éste, se abrió la cortinilla y vio que el sacerdote le hacía señal de que se detuviera. Quedó sorprendido al comprobar que era en todo semejante a como se lo había imaginado: algo grueso, calvo, de frente espaciosa y saliente; de cejas pobladas, ojos redondos y castaños, serios, pero no inteligentes, y boca carnosa. Un cura rural –pensó–, un fraile mendicante. Entretanto, el sacerdote le alargó en silencio un librito delgado con una imagen, en colores, en la cubierta: la vida de san Ignacio de Loyola, para uso de la juventud católica.
–Gracias –dijo Marcello examinando el librito.
El sacerdote le hizo otra señal como para decirle «De nada» y corrió de nuevo la cortinilla. Marcello se dirigió hacia la puerta de entrada.
Pero, ya a punto de salir, abarcó con la mirada toda la iglesia, con sus dos hileras de columnas, el artesonado del techo, su desierto pavimento y su altar, y le pareció que daba el adiós definitivo a la imagen antigua y superviviente de un mundo como él lo deseaba y como ya no era posible que fuese. Una especie de espejismo al revés, erguido en un pasado irrevocable, del que lo alejaban cada vez más sus pasos. Luego separó la cor.–tina y salió fuera, a la intensa luz del cielo sereno, hacia la plaza llena de la clamorosa chatarra de los tranvías, hacia el fondo vulgar de los edificios anónimos y de los establecimientos comerciales.


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Cuando Marcello bajó del autobús, en el barrio en que vivía su madre, se dio cuenta, casi de repente, de que era seguido a distancia por un hombre. Aun sin dejar de caminar lentamente a lo largo de los muros que rodeaban los jardines, por la desierta calle, lo miró de reojo. Era un hombre de mediana estatura, algo corpulento, de rostro cuadrado y expresión honrada y bonachona, aunque no carente de cierta socarrona astucia, como ocurre con frecuencia en los campesinos. Vestía un traje ligero de un color desvaído, entre marrón y violeta, y llevaba un sombrero claro, de un gris falso, bien encasquetado en la cabeza, pero con el ala levantada sobre la frente, precisamente también como los campesinos. Si lo hubiese visto en la plaza de un pueblo en un día de mercado, lo habría tomado por un agricultor. El hombre había viajado en el mismo autobús que Marcello, había bajado en la misma parada y ahora lo seguía por la otra acera, sin disimularlo mucho, adaptando su paso al de Marcello y no perdiéndolo de vista ni por un momento. Pero su mirada fija parecía incierta, como si el hombre no estuviese del todo seguro de la identidad de Marcello y quisiera estudiar su fisonomía antes de acercarse a él.

Así, subieron juntos la empinada calle, en el silencio y el calor de las primeras horas de la tarde. Al otro lado de las cerradas verjas de los jardines no se veía a nadie; tampoco se distinguía a nadie, a todo lo largo de la calle, bajo la verde galería formada por los fruncidos penachos de los pimenteros. Aquel silencio y aquel desierto hicieron sospechar, finalmente, a Marcello que eran unas condiciones favorables para una sorpresa o una agresión y, como tales, elegidas de una manera no casual por su seguidor. Bruscamente, con súbita decisión, bajó de la acera, cruzó la calle y se dirigió al encuentro de aquel hombre.

–¿Acaso me busca a mí? –le preguntó cuando se encontraron a unos pasos uno del otro.
El hombre se había detenido también, y al oír la pregunta de Marcello dijo, con expresión como temerosa y en voz baja:
–Perdóneme. Lo he seguido sólo porque a lo mejor vamos los dos al mismo lugar. De lo contrario, no me lo habría permitido jamás... Perdóneme: ¿no es usted por ventura el doctor Clerici?
–Sí, lo soy –contestó Marcello–. Y usted, ¿quién es?
–Orlando, agente en servicio especial –dijo el hombre esbozando un saludo casi militar–. Me envía el coronel Baudino. Me ha dado sus dos direcciones: la de la pensión en que vive y ésta. Y como no lo he encontrado en la pensión, he venido a buscarlo aquí, y sólo por una casualidad hemos viajado en el mismo autobús. Se trata de algo urgente.
–Venga, pues –dijo Marcello dirigiéndose, sin más, hacia la verja de la villa materna. Se sacó la llave del bolsillo, abrió la verja e invito al hombre a entrar. El agente obedeció, quitándose con respeto el sombrero y dejando al descubierto una cabeza perfectamente redonda, de escasos y negros cabellos y, en el centro del cráneo, una calvicie blanca y circular, que hacía pensar en una tonsura. Marcello lo precedió por el sendero y se dirigió hacia el fondo del jardín, donde recordaba que, bajo una pérgola, había una mesa y dos sillas de hierro. Aun caminando delante del agente, no pudo por menos de observar una vez más el aspecto descuidado y agreste del jardín. La grava blanca y pulida sobre la que, de niño, se había divertido corriendo arriba y abajo, hacía ya años que había desaparecido, enterrada o dispersa. El trazado del sendero, invadido por la maleza, se adivinaba, más que nada, por los restos de los dos pequeños setos de mirtos, desiguales e interrumpidos, pero reconocibles aún. A ambos lados de los setos, los arriates estaban aún cubiertos de exuberantes hierbas campestres. Los rosales y las otras plantas florales habían sido sustituidos por ásperos arbustos y espinos inexplicablemente enmarañados. Además, acá y allá, a la sombra de los árboles, se veían montones de inmundicias, cajas de embalaje desfondadas, botellas rotas y otra multitud de esos objetos tan variados que suelen amontonarse en los desvanes. Hizo una mueca de disgusto ante aquella visión y se preguntó, una vez más, con afligida sorpresa: «Pero, ¿por qué no lo ordenan? ¡Se necesitaría tan poco! ¿Por qué?» Más adelante el sendero corría entre la pared de la villa y el muro circundante, aquel mismo muro cubierto de yedra a cuyo través, de niño, solía comunicarse con su vecino Roberto. Precedió al agente bajo la pérgola y se sentó en una de las sillas de hierro, al tiempo que lo invitaba a hacer lo mismo en la otra. Pero el hombre permaneció respetuosamente de pie.
–Señor doctor –dijo apresuradamente–, se trata de poca cosa... Se me ha encargado que le diga, de parte del coronel, que, camino de París, deberá usted detenerse en S –y el agente citó una ciudad, no alejada de la frontera– y ponerse en contacto con el señor Gabrio, en vía dei Glicini número tres.
«Un cambio de programa», pensó Marcello. Él sabía muy bien que era característico del Servicio Secreto el cambiar expresamente, en el último momento, sus disposiciones, con objeto de dispersar las responsabilidades y confundir las huellas.
–Pero, ¿qué hay en via dei Glicini? –no pudo por menos de preguntar–. ¿Un apartamento privado?
–Verdaderamente, no, señor doctor –dijo el agente con una amplia sonrisa, entre embarazado y alusivo–. Lo que hay es un burdel... La dueña se llama Enrichetta Parodi. Pero usted preguntará por el señor Gabrio. La casa, como todas las de ese tipo, está abierta hasta medianoche. Pero, doctor, lo mejor sería que fuese usted por la mañana, cuando no hay nadie. También estaré yo allí. –El agente permaneció en silencio unos instantes, y luego, incapaz de interpretar el semblante, por completo inexpresivo, de Marcello, añadió tímidamente–: Es para estar más seguros, doctor.
Marcello, sin hacer comentario alguno, levantó la mirada hacia el agente y lo examinó durante un momento.
Ahora debía despedirse de él; pero sin saber por qué, tal vez por la expresión honrada y familiar de aquella ancha cara cuadrada, deseaba añadir alguna frase no oficial, que le demostrara simpatía por su parte. Finalmente, preguntó como de una manera casual:
–¿Desde cuándo presta usted servicio, Orlando?
–Desde 1925, doctor.
–¿Y siempre en Italia?
–A decir verdad, casi nunca –respondió el agente con un suspiro, evidentemente deseoso de confidencia–. Doctor, ¡si le explicara a usted lo que ha sido mi vida y lo que he pasado...! Siempre en movimiento: Turquía, Francia, Alemania, Kenya, Túnez..., nunca quieto. –Calló un momento, mirando fijamente a Marcello. Luego, con énfasis retórico y, sin embargo, sincero, añadió–: Todo por la familia y por la patria, señor doctor.
Marcello levantó los ojos y miró de nuevo al agente, casi en posición de firme; y luego, con un ademán de despedida, dijo:
–Pues muy bien. Orlando... Dígale al coronel qué me detendré en S, tal como desea.
–Sí, señor doctor. –El agente saludó y se alejó a lo largo del muro de la villa.
Al quedar solo, Marcello miró al vacío ante sí. Hacía calor bajo la pérgola, y el sol, filtrándose entre las hojas y las ramas de la vid americana, le quemaba el rostro cual medallas de cegadora luz. La mesa de hierro esmaltado, en otro tiempo blanquísima, tenía ahora un color blanco sucio, salpicado acá y allá de descostraduras negras y herrumbrosas. Fuera de la pérgola podía ver el trozo de muro circundante en que se hallaba el agujero en la yedra, a cuyo través solía ponerse en comunicación con Roberto. La yedra seguía allí, y tal –vez sería posible asomarse al jardín contiguo. Pero la familia de Roberto no vivía ya en la villa junto a la suya. Él era ahora un dentista que buscaba clientela. Una lagartija descendió de pronto por el tallo de la vid americana y, sin miedo, se adelantó sobre la mesa. Era una lagartija grande, de la especie más corriente, de dorso verde y panza blanca, que palpitaba contra el esmalte amarillento de la mesa. Se acercó rápidamente a Marcello, con pasos menudos y bulliciosos, y luego permaneció quieta, con la afilada cabeza levantada hacia él y sus ojillos negros fijados hacia delante. Él la miró con afecto y permaneció quieto, por temor a espantarla. Entretanto recordaba aquellos días en que, de niño, había matado las lagartijas y luego, para liberarse del remordimiento, había buscado en vano una complicidad y una solidaridad en el tímido Roberto. Entonces no logró encontrar a nadie que lo aligerase del peso de su culpa. Había permanecido solo frente a la muerte de las lagartijas; y en esta soledad había reconocido el indicio del delito. Pero ahora –pensó– no estaba ni estaría más solo. Y aunque pudiese cometer un delito, al hacerlo por ciertos fines, tendría inmediatamente a su lado al Estado, a las organizaciones políticas, sociales y militares que dependían del mismo; grandes masas de personas que pensaban como él, y, fuera de Italia, otros Estados, otros millones de personas. Cuanto se disponía a hacer –reflexionó– era, de todas formas, mucho peor que matar algunas lagartijas. Y, sin embargo, estaban con él muchas personas, empezando por el agente Orlando, estupendo hombre, casado y padre de cinco hijos. «Por la familia y por la patria.» Esta frase, tan ingenua en sí pese al énfasis puesto al pronunciarla, semejante a una bonita bandera de colores claros que, en un día de sol, ondease al suave impulso de una alegre brisa mientras sonara la banda y pasaran los soldados; esta frase resonaba en sus oídos exaltante y agitada, mezcla de esperanza y de tristeza. «Por la familia y por la patria» –pensó–. «Si esto le basta a Orlando, ¿por qué no habría de bastarme también a mí?»
Oyó un ruido de motor en el jardín, hacia la verja de entrada, y se levantó en seguida, con un movimiento brusco, que puso en fuga a la lagartija. Sin prisa, salió de la pérgola y se dirigió hacia la entrada. Un viejo automóvil negro se hallaba parado en el sendero, a poca distancia de la verja, aún abierta. El chófer, vestido de librea blanca con pasamanos azulados, empezaba a cerrar la verja; pero cuando vio a Marcello se detuvo y se quitó la gorra de plato.
–Alberi –dijo Marcello con su voz más tranquila–. Hoy vamos a la clínica; es inútil que meta el coche en el garaje.
–Sí, señor Marcello –respondió el chófer.
Marcello le lanzó una mirada al sesgo. Alberi era un joven de rostro color oliváceo y ojos negros como el carbón, con la esclerótica de una blancura brillante de porcelana. Tenía unas facciones muy regulares, dientes blancos y compactos y cabello negro cuidadosamente abrillantado. Aunque no era alto, daba la impresión de grandes proporciones, tal vez por sus pies y sus manos, muy pequeños. Tenía la edad de Marcello, aunque parecía mucho mayor, quizá a causa de su molicie oriental, que se insinuaba en todo su cuerpo y parecía destinada, con el tiempo, a convertirse en obesidad. Marcello lo miró una vez más, mientras cerraba la verja, con profunda aversión. Luego se dirigió hacia la villa.
Abrió la puerta-ventana y entró en el salón, que estaba casi a oscuras. Inmediatamente lo azotó la vaharada que inficionaba el aire, aún ligero en comparación con el de otras estancias en que los diez pequineses de su madre se movían a su talante, pero mucho más notable aquí, donde no entraban casi nunca. Abrió la ventana y entró un poco de luz, que le permitió ver por un momento los muebles cubiertos con fundas grises, las alfombras enrolladas y apoyadas diagonalmente en los rincones, el piano envuelto en sábanas sujetas con alfileres... Atravesó el salón y el comedor, pasó al vestíbulo y subió la escalera, a cuya mitad, sobre el mármol de un escalón –la alfombra, excesivamente desgastada, hacía ya tiempo que había desaparecido, para no ser renovada jamás–, había un excremento de perro, y hubo de apartarse para no pisarlo. Una vez en la galería, se dirigió hacia la puerta de la habitación materna y la abrió. Apenas había tenido tiempo de hacerlo por completo cuando, como una ola contenida durante largo tiempo que rebosa de improviso, los diez pequineses se le arrojaron entre las piernas, para diseminarse, con algunos ladridos, por la galería y la escalera. Titubeante y enojado, los vio cómo corrían por allí, graciosos con sus empenachados rabos y sus hocicos enfurruñados y casi grotescos. Luego, de la habitación sumergida en la penumbra le llegó la voz de su madre:
–¿Eres tú, Marcello?
–Sí, mamá, soy yo... Pero, ¿qué hacen aquí esos perros?
–Déjalos ir... ¡Pobrecillos! Han estado encerrados toda la mañana... Déjalos, pues, que correteen por ahí.
Marcello arrugó el entrecejo en señal de disgusto y entró. De pronto le pareció que la atmósfera de aquella habitación era irrespirable: las ventanas, cerradas, habían conservado de la noche, mezclados, los distintos olores del sueño, de los perros y de los perfumes; y el calor del sol, que ardía ya tras las hojas de las ventanas, parecía hacerlos fermentar y acidular. Rígido, silencioso, como si temiera, al moverse, ensuciarse o impregnarse de aquellos olores, se dirigió a la cama y se sentó en el borde de la misma, con las manos en las rodillas.
Ahora, poco a poco, al ir acomodándose sus ojos a la penumbra, podía ver toda la habitación. Bajo la ventana, a la difusa claridad cuya entrada permitían las amplias cortinas amarillentas e impuras, que le parecían hechas del mismo tejido fláccido que las muchas prendas íntimas diseminadas por la habitación, se alineaban numerosos platos de aluminio con el alimento de los perros. El pavimento estaba sembrado de zapatos y de medias. Junto a la puerta del cuarto de baño, en un rincón casi oscuro, se entreveía una bata de color rosa sobre una silla, tal como había sido arrojada allí la noche anterior, casi en el suelo y con una manga colgando. De la habitación, su mirada fría y llena de repugnancia pasó a la cama sobre la que yacía su madre. Como de costumbre, no se le había ocurrido taparse cuando él entró y estaba semidesnuda. Boca arriba, con los brazos levantados y las manos recogidas tras la nuca, apoyada en la cabecera de la cama, acolchada con seda azul lisa y ennegrecida, ella lo miraba fijamente, en silencio. Bajo la masa de sus cabellos, partidos en dos alas morenas hinchadas, su rostro aparecía fino y demacrado, casi triangular, devorado por los ojos, que la sombra engrandecía y ennegrecía de forma mortuoria. Tenía puesto un viso verdoso transparente que a duras penas le llegaba a lo alto de los muslos. Y, de nuevo, le hizo pensar, más que en la mujer madura que era, en una niña envejecida y marchita. El descarnado pecho mostraba, en el esternón, un rosario de agudos huesecillos. A través del velo, los senos, resorbidos, se revelaban con dos manchas oscuras y redondas, sin relieve alguno. Pero sobre todo sus muslos despertaban en Marcello repugnancia y piedad a la vez: delgados y desguarnecidos, eran precisamente los de una niña de doce años que no tuviera aún formas de mujer. La edad de su madre se veía en ciertas irregularidades maceradas de la piel y en el color: una blancura gélida, nerviosa, llena de misteriosas salpicaduras entre azuladas y lívidas. «Golpes –pensó– o mordiscos de Alberi.» Pero bajo las rodillas, las piernas aparecían perfectas, con un pie pequeñísimo de dedos recogidos. Marcello habría preferido no mostrarse malhumorado con su madre. Pero tampoco esta vez pudo contenerse.
–Te he dicho muchas veces que no quiero que me recibas así, medio desnuda –dijo indignado, sin mirarla.
Ella contestó, intolerante pero sin rencor:
–¡Vaya un hijo tan austero que me encuentro! –al tiempo que se cubría con un extremo de la colcha. Su voz era ronca, y también esto desagradaba a Marcello. Recordaba que, cuando él era niño, su madre tenía una voz dulce y limpia como un gorjeo. Aquella ronquera sería un efecto del alcohol y de la disipación.
Tras un momento, dijo él:
–Bueno, hoy iremos a la clínica.
–Está bien, iremos –respondió la madre incorporándose en la cama y buscando algo detrás de la cabecera de la cama–, aunque yo no me encuentre muy bien y a tu pobre padre no le hagan ni frío ni calor nuestra visita.
–Pero sigue siendo tu marido y mi padre –dijo Marcello cogiéndose la cabeza entre las manos y bajando la vista.
–Desde luego que lo es –afirmó ella. Por fin había encontrado la perilla de luz, que oprimió. En la mesita de noche se iluminó una lámpara que daba una luz tenue, y Marcello creyó verla envuelta en una camisa femenina–. Aunque, a decir verdad –prosiguió ella levantándose, al fin, de la cama y poniendo los pies en el suelo–, a veces desearía que se muriese... Él ni siquiera se daría cuenta y yo no tendría que gastar más dinero en la clínica. Ya puedes comprender que me queda poco –añadió en un tono repentinamente plañidero–. Piensa que a lo mejor he de prescindir incluso del coche.
–Bien, ¿y qué mal habría en ello?
–Pues mucho –respondió ella con un resentimiento y un descaro pueriles–. Así, con el coche, tengo un pretexto para conservar a Alberi y verlo cuando me parezca. Si no tengo coche dejará de existir este pretexto.
–Mamá, no me hables de tus amantes –dijo Marcello con calma, clavándose las uñas de una mano en la palma de la otra.
–¡Mis amantes! ¡Sólo tengo a él! Si tú me hablas de la mosquita muerta de tu prometida, me parece que yo también tengo derecho a hablarte de él, ¡pobrecito!, que es mucho más simpático y más inteligente que ella.
Extrañamente, estos insultos a la prometida por parte de su madre, que no podía tragar a Giulia, no ofendían a Marcello. «Sí, es cierto –pensó–, tal vez parezca una mosquita muerta..., pero me gusta que sea así.» Dijo en un tono dulcificado:
–Bueno, ¿quieres vestirte? Si hemos de ir a la clínica, ya empieza a ser hora de ponerse en movimiento.
–En seguida. –Ligera, casi como una sombra, atravesó de puntillas la habitación, recogió a su paso, de la silla, la bata color rosa y, mientras se la echaba sobre los hombros, abrió la puerta del cuarto de baño y desapareció.
Tan pronto como su madre hubo salido de la habitación, Marcello se dirigió a la ventana y la abrió. Fuera, el aire era caluroso e inmóvil, pese a lo cual, le pareció sentir una gran sensación de alivio, como si se hubiese asomado, en vez de al sofocante jardín, a un ventisquero. A la vez le pareció como si sintiera detrás de él el movimiento del aire en el interior, pesado de perfumes disueltos y de hedor animal, que poco a poco se trasladaba, salía lentamente por la ventana y se disolvía en el espacio como un enorme vómito aéreo que rebosara de las fauces de la casa inficionada. Permaneció largo rato con la cabeza baja y la mirada fija en el denso follaje de las glicinas que rodeaban la ventana con sus ramas, y luego se volvió hacia el interior de la habitación. De nuevo hirieron su vista el desorden y el descuido, aunque inspirándole esta vez más tristeza que repugnancia. En su recuerdo apareció de pronto la imagen de su madre tal como había sido en su juventud, y experimentó un vivo y angustioso sentimiento de consternada rebelión contra la decadencia y la corrupción que habían hecho de la muchacha que había sido, la mujer que era ahora. Algo incomprensible e irreparable se hallaba sin duda en el origen de aquella transformación; no la edad, ni las pasiones, ni la ruina económica, ni la escasa inteligencia, ni ningún otro motivo preciso; algo que él sentía sin poder explicárselo y que le parecía formar un todo con aquella vida; mejor aún, haber constituido durante un tiempo su más preciado tesoro, para convertirse más tarde, por misteriosa transmutación, en el vicio mortal. Se separó de la ventana y se dirigió a la cómoda, sobre la cual, entre muchas baratijas, había una fotografía de su madre joven. Mirando aquel rostro fino, aquellos ojos inocentes, aquella bonita boca, se preguntó, con horror, por qué no seguiría siendo la de antes. En esta pregunta afloraba de nuevo su desprecio por toda forma de corrupción y de decadencia, desprecio que hacía más insoportable un acre sentimiento de remordimiento y de dolor filial. Tal vez era culpa suya el que su madre hubiese quedado reducida a aquel estado; quizá si la hubiese querido más o de distinta forma, no habría caído en tan triste e irremediable abandono. Se dio cuenta de que, ante aquel pensamiento, los ojos se le habían llenado de lágrimas, por lo que veía ahora el retrato como a través de un cristal empañado. Agitó la cabeza con fuerza. En aquel momento se abrió la puerta del cuarto de baño, y su madre, en bata, apareció en el umbral. Inmediatamente se tapó los ojos con un brazo, exclamando:
–¡Cierra, cierra esa ventana! ¿Cómo puedes soportar esa luz?
Marcello fue solícitamente a entornar las hojas; luego se acercó a su madre y, cogiéndola por un brazo, la hizo sentar a su lado, al borde de la cama, y le preguntó dulcemente:
–Y tú, mamá, ¿cómo te las arreglas para soportar este desorden?
Ella lo miró titubeante, con embarazo:
–No sé cómo ocurre. Cada vez que me sirvo de un objeto debería ponerlo de nuevo en su sitio. Pero, no sé por qué, siempre me olvido de hacerlo.
–Mamá –dijo de pronto Marcello–, toda edad tiene su manera de ser decorosa. ¿Por qué, mamá, te has abandonado de este modo?
Le apretaba una mano, mientras con la otra ella sostenía en el aire un colgador del que pendía un vestido. Por un momento le pareció advertir en aquellos ojos, enormes y puerilmente afligidos, una especie de sentimiento de dolor consciente: en efecto, los labios de su madre mostraron un ligero temblor. Pero de pronto, con una expresión de enojo, arrojó lejos de sí toda emoción. Exclamó:
–Ya sé que no te gusta todo lo que soy y lo que hago... No puedes sufrir mis perros, ni mis vestidos, ni mis costumbres. Pero aún soy joven, hijito, y quiero gozar de la vida a mi modo... Bien, y ahora déjame –concluyó retirando bruscamente la mano–, si no, no me vestiré nunca. –Marcello no dijo nada. La madre se dirigió a un rincón, liberóse de la bata, que dejó caer al suelo, abrió el armario y se puso el vestido ante el espejo de la puerta del armario. Vestida eran aún más visible la excesiva delgadez de sus aguzadas caderas, de sus hombros hundidos y de su pecho desguarnecido. Ella se miró un momento al espejo y se ahuecó los cabellos con una mano; luego, dando unos saltitos, se metió en los pies dos de los muchos zapatos que había esparcidos por el suelo–. Y ahora, vámonos –dijo cogiendo un bolso de la cómoda y dirigiéndose hacia la puerta.
–¿No te pones el sombrero?
–¿Para qué? No hay necesidad. –Empezaron a bajar la escalera. La madre dijo–: No me has hablado de tu matrimonio.
–Me caso pasado mañana.
–¿Y dónde vas de viaje de bodas?
–A París.
–El viaje de bodas tradicional –dijo su madre. Al llegar al vestíbulo, se dirigió a la puerta de la cocina y dijo a la cocinera–: Matilde, me fío de usted: antes de que anochezca, haga entrar a los perros. –Salieron al jardín. El coche, negro y opaco, estaba allí, detrás de los árboles, parado en el sendero de acceso. La madre dijo–: Entonces está decidido, ¿verdad? No quieres venir a vivir aquí conmigo... Aunque tu mujer no me sea simpática, yo habría hecho el sacrificio... Además, ya ves que hay mucho sitio.
–No, mamá –respondió Marcello.
–Prefieres ir a vivir con tu suegra, ¿verdad? –dijo ella ligeramente–, a aquel horrible piso: cuatro habitaciones y cocina.
Ella se inclinó, con intención de coger una mata de hierba; pero, al hacerlo, vaciló, y habría caído si Marcello, rápidamente, no la hubiese cogido por un brazo. Él sintió bajo sus dedos la carne escasa y blanda del brazo, que parecía moverse en torno al hueso como un andrajo atado alrededor de un palo, y sintió de nuevo compasión por ella. Subieron al coche, mientras Alberi mantenía la portezuela abierta, con la gorra en la mano. Luego Alberi subió al asiento del chófer, puso el motor en marcha y condujo el vehículo fuera de la verja. Marcello aprovechó el momento en que Alberi había bajado para cerrar la verja, y dijo a su madre:
–Me vendría a vivir contigo muy gustosamente si despidieras a Alberi, pusieras un poco de orden en tu vida y dejaras de ponerte esas inyecciones.
Ella lo miró de soslayo con ojos incomprensivos. Pero en su afilada nariz se inició un temblor que, finalmente, se comunicó a la pequeña y marchita boca, en una pálida y desconcertada sonrisa:
–¿Sabes lo que dice el médico? Que cualquier día puedo morirme.
–Entonces, ¿por qué no lo dejas? :
–Pero, dime por qué habría de dejarlo. –Alberi subió de nuevo al coche y se ajustó las gafas negras en la nariz. La madre se inclinó hacia delante y le puso una mano en el hombro. Era una mano delgada, transparente, con la piel tensa sobre los tendones y salpicada de manchas rojas y azuladas y las uñas de un color escarlata casi negro. Marcello habría querido no mirar, pero no pudo. Vio la mano moverse sobre el hombro del joven hasta pellizcarle la oreja con ligera caricia. La madre dijo–: Y ahora, vamos a la clínica.
–Muy bien, señora –dijo Alberi sin volverse.
La madre cerró el cristal divisorio y se hundió en el asiento, mientras el coche se ponía suavemente en marcha. Arrellanándose bien, miró a su hijo de través y, con sorpresa de Marcello, que no esperaba tanta intuición, dijo:
–Estás enfadado porque he hecho una caricia a Alberi, ¿verdad?
Y al decir esto, lo miraba con aquella su pueril sonrisa, desesperada y ligeramente convulsa. Marcello no consiguió modificar la expresión enojada de su rostro. Respondió:
–No estoy enfadado... Habría preferido no haberlo visto.
Ella dijo, sin mirarlo:
–Tú no puedes comprender lo que significa para una mujer darse cuenta de que ya no es joven. Es peor que la muerte. –Marcello calló. El coche seguía su marcha silenciosamente, ahora bajo los pimenteros, cuyas plumosas ramas crujían contra los cristales de las ventanillas» La madre añadió tras un momento–: A veces quisiera ya ser vieja... Sería una viejecita delgada, limpia –sonrió contenta y distraída por aquella imagen–, semejante a una flor conservada entre las hojas de un libro. –Puso una mano en el brazo de Marcello y preguntó–: ¿No preferirías tener por madre a una viejecita semejante, bien sazonada, bien conservada, como en naftalina?
Marcello la miró y respondió molesto:
–Algún día será así.
Ella se puso seria y dijo, mirándolo y sonriéndole débilmente:
–¿Lo crees en serio? Yo, en cambio, estoy convencida de que cualquier mañana me encontrarás muerta en esa habitación que tanto detestas.
–¿Por qué, mamá? –preguntó Marcello; pero se daba cuenta de que su madre hablaba en serio y de que tal vez tuviera incluso razón–: Eres joven y debes vivir.
–Ello no obsta para que muera pronto; lo sé, me lo han leído en el horóscopo. –Ella, de pronto, tendió la mano bajo sus ojos y añadió, sin transición–: ¿Te gusta este anillo?
Era un anillo grande, de elaborado engarce, con una piedra de color lactescente.
–Sí –respondió Marcello apenas mirándolo–, es bonito.
–¿Sabes –dijo la madre volublemente– que a veces pienso en que quizá hayas sacado todo de tu padre...? Tampoco a él, cuando razonaba aún, le gustaba nada, las cosas bonitas le eran indiferentes, sólo pensaba en la política, como tú.
Esta vez, sin saber por qué, Marcello no pudo reprimir un vivo sentimiento de irritación.
–Me parece –dijo– que entre mi padre y yo no hay nada en común. Yo soy una persona perfectamente razonable, normal, en suma... Por el contrario, él, cuando aún no estaba en la clínica, por lo que recuerdo y por lo que tú me has dicho siempre, era... ¿cómo diría yo...?, un poco exaltado.
–Sí, pero algo en común tenéis. No os divertís en la vida y os gustaría que tampoco se divirtieran los demás. –Miró un momento fuera de la ventanilla y añadió de pronto–: No iré a tu boda. Pero no debes ofenderte, porque no voy a ninguna parte. Mas como quiera que, al fin y al cabo, eres mi hijo, creo que debo hacerte un regalo. ¿Qué te gustaría?
–Nada, mamá –respondió Marcello con indiferencia.
–Es una lástima –replicó la madre–. Si hubiese sabido que no querías nada, no me habría gastado el dinero. Toma. –Se hurgó en el bolso y sacó una cajita blanca sujeta con una goma–: Es una pitillera. He observado que te metes el paquete en el bolsillo. –Abrió la caja y sacó de ella un estuche de plata, liso y densamente rayado, lo abrió y se lo alargó a su hijo. Estaba lleno de cigarrillos orientales, y la madre aprovechó para coger uno y hacérselo encender por Marcello. Éste, mirando la pitillera abierta sobre las rodillas de su madre, y sin tocarla, dijo con cierto embarazo:
–Es muy bonita y no sé cómo darte las gracias, mamá. Quizá sea demasiado bonita para mí.
–¡Uf –exclamó la madre–, qué aburrido eres! –Cerró la pitillera y, con gesto graciosamente intolerante, se la metió a Marcello en el bolsillo de la chaqueta. El coche giró algo bruscamente al doblar por una calle y la madre cayó sobre Marcello. Ella aprovechó la circunstancia para ponerle ambas manos en los hombros, echar la cabeza algo hacia atrás y mirarlo–: Dame un beso por el regalo, ¿quieres? –Marcello se inclinó y rozó con sus labios la mejilla de la madre. Ella se dejó caer hacia atrás sobre el asiento y dijo con un suspiro, llevándose una mano al pecho–: ¡Qué calor! Cuando eras pequeño no tenía que pedirte los besos. Eras un niño muy afectuoso.
–Mamá –dijo Marcello de pronto–, ¿te acuerdas del invierno en que papá se puso malo?
–¡Ya lo creo! –exclamó la madre ingenuamente–. Fue un invierno terrible. Él quería separarse de mí y llevarte consigo. Ya estaba loco. Por suerte –y digo por suerte para mí– enloqueció del todo, y entonces se vio que yo tenía razón al desear tenerte conmigo... ¿Por qué?
–Pues bien, mamá –dijo Marcello evitando mirar a su madre–, aquel invierno soñaba con no vivir más con vosotros, tú y papá, y ser internado en un colegio, lo cual no me impedía quereros mucho. Por eso, cuando me dices que he cambiado desde entonces, eres injusta. Entonces era el mismo que soy ahora. Y entonces, como ahora, no podía sufrir la confusión ni el desorden. Eso es todo.
Había hablado secamente y casi con dureza. Pero en seguida, al ver una expresión mortificada oscurecer el rostro de su madre, se arrepintió. Sin embargo, no quiso decir nada que pudiese sonar como una retractación: había dicho la verdad y, por desgracia, sólo podía decir la verdad. Pero, al mismo tiempo, despertada por la desagradable conciencia de haber faltado a la piedad filial, advirtió de nuevo, y más intensa que nunca, la opresión de su acostumbrada melancolía. La madre dijo, en tono resignado:
–Tal vez tengas razón. –Y en aquel momento se detuvo el coche. Descendieron y se dirigieron hacia la verja de la clínica. La calle se encontraba en un barrio tranquilo, en los márgenes de una antigua villa real. Era una calle corta: De una parte se alineaban cinco o seis palacetes antiguos, ocultos parcialmente entre los árboles. Por la otra corría la verja de la clínica. Al fondo interceptaba la vista el viejo muro gris y la densa vegetación del parque real. Marcello visitaba a su padre por lo menos una vez al mes, hacía ya muchos años. Sin embargo, aún no se había acostumbrado a estas visitas, y cada vez tenía una sensación mezcla de repugnancia y desánimo. En cierta forma se parecía a la sensación que le inspiraban las visitas a su madre en la villa en que él había pasado su infancia y adolescencia; pero mucho más fuerte: el desorden y la corrupción maternas parecían aún reparables. En cambio, para la locura de su padre no había remedios, y parecía aludir a un desorden y a una corrupción más generales y del todo incurables. Así, también esta vez, al entrar en aquella calle al lado de su madre, sintió un abominable malestar oprimirle el corazón y hacerle doblar las rodillas. Se dio cuenta de que se había puesto pálido, y por un momento, mientras echaba una rápida ojeada a las lanzas negras de la verja de la clínica, sintió un deseo histérico de renunciar a la visita y alejarse de allí con un pretexto. La madre, que no se había dado cuenta de su turbación, dijo deteniéndose ante una pequeña cancela negra y oprimiendo el botón de porcelana de un timbre–: ¿Sabes cuál es su última manía?
–¿Cuál?
–La de ser uno de los ministros de Mussolini. Empezó hace un mes. Tal vez porque le dejan leer los periódicos. –Marcello arrugó el entrecejo, pero no dijo nada. Se abrió la cancela y apareció un joven enfermero con bata blanca. Era corpulento, alto, rubio, con la cabeza rasurada y el rostro blanco y algo abotagado–. Buenos días, Franz –dijo la madre graciosamente–. ¿Cómo va?
–Hoy estamos mejor que ayer –respondió el enfermero con su duro acento alemán–. Ayer fue muy mal la cosa.
–¿Muy mal?
–Tuvimos que ponerle la camisa de fuerza –explicó el enfermero continuando con el empleo del plural, un poco a la manera afeminada de las institutrices cuando hablan a los niños.
–La camisa de fuerza..., ¡qué horror...! –Habían entrado y caminaban por el estrecho sendero entre el muro circundante y la pared de la clínica–. Tendrías que ver la camisa de fuerza... No es realmente una camisa, sino como dos mangas que mantienen los brazos firmemente apretados... Antes de verla, yo creía que se trataba de una verdadera camisa de noche, de esas que llevan grecas en la parte baja. ¡Es tan triste verlo atado de aquel modo con los brazos bien prietos contra ambos costados...! –La madre siguió hablando de una forma ligera, casi con alegría. Dieron la vuelta en torno a la clínica y desembocaron en una explanada, frente a la fachada principal. La clínica, palacete blanco de tres pisos, tenía un aspecto de casa normal, aparte las rejas que oscurecían las ventanas. El enfermero dijo, subiendo apresuradamente la escalera bajo la galería descubierta:
–El profesor la espera, señora Clerici.
Precedió a los dos visitantes hasta un vestíbulo desnudo y en sombras y fue a llamar a una puerta cerrada, sobre la cual, en una placa esmaltada, se leía: «Dirección.»
La puerta se abrió en seguida, y el director de la clínica, profesor Ermini, salió por ella y se precipitó, con toda la impetuosidad de la persona alta y maciza, hacia el encuentro de los visitantes:
–¡Señora, mis respetos...! ¡Buenos días, doctor Clerici! –Su estentórea voz resonaba como un gongo de bronce en el helado silencio de la clínica, entre aquellas paredes desnudas. La madre le tendió la mano, que el profesor, doblando, con visible esfuerzo, su corpachón envuelto en una bata, quiso galantemente besar. Marcello se limitó a un sobrio saludo. Por su cara, el profesor parecía un mochuelo: ojos grandes, redondos, gruesa y curvada nariz en forma de pico, rojos bigotes caídos sobre la ancha boca clamorosa. Pero su expresión no era la de la melancólica ave nocturna, sino jovial, aunque de una jovialidad estudiada y veteada de fría perspicacia. Precedió a la madre y a Marcello por la escalera. Cuando llegaron a mitad de ésta, un objeto metálico, arrojado con fuerza desde la planta baja, rodó y saltó de peldaño en peldaño. Al mismo tiempo se oyó un grito agudísimo, seguido de una risa descompuesta. El profesor se inclinó a coger el objeto. Era un plato de aluminio–; Es la Donegalli –dijo volviéndose hacia los dos visitantes–. No hay cuidado. Se trata de una anciana señora, por lo general tranquilísima, pero a la que, de cuando en cuando, le da por tirar todo cuanto cae al alcance de su mano. Sería campeona de bolos si la dejáramos hacer. –Entregó el plato al enfermero y penetró, sin dejar de hablar, por un largo pasillo, entre dos filas de puertas cerradas–. ¿Y cómo es que está usted todavía en Roma? Yo la hacía ya en la montaña o en el mar.
–Partiré dentro de un mes –respondió la madre–. Pero no sé adonde ir. Por una vez quisiera evitar Venecia.
–Un consejo, señora –dijo el profesor volviendo la esquina del pasillo–: vaya a Ischia. Precisamente el otro día estuve allí de excursión. ¡Una maravilla! Fuimos al restaurante de un tal Carminiello: comimos una sopa de pescado que era sencillamente un poema. –El profesor se volvió a medias e hizo un gesto vulgar, pero expresivo, con dos dedos en el ángulo de la boca–: Le digo que un poema: trozos de pescado así de grandes..., y un poco de todo: pulpitos, bogavantes, mejillones, langostinos, unas almejas exquisitas, atún..., y todo ello con una salsita a la marinera..., ajo, aceite, tomate, pimienta... Señora, no le digo nada más. –Tras haber adoptado, para describir la sopa de pescado, un falso y jocoso acento napolitano, el profesor volvió de nuevo a su acento romano natal y añadió–: ¿Sabe usted lo que le he dicho a mi mujer? ¿Quieres ver cómo dentro de un año tenemos una casita en Ischia?
La madre replicó:
–Prefiero Capri.
–Pero, ¡señora!, ése es un lugar para literatos e invertidos –dijo el profesor con distraída brutalidad. En aquel momento llegó de una de las celdas un grito agudísimo. El profesor se acercó a la puerta, abrió la mirilla, observó por un momento, la cerró y luego, volviéndose, concluyó–: Ischia, querida señora... Ischia es el lugar: sopa de pescado, mar, sol, vida al aire libre... No hay nada como Ischia.
El enfermero Franz, que los había precedido unos pasos adelante, esperaba inmóvil junto a una de las puertas. Su maciza figura se dibujaba ahora contra la claridad de la ventana que se abría en el extremo del corredor.
–¿Ha tomado la poción? –preguntó en voz baja el profesor. El enfermero asintió con la cabeza. El profesor abrió y entró, seguido por Marcello y su madre.
Era una pequeña estancia desnuda, con una cama fijada a la pared y una mesita de madera blanca frente a la ventana, protegida por las habituales rejas. Sentado a la mesa, de espaldas a la puerta y tratando de escribir, Marcello, con un escalofrío de repugnancia, vio a su padre. Una rociada de blancos cabellos se elevaba de su cabeza, sobre la delgada nuca embutida en el ancho cuello de la rígida casaca listada. Estaba sentado algo al sesgo, con los pies metidos en dos enormes zapatillas de fieltro, con los codos y las rodillas fuera y la cabeza reclinada hacia un lado. Semejante por completo –pensó Marcello– a una marioneta con los hilos rotos. La entrada de los tres visitantes no lo hizo volverse. Por el contrario, pareció redoblar su atención y celo en la escritura. El profesor fue a situarse entre la ventana y la mesa y dijo con falsa jovialidad:
–Mayor, ¿cómo va hoy, eh? ¿Cómo va? –El loco no respondió y se limitó a levantar una mano, como para decir: «Un momento, ¿no ve que estoy ocupado?» El profesor lanzó una mirada de inteligencia a la madre de Marcello y dijo–: Todavía con ese memorial, ¿eh, mayor? Pero, ¿no resultará demasiado largo? El Duce no tiene tiempo de leer cosas tan largas. Él mismo es siempre breve, conciso. Brevedad, concisión, mayor. –El loco repitió la misma señal con la huesuda mano agitada hacia arriba. Luego, con una extraña furia, lanzó por el aire, sobre la inclinada cabeza, una hoja de papel, que fue a caer en medio de la estancia. Marcello se inclinó a recogerlo. Contenía sólo unas cuantas palabras incomprensibles, escritas en una caligrafía llena de trazos aéreos y de subrayados. Tal vez no eran ni siquiera palabras. Mientras Marcello examinaba la hoja, el loco empezó a lanzar otras, siempre con el mismo gesto furiosamente atareado. Las hojas volaban por encima de la cabeza canosa y se esparcían por la estancia. A medida que iba lanzando las hojas, los ademanes del loco se hacían cada vez más violentos, y ahora toda la estancia estaba llena de aquellas hojas de papel cuadriculado. La madre de Marcello dijo:
–¡Pobre mío! Siempre ha tenido la pasión de escribir.
El profesor se inclinó hacia el loco:
–Mayor, están aquí su esposa y su hijo: ¿quiere usted verlos?
Esta vez el loco habló, al fin, con una voz baja, rezongante, presurosa, hostil, como la de quien es molestado en una ocupación importante:
–Que vuelvan mañana... A menos que tengan proposiciones concretas que hacer. ¿No ve usted que tengo la antesala llena de gente, que no doy abasto a recibir?
–Cree que es un ministro –susurró la madre a Marcello.
–Ministro de Asuntos Exteriores –confirmó el profesor.
–El asunto de Hungría –dijo de pronto el loco sin dejar de escribir–, el asunto de Hungría... Aquel jefe de Gobierno que hay en Praga... ¿Qué hacen en Londres? Y los franceses, ¿por qué no entienden, por qué no entienden? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? –El loco pronunció cada «por qué» con voz cada vez más alta; hasta que, al llegar al último «por qué», proferido casi en un alarido, el loco saltó de la silla y se volvió, para enfrentarse con los visitantes. Marcello levantó la vista y lo miró. Bajo los cabellos blancos e hirsutos, la cara delgada, consumida, morena, surcada por profundas arrugas verticales, revelaba una expresión de gravedad compungida, solemne, casi angustiada por el esfuerzo realizado para adecuarse a una ocasión imaginaria, retórica y ceremoniosa. El loco mantenía a nivel de sus ojos una de las hojas de papel. Y sin más, con una precipitación extraña y jadeante, empezó a leerlo–: Duce, jefe de los héroes, rey de la tierra, del mar y del cielo, Príncipe, Papa, Emperador, comandante y soldado –el loco hizo aquí un gesto de impaciencia moderada, pero con cierta ceremoniosidad, como para significar «etc., etc.»–; Duce, en este lugar –el loco hizo un nuevo gesto, como para decir: «paso a más adelante, porque son cosas superfinas», luego prosiguió–: en este lugar he escrito un memorial, que te ruego leas desde la primera –el loco se detuvo y miró a los visitantes– hasta la última línea. –Tras este exordio, el loco arrojó la hoja al aire, se volvió hacia la mesa, cogió otra hoja y empezó a leer el memorial. Pero esta vez, Marcello no captó ni una sola palabra. El loco leía con voz clara y muy alta, desde luego, pero una prisa singular le hacía encajar una palabra dentro de la otra, como si todo el discurso hubiese sido un solo vocablo de longitud jamás vista. Marcello pensó que las palabras debían de fundirse en su lengua aun antes de que las pronunciase, cómo si el fuego devorador de la locura escogiese las formas cual si se tratase de cera, para amalgamarlas en una sola materia oratoria blanda, huidiza e indistinta. A medida que leía, las palabras parecían entrar más profundamente las unas en las otras, acortándose y contrayéndose, hasta que incluso el propio loco empezó a parecer desbordado por aquella especie de alud verbal. Cada vez con más frecuencia, empezó a arrojar las hojas de papel tras haber leído apenas las primeras líneas. Hasta que, de pronto, dejó de leer del todo, saltó sobre la cama con agilidad sorprendente y allí, contrayéndose en el ángulo de la cabecera, de pie contra el muro, empezó, al parecer, a arengar.
A Marcello le pareció que arengaba más por los gestos que por las palabras, las cuales seguían siendo incoherentes e insensatas. En efecto, el loco, como un orador asomado a un balcón imaginario, ora levantaba ambos brazos hacia el techo; ora se inclinaba y adelantaba una mano, como para insinuar alguna sutileza; ora amenazaba con el puño cerrado; ora levantaba a la altura de la cara las dos palmas abiertas. Al llegar a cierto punto debieron de partir, sin duda, aplausos de la imaginaria multitud a la que se dirigía el loco, porque éste, con un gesto característico de la palma abierta hacia abajo, pareció pedir silencio. Pero, evidentemente, no cesaron los aplausos, antes bien, se recrudeció su intensidad. Entonces el loco, tras haber pedido silencio de nuevo con gesto suplicante, saltó de la cama, corrió hacia el profesor y, aferrándolo por una manga, rogó con voz de llanto:
–Por favor, haga que se callen... ¿Qué me importan los aplausos? Una declaración de guerra, ¿cómo se puede hacer una declaración de guerra, si con los aplausos te impiden hablar?
–Mañana haremos la declaración de guerra, mayor –dijo el profesor mirando al loco desde lo alto de su imponente humanidad.
–¡Mañana, mañana, mañana! –aulló el loco entrando en una repentina furia, mezcla de enojo y desesperación–. ¡Siempre mañana! ¡La declaración de guerra se ha de hacer inmediatamente!
–¿Y por qué, mayor? ¿Qué más da? ¿Con este calor? ¿Quiere usted que los pobres soldados hagan la guerra con este calor? –El profesor se encogió de hombros con ademán picaresco. El loco lo miró, perplejo. Evidentemente, la objeción lo había desconcertado. Luego gritó:
–Los soldados comerán helados. En verano se comen los helados, ¿no?
–Sí –respondió el profesor–, en verano se comen los helados.
–Por tanto –dijo el loco con aire triunfal–, ¡helados, muchos helados, helados para todos! –Refunfuñando, se dirigió a la mesita y, de pie, empuñó el lápiz, escribió apresuradamente algunas palabras sobre una última hoja y luego se la entregó al médico–. Aquí tiene la declaración de guerra. No la haré yo al fin. Llévela usted a quien corresponda... ¡Esas campanas...! ¡Oh, oh, esas campanas! –Entregó el papel al médico y luego fue a acurrucarse en el ángulo junto a la cama, como un animal aterrorizado, apretándose la cabeza entre las manos y repitiendo con angustia–: ¡Esas campanas...! ¿No podrían dejar de sonar por un momento esas campanas?
El médico miró de pasada la hoja de papel y luego se la alargó a Marcello. En la parte alta del papel había escrito: «Matanza y melancolía», y más abajo: «La guerra ha sido declarada», todo ello con su acostumbrada caligrafía ampulosa y llena de rasgos aéreos. El médico dijo:
–«Matanza y melancolía» es un lema. Lo encontrará usted escrito en todos los papeles. Esas dos palabras se han convertido en una idea fija para él.
–¡Las campanas! –aullaba el loco.
–Pero, ¿las oye de verdad? –preguntó, perpleja, la madre de Marcello.
–Probablemente, sí. Son alucinaciones auditivas. Como antes los aplausos. Los enfermos pueden oír varias clases de ruidos, e incluso voces que dicen palabras, o bien sonidos de animales o ruidos de motores, por ejemplo, de una motocicleta.
–¡Las campanas! –aulló el loco con voz terrible.
La madre de Marcello retrocedió hacia la puerta, murmurando:
–Pero, ¡debe de ser espantoso...! ¡Pobrecito mío, Dios sabe cómo sufrirá! Yo, si me encuentro bajo una torre cuando tocan las campanas, me parece que voy a enloquecer.
–Pero, ¿sufre? –preguntó Marcello.
–¿No sufriría usted si durante horas y horas oyese tocar grandes campanas de bronce muy cerca de usted? –El profesor se volvió hacia el enfermo y añadió–: Ahora haremos callar las campanas. Mandaremos al campanero a dormir. Le daremos algo de beber y no las oirá más. –Hizo una señal al enfermero, que salió inmediatamente de la estancia. Luego, dirigiéndose a Marcello, dijo–: Son formas de angustia graves. El enfermo pasa de una euforia frenética a una profunda depresión. Hace un rato, cuando leía, estaba exaltado; ahora está deprimido. ¿Quiere usted decirle algo?
Marcello contempló a su padre, que seguía emitiendo alaridos lastimeros, con la cabeza entre las manos, y dijo con voz fría:
–No, no tengo nada que decirle. Además, ¿para qué serviría? De todas formas, no me entendería.
–A veces entienden –dijo el profesor–. Entienden más de cuanto pueda parecemos. Reconocen a las personas e incluso nos engañan, en este sentido, a nosotros, los médicos. No es tan fácil como parece.
La madre de Marcello se acercó al loco y dijo con afabilidad:
–Antonio, ¿me reconoces? Éste es Marcello, tu hijo. Pasado mañana se casa. ¿Has entendido? Se casa.
El loco miró hacia arriba, hacia la mujer, casi con esperanza, de la misma forma que un perro herido mira a su amo que se inclina sobre él y le pregunta, con palabras humanas, qué es lo que tiene.
–¡Casamiento..., casamiento...! –exclamó el médico volviéndose hacia Marcello–. ¡Querido doctor, no sabía nada! ¡Me alegro mucho! ¡Mis felicitaciones más sinceras!
–Gracias –contestó Marcello secamente.
Su madre dijo con ingenuidad, dirigiéndose hacia la puerta:
–¡Pobrecito mío, no entiende...! Si entendiera, no estaría contento de la misma forma que yo tampoco lo estoy.
–¡Mamá, por favor! –exclamó Marcello brevemente.
–No importa, tu mujer ha de gustarte a ti y no a los demás –respondió la madre, conciliadora. Se volvió hacia el loco y dijo–: Hasta la vista, Antonio.
–¡Las campanas! –siguió vociferando el loco.
Salieron al pasillo y se tropezaron con Franz, el cual entraba trayendo en un vaso la poción calmante. El profesor cerró la puerta y dijo:
–Es curioso, doctor, la forma en que los dementes están al día respecto a los acontecimientos, la sensibilidad que muestran por todo cuanto conmueve a la colectividad. Tenemos el fascismo y tenemos al Duce: pues bien, verá usted a muchísimos enfermos que fijan sus ideas, como su padre de usted, en el fascismo y en el Duce. Durante la guerra, eran innumerables los enfermos que se creían generales y que querían sustituir a Cadorna o a Díaz. Y más recientemente, cuando el vuelo de Nobile al Polo Norte, hubo por lo menos tres enfermos que sabían con seguridad dónde se levantaba la famosa tienda roja y habían inventado un aparato especial para socorrer a los náufragos... Los locos están siempre actualizados. En el fondo, pese a su locura, no dejan de participar en la vida pública, y precisamente la demencia es el medio de que se valen para participar en ella... naturalmente, como buenos ciudadanos locos que son. –El médico rió fríamente, muy complacido de su buen humor. Luego, volviéndose hacia la señora, pero con clara intención alusiva a Marcello, dijo–: Por lo que respecta al Duce, todos estamos locos como su marido, ¿verdad, señora? Todos estamos locos de atar, locos a los que se ha de tratar con la ducha y la camisa de fuerza. Toda Italia no es más que un inmenso manicomio, ¿eh?
–En este sentido, mi hijo es un loco, sin duda alguna –dijo la madre secundando ingenuamente la adulación del médico–. Precisamente cuando veníamos hacia aquí le decía que ése era uno de los puntos de contacto entre él y su pobre padre.
Marcello enlenteció el paso para no oírlos. Los vio dirigirse hacia el final del pasillo, dar la vuelta en un recodo y desaparecer de su vista, sin dejar de hablar. Se detuvo; tenía aún en la mano la hoja de papel sobre la que su padre había escrito la declaración de guerra. Titubeó un instante, se sacó, al fin, la cartera del bolsillo y metió en ella el papel. Luego apresuró el paso y alcanzó al médico y a su madre en la planta baja.
–Entonces, hasta la vista, profesor –decía su madre–. Pero ese pobrecito mío, ¿no hay manera alguna de curarlo?
–Por ahora, la ciencia no puede hacer nada –respondió el médico sin solemnidad alguna, como repitiendo una fórmula mecánica y manida.
–Hasta la vista, profesor –dijo Marcello.
–Hasta la vista, doctor, y, de nuevo, mis más entusiastas y sinceras felicitaciones.
Caminaron por el sendero de grava, salieron a la calle y se dirigieron hacia el coche. Alberi estaba allí, junto a la portezuela abierta y con la gorra en la mano. Subieron sin decir palabra, y el coche se puso en marcha. Marcello permaneció un momento en silencio y luego preguntó a su madre:
–Mamá, quisiera hacerte una pregunta. Crees que puedo hablarte francamente, ¿verdad?
–¿Qué pregunta? –dijo la madre distraídamente, mientras se miraba y arreglaba la cara ante el espejo de la polvera.
–Ése al que yo llamo mi padre y al que acabamos de visitar, ¿es realmente mi padre?
Su madre se echó a reír.
–En verdad que a veces eres muy extraño. ¿Y por qué no habría de ser tu padre?
–Mamá, tú ya tenías entonces... –Marcello titubeó, para decir, finalmente–: amantes... ¿Y no crees que...?
–¡Oh, pero no pudo ocurrir nada...! –exclamó la madre con tranquilo cinismo–. La primera vez que me decidí a traicionar a tu padre, tú ya tenías dos años... Lo más curioso –añadió ella– es que la locura de tu padre empezó precisamente con esta idea de que tú pudieras ser hijo de otro. Se le metió en la cabeza que tú no eras hijo suyo y... ¿sabes qué hizo un día? Cogió una fotografía en la que estamos yo y tú cuando eras niño...
–Y perforó los ojos de ambos –concluyó Marcello.
–¡Ah!, ¿lo sabías? –exclamó la madre de Marcello, algo sorprendida–. Pues bien, ése fue el comienzo de su locura. Estaba obsesionado por la idea de que tú fueses hijo de un hombre al que yo veía entonces de vez en cuando. Es inútil decir que todo era producto de su imaginación. Eres hijo suyo... Bastaría mirarte.
–En realidad me parezco más a ti que a él –no pudo por menos de decir Marcello.
–A ambos –replicó la madre. Metió la polvera en el bolso y añadió–: Ya te lo he dicho: si no otra cosa, ambos tenéis, por lo menos, la obsesión de la política.
Pero él, como loco, y tú, en cambio, gracias a Dios, como persona sana.
Marcello no dijo nada y se puso a mirar hacia la ventanilla. La idea de parecerse a su padre le inspiraba un intenso hastío. Las relaciones familiares referidas a la sangre y a la carne le habían repugnado siempre, con una determinación impura e injusta. Pero la semejanza a la que aludía su madre, además de repugnarle, lo asustaba oscuramente. ¿Qué nexo corría entre la locura paterna y lo más profundo de su ser? Recordó la frase leída en el papel: «Matanza y melancolía», y se estremeció pensativamente. La melancolía la tenía encima de él como una segunda piel, más sensible que la verdadera; en cuanto a la matanza...
El coche atravesaba ahora las calles del centro de la ciudad, a la mortecina y azulada luz del crepúsculo. Marcello dijo a su madre:
–Yo me bajaré aquí –y se inclinó para tocar con los nudillos en el cristal, a fin de advertir a Alberi.
–Entonces te veré a tu regreso –dijo la madre sobrentendiendo implícitamente que no iría a la boda. Y a él le gustó la reticencia. Por lo menos servían para esto la ligereza y el cinismo. Bajó, cerró con fuerza la portezuela y se alejó entre la multitud.


SEGUNDA PARTE


Tan pronto como el tren se puso en movimiento Marcello abandonó la ventanilla a la que se había asomado para hablar con la suegra o, mejor dicho, para oír las palabras de la misma, y se metió en el compartimiento. Giulia siguió pegada a la ventanilla. Desde el compartimiento, Marcello podía verla en el pasillo, inclinada hacia delante y agitando el pañuelo con un ímpetu tan ansioso, que hacía patético aquel ademán, tan corriente por lo demás. Pensó que, sin duda, seguiría agitando el pañuelo mientras le pareciese entrever, de pie en el andén, la figura de su madre, allá a lo lejos. Y, para ella, el dejar de entreverla sería la señal más clara de la separación definitiva de su vida de muchacha. Separación temida y deseada a la vez y que, con la partida del tren, mientras la madre se quedaba en tierra, adquiría un carácter dolorosamente concreto. Marcello miró una vez más a su esposa inclinada sobre la ventanilla, envuelta en un vestido claro, que el gesto del brazo fruncía sobre sus formas salientes, y luego se dejó caer hacia atrás sobre los almohadones y cerró los ojos. Cuando los abrió, al cabo de unos minutos, su mujer no estaba ya en el pasillo, y el tren corría por el campo abierto: una llanura árida, sin árboles, envuelta ya en las penumbras del crepúsculo, bajo un cielo verde. De cuando en cuando, el terreno se levantaba en peladas colinas, y entre éstas aparecían pequeños valles, que se extrañaba de ver desiertos de casas y de figuras humanas. Algunos montones de ladrillos, en la cima de las colinas, confirmaban esta sensación de soledad. Era un paisaje lleno de paz –pensó Marcello–, que invitaba a la reflexión y a dejar volar la fantasía. Mientras tanto, al fondo de la llanura, sobre el horizonte, se había levantado la Luna, redonda, de un rojo sanguinolento, con una brillante estrella blanca a su derecha.
Su mujer había desaparecido, y Marcello deseó que tardase en volver por lo menos algunos minutos: quería reflexionar y, por última vez, sentirse solo. Ahora volvía con la memoria a las cosas que había hecho los últimos días y se daba cuenta de que, al recordarlas, experimentaba una convencida y profunda complacencia. Pensaba que aquélla era la única forma de cambiar su propia vida y cambiarse a sí mismo: actuar, moverse en el tiempo y en el espacio. Como de costumbre, le gustaban, sobre todo, las cosas que reforzaban sus lazos con un mundo normal, común, previsto. La mañana de su boda: Giulia, vestida ya de novia, que corría alegremente de una estancia a otra, entre un rumor de seda; él, que se metía en el ascensor con un ramillete de convalaria en la enguantada mano; su suegra, que, tan pronto como él entró, se arrojó en sus brazos sollozando; Giulia, que tiró de él hasta llevarlo tras la puerta de un armario para besarlo a su talante; dos amigos de Giulia, un médico y un abogado, y dos amigos suyos, del Ministerio; la salida para la iglesia, desde la casa, con la gente que miraba desde las ventanas, balcones y aceras, en tres coches: en el primero, él y Giulia; en el segundo, los testigos, y en el tercero, su suegra y dos amigas. Durante el trayecto había ocurrido un incidente singular. El automóvil se había detenido en un semáforo y, de pronto, alguien, desde fuera, se asomó a la ventanilla: una cara rojiza, barbuda, de frente calva y nariz saliente. Un mendigo. Pero en vez de pedir una limosna dijo, con voz ronca: «¿Me dan un caramelo, novios?», y, al mismo tiempo, metió la mano por la ventanilla. La súbita aparición de aquel rostro en la ventanilla y aquella mano indiscreta extendida hacia Giulia habían irritado a Marcello, que, tal vez con severidad excesiva, había contestado: «¡Fuera, fuera, nada de caramelos!» A lo cual el hombre, probablemente borracho, dijo a voz en grito: «¡Maldito seas!», y desapareció. Giulia, asustada, se había apretado a él, murmurando: «Nos traerá mala suerte»; y él, dándole golpecitos en la espalda, había contestado: «¡Tonterías..., era sólo un borracho!» Luego el coche volvió a ponerse en marcha, y la escena se borró en seguida de su memoria.
En la iglesia, todo se había desarrollado de una manera normal, o sea, tranquilamente solemne, ritual, ceremonioso. Una pequeña multitud de parientes y amigos se había distribuido entre los primeros bancos ante el altar mayor: los hombres, con trajes oscuros; las mujeres, con vestidos claros y primaverales. La iglesia. La iglesia, muy rica y adornada, estaba dedicada a un santo de la Contrarreforma. Tras el altar mayor, tras un dosel de bronce dorado, figuraba precisamente una estatua de este santo, en mármol gris, de tamaño superior al natural, con la mirada dirigida hacia lo alto y las palmas abiertas. Tras la estatua, el ábside se veía lleno de frescos a la manera barroca, agitada y vivaz. Giulia y él se habían arrodillado ante la balaustrada de mármol, sobre almohadones de terciopelo rojo. Los testigos se pusieron detrás de ellos, dos a dos, de pie. La función había sido larga, ya que la familia de Giulia había querido darle la máxima solemnidad. Desde el comienzo de la ceremonia, allá arriba, en el coro levantado sobre la puerta de entrada, un órgano había empezado a tocar, y no dejó de hacerlo durante toda la función, ora roncando en sordina, ora propagándose triunfalmente en notas clamorosas bajo las resonantes bóvedas. El sacerdote había estado muy lento, por lo que Marcello, tras haber observado con complacencia todos los pormenores de la ceremonia, que era precisamente tal como él la había imaginado y querido; tras haberse convencido de que estaba haciendo cuanto habían hecho millones de novios centenares de años antes que él, empezó a distraerse observando la iglesia. No era una iglesia bonita, pero sí muy grande, concebida y construida con intentos de solemnidad teatral, como todas las iglesias de los jesuitas. La enorme estatua del santo, arrodillado bajo el dosel en actitud estática, se erguía sobre un altar pintado de falso mármol, saturado de candelabros de plata, de recipientes llenos de flores, de estatuillas decorativas, de lámparas de bronce. Tras el altar se curvaba el ábside pintado al fresco por un artista de la época: Vaporosas nubes, que habrían podido muy bien figurar en el telón de un teatro de ópera, se hinchaban en un cielo azul atravesado por las espadas de luz de un sol oculto. Sobre las nubes había sentados varios personajes sagrados, audazmente pintados con más sentido decorativo que espíritu religioso. Entre ellos sobresalía, superándolos a todos, la figura del Padre Eterno. Y, de pronto, Marcello no pudo por menos de identificar, en aquella cabeza barbuda ornada con el triángulo, al mendigo que poco antes se había asomado a la ventanilla del coche para pedir caramelos y que luego lo había maldecido. En aquel momento, el órgano tocaba fuerte, con una severidad casi amenazadora, que no parecía dejar paso a ninguna dulzura. Y entonces, aquella semejanza, que en otras circunstancias lo habría hecho sonreír –el Padre Eterno vestido de mendigo asomándose a la ventanilla de un taxi para pedir caramelos–, había traído a su mente, sin saber por qué, los versículos de la Biblia, referente a Caín, que años después del asunto de Lino, al abrir un día la Biblia, cayeron casualmente bajo su mirada: «¿Qué has hecho? ¡Siento la sangre de tu hermano clamar a mí desde la tierra! Ahora tú eres maldito lejos de la tierra cuya boca ha sido abierta por tu mano para recibir la sangre de tu hermano. Cuando trabajes la tierra, no te dará ya su producto; andarás errante y fugitivo sobre la tierra. Dijo Caín a Yavé: ¿Tan grande es mi culpa como para no merecer perdón? He aquí que tú me expulsas hoy de la faz de esta tierra, y yo me habré de esconder lejos de tu presencia; andaré errante y fugitivo sobre la tierra, para que me mate cualquiera que me encuentre. Pero Yavé le dijo: ¡No será así! Cualquiera que mate a Caín, sufrirá una venganza siete veces mayor. Yavé puso así una señal sobre Caín, para que no lo matara cualquiera que pudiese encontrarlo.» Estos versículos le parecieron aquel día escritos expresamente para él, maldecido por su delito involuntario, pero, al mismo tiempo, convertido en sagrado e intangible precisamente por aquella maldición. Luego, tras haberlos releído y meditado varias veces, se había cansado, como suele ocurrir, de pensar en ellos, y los había olvidado. Pero aquella mañana en la iglesia, al contemplar la figura representada en el fresco, habían vuelto de nuevo a su memoria y, una vez más, le habían parecido a propósito para definir su caso. Fríamente, aunque no sin una profunda convicción de que ahondaba el instrumento del pensamiento en un terreno fértil en analogías y significados, mientras proseguía la ceremonia, había especulado sobre este punto. Si la maldición existía en realidad, ¿por qué había sido lanzada? Ante esta pregunta volvió a su mente la tenaz melancolía que lo oprimía, como la de aquel que se pierde, sabe que es inevitable el perderse y se dice que por lo menos con el instinto, si no con la consciencia, sabía que era un maldito. Mas no por haber matado a Lino, sino porque había tratado y seguía tratando aún de liberarse del peso del arrepentimiento, de corrupción y de anormalidad de aquel lejano delito, fuera de la religión y de sus sedes. Pero, ¿qué podía hacer? –pensó una vez más–; así era él y no podía cambiarse. En suma, no había en él mala voluntad alguna, sino sólo la aceptación honesta de la condición en que había nacido, del mundo en que vivía. Una condición lejana de la religión, un mundo que parecía haber sustituido la religión por otras cosas. Habría preferido sin duda confiar su vida a las antiguas y afectuosas personas de la religión cristiana: el Señor, tan justo; a la Virgen, tan maternal; a Cristo, tan misericordioso. Pero en el momento mismo en que sentía este deseo, se daba cuenta de que aquella vida no le pertenecía y, sin embargo, no podía confiarla a quien quisiera; que estaba fuera de la religión y no podía volver a ella, ni siquiera para purificarse y convertirse en normal. Pensó que la normalidad era ya otra cosa, o quizá se hallaba aún por venir y estaba siendo reconstruida fatigosa, dudosa, sangrientamente.
Casi como para confirmar estos pensamientos, en aquel momento miró, a su lado, a aquella que dentro de unos minutos sería su esposa. Giulia estaba arrodillada, con las manos juntas, el rostro y los ojos vueltos hacia el altar, como si estuviera arrebatada en un éxtasis alegre y lleno de esperanza. Y, sin embargo, al mirarla él, como si hubiese advertido en su persona aquella mirada de una manera semejante al contacto de una mano, se volvió en seguida y le sonrió con los ojos y con la boca. Fue una sonrisa tierna, humilde, grata, de una inocencia casi animal. Él le devolvió la sonrisa, aunque menos abiertamente, y luego, como brotado de aquella sonrisa, sintió, quizá por primera vez desde que la conocía, un impulso, si no propiamente de amor, por lo menos de profundo afecto, una mezcla de compasión y de ternura. Luego, por un momento, y extrañamente, le pareció desnudarla con la mirada, quitarle de su persona el atuendo nupcial, las ropas más íntimas, y ver sus senos, su vientre, verla florida, sana y joven, arrodillada, completamente desnuda, sobre aquel almohadón de terciopelo rojo, a su lado, en acción de cogerle las manos. Y también él se hallaba desnudo como ella. Y, fuera de toda consagración ritual, se disponían a unirse de verdad, como se unen los animales en los bosques. Y esta unión, creyese o no creyese él en el rito en que estaba participando, habría sido real, y de ella, como deseaba, habrían nacido hijos. Por primera vez, al hacer esta reflexión, le había parecido pisar un terreno firme y había pensado: «Dentro de poco, ésta será mi mujer... y la poseeré... y ella, una vez poseída, concebirá hijos... y esto, por ahora, a falta de algo mejor, será el punto de partida de la normalidad.» Pero en aquel momento vio a Giulia mover los labios en acto de oración, y ante aquel fervoroso movimiento de la boca le había parecido que, de pronto, se cubría su desnudez como por encanto, que quedaba vestida de nuevo con el ropaje nupcial, y comprendió que ella, por el contrario, creía firmemente en la consagración ritual de su unión. Y no le disgustó aquel descubrimiento; más aún, le causó una especie de alivio. Para Giulia, la normalidad no era, como para él, algo que se había de encontrar ni de reconstruir. Existía. Y Giulia estaba inmersa en tal normalidad, y, ocurriera lo que ocurriese, jamás saldría de ella.
Así, la ceremonia había concluido con suficiente emoción y afecto por su parte. Una emoción y un afecto de los que antes se había creído incapaz y que había sentido inspirados por motivos profundos y muy personales y no por la sugestión del lugar ni del rito. En resumidas cuentas, todo se había desarrollado según las reglas tradicionales, de modo que había satisfecho no sólo a aquellos que creían en estas reglas, sino también a él, que no creía en ellas, pero que actuaba de la misma forma que si creyese. Al salir del brazo de su esposa, en el momento que se detenía bajo la puerta, ante la escalinata de la iglesia, oyó que la madre de Giulia, detrás de él, decía a una amiga: «¡Es más bueno... más bueno...! ¿Has visto lo emocionado que estaba? ¡La ama tanto! Desde luego, Giulia no podría haber encontrado un marido mejor.»
Ahora, como colofón de estas reflexiones, sentía una impaciencia acre y celosa de reanudar su parte de marido en el punto en que, tras la ceremonia nupcial, la había dejado. Apartó la mirada de la ventanilla, que entretanto, al haber llegado la noche, se había llenado de una oscuridad negra y débilmente brillante, y miró hacia el pasillo, en busca de Giulia. Se dio cuenta de que casi sentía irritación por su ausencia, y esto le causó placer, porque le pareció un indicio de la naturaleza con la que, desde ahora, desempeñaría su papel. Al llegar a este punto se preguntó si debería poseer a Giulia en la incómoda litera del coche-cama, o bien esperar a que llegaran a S., donde acabaría la primera etapa de su viaje, y se dio cuenta de que, al pensar en esto, le acometía un repentino y fuerte deseo, y decidió poseerla ya en el tren. Así debía de ocurrir en semejantes casos –pensó–, y, por lo demás, así se sentía inclinado a actuar, ya por apetito carnal, ya por complacida fidelidad a su parte de esposo. Pero Giulia era virgen, de ello estaba bien seguro, y no sería fácil poseerla. Advirtió que casi le gustaría el que, tras haber intentado en vano violar aquella virginidad, tuviese que esperar la llegada al hotel de S. y la comodidad de una cama de matrimonio. Estas cosas –ridículas a fuerza de normalidad– les ocurrían a los recién casados, y él quería parecerse al más normal entre los normales, aun a costa de pasar por impotente.
Se disponía ya a asomarse al pasillo cuando se abrió la puerta y apareció Giulia. Llevaba sólo la falda y la blusa, pues se había quitado la chaqueta, que traía en el brazo. Sus florecientes senos pugnaban, exuberantes, por estallar bajo el lino blanco de la blusa, a la que transfundían un tenue color sonrosado de desnudez. En su rostro se reflejaba la luz de una alegre satisfacción. Sólo los ojos, más grandes, extenuados y lánguidos que de costumbre, parecían revelar un temblor anhelante, una turbación casi temerosa. Marcello observó todas estas cosas con complacencia: Giulia era verdaderamente la esposa que se disponía a entregarse por primera vez. Ella se inclinó torpemente (se movía siempre torpemente –pensó él–, pero era una torpeza amable, de animal sano e inocente) para cerrar la puerta y correr la cortinilla: luego, de pie ante él, trató de colgar la chaqueta en un gancho del portaequipajes. Pero el tren corría a gran velocidad. Al tomar impetuosamente un cambio de agujas, todo el coche pareció inclinarse y Giulia cayó encima de él. No sin malicia, ella remedió la caída sentándose en sus rodillas y rodeándole el cuello con los brazos. Marcello sintió sobre sus delgadas piernas todo el peso del cuerpo de ella y, maquinalmente, la ciñó por la cintura. Ella dijo lentamente:
–¿Me amas? –y, al mismo tiempo, inclinó el rostro buscando con su boca la de él. Se besaron largamente, mientras el tren seguía corriendo, al parecer, con una velocidad cómplice de aquel, beso, ya que, a cada sacudida, sus dientes chocaban entre sí, y la nariz de Giulia parecía querer entrar en la de él. Al fin se separaron, y Giulia, concienzudamente, sin bajar de sus rodillas, sacó del bolso un pañuelito y le limpió los labios mientras le decía–: Tienes por lo menos un kilo de carmín en los labios. –Marcello, dolorido, aprovechó una nueva sacudida del tren para hacer deslizar sobre el asiento aquel cuerpo pesado. Ella dijo–: ¡Malo! ¿No me quieres?
–Aún tienen que venir a preparar la litera –replicó él con cierto embarazo.
–Piensa –continuó ella sin transición, mirando alrededor– que es la primera vez que viajo en coche-cama.
Marcello no pudo por menos de sonreír ante la ingenuidad de aquel tono y preguntó:
–¿Te gusta?
–Sí, me gusta mucho –ella volvió a mirar en torno–. ¿Cuándo vendrán a preparar las camas?
–Pronto.
Callaron. Luego Marcello miró a su esposa y advirtió que también ella lo miraba, pero con una expresión distinta, casi con timidez y aprensión, aún conservando en su rostro la expresión encendida y feliz de pocos minutos antes. Ella se sintió observada y le sonrió como para excusarse y, sin abrir la boca, le cogió una mano entre las suyas. Luego, de sus ojos tiernos y líquidos, rodaron dos lágrimas por sus mejillas, seguidas de otras dos. Sin dejar de mirarlo, Giulia lloraba, tratando, a duras penas, de sonreírle entre las lágrimas. Finalmente, con ímpetu repentino, inclinó la cabeza y empezó a besarle furiosamente la mano. Marcello quedó desorientado ante aquel llanto. Giulia era de carácter alegre y poco sentimental, y era la primera vez que la veía llorar. Sin embargo, Giulia no le dio tiempo a formular suposición alguna, porque, poniéndose de pie, dijo apresuradamente:
–Perdóname si lloro. Pero he pensado que eres mucho mejor que yo y que soy indigna de ti.
–Ahora te pones a hablar como tu madre –dijo Marcello sonriendo.
La vio sonarse la nariz y luego responder con calma:
–No; mamá dice esas cosas sin saber por qué. Yo, en cambio, tengo mis razones.
–¿Qué razones son ésas?
Ella lo miró largamente y luego explicó:
–Debo decirte una cosa, después de la cual tal vez dejarás de amarme. Pero debo decírtela.
–¿De qué se trata?
Ella respondió lentamente, mirándolo con atención, como si hubiese querido sorprender en su rostro los inicios de la expresión de desprecio que temía:
–No soy como tú me crees.
–¿Qué quieres decir?
–Que no soy... bueno, que no soy virgen.
Marcello la miró y comprendió de improviso que no existía en realidad aquel carácter normal que había atribuido hasta entonces a su mujer. No sabía lo que podía esconderse bajo aquellos inicios de confesión, pero ya sabía con toda seguridad que Giulia no era, según sus palabras, la que él había creído. Sintió una sensación de anticipada saciedad ante la idea de lo que se disponía a oír, y casi un deseo de rechazar la confidencia. Pero, ante todo, debía tranquilizarla. Y esto le resultaría fácil, porque no le importaba realmente nada el hecho de que existiera aquella famosa virginidad. Respondió en tono afectuoso:
–No te preocupes... Me he casado contigo porque te quería mucho, y no porque fueses virgen.
Giulia dijo moviendo la cabeza:
–Sabía que tenías una mentalidad moderna y que no le darías mucha importancia a eso... Pero, de todas formas, tenía que decírtelo.
«Mentalidad moderna», no pudo por menos de pensar Marcello, casi divertido. La frase se parecía a Giulia y compensaba su falta de virginidad. Era una frase inocente, aunque de una inocencia distinta de la que él había supuesto. Tomándola por una mano, le dijo:
–Vamos, no pensemos más en ello –y le sonrió. Giulia le devolvió la sonrisa. Pero de nuevo, mientras le sonreía, se le llenaron los ojos de lágrimas y rebosaron por sus mejillas. Marcello protestó–: ¡Vamos, vamos!, ¿qué te pasa ahora? ¿No te he dicho que no me importa?
Giulia hizo algo singular. Le rodeó el cuello con los brazos, pero aplastó la cara contra el pecho de él y bajó la cabeza para que no pudiera verla Marcello.
–Debo decírtelo todo.
–¿Todo qué?
–Todo lo que me ha ocurrido.
–Ya te he dicho que no importa.
–Te lo ruego... Tal vez sea una debilidad, pero si no te lo digo, me parecería que te oculto algo.
–Pero, ¿por qué? –dijo Marcello acariciándole los cabellos–. Habrás tenido algún amante, alguien al que te parecería que querías mucho... o al que quizá querías de verdad. ¿Por qué habría de saberlo?
–¡No, no lo quería –respondió ella inmediatamente, casi con desprecio–, y jamás he creído que lo quería! Fuimos amantes puede decirse que hasta el día en que me prometí contigo. Pero no era un joven como tú, sino un viejo de sesenta años: repugnante, duro, malo, exigente. Un amigo de la familia. Ya lo conoces.
–¿Quién es?
–El abogado Fenizio –dijo ella brevemente.
Marcello se sobresaltó:
–Pero, ¿no era uno de los testigos?
–Sí. Hube de hacerlo por la fuerza. Yo no quería, pero no podía rechazarlo... Y ya es una gran cosa que me haya permitido casarme.
Marcello recordó que jamás había sentido simpatía por el tal abogado Fenizio, con el que se había encontrado con mucha frecuencia en casa de Giulia: un hombrecillo rubio, calvo, con gafas de oro, nariz puntiaguda que se arrugaba cuando reía y boca sin labios. Un hombre –como recordó también– muy tranquilo y frío, aunque, dentro de su calma y frialdad, agresivo y petulante de una manera característicamente desagradable. Y robusto. Un día en que hacía mucho calor, se había quitado la americana y remangado las mangas de la camisa, lo cual le permitió exhibir unos brazos blancos y gruesos, de turgentes músculos.
–Pero, ¿qué le encontrabas? –no pudo por menos de exclamar Marcello.
–Fue él el que encontró algo en mí. Y muy pronto. Fui su amante no un mes, ni un año, sino seis años.
Marcello hizo un rápido cálculo mental. Giulia tenía ahora veintiún años o poco más. Por tanto... Asombrado, repitió:
–¡Seis años!
–Sí, seis años... Tenía yo quince cuando... ¿me entiendes? –Como pudo observar, Giulia, aunque hablase de cosas que, según todas las apariencias, seguían doliéndole, conservaba el acostumbrado tono arrastrado y cándido de sus charlas más intrascendentes–. Se aprovechó de mí, puede decirse que el mismo día en que murió el pobre papá. Bueno, si no fue aquel mismo día, sí fue aquella semana... Por lo demás, puedo decirte incluso la fecha precisa: apenas ocho días después del funeral de mi padre, de quien –fíjate bien– era amigo íntimo y su hombre de confianza. –Calló por un momento, como para subrayar con su silencio la maldad de aquel hombre; luego prosiguió–: Mamá no hacía más que llorar, y, naturalmente, iba mucho a la iglesia. Él vino una tarde en que yo estaba sola en casa. Mamá había salido, y la criada estaba en la cocina. Yo estaba en mi cuarto, sentada a la mesita, tratando de hacer mis deberes escolares. Yo estudiaba entonces el quinto de secundaria y me preparaba para obtener mi diploma. Él entró de puntillas, se puso detrás de mí, se inclinó sobre los deberes y me preguntó qué estaba haciendo. Yo se lo dije, sin volverme. No sospechaba nada, en primer lugar, porque era inocente –y esto puedes creerlo, como una niña de dos años–, y luego porque él para mí era casi como un pariente. ¡Figúrate que lo llamaba tío! Pues bien, le dije que estaba preparando el tenía de latín; y entonces, ¿sabes qué hizo? Me cogió por los cabellos, con una sola mano, pero fuertemente... Me lo hacía a menudo en son de juego, porque yo tenía unos cabellos magníficos, largos y ondulados, y él decía que eran una tentación para sus dedos. Al sentir que me tiraba de ellos, creí que se trataba de nuevo de una de sus acostumbradas bromas y le dije: «Déjame, que me haces daño»; pero él, en vez de dejarme, me obligó a ponerme de pie y, manteniendo siempre el brazo extendido, me guió hasta la cama, que, como ahora, se encontraba en el rincón junto a la puerta. ¡Fíjate si yo era inocente entonces, que aún no comprendí nadar Y recuerdo que le dije: «Déjame, tengo que hacer los deberes.» En aquel momento, él me soltó de los cabellos y..., pero no; no puedo decírtelo. –Marcello estaba a punto de decirle que continuara, creyendo que Giulia se avergonzaba de proseguir su confesión. Pero ella se había detenido sólo para graduar los efectos, y no tardó en continuar–: Aunque no había cumplido aún los quince años, estaba muy desarrollada, como una mujer... Bien, no quería decírtelo, porque sólo el recordarlo me causa malestar... Me soltó de los cabellos y me cogió por el pecho, pero tan fuerte, que no pude ni siquiera gritar y estuve a punto de desvanecerme... y tal vez me desvanecí de verdad... Luego, después de aquel apretón, no sé lo que ocurrió. Yo estaba tendida en la cama y él se hallaba a mi lado. Entonces medí cuenta de todo, me encontraba sin fuerzas y era como un objeto entre sus manos, pasiva, inerte, sin voluntad. Así, pudo hacer de mí lo que quiso. Más tarde lloraba, y él, para consolarme, me dijo que me amaba, que estaba loco por mí... en fin, las cosas de costumbre... Me dijo también –previendo que yo no me dejase convencer– que no le dijera nada a mamá si no quería que él nos arruinase. Al parecer, papá, últimamente, se había metido en algún negocio que había salido mal, y nuestra vida material dependía solamente de él. Después de aquel día volvió otras veces... pero sin regla, siempre cuando menos lo esperaba. Entraba en mi habitación de puntillas, se inclinaba sobre mí y me preguntaba con voz severa: «¿Has hecho ya los deberes? ¿No? Entonces, ven a hacerlos conmigo.» Y, como de costumbre, me cogía por el pelo y me llevaba a la cama con el brazo extendido. Ya te he dicho que tenía la manía de cogerme por el pelo –ella rió al recordar esta costumbre de su ex amante, y lo hizo casi cordialmente, como quien se ríe de un rasgo característico y amable–. Así estuvimos casi un año. Él seguía jurándome que me amaba y que si no hubiese tenido mujer e hijos, se habría casado conmigo. Yo no digo que no fuese sincero, pero si en verdad me quería, como afirmaba, había una sola manera de demostrármelo: dejándome en paz. Pues bien, al cabo de un año, desesperada ya, hice un intento por liberarme. Le dije que no lo quería y que no lo querría jamás; que no podía seguir adelante de aquel modo, que ya no me salía nada a derechas; que, por más que lo había intentado, no había podido obtener el diploma y que, si no me dejaba, tendría que abandonar los estudios. Y fíjate entonces lo que hizo: Fue a decirle a mamá que, habiendo comprendido mi carácter, estaba convencido de que yo no servía para estudiar y que, como ya tenía dieciséis años, lo más conveniente para mí era empezar a trabajar. Para comenzar me ofrecía un puesto de secretaria en su bufete. ¿Has entendido? Naturalmente, yo resistí cuanto pude; pero la pobrecita de mamá me dijo que era una ingrata, que él nos había ayudado y seguía ayudándonos mucho, que no debía dejar escapar una ocasión como aquélla. Total, qué al fin me vi obligada a aceptar. Una vez en el bufete, todo el día a su lado, no podía ni siquiera pensar en dejar «aquello». Así, reanudamos nuestras relaciones íntimas y, al fin, me acostumbré a ello y renuncié a rebelarme. Ya sabes lo que pasa en estos casos. Me parecía que ya no había esperanza para mí. Llegué a convertirme en fatalista. Mas cuando, hace ya un año, me dijiste que me querías, me fui directamente a verlo y le dije que aquella vez había terminado todo definitivamente. Pero, como es un hombre vil, protestó y me amenazó con ir a verte y explicártelo todo. Entonces, ¿sabes lo que hice yo? Cogí un abrecartas de punta muy aguda que había sobre la mesa y le puse la punta en la garganta diciéndole: «¡Si lo haces, te mato...!»; y poco después le precisé: «Él sabrá lo nuestro, como es justo, pero seré yo quien se lo diga, no tú. Tú, desde hoy, has dejado de existir para mí. Y si sólo intentas interponerte entre yo y él, te mataré. Yo iré a la cárcel, pero te mataré.» Y lo dije con un tono tal, que comprendió que hablaba en serio. Lo cierto es que desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida, excepto para vengarse escribiendo aquella carta anónima en la que se habla de tu padre.
–Conque fue él, ¿verdad? –no pudo por menos de exclamar Marcello.
–Desde luego. Reconocí inmediatamente el papel y la máquina de escribir. –Ella calló por un momento, y luego, con repentina ansiedad, cogiendo a Marcello por la mano, añadió–: Ahora que te lo he contado todo, me parece encontrarme mejor. Pero quizá no habría debido decírtelo. Tal vez no puedas seguir soportándome y me odies. –Marcello no contestó, y durante largo rato permaneció en silencio. El relato de Giulia no había despertado en él ni odio contra el hombre que había abusado de ella, ni piedad hacia ella, víctima del abuso. Ya la propia manera apática y razonable, incluso en la expresión de la repugnancia y de la indignación, con que ella había hecho el relato, excluía sentimientos como el odio y la piedad. Por tanto, él mismo, como por contagio, sentíase inclinado a una consideración no diferente, mezcla de indulgencia y de resignación. Como máximo, tenía una sensación de estupor completamente física, desligada de todo juicio; algo así como si cayera en un vacío imprevisto. Y, de rebote, un recrudecimiento de su melancolía frente a aquella inesperada confirmación de una regla de decadencia respecto a la cual, por un momento, había esperado que Giulia pudiese constituir una excepción. Pero, extrañamente, no había resultado ilesa su convicción del carácter profundamente normal de la persona de Giulia. La normalidad –como comprendió en un momento– no consistía tanto en mantenerse alejados de ciertas experiencias, cuanto en el modo de valorarlas. La casualidad había querido que tanto él como Giulia tuviesen algo que ocultar en sus vidas y, en consecuencia, que confesarlo. Pero mientras él se sentía incapaz por completo de hablar de Lino, Giulia, por el contrario, no había titubeado en revelarle sus relaciones con el abogado, escogiendo para ello el momento más adecuado, según sus ideas, o sea, el de su matrimonio, que, en su concepto, debía abolir el pasado y abrirle un modo de vida completamente nuevo. Este pensamiento le causó cierto placer, porque, pese a todo, confirmaba la normalidad de Giulia, que consistía precisamente en la capacidad de redimirse con los medios tan habituales como antiguos de la religión y de los afectos. Abstraído en estas reflexiones, dirigió la mirada hacia la ventanilla, sin darse cuenta de que aquel silencio espantaba a su mujer. Sintió que ella trataba de abrazarlo y oyó su voz que le decía–: ¿No hablas? Luego es verdad... Te doy asco... Di la verdad: no puedes seguir soportándome y te doy asco.
Marcello habría querido tranquilizarla, e hizo un movimiento para volverse y corresponder a su abrazo. Pero un brusco sobresalto del tren desvió el gesto, por lo cual, sin quererlo, le dio un codazo en la cara. Giulia interpretó aquel golpe involuntario como un gesto de repulsa y se puso de pie inmediatamente. En aquel momento, el tren había entrado en un túnel, con un largo y plañidero silbido y un espesamiento de la oscuridad en los cristales de las ventanillas. Entre aquel fragor, redoblado por el eco de las bóvedas, le pareció oír como un lamento de llanto que partía de Giulia mientras ella, con los brazos extendidos hacia delante, vacilando y tropezando, se dirigía hacia la puerta del compartimiento. Sorprendido, sin levantarse, la llamó:
–¡Giulia!
La vio, por toda respuesta, siempre y de aquella forma vacilante y dolorosa, abrir la puerta y desaparecer en el pasillo.
Por un momento permaneció quieto, y luego, alarmado de improviso, se levantó y salió también. El compartimiento se encontraba a mitad del vagón, y en seguida vio a su mujer que se dirigía apresuradamente, por el desierto pasillo, hacia el extremo del vagón, hacia la puerta de salida. Al verla huir sobre la suave y gruesa alfombra, entre las paredes de caoba, acudió a su mente la frase que ella dijo a su ex amante: «¡Si hablas, te mato!» Y pensó que quizá hasta ahora había ignorado un aspecto de su carácter, al interpretar su cobardía por candidez. En aquel instante la vio inclinarse y agitar el tirador de la portezuela. De un salto llegó junto a ella, la cogió por los brazos y la obligó a ponerse derecha.
–Pero, ¿qué haces, Giulia? –preguntó en voz baja, pese al fragor del tren–. ¿Qué has creído? Ha sido el tren... Quería volverme y, sin querer, te he hecho daño.
Ella permanecía rígida entre sus brazos, como disponiéndose a agitarse. Pero al oír su voz, tan tranquila y sinceramente sorprendida, pareció calmarse de pronto. Tras un momento, e inclinando la cabeza, dijo:
–Perdóname; tal vez me haya equivocado, pero he tenido la impresión de que me odiabas y entonces he sentido el deseo de acabar para siempre... No era ningún gesto: si no hubieses venido, lo habría hecho.
–Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que has pensado?
La vio encogerse de hombros.
–Pues que no quería sufrir más... Para mí, casarme ha sido mucho más importante de lo que puedas imaginarte... Cuando me ha parecido entender que ya no podías soportarme más, he pensado: todo ha terminado... –Se encogió de nuevo de hombros y añadió, levantando finalmente la mirada hacia él y sonriéndole–: Piensa que te habrías quedado viudo apenas casado.
Marcello la miró durante un momento sin hablar. Evidentemente –pensó–, Giulia era sincera. No cabía la menor duda de que había dado al matrimonio mucha más importancia de cuanto él pudiera imaginarse. Entonces, con una sensación de estupor, comprendió que la sencilla frase indicaba una participación completa en el rito nupcial, el cual, para Giulia, a diferencia de él, había sido en realidad lo que debía ser, ni más ni menos. Por tanto, no es sorprendente que, tras una rendición tan apasionada, al llegar la primera desilusión, hubiese pensado en suicidarse. Se dijo que la actitud de Giulia era casi un chantaje: o me perdonas, o me quito la vida. Y una vez más experimentó una sensación de alivio al encontrarla tan semejante a como la había deseado. Giulia se había vuelto de nuevo y parecía mirar hacia la ventanilla. La ciñó por la cintura y le murmuró al oído:
–Ya sabes que te quiero.
Súbitamente, ella se volvió y lo besó, con una pasión tan impetuosa, que Marcello casi se asustó. Pensó que de aquel modo besan algunas devotas en las iglesias los pies de las estatuas, las cruces y las reliquias. Entretanto, el fragor del túnel se extinguía en el habitual traqueteo veloz de las ruedas que corrían al aire libre. Y ellos se separaron.
Luego permanecieron el uno junto al otro ante la ventanilla, cogidos por las manos, contemplando la oscuridad de la noche.
–Mira –dijo finalmente Giulia con voz normal–, mira allí abajo. ¿Qué será? ¿Un incendio?
En efecto, un fuego, semejante a una flor roja, brillaba ahora en medio del cristal oscuro. Marcello dijo:
–Tal vez –y bajó la ventanilla. Desapareció de la noche el resplandor reflejado en el vidrio, el viento frío de la marcha rápida le azotó el rostro, pero la flor roja permaneció, no podría decirse si lejana o cercana, si alta o baja, misteriosamente suspendida en las tinieblas. Entonces, tras haber mirado largamente aquellos cuatro o cinco pétalos de fuego que parecían moverse y palpitar, dirigió la mirada hacia el talud de la vía férrea, sobre el cual, junto con su sombra y la de Giulia, corrían las débiles luces del tren, y sintió de pronto una sensación de agudo extravío. ¿Por qué estaba en aquel tren? ¿Y quién era la mujer que estaba a su lado? ¿Y adonde iba? ¿Y quién era él mismo? ¿Y de dónde venía? No le molestaba aquel extravío; por el contrario, le gustaba como una sensación que le era familiar y constituía tal vez el fondo mismo de lo más íntimo de su ser. «Soy como aquel fuego –pensó fríamente–, allá abajo, en la noche... Arderé y me apagaré sin razón, sin sucesión... Un poco de destrucción suspendida en la oscuridad.»
Se sobresaltó al oír la voz de Giulia que le advertía:
–Mira, ya deben de haber preparado las camas –y comprendió que para ella, mientras él se perdía en la contemplación de aquel fuego lejano, la cuestión era siempre el amor de ambos; o mejor, más precisamente aún, la próxima unión de sus dos cuerpos. Era, en suma, lo que estaba haciendo en aquel momento y nada más. Ella se había dirigido, no sin una especie de contenida impaciencia, hacia el compartimiento; y Marcello la siguió a cierta distancia. Se detuvo en la puerta para dejar salir al revisor y luego entró a su vez. Giulia, de pie ante el espejo, sin preocuparse de la puerta, que aún permanecía abierta, se quitaba la blusa, desabrochándola de abajo arriba. Le dijo sin volverse–: Coge tú la litera de arriba; yo me acostaré en la de abajo.
Marcello cerró la puerta, trepó a la litera y empezó a desnudarse inmediatamente, dejando sobre las redes prenda tras prenda. Desnudo, sentóse sobre la colcha, con las rodillas entre los brazos, esperando. Oyó a Giulia moverse, un vaso tintinear en el soporte de metal, un zapato caer sobre la alfombra del pavimento y otros ruidos. Luego, con un golpe seco, se apagaron las luces más fuertes, sustituidas por la claridad violeta de las luces nocturnas; y la voz de Giulia dijo:
–¿Quieres venir?
Marcello dejó colgando las piernas en su litera, dio media vuelta, puso un pie en la litera de abajo y se dobló en parte para entrar en ella. Al hacer aquel movimiento, vio a Giulia desnuda, en posición supina, un brazo en los ojos y las piernas extendidas y separadas. A la luz mortecina e incierta, el cuerpo aparecía de una fría blancura de madreperla, moteado de negro en las ingles y en las axilas y de rosa oscuro en los senos. Y se habría dicho exánime no sólo por aquella palidez mortuoria, sino también por la perfecta y abandonada inmovilidad. Pero tan pronto como Marcello se le puso encima, ella se agitó de repente, con un sobresalto violento de cepo que salta y se cierra y lo atrajo hacia sí echándole los brazos al cuello, a la vez que abría las piernas y reunía los pies a la altura de los riñones de Marcello. Más tarde lo rechazó con dureza y se acurrucó contra la pared, completamente doblada sobre sí misma, con la frente contra las rodillas. Y Marcello, tumbado junto a ella, comprendió que lo que ella le había sustraído con tanta furia y luego había cerrado y guardado con tanto celo en su propio vientre, no le pertenecía ya y crecería en ella. Y pensó que él había hecho aquello para poderse decir, por lo menos una vez: «He sido un hombre semejante a todos los demás hombres... He amado, me he unido a una mujer y he engendrado a otro hombre.»



Apenas le pareció que Giulia se había adormecido, Marcello se levantó de la cama, se puso de pie y empezó a vestirse. La habitación estaba inmersa en una penumbra fresca y transparente, que permitía adivinar la bella luz de junio en el cielo y sobre el mar. Era una habitación de hotel en la Riviera, alta y blanca, decorada con estucos azules en forma de flores, tallos y hojas, con muebles de madera clara del mismo estilo floreal que los estucos y, en un rincón, una gran palmera verde. Cuando estuvo vestido, se dirigió, de puntillas, hacia las persianas, las corrió un poco y miró hacia el exterior. Inmediatamente vio el mar, enorme y sonriente, que parecía más vasto por la perfecta claridad del horizonte, de un azul casi violeta, y en el que una ligera brisa parecía encender en cada ola diminutas flores brillantes de luz solar. Marcello transfirió su mirada del mar al paseo: Estaba desierto, no había nadie sentado en los bancos dispuestos cara al mar, a la sombra de las palmeras; nadie caminaba sobre el asfalto gris y terso. Tras contemplar largamente aquel cuadro, corrió las persianas y se volvió para mirar a Giulia, tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía. La posición del cuerpo, reclinado de lado, ponía de relieve la redondez pálida y amplia de la cadera, cuyo tronco, como el tallo de una planta marchitada en un recipiente, parecía pender fláccido y sin vida. La espalda y las caderas –como Marcello sabía muy bien– eran las únicas partes sólidas y tensas de aquel cuerpo. En la otra parte, invisible, pero presente en su memoria, estaba la morbidez de su vientre, que rebosaba en suaves pliegues sobre la cama, y de sus senos, inclinados por el peso y uno sobre el otro. La cabeza, oculta tras los hombros, no se veía. Y Marcello, al recordar que había poseído a su mujer hacía sólo unos minutos, tuvo por un momento la sensación de estar mirando no a una persona, sino a una máquina de carne, bella y amable, pero brutal, hecha para el amor y sólo para el amor. Como arrancada del sueño por sus implacables miradas, ella se movió de pronto, suspiró profundamente y dijo con voz clara:
–Marcello.
Él se acercó solícito y respondió con afecto:
–Estoy aquí.
La vio volverse, transfiriendo de una parte a otra aquel peso de carne femenina, levantar los brazos a ciegas y ceñirlo por la cintura. Luego, con el rostro ofuscado por los cabellos, en una fricción lenta y tenaz de la nariz y de la boca, le buscó las ingles. Se las besó con una especie de humilde y apasionado fetichismo, permaneció un momento inmóvil abrazada a él y luego se derrumbó de nuevo sobre la cama, vencida por el sueño y con el rostro envuelto en los cabellos. Había vuelto a quedarse dormida en la misma posición de antes, sólo que había cambiado de lado y ahora dormía sobre el costado izquierdo en vez de sobre el derecho. Marcello cogió la americana de la percha, se dirigió, de puntillas, hacia la puerta, y salió al pasillo.
Bajó la amplia y sonora escalera, cruzó el umbral del hotel y salió al paseo. El sol, reverberado por el mar en miríadas de puntitos luminosos, lo deslumbró por un momento. Cerró los ojos, y entonces, como reclamado por la oscuridad, hirió su olfato un intenso y acre olor de orina de caballo. Los coches estaban allí, tras el hotel, en una fila de tres o cuatro, protegidos bajo una franja de sombra, con los cocheros dormidos sobre los pescantes y los asientos cubiertos con fundas blancas.
Marcello se dirigió al primero de la fila, subió a él y dio en voz alta la dirección:
–Via dei Glicini.
Vio cómo el cochero le lanzaba una breve mirada significativa y luego, sin decir palabra, estimulaba al caballo con el látigo.
El coche rodó un buen trecho por el paseo junto al mar, para entrar, al fin, en una breve calle de villas y de jardines. En el fondo de la calle se levantaba la colina ligur, ataviada con viñedos, luminosa, punteada por olivos grises, con alguna que otra casa rojiza, de grandes ventanas, erguida sobre la pendiente. La calle marchaba en línea recta hacia el flanco de la montaña. De pronto cesaron las aceras de asfalto, que cedieron su lugar a una especie de trazado herboso. El coche se detuvo, y Marcello levantó la mirada. Al fondo de un jardín se levantaba una casa de tres pisos, gris, de tejado negro compuesto por fragmentos de pizarra imbricados, y ventanas tipo buhardilla. El cochero dijo secamente:
–Es aquí –cogió el dinero y dio la vuelta rápidamente al caballo.
Marcello pensó que tal vez se había ofendido por haberlo tenido que llevar a aquel lugar. Pero quizá –como reflexionó mientras empujaba la verja– atribuía a aquel hombre la repugnancia que sentía él mismo.
Recorrió el sendero, encajonado entre dos setos polvorientos, y se dirigió hacia la puerta de vidrios policromados. Siempre había odiado aquellas casas, y no había estado en ellas más que dos o tres veces, en los años de su adolescencia, y siempre había salido con una sensación de repugnancia y de arrepentimiento, como de cosa indigna y que no habría tenido que hacer. Con verdadero asco, subió dos o tres escalones, empujó la puerta-vidriera, oyóse una escandalosa campanilla y se encontró en un vestíbulo pompeyano, ante una escalera de barandilla de madera. Reconoció el hedor dulzaino de polvos, de sudor y de semen masculinos. La casa estaba sumida en el silencio y en el torpor de la tarde estival. Mientras miraba a su alrededor, y saliendo sin saber de dónde, una especie de camarera vestida de negro, pequeña, avispada, con el rostro aguzado de un hurón animado por dos ojillos brillantes, se detuvo ante él con un «buenos días» retumbante, pronunciado con voz alegre.
–Tengo que hablar con la dueña –dijo él, quitándose el sombrero, tal vez con excesiva urbanidad.
–Sí, guapazo, hablarás con ella –respondió la mujer en dialecto–. Mientras tanto, ve a la sala. La dueña vendrá... Entra ahí. –Marcello, ofendido por aquel tuteo y por el equívoco, se dejó, sin embargo, empujar hacia una puerta entreabierta. Apareció ante él, envuelta en la leve penumbra, la sala común, ancha y rectangular, desierta, con los pequeños sofás forrados de tela roja alineados junto a las paredes. El suelo estaba lleno de polvo, como la sala de espera de una estación. También la tela de los sofás, lisa y sucia, confirmaba la desolación del lugar público, dentro de la intimidad y secreto de la casa. Marcello, vacilante, sentóse en uno de aquellos sofás. Al mismo tiempo, y a la manera de un vientre cuyas vísceras, tras una larga inmovilidad, se descargan de pronto de su peso, oyóse en toda la casa como una disgregación, una barahúnda, un escandaloso estrépito de pies bajando la escalera. Y luego ocurrió lo que había temido. Abrióse la puerta, y la descarada voz de la camarera anunció–: Aquí tienes a las chicas: todas para ti.
Entraron indolentemente, con desgana, algunas muchachas semidesnudas, otras con alguna ropa más, dos morenas y tres rubias, tres de mediana estatura, una francamente pequeña, y otra, enorme. Esta última fue a sentarse junto a Marcello, dejándose caer de golpe en el sofá con un suspiro de fatigada satisfacción. Marcello apartó instantáneamente la mirada de ella; pero luego, fascinado, se volvió algo para mirarla. Era realmente enorme, de forma piramidal: las caderas, más anchas que la cintura; la cintura, más ancha que los hombros, y los hombros, más anchos que la cabeza, verdaderamente exigua, con un rostro chato y una trenza negra envuelta en torno a la frente. Un sostén de seda amarilla aguantaba sus senos, hinchados y caídos. Bajo el ombligo, la falda roja se abría ampliamente, como un telón, al espectáculo de las negras ingles y de los muslos robustos y blancos. Al verse observada, sonrió alusivamente a una de sus compañeras sentada contra la pared de enfrente, exhaló un suspiro y se pasó una mano entre las piernas como para abrirlas y tener menos calor. Marcello, irritado por aquel impudor indiferente, habría querido retirar la mano que la mujer se refregaba bajo el vientre; pero no tuvo fuerzas para moverse. Lo que más lo molestaba de aquel ganado femenino era el carácter irremediable de la decadencia, aquello mismo que lo hacía temblar de horror ante la desnudez materna y la locura paterna y que se hallaba en el origen de su amor casi histérico por el orden, la tranquilidad, la limpieza y la compostura. Al fin, la mujer dijo con voz benévola y festiva, volviéndose hacia él:
–Bueno, ¿te gusta o no tu harén? ¿Te decides?
Pero súbitamente, con un impulso de disgusto frenético, se levantó y salió corriendo de la sala, despedido, según le pareció, por una carcajada y alguna que otra frase obscena en dialecto. Furioso, se dirigió hacia la escalera, con la intención de subir al primer piso e ir en busca de la dueña. Pero en aquel momento oyó de nuevo a sus espaldas la campanilla de la puerta y, al volverse, vio en el umbral la figura sorprendida y, para sus ojos, en aquella situación embarazosa, casi paterna del agente Orlando.
–Buenos días, doctor... Pero, ¿adónde va, doctor? –exclamó en seguida el agente–. No es en modo alguno ahí arriba adonde ha de ir usted.
–La verdad –dijo Marcello deteniéndose y calmándose de pronto– es que creo que me han tomado por un cliente.
–¡Estúpidas mujeres! –exclamó el agente sacudiendo la cabeza–. Venga conmigo, doctor. Ya lo llevaré yo. Lo esperan, doctor. –Precedió a Marcello, a través de la puerta-vidriera, hasta el jardín. Andando uno detrás del otro, recorrieron el sendero bordeado de setos y dieron la vuelta al edificio. El sol abrasaba aquella parte del jardín, con un calor seco y acre de polvo y de vegetación silvestre. Marcello vio que todas las persianas del edificio estaban cerradas, como si estuviese deshabitado. Incluso el jardín, lleno de hierbas silvestres, parecía abandonado. El agente se dirigía ahora hacia un edificio bajo y blanco que ocupaba todo el fondo del jardín. Marcello recordó haber visto casitas por el estilo, en el fondo de jardines y tras edificios semejantes á aquél, en lugares de veraneo. En efecto, al multiplicarse sensiblemente la población flotante, los propietarios de aquellas casas se retiraban durante el verano a casitas muy parecidas a aquélla, restringiéndose a dos habitaciones, impulsados por la ganancia que ello les proporcionaba. El agente, sin llamar, abrió la puerta, se asomó al interior y anunció–: El doctor Clerici.
Marcello se adelantó y se encontró en una pequeña estancia amueblada sumariamente como oficina. La atmósfera estaba cargada de humo. A la mesa había sentado un hombre con las manos juntas y el rostro dirigido hacia él. El hombre era albino. Su cara tenía la transparencia brillante y sonrosada del alabastro, punteada por manchitas amarillentas. Sus ojos eran de un azul intenso, casi rojizo, y sus blancas cejas parecían las de algunas fieras que viven entre las nieves polares. Acostumbrado al desconcertante contraste entre el insípido estilo burocrático y las misiones, a menudo terribles, de muchos de sus colegas del Servicio Secreto, Marcello tuvo que decirse que, por lo menos aquel hombre, se hallaba perfectamente en su marco. Había algo más que crueldad en aquel rostro espectral: casi una especie de furor despiadado, si bien contenido en la rigidez convencional de una actitud militar. Tras un momento de embarazosa inmovilidad, el hombre se levantó bruscamente y puso de manifiesto su pequeña estatura:
–Gabrio. –Sentóse en seguida y prosiguió en tono irónico–: Bueno, por fin tenemos aquí al doctor Clerici.
Su voz era de tono metálico, desagradable. Marcello, sin esperar a que lo invitaran a hacerlo, sentóse a su vez y dijo:
–He llegado esta misma mañana.
–Y precisamente le esperaba esta mañana.
Marcello titubeó: ¿debería decirle que se hallaba en viaje de novios? Decidió que no y dijo con tranquilidad:
–No me ha sido posible presentarme antes.
–Ya lo veo –replicó el hombre. Empujó hacia Marcello la caja de cigarrillos con un «¿fuma?» carente por completo de amenidad: Luego empezó a leer, con la cabeza baja, una hoja de papel que había sobre la mesa–. Me dejan aquí en esta casa, todo lo acogedora que se quiera, pero en modo alguno secreta, sin informaciones, sin direcciones y casi sin dinero... ¡y arréglatelas como puedas! –Volvió a leer de nuevo durante un buen rato y luego, levantando la mirada, añadió–: Se le dijo en Roma que tenía que verme aquí, ¿verdad?
–Sí, el agente que me ha introducido ante su presencia fue a advertirme que había de interrumpir mi viaje y presentarme a usted.
–Exactamente. –Gabrio se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó, con precaución, en el borde del cenicero–. Según parece, a última hora han cambiado de idea... Se ha modificado el programa.
Marcello no parpadeó; pero, llegada sin saber de dónde, sintió que lo invadía una oleada de alivio y de esperanza, que henchía su espíritu. Tal vez le sería permitido desdoblar su viaje, reducirlo a sus motivos aparentes: su boda. París. Sin embargo, preguntó con voz clara:
–¿Cómo queda, pues, todo?
–De la siguiente forma: El plan ha sido modificado y, en consecuencia, también la misión de usted –continuó Gabrio–. Tenemos que, de acuerdo con el primitivo plan, Quadri era vigilado, usted había de ponerse en contacto con él, inspirarle confianza, lograr incluso que le encomendara algún encargo... Pero ahora, en la última comunicación de Roma, Quadri es considerado como persona incómoda, a la que se ha de suprimir. –Gabrio cogió de nuevo el cigarrillo, aspiró una bocanada y lo volvió a dejar en el cenicero–. En resumen –explicó en tono más discursivo–, la misión de usted queda reducida a casi nada. Se pondrá usted en contacto con Quadri valiéndose del hecho de que ya lo conoce, a fin de que tome buena nota de ello el agente Orlando, que se traslada también a París... Podrá invitarlo incluso a cualquier lugar público, en el que se encontrará también Orlando: un café, un restaurante... Bastará que Orlando lo vea con usted y se asegure de su identidad... Esto es todo lo que se le pide. Luego podrá dedicarse a su viaje de bodas como mejor le guste.
¡Conque Gabrio sabía también lo de su viaje de bodas!, pensó extrañado. Pero este primer pensamiento, como se dio cuenta en seguida, era sólo una máscara apresurada con la que su espíritu trataba de ocultarse a sí mismo su propia turbación. En realidad, Gabrio le había revelado algo más importante que su conocimiento del viaje de bodas: la decisión de suprimir a Quadri. Haciendo un violento esfuerzo, se obligó a examinar objetivamente esta extraordinaria y funesta novedad. Y en seguida hizo una comprobación fundamental: Para eliminar a Quadri no eran en modo alguno necesarios su presencia y su concurso en París; el agente Orlando podía muy bien encontrar e identificar por sí solo a su víctima. En realidad –pensó– se lo quería involucrar en una complicidad efectiva, aunque no necesaria, comprometerlo a fondo y de una vez para siempre. En cuanto al cambio de plan, no cabía la menor duda de que era sólo aparente. Estaba claro que, en el momento de su visita al Ministerio, el plan que le acababa de exponer Gabrio se hallaba ya decidido y definido en todos sus pormenores. Y el aparente cambio se debía al cuidado característico de dividir y confundir las responsabilidades. Ni él ni quizá Gabrio habían recibido órdenes escritas. De esta manera, en la suposición de que las cosas salieran mal, el Ministerio podría proclamar su propia inocencia. Y la responsabilidad del asesinato recaería sobre él, sobre Gabrio, sobre Orlando y sobre los restantes ejecutores materiales. Titubeó y luego, para ganar tiempo, objetó:
–Me parece que Orlando no me necesita para encontrar a Quadri... Creo que incluso está en el listín de teléfonos.
–Son órdenes –replicó Gabrio con rapidez casi precipitada, como si hubiese previsto la objeción.
Marcello bajó la cabeza. Se daba cuenta de que había sido arrastrado a una especie de trampa; y que, habiendo ofrecido un dedo, ahora, con un subterfugio, se le tomaba un brazo. Pero extrañamente, pasada la primera sorpresa, se daba cuenta de que no experimentaba repugnancia alguna por el cambio de plan, sino sólo un sentimiento de resignación terca y melancólica, como frente a un deber que, para hacerse más ingrato, seguía, empero, inalterado e inevitable. Tal vez el agente Orlando no tenía conocimiento del mecanismo interno de este deber, mientras que él sí lo tenía; pero a esto sólo se limitaba toda la diferencia. Ni él ni Orlando podían sustraerse a aquello que Gabrio llamaba las órdenes y que eran en realidad condiciones personales ya consolidadas, fuera de las cuales, para ambos, no había más que desorden y arbitrio. Finalmente, dijo levantando la cabeza:
–Bien, y ¿dónde podré ver a Orlando en París?
Gabrio respondió echando una mirada a la habitual hoja de papel que tenía en la mesa:
–Deje usted su dirección. Orlando se encargará de buscarlo.
O sea –no pudo por menos de pensar Marcello–, que no se fiaban por completo de él, y de una u otra forma, no creían oportuno revelarle la dirección del agente Orlando en París. Dio el nombre del hotel en el que pensaba hospedarse, y Gabrio lo apuntó al pie de la hoja de papel. Luego añadió en tono más amable, Como para indicar que había terminado la parte oficial de la visita:
–¿Ha estado alguna vez en París?
–No; es la primera vez.
–Yo estuve dos años antes de acabar en este agujero –dijo Gabrio con su amargura burocrática–. Una vez que se ha estado en París, hasta Roma parece un villorrio... ¡Figúrese usted, un lugar como Roma...! –Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior y añadió, con árida jactancia–: Yo estuve en París a lo grande... Apartamento, automóvil, amistades, relaciones femeninas... Ha de saber usted que, en este último aspecto, París es ideal.
Marcello, aunque con repugnancia, creyó un deber secundar de alguna forma la afabilidad de Gabrio y dijo:
–Pues con esta casa aquí al lado no lo debe usted echar mucho de menos.
Gabrio movió la cabeza:
–¡Bah! ¿Cómo quiere usted divertirse con esa carnaza de soldados a tanto el kilo? ¡No! –añadió–. El único recurso aquí es el casino. ¿Juega usted?
–No, nunca.
–Sin embargo, es interesante –dijo Gabrio tirándose hacia atrás en la silla, como para significar que había terminado la entrevista–. La fortuna puede sonreírle a cualquiera, a usted o a mí. No en vano es mujer. Todo está en atraparla a tiempo. –Se levantó, se dirigió hacia la puerta y la abrió. Era verdaderamente pequeño, como pudo observar Marcello, con las piernas cortas y el tronco rígido envuelto en una chaqueta de color verde y de corte militar. Gabrio permaneció un momento inmóvil mirando a Marcello, bajo un rayo de sol que parecía acentuar la brillante y rosada transparencia de su piel y luego dijo–: Supongo que no nos volveremos a ver. Usted, después de París, volverá directamente a Roma, ¿no?
–Sí, casi seguramente.
–¿Necesita usted algo? –preguntó de pronto Gabrio de mala gana–. ¿Le han provisto de fondos? Yo no tengo aquí mucho dinero, pero si necesita algo...
–No, gracias, no me hace falta nada.
–Entonces, buena suerte y a la guarida del lobo.
Se dieron la mano, y Gabrio, a toda prisa, cerró la puerta. Marcello se dirigió hacia la verja.
Pero cuando estuvo en el sendero de los setos, diose cuenta de que, al huir violentamente de la sala común, había olvidado el sombrero. Titubeó. Le repugnaba volver a entrar en aquel cuartucho que hedía a zapatos, a polvos y a sudor y, por otra parte, temía las pullas y los arrumacos de las mujeres. Luego se decidió, volvió sobre sus pasos, empujó la puerta y se oyó la acostumbrada campanilla.
Esta vez no acudió nadie, ni la camarera de cara de hurón ni ninguna de las muchachas. Pero de la sala común llegó hasta él, a través de la puerta abierta, la voz bien conocida, grave y bonachona, del agente Orlando. Y, animado, se asomó a la puerta.
La sala estaba vacía. El agente estaba sentado en el rincón de la puerta junto a una mujer que Marcello no recordó haber visto entre las que se habían presentado cuando entró allí por primera vez. El agente, con un zafio gesto confidencial, tenía un brazo en torno a la cintura de la mujer y no trató de recomponer su figura al aparecer Marcello. Con evidente embarazo y vagamente irritado, apartó su mirada de Orlando y la fijó en la mujer.
Ella estaba sentada en actitud rígida, como si hubiese tratado de alguna forma de rechazar o, por lo menos, alejar a su compañero. Era morena, de frente alta y blanca, ojos claros, cara larga y delgada y boca grande, reavivada por un oscuro carmín y de expresión tal vez desdeñosa. Iba vestida de manera casi normal: un traje de noche, descolado y sin mangas, de color blanco. Lo único que delataba en ella su género de vida era la hendidura de la falda, que se abría algo más abajo de la cintura, dejando al descubierto el vientre y las piernas, cruzadas una encima de la otra, largas, secas y elegantes, de una belleza casta de danzarina. Sostenía entre dos dedos el cigarrillo encendido, pero no fumaba: con una mano apoyada en un brazo del diván, el humo ascendía en el aire. La otra mano la tenía abandonada sobre la rodilla del agente, como –pensó Marcello– sobre la cabeza fiel de un enorme perro. Pero lo que lo sorprendió más fue su frente, no tanto blanca cuanto iluminada misteriosamente por la intensa expresión de sus ojos: una pureza de luz que le hizo pensar en una de aquellas diademas de brillantes que en otro tiempo lucían las mujeres en los bailes de gala. La mirada de Marcello se prolongaba, atónita; y al mirarla se daba cuenta de que experimentaba no sabía qué dolorosa sensación de lástima y enojo. Entretanto, intimidado por aquella insistente mirada. Orlando se había levantado.
–Mi sombrero –dijo Marcello. La mujer, que seguía sentada, lo miraba ahora, a su vez, sin curiosidad. El agente, solícito, atravesó la sala para ir a coger el sombrero, que se hallaba en un sofá distante. Entonces, de improviso, comprendió Marcello por qué la vista de aquella mujer le había inspirado aquella dolorosa sensación de pena. En realidad, como advirtió, él no quería que ella fuese el objeto del placer del agente, y el verla soportar el abrazo de éste, lo había hecho sufrir como si se hubiese tratado de una profanación intolerable. Sin duda, ella no sabía nada de la luz que irradiaba de su frente y que no le pertenecía, de la misma forma que, en general, no pertenece la belleza al que es bello. Sin embargo, le parecía casi como un deber impedirle inclinar aquella frente luminosa para satisfacer los caprichos eróticos de Orlando. Por un momento pensó en valerse de su propia autoridad para llevársela de la sala. Charlarían un poco, y luego, tan pronto como hubiese estado seguro de que el agente había elegido otra mujer, se marcharía. Incluso se le ocurrió la loca idea de arrancarla de aquel burdel y encaminarla hacia otro género de vida. Pero al pensar estas cosas, se daba cuenta de que eran fantasías. Ella no podía por menos de no ser semejante a sus compañeras y, como ellas, estar irreparable y casi inocentemente viciada y perdida. Luego notó que le tocaban el brazo: Orlando le tendía el sombrero. Lo cogió maquinalmente.
Pero Orlando había tenido tiempo de reflexionar acerca de la singular mirada de Marcello. Se adelantó un paso y, señalando a la mujer de la misma forma que hubiese indicado una comida o una bebida a un huésped de consideración, le propuso:
–Doctor, si quiere usted, si ésta le gusta... yo puedo esperar.
Marcello no lo entendió inmediatamente. Luego vio la sonrisa de Orlando, respetuosa y maliciosa, y sintió que enrojecía hasta las orejas. O sea, que Orlando no renunciaba, sino que sólo se avenía, por cortesía de compañero y disciplina de inferior, a dejarlo pasar delante, como en el mostrador de un bar o en la mesa de un buffet. Marcello dijo apresuradamente:
–¿Está loco, Orlando? Haga usted lo que quiera, yo tengo que marcharme.
–En tal caso, doctor... –replicó el agente con una sonrisa. Marcello lo vio hacer una señal de llamada a la mujer y observó, con dolor, cómo ésta, obediente, alta y erguida, con su diadema de luz en la frente, sin titubear ni protestar, con sencillez profesional, se dirigió hacia el agente. Éste dijo a Marcello–: Doctor, nos veremos pronto –y se apartó para dejar paso a la mujer. También Marcello, casi contra su voluntad, se echó hacia atrás. Y ella se puso en marcha entre los dos, sin prisa, con el cigarrillo entre los dedos. Pero cuando estuvo delante de Marcello, se detuvo un instante y dijo:
–Si me quieres, me llamo Luisa.
Su voz, como había temido Marcello, era grave y ronca, carente de gracia. Luisa creyó un deber añadir a estas palabras algún gesto sugerente, por lo que sacó la lengua y se lamió el labio superior. A Marcello le pareció que tanto las palabras como el gesto le aliviaban en parte del remordimiento de no haberle impedido irse con Orlando. Entretanto la mujer, precediendo siempre al agente, había llegado a la escalera. Arrojó al suelo el cigarrillo encendido, lo aplastó con el pie, se levantó la falda con ambas manos y empezó a subir los escalones apresuradamente, seguida, un peldaño más abajo, por Orlando. Al fin desaparecieron tras el rincón del primer piso. Ahora, unas personas, tal vez una de las muchachas con su cliente, bajaban la escalera. Marcello salió de la casa a toda prisa.



Tras haber encargado al conserje del hotel que llamara al número de Quadri, Marcello fue a sentarse en un rincón del vestíbulo. Era un hotel grande, y el vestíbulo, muy espacioso, con columnas que sostenían las bóvedas, grupos de butacas y escaparates en que se hallaban expuestos artículos de lujo, escritorios y mesas. Mucha gente iba y venía desde la puerta de entrada hasta el ascensor, desde el mostrador del recepcionista hasta el de la dirección, desde la puerta del restaurante hasta los salones que se abrían más allá de las columnas. Marcello habría querido distraerse, mientras esperaba, con el espectáculo de aquel vestíbulo tan alegre y lleno de movimiento. Pero, como arrastrado hacia el fondo de la memoria por la angustia actual, su pensamiento se dirigió, casi contra su voluntad, a la primera y única visita que hiciera a Quadri muchos años antes. Marcello era entonces estudiante, y Quadri, su profesor. Había ido a casa de Quadri, un viejo edificio rojo, en las proximidades de la estación, para consultarlo sobre la tesis doctoral. Apenas hubo entrado, Marcello quedó sorprendido por la enorme cantidad de libros acumulados en todos los rincones del apartamento. Ya en la antesala había observado unas viejas cortinas que parecían ocultar puertas; pero, al separarlas, vio montones y montones de libros alineados en salientes de las paredes. La camarera lo había precedido por un larguísimo y tortuoso pasillo que parecía dar vueltas en torno al patio del edificio, y también aquel pasillo, a ambas partes, estaba lleno de estanterías atestadas de libros y papeles. Finalmente, introducido en el despacho de Quadri, Marcello se encontró entre cuatro paredes densamente repletas de libros, desde el suelo hasta el techo. También sobre la mesa había libros, dispuestos uno sobre otro en dos pilas ordenadas, entre las cuales, como por medio de una tronera, asomaba la cara barbuda del profesor. Marcello notó en seguida que Quadri tenía un rostro curiosamente chato y asimétrico, semejante a una máscara de cartón piedra, con ojos circuidos de rojo y nariz triangular en cuya parte inferior se hubiesen pegado, de manera sumaria, una barba y unos bigotes postizos. También sobre su frente, los cabellos, demasiado negros y como húmedos, sugerían la idea de una peluca mal aplicada. Entre los bigotes de cepillo y la barba de escobilla, ambos de un negro sospechoso, se entreveía una boca muy roja, de labios informes. Y Marcello no pudo por menos de pensar que todo aquel pelo mal distribuido tal vez escondiera alguna deformidad, como, por ejemplo, una carencia total de mentón o una horrible cicatriz. Era, en suma, una cara en la cual no había nada seguro y verdadero y en la que todo era falso, como en una careta. El profesor se había levantado para recibir a Marcello, y al hacer aquel gesto había revelado su pequeña estatura y la joroba, o, mejor aún, la deformación del hombro izquierdo, que añadía un aspecto doloroso a la excesiva dulzura y suavidad de sus maneras. Al estrecharle la mano a través de los libros, Quadri, con gesto de miope, miró a su visitante por encima de sus gruesas gafas, por lo que Marcello, durante unos segundos, tuvo la impresión de ser examinado no por dos, sino por cuatro ojos. Había notado también el estilo anticuado del traje de Quadri: levita negra, con dobladillos de seda; pantalón a rayas, también negro, camisa blanca con cuello y puños almidonados y cadena de oro en el chaleco. Marcello no sentía simpatía alguna por Quadri: lo sabía antifascista y, en su mente, el antifascismo de Quadri, su aspecto de cobarde, malsano y sucio; su erudición, sus libros, todo, en suma, le parecía contribuir a formar la imagen convencional, y continuamente invitada al desprecio por la propaganda del partido, del intelectual negativo e impotente. Por otra parte, la extraordinaria dulzura de Quadri repugnaba a Marcello como un rasgo de falsedad. Le parecía imposible que un hombre pudiese ser tan dulce y suave sin mentira ni segundas intenciones.
Quadri había recibido a Marcello con sus acostumbradas expresiones de afecto casi melindroso. Intercalando a menudo palabras como «querido hijito», «hijito mío» e «hijito querido»; agitando sobre los libros sus pequeñas manos blancas, le había hecho una enorme cantidad de preguntas, primero sobre su familia y luego sobre él personalmente. Al enterarse de que el padre de Marcello estaba internado en una clínica de enfermedades mentales, había exclamado: «¡Oh, pobre hijito mío! ¡No lo sabía! ¡Qué desgracia! ¡Qué terrible desgracia! Y la ciencia, ¿no puede hacer nada para devolverle la razón?» Pero no oyó la respuesta de Marcello y pasó en seguida a otro tema. Tenía una voz de garganta, modulada y armoniosa, muy suave, llena de aprensiva solicitud. Sin embargo, y ansiosamente, a través de esta solicitud, tan empalagosa y declarada, como una filigrana en la transparencia de un papel, Marcello había creído adivinar una total indiferencia: Quadri, pese a interesarse verdaderamente por él, tal vez ni siquiera lo veía. Marcello había quedado también impresionado por la falta de matices y de énfasis en el tono de la voz de Quadri: hablaba siempre con el mismo acento uniformemente afectuoso y sentimental, ya se tratase de cosas que requerían este acento, como de otras que no lo precisaban en modo alguno. Como conclusión de sus numerosas preguntas, Quadri trató de saber, finalmente, si Marcello era fascista. Y al recibir una respuesta afirmativa, sin cambiar de tono y sin que se trasluciera en él reacción alguna, le explicó, de una manera aparentemente casual, lo difícil que resultaba para él, cuyos sentimientos antifascistas eran bien notorios, proseguir, en un régimen como el fascista, la enseñanza de materias como la Filosofía y la Historia. Al llegar a este punto, Marcello, molesto, había tratado de dirigir la conversación hacia el motivo de su visita. Pero Quadri lo había interrumpido inmediatamente: «Tal vez se pregunte usted por qué le digo todas estas cosas. Querido hijito, se las digo no ociosamente ni por desahogo personal. No me permitiría hacerle perder un tiempo precioso, que debe dedicar al estudio. Se lo digo para justificar en cierta forma el hecho de que no podré ocuparme ni de usted ni de su tesis. Abandono la enseñanza.»
«¿Deja usted la enseñanza?», había repetido Marcello sorprendido.
«Sí –confirmó Quadri mientras, con un gesto habitual en él, se atusaba el bigote y la barba–. Aunque con dolor, con verdadero dolor, porque hasta ahora he dedicado toda mi vida a ustedes, me veo obligado a abandonar la escuela.» Tras un momento de silencio, sin énfasis y con un suspiro, el profesor había añadido: «Sí, he decidido pasar del pensamiento a la acción... Tal vez la frase no le parezca nueva, pero refleja fielmente mi situación.»
Al oír aquello, Marcello no había podido por menos de sonreír. En efecto, le había parecido cómico aquel profesor Quadri, aquel hombrecillo vestido de levita, jorobado, miope, barbudo que, entre sus pilas de libros, sentado en su sillón, le declaraba que había decidido pasar del pensamiento a la acción, del dicho al hecho. Sin embargo, el sentido de la frase no era dudoso: Quadri, tras haberse alineado durante años en las filas de la oposición pasiva, encerrado en sus pensamientos y en su profesión, había decidido pasar a la política activa, tal vez entregarse a la conspiración. Marcello, con repentino sobresalto de antipatía, no había podido por menos de advertirle, con frialdad amenazadora: «Hace usted muy mal en decírmelo a mí. Yo soy fascista y podría denunciarlo.»
Pero Quadri le contestó con extremada dulzura, pasando del usted al tú: «Sé que eres un chico bueno, querido hijito, un honrado y estupendo muchacho, y que no harías nunca una cosa semejante.»
«¡Váyase al diablo!», había pensado Marcello, exasperado. Y, con sinceridad, había contestado: «Pero aun así podría hacerlo. Para nosotros los fascistas, la honradez consiste precisamente en denunciar a personas como usted y ponerlas en la imposibilidad de hacer daño.»
El profesor había agitado la cabeza: «Querido hijito; mientras hablas, tú sabes que lo que dices no es verdad. Lo sabes, o, mejor aún, lo sabe tu corazón. En efecto, tú, como joven honrado que eres, has querido advertirme. ¿Sabes qué hubiese hecho otro, otro que hubiese sido un verdadero delator? Habría fingido aprobarme, y luego, una vez que me hubiese comprometido con cualquier declaración verdaderamente imprudente, me habría denunciado. En cambio, tú me has advertido.»
«Le he advertido –había contestado Marcello con dureza– porque creo que usted no es capaz de lo que se llama acción. ¿Por qué no se contenta con actuar como profesor? ¿De qué acción habla?»
«La acción... no importa decir cuál», había contestado Quadri mirándolo fijamente. Al oír aquellas palabras, Marcello no había podido por menos de levantar la vista hacia las paredes, hacia los anaqueles llenos de libros. Quadri cazó al vuelo aquella mirada y, siempre con extraordinaria suavidad, había añadido: «Te parece extraño, ¿verdad?, que hable de acción. ¿Entre todos estos libros? En este momento estás pensando: “Pero, ¿de qué acción puede presumir este hombrecillo jorobado, contrahecho, miope y barbudo?” Di la verdad, eso es lo que piensas... Los periodiquillos de tu partido te han descrito tantas veces al hombre que no sabe ni puede actuar, al intelectual, que has sonreído compasivamente al reconocerme en aquella imagen, ¿no es así?»
Sorprendido de tanta agudeza, Marcello había exclamado: «¿Cómo ha podido darse cuenta de ello?»
«¡Oh, querido hijito mío –había contestado Quadri levantándose–, querido hijito mío, lo he comprendido inmediatamente! Pero nunca se ha dicho que para actuar sea necesario llevar un águila de oro en la gorra de plato ni galones en las bocamangas... Hasta la vista... De todas maneras, hasta la vista, hasta la vista y buena suerte... Hasta la vista.» Y mientras decía esto, suave e implacablemente había ido empujando a Marcello hacia la puerta.
Y ahora Marcello, al evocar aquella entrevista, se daba cuenta de que en su irreflexivo desprecio por aquel Quadri jorobado, barbudo y pedante, habían entrado mucha impaciencia e inexperiencia juveniles. Por otra parte, el propio Quadri le había demostrado su error con hechos: Exiliado en París, pocos meses después de la entrevista que sostuviera con él, no había tardado en convertirse en uno de los cabecillas del antifascismo, tal vez el más hábil, el más preparado, el más agresivo. Según parecía, su especialidad era el proselitismo. Aprovechando su experiencia didáctica y su conocimiento de la mentalidad juvenil, lograba a menudo convertir a jóvenes indiferentes, e incluso de sentimientos opuestos, para empujarlos luego a empresas audaces, peligrosas y casi siempre desastrosas, si no para él, que era su inspirador, por lo menos para ellos, que eran sus ingenuos ejecutores. Sin embargo, no parecía sentir, al arrojar a aquellos adeptos suyos a la lucha de la conspiración, ninguna de las preocupaciones humanitarias que, dado su carácter, se sentiría uno tentado de atribuirle; más aún, los sacrificaba sin miramientos en acciones desesperadas que se podían justificar sólo en planes a muy largo plazo y que comportaban, precisamente, por necesidad, una cruel indiferencia hacia la vida humana. En suma, Quadri poseía algunas de las raras cualidades de los grandes políticos o, por lo menos, de una cierta categoría: era astuto y, al mismo tiempo, entusiasta; intelectual y, al mismo tiempo, activo; ingenuo y, al mismo tiempo, cínico; reflexivo y, al mismo tiempo, imprudente. Marcello, por obligaciones de su profesión, se había ocupado a menudo de Quadri, definido como elemento peligrosísimo por los informes de la Policía, y siempre había quedado impresionado por la capacidad que tenía aquel hombre de acumular a vez tantas cualidades contrastantes en un solo carácter profundo y ambiguo. Así, poco a poco, a través de cuanto había logrado enterarse a distancia, y por medio de informaciones no siempre precisas, había trocado aquel primitivo desprecio por una enojada consideración. Sin embargo, seguía inamovible su antipatía de principio, porque estaba convencido de que Quadri, pese a tener muchas cualidades, carecía de la del valor, como le parecía demostrar el hecho de que expusiera a sus secuaces a gravísimos peligros, pero jamás se arriesgara él personalmente.
Absorto en estos pensamientos, se sobresaltó al oír la voz de un botones del hotel que pasaba rápido por el vestíbulo pronunciando su nombre en alta voz. Llegó a pensar por un momento en que tal vez se tratara del nombre de otro, ayudado en esa ilusión por la pronunciación francesa del botones. Sin embargo, aquel «Monsieur Clerici» se refería a él, como se dio cuenta, con una especie de náuseas, cuando, fingiéndose a sí mismo creer que en realidad era otro, trató de imaginarse cómo podía ser: él, con su cara, su persona, su atuendo. Entretanto, el botones se alejaba hacia la sala de escritura, sin dejar de llamarlo. Marcello se levantó y marchó directamente hacia la cabina telefónica.
Tomó el auricular colocado sobre la repisa y se lo llevó al oído. Una voz femenina, limpia y algo cantarina, preguntó, en francés, quién estaba al aparato. Marcello respondió en la misma lengua:
–Soy italiano... Clerici, Marcello Clerici, y quisiera hablar con el profesor Quadri.
–Está muy ocupado... No sé si se podrá poner al aparato... ¿Ha dicho usted que se llama Clerici?
–Sí, Clerici.
–Espere un momento.
Oyóse el ruido de un auricular dejado sobre una mesa, luego el de pasos que se alejaron y, finalmente, el silencio. Marcello esperó largo rato, pensando en que otro ruido de pasos le anunciaría el regreso de la mujer o la llegada del profesor. Pero en vez de ello, de pronto se oyó la voz de Quadri que brotaba, sin previo aviso, de aquel profundísimo silencio.
–Aquí Quadri... ¿Quién habla?
Marcello explicó apresuradamente:
–Me llamo Marcello Clerici... Era un discípulo suyo, de cuando usted enseñaba en Roma. Me gustaría verlo.
–Clerici –repitió Quadri dubitativamente. Y luego, tras un momento, con decisión–: Clerici: no lo conozco.
–Sí, profesor, me ha de conocer usted –insistió Marcello–. Fui a verlo a su casa pocos días antes de que abandonara usted la enseñanza. Quería someter a su consideración un proyecto de tesis.
–Un momento, Clerici –dijo Quadri–; no recuerdo en absoluto su nombre, pero eso no quiere decir que no tenga usted razón. ¿Y dice que quiere verme?
–Sí.
–¿Para qué?
–Para nada en particular –respondió Marcello–. Pero como era alumno suyo, he sentido en estos últimos tiempos la necesidad de hablar con usted. Quería verlo. Eso es todo.
–Bien –dijo Quadri en tono flexible–, venga a verme a mi casa.
–¿Cuándo?
–Hoy mismo... esa tarde... después del almuerzo. Venga a tomar café... a eso de las tres.
–Debo decirle que estoy en viaje de bodas –manifestó Marcello–. ¿Podría llevar a mi mujer?
–Naturalmente. Hasta luego.
Quadri colgó el teléfono, y Marcello, tras un momento de reflexión, hizo lo mismo. Pero no tuvo tiempo de salir de la cabina, porque el mismo botones que poco antes voceara su nombre por el vestíbulo, asomó la cabeza y dijo:
–Lo llaman por teléfono.
–Ya he hablado –dijo Marcello haciendo ademán de salir.
–No, ahora es otra persona.
Mecánicamente, volvió a entrar en la cabina y levantó de nuevo el auricular.
Inmediatamente una voz grave, bonachona y festiva, le gritó al oído:
–¿Es usted, doctor Clerici?
Marcello reconoció la voz del agente Orlando y respondió con tono tranquilo:
–Sí, soy yo.
–¿Ha tenido buen viaje, doctor?
–Sí, magnífico.
–Y su señora, ¿está bien?
–Muy bien.
–¿Y qué me dice usted de París?
–Aún no he salido del hotel –respondió Marcello algo molesto por aquella familiaridad.
–Mire usted... París es París. Entonces, doctor, ¿podemos vernos?
–Desde luego. Orlando. Dígame usted dónde.
–Usted no conoce París, doctor. Lo citaré en un lugar fácil de encontrar. El café que hace esquina a la plaza de la Magdalena. No tiene pérdida, está a la izquierda conforme se viene de la rue Royale. Tiene todas las mesitas fuera, pero yo lo esperaré dentro. No habrá nadie en el interior.
–Muy bien, ¿ya qué hora?
–Yo ya estoy en el café, pero esperaré cuanto sea necesario.
–Dentro de media hora.
–Estupendo, doctor. Dentro de media hora.
Marcello salió de la cabina y se dirigió al ascensor. Pero cuando se disponía a entrar en éste, oyó por tercera vez al botones de siempre pronunciar su nombre, y entonces sí que se extrañó de verdad. Casi tuvo la esperanza de una intervención sobrenatural, como si, sirviéndose del cuerno de ebonita negra del teléfono, la voz de un oráculo se dispusiera a decirle una palabra decisiva sobre su vida. Con el alma en vilo, volvió sobre sus pasos y penetró por tercera vez en la cabina.
–¿Eres tú, Marcello? –preguntó la voz acariciante y lánguida de su mujer.
–¡Ah!, ¿eres tú? –no pudo por menos de exclamar, no sabía si con desilusión o alivio.
–Naturalmente..., ¿quién crees que pudiera ser?
–Pues nadie... Es que esperaba una llamada...
–¿Qué haces? –preguntó ella con una inflexión de derretida ternura.
–Nada... Precisamente ahora me disponía a subir para advertirte que salía y que regresaría dentro de una hora.
–No, no subas, ahora me voy a meter en el baño.
–Bien, entonces te esperaré dentro de una hora en el vestíbulo del hotel.
–Más bien dentro de una hora y media.
–Está bien, hora y media... Pero no tardes, te lo ruego.
–Te lo he dicho para no hacerte esperar. Pero verás cómo será una hora.
Ella dijo apresuradamente, como temiendo que Marcello se fuese:
–¿Me quieres mucho?
–Naturalmente; ¿por qué me lo preguntas?
–¿Tanto que si ahora estuvieras a mi lado me darías un beso?
–Desde luego; ¿quieres que suba?
–No, no, no subas... Y dime...
–¿Qué?
–Dime, ¿te gusté anoche?
–¡Qué preguntas, Giulia! –exclamó él algo avergonzado.
Ella añadió inmediatamente:
–Perdóname, no sé ni siquiera lo que me digo... Entonces, ¿me quieres mucho?
–Ya te he dicho que sí.
–Perdóname. Así, de acuerdo; te espero dentro de hora y media. Hasta la vista, amor.
Esta vez –pensó mientras colgaba el auricular– no era posible que volvieran a llamarlo. Se dirigió a la puerta y, empujando el tambor de ébano y cristal, salió a la calle.
El hotel se levantaba a orillas del Sena. Cuando se asomó al umbral, permaneció un momento inmóvil, sorprendido del alegre espectáculo de la ciudad y del sereno día. Hasta donde llegaba la vista, a lo largo del pretil del río, se elevaban de las aceras grandes y frondosos árboles, cargados de brillante follaje primaveral. Eran árboles que no conocía: tal vez castaños de Indias. El sol del hermoso día brillaba en todas las hojas transmutado en verdor claro, luminoso, sonriente. Alineados a lo largo del pretil, los puestos de los revendedores ofrecían pilas de libros usados y montones de otros impresos. La gente caminaba sin prisa a lo largo de los puestos, bajo los árboles, entre los caprichosos juguetees del sol y de las sombras, en un ambiente de pacífico y tranquilo paseo dominical. Marcello atravesó la calle y fue a asomarse al pretil, entre dos puestos de libros, Al otro lado del río se veían los edificios grises, con sus tejados en buhardilla; más lejos, las dos torres de Notre-Dame, y más lejos aún, las agujas de otras iglesias, perfiles de bloques de viviendas, de tejados, de aleros. Notó que el cielo era más pálido y más espacioso que en Italia, como si fuera consciente de la invisible y hormigueante presencia de la inmensa ciudad extendida bajo su bóveda. Bajó la mirada hasta el río: encajado entre los murallones de piedra al sesgo, flanqueado por limpios muelles, parecía, en aquel punto, un canal. El agua, densa y grasienta, de un verde turbio, ensortijaba de brillantes remolinos las blancas pilastras del puente más cercano. Una barcaza negra y amarilla se deslizaba, rápida y sin estela, sobre aquella agua densa, mientras la chimenea eructaba humo a impetuosas bocanadas; a proa iban charlando dos hombres: el uno, con jersey azul, y el otro, con camisa blanca. Un gorrión rechoncho y familiar se posó sobre el pretil junto a su brazo, gorjeó vivazmente como si tratara de decirle algo, y luego emprendió de nuevo el vuelo, en dirección al puente. Le llamó la atención un joven delgado, tal vez un estudiante, mal vestido, tocado con boina y con un libro bajo el brazo. Caminaba en dirección a Notre-Dame, sin prisa, deteniéndose de cuando en cuando ante los puestos de libros para echar un vistazo. Al observarlo, le impresionó su propia disponibilidad, pese a todos los compromisos que lo oprimían. Habría podido ser aquel joven, y entonces el cielo, el Sena, los árboles, todo París habrían tenido para él otro sentido. En aquel mismo instante vio venir hacia él, sobre la calzada, a marcha lenta, un taxi libre, y lo detuvo con un gesto que casi le extrañó. No había pensado en ello un momento antes. Al subir, dio la dirección del café en que lo esperaba Orlando.
Arrellanado en el asiento, contempló las calles de París mientras corría el taxi. Notó la alegría de la ciudad, del todo gris y vieja y, pese a ello, sonriente y encantadora, llena de una dulzura inteligente, que parecía entrar a ráfagas por la ventanilla junto con el viento de la marcha. Sin saber por qué, le gustaron los guardias de pie en los cruces de las calles: le parecían elegantes, con su quepis redondo y duro, su corta esclavina, sus piernas delgadas. Uno de ellos se inclinó ante la ventanilla para decir algo al chófer. Era un joven rubio, enérgico y pálido, con el silbato apretado entre los dientes y el brazo armado de una porra blanca, extendida hacia atrás para detener la circulación. Le gustaban los grandes castaños de Indias, que levantaban sus ramas hacia los centelleantes cristales de las viejas fachadas grises; le gustaban los letreros de los establecimientos, anticuados, con sus letras blancas y llenas de rasgos aéreos sobre fondos marrones o vinosos; le gustaba incluso la antiestética forma de los taxis y de los autobuses, con aquellos capós que parecían hocicos de perros inclinados que anduviesen husmeando el suelo. El taxi, tras una breve parada, pasó ante el edificio neoclásico de la Cámara de los Diputados, embocó el puente y marchó raudo hacia el obelisco de la Plaza de la Concordia. Así –pensó mientras contemplaba la inmensa plaza militar, cerrada al fondo por pórticos alineados como regimientos de soldados preparados para un desfile–, así, ésta era la capital de aquella Francia que era preciso destruir. Ahora le parecía que amaba desde hacía mucho tiempo a la ciudad que se extendía ante sus ojos, desde mucho antes de aquel día en que se encontraba en ella por primera vez. Y, sin embargo» precisamente esta admiración por la belleza majestuosa, gentil y alegre de la ciudad, confirmaba en él la sensación tétrica del deber que se disponía a cumplir. Pensó que tal vez, si París hubiese sido menos bella, habría podido eludir aquel deber, huir, liberarse del destino. Pero la belleza de la ciudad lo confirmaba de nuevo en su parte hostil y negativa, de la misma forma que muchos de los aspectos repugnantes de la causa a la que servía. Al pensar en estas cosas, se daba cuenta de que se explicaba a sí mismo el absurdo de su propia condición. Y comprendía que la explicaba de este modo porque no había otra manera de explicarla y, por tanto, de aceptarla libre y conscientemente.
El taxi se detuvo, y Marcello se apeó ante el café designado por Orlando. Las mesas alineadas en la acera, tal como le advirtiera por teléfono el agente, estaban llenas; en cambio, el interior del café estaba desierto. Orlando estaba sentado a una mesita junto a una ventana. Tan pronto como lo vio, lo llamó y le hizo señas de que se acercara.
Marcello se encaminó hacia él sin prisa y se sentó de cara al agente. A través del cristal de la ventana se veían las espaldas de las personas sentadas fuera, a la sombra de los árboles y, más lejos, parte de la columnata y del frontón triangular de la iglesia de la Magdalena. Marcello pidió un café. Orlando esperó que el camarero se hubiese alejado, y entonces dijo:
–Tal vez crea usted, doctor, que le van a servir un café exprés, como en Italia; pero es una ilusión. En París no hay café bueno como en Italia. Ya verá usted el calducho que le traen.
Orlando hablaba con su acostumbrado tono respetuoso, bonachón, tranquilo. «Una cara honrada –pensó Marcello mirando de reojo al agente mientras éste se tomaba, con un suspiro, otro sorbo de aquel detestado café–, una cara de campesino, de aparcero, de pequeño propietario rural.» Esperó que Marcello se hubiese bebido el café y luego preguntó:
–¿De dónde es usted, Orlando?
–¿Yo? De la provincia de Palermo, doctor.
Sin motivo, Marcello había pensado siempre que Orlando era oriundo de la Italia Central, de Umbría o de las Marcas. Pero ahora, mirándolo mejor, comprendió que había sido inducido, a error por el aspecto rústico y cuadrado del agente. Pero en su rostro no había huellas de la apacibilidad de los nativos de Umbría o de la placidez de los hijos de la Marcas. Era, sí, una cara honrada y bonachona, pero sus ojos, negros y como cansados, tenían una gravedad femenina y casi oriental que no era de aquellas tierras, y no era tranquila ni plácida, bajo su pequeña nariz, mal conformada, la sonrisa de aquella ancha boca sin labios. Dijo como en un susurro:
–Jamás me lo habría imaginado.
–¿De dónde me creía usted? –preguntó Orlando con vivacidad.
–De la Italia Central.
Orlando pareció reflexionar un momento. Al fin dijo con franqueza, aunque con respeto:
–Lamento decirle, doctor, que también usted participa del prejuicio general.
–¿Qué prejuicio?
–El prejuicio del Norte contra la Italia meridional y, en particular, contra Sicilia. También usted, doctor, y perdóneme que se lo diga. Pero es así. –Orlando movió la cabeza, dolorido. Marcello protestó:
–Puedo jurarle que no pensaba para nada en eso. Lo creía de la Italia Central por su aspecto físico.
Pero Orlando no lo oía ya.
–Le diré: es un estilicidio –prosiguió con énfasis, evidentemente satisfecho de la insólita palabra–. Por la calle, en la casa, por todas partes, incluso durante el servicio... algunos colegas del Norte llegan a reprocharnos los spaghetti. Y yo respondo: En primer lugar, los spaghetti no los comemos ya sólo nosotros, sino también ustedes. Y, en segundo lugar, ¡cuan dulce es la polenta de ustedes! –Marcello no dijo nada. En el fondo no le disgustaba que Orlando hablase de cosas no pertenecientes a su misión. Era una forma de eludir la familiaridad sobre un tema terrible y que no podía soportar. Orlando dijo de pronto, con fuerza–: Sicilia: la gran calumniada. Por ejemplo, la mafia. ¡Si supiera usted las cosas que se han dicho sobre la mafia! Para ellos no hay siciliano que no pertenezca a la mafia... aparte el hecho de que ignoran todo sobre la mafia.
Marcello dijo:
–Ya no existe la mafia.
–Ya sé que no existe –respondió Orlando, no del todo convencido–. Pero, doctor, créame usted que, si aún existiera, sería siempre mucho mejor, infinitamente mejor que los fenómenos análogos del Norte; los teppisti de Milán, los barabba de Turín..., ésos sí que son bribones, explotadores de mujeres, ladrones, prepotentes con los débiles. La mafia, si no otra cosa, al menos era una escuela de valor.
–Perdóneme, Orlando –dijo Marcello fríamente–, pero me gustaría que me explicara en qué consistía la escuela de valor de la mafia.
La pregunta pareció desconcertar a Orlando, no tanto por la frialdad casi burocrática del tono de Marcello, cuando por la complejidad del tema, que no admitía una respuesta inmediata y exhaustiva.
–Pues bien, doctor –contestó con un suspiro–, me hace usted una pregunta a la que no es fácil responder... En Sicilia el valor es la primera cualidad de un hombre de honor, y la mafia se llama a sí misma sociedad honrada. ¿Qué quiere que le diga? El que no ha estado allí ni ha visto con sus propios ojos, es difícil que pueda entender. Imagínese usted, doctor, un local, un bar, un café, una fonda, una cantina, donde se encontrase reunido un grupo de hombres armados y hostiles al miembro de la mafia... Pues bien ¿qué podría hacer éste? No se encomendaba a los carabineros, ni huía del país. Por el contrario, salía de su casa limpio, recién afeitado, se presentaba en aquel local, solo y desarmado, y decía las dos o tres palabras que bastaban y que querían... ¿Y qué creía usted? Todos, el grupo de los enemigos, los amigos, el pueblo entero, tenían los ojos fijos en él. Él lo sabía, y sabía también que si mostraba con una mirada no lo bastante firme, con una voz no lo bastante tranquila, con un rostro no del todo sereno, que tenía miedo, estaba perdido... Por eso todo su empeño se cifraba en superar este examen: miradas resueltas, voces tranquilas, ademanes mesurados, aspecto normal. Son cosas que parecen fáciles de decir. Pero hay que encontrarse en ellas para ver cuan difíciles resultan. Doctor, ésta era, y sólo para dar un ejemplo, la escuela del valor de la mafia.
Orlando, que se había ido entusiasmando al hablar, lanzó, al llegar este momento, una mirada fría y llena de curiosidad en dirección al rostro de Marcello, como diciendo: «Pero, si no me equivoco, no es de la mafia de lo que hemos de hablar.» Marcello entendió aquella mirada y, de manera ostentosa, echó una mirada a su reloj de pulsera.
–Bueno, ahora hablemos un poco de nuestras cosas, Orlando –dijo con autoridad–. Hoy debo entrevistarme con el profesor Quadri. Según las instrucciones, debo indicar a usted cuál es el profesor, al objeto de que pueda usted asegurarse bien de su identidad. Ésta es mi parte, ¿verdad?
–Sí, doctor.
–Pues bien, yo invitaré al profesor Quadri a cenar o a tomar café esta noche. Aún no puedo decirle dónde. Telefonéeme usted al hotel esta tarde hacia las siete, y entonces sabré el lugar... En cuanto al profesor Quadri, establezcamos desde ahora una manera para designarlo. Por ejemplo, digamos que el profesor Quadri será la primera persona a la que estreche la mano al entrar al café o al restaurante. ¿Va bien así?
–Entendido, doctor.
–Y ahora es necesario que me vaya –dijo Marcello consultando de nuevo el reloj. Dejó sobre la mesa el precio del café, se levantó y salió, seguido a distancia por el agente.
Ya en la acera. Orlando abarcó con la mirada el denso tránsito de la calle, en la que dos filas de coches se movían casi al paso en dos direcciones opuestas, y dijo en tono enfático:
–¡París!
–No es la primera vez que viene usted a París, ¿verdad, Orlando? –preguntó Marcello mientras buscaba con los ojos, entre los coches, un taxi libre.
–¿La primera vez? –contestó Orlando con una estúpida vanidad, muy característica de él–. ¡Qué va! Trate usted, doctor, de dar un número.
–No podría decir ninguno.
–Doce –contestó el agente–. Ésta es la decimotercera.
El chófer de un taxi captó al vuelo la mirada de Marcello y se detuvo ante él.
–Hasta la vista. Orlando –dijo Marcello subiendo al vehículo–. Así, esperaré su llamada esta tarde, ¿estamos?
El agente hizo con la mano una señal de inteligencia. Marcello subió al taxi y dio al chófer la dirección del hotel.
Pero mientras corría el taxi, las últimas palabras del agente, aquel «doce» y aquella «decimotercera» (había estado doce veces en París, y aquélla era la decimotercera) parecían resonar aún en sus oídos y despertar en su memoria ecos remotos. Le ocurría como a alguien que se asomase a una cueva gritando y descubriese que la propia voz resuena en profundidades insospechadas. Luego, de pronto, reclamado por aquellos números, recordó haber dicho al agente que podría reconocer a Quadri en la primera persona a la que él estrechara la mano, y se preguntó por qué, en vez de informar simplemente a Orlando que Quadri era reconocible por su joroba, había recurrido a aquella señal del saludo. Eran las lejanas e infantiles reminiscencias de la Historia Sagrada las que le habían hecho olvidar la deformidad del profesor, deformidad que era mucho más adecuada que el apretón de manos para los fines de un seguro conocimiento. Los apóstoles eran doce, y el decimotercero era él, precisamente el que besó a Cristo para que pudieran reconocerlo y detenerlo los guardias escondidos en el huerto. Ahora, las figuras tradicionales de las estaciones de la Pasión, tantas veces contempladas en las iglesias, se superponían en el escenario moderno de un restaurante francés, con las mesas puestas; los clientes sentados para comer; él, levantándose y adelantándose al encuentro de Quadri y tendiéndole la mano, y el agente Orlando, sentado aparte, observando a ambos. Luego la figura de Judas, el apóstol número trece, se confundía con la suya propia, adoptaba sus rasgos, era él mismo.
Sintió una voluntad especulativa, casi divertida, de reflexión ante aquel descubrimiento. «Probablemente Judas hizo lo que hizo por los mismos motivos por los que yo lo hago –pensó–. Y seguramente él hubo de hacerlo aunque no le gustase porque, después de todo, era necesario que alguien lo hiciera... Pero, ¿por qué espantarse? Admitamos, sin más, que haya escogido yo la parte de Judas. Bien, ¿y qué?»
Se dio cuenta de que, en efecto, no estaba asustado en modo alguno. Como máximo –comprobó–, invadido por su habitual melancolía fría, que, en el fondo, no era desagradable en modo alguno. Pensó aún –no para justificarse, sino para profundizar en aquel parangón y reconocer sus límites– que Judas era, desde luego, semejante a él, pero sólo hasta cierto punto. Hasta el apretón de manos. Quizá también, si se quería –aunque él no fuese un discípulo de Quadri–, hasta la traición, entendida ésta en un sentido muy genérico. A partir de aquí cambiaba todo. Judas se ahorcaba, o por lo menos se pensaba que no podía por menos de ahorcarse, porque aquellos mismos que le habían sugerido y pagado la traición, no tuvieron luego el valor de apoyarlo y de justificarlo. Pero él no se mataría y ni siquiera se desesperaría, porque detrás de él... vio a la multitud congregada en las plazas, aplaudiendo a quien lo mandaba e, implícitamente, justificándolo a él, que obedecía. Al fin, pensó que él no recibía absolutamente nada por lo que hacía. Nada de treinta denarios. Sólo el servicio, como decía el agente Orlando. La analogía iba perdiendo color y se disolvía, para dejar detrás de sí sólo una estela de orgullo y suficiente ironía. Como máximo –concluyó–, lo que importaba era que el parangón hubiese acudido a su mente, que lo hubiese desarrollado y que, por un momento, lo hubiese encontrado justo.



Después de comer, Giulia quiso volver al hotel para cambiarse de vestido, antes de ir a casa de Quadri. Pero cuando hubieron salido del ascensor, ella le pasó un brazo en torno a la cintura y le susurró:
–No es cierto que quisiera cambiarme... Quería únicamente estar un poco a solas contigo. –Caminando por el largo pasillo desierto entre dos filas de puertas cerradas, cor( la cintura rodeada por aquel brazo afectuoso, Marcello no pudo por menos de decirse que mientras para él aquel viaje a París era también, y sobre todo, la misión, para Giulia era, por el contrario, sólo un viaje de bodas. De ello se seguía –pensó– que no le estaba permitido descuidar la parte de recién casado que, al subir al tren con ella, había aceptado desempeñar, aunque a veces, como ocurría ahora, experimentaba un sentimiento angustioso muy lejano de la turbación del amor. Pero ésta era la normalidad que tanto había anhelado: este brazo en torno a su cintura, estas miradas, estas caricias. Y lo que se disponía a hacer junto con Orlando no era sino el precio de sangre de semejante normalidad. Entretanto, habían llegado a su habitación. Giulia, sin soltarle la cintura, abrió la puerta cotí la otra mano y entró junto con él. Una vez dentro, ella lo soltó, cerró con llave y le dijo–: Entorna la ventana, ¿quieres? –Marcello se dirigió a la ventana y corrió la persiana. Y, cuando se volvió, vio que Giulia, de pie junto a la cama, se sacaba el vestido por la cabeza. Y le pareció comprender lo que ella había querido decirle al comunicarle: «Quería únicamente estar un poco a solas contigo.» En silencio, fue a sentarse en el borde de la cama, al otro lado de Giulia. Ella se había quedado ahora en viso y con medias. Dispuso con mucho cuidado el vestido sobre una silla, junto a la cabecera de la cama, se quitó los zapatos y, finalmente, con gesto desmañado, primero una pierna y luego la otra, se tumbó detrás de él en posición supina, con un brazo bajo la nuca. Calló por un momento y luego dijo–: Marcello.
–¿Qué hay?
–¿Por qué no te acuestas a mi lado? –Obediente, Marcello se inclinó, quitóse los zapatos y se tendió al lado de su esposa. Giulia se acercó inmediatamente a él, solícita, apretando el cuerpo contra el de su marido y preguntándole afanosamente–: ¿Qué te pasa?
–¿A mí? Nada. ¿Por qué?
–No sé. Me pareces algo preocupado.
–Es una impresión que deberías tener muy a menudo –respondió él–. Ya sabes que mi humor normal no es alegre. Pero esto no quiere decir en modo alguno que esté preocupado.
Ella calló, abrazándolo. Luego dijo:
–No es cierto que quisiera venir aquí para prepararme, pero tampoco es verdad que quisiera estar a solas contigo. La verdad es otra.
Esta vez, Marcello se extrañó y casi sintió remordimiento de haber sospechado que lo que ella tenía era, simplemente, ansia erótica. Bajando la mirada, vio sus ojos, llenos de lágrimas, que lo miraban de arriba abajo. Afectuosamente, pero con cierto malestar, le preguntó:
–Ahora soy yo el que debo preguntarte qué es lo que te pasa.
–Tienes razón –respondió ella. Y empezó de pronto a llorar con silenciosos sollozos, cuyas sacudidas advertía contra su propio cuerpo. Marcello aguardó unos instantes, esperando que acabase aquel llanto incomprensible. Pero en vez de ello, el llanto pareció redoblar de intensidad. Entonces preguntó, fijando la mirada en el techo:
–Pero, ¿se puede saber por qué lloras?
Giulia sollozó un poco más y luego contestó:
–Por ningún motivo... Porque soy una estúpida –y había ya un indicio de consuelo en su dolorida voz.
Marcello inclinó sus ojos hacia los de ella e insistió:
–¡Vamos!, ¿por qué lloras?
La vio mirarlo con aquellos ojos lagrimosos, en que parecía reflejarse ya una luz de esperanza. Luego Giulia esbozó una ligera sonrisa y le sacó el pañuelo del bolsillo. Secóse los ojos, se sonó la nariz, le metió el pañuelo en el bolsillo y, abrazándose de nuevo, le susurró:
–Si te digo por qué lloraba, creerás que estoy loca.
–¡Animo! –dijo él acariciándola–, dime por qué llorabas.
–¡Figúrate! –dijo ella–. Durante el almuerzo te he visto tan distraído, e incluso preocupado, que pensé que ya te habías hartado de mí y estabas arrepentido de haberte casado conmigo... Tal vez por aquello que te expliqué en el tren, lo del abogado, ¿sabes?; o quizá porque te habías dado cuenta de que habías cometido una tontería, tú, con el porvenir que tienes, con tu inteligencia e incluso con tu bondad, al casarte con una desgraciada como yo. Y entonces, al pensar todas estas cosas, creí lo más conveniente adelantarme a ello, o sea, irme sin decirte nada, para evitarte hasta la molestia de la despedida. Y decidí que, apenas llegáramos al hotel, haría las maletas y me marcharía... regresaría inmediatamente a Italia, dejándote en París.
–No hablarás en serio, ¿verdad? –exclamó Marcello sorprendido.
–Y bien en serio –contestó ella sonriendo, halagada, por su estupor–. Piensa que mientras estábamos en el vestíbulo del hotel, y cuando tú te separaste de mí un momento para comprar cigarrillos, me dirigí al recepcionista para rogarle que me reservara un billete en el coche-cama de esta noche para Roma... Como ves, no te lo digo en broma.
–Pero, ¿estás loca? –exclamó Marcello levantando la voz contra su voluntad.
–Ya te he dicho –contestó ella– que pensarías que estoy loca. Sin embargo, en aquel momento estaba segura, absolutamente segura de que te haría un bien marchándome, yéndome. Sí, estaba tan segura –añadió ella incorporándose hasta rozarle la boca con sus labios– como lo estoy ahora de que te doy este beso.
–¿Por qué estabas tan segura? –preguntó Marcello turbado.
–No lo sé... pues como se está seguro de muchas cosas... sin motivo alguno.
–Y luego –no pudo por menos de exclamar él, con un remoto matiz de dolor–, ¿por qué cambiaste de idea?
–¿Por qué? ¿Quién puede saberlo? Quizá porque en el ascensor me miraste de cierta manera o, por lo menos, tuve la impresión de que me mirabas de cierta manera... Pero luego me acordé de que había decidido partir y de que había encargado el billete para el coche-cama, y al pensar entonces que ya no podía volverme atrás, me eché a llorar. –Marcello no dijo nada. Giulia interpretó a su modo este silencio y preguntó–: ¿Estás enfadado por... estás enfadado por lo del coche-cama...? Pero no te preocupes... que se lo vuelven a quedar pagando sólo el veinte por ciento, ¿sabes?
–¡Qué absurdo! –respondió él lentamente y como reflexionando.
–Entonces –dijo ella sofocando una carcajada incrédula en la que, sin embargo, temblaba aún cierto temor–, ¿estás enfadado porque no me he marchado de verdad?
–Otro absurdo –respondió él. Pero esta vez le pareció que no era del todo sincero. Y como para suprimir una última indecisión o un último remordimiento, añadió–: Si te hubieses ido, toda mi vida habría quedado destrozada. –Y esta vez le pareció haber dicho la verdad, aunque de manera ambigua.
¿No habría sido acaso deseable que su vida, aquella vida que había constituido a partir del hecho de Lino, se hundiera del todo en vez de sobrecargarse con otros pesos y otros compromisos, como un edificio absurdo al que su propietario engreído añadiera azoteas, torrecillas y balcones hasta comprometer su solidez? Sintió los brazos de Giulia envolverlo aún más estrechamente, en un abrazo amoroso. Luego la voz de ella le susurró:
–¿Lo dices de verdad?
–Sí –respondió él–, de verdad.
–Pero, ¿qué habrías hecho –insistió ella con su complacida y casi vanidosa curiosidad– si te hubiese dejado de verdad y me hubiese marchado? ¿Habrías corrido detrás de mí?
Él titubeó un momento, para contestar al fin, y de nuevo le pareció que en su voz resonaba aquella lejana compasión:
–No... no lo creo... ¿Acaso no te he dicho que toda mi vida se habría derrumbado?
–¿Te habrías quedado en Francia?
–Sí, tal vez.
–¿Y tu carrera? ¿Habrías destrozado tu carrera?
–Sin ti no habría tenido ya sentido –explicó él con calma–. Hago lo que hago porque estás tú.
–Pero, ¿qué habrías hecho entonces? –Ella parecía sentir un placer cruel en imaginarlo solo, sin ella.
–Habría hecho lo que hacen todos los que abandonan su país y su profesión por motivos de esta índole. Me habría adaptado a cualquier oficio: pinche, marinero, chófer..., o bien me habría enrolado en la Legión Extranjera... Pero, ¿por qué te interesa tanto saberlo?
–Porque sí... por hablar... ¿En la Legión Extranjera? ¿Con otro nombre?
–Probablemente.
–¿Dónde tiene su sede la Legión Extranjera?
–En Marruecos, creo... y también en otras partes.
–En Marruecos... Pero como yo me he quedado... –murmuró ella apretándose más contra él, con una fuerza ávida y celosa. Luego siguió el silencio. Ahora Giulia había dejado de moverse, y cuando Marcello la miró, vio que había cerrado los ojos: parecía dormir. Entonces, también él cerró los ojos, con deseos de amodorrarse. Pero no logró dormir, aunque sentíase postrado por un cansancio y un torpor mentales. Experimentaba una sensación dolorosa y profunda, como de rebelión contra todo su ser. Y acudía con insistencia a su mente un singular parangón: él era un hilo, nada más que un hilo de humanidad, a cuyo través pasaba sin descanso una corriente de energía terrible que no estaba en sus manos rechazar o aceptar. Un hilo semejante a los de la alta tensión, atados a postes sobre los que hay escrito: «Peligro de muerte.» Él era uno de aquellos hilos conductores, y la corriente pasaba a veces a través de su cuerpo sin molestarle, más aún, infundiéndole una mayor vitalidad; en cambio, otras veces, como, por ejemplo, ahora, le parecía demasiado fuerte, demasiado intensa, y entonces habría querido ser hilo no ya tenso y vibrante, sino arrancado y abandonado a la herrumbre sobre un montón de detritos, en el fondo del patio de una fábrica. Por otra parte, ¿por qué precisamente él tenía que soportar el transmitir la corriente mientras muchos otros no eran ni siquiera rozados por ella? Además, ¿por qué la corriente no se interrumpía nunca, no cesaba jamás, ni un solo instante, de fluir a través de él? El parangón se articulaba, se ramificaba en preguntas sin respuestas; y, entretanto, crecía su doloroso y deseoso torpor, nublándole la mente, oscureciéndole el espejo de la conciencia. Finalmente, se adormeció, y le pareció como si el sueño hubiese interrumpido de una forma u otra la corriente y él fuese en realidad, por una vez, un rollo de hilo herrumbroso, arrojado en un rincón junto con otros desechos. Pero en el mismo instante sintió que una mano le tocaba el brazo, sentóse de un salto en la cama y vio a Giulia de pie junto a la cama, ya vestida y con sombrero:
–¿Duermes? ¿No hemos de ir a ver a Quadri?
Marcello se levantó perezosamente, y por un momento fijó en silencio los ojos en la penumbra de la estancia y tradujo mentalmente: «¿No hemos de matar a Quadri?» Luego preguntó, como bromeando:
–¿Y si no fuésemos a ver a Quadri y durmiéramos una buena siesta?
Era una pregunta importante, pensó mirando a Giulia de abajo arriba; y tal vez no sería demasiado tarde para mandarlo todo a paseo. La vio considerarlo incierta, casi descontenta, al parecer, de que le propusiese quedarse en el hotel ahora que había hecho los preparativos para salir. Luego dijo ella:
–Pero ya has dormido casi una hora... Además, ¿no me habías dicho que la visita al tal Quadri era importante para tu carrera?
Marcello calló por unos momentos y luego contestó:
–Si, es cierto... Es muy importante.
–Entonces –contestó ella con jovialidad inclinándose y dándole un beso en la frente–, ¿qué es lo que sigues pensando? ¡Vamos, arriba, no seas perezoso!
–Pero no quisiera ir –dijo Marcello fingiendo bostezar–. Querría sólo dormir –añadió, y esta vez le pareció ser sincero–, dormir, dormir y dormir.
–Ya dormirás esta noche –dijo Giulia ligeramente mientras se encaminaba hacia el espejo y se contemplaba en él con atención–. Has adquirido un compromiso y ahora ya es tarde para cambiar de idea. –Hablaba con ingenua sensatez, como de costumbre. Y era sorprendente –pensó Marcello– y, al mismo tiempo, oscuramente significativo que dijese siempre las cosas justas sin saberlo. En aquel momento sonó el teléfono en la mesita de noche. Marcello, inclinándose sobre un codo, levantó el auricular y se lo llevó al oído. Era el conserje, que informaba haber reservado el coche-cama para Roma aquella misma noche.
–Anúlelo –dijo Marcello sin titubear–, la señora no se marcha, por fin. –Giulia, desde el espejo en que estaba mirándose, le dirigió una mirada de tímida gratitud. Marcello dijo, colgando el aparato–: Ya está hecho. Lo anularán y así no te marcharás.
–¿Estás enfadado conmigo?
–¿Por qué se te ocurre pensar eso?
Bajó de la cama, se puso los zapatos y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se lavaba y peinaba, pensó qué le habría dicho Giulia si le hubiese revelado la verdad sobre su profesión y sobre el viaje de novios. Le pareció poder contestar, sin más, que no sólo no lo habría condenado, sino que, al final, lo habría incluso aprobado, aun asustándose y tal vez preguntándole si era realmente necesario que hiciera lo que hacía. Giulia era buena, sin duda, pero no fuera de los sagrados límites de los afectos familiares. Más allá de estos límites empezaba para ella un mundo oscuro y confuso en el que podía incluso ocurrir que un profesor jorobado y barbudo fuese asesinado por motivos políticos. De la misma forma –concluyó para sí saliendo del cuarto de baño– debía de razonar y sentir la esposa del agente Orlando.
Giulia, que esperaba sentada en la cama, se puso de pie diciendo:
–¿Estás enfadado porque no te he dejado dormir? ¿Habrías preferido no ir a casa de Quadri?
–Por el contrario, has hecho muy bien –respondió Marcello mientras la precedía por el pasillo.
Ahora se sentía robustecido y le parecía no experimentar ya sentimiento alguno de rebelión contra su propio destino. La corriente de energía fluía de nuevo por su cuerpo, pero sin dolor ni dificultad, como por un conducto natural. Fuera ya del hotel, frente al Sena, contempló el perfil gris de la inmensa ciudad, al otro lado de los pretiles, bajo el vasto cielo sereno. Ante él se alineaban los puestos de libros usados, y los paseantes caminaban lentamente, deteniéndose a observarlos. Le pareció incluso ver de nuevo al joven mal vestido, con el libro bajo el brazo, que andaba lentamente a lo largo de los puestos, para subir de nuevo a la acera en dirección a Notre-Dame. O tal vez era otro, semejante en su forma de vestir, en su actitud e incluso en su destino. Pero le pareció mirarlo sin envidia, si bien con frialdad y cierta sensación de impotencia: él era él, y el joven era el joven y no se podía hacer nada. Pasaba un taxi, lo detuvo con una señal de la mano, subió detrás de Giulia y dio al chófer la dirección de Quadri.


INDICE PARTE 3

Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI

EPÍLOGO
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Cuando Marcello entró en casa de Quadri, quedó sorprendido inmediatamente de la diferencia con el apartamento en que lo viera por primera y única vez en Roma. Ya el edificio –levantado en un barrio moderno, en el fondo de una pequeña calle serpenteante, parecido, con sus muchos balcones rectangulares que se proyectaban de la lisa fachada, como una cómoda con todos los cajones abiertos– le había dado la impresión de un vivir obvio y anónimo, informado por una especie de mimetismo social, como si Quadri, al establecerse en París, hubiese tratado de confundirse con la masa uniforme de la burguesía acomodada francesa. Luego, una vez dentro, se acentuó aún más la diferencia: la casa romana era vieja, oscura, estaba atestada de objetos, libros y papeles, se veía polvorienta y abandonada. Esta de París, por el contrario, era luminosa, nueva, limpia, con escasos muebles y ninguna señal de estudios. Esperaron unos minutos en el salón, una estancia espaciosa y desnuda, con un solo grupo de butacas confinadas en un ángulo, en torno a una mesa con cubierta de cristal. El único pormenor de gusto menos habituad era un gran cuadro colgado en una de las paredes, obra de un pintor cubista: una mezcla fría y decorativa de esferas, cubos, cilindros y paralelas diversamente coloreadas. En cambio, libros –aquellos libros que tanto habían sorprendido a Marcello en Roma– no se veía ni uno. Aquello parecía –pensó, considerando el pavimento de madera brillante de cera, las largas y claras cortinas, las paredes vacías– el proscenio de un teatro moderno, un escenario sumario y elegante dispuesto para la representación de un drama de pocos personajes y de una sola situación. ¿Qué drama? Sin duda, el suyo y el de Quadri; pero mientras que la situación le era ya conocida, le parecía, sin saber por qué, que no todos los personajes se le habían manifestado. Todavía faltaba alguno, cuya intervención tal vez modificaría por completo la situación misma.
Casi como para confirmar este oscuro presentimiento, se abrió la puerta del salón del fondo, y en vez de Quadri entró una mujer joven, probablemente la misma –pensó Marcello– que le había hablado en francés por teléfono. Se acercó a través del brillante pavimento, alta y singularmente elástica y graciosa en su forma de andar, con un blanco vestido estival, de falda acampanada. Por un momento, Marcello no pudo impedirse mirar, con una especie de furtivo placer, la sombra de aquel cuerpo, perfilada en la transparencia del vestido: sombra opaca, pero de contornos precisos, elegantes, como de gimnasta o de danzarina. Luego levantó los ojos hasta su rostro y estuvo seguro de haberla visto ya antes, aunque sin poder explicarse cuándo ni dónde. Se acercó a Giulia, le apretó ambas manos con familiaridad casi afectuosa y le explicó en correcto italiano, pero con un sensible acento francés, que el profesor estaba ocupado y que vendría dentro de unos minutos. Menos cordialmente –como le pareció a Marcello–, casi de pasada, lo saludó desde lejos. Luego los invitó a sentarse. Mientras ella hablaba con Giulia, Marcello la estudió atentamente, curioso por definirse a sí mismo el oscuro recuerdo por el que le parecía haberla conocido ya. Era alta, de manos y pies grandes, anchos hombros y cintura de increíble ligereza, realzada por el exuberante pecho y las ampulosas caderas. El cuello, largo y sutil, sostenía un rostro pálido, carente de polvos o coloretes, poco fresco y como macerado, aunque juvenil, de expresión avispada, ansiosa, inquieta y presta. ¿Dónde la había visto antes? Como si se hubiera sentido observada, se volvió de pronto hacia él. Y entonces, por el contraste entre la mirada inquieta e intensa y la luminosa serenidad de la alta frente blanca, comprendió dónde la había visto antes o, mejor, dónde había visto a una persona semejante a ella: en el burdel de S., cuando, al volver a la sala común para recoger su sombrero, encontró a Orlando en compañía de la prostituta Luisa. A decir verdad, toda la semejanza se reducía a la forma particular, blancura y luminosidad de la frente, semejante, también en ésta, a una diadema real; por lo demás, ambas diferían sensiblemente. La prostituta tenía la boca ancha y sutil; ésta, pequeña, carnosa, compacta, comparable –pensó– a una rosa exigua de pétalos densos y algo marchitos. Otra diferencia: la mano de la prostituta era femenina, suave, sensual. Por el contrario, ésta tenía una mano casi de hombre, dura, rojiza, nervuda. Finalmente, la prostituta tenía esa horrible voz ronca tan frecuente entre las mujeres de su profesión. Por el contrario, la voz de ésta era seca, límpida, abstracta, agradable, como una música racional y sutil: una voz de sociedad.
Marcello notó estas semejanzas y estas diferencias. Además, mientras la mujer hablaba con su esposa, observó también la extrema frialdad de su actitud hacia él. Tal vez había sido informada por Quadri de sus pasados sentimientos políticos, y habría preferido no recibirlo. Se preguntó también quién podría ser. Por lo que le parecía recordar, Quadri no estaba casado. Y aquella mujer, por sus modos oficiosos, se habría dicho una secretaria o, por lo menos, una admiradora en funciones de secretaria. Pensó de nuevo en el sentimiento experimentado en la casa de S., cuando vio a la prostituta subir la escalera delante de Orlando: sentimiento de rebeldía impotente, de piedad desgarrada. Y, de pronto, comprendió que aquel sentimiento no había sido en realidad más que deseo de los sentidos enmascarado por un celo espiritual, deseo que ahora volvía en su integridad, y sin enmascarar, por la mujer que estaba sentada frente a él. Le gustaba de una manera nueva y desconcertante; y él deseaba gustarle a ella; y aquella hostilidad que rezumaban todos los gestos de la mujer le dolía amargamente. Al fin dijo, casi contra su voluntad, pensando no en Quadri, sino en ella:
–Tengo la impresión de que nuestra visita no es muy del agrado del profesor. Tal vez se halla demasiado ocupado.
La mujer respondió inmediatamente, sin mirarlo:
–Por el contrario, mi marido me ha dicho que los recibirá con mucho gusto. Se acuerda muy bien de usted. Todos los que vienen de Italia son bien recibidos aquí. Es cierto, está muy ocupado, pero su visita le es particularmente grata. Espere, voy a ver si viene.
Estas palabras fueron pronunciadas con una solicitud inesperada, que caldeó el corazón de Marcello. Cuando hubo salido la mujer, Giulia preguntó a Marcello, aunque sin mostrar curiosidad alguna:
–¿Por qué crees que al profesor Quadri no le gustará recibirnos?
Marcello respondió con calma:
–Me ha hecho pensar en ello la actitud hostil de esta señora.
–¡Es extraño! –exclamó Giulia–, a mí me ha causado la impresión contraria. Me ha parecido tan contenta de vernos... Como si ya nos conociésemos. ¿Tú la habías visto ya antes?
–No –respondió Marcello con la sensación de que mentía–, nunca antes de hoy. No sé ni siquiera quién pueda ser.
–¿No es la mujer del profesor?
–No sé. Ignoro que Quadri esté casado. Tal vez sea su secretaria.
–¡Pero ella ha dicho mi marido! –exclamó Giulia, sorprendida–. ¿Dónde tienes la cabeza? Lo ha dicho bien claro: mi marido. ¿En qué pensabas?
Esto quería decir –no pudo por menos de reflexionar Marcello– que aquella mujer lo turbaba aún al extremo de hacerlo distraído hasta la sordera. Este descubrimiento le causó placer, y por un momento, extrañamente, deseó hablar de ello a Giulia, como si ella no fuese parte en causa, sin una persona extraña a la que hubiese podido confiarse libremente:
–Me había distraído... Conque su esposa, ¿eh? Debe de haberse casado hará poco.
–¿Porqué?
–Porque cuando lo conocí era soltero.
–Pero, ¿os escribíais tú y Quadri?
–No; era mi profesor. Luego se vino a establecer en Francia, y hoy es la primera vez que lo veo desde entonces.
–Es curioso. Creía que erais amigos.
Siguió un largo silencio. Luego se abrió la puerta en la que Marcello fijaba los ojos sin impaciencia, y en el umbral apareció alguien en quien, a primera vista, no reconoció a Quadri. Pero después su mirada pasó de los ojos al hombro y encontró la prominencia que lo elevaba casi hasta la oreja. Entonces comprendió que Quadri, simplemente, se había afeitado la barba. Ahora volvía a encontrar de nuevo la forma peregrina, casi hexagonal, del rostro, aquella su consistencia unidimensional, como de máscara chata pintada y provista de peluca negra. Reconocía también los ojos, fijos y brillantes, circuidos de rojo; la boca informe, una especie de anillo de carne roja y viva. La única novedad era el mentón, escondido antes tras la barba. Era pequeño y ganchudo, profundamente replegado bajo el labio inferior, de una fealdad significativa, que tal vez denotaba un carácter del hombre.
Pero Quadri no vestía ya la levita que Marcello le había visto la primera y la única vez que lo viera en Roma, sino, por el contrario –con esa preferencia que sienten los jorobados por los tonos claros–, un traje deportivo color tórtola. Bajo la chaqueta se veía una camisa de cuadritos rojos y verdes, de estilo americano, y una vistosa corbata. Dirigiéndose hacia Marcello dijo en tono cordial, pero, al mismo tiempo, indiferente por completo:
–Clerici, ¿verdad? Sí, estoy seguro, me acuerdo muy bien de usted, entre otras cosas, porque fue el último estudiante que fue a visitarme antes de mi partida de Italia. Estoy contento de volverlo a ver, Clerici.
También la voz –pensó Marcello– seguía siendo la misma: suavísima y, a la vez, casual; afectuosa y, a la vez, distraída. Entretanto presentó su esposa a Quadri, el cual, con una galantería tal vez ostentosa, se inclinó para besar la mano que le tendía Giulia. Cuando se hubieron sentado, Marcello dijo, con cierto embarazo:
–He venido en viaje de novios a París, y he pensado en venir a verlo. Era mi profesor... Pero tal vez lo haya molestado.
–¡No, en modo alguno, querido hijito! –exclamo Quadri con su acostumbrada dulzura empalagosa–. Por el contrario, me ha gustado mucho. Ha hecho usted muy bien en acordarse de mí. Todo el que venga de Italia, si no por otra cosa, al menos por hablarme en la bella lengua italiana, es bien recibido por mí. –Tomó de la mesa una caja de cigarrillos, miró en su interior y, al ver que contenía sólo uno, lo ofreció, con un suspiro a Giulia–. Tome, señora; yo no fumo, y mi esposa, tampoco, por lo cual olvidamos siempre que a los demás les gusta fumar... ¿Le gusta París? Supongo que no será la primera vez que viene, ¿verdad?
Estaba visto que Quadri quería plantear un diálogo de tipo convencional. Respondió por Giulia:
–No; es la primera vez para ambos.
–En tal caso –dijo Quadri solícitamente– los envidio. Siempre es digno de envidia el que viene por primera vez a esta bellísima ciudad, y, por añadidura, en viaje de bodas y en la estación del año en que nos encontramos, que es la mejor para París. –Suspiró de nuevo y preguntó cortésmente a Giulia–: ¿Y qué impresión le ha causado París, señora?
–¿A mí? –exclamó Giulia mirando no a Quadri, sino a su marido–. En realidad, aún no he tenido tiempo de verlo... Llegamos ayer.
–Verá, señora, es una ciudad muy bella, mejor aún, bellísima –dijo Quadri con acento genérico y como pensando en otro–. Y cuanto más se vive en ella, más conquistado se siente uno por su belleza. Pero, señora, no visite sólo los monumentos, que son notables, sin duda, pero no superiores a los de las ciudades italianas. Dé vueltas por ahí, haga que su marido la acompañe por los barrios de París. La vida de esta ciudad tiene una variedad de aspectos sorprendente en verdad...
–Por ahora hemos visto poco –dijo Giulia, que no parecía darse cuenta del carácter convencional y casi irónico de las palabras de Quadri. Y luego, vuelta hacia el marido, y tendiéndole una mano hasta tocar y acariciar la suya–: ¿Verdad que daremos una vuelta por ahí, Marcello?
–Desde luego –contestó Marcello.
–Deberían –prosiguió Quadri, siempre con el mismo tono–, deberían, sobre todo, conocer al pueblo francés. Es un pueblo simpático, inteligente, libre, y también, aunque ello contradiga en parte la idea que suele tenerse de los franceses, bueno. En ellos, la inteligencia, tan fina y sensible, se ha convertido en una forma de bondad. ¿Conocen a alguien en París?
–A nadie –respondió Marcello–, y, por otra parte, temo que no será posible. Estaremos aquí escasamente una semana.
–¡Es lástima, una verdadera lástima! No se puede apreciar en su justo valor un país si no se conoce a sus habitantes.
–París es la ciudad de las diversiones nocturnas, ¿no es verdad? –preguntó Marcello, que parecía sentirse a sus anchas en esta conversación de manual turístico–. Aún no hemos visto nada, pero queremos verlo. Hay muchas salas de baile y locales nocturnos, ¿no es cierto?
–¡Ah, sí! Los tabarins, las boîtes, las cajas, como las llaman aquí –dijo el profesor con aire distraído–: Montmartre, Montparnasse. A decir verdad, nosotros no las hemos frecuentado mucho. Algunas veces, con motivo del paso por París de algún amigo italiano, hemos aprovechado su ignorancia en tal materia para instruirnos a nosotros mismos... Siempre las mismas cosas..., aunque también siempre hechas con la gracia y la elegancia propias de esta ciudad. Mire usted, señora, el pueblo francés es un pueblo serio, muy serio, con unas costumbres sensiblemente familiares. Tal vez se extrañará si le digo que la gran mayoría de los parisienses no ha puesto jamás un pie en una boîte. La familia aquí es muy importante, mucho más que en Italia. Y a menudo son buenos católicos..., más que en Italia, con una devoción menos formal, pero más sustanciosa. Así, no es de extrañar que dejen las boîtes para nosotros, los extranjeros, boîtes que, por lo demás, constituyen una magnífica fuente de ingresos. París debe una buena parte de su prosperidad precisamente a las boîtes y, en general, a su vida nocturna.
–¡Es curioso! –exclamó Giulia–. Yo creía, por el contrario, que los franceses se divertían mucho de noche. –Enrojeció y añadió–: Me habían dicho que los tabarins están abiertos toda la noche y que están siempre llenos, como en Italia antes por carnaval.
–Sí –contestó el profesor distraídamente–, pero los que van a ellos son, predominantemente, extranjeros.
–No importa –dijo Giulia–, me gustaría mucho ver por lo menos uno, para poder decir que he estado en él.
Se abrió la puerta y entró la señora Quadri trayendo una bandeja con la cafetera y las tazas.
–Perdónenme –dijo alegremente mientras cerraba la puerta con un pie–, pero las camareras francesas no son como las italianas... Hoy es el día libre para mi camarera y se ha marchado inmediatamente después de la comida... Hemos de hacerlo todo nosotros. –Era realmente alegre, pensó Marcello, de una manera realmente imprevista. Y había mucha gracia en la alegría y en los ademanes de aquella persona grande, ligera y desenvuelta.
–Lina –dijo el profesor, perplejo–, la señora Clerici querría ver una boîte... ¿Cuál podemos recomendarle?
–¡Oh, hay tantas! No puede decirse que no haya dónde elegir –replicó ella jovialmente, vertiendo el café en las tazas, con todo su cuerpo apoyado en una pierna, y la otra extendida hacia fuera, como para mostrar aquel pie grande, calzado con un zapato sin tacón–. Hay para todos los gustos y para todos los bolsillos. –Entregó a Giulia la taza y añadió como al acaso–: Pero si pudiéramos llevarlos nosotros, Edmondo, a una boîte, sería una buena ocasión para que pudieras distraerte tú también un poquito.
El marido se pasó una mano por el mentón, como si hubiese querido acariciarse la barba y respondió:
–Sí, ¿por qué no?
–¿Saben qué haremos? –prosiguió ella mientras servía el café a Marcello y a su marido–. Como de todas formas hemos de cenar fuera, cenaremos juntos en un pequeño restaurante de la orilla derecha, no caro, pero donde se come bien. Le coq au vin, y luego, después de cenar, podemos ir a ver un local muy singular..., pero la señora Clerici no deberá escandalizarse.
Giulia rió, contenta al ver aquella alegría:
–No me escandalizo tan fácilmente.
–Es una boîte llamada La cravate noire, la corbata negra –explicó ella sentándose en el sofá al lado de Giulia–, y un local al que van personas un tanto particulares –añadió mirando a Giulia y sonriendo.
–¿Qué tipo de personas?
–Pues mujeres de gustos especiales... verá... la dueña y las camareras van vestidas de smoking y llevan corbata negra. Ya verá: ¡se ven tan graciosas!
–¡Ahora lo entiendo! –exclamó Giulia algo confusa–. Pero ¿pueden ir también los hombres?
Esta pregunta hizo reír a la mujer.
–Desde luego que sí... Es un lugar público, una pequeña sala de baile, dirigida por una mujer de gustos particulares, muy inteligente por lo demás, y puede ir a ella todo el que quiera, pues no se trata de ningún convento. –Reía a pequeñas sacudidas, mirando a Giulia; luego añadió con vivacidad–: Pero si no le gusta podemos ir a otro lugar, aunque, eso sí, menos original.
–¡No! –exclamó Giulia–, podemos ir ahí. Siento curiosidad.
–Desgraciadas... –dijo el profesor genéricamente. Se levantó–: Querido Clerici, quiero decirle que he sentido un gran placer al verlo y que me gustará mucho cenar esta noche con usted y con su esposa... ¿Sigue usted con las mismas ideas y los mismos sentimientos de entonces?
Marcello respondió con calma:
–No me ocupo de política...
–Tanto mejor, tanto mejor. –El profesor le cogió una mano y, apretándosela entre las suyas, añadió–: Quizá podamos tener entonces la esperanza de conquistarlo para nuestra causa –en un tono dulce, angustiado y anhelante, como el de un sacerdote que hablase a un ateo. Se llevó la mano al pecho, junto al corazón, y Marcello pudo ver con estupor, en aquellos ojos redondos y salientes, un brillo de llanto que desviaba y hacía implorante la mirada. Luego, como para esconder aquella emoción, Quadri se dirigió apresuradamente a despedirse de Giulia y salió diciendo–: Mi esposa se pondrá de acuerdo con usted para esta noche.
Cerróse la puerta, y Marcello, algo tímidamente, sentóse en una butaca, ante el sofá en el que estaban las dos mujeres. Ahora, una vez que se había ido Quadri, la hostilidad de la mujer le parecía evidente. Ella trataba de ignorar su presencia y hablaba sólo a Giulia:
–¿Y ha visto usted ya las tiendas de modas, las modistas y los modistas? ¿Rue de la Paix, Faubourg Saint-Honoré, Avenue Martignon?
–La verdad –contestó Giulia con el aire del que oye por primera vez aquellos nombres–, la verdad es que no los he visto.
–¿Le gustaría ver aquellas calles, entrar en cualquier tienda, visitar alguna casa de modas? Le aseguro que es muy interesante –continuó la señora Quadri con una afabilidad insistente, insinuante, envolvente, protectora.
–Desde luego. –Giulia miró a su marido y añadió–: Me gustaría comprar algo; por ejemplo, un sombrero.
–¿Quiere que la acompañe yo? –propuso la mujer como llegando a la conclusión obligada de todas las preguntas–. Conozco bien algunas casas de modas, e incluso podría darle algún consejo.
–¡Ojalá! –exclamó Giulia con insegura gratitud.
–¿Podemos ir ahora, esta tarde, dentro de una hora? ¿Permite usted, verdad, que lo prive de la presencia de su mujer durante unas horas? –dirigió estas últimas palabras a Marcello, pero en un tono muy distinto del empleado para dirigirse a Giulia: expeditivo, casi despectivo. Marcello se sobresaltó y respondió:
–Desde luego, si le gusta a Giulia.
Le pareció entender que su esposa habría preferido sustraerse a la tutela de la señora Quadri; por lo menos, a juzgar por la mirada interrogativa que le dirigió ella; y se dio cuenta de que, a su vez, él le contestaba con una mirada que le ordenaba aceptar. Pero inmediatamente después se preguntó: ¿Lo hago porque esta mujer me gusta y quiero volver a verla, o bien porque estoy cumpliendo una misión y no me conviene que esté descontenta? De pronto le pareció muy angustioso no saber si hacía las cosas porque le gustaba hacerlas o porque convenía a sus planes. Entretanto, Giulia objetó:
–Pero antes me gustaría haber ido un momento al hotel.
La otra no la dejó acabar:
–¿Quiere usted descansar algo antes de salir? ¿Arreglarse un poco? Si es así, no es necesario que vaya al hotel. Puede descansar aquí, en mi cama. Sé lo fatigoso que es, cuando se viaja, dar vueltas todo el día, sin un solo momento de descanso, sobre todo para nosotras las mujeres... Venga, venga conmigo, querida. –Antes de que Giulia hubiese tenido tiempo de respirar, ella la había obligado a levantarse del sofá, y ahora la empujaba, suave, pero firmemente, hacia la puerta. Ya en el umbral, y como si tratara de tranquilizarla, le dijo en tono agridulce–: Su marido la esperará aquí. No tenga miedo, no lo perderá. –Luego, ciñéndole la cintura con un brazo, la sacó al pasillo y cerró la puerta. Al quedar solo, Marcello se puso en pie de un salto y dio algunos pasos por la estancia. Le parecía claro que la mujer sentía una aversión irreductible contra él y quería conocer el motivo. Pero, al llegar a este punto, sus sentimientos se hacían confusos: De una parte, le dolía la hostilidad de una persona como aquélla, por la que, contrariamente a lo que parecía ocurrir, habría querido ser amado. De otra, le preocupaba la idea de que ella supiera la verdad sobre él, porque en tal caso, la misión, además de difícil se haría peligrosa. Pero lo que más lo hacía sufrir tal vez fuese el sentir cómo estas dos inquietudes, tan distintas, se confundían, y él era casi incapaz de distinguir la una de la otra; la del amante que se ve rechazado, de la del agente que se teme descubierto. Por otra parte –como comprendió con un asalto rebosante de su antigua melancolía–, aunque hubiese logrado disipar la hostilidad de la mujer, se habría visto obligado, una vez más, a poner al servicio de su misión las relaciones que hubieran podido seguirse de ello. Como cuando propuso al Ministerio combinar el viaje de bodas con la misión política. Como siempre. A su espalda abrióse la puerta y volvió a entrar la señora Quadri. Se acercó a la mesa y dijo–: Su esposa está muy cansada y creo que se ha quedado dormida en mi cama... Más tarde saldremos juntas.
–Eso quiere decir –dijo Marcello con calma– que me despide usted.
–¡Oh, Dios mío, no! –respondió ella en tono frío y mundano–. Pero yo tengo mucho que hacer, también el profesor, y usted se vería obligado a permanecer solo aquí en el salón. Podría usted hacer algo mucho mejor en París.
–Perdone –dijo Marcello poniendo ambas manos sobre el respaldo de una butaca y mirándola–, pero me parece que siente usted hostilidad hacia mí, ¿no es verdad?
Ella contestó rápidamente, con precipitada intrepidez:
–¿Y le extraña?
–La verdad, sí –dijo Marcello–; no nos conocemos para nada y hoy es la primera vez que nos vemos.
–Yo lo conozco muy bien –lo interrumpió ella–, aunque usted no me conozca a mí.
«Ya está», pensó Marcello. Comprobó que la hostilidad de la mujer, confirmada ahora de manera indudable, despertaba en su corazón un dolor agudo, casi como para hacerlo gritar. Suspiró, angustiado, y dijo lentamente:
–¡Ah!, ¿me conoce usted?
–Sí –respondió ella con los ojos brillantes de luz agresiva–, sé que es usted un funcionario de la Policía, un soplón pagado por su Gobierno. ¿Se extraña ahora de que le sea hostil? No sé si los otros podrán hacerlo, pero yo no he podido sufrir jamás a les mouchards, a los soplones –añadió traduciendo del francés con una cortesía insultante.
Marcello bajó la cabeza y calló por un momento. Sufría terriblemente. El desprecio de aquella mujer era como un hierro sutil que le hurgase sin piedad en una herida abierta. Finalmente, dijo:
–Y su marido, ¿lo sabe?
–Desde luego –respondió ella con injurioso estupor–. ¿Cómo puede usted pensar que no lo sepa? Ha sido él el que me lo ha dicho.
«¡Ah, están bien informados!», no pudo por menos de pensar Marcello. Prosiguió en tono equitativo:
–¿Por qué, entonces, nos han recibido? ¿No habría sido más fácil negarse a hacerlo?
–En efecto, yo no habría querido hacerlo –dijo ella–, pero mi marido es distinto... Mi marido es una especie de santo. Aún sigue creyendo que la bondad es el mejor sistema.
«Un santo muy taimado», habría querido contestar Marcello. Pero se le ocurrió pensar que era precisamente así: todos los santos debieron de haber sido muy taimados; y calló. Añadió:
–Me disgusta mucho que me sea usted hostil. Porque, la verdad es que usted me resulta muy simpática.
–Gracias: pero su simpatía me horroriza. Más tarde, Marcello se preguntó qué le había ocurrido en aquel momento: fue como un deslumbramiento que parecía partir de la luminosa frente de la mujer, y, al mismo tiempo, un profundo impulso violento, poderoso, mezclado de turbación y de desesperado afecto. De pronto se dio cuenta de que había cogido a la señora Quadri, de que le rodeaba la cintura con un brazo, de que la atraía hacia sí y le decía en voz baja:
–Y también porque me gusta usted mucho.
Apretada contra él de forma que Marcello podía sentir la inflamada blandura del pecho de ella palpitar contra el suyo, la mujer lo miró por un momento como sobresaltada; luego:
–¡Magnífico! –gritó con voz penetrante–. ¡De viaje de bodas y ya empieza a traicionar a su mujer! –Hizo un furioso ademán para liberarse del brazo de Marcello y añadió–: ¡O me deja, o llamo a mi marido! –Marcello la soltó inmediatamente; pero la mujer, arrebatada por su impulso hostil, se volvió contra él, como si la sujetara aún entre sus brazos, y le dio una bofetada. Ella pareció arrepentirse inmediatamente de su acción. Se dirigió a la ventana, miró un momento fuera y luego, volviéndose, dijo bruscamente–: Perdóneme.
Pero a Marcello le pareció que no sentía tanto arrepentimiento como temor del efecto que podía producir la bofetada. Pensó que había más cálculo y buena voluntad que remordimiento en el tono reacio e incluso malévolo de su voz. Él dijo con decisión:
–Bueno, lo único que me queda por hacer es retirarme. Le ruego que advierta a mi esposa y la haga venir aquí... Y excúsenos ante su marido para esta noche... Dígale que había olvidado que tenía otro compromiso..
Pensó que aquella vez había terminado todo, y que hasta la misión, a causa de su amor por la mujer, estaba comprometida.
Trató de apartarse del camino que ella debía recorrer para dirigirse a la puerta. Pero vio que ella lo miraba fijamente unos momentos, esbozaba una mueca de descontento caprichoso y luego se dirigía hacia él. Marcello notó que en sus ojos se había encendido una llama turbia y resuelta. Cuando se hallaba a un paso de él, ella levantó lentamente un brazo y, de lejos, extendió la mano hasta la mejilla de Marcello y dijo:
–No, no se vaya. También usted me gusta mucho. No se vaya y olvide cuanto ha pasado. –Entretanto, con la mano le acariciaba lentamente la mejilla, con un ademán cursi, pero seguro, lleno de voluntad imperiosa, como si tratara de quitar de ella el escozor del reciente bofetón.
Marcello la miraba, miraba su frente, y bajo la mirada de ella, al contacto algo áspero de la mano masculina, sentía con estupor –porque era la primera vez que la experimentaba– una turbación profunda, emocionada, llena de afecto y de esperanza, que le llenaba el pecho y le impedía la respiración. Ella estaba ante él con el brazo extendido, acariciándolo, y él, con una sola mirada, tuvo la sensación de que su belleza era algo que estaba destinado para él desde siempre, casi como una vocación de toda su vida: y comprendió que la había amado siempre, antes de aquel día, antes aún de haberla presentido en la mujer de S. Sí –pensó–, éste era el sentimiento de amor que habría de tener por Giulia si la hubiese amado y que, por el contrario, sentía por aquella mujer, a la que no conocía. Luego se acercó a ella, con los brazos extendidos y con ademán de abrazarla. Pero la mujer se separó en seguida, aunque de una manera que le pareció afectuosa y cómplice; y, poniéndose un dedo en los labios, murmuró:
–Ahora vete. Nos veremos esta noche.
Y antes de que Marcello pudiera darse cuenta, ella lo había hecho salir del salón, empujado hacia el pasillo y abierto la puerta. Luego se cerró ésta, y Marcello se encontró de nuevo en el descansillo de la escalera.

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CAPÍTULO VI

Lina y Giulia descansarían y luego irían a visitar las casas de modas. Después, Giulia volvería al hotel, y más tarde, los Quadri irían a recogerlos para ir todos juntos a cenar. Eran casi las cuatro, por lo que faltaban aún más de cuatro horas para la cena. Pero sólo tres para que Orlando telefonease al hotel con objeto de enterarse de la dirección del restaurante. Marcello disponía, pues, de tres horas para estar solo. Cuanto había ocurrido en casa de Quadri le hacía desear la soledad, si no por otra cosa, al menos para tratar de comprenderse mejor a sí mismo. Porque –como pensó al bajar la escalera– mientras la conducta de Lina –con un marido mucho más viejo que ella y absorbido del todo por la política– no era sorprendente, el suyo, por el contrario, pocos días después de su matrimonio y en pleno viaje de bodas, lo espantaba y, aunque vagamente, lo halagaba. Hasta ahora había creído que se conocía bastante bien y que estaba en condiciones de dominarse siempre que lo quisiera. Pero ahora se daba cuenta –no sabía si con más miedo que complacencia– de que tal vez estaba equivocado.
Caminó un trozo de una callejuela a otra, hasta desembocar, finalmente, en una ancha calle, que trepaba en ligera pendiente: la Avenue de la Grande Armée, como leyó sobre la pared de una casa. Y, en efecto, cuando levantó la mirada, imprevisto y enorme, apareció ante sus ojos el erguido rectángulo del Arco del Triunfo, que se perfilaba de lado en lo alto de la calle. Macizo, pero fantasmagórico a la vez, parecía suspendido del pálido cielo, tal vez a causa de la neblina estival, que le daba un tono azulado. Mientras andaba, con los ojos fijos en la mole triunfal, Marcello experimentó de pronto una sensación nueva para él, embriagadora, de libertad y de disponibilidad, como si, de improviso, le hubiesen quitado de encima un gran peso que lo oprimiese y anduviese más ligero, casi volando. Se preguntó por un momento si habría de atribuir este sensible alivio al simple hecho de encontrarse en París, lejos de las habituales estrecheces, frente a aquel grandioso monumento: había ocasiones en que confundía con movimientos profundos del espíritu efímeras sensaciones de bienestar físico; luego, al pensar nuevamente en ello, comprendió que aquella sensación derivaba, por el contrario, de la caricia de Lina. Advirtió el flujo de pensamientos tumultuosos e inquietantes que afloraban a su mente ante el recuerdo de aquella caricia. Maquinalmente se pasó una mano por la mejilla, allí donde se había posado la palma de ella. Y no pudo por menos de cerrar los ojos con dulzura, para saborear de nuevo el contacto de la mano áspera e intrépida que dio vueltas en torno a su mejilla, casi como para reconocer afectuosamente su contorno. ¿Qué era el amor –se preguntó Marcello mientras subía por la ancha acera, con la mirada dirigida hacia el Arco del Triunfo–, qué era el amor por el que ahora –y se daba perfecta cuenta de ello– se disponía tal vez a destrozar toda su vida, a abandonar a la mujer apenas desposada, a traicionar su fe política, a arrojarse a los riesgos de una aventura irreparable? Recordó que muchos años atrás, al contestar a esta pregunta, formulada por una compañera de universidad, que rechazaba obstinadamente sus galanteos, le había dicho, despechado, que, para él, el amor era una vaca detenida en medio del prado, en primavera, y el toro levantándose sobre sus patas delanteras para montarla. Aquel prado –pensó una vez más– era la alfombra burguesa del salón de Quadri; Lina, la vaca, y él, el toro. Desnudo, pese a la diferencia del lugar y a los miembros no animales, se comportarían de una manera semejante por completo a los dos animales. Y el furor del deseo, desfogado con desmañada y urgente violencia, sería también el mismo. Pero aquí acababan las semejanzas, al mismo tiempo tan obvias y tan poco importantes. Porque, por una misteriosa y espiritual alquimia, aquel furor no tardaba en transformarse en pensamientos y sentimientos lejanísimos, los cuales, aun recibiendo el sello de la necesidad, no habrían podido en modo alguno referirse sólo a él. El deseo era, en realidad, únicamente la ayuda decisiva y poderosa de la naturaleza a algo que existía antes que ella y sin ella. La mano de la naturaleza que extraía de las vísceras del porvenir al niño completamente humano y moral de las cosas futuras.
«En pocas palabras –pensó, tratando de reducir y amortiguar la exaltación extraordinaria que se había apoderado de su ánimo–, en pocas palabras, deseo abandonar a mi esposa durante el viaje de bodas, desertar de mi puesto durante una misión, para convertirme en el amante de Lina y vivir con ella en París. En pocas palabras –continuó–, haré sin duda estas cosas si reconozco que Lina me ama como yo la amo, por los mismos motivos y con la misma intensidad.»
Si le quedaba alguna duda respecto a la seriedad de esta decisión, no tardó en desaparecer, porque, llegado al término de la Avenue de la Grande Armée, levantó los ojos hacia el Arco del Triunfo. En efecto, ahora, reclamado por la analogía de la vista de aquel monumento levantado para celebrar las victorias de una gloriosa autocracia, le pareció como si se compadeciera de aquella otra autocracia a la que hasta ahora había servido y a la que se disponía a traicionar. Aligerado y hecho casi inocente por la sensación anticipada de esta traición, el papel que había desempeñado hasta aquella mañana se le mostraba ahora más comprensible y, sin embargo, más aceptable; no ya, como se le había mostrado hasta entonces, el fruto de una voluntad externa de normalidad y de rescate, sino casi como una vocación o, por lo menos, una inclinación no del todo artificiosa. Por otra parte, este lamento tan indiferente y ya retrospectivo era un indicio seguro de la irrevocabilidad de su decisión.
Esperó largo rato a que se interrumpiese el carrusel de los coches que giraban en redondo en torno al monumento y, una vez atravesada la plaza, marchó directamente hacia el Arco y penetró, sombrero en mano, bajo la bóveda donde se hallaba la lápida del Soldado Desconocido. He aquí, en las paredes del Arco, la lista de las batallas ganadas, cada una de las cuales había significado para multitud de hombres una fidelidad y entrega muy parecidas a aquellas que lo habían ligado a su Gobierno hasta pocos minutos antes. He aquí la tumba velada por la llama perennemente encendida, símbolo de otros sacrificios no menos completos. Al leer los nombres de las batallas napoleónicas, no pudo por menos de recordar la frase de Orlando: «Todo por la familia y por la patria»; y comprendió, de pronto, que lo que lo distinguía del agente tan convencido y, a la vez, tan impotente para justificar de una manera racional su propia convicción, era sólo su capacidad de elección, acechada por la melancolía que lo perseguía desde tiempo inmemorial. Sí –pensó–, él había elegido ya en el pasado, y ahora se disponía a elegir de nuevo. Y su melancolía era precisamente la melancolía mezclada con el lamento que suscita el pensamiento de las cosas que habrían podido ser y a las que, al elegir, era preciso renunciar.
Salió de debajo del Arco, esperó de nuevo que se interrumpiese el paso de los coches y alcanzó la acera de los Campos Elíseos. Le pareció como si el Arco se extendiese cual una sombra invisible sobre la rica y alegre calle que bajaba de él, y como si corriera un nexo indudable entre aquel belicoso monumento y la prosperidad pacífica y alegre de la multitud que llenaba las aceras. Pensó entonces que también éste era un aspecto de aquello a lo que renunciaba: una grandeza sangrienta e injusta que se transmutaba más tarde en alegría y en riqueza ignorante de sus orígenes, un sacrificio cruento que, con el tiempo, se convertía, para las generaciones posteriores, en poder, libertad y comodidad. He aquí otros tantos argumentos en favor de Judas, pensó humorísticamente.
Pero la decisión estaba ya tomada y sólo tenía un deseo: pensar en Lina y en por qué y cómo la amaba. Con el alma llena de este deseo, bajó lentamente los Campos Elíseos para detenerse de cuando en cuando a observar los escaparates, los periódicos expuestos en los quioscos, la gente sentada en los cafés, los carteles de los cines, los letreros de los teatros. La multitud que se apiñaba en las aceras los rodeaba por todas partes con un pululante movimiento que le parecía el movimiento mismo de la vida. Las cuatro filas de coches, dos en cada sentido, que subían y bajaban por la larguísima calle, las veía con su ojo derecho; ante el izquierdo se alternaban los fastuosos comercios, los alegres letreros, los atestados cafés. A medida que caminaba, apresuraba el paso, casi deseoso de dejar tras él el Arco del Triunfo, que ya, como comprobó en determinado momento al volverse, se había hecho remoto y, por la lejanía y la calina estival, inmaterial por completo. Cuando llegó al fondo de la calle, buscó un banco a la sombra de los árboles de los jardines y se sentó en él, contento de poderse dedicar en paz al pensamiento de Lina.
Quiso trasladarse con la memoria a la primera vez que había advertido su existencia: en la visita al burdel de S. ¿Por qué la mujer entrevista en la sala común junto al agente Orlando le había inspirado un sentimiento tan nuevo y violento? Recordó que había quedado impresionado por la luminosidad de la frente de ella, y comprendió que lo que le había atraído, primero en aquella mujer y luego, más cumplidamente, en Lina, era la pureza que le había parecido entrever, mortificada y profanada en la prostituta, y triunfante en Lina. La repugnancia de la decadencia, de la corrupción y de la impureza que lo había perseguido toda la vida y que no había logrado mitigar su matrimonio con Giulia, comprendía ahora que sólo podía disiparla la radiante luz de que estaba circuida la frente de Lina. Le pareció una señal de buen agüero la coincidencia de los nombres: Lino, que le había inspirado por primera vez aquella repugnancia, y Lina, que lo liberaba de ella. Así, natural y espontáneamente, por la sola fuerza del amor, encontraba de nuevo, a través de Lina, la tan ansiada normalidad. Pero no la normalidad casi burocrática que había perseguido durante todos aquellos años, sino otra normalidad, de especie casi angelical. Frente a aquella normalidad luminosa y etérea, la pesada carga de sus compromisos políticos, de su matrimonio con Giulia, de su vida conveniente y lánguida de hombre de orden, se revelaba sólo con un simulacro embarazoso que había adoptado en la inconsciente espera de un destino más digno. Ahora se liberaba de él y se volvía a encontrar a sí mismo a través de los mismos motivos que, contra su voluntad, se lo habían hecho aceptar.
Mientras, sentado en el banco, se abandonaba a estos pensamientos, su vista cayó de improviso sobre un coche grande que, bajando en dirección a la plaza de la Concordia, parecía enlentecer gradualmente la marcha; y, en efecto, se detuvo junto a la acera, a poca distancia de él. Era un coche negro y viejo, aunque de lujo, de forma anticuada, que parecía realzada por el brillo y limpieza casi excesivos de los metales de la carrocería. Un Rolls Royce, pensó. Y de pronto fue asaltado por una temerosa inquietud mezclada, sin saber por qué, con una horrenda sensación de familiaridad. ¿Dónde y cuándo había visto antes aquel coche? El chófer, un hombre delgado y canoso, con uniforme gris oscuro, tan pronto como se detuvo el coche, bajó para abrir la portezuela, y entonces, aquel ademán trajo a la memoria de Marcello una imagen en respuesta a su pregunta: el mismo coche, del mismo color y de la misma marca, parado en la esquina de la calle, en el camino cercano a la escuela, y Lino inclinándose para abrirle la portezuela, a fin de que él subiese a su lado. Entretanto, mientras el chófer permanecía junto a la portezuela con la gorra en la mano, una pierna masculina –embutida en un pantalón de franela gris y terminada en un pie calzado con un zapato de un amarillo bruñido y brillante como los metales del coche– salía con precaución; luego el chófer tendió la mano y apareció a la vista de Marcello la persona entera, mientras bajaba fatigosamente a la acera. Era un hombre anciano, como pudo juzgar, delgado y muy alto, de cara rojiza y cabellos aún rubios, al parecer; de paso vacilante y que se apoyaba en un bastón rematado en una goma, pese a lo cual, daba una impresión singularmente juvenil. Marcello lo observó con atención mientras se acercaba con lentitud al banco, y se preguntó de dónde le venía al viejo aquel aire de juventud; luego comprendió: le daba aquel aspecto joven la forma del peinado, con la raya a un lado, y la corbata de mariposa, verde, sujeta al cuello de una camisa vivaz, de rayas rojas y blancas. El viejo caminaba con la cabeza baja; pero tan pronto como llegó al banco, la levantó, y Marcello pudo ver que tenía los ojos azules, límpidos, de una dureza ingenua y también juveniles. Finalmente se sentó, con gran trabajo, junto a Marcello, y el chófer, que lo había seguido paso a paso, le alargó inmediatamente un pequeño envoltorio de papel blanco. Luego, tras una breve inclinación, volvió al coche, subió al mismo y permaneció firme en su puesto, tras el parabrisas.
Marcello, que había seguido con los ojos la llegada del viejo, los mantenía ahora bajos, reflexionando. Habría querido no haber experimentado jamás tanto horror a la vista de aquel coche, tan parecido al de Lino; y ya sólo esto era para él motivo de turbación. Pero lo que más lo espantaba era la viva, turbia y acre sensación de sumisión, de impotencia y de servidumbre que acompañaba a la repugnancia. Era como si todos aquellos años no hubiesen pasado o, peor aún, hubiesen pasado en vano, y él fuese aún el muchacho de otro tiempo, y en el coche lo esperase Lino, y él se dispusiera a subir al auto, obediente a la invitación de Lino. Le parecía sentir una vez más el antiguo chantaje, pero esta vez no era ya Lino el que se lo hacía, con el señuelo de una pistola, sino su propia carne, memorable y turbada. Aterrorizado por la reaparición imprevista y perturbadora de un fuego que creía ya apagado, exhaló un suspiro y se hurgó mecánicamente en los bolsillos, en busca de los cigarrillos. Inmediatamente, una voz le dijo, en francés:
–¿Cigarrillos? Aquí los tiene. –Volvióse y vio que el viejo, con su rojiza mano, algo temblorosa, le alargaba un paquete, intacto, de cigarrillos americanos. Mientras tanto lo miraba con expresión singular, imperiosa y benévola a la vez. Marcello, lleno de embarazo, y sin darle las gracias, tomó el paquete, lo abrió apresuradamente, sacó un cigarrillo y devolvió el paquete al viejo. Pero éste, cogiendo el paquete y metiéndolo, con mano autoritaria, en el bolsillo de Marcello, dijo en tono alusivo–: Son para usted. Puede quedárselos.
Marcello sintió que enrojecía y luego empalidecía, por no sabía que mezcla de ira y de vergüenza. Por suerte para él, detuvo la mirada en sus propios zapatos; estaban blancos de polvo y deformados por lo mucho que había andado. Entonces pasó por su mente la idea de que tal vez el viejo lo hubiese confundido con algún mendigo o desocupado; y entonces se apagó su cólera.
Sin ostentación, simplemente, se sacó el paquete del bolsillo y lo dejó sobre el banco, entre los dos.
Pero el viejo no advirtió su restitución, pues no reparaba ya en él. Marcello lo vio abrir el paquete que le había entregado el chófer y sacar de él un trozo de pan. Lo partió lenta y laboriosamente, con sus temblorosas manos, y tiró al suelo dos o tres pedacitos. Inmediatamente, de uno de los frondosos árboles que daban sombra al banco, voló hasta el suelo un gorrión gordito y familiar. Dando saltitos, llegó hasta uno de los pedazos de pan, volvió la cabeza dos o tres veces para mirar a su alrededor y luego cogió con el pico el pan y empezó a devorarlo. El viejo dejó caer tres o cuatro pedazos más, y otros pájaros bajaron de las ramas a la acera. Con el cigarrillo encendido entre los labios y los ojos entreabiertos, Marcello observaba la escena. El viejo, aunque inclinado y con las manos temblorosas, conservaba en realidad algo de la adolescencia, o, mejor aún, no era necesario realizar un gran esfuerzo para imaginarlo adolescente. De perfil, su boca sonrosada y caprichosa; su nariz recta y grande; sus cabellos rubios, que le caían en un mechón casi travieso sobre la frente, hacían incluso pensar en que había sido un adolescente agraciado; tal vez uno de aquellos atletas nórdicos que unen la gracia de la muchacha a la fuerza viril. Doblado sobre sí mismo, con la cabeza pensativamente inclinada sobre el pecho, desmenuzó todo el pan y se lo echó a los pajaritos. Luego, sin moverse ni volverse, y siempre en francés, preguntó:
–¿De qué país es usted?
–Italiano –respondió brevemente Marcello.
–¿Cómo no se me habrá ocurrido? –exclamó el viejo dándose, con vivacidad colérica, un fuerte golpe en la frente–. Me estaba preguntando precisamente dónde habría podido yo ver un rostro como el suyo, tan perfecto. ¡Estúpido, pues en Italia, qué diablos! ¿Y cómo se llama usted?
–Marcello Clerici –respondió Marcello, tras un momento de titubeo.
–Marcello –repitió el viejo levantando la cabeza y mirando ante sí. Siguió un largo silencio. El viejo parecía reflexionar o, mejor –como pensó Marcello–, esforzarse en recordar algo. Finalmente, con aire triunfal, se volvió hacia Marcello y recitó–: «Heu miserande puer, si qua fata aspera rumpas, tu Marcellus eris.» –Eran versos que Marcello conocía muy bien, por haberlos traducido en la escuela y porque entonces le habían atraído las bromas de sus compañeros. Pero dichos en aquel momento, tras el ofrecimiento del paquete de cigarrillos, aquellos famosos versos adquirieron un sentido desagradable de estúpida lisonja. Este sentido se trocó en irritación cuando vio que el viejo le lanzaba una mirada que lo abarcó de la cabeza a los pies y luego le informó–: Virgilio.
–Sí, Virgilio –repitió secamente–. Y usted, ¿de dónde es?
–Inglés –contestó el viejo hablando de pronto, peregrinamente, en un italiano áulico y, tal vez, irónico. Luego, más peregrinamente aún, mezclando el napolitano con el italiano–: Yo he vivido en Nápoles muchos años. ¿Eres napolitano?
–No –contestó Marcello, desconcertado por aquel tuteo inesperado.
Ahora los pájaros, tras haber acabado con el pan, habían vuelto a las ramas de los árboles; unos pasos más allá, junto a la arena, el Rolls Royce estaba parado, esperando. El viejo cogió el bastón y se puso en pie fatigosamente, diciendo a Marcello en tono de mando, esta vez en francés:
–¿Quiere acompañarme hasta el coche? ¿Le molestaría darme el brazo? –Mecánicamente, Marcello le extendió el brazo. El paquete de cigarrillos había quedado en el banco, en el mismo sitio en que Marcello lo había dejado–. Olvida usted los cigarrillos –dijo el viejo designando el objeto con la punta del bastón. Marcello fingió no haberlo oído y dio el primer paso hacia el coche. Pero esta vez el viejo no insistió y se puso a andar a su lado. El viejo caminaba lentamente, con mucha mayor lentitud que cuando, antes, andaba solo; y con la mano se apoyaba en el brazo de Marcello. Pero esta mano no permanecía quieta: iba arriba y abajo por el brazo del joven, con una caricia ya posesiva. Marcello sintió de pronto que le faltaba la respiración y, levantando los ojos, comprendió por qué: el coche estaba allí, los esperaba a ambos, y él, como comprendió, sería invitado a subir al mismo, como muchos años antes. Pero lo que más lo aterraba era saber que no rechazaría la invitación. Con Lino había habido, además del deseo de poseer la pistola, una especie de inconsciente coquetería. Con éste –como se dio cuenta con estupor–, casi la memorable sujeción de quien, habiendo estado ya sometido en el pasado a una oscura tentación, cogido por sorpresa, tras muchos años, por la misma insidia, no encuentra razones para oponerse a ella. Como si Lino hubiese gozado con él, pensó; como si él, en realidad, no hubiese resistido a Lino y no lo hubiese matado. Estos pensamientos pasaron con toda rapidez por su mente, como si, más que pensamientos, hubiesen sido iluminaciones. Luego levantó la vista y vio que habían llegado junto al coche. El chófer se había apeado y esperaba junto a la portezuela abierta, con la gorra en la mano. El viejo, sin soltarle el brazo, dijo–: ¿Quiere usted subir?
Marcello respondió en seguida, contento de su propia resolución:
–Gracias, pero tengo que ir a mi hotel. Me espera mi esposa.
–¡Pobrecita! –exclamó el viejo con maliciosa familiaridad–. Hágala esperar un poco. Le hará bien.
O sea, que había que explicarse, pensó Marcello. Dijo:
–No nos entendemos. –Titubeó unos momentos y luego captó con el rabillo del ojo a un joven vagabundo que se había detenido junto al banco en el que había quedado el paquete de cigarrillos y añadió–: Yo no soy lo que usted cree... Tal vez busque usted a uno de aquéllos –y señaló al vagabundo, que, en aquel momento, con un rápido movimiento, se metía furtivamente el paquete en el bolsillo.
El viejo miró también hacia el banco, sonrió y contestó con descarada jocosidad:
–De ésos tengo cuantos quiero.
–Lo lamento –dijo fríamente Marcello, sintiéndose del todo seguro; e hizo ademán de marcharse. El viejo lo retuvo:
–Permítame, por lo menos, que lo acompañe.
Marcello titubeó y luego miró el reloj.
–Muy bien, acompáñeme, si es que eso le gusta.
–Me gusta mucho. –Subieron, en primer lugar, Marcello, y luego, el viejo. El chófer cerró la portezuela y subió rápidamente a su puesto–. ¿Dónde? –preguntó el viejo. Marcello dio el nombre del hotel. El viejo, volviéndose hacia el chófer, dijo algo en inglés. El coche partió. Era un coche silencioso y cómodo, como comprobó Marcello mientras el automóvil corría rápida y tácitamente bajo los árboles de las Tullerías, en dirección a la plaza de la Concordia. El interior estaba forrado de fieltro gris; un florero de cristal, de forma antigua, fijado en la portezuela, contenía algunas gardenias. El viejo, tras un momento de silencio, se volvió hacia Marcello y dijo–: Perdóneme por lo de los cigarrillos. En verdad lo había confundido con un pobre.
–No importa –respondió Marcello.
Después de un nuevo silencio, prosiguió el viejo:
–Raramente me equivoco... Habría jurado que usted... Estaba tan seguro, que casi me avergoncé de recurrir al pretexto de los cigarrillos. Estaba convencido de que bastaría una mirada.
Hablaba con desenvoltura cínica, alegre, cortés. Y no cabía duda de que el viejo seguía considerando a Marcello un invertido. Su tono de complicidad era tan autoritario, que Marcello sintióse casi tentado a complacerlo y contestar. «Sí, quizá tenga usted razón. Lo soy... sin saberlo, contra mi voluntad... Y he tenido la confirmación de ello al aceptar subir a su coche.» Pero, en vez de ello, dijo secamente:
–Se ha equivocado usted; eso es todo.
–Ya. –El coche daba ahora la vuelta en torno al obelisco de la plaza de la Concordia. Luego se detuvo de pronto ante el puente. El viejo dijo–: ¿Sabe usted qué me lo hizo pensar?
–¿Qué?
–Sus ojos... tan dulces, tan acariciadores, pese a esforzarse por mostrarse duros. Ellos hablan, contra su voluntad.
Marcello no dijo nada. El coche, tras una breve parada, reanudó su marcha, cruzó el puente y, en vez de coger la calzada que corría a lo largo del Sena, se adentró por la calle abierta tras la Cámara de los Diputados. Marcello, sobresaltado, se dirigió al viejo:
–Mi hotel está junto al Sena.
–Vamos a mi casa –dijo el viejo–. ¿No quiere usted venir a beber algo? Lo entretendré sólo un rato. Luego podrá volver al lado de su esposa.
De pronto, Marcello pareció experimentar de nuevo aquella sensación de humillación y de furor impotente de muchos años atrás, cuando los compañeros le pusieron una falda al grito de «¡Marcellina!». Lo mismo que aquellos compañeros, el viejo no creía en su virilidad; y lo mismo que sus compañeros, se obstinaba en considerarlo como una especie de mujer. Dijo entre dientes:
–Le ruego que me lleve al hotel.
–Pero, ¿por qué? Si se trata sólo de un momento...
–He subido sólo porque se me había hecho tarde y me resultaba cómodo que me acompañara usted... Pues bien, acompáñeme.
–Es extraño. Habría dicho que le gustaba que lo raptaran. Todos ustedes son así. Tienen necesidad de ser tratados con violencia.
–Le aseguro que se equivoca al adoptar ese tono conmigo. No soy en modo alguno lo que usted cree. Ya se lo he dicho y se lo repito ahora.
–¡Cuan sospechoso es usted...! ¡No creo nada...! ¡Vamos, no me mire de esa forma!
–Usted lo ha querido –dijo Marcello; y se llevó la mano al bolsillo interior de la americana. Al salir de Roma había cogido una pistola pequeña; y, en vez de dejarla en la maleta, para que Giulia no sospechara, la llevaba siempre consigo. Sacó el arma del bolsillo y la apuntó discretamente, de modo que el chófer no pudiera verla, hacia la americana del viejo. Éste lo contemplaba con aire de afectuosa ironía; luego bajó la cabeza. Marcello vio que se ponía serio de pronto, con una expresión perpleja y casi incomprensiva. Dijo–: ¿Ha visto usted? Y ahora ordene a su chófer que me lleve al hotel. –Inmediatamente, el viejo tomó la bocina y gritó el nombre del hotel de Marcello. El coche enlenteció su marcha y se desvió por una calle transversal. Marcello se metió la pistola en el bolsillo y dijo–: Así está bien.
El viejo no dijo nada. Parecía como si se hubiera repuesto de su sorpresa y miraba atentamente a Marcello, como estudiando su cara. El coche desembocó en la calzada que corría a lo largo del Sena y se deslizó junto al pretil. Marcello reconoció de pronto la entrada del hotel, con la puerta en tambor bajo la marquesina de cristal. El coche se detuvo.
–Permítame que le ofrezca esta flor –dijo el viejo, cogiendo una gardenia del recipiente y tendiéndosela a Marcello. Éste titubeó, y el viejo añadió–: Para su esposa.
Marcello cogió la flor, le dio las gracias y se apeó ante el chófer, que esperaba, descubierto, junto a la portezuela abierta. Le pareció oír –aunque tal vez fuera una alucinación– la voz del viejo que se despedía: «Adiós, Marcello», en italiano. Sin volverse, apretando la gardenia entre dos dedos, penetró en el hotel.


CAPÍTULO VII

Se dirigió al mostrador del conserje y pidió la llave de su estancia.
–Está arriba –dijo el conserje tras haber mirado el casillero–; la ha cogido su esposa... Ha subido con una señora.
–¿Una señora?
–Sí.
Turbado sobremanera y, al mismo tiempo, inmensamente feliz –tras el encuentro con aquel viejo– al ver que se turbaba de aquella forma ante la sola noticia de que Lina se encontraba en su habitación con Giulia, Marcello se dirigió hacia el ascensor. Al entrar en el mismo consultó su reloj de pulsera y vio que aún no eran las seis. Tenía tiempo de sobra para llevarse a Lina con cualquier pretexto, apartarse con ella a algún salón del hotel, decidir sobre el porvenir. Inmediatamente después, se desharía del agente Orlando, que debía telefonear a las siete. Estas coincidencias le parecieron felices. Mientras subía el ascensor, contempló la gardenia, que aún mantenía entre sus dedos y, de pronto, estuvo seguro de que el viejo se la había dado no para Giulia, sino para su verdadera mujer: Lina. Ahora le correspondía a él entregársela como prenda de amor.
Recorrió apresuradamente el pasillo, se dirigió a su habitación y entró en ella sin llamar. Era una habitación grande, de matrimonio, con un pequeño vestíbulo, al que daba también el cuarto de baño. Marcello, sin hacer ruido alguno, se acercó a la puerta y titubeó un momento en la oscuridad del vestíbulo. Entonces advirtió que la puerta de la habitación estaba entornada y que por el intersticio salía luz. Y sintió un gran deseo de espiar a Lina sin ser visto por ella, como si le pareciera que de aquella forma tendría la seguridad de que ella lo amaba verdaderamente. Miró a través de la hendidura de la puerta.
Una luz brillaba en la mesita de noche; el resto de la habitación estaba envuelto en sombras. Sentada junto a la cabecera de la cama, con la espalda contra las almohadas, vio a Giulia envuelta por completo en un paño blanco: la esponjosa toalla del baño. Sujetaba con ambas manos, junto al pecho, la toalla; mas no parecía poder o querer impedir que se abriese ampliamente por debajo, lo cual le dejaba al descubierto el vientre y las piernas. Acuclillada en el suelo, a los pies de Giulia, en el círculo de su amplia falda blanca, en ademán de rodearle las piernas con ambos brazos, la frente contra las rodillas y el pecho contra las espinillas, Marcello vio a Lina. Sin reprobación, más aún –se habría dicho–, con una especie de divertida e indulgente curiosidad, Giulia tendía el cuello para observar a la mujer, a la que, por su posición, algo inclinada hacia atrás, sólo podía ver imperfectamente. Al fin dijo Lina, sin moverse y en voz baja:
–¿No te disgusta que esté así un ratito más?
–No. Pero dentro de poco tendré que vestirme.
Tras un momento de silencio, y como reanudando una conversación anterior. Lina dijo:
–¡Qué tonta eres! Pero, ¿qué te haría? Si tú misma has dicho que si no estuvieses casada no tendrías nada en contra...
–Tal vez lo haya dicho –respondió Giulia casi con coquetería– para no ofenderte... Y, además, es verdad que estoy casada.
Marcello, que miraba, vio que ahora Lina, sin dejar de hablar, había retirado uno de los brazos con que rodeaba las piernas de Giulia, y con la mano, lenta y tenazmente, subía a lo largo del muslo, rechazando, de paso, el borde de la toalla.
–Casada –dijo con intenso sarcasmo, sin interrumpir su lenta aproximación–, pero hay que ver con quién.
–A mí me gusta –dijo Giulia. La mano de Lina se acercaba ahora, por el lado, hacia las desnudas ingles de Giulia, indecisa e insinuante como la cabeza de una serpiente. Pero Giulia la cogió por la muñeca y la empujó firmemente hacia abajo, a la vez que decía en tono indulgente, como una institutriz que amonesta a un niño inquieto:
–No creas que no te veo.
Lina cogió la mano de Giulia y empezó a besarla lenta y reflexivamente, frotando de cuando en cuando con fuerza todo el rostro contra la palma como un perro. Luego dijo:
–¡Tontuela! –casi en un suspiro, con intensa ternura.
Siguió un largo silencio. La pasión concentrada que emanaba de todos los ademanes de Lina, contrastaba de manera singular con la distracción y la indiferencia de Giulia, la cual, ahora, no parecía ni siquiera mostrar curiosidad; y aun abandonando la mano a los besos y a los frotamientos de Lina, miraba a su alrededor como quien busca un pretexto. Finalmente, retiró la mano e hizo ademán de levantarse, mientras decía:
–Bien, ahora tengo que vestirme de verdad.
Lina, dando un brinco, se puso de pie y exclamó:
–¡No te muevas! Dime sólo dónde está la ropa. Ya te vestiré yo.
De pie, de espaldas a la puerta. Lina ocultaba por completo a Giulia. Marcello oyó la voz de su esposa decir en medio de una risa:
–¿Quieres también servirme de camarera?
–¿Qué más te da? A ti no te importa nada y a mí me causa un gran placer.
–No; me vestiré yo sola. –Como por desdoblamiento, Giulia salió fuera de la figura de Lina, completamente desnuda, pasó de puntillas antes los ojos de Marcello y desapareció en el fondo de la estancia. Luego llegó hasta él su voz, que decía–: Te ruego que no me mires... Mejor aún, vuélvete... Me da vergüenza.
–¿Vergüenza de mí? Yo también soy una mujer.
–Eres una mujer, por decirlo así. Pero me miras como miran los hombres.
–Entonces, di de una vez que quieres que me vaya.
–No. Puedes quedarte, pero no me mires.
–Pero si no te miro, ¡tonta! ¿Acaso crees que me importa mirarte?
–No te enfades..., compréndeme. Si antes no me hubieses hablado de aquella forma, ahora no me avergonzaría y podrías mirarme cuanto quisieras. –Hablaba con voz velada, como si lo hiciera desde dentro de un vestido que se estuviera metiendo por la cabeza.
–¿No quieres que te ayude?
–¡Oh, sí! Precisamente ahora lo deseo tanto... –Con decisión, aunque desmañada en los movimientos; titubeante, aunque agresiva; excitada, pero humillada. Lina se movió, se perfiló un momento ante Marcello y desapareció, dirigiéndose hacia la parte de la estancia de la que llegaba la voz de Giulia. Hubo un momento de silencio, y luego Giulia exclamó, impaciente, pero no hostil–: ¡Uf, qué pesada eres!
Lina no dijo nada. Ahora, la luz de la lámpara caía sobre la cama vacía, iluminando la depresión dejada por las caderas de Giulia en la toalla húmeda. Marcello se retiró de la entornada puerta y volvió al pasillo.
De pronto, cuando se hubo alejado algunos pasos de la puerta, diose cuenta de que la sorpresa y la turbación le habían hecho realizar algo significativo: entre los dedos había aplastado la gardenia que le diera el viejo y que él había destinado a Lina. Dejó caer la flor en la alfombra y se dirigió hacia la escalera.
Descendió a la planta baja y salió a la calle, a la falsa y caliginosa luz del crepúsculo. Las luces se habían encendido ya: las blancas, a racimos, de los puentes; las amarillas, a pares, de los coches; las rojas, rectangulares, de las ventanas, y la noche subía como un humo lúgubre, hasta el cielo verde y sereno, tras el negro perfil de las agujas y de los tejados de la orilla opuesta. Marcello se dirigió al pretil y apoyó en él los codos y miró hacia abajo, hacia el Sena oscurecido, que ahora parecía arrastrar en sus negras olas fajas de gemas y aros de brillantes. Lo que sentía ahora era más semejante a la mortal quietud que sigue al desastre, que al tumulto del desastre mismo. Comprendía que por algunas horas, durante aquella tarde, había creído en el amor. Y, por el contrario, se daba cuenta de que se movía en un mundo completamente trastornado y árido en el que no se daba el verdadero amor, sino sólo la relación de los sentidos, desde el más natural y común, hasta el más anormal e insólito. Sin duda, no había sido amor lo de Lina por él; ni amor lo de Lina por Giulia; no se podía hablar de amor en las relaciones con su mujer; y quizá hasta Giulia, tan indulgente, casi tentada por los ofrecimientos de Lina, no lo amaba a él con verdadero amor. En este mundo vacilante y oscuro, semejante a un crepúsculo tempestuoso, estas figuras ambiguas de hombres-mujeres y de mujeres-hombres, que se entrecruzaban redoblando y mezclando su ambigüedad, parecían aludir a un significado también ambiguo, ligado, sin embargo, como le parecía, a su destino y a la comprobada imposibilidad de salir de él. Y puesto que no había amor, y sólo por eso, él seguiría siendo lo que había sido hasta entonces, llevaría a cabo su misión, persistiría en su intento de crearse una familia junto con la animal e imprevisible Giulia. Ésta era la normalidad: este expediente, esta forma vacía. Fuera de ella, todo era confusión y arbitrio.
Sentíase animado a actuar de esta forma también por la claridad que iluminaba ya la conducta de Lina. Ella lo despreciaba y, probablemente, incluso lo odiaba, como había declarado ya cuando era aún sincera; pero para no romper las relaciones y cerrarse así la posibilidad de seguir viendo a Giulia, había sabido fingir con él el sentimiento del amor. Marcello comprendía ahora que no se podía esperar de ella ni siquiera comprensión o piedad. Y experimentaba una sensación de dolor agudo e impotente ante esta hostilidad irremediable, definitiva, abroquelada en la anormalidad sexual, en la aversión política y en el desprecio moral. Así, aquella luz de sus ojos y de su frente, tan pura y tan inteligente, que lo había fascinado, no se inclinaría más sobre él para iluminarlo y calmarlo afectuosamente. Lina preferiría siempre bajarla y humillarla en lisonjas, súplicas y cópulas infernales. Recordó en este punto que, al verla apretar su rostro contra las rodillas de Giulia, había experimentado el mismo sentimiento de profanación que experimentara en la casa de S. al ver a la prostituta Luisa dejarse abrazar por Orlando. Giulia no era Orlando, pensó; pero él habría deseado que aquella frente no se humillase ante nadie; y había quedado desilusionado.
Entre estas reflexiones se había hecho de noche. Marcello se enderezó y se volvió hacia el hotel. Tuvo el tiempo justo de ver la blanca figura de Lina que salía de él y que se dirigía apresuradamente hacia un automóvil, aparcado a poca distancia, junto a la acera. Lo sorprendió el aire alegre y, a la vez, casi furtivo de la mujer, como de garduña o comadreja que escapa de un gallinero llevando consigo la presa. Pensó que no era la actitud de quien ha sido rechazado, sino todo lo contrario. Quizá Lina había conseguido arrancar alguna promesa a Giulia. O tal vez Giulia, por cansancio o pasividad sexual, le habría permitido algunas caricias, sin valor para ella, tan indulgente para sí misma y para los demás, pero preciosas para Lina. Entretanto, la mujer había abierto la portezuela del coche, se había sentado de través y luego había metido las piernas dentro. Marcello la vio pasar, con su bello rostro altivo y erguido de perfil, con las manos en el volante. El coche se alejó y él volvió a entrar en el hotel.
Subió a su cuarto y entró en él sin llamar. La habitación estaba en orden. Giulia estaba sentada, completamente vestida, ante el tocador, acabando de peinarse. Preguntó tranquilamente, sin volverse:
–¿Eres tú?
–Sí, soy yo –contestó Marcello sentándose en la cama. Esperó un momento y luego preguntó–: ¿Te has divertido mucho?
Inmediatamente, con vivacidad, la mujer se volvió a medias en el tocador y respondió:
–¡Una barbaridad! Hemos visto muchas cosas bonitas, he dejado mi corazón por lo menos en una docena de tiendas. –Marcello no dijo nada. Giulia acabó de peinarse en silencio, y luego se levantó y fue a sentarse también en la cama. Llevaba un vestido negro con un largo y floreado escote, del cual, como dos hermosas frutas de un cesto, despuntaban las dos redondeces sólidas y morenas del pecho. Su rostro dulce y joven, de grandes ojos sonrientes y boca exuberante, tenía la acostumbrada expresión de alegría sensual. Al esbozar una sonrisa tal vez inconsciente, Giulia descubrió, entre los labios iluminados de vivaz carmín, sus dientes regulares, de una blancura brillante y límpida. Le cogió una mano, afectuosamente, y le dijo–: ¿Sabes qué me ha ocurrido?
–¿Qué?
–Pues que esa señora, la esposa del profesor Quadri... pues... bien... que... no es una mujer normal.
–¿Qué quieres decir?
–Pues que es una de esas mujeres que aman a las mujeres... y... en resumidas cuentas, figúrate que se ha enamorado de mí... así... una especie de flechazo... Me lo dijo después de haberte ido tú. Por eso insistió tanto en que me quedara a descansar en su casa. Me ha hecho una declaración de amor en toda regla. ¿Quién habría podido imaginárselo?
–¿Y tú?
–Yo no esperaba aquello, ni mucho menos. Me estaba quedando dormida, porque en realidad estaba cansada. Al principio no entendí nada, hasta que, al fin, me di cuenta y entonces no supe qué hacer. Porque se trata de una verdadera pasión, furiosa, exactamente igual que un hombre. Di la verdad, ¿habrías esperado tú una cosa así de una mujer como ésa tan controlada, tan dueña de sí misma?
–No –respondió Marcello suavemente–, no lo habría esperado. Como, por lo demás, tampoco habría esperado –añadió– que tú correspondieras a esas efusiones.
–Pero, ¿acaso estás celoso? –exclamó ella estallando en una carcajada llena de adulación y gozo–. ¿Celoso de una mujer? Y aun suponiendo que le hubiese hecho caso no deberías estar celoso. Una mujer no es un hombre. Pero puedes estar tranquilo. Entre nosotras no ha habido casi nada.
–¿Casi?
–Digo casi –respondió ella en tono reticente–, porque, al verla tan desesperada, mientras me acompañaba en coche al hotel, le he permitido que me cogiera una mano.
–¿Sólo cogerte una mano?
–Pero, ¡estás celoso! –exclamó ella de nuevo, muy contenta–. Estás realmente celoso. No te conocía en este aspecto. Pues bien, sí, si quieres realmente saberlo –añadió tras un momento–. Le permití también que me diera un beso... pero como de hermana a hermana. Y luego, como insistía y me importunaba, la mandé a paseo. Eso es todo. Y ahora dime: ¿estás celoso?
Marcello había insistido a fin de que Giulia hablase de Lina, sobre todo para encontrar una vez más la acostumbrada diferencia entre él y su mujer: él, trastornado toda la vida por una cosa que no había acaecido; la mujer, por el contrario, abierta a todas las experiencias, indulgente y olvidadiza en la carne antes que en el espíritu. Preguntó dulcemente:
–En el pasado, ¿has tenido alguna vez relaciones de esta índole?
–¡No, jamás! –respondió ella con decisión. Este tono seco era tan insólito en ella, que Marcello comprendió en seguida que mentía. Insistió:
–¡Adelante! ¿Por qué mentir? La que no conoce estas cosas no se comporta como tú te has comportado con la señora Quadri. ¡Di la verdad!
–Pero, ¿por qué te importa saberlo?
–Me importa mucho.
Giulia calló un momento, con la vista baja, y luego dijo lentamente:
–¿Sabes aquella historia con aquel abogado? Hasta el día en que te conocí me habían dado un verdadero horror los hombres. Por eso, tuve una amistad, que duró muy poco, con una muchacha, una estudiante de mi edad... Me quería de verdad, y fue sobre todo su afecto, en unos momentos en que tanta necesidad tenía de él, lo que me convenció. Luego se hizo exclusiva, exigente, celosa y entonces rompí las relaciones con ella. De cuando en cuando la veo en Roma, acá y allá. ¡Pobrecilla! Sigue queriéndome. –Ahora sobre su rostro, tras un momento de reticencia y embarazo, se veía de nuevo su acostumbrada expresión plácida. Añadió, cogiéndole la mano–: Puedes estar tranquilo y no sentir celos, pues sabes bien que sólo te amo a ti.
–Lo sé –dijo Marcello. Ahora recordaba las lágrimas de Giulia en el coche-cama, su intento de suicidio, y comprendió que era sincera. Mientras que, convencionalmente, había visto la traición en su taita de virginidad, no daba en realidad importancia alguna a aquellos errores de su adolescencia. Al cabo de un rato, prosiguió Giulia:
–Me parece que aquella mujer está realmente loca. ¿Sabes lo que quiere? Que dentro de unos días nos vayamos todos a Saboya, donde tienen una casa. Es> más: ya ha trazado incluso un programa.
–¿Qué programa?
–Su marido marcha mañana, mientras que ella se quedará unos días más en París. Dice que lo hace por asuntos suyos, pero yo estoy convencida de que lo hace por mí. Nos propone partir juntos y pasar una semana con ellos en la montaña. No le cabe en la cabeza que estamos en viaje de novios. Para ella, es como si tú no existieras. Me ha escrito la dirección de su casa en Saboya y me ha hecho jurar que te persuadiría a aceptar la invitación.
–¿Y cuál es esa dirección?
–Ahí está –dijo Giulia señalando un pedazo de papel que había sobre el mármol de la mesita de noche–. Pero, ¿es que acaso piensas aceptar?
–Yo, no, pero quizá tú sí.
–Pero, ¡por el amor de Dios!, ¿acaso crees que yo le doy importancia a esa mujer? ¿No te he dicho que la he mandado a paseo porque me molestaba con sus insistencias? –Entretanto se había levantado de la cama y, sin dejar de hablar, salió de la habitación–. A propósito –gritó desde el baño–, hace una media hora, alguien ha telefoneado preguntando por ti. Una voz de hombre, un italiano. No ha querido decir quién era. Me ha dejado un número, rogándote que le telefonees lo más pronto posible. Lo he apuntado en ese mismo pedazo de papel.
Marcello cogió el papel, se sacó del bolsillo una libreta y anotó con cuidado tanto la dirección de la casa que los Quadri tenían en Saboya, como el número de Orlando. Ahora le parecía haber entrado de nuevo en sí mismo tras la efímera exaltación de aquella tarde; y lo advertía, sobre todo, por el automatismo de sus actos y por la resignada melancolía que los acompañaba. Así, todo había terminado –pensó mientras se metía la libreta en el bolsillo–, y aquella fugaz aparición del amor en su vida había sido, a fin de cuentas, sólo una sacudida de asentamiento de esa misma vida en su forma definitiva. Volvió a pensar en Lina por un momento y le pareció entrever una señal manifiesta del destino en su repentina pasión por Giulia, pasión que, mientras le había permitido a él conocer la dirección de su casa en Saboya, al mismo tiempo actuaba de forma que cuando Orlando y sus hombres se presentaran en ella. Lina no estaría aún allí. La partida solitaria de Quadri y la permanencia de Lina en París se combinaban, en suma, perfectamente con el plan de la misión. Si las cosas hubieran rodado de otra forma, no veía la manera de que él y Orlando hubiesen podido llevarla a cabo.
Se levantó, dijo a su mujer, gritando, que bajaba y la esperaba en el vestíbulo, y salió. Había una cabina telefónica al final del pasillo y se dirigió a ella sin prisa, casi automáticamente. Sólo al oír la voz del agente que, desde el cuerno de ebonita del receptor, le preguntaba humorísticamente:
–Y bien, doctor, ¿dónde haremos la comidita? –le pareció salir de la niebla de sus propios pensamientos. Con calma, hablando con lentitud y claridad, empezó a informar a Orlando del viaje de Quadri.


CAPÍTULO VIII

Cuando bajaron del taxi, en una callejuela del Barrio Latino, Marcello levantó los ojos hacia el letrero: Le coq au vin, se leía, escrito en letras blancas sobre fondo marrón, a la altura del primer piso de una vieja casa gris. Entraron en el restaurante. Un sofá de terciopelo rojo, pegado a la pared, daba la vuelta a la sala. Las mesas estaban alineadas frente al sofá. Viejos espejos rectangulares, de marcos dorados, reflejaban, en una luz tranquila, la lámpara central y las cabezas de los escasos clientes. Marcello reconoció en seguida a Quadri, sentado en un rincón, al lado de su mujer; le llegaba a su esposa a los hombros, vestía de negro y consultaba, por encima de las gafas, la lista de los platos. Por el contrario. Lina, erguida e inmóvil, con un vestido de terciopelo negro que ponía de relieve la blancura de sus brazos y su pecho y la palidez del semblante, parecía vigilar ansiosamente la puerta. Se levantó de golpe al ver a Giulia, y tras Lina, y casi tapado por ella, se levantó, a su vez, el profesor. Las dos mujeres se apretaron la mano. Marcello levantó casualmente la mirada, y entonces, suspendida en la luz amarilla y opaca de uno de los espejos –increíble aparición–, vio la cabeza de Orlando que los miraba. En el mismo momento, el reloj de péndulo del restaurante se agitó, empezó a retorcerse y a lamentarse con sus vísceras metálicas y, finalmente, comenzó a sonar.
–¡Las ocho! –oyó exclamar a Lina con voz llena de contento–. ¡Qué puntuales sois!
Marcello sintió un escalofrío y mientras el péndulo seguía batiendo con aquellos golpes llenos de lúgubre y solemne sonoridad, extendió la mano para estrechar la que le alargaba Quadri. El péndulo dio con fuerza el último golpe, y él, entonces, al estrechar contra la suya la palma de Quadri, recordó que aquel apretón de manos, según lo convenido, debía designar la víctima a Orlando, y sintió de pronto casi la tentación de inclinarse y besar a Quadri en la mejilla izquierda, precisamente como hizo Judas, con el cual, humorísticamente, se había comparado aquella tarde. Más aún, le pareció advertir bajo los labios el áspero contacto de aquella mejilla y se maravilló de aquella potente sugestión. Luego levantó de nuevo los ojos al espejo: la cabeza de Orlando seguía allí, suspendida en el vacío, con la mirada fija en ellos. Finalmente, se sentaron los cuatro: él y Quadri, en sillas, y las dos mujeres, frente a ellos, en el sofá.
Vino el camarero, y Quadri empezó por pedir, con toda minuciosidad, los vinos. Parecía absorto por completo en esto y discutió largamente con el camarero sobre la calidad de aquellos vinos, que parecía conocer muy bien. Al fin ordenó un vino blanco, seco, para el pescado, un vino tinto para el asado y champán en hielo. Tras aquel camarero vino otro, con el que se repitió la misma escena: discusiones competentes sobre los platos, titubeos, reflexiones, preguntas, respuestas y encargo final de tres platos: uno, de entremeses, otro de pescado y otro de carne. Entretanto Lina y Giulia hablaban en voz baja, y Marcello, con los ojos fijos en Lina, había caído en una especie de obnubilación. Le parecía oír aún los maniáticos golpes del péndulo resonar tras él mientras estrechaba la mano de Quadri; le parecía ver de nuevo la cabeza decapitada de Orlando, que lo miraba desde el espejo, y comprendió que nunca como en aquel momento se había encontrado frente a su destino, como si hubiese sido una piedra erigida en medio de una encrucijada, a ambos lados de la cual partían dos caminos distintos, aunque igualmente definitivos. Se sobresaltó al oír a Quadri preguntarle, con su acostumbrado tono indiferente:
–¿Ha visto ya París?
–Sí, un poco.
–¿Le ha gustado?
–Mucho.
–Sí, es una ciudad amable –dijo Quadri como hablando por su cuenta y como si hiciera una concesión a Marcello–, pero me gustaría que detuviera usted su atención sobre este punto al que ya me he referido hoy: que no es la ciudad viciosa y llena de corrupción de la que hablan los periódicos en Italia. Sin duda tiene usted también esa idea, que no responde en absoluto a la realidad.
–Yo no comparto esa idea –dijo Marcello, algo sorprendido.
–Me extrañaría que no la compartiera –dijo el profesor sin mirarlo–. Todos los jóvenes de su generación tienen ideas de esta índole. Piensan que no se es fuerte si no se es austero, y para sentirse austero, se fabrican cabezas de turco que no existen.
–No me parece ser particularmente austero –dijo Marcello en un tono seco.
–Estoy seguro de que lo es, y se lo demostraré –dijo el profesor. Esperó a que el camarero sirviera los platos con los entremeses y luego prosiguió–: Veamos... Apuesto a que mientras yo pedía los vinos, usted se extrañaba en su interior de que yo pudiese apreciar semejantes cosas, ¿no es así?
¿Cómo es posible que se hubiese dado cuenta? Marcello admitió de mala gana:
–Tal vez tenga usted razón. Pero no hay nada malo en ello. Lo he pensado porque precisamente tiene usted un aspecto, según sus palabras, austero.
–Pero nunca como el suyo, querido hijito, nunca como el suyo –repitió el profesor placenteramente–. Pues bien, continuemos. Diga la verdad: a usted no le gusta ninguna clase de vino y no entiende de ellos ni sabe distinguirlos, ¿verdad?
–No; a decir verdad, no bebo casi nunca –replicó Marcello–. Pero, ¿qué importancia tiene eso?
–Mucha –replicó Quadri tranquilamente–. Muchísima importancia. Y, de la misma forma, apuesto a que no sabe apreciar la buena mesa.
–Como... –empezó a decir Marcello.
–... Por comer –acabó el profesor con acento triunfal–, como se trataba de demostrar. Finalmente, usted, sin duda, tiene cierta prevención contra el amor. Si, por ejemplo, en un parque, ve usted una pareja que se besa, su primer impulso será de condena y de disgusto, y, con mucha probabilidad, deducirá de ello que la ciudad en que se encuentra el parque es una ciudad desvergonzada..., ¿no es así?
Marcello comprendía ahora adonde quería ir a parar Quadri. Dijo con esfuerzo:
–No deduzco nada. Lo único cierto es que tal vez no haya nacido con el gusto para estas cosas.
–No, no es sólo eso, sino que para usted son culpables y, por tanto, despreciables las personas que tienen tales gustos. Confiese la verdad.
–En modo alguno. Creo que son personas distintas de mí. Eso es todo.
–Quien no está con nosotros, está contra nosotros –dijo el profesor haciendo una brusca irrupción en el campo de la política–. Ése es uno de los lemas que se repiten gustosamente en Italia y en otras partes hoy día, ¿no es cierto? –Entretanto había empezado a comer, y lo hacía tan a gusto, que las gafas se le habían salido de su sitio.
–No creo que la política tenga nada que ver con esto –dijo secamente Marcello.
–¡Edmondo! –exclamó Lina.
–Sí, querida.
–Me has prometido que no hablaríamos de política.
–Y, en efecto, no hablamos de política –replicó Quadri–, sino de París... Y he llegado a la conclusión de que como París es una ciudad en la que a la gente le gusta beber, comer, bailar, besarse en los parques y, en resumen, divertirse, estoy seguro de que su juicio sobre París sólo puede ser desfavorable.
Esta vez, Marcello no dijo nada. Giulia respondió por él, sonriendo:
–A mí, por el contrario, me gusta mucho la gente de París. ¡Es tan alegre!
–¡Bien dicho! –aprobó el profesor–. Usted, señora, debería curar a su marido.
–Pero no está enfermo.
–Sí, está enfermo de austeridad –dijo el profesor con la cabeza inclinada sobre el plato. Y añadió casi entre dientes–: O, mejor dicho, la austeridad es sólo un síntoma.
Ahora veía Marcello con toda claridad que el profesor –el cual, según le había dicho Lina, lo sabía todo de él–, se divertía jugando con él un poco a la manera del ratón con el gato. Sin embargo, no pudo por menos de pensar que éste era un juego bien inocente en comparación con el suyo, tan tétrico, iniciado aquella tarde en casa de Quadri y destinado a terminar de manera sangrienta en la villa de Saboya. Preguntó a Lina, casi con melancólica coquetería:
–¿De verdad le parezco tan austero... también a usted?
La vio considerarlo con una mirada fría y reluctante, en la que adivinó, con dolor, la profunda aversión que sentía hacia él. Luego, evidentemente. Lina decidiría limitarse al papel de mujer enamorada que había resuelto desempeñar, porque contestó, sonriendo con esfuerzo:
–No lo conozco lo suficiente. Desde luego, da la impresión de ser muy serio.
–¡Ah, eso sí! –exclamó Giulia mirando con afecto a su marido–: Piense usted que lo habré visto sonreír una docena de veces. Serio es la palabra adecuada.
Lina lo miraba ahora fijamente, con maligna atención.
–No –replicó la mujer lentamente–, no. Me he equivocado. La palabra adecuada no es serio. Mejor sería decir preocupado.
–¿Preocupado por qué?
Marcello la vio encogerse de hombros con indiferencia.
–Eso sí que no sabría decirlo.
Pero al mismo tiempo, y con profunda sorpresa, sintió el pie de ella que lentamente, y con intención, rozaba al principio y oprimía luego el suyo. Quadri dijo con bondad:
–Clerici, no se preocupe demasiado de parecer preocupado. Son todo palabras para pasar el rato. Está usted en viaje de bodas... Sólo eso debe preocuparle. ¿No es cierto, señora? –Sonrió a Giulia, con aquella sonrisa que parecía la mueca de una mutilación, y Giulia sonrió, a su vez, diciendo alegremente:
–Tal vez sea precisamente eso lo que le preocupa. ¿No es así, Marcello?
El pie de Lina seguía oprimiendo el suyo, y Marcello, ante aquel contacto, casi experimentaba una sensación de desdoblamiento, como si de las relaciones amorosas se hubiese transferido la ambigüedad a toda su vida y, en vez de una situación, hubiese habido dos: La primera, en la que él señalaba a Quadri para que lo viera Orlando y luego volvía a Italia con Giulia; la segunda, en la que salvaba a Quadri, abandonaba a Giulia y se quedaba en París con Lina. Las dos situaciones, como dos fotografías superpuestas, se intersecaban y se confundían con los distintos colores de sus sentimientos de pesar y de horror, de esperanza y de melancolía, de resignación, de rebelión. Sabía muy bien que Lina le oprimía el pie sólo para engañarlo y permanecer fiel a su papel de mujer enamorada y, sin embargo, como por un absurdo, esperaba que esto no fuese cierto y que ella lo amase de verdad. Entretanto se preguntaba por qué ella había elegido, entre muchos otros, precisamente aquel medio de complicidad sentimental, tan tradicional y tan burdo, y, una vez más, le pareció encontrar de nuevo en aquella elección el acostumbrado desprecio por él, como si se tratase de alguien que no requiriese demasiada sutileza para ser engañado. Sin dejar de oprimirle el pie, mirándolo fijamente, y con intención. Lina dijo:
–Y a propósito de su viaje de bodas... Ya le he hablado de ello a Giulia, pero como sé que Giulia no tendrá valor para hablarle de ello a usted me permito hacerle yo directamente el ofrecimiento. ¿Por qué no vienen ustedes a acabarlo en Saboya? ¿En nuestra casa? Nosotros estaremos allí todo el verano. Tenemos una estupenda habitación para los huéspedes. Pueden ustedes estar una semana, diez días, lo que quieran, y luego volver desde allí directamente a Italia.
Así –se dijo Marcello casi con disgusto–, éste era el motivo de aquella presión del pie. Pensó de nuevo –pero esta vez con despecho– que la invitación a Saboya coincidía demasiado bien con el plan de Orlando: al aceptar la invitación, lograrían que Lina se quedase en París y, mientras tanto. Orlando tendría el tiempo suficiente para deshacerse de Quadri allá arriba, en la montaña.
Dijo lentamente:
–Por lo que a mí respecta, no tengo nada en contra de una excursión a Saboya. Pero no antes de una semana. .. Después de que hayamos visto París.
–Perfecto –dijo Lina de pronto en un tono triunfal–. Así viajarán ustedes conmigo hasta Saboya. Mi marido se marcha mañana. También yo he de quedarme una semana en París.
Marcello sintió que el pie de la mujer dejó de oprimir el suyo. Acabada la necesidad que la había inspirado, cesaba también el aliciente. Y Lina no había querido ni siquiera darle las gracias con la mirada. Desde Lina, sus ojos pasaron a los de su esposa y vio que estaba descontenta, pues dijo:
–Lamento no estar de acuerdo con mi marido, y me disgusta también parecer descortés con usted, señora Quadri, pero es imposible que vayamos a Saboya.
–¿Por qué? –no pudo menos de exclamar Marcello–. Después de París.
–Sabes que después de París hemos de ir a la Costa Azul, a ver a nuestros amigos.
Era una mentira, no tenían amigos en la Costa Azul. Marcello comprendió que Giulia mentía para deshacerse de Lina y, al mismo tiempo, para demostrarle su propia indiferencia hacia la mujer. Pero se corría el peligro de que, disgustada por el rechazo de Giulia, Lina partiese con Quadri. Convenía, pues, repararlo en seguida, hacer que la esposa recalcitrante aceptara, sin más, la invitación. Dijo apresuradamente:
–¡Oh, aquéllos...! Podemos renunciar muy bien. Siempre tendremos tiempo de verlos.
–La Costa Azul..., ¡qué horror! –exclamaba entretanto Lina, contenta con la ayuda de Marcello. Alegre e impetuosamente, y como si entonara un estribillo, dijo–: ¿Quién va a la Costa Azul? Los nuevos ricos sudamericanos y las cocottes.
–Sí, pero tenemos un compromiso –dijo Giulia con obstinación.
Marcello notó de nuevo el pie de Lina oprimir el suyo.
Con un esfuerzo, preguntó:
–¡Vamos, Giulia!, ¿por qué no hemos de aceptar?
–Si lo deseas así... –respondió ella inclinando la cabeza.
Al decir estas palabras, vio cómo Lina se volvía hacia Giulia con rostro inquieto, triste, irritado y sorprendido.
–Pero, ¿por qué? –gritó con una especie de consternación reflexiva en la voz–. ¿Por qué? ¿Por ver aquella horrible Costa Azul? Pero si es un deseo provinciano... Sólo los provincianos quieren visitar la Costa Azul. Les aseguro que nadie dudaría en el lugar de ustedes... ¡Vamos, vamos! –añadió de pronto, con una vivacidad desesperada–, debe de haber algún motivo que usted no se atreve a decir. Tal vez mi marido y yo le seamos antipáticos.
Marcello no pudo por menos de admirar aquella violencia pasional, que permitía a Lina hacer casi una escena de amor a Giulia en presencia suya y de Quadri. Algo sorprendida, Giulia protestó:
–Pero, ¡por Dios!, ¿qué está usted diciendo?
Quadri, que comía en silencio, saboreando, al parecer, la comida, mucho más que escuchando la conversación, observó con su acostumbrada indiferencia:
–Lina, estás poniendo en situación comprometida a la señora. Aun cuando fuese verdad que le somos antipáticos, como tú dices, no nos lo dirá jamás.
–Sí, le somos antipáticos –continuó la mujer sin hacer caso del marido– o, mejor, tal vez sea yo la que le soy antipática, ¿no es verdad, querida? Le soy antipática. Se cree uno que es simpático –añadió, dirigiéndose a Marcello, siempre con la misma desesperada vivacidad mundana y alusiva– y, por el contrario, a veces, precisamente las personas a las que desearía uno ser simpático, no nos pueden sufrir... Diga la verdad, querida, no puede usted sufrirme. Y mientras le hablo e insisto estúpidamente en tenerla con nosotros en Saboya, usted piensa: «Pero, ¿qué quiere de mí esta loca...? ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de que no puedo soportar su cara, su voz, sus maneras, en fin, toda su persona...?» Diga la verdad; usted, en este momento, piensa cosas de esta índole.
Marcello pensó que Lina había abandonado toda clase de prudencia. Y si su marido tal vez no atribuyera ninguna importancia a estas angustiosas insinuaciones, él, para el que se prodigaban –según la ficción– todas aquellas insistencias, difícilmente habría podido no advertir a quién se dirigían en realidad.
–Pero, ¿por qué se le ocurre pensar estas cosas? Me gustaría saber por qué las piensa.
–Conque es verdad, ¿no? –exclamó la mujer, dolorida–. Le soy antipática. –Y luego, volviéndose al marido, le dijo con febril y amarga complacencia–: ¿Ves, Edmondo? Tú decías que la señora no lo diría, y, en cambio, lo ha dicho: le soy antipática.
–Yo no he dicho eso –dijo Giulia sonriendo–, y ni siquiera lo he pensado.
–No lo ha dicho, pero lo ha dado a entender.
Sin levantar los ojos del plato, Quadri dijo:
–Lina, no comprendo tu insistencia. ¿Por qué habrías de serle antipática a la señora Clerici? Te conoce hace pocas horas, y probablemente no experimentará ningún sentimiento particular.
Marcello comprendió que debía intervenir de nuevo. Así se lo imponían, airados, casi insultantes de desprecio y de imperio, los ojos de Lina. Ella no le oprimía ya el pie, pero, con una imprudencia alucinada, en un momento en que él tenía la mano sobre la mesa, fingió coger la sal y le apretó los dedos. Marcello dijo en tono conciliador y definitivo:
–Es todo lo contrario. Giulia y yo sentimos mucha simpatía por usted, y aceptamos gustosamente su invitación. Iremos, sin más, ¿no es verdad, Giulia?
–Desde luego –dijo Giulia de pronto–. Yo lo decía, más que nada, por el compromiso que teníamos. Pero queríamos aceptar.
–Muy bien. Entonces de acuerdo. Partiremos dentro de una semana los tres.
Lina, radiante, empezó a hablar, de pronto, sobre los paseos que darían en Saboya, sobre la belleza de aquellos lugares, sobre la casa en que vivirían. Sin embargo, Marcello notó que hablaba confusamente, se habría dicho que obedeciendo más bien a un impulso de cantar, como un pajarillo que ve de pronto alegrada su jaula por un rayo de sol, que a la necesidad de decir ciertas cosas o proveer de ciertas informaciones. Y de la misma forma que el pájaro se va animando por su: mismo canto, así también ella parecía embriagarse con su propia voz, en la que temblaba y se exaltaba un gozo» imprudente e indómito. Sintiéndose excluido de la conversación entre las dos mujeres, Marcello levantó los ojos casi maquinalmente hacia el espejo colgado detrás de Quadri: la honesta y bonachona cabeza de Orlando seguía allí, suspendida en el vacío, decapitada, pero viva. Pero no estaba sola: de perfil, no menos nítida ni menos absurda, ahora se veía otra cabeza, que hablaba a la de Orlando. Era la cabeza de un individuo de aspecto rapaz, aunque sin nada de aquilino, de una especie triste e inferior: ojos profundamente hundidos, pequeños, apagados, bajo una frente baja; nariz grande, melancólica y curvada; mejillas deprimidas, llenas de sombra ascética; boca pequeña, mentón contraído. Marcello se entretuvo observando a aquel personaje, preguntándose si lo había visto ya; luego se sobresaltó al oír la voz de Quadri, que le preguntaba:
–A propósito, Clerici. Si le pidiese un favor, ¿me lo haría usted?
Era una pregunta inesperada; y Marcello notó que Quadri había esperado, para formularla, a que su mujer hubiese callado al fin. Dijo:
–Desde luego, si está dentro de mis posibilidades.
Le pareció que Quadri, antes de hablar, miraba a su mujer, como para recibir la confirmación de un acuerdo ya discutido y establecido.
–Se trata de esto –dijo luego Quadri, en tono a la vez suave y cínico–: Sin duda, usted no ignora cuál es mi actividad aquí en París y por qué no he regresado ya a Italia. Ahora bien, tenemos amigos en Italia con los que nos escribimos de la forma que podemos. Una de tales formas consiste en confiar cartas a personas apolíticas y, de todas formas, no sospechosas de desarrollar una actividad política. He pensado que usted podría llevarme una de esas cartas a Italia y echarla en la primera estación por la que pase. Por ejemplo, Turín.
Siguió el silencio. Marcello se daba cuenta ahora de que la petición de Quadri no tenía más finalidad que la de ponerlo a prueba o, por lo menos, en situación comprometida; y comprendía también que tal petición se le hacía de acuerdo con Lina. Probablemente Quadri, fiel a sus sistemas de persuasión, había convencido a su mujer de la oportunidad de semejante maniobra; pero no tanto como para modificar la hostilidad de ella hacia Marcello. Le pareció adivinarlo por el rostro tenso, frío y casi irritado de ella. Por el momento le era imposible penetrar los fines que se proponía Quadri. Para ganar tiempo, respondió:
–Pero si me descubren iré a parar a la cárcel.
Quadri sonrió y dijo humorísticamente:
–No sería un gran mal. Mejor aún, para nosotros casi sería un bien. ¿No sabe usted que los movimientos políticos tienen necesidad de mártires y de víctimas?
Lina arrugó el entrecejo, pero no dijo nada. Giulia miró a Marcello con ansiedad. Estaba claro que deseaba que el marido se negara. Marcello dijo lentamente:
–En el fondo, usted casi desea que la carta sea descubierta.
–Eso no –dijo el profesor sirviéndose vino, con alegre desenvoltura que, sin saber por qué, inspiró de pronto a Marcello casi compasión–. Nosotros deseamos que se comprometa y luche con nosotros el mayor número de personas posible. Ir a la cárcel por nuestra causa es sólo una de las muchas maneras de comprometerse a luchar... pero no sólo la única. –Bebió lentamente, y luego añadió con seriedad, de manera inesperada–. Pero se lo he propuesto de una manera protocolaria, porque sé que usted se negará.
–Lo ha adivinado –dijo Marcello, que entretanto había sopesado el pro y el contra de la proposición–; lo lamento, pero me parece que no puedo hacerle ese favor.
–Mi marido no se ocupa de política –explicó Giulia con una solicitud llena de temor–. Es un funcionario del Estado. Está fuera de esas cosas.
–Es natural –dijo Quadri con aire indulgente y casi afectuoso–, es natural: es funcionario del Estado.
A Marcello le pareció como si Quadri quedase extrañamente satisfecho de su respuesta. Por el contrario, la mujer parecía irritada. Preguntó a Giulia, en tono agresivo:
–¿Por qué tiene tanto miedo de que su marido se ocupe de política?
–¿Acaso sirve para mucho? –respondió Giulia con naturalidad–. Él debe pensar en su porvenir, no en la política.
–Así razonan las mujeres en Italia –dijo Lina volviéndose a su marido–. Y luego te extraña de que las cosas vayan como van.
Giulia pareció molestarse.
–Aquí no tiene nada que ver Italia. En ciertas condiciones, las mujeres de cualquier país razonarían del mismo modo. Si usted viviera en Italia, pensaría como yo.
–¡Vamos, vamos, no se enfade! –exclamó Lina con una risa sorda, triste y afectuosa, pasando una mano, en rápida caricia, en torno al rostro enojado de Giulia–. Era una broma. Es posible que tenga usted razón. Sea como fuere, se pone tan deliciosa cuando defiende a su marido y se enfada por él... ¿No es cierto, Edmondo, que es deliciosa?
Quadri hizo un ademán de asentimiento distraído y algo enojado, como para decir: «cosas de mujeres», y luego respondió seriamente:
–Tiene usted razón, señora. No se debería poner jamás al hombre en condiciones de escoger entre la verdad y el pan. –Marcello pensó que el tema se había agotado. Le quedaba, sin embargo, la curiosidad de conocer el verdadero motivo de la proposición. El camarero cambió los platos y puso en la mesa una frutera llena. Luego se acercó otro camarero y preguntó si podía destapar la botella de champán–. Sí –dijo Quadri–, puede descorcharla. –El camarero sacó la botella del cubo, envolvió el cuello de la misma en una servilleta, la descorchó y vertió en seguida en las copas de champán el espumoso líquido. Quadri se levantó con una copa en la mano–, Bebamos a la salud de la causa –dijo; y luego, volviéndose a Marcello–: No ha querido llevar la carta, pero al menos querrá brindar, ¿no es cierto?
Parecía conmovido, con los ojos brillantes de lágrimas. Sin embargo –como notó Marcello–, tanto en el ademán del brindis como en la expresión del rostro había cierta astucia y casi cálculo. Miró a su esposa y a Lina antes de responder al brindis. Giulia, que se había puesto ya de pie, le hizo una señal con los ojos como para decir: «Puedes hacer el brindis»; Lina, con la cabeza baja y la copa en la mano, tenía aspecto de enojada, fría, casi aburrida. Marcello se levantó y dijo:
–A la salud, pues, de la causa –y chocó su copa contra la de Quadri.
Por un escrúpulo casi pueril quiso, sin embargo, añadir mentalmente: «de mi causa», aunque le pareció que ya no tenía causa alguna que defender, sino sólo un doloroso e incomprensible deber que cumplir. Notó, con disgusto, que Lina evitaba chocar la copa contra la suya. Giulia, por el contrario, exagerando la cordialidad, buscaba la copa de cada uno, dando patéticamente los nombres:
Lina, Señor Quadri, Marcello.
El tintineo del cristal, agudo, pero flexible, lo hizo estremecerse de nuevo, como poco antes al oír las campanadas del reloj. Miró hacia arriba, hacia el espejo, y vio la cabeza de Orlando, suspendida en el aire, que lo miraba con ojos brillantes inexpresivos, verdaderos ojos de decapitado. Quadri alargó la copa al camarero, que volvió a llenársela. Luego, poniendo cierto énfasis sentimental en el ademán, se volvió hacia Marcello, con la copa levantada, y dijo:
–Y ahora por su salud personal, Clerici... y gracias.
Subrayó la palabra «gracias» con tono alusivo, vació la copa de un trago y se sentó.
Durante unos momentos bebieron en silencio. Giulia se había bebido ya dos copas y miraba a su marido con expresión enternecida, agradecida y ebria. De improviso exclamó:
–¡Qué bueno está el champán! Di, Marcello, ¿no te parece bueno el champán?
–Sí, es un vino muy bueno –admitió él.
–No lo aprecias debidamente –dijo Giulia–. Es en verdad delicioso..., y yo ya estoy borracha. –Rió, agitó la cabeza y añadió de pronto, levantando la copa–: ¡Vamos, Marcello, bebamos por nuestro amor! –Ebria, riendo, le tendía la copa. El profesor miraba con aire lejano; Lina, fría y disgustada en el fondo, no podía esconder su reprobación. De pronto, Giulia cambió de idea–. ¡No –gritó–, tú eres demasiado austero, es cierto..., te avergüenzas de brindar por nuestro amor! Entonces brindaré yo sola... ¡por la vida, que tanto me gusta y que tan hermosa es..., por la vida! –Bebió con ímpetu gozoso y torpe, por lo que parte del líquido se derramó por la mesa. Luego gritó–: ¡Trae suerte! –y, mojando los dedos en el champán, hizo ademán de mojar las sienes de Marcello. Él no pudo por menos de hacer un movimiento para esquivarlo. Entonces, Giulia se levantó, exclamando–: ¡Te avergüenzas...! Pues bien, yo no me avergüenzo –y, dando la vuelta a la mesa, fue a abrazar a Marcello, para precipitarse sobre él y besarlo fuerte en la boca–. Estamos en viaje de bodas –dijo en tono de desafío, volviendo a su sitio, ansiosa y riente–. Estamos en viaje de bodas y no para hacer política ni llevar cartas a Italia.
Quadri, al que parecían dirigidas estas palabras, dijo tranquilamente:
–Tiene usted razón, señora.
Marcello, tras la consciente alusión de Quadri y la inconsciente e inocente de su mujer, prefirió callar y bajó los ojos. Lina esperó que hubiese pasado un momento de silencio y luego preguntó como casualmente:
–¿Qué harán ustedes mañana?
–Iremos a Versalles –respondió Marcello mientras se limpiaba con el pañuelo, de los labios, el carmín que le había dejado el beso de Giulia.
–También puedo ir yo –dijo Lina rápidamente–. Podemos salir por la mañana y comer allí. Ayudaré a mi marido a hacer las maletas y luego pasaré a buscarles.
–Muy bien –dijo Marcello.
Lina añadió con escrúpulo:
–Me gustaría que fuéramos en automóvil, pero mi marido se lo lleva. Tendremos, pues, que ir en tren. Es más alegre.
Quadri no parecía haber oído. Ahora pagaba la cuenta extrayendo de uno de los bolsillos del pantalón a rayas, con ademán propio de jorobado, los billetes de banco con cuatro dobleces. Marcello hizo ademán de pagar. Pero Quadri lo rechazó, diciendo:
–Ya me lo devolverá... en Italia.
Giulia dijo de pronto, con voz de ebria y muy alta:
–En Saboya estaremos juntos, pero a Versalles quiero ir sola con mi marido.
–Gracias –dijo Lina irónicamente, levantándose de la mesa–. Por lo menos, esto es hablar claro.
–No se ofenda –empezó a decir Marcello cohibido–. Es el champán.
–¡No; es el amor que siento por ti, estúpido! –gritó Giulia. Riendo, se dirigió hacia la puerta al lado del profesor. Marcello la oyó decir–: ¿Le parece injusto que durante mi viaje de bodas desee estar sola con mi marido?
–No, querida –respondió Quadri con dulzura–, es justísimo.
Entretanto, Lina comentaba en tono agrio:
–No había pensado en ello. Estúpida que es una... La excursión a Versalles es ritual para los recién casados.
Al llegar a la puerta, Marcello quiso a toda costa que Quadri pasara antes que él. Mientras salía, oyó de nuevo el reloj dar una hora: eran las diez.
 
[EN PROTECCION DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE EL CONFORMISTA]




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