Todas las armas son eliminadas y en la próxima guerra ya sólo estará permitido morder".
Elías Canetti
NOTAS EN ESTA SECCIONElías Canetti en pocas palabras | Sobre Masas y Poder, por Susana Wahnón | El invisible, por Elías Canetti
NOTAS EN ESTA SECCIONElías Canetti en pocas palabras | Sobre Masas y Poder, por Susana Wahnón | El invisible, por Elías Canetti
Elias Canetti en pocas palabras
Por L. Fernando Moreno Claros
Por L. Fernando Moreno Claros
Al margen de sus memorias y ensayos, el escritor búlgaro de origen sefardita y expresión alemana escribió miles de aforismos, sentencias y textos fragmentarios. El cuarto volumen de sus obras completas reúne esos apuntes, justo el género que le hizo más popular a partir de ser galardonado en 1981 con el Premio Nobel de Literatura.
Elias Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza en 1994, es considerado un autor clave del siglo XX. Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores iniciaron en 2002 la publicación de sus Obras completas en una modélica edición dirigida por Juan José del Solar, bajo el asesoramiento de Ignacio Echevarría y la colaboración de solventes traductores. Hasta la fecha han aparecido tres tomos publicados bajo títulos genéricos: Masa y poder, Historia de una vida y La escuela del buen oír, que incluyen respectivamente el gran ensayo homónimo de Canetti, los tres libros de su autobiografía y la novela Auto de fe junto a otras prosas. Las traducciones, nuevas o revisadas, se acompañan de un extraordinario aparato crítico dotado de apéndices, índices y textos de apoyo.
Este cuarto volumen, de idén
tico esplendor que los anteriores, contiene todos los libros de "apuntes" (Aufzeichnungen) publicados en vida de Canetti así como otros que vieron la luz de manera póstuma. Aquí encontrará el lector títulos tan emblemáticos como La provincia del hombre, El suplicio de las moscas y El corazón secreto del reloj; así como los apuntes "rescatados" de Hamsptead y las dos colecciones con anotaciones de los años 1973-1984 y 1992-1993. Y también se incluye el cuaderno inédito de apuntes que Canetti regaló a su amiga la pintora Marie-Louise von Motesiczky en 1942; y, además, algunos apuntes "descartados" que no cupieron en los libros citados. El lector de Canetti ya conocía la mayor parte de estos libros, publicados en castellano con anterioridad por Muchnik, Galaxia/Círculo o Taurus; pero las nuevas versiones, los inéditos y el aparato crítico del volumen -rematado con un útil índice conceptual y onomástico- lo convierten en imprescindible.
Canetti huyó de Europa en 1939 junto a su esposa Veza, pues corrían peligro de que los nazis los asesinaran por judíos. Se instalaron en Londres, donde residirían durante más de veinticinco años. En el exilio, Canetti se obsesionó con la elaboración de un extenso estudio sobre las masas y su relación con el poder; con esa obra singular, con la que pretendía pasar a la historia como pensador ecléctico, quería "agarrar el siglo XX por el cuello". El macroestudio, titulado Masa y poder, vería la luz en 1960, pero los trabajos intelectuales para la obra duraron diecinueve años. Canetti leía sin parar, filosofía, sociología, antropología, todo le interesaba y lo agotaba. Para hallar "alivio mental" a semejante tensión, comenzó a anotar casi a diario "apuntes" sueltos que apenas si tenían que ver con la obra que lo obsesionaba. Eran noticias breves, rápidas e imprevistas consignadas en pocas palabras, que a menudo adoptaban la forma de sentencias y aforismos, de diversa temática e índole: el amor, la muerte, el género humano; observaciones sobre su entorno o sobre sí mismo, o también fantasías, esbozos literarios y hasta microrrelatos. Ramalazos de espontaneidad que en un principio compartía con Veza y que, al cabo del tiempo, continuó escribiendo para sí mismo, puesto que se convirtió en costumbre y en respiradero necesario. Poco tenían que ver los "apuntes" con sus "diarios" propiamente dichos, a los que también se consagraba -éstos verán la luz en el año 2024-; en los primeros no consignaba acontecimientos cotidianos, y huía siempre de la primera persona del singular.
Lichtenberg -uno de los maestros más queridos de Canetti por su arte para las anotaciones breves- aseguraba que si cualquier persona con cabeza consignara algunos de los efímeros pensamientos que se le ocurren a menudo, seguro que se sorprendería de su propio saber; así, Canetti, quien con esta técnica terminó por descubrirse a sí mismo y centrarse en medio de la realidad e irrealidad de cuanto lo rodeaba.
Andando el tiempo, algunos
de estos apuntes vieron la luz, primero en una antología de textos del autor y, más tarde, a petición de un editor alemán, en una selección en forma de libro. Pero sólo a partir de la concesión del Nobel de Literatura en 1981, los Apuntes conquistaron a más lectores y fue a partir de esa fecha cuando aparecieron los libros que hoy admiramos. Con todo, lo publicado constituye apenas un diez por ciento del total de los "miles" de apuntes todavía inéditos. El biógrafo oficial del escritor, Sven Hanuschek, ha denominado a este cúmulo de anotaciones breves "el macizo central" de la obra de Canetti. En efecto, lo que comenzó como un ejercicio de oxigenación y descanso mental se transformó en un proceso ininterrumpido, en un "método" bastante anárquico pero muy eficaz de enfrentarse al mundo, a sus enigmas y sorpresas, en un modo de vivirlo, pensarlo e intentar comprenderlo. Para Canetti, como para Descartes, pensar era sinónimo de vivir. Y vida y pensamiento es lo que en suma contienen los apuntes, estos fragmentos de lucidez, cromáticos, desiguales, tan serios y solemnes o tan jocosos, y ya "tan de Canetti", maestro de la respiración breve y no de parrafadas de largo aliento; son, pues, ráfagas sapienciales de un pensador anárquico y libre, dotado del suficiente orgullo como para querer pensarlo "todo de nuevo" por sí mismo -y a partir de mil puntos diferentes-, "a fin de que todo se junte en una sola cabeza y vuelva a ser unidad". Nada extraño que en los Apuntes esté lo mejor de Canetti. [www.elpais.com, 03/03/2007]
Elias Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza en 1994, es considerado un autor clave del siglo XX. Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores iniciaron en 2002 la publicación de sus Obras completas en una modélica edición dirigida por Juan José del Solar, bajo el asesoramiento de Ignacio Echevarría y la colaboración de solventes traductores. Hasta la fecha han aparecido tres tomos publicados bajo títulos genéricos: Masa y poder, Historia de una vida y La escuela del buen oír, que incluyen respectivamente el gran ensayo homónimo de Canetti, los tres libros de su autobiografía y la novela Auto de fe junto a otras prosas. Las traducciones, nuevas o revisadas, se acompañan de un extraordinario aparato crítico dotado de apéndices, índices y textos de apoyo.
Este cuarto volumen, de idén
tico esplendor que los anteriores, contiene todos los libros de "apuntes" (Aufzeichnungen) publicados en vida de Canetti así como otros que vieron la luz de manera póstuma. Aquí encontrará el lector títulos tan emblemáticos como La provincia del hombre, El suplicio de las moscas y El corazón secreto del reloj; así como los apuntes "rescatados" de Hamsptead y las dos colecciones con anotaciones de los años 1973-1984 y 1992-1993. Y también se incluye el cuaderno inédito de apuntes que Canetti regaló a su amiga la pintora Marie-Louise von Motesiczky en 1942; y, además, algunos apuntes "descartados" que no cupieron en los libros citados. El lector de Canetti ya conocía la mayor parte de estos libros, publicados en castellano con anterioridad por Muchnik, Galaxia/Círculo o Taurus; pero las nuevas versiones, los inéditos y el aparato crítico del volumen -rematado con un útil índice conceptual y onomástico- lo convierten en imprescindible.
Canetti huyó de Europa en 1939 junto a su esposa Veza, pues corrían peligro de que los nazis los asesinaran por judíos. Se instalaron en Londres, donde residirían durante más de veinticinco años. En el exilio, Canetti se obsesionó con la elaboración de un extenso estudio sobre las masas y su relación con el poder; con esa obra singular, con la que pretendía pasar a la historia como pensador ecléctico, quería "agarrar el siglo XX por el cuello". El macroestudio, titulado Masa y poder, vería la luz en 1960, pero los trabajos intelectuales para la obra duraron diecinueve años. Canetti leía sin parar, filosofía, sociología, antropología, todo le interesaba y lo agotaba. Para hallar "alivio mental" a semejante tensión, comenzó a anotar casi a diario "apuntes" sueltos que apenas si tenían que ver con la obra que lo obsesionaba. Eran noticias breves, rápidas e imprevistas consignadas en pocas palabras, que a menudo adoptaban la forma de sentencias y aforismos, de diversa temática e índole: el amor, la muerte, el género humano; observaciones sobre su entorno o sobre sí mismo, o también fantasías, esbozos literarios y hasta microrrelatos. Ramalazos de espontaneidad que en un principio compartía con Veza y que, al cabo del tiempo, continuó escribiendo para sí mismo, puesto que se convirtió en costumbre y en respiradero necesario. Poco tenían que ver los "apuntes" con sus "diarios" propiamente dichos, a los que también se consagraba -éstos verán la luz en el año 2024-; en los primeros no consignaba acontecimientos cotidianos, y huía siempre de la primera persona del singular.
Lichtenberg -uno de los maestros más queridos de Canetti por su arte para las anotaciones breves- aseguraba que si cualquier persona con cabeza consignara algunos de los efímeros pensamientos que se le ocurren a menudo, seguro que se sorprendería de su propio saber; así, Canetti, quien con esta técnica terminó por descubrirse a sí mismo y centrarse en medio de la realidad e irrealidad de cuanto lo rodeaba.
Andando el tiempo, algunos
de estos apuntes vieron la luz, primero en una antología de textos del autor y, más tarde, a petición de un editor alemán, en una selección en forma de libro. Pero sólo a partir de la concesión del Nobel de Literatura en 1981, los Apuntes conquistaron a más lectores y fue a partir de esa fecha cuando aparecieron los libros que hoy admiramos. Con todo, lo publicado constituye apenas un diez por ciento del total de los "miles" de apuntes todavía inéditos. El biógrafo oficial del escritor, Sven Hanuschek, ha denominado a este cúmulo de anotaciones breves "el macizo central" de la obra de Canetti. En efecto, lo que comenzó como un ejercicio de oxigenación y descanso mental se transformó en un proceso ininterrumpido, en un "método" bastante anárquico pero muy eficaz de enfrentarse al mundo, a sus enigmas y sorpresas, en un modo de vivirlo, pensarlo e intentar comprenderlo. Para Canetti, como para Descartes, pensar era sinónimo de vivir. Y vida y pensamiento es lo que en suma contienen los apuntes, estos fragmentos de lucidez, cromáticos, desiguales, tan serios y solemnes o tan jocosos, y ya "tan de Canetti", maestro de la respiración breve y no de parrafadas de largo aliento; son, pues, ráfagas sapienciales de un pensador anárquico y libre, dotado del suficiente orgullo como para querer pensarlo "todo de nuevo" por sí mismo -y a partir de mil puntos diferentes-, "a fin de que todo se junte en una sola cabeza y vuelva a ser unidad". Nada extraño que en los Apuntes esté lo mejor de Canetti. [www.elpais.com, 03/03/2007]
Obras de Elias Canetti
La comedia de la vanidad (1934)
Auto de fe (1935)
Historia de una vida (1956)
Masa y poder (1960)
Las voces de Marrakech (1968)
El otro proceso de Kafka: sobre las cartas a Felice (1969)
La provincia del hombre (1972)
Cincuenta caracteres (1974) El testigo escuchón; El testigo escuchador
La conciencia de las palabras (1975)
La lengua absuelta: autorretrato de infancia (1977) La lengua salvada
La antorcha al oído (1980)
El juego de los ojos (1985)
Custodio de la metamorfosis: homenaje a Elías Canetti en su 80º aniversario (1985)
El corazón secreto del reloj (1987)
El suplicio de las moscas (1992)
Apuntes (1942-1993)
Hampstead: apuntes rescatados 1954-1971 (1994)
Fiesta bajo las bombas: los años ingleses (2003)
Por Sultana Wahnón
A Elías Canetti lo conocemos, sobre todo, por su obra narrativa y, más en concreto, por esa gran novela que es Auto de fe y por esa magnífica autobiografía novelada en tres volúmenes que, en 1981, lo hicieron merecedor, junto a sus obras de teatro, del Premio Nobel de Literatura. Pero hay otra parte menos conocida de su obra, que es la integrada por ensayos tan valiosos como El otro proceso de Kafka –dedicado al narrador contemporáneo que más admiró– y como, especialmente, el titulado Masa y poder, que acaba de conocer una nueva edición en español y al que voy a dedicar estas páginas. Masa y poder fue considerada por Canetti su obra magna, y desde luego a ninguna otra dedicó tantos años de trabajo e investigación como a ésta: nada menos que treinta y cinco años transcurrieron desde que la concibió, en 1925, hasta que la publicó por fin en 1960. A pesar de la alta valoración en que la tuvo su autor, ha sido hasta ahora un libro poco leído y poco analizado fuera de la cultura en lengua alemana. Su mismo título es, a pesar de ello, un indicativo más que suficiente del interés que, para el lector actual y en este preciso momento, puede tener su lectura.
Canetti dejó relatado en su autobiografía (en el volumen La antorcha al oído) el origen de este libro. Y, según se cuenta allí, habrían sido dos los acontecimientos que contribuyeron a su nacimiento: uno libresco y otro vivencial o biográfico. El primero ocurrió en 1925, cuando el autor tenía apenas veinte años, y consistió en el encuentro con un libro que Freud había publicado cuatro años antes, Psicología de las masas. La reacción del joven Canetti hacia este libro de Freud fue de rechazo: a decir del propio Canetti, la Psicología de las masas le habría causado, nada más empezar a leerlo, "desde la primera palabra", una "desagradable" impresión. Y habría sido precisamente este sentimiento de desagrado hacia la teoría freudiana de la masa el que le habría obligado a tratar de pensar por su cuenta sobre este importante fenómeno de la vida moderna, de manera que podría decirse que Masa y poder –un libro en el que nunca se cita a Freud– es, a pesar de esto, un libro que se escribe a partir de –e incluso contra– la teoría freudiana de la masa. Esto es lo que lo convierte ya de entrada en un libro de obligada consulta.
El otro acontecimiento que habría estado en el origen del libro fue ya biográfico y ocurrió tan sólo dos años después de que Canetti leyera la Psicología de las masas, cuando se encontraba trabajando en su tesis doctoral en el Instituto de Química de Viena. La mañana del 15 de julio de 1927 Canetti leyó en un periódico nacional un titular en grandes letras que le pareció escandaloso. El titular, que decía "Una sentencia justa", se refería a la absolución sin cargos de los autores de unos tiroteos a resultas de los cuales habían muerto varios obreros. El hecho no le indignó sólo a él, sino que provocó una irritación terrible en el pueblo de Viena, que, de repente, desde todos los barrios de la ciudad, empezó a dirigirse en filas cerradas hacia el Palacio de Justicia. Canetti se unió a esas filas y participó, por tanto, en la rebelión ciudadana que había de culminar en el incendio del Palacio de Justicia, donde ardieron todas las actas (imagen que, a decir del autor, le inspiró el tema de Auto de fe), y en la represión policial que arrojó un saldo de noventa muertos entre los manifestantes.
Canetti concedía una enorme importancia al hecho de haber vivido esta experiencia de masa en 1927. Creyó siempre que la diferencia entre su teoría de la masa y la de Freud residía, precisamente, en el hecho de que éste no hubiera vivido nunca de cerca el fenómeno, de que se hubiera limitado a estudiarlo con métodos de laboratorio, científicamente, como si la masa –decía Canetti– fuera un virus. A diferencia de Freud, Canetti habría tratado de abordar el tema no sólo analítica y científicamente, sino sobre todo vivencialmente. En Masa y poder el fenómeno se nos aparece desde una perspectiva casi hermenéutica, comprendido por un espectador (Canetti) que, sin implicarse del todo en el fenómeno pero participando de él, lo describe desde luego objetivamente, pero en términos de experiencia. Lo que importa es que, al estudiarse desde otra perspectiva y con métodos diferentes, la masa, vista por Canetti, acaba siendo una masa muy poco parecida a la que conocemos a través de Freud.
La principal diferencia entre las teorías de Freud y de Canetti es la que concierne al carácter libidinal de los fenómenos de masa. En Masa y poder Canetti no se opuso explícitamente al que era, sin duda, el núcleo de la teoría freudiana, pero, al vincular la masa no al Eros, sino al Poder, lo negó sin siquiera mencionarlo –cosa que sí haría, en cambio, en su autobiografía, donde se enfrentó ya abiertamente con este aspecto de la teoría de Freud. Sin embargo, la diferencia que voy a desarrollar aquí no es ésta (que concierne más al otro gran tema del libro, el del Poder), sino la que se refiere a la visión exclusivamente negativa que Freud tenía del comportamiento de masa, en el sentido de considerarlo un fenómeno de regresión a un estadio primitivo de la especie humana, una especie de arcaísmo. Vinculándola directamente a lo que ya en una obra anterior –Tótem y tabú– había llamado la horda primitiva, Freud describió a la masa en su Psicología de las masas como el grupo de hombres sometidos "al dominio absoluto de un poderoso macho". Para el fundador del psicoanálisis, toda masa no era, pues, sino la resurrección de la horda primitiva. Ya en su autobiografía, y en ese explícito ajuste de cuentas con Freud al que nos venimos refiriendo, Canetti llegaría a decir que, si Freud concibió así la masa, fue porque se basó sólo en ese tipo de muchedumbres que pudo ver en las calles de Viena en los momentos previos al estallido de la I Guerra Mundial: esas masas belicistas y germanófilas que tan parecidas se nos revelan a las que años después protagonizarían también los acontecimientos de la II Guerra. Para Freud, sólo habría existido –según Canetti– un tipo de masa: la masa agresiva, que sale a la calle con intenciones hostiles hacia un grupo de seres humanos.
Foto de Portada de Masa y PoderLo que Canetti hizo en Masa y poder fue, precisamente, corregir esta deficiencia de la teoría freudiana, elaborando una clasificación de tipos de masa, que es sin lugar a dudas una de las grandes aportaciones del original ensayo. Las páginas que siguen tratarán de dar cuenta de algunos aspectos de esta clasificación, haciendo especial hincapié en aquellos que acaban revelándose pertinentes en lo que se refiere al concepto que Canetti tenía del fenómeno religioso. Dada la riqueza y complejidad de las tesis contenidas en Masa y poder, el lector debe entender que se trata aquí tan sólo de ofrecer una lectura inevitablemente parcial y selectiva de aquello que en este libro tiene relación con estos dos hechos: comportamientos de masa y religiones. Se dejan de lado las no menos interesantes reflexiones de Canetti sobre el Poder, así como aquellos temas que, aunque relacionados con la masa, no tendrían relación con el tema de la religión.
Pese a cuanto se lleva dicho sobre la polémica de Canetti con Freud, lo cierto es que Masa y poder tiene muchos rasgos de los que consideramos propios del pensamiento freudiano. Por ejemplo, también Canetti, al igual que Freud, trata de hacer una arqueología de la masa, es decir, de definir la masa a partir de su prehistoria, de sus orígenes en el pasado más remoto. Ahora bien, su arqueología de la masa no localizaría el origen de la misma en la horda primitiva, sino en algo que se le parecería mucho, aunque no sería exactamente igual: lo que el autor llamó la muta, un grupo humano primitivo de diez o veinte personas. Lo que diferenciaría a esta muta de Canetti de la más conocida horda freudiana iría implícito en el término elegido para designarla. El término muta procede del francés meute, que actualmente sólo significa "jauría" (grupo de perros cazadores), pero que en francés antiguo conservaba todavía la acepción del étimo latino movita, con el significado de "alzamiento" o "levantamiento" que hoy tendría la palabra motín. Serían estas dos acepciones las que Canetti habría querido conservar en la palabra elegida, que reuniría en sí el factor humano de la palabra motín y el factor animal de la palabra jauría. De este modo quiso el autor evitar la unilateralidad de la teoría que vincula la masa sólo a la agresividad animal de la jauría y sustituirla por otra más compleja y dialéctica en la que la muta (o su sucesora, la masa) no se movería sólo por la finalidad cazadora de la jauría, sino también por la finalidad subversiva del motín.
Empecemos por el factor animal de la jauría, el más freudiano. Canetti no niega, en efecto, que el origen del comportamiento de masa sea, en primer lugar, la caza. Esos grupos de diez o veinte hombres que integraban la muta primitiva se comportaban casi exactamente igual que lo hacían las especies animales con las que estaba acostumbrado a tratar, y, por tanto, la más antigua y limitada forma de muta, la de caza, debería su aparición entre los hombres "a un modelo animal: a la manada de animales que cazan juntos". Por otro lado, todavía en la actualidad existirían comportamientos de masa directamente emparentados con este tipo de muta de caza. Dentro de su original clasificación de tipos de masa, Canetti habla en concreto de dos que serían de esta clase agresiva u hostil: la masa de acoso y la masa de guerra. Tanto en una como en otra se reproduciría lo esencial del comportamiento de la muta más antigua, de esa muta primigenia que sería la de caza. En la llamada masa de acoso lo único que cambiaría sería que la presa, en lugar de ser animal, sería humana: por lo demás, tanto en esencia como en funcionamiento, muta de caza y masa de acoso serían prácticamente una misma cosa, como lo demostraría el enorme parecido que existe entre las vívidas descripciones que Canetti hace de las dos. Si la muta de caza se describe concentrada en la presa, excitada por la sed de sangre, frenética en el momento de la caza, repentinamente silenciosa ante la víctima caída, respetuosa en el reparto de la carne según reglas establecidas, la masa de acoso es descrita por Canetti en estos términos: "Sale a matar y sabe a quién quiere matar. Con una decisión sin parangón avanza hacia la meta; es imposible privarla de ella. Basta dar a conocer tal meta, basta comunicar quién debe morir, para que la masa se forme. La concentración para matar es de índole particular y no hay ninguna que la supere en intensidad. Cada cual quiere participar en ella, cada cual golpea. Para poder asestar su golpe, cada cual se abre paso hasta las proximidades inmediatas de la víctima. (...). La víctima nada puede hacer. Huye o perece. No puede golpear, en su impotencia es tan sólo víctima".
Por su parte, la llamada masa de guerra también tendría su precedente más remoto en la muta de caza, aunque el más directo sería el de la llamada muta de guerra. Tanto la masa de guerra como su más directa predecesora, la muta de guerra, serían fenómenos de doble masa: lo que cambia aquí con respecto a la muta de caza es que no se trata ya de un grupo frente a una víctima, sino de dos grupos que tendrían exactamente la misma y enfrentada intención uno respecto del otro. Los grupos no serían nunca muy diferentes entre sí, y, de hecho, en las formas primitivas de la guerra, tal como se deduce de los relatos de pueblos primitivos que Canetti selecciona, los dos grupos se parecían tanto que les era difícil distinguirse entre sí. Los dos tenían la misma manera de abalanzarse unos sobre otros, su armamento era más o menos idéntico, los dos lanzaban el mismo tipo de salvajes y amenazadores gritos. Sólo esta imposibilidad de distinguir al enemigo habría cambiado en las actuales masas de guerra, que por lo demás serían esencialmente idénticas a su ancestro, la muta de guerra. Lo más característico del fenómeno de doble masa en que consiste la masa de guerra residiría en que lo masivo concierne aquí no sólo a los que matan, sino también a los que son muertos, que mueren a montones, pues sería la muerte misma la que, en la guerra, se transformaría en fenómeno de masa: "Hay que acabar con la mayor cantidad posible de enemigos; la peligrosa masa de adversarios vivos ha de convertirse en un montón de muertos. Vence el que mata a más enemigos".
Tanto la masa de acoso como la de guerra serían, pues, ejemplos de esa pervivencia de lo arcaico en las formas actuales de vida que Freud interpretaba en términos de regresión. Canetti, que escribe Masa y poder no como un ensayo sobre el nazismo, pero sí teniéndolo siempre presente, no habría dudado en identificar este tipo de masas, las de acoso y las de guerra, como las propiamente características del régimen hitleriano. Aun cuando el nombre y la personalidad de Hitler sólo aparecen mencionadas de pasada dos o tres veces a lo largo de todo el libro, hay muchos indicios que nos permiten suponer que, en buena parte, Masa y poder es un intento de esclarecer la índole de los acontecimientos de masa propios del nazismo, diferenciándolos de otros comportamientos de masa que, como el vivido por el propio Canetti el 15 de julio de 1927, no tendrían un parentesco directo con la muta de caza.
Lo que Canetti tenía claro, desde luego, es que la experiencia de masa que él mismo vivió aquel 15 de julio en que ardió el Palacio de Justicia no era susceptible de ser integrada en ninguna de las dos categorías de masa mencionadas. Tal como Canetti podía recordar su vivencia personal de masa, las riadas de personas que confluyeron en el Palacio de Justicia no se concentraron allí ni para dar muerte a una víctima ni para enfrentarse a un grupo de enemigos armados. Tenía que tratarse, entonces, de otro tipo de masa. Lo más cerca que habría estado Freud de reconocer la existencia de esta otra clase de masa habría sido ese momento de la Psicología de las masas en que escribió que "bajo la influencia de la sugestión, las masas son también capaces del desinterés y del sacrificio por un ideal". Pero, para Canetti, que también en esto habría discrepado con Freud, no se trataría de un fenómeno de sugestión, inducido por la figura de un líder poderoso, ni menos aún de una cuestión de desinterés o sacrificio por un ideal, sino de algo tan interesado y tan poco abnegado, pero a la vez tan comprensible, como lo que él llama inversión. En los capítulos de Masa y poder que Canetti dedica al tema del Poder, se llama así al proceso por el que los sometidos a un sistema de órdenes o de poder pueden, llegado el caso, tratar de invertir la situación, rebelándose contra los que sentirían como sus opresores.
Lo que Canetti llama masa de inversión presupone siempre la existencia de relaciones de poder entre grupos humanos y, por tanto, una organización social compleja. Para que se dé una masa de inversión, es necesario que exista una sociedad estratificada o jerarquizada, en la que uno o varios grupos estén sometidos a otro u otros grupos. La masa de inversión resulta del levantamiento o amotinamiento de los grupos inferiores contra los superiores: esclavos contra señores, soldados contra oficiales, negros contra blancos, pueblo contra gobierno, etc. Y, aunque su finalidad no sea el exterminio de otros, este tipo de masa no carecería de agresividad. Tendría la propiamente suya, pues para invertir sería siempre necesario agredir y destruir, y tendría, además, la que le proporcionaría la formación de otras clases de masa en su interior: así, en muchas situaciones revolucionarias se daría caza a hombres singulares y se los mataría, bien en forma de tribunal, bien incluso sin juicio previo.
En realidad, la masa de inversión, en la forma en que Canetti la describe (y en la forma en que él mismo la vivió), sería un fenómeno propiamente moderno. Pero, si hubiera que buscarle precedentes en hechos parecidos (aunque no exactamente iguales), éstos no se encontrarían en la prehistoria, sino en la Antigüedad y siempre vinculados a fenómenos religiosos. Esto es lo que hace Canetti en Masa y poder, dando lugar a otra de las tesis más originales del ensayo, que resulta ser así también de interés para la teoría de las religiones. Las religiones, concebidas por Canetti como fenómenos de masa, tendrían al menos en parte un parentesco con las modernas masas de inversión, aun cuando en su caso se trataría de masas lentas de inversión.
Así ocurriría, por ejemplo, en el caso de los hechos narrados en el Éxodo bíblico. Aquí, una masa de esclavos que había llegado a ser tan numerosa como la arena del mar –de 600 a 700 mil personas–, se liberó de 430 años de sometimiento al poder egipcio, emprendiendo la larga travesía de cuarenta años por el desierto que había de conducirla a la Tierra Prometida, al reino de justicia presidido por la Ley de Moisés. Masa de inversión, diríamos, pero masa lenta, puesto que los judíos dejaron de ser esclavos en Egipto, pero la inversión que debía convertirlos en dueños de sí mismos no se realizó allí mismo, en Egipto, sino que se pospuso a otro momento y otro lugar. En el Éxodo judío la inversión es, desde luego, la meta, pero es una meta lejana: se convierte en promesa de la tierra, en Tierra Prometida.
Pero la meta –dice Canetti– puede también situarse fuera de la tierra, en un más allá aún más lejano que la postergada Tierra Prometida, el más allá del Cristianismo: "Los últimos serán los primeros en el reino de los cielos", promesa de inversión postergada a otra vida no terrenal. Canetti advierte que en los dos casos, el judío y el cristiano, lo que mantendría unida a la masa creyente en su camino lento y largo hacia la meta sería la esperanza. No obstante, por tratarse de una promesa terrenal, la meta judía sería en su opinión mucho más vulnerable que la cristiana: una vez alcanzada, la tierra prometida puede ser –como de hecho lo fue– ocupada y devastada por enemigos, y los judíos pueden verse obligados una y otra vez a desalojarla. En cambio, la meta cristiana, al estar situada en el más allá, en el reino de los cielos, viviría sólo de la fe y nadie podría negarle ni reprocharle nada. Para el creyente cristiano, la inversión estaría plenamente garantizada: en el otro mundo volverá a vivir y aquel que fue aquí el más pobre y el que no hizo nada malo, será el que más valor tendrá allí, en la otra vida. Y nadie podría objetarle nada a este invisible reino de justicia por la misma razón de que nadie lo ve en su realización.
Ahora bien, la misma terrenalidad que haría a la meta judía mucho más vulnerable que la cristiana sería también la que la haría, a juicio igualmente de Canetti, una meta más renovable. La masa judía puede una y otra vez revivir el Éxodo, migrando en busca de la Tierra Prometida, en otro lugar, en otro momento. Aplazada siempre en una historia de continuas migraciones y continuas decepciones, la vulnerabilidad de la meta no amenazaría seriamente la integración en unidad de un pueblo vinculado por el deseo insatisfecho de un reino de justicia en la Tierra. En cambio, la meta cristiana, porque sólo viviría de la fe en la vida eterna, sería también una meta menos renovable: basta con que esa fe se pierda, con que no se crea ya en el reino de los cielos, para que la inversión parezca un imposible y la masa que permanecía unida en torno a esa creencia se descomponga y desintegre. Desde esta perspectiva, no sería entonces casual que, justo en el momento en que esa fe en el más allá empezó a descomponerse en la sociedad occidental, la masa lenta del Cristianismo dejara paso a la moderna masa de inversión, a la masa rápida de las revoluciones políticas, cuya meta sería tan terrenal como la del judaísmo, pero que, a diferencia de ella, no toleraría postergaciones y exigiría ya la inmediata y perfecta realización del prometido reino de justicia.
Se notará que esta explicación del fenómeno religioso como único precedente de la moderna masa de inversión, y por ello como proceso de aplazamiento sine die de la meta de inversión, guarda un notable parecido con la teoría marxista de la religión como opio del pueblo. Y, de hecho, no son pocas las veces en las que Canetti alude a la domesticación de las masas como uno de los objetivos de las antiguas religiones –en especial, del catolicismo. Lo que, pese a esto, diferenciaría la teoría de Canetti de la marxista es que en Masa y poder las religiones no se explican sólo en función de este factor de domesticación de las masas sometidas. Junto a él se darían en todas las religiones –aunque diferirían entre sí, dependiendo de la religión de que se trate– otros factores o componentes que, en parte, explicarían la moderna pervivencia de las religiones y que estarían estrechamente relacionados con otros comportamientos de masa cuya meta no sería ya la inversión.
Esto es lo que sucedería, por ejemplo, con el Islam, definido por Canetti como religión de guerra. La imagen del mundo dividido en dos grandes bloques o masas antagónicas –la de los fieles y la de los infieles– que se combatirían siempre y recíprocamente en la guerra santa, hasta llegar todavía separadas al Juicio Final, no tendría, en efecto, nada que ver con la meta de inversión, sino que se parecería mucho más a la meta exterminadora de las masas de guerra. Esto no quiere decir, sin embargo, que el Islam sea sólo esto: Canetti nos advierte de que en él existe también una promesa de paraíso, así como un fenómeno de masa lenta y pacífica que es la que protagoniza cada año la peregrinación a La Meca. Se trataría, con todo, en este caso de una meta en estado puro, ya que lo que se quiere cuando se peregrina a La Meca es sólo llegar allí, haber estado allí. No se quiere nada más, y por eso, una vez alcanzada la meta, el musulmán retornaría a la vida cotidiana con sus deberes y sus derechos sagrados.
En el Cristianismo, además de la promesa de inversión en el más allá, lo que mantendría unida a la masa –incluso cuando la fe en el más allá ha desaparecido– sería lo que Canetti llama la lamentación. Las religiones del lamento, como el Cristianismo o como la religión de la secta de los síies, sí tendrían un precedente primitivo en las mutas primitivas, en concreto en las que Canetti llama mutas de lamentación. Además de para la caza y para la guerra, y a veces justo después de ellas o a consecuencia de ellas, las sociedades primitivas se reunían en masa para el lamento por los muertos, constituyéndose así en muta de lamentación. Los ritos y los comportamientos propios de esta clase de mutas habrían pasado directamente a formar parte de los rituales de las grandes religiones del lamento, las cuales se formarían siempre alrededor de la leyenda de un hombre o un dios que pereció injustamente. En todas las religiones del lamento ese hombre habría muerto a consecuencia de una persecución, de una caza o de un acoso, que siempre se representa con todo detalle. En torno a la víctima se constituye primera una pequeña muta de lamentación, integrada por familiares y amigos, que se niegan a entregar el muerto, que no reconocen su muerte –puesto que, precisamente, él, por ser el mejor de todos, el salvador, no debería de haber muerto–, para luego abrirse a una masa que crecería irreprimiblemente en el culto al muerto, cuya pasión se representaría una y otra vez.
A decir de Canetti, el atractivo de estas religiones del lamento residiría en su capacidad expiatoria y redentora. Y esto en el siguiente sentido. Puesto que, para Canetti –que también en esto se nos revela más freudiano de lo que él mismo habría admitido– los seres humanos no serían criaturas pacíficas incapaces de hacer daño a una mosca, puesto que no vivirían dedicados a comer hierba, dejando vivir en paz a los demás, puesto que, por el contrario, vivirían en cierto modo como perseguidores, la humanidad en su conjunto experimentaría un profundo sentimiento de culpa, aunado a un enorme temor a ser tratado de la misma manera por otros. La culpa y el miedo irían creciendo irresistiblemente en el interior de cada persona, y por eso, al adherirse a una víctima que padeció y sufrió persecución y muerte, al ponerse de parte de los perseguidos y de las víctimas, se redimiría en parte de su propia culpa. Esto explicaría que, incluso cuando la fe en el más allá se ha reducido considerablemente, el Cristianismo siga perviviendo como religión del lamento. Centrada en la figura de Cristo como víctima, perviviría –pronosticó Canetti–, en tanto que los seres humanos no consiguieran renunciar a matar en mutas. Las religiones de lamentación serían, pues, imprescindibles para la economía espiritual de los seres humanos, tal y como éstos son y actúan todavía hoy.
A pesar de sus polémicas con Freud, Canetti habría heredado de él (y de su admirado Kafka) la capacidad de mirar de frente los aspectos más crueles de la vida humana, sin dejarse llevar por el placer de las sublimaciones estéticas de la realidad. Ni tan siquiera debe creerse que su concepción del judaísmo como religión de inversión, por ideal que pueda parecer a primera vista, esté desprovista de sentido crítico. Canetti fue consciente de que la esperanza judía no habría sido, como no podría serlo ninguna meta de inversión, ajena a la agresividad. Ciertamente, el retrato del judaísmo como religión de promesa es mucho más atractivo que el del Islam como religión de guerra, e incluso que el del Cristianismo como religión del lamento, pero no creo que de esto deba deducirse la imagen de una inevitable parcialidad judía. Lo que Canetti hizo fue trazar a grandes rasgos, en un libro que no es de teoría de las religiones, las que él creyó que eran las ideas dominantes (los mitos centrales) de cada una de las grandes religiones monoteístas. Es mucho más útil y quizás más justo para con el creador considerarlas direcciones de sentido en las que habría que seguir avanzando, que creerlas definiciones cerradas, últimas y monolíticas de las religiones con respecto a las cuales sería obligado pronunciarse. En cualquier caso, si se albergan dudas sobre la objetividad de Canetti para con el judaísmo, no hay más que leer algunos de los capítulos –sabrosos y despiadados– que, en su genial autobiografía, versan sobre su relación con el judaísmo y con su familia. Se comprenderá entonces que, como él mismo dice allí, de todo lo que sería el judaísmo Canetti sólo conservó una cosa, el precepto bíblico "No matarás", al que precisamente Masa y poder estaría dedicado por entero.
Fuente: www.revista-raices.com
El invisible
Por Elías Canetti
Paseaba, al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo que allí buscaba no era su vistosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba un pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un sonido único. Era un profundo, prolongado «a - a - a - a - a - a - a - a». Ni disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más persistente del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras noche, permanecía igual.
Lo oía ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una interpretación correcta, me llevaba allí. Había paseado por la plaza en toda ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no volver a encontrar el bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido a reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la frontera de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en ese sonido. Por mi parte, escuchaba ansioso y amedrentado y para entonces alcanzaba un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito oía algo así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».
Sentía cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en tanto mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba ahora, de repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía. Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a - a - a - a - a - a - a - a»; jamás el ojo, jamás las mejillas; ni una sola parte del rostro. No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía, por el contrario. La sucia tela marrón era como una capucha totalmente calada que lo cubría todo. La criatura —alguna había de ser— se acurrucaba en el suelo y curvaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era, pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agazapado que aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el sonido. Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y depositado allí o si caminaba por sus propias piernas.
El lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón. En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba trabajo encontrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la plaza estuviese ya vacía. Entonces quedaba en la oscuridad como una vieja y mugrienta, abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse y hubiese dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la atención. Pero ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el bulto. No esperé a que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en la oscuridad con una ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.
La impotencia me era propia: Sabía que jamás trataría de hacer algo por llegar al fondo del enigma. Sentía horror ante su presencia; y puesto que no sabía otorgarle otra realidad, lo dejaba reposar allí sobre el suelo. Cuando me aproximaba, cuidaba de no tropezar con él, como si acaso pudiese dañarlo o ponerlo en peligro. Allí estaba todas las noches; y cada noche se paraba mi corazón apenas escuchaba por vez primera el sonido, y de nuevo se paralizaba cuando divisaba el bulto. Su camino de ida y vuelta me resultaba más sagrado aún que el mío propio. Jamás le seguí el rastro y no sé dónde se perdía el resto de la noche y de la mañana siguiente. Se trataba de algo excepcional, y quizás se tenía a sí mismo por tal. A veces caía en la tentación de tocar con un dedo muy suavemente la capucha marrón —esto lo notaría sin duda—, y quizás poseyese un segundo sonido con el que responder. Pero esta aspiración se desvanecía rápidamente en mi impotencia.
Dije que en mi huida todavía me asaltaba otro sentimiento: el orgullo. Me sentía orgulloso del fardo porque vivía. Lo que pensase mientras respiraba profundamente hundido entre los demás, jamás lo podré saber. El significado de su salmodia me resultaba tan oscuro como su entera presencia. Pero vivía, y cada día, a su hora precisa, estaba de nuevo allí. Jamás vi que recogiese las monedas que le arrojaban; poco era lo que se le echaba; nunca había más de dos o tres monedas. Quizás no hubiese llegado a tanta miseria como para tener que recogerlas. Tal vez no tenía lengua para pronunciar la «l» de «Alá», y el nombre de Dios lo reducía a un «a - a-a-a-a-a-a- a». Pero vivía sin embargo, y con un celo y una tenacidad sin par repetía su único acento; y así durante horas y horas, hasta que se convertía en el único sonido de toda la ancha plaza, en clamor que acallaba todas las otras voces.
Las voces de Marrakesh: Impresiones de viaje
Traducción José Francisco Ivars
Editorial Valencia, Pre-textos, 1996
Por Elías Canetti
Paseaba, al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo que allí buscaba no era su vistosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba un pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un sonido único. Era un profundo, prolongado «a - a - a - a - a - a - a - a». Ni disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más persistente del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras noche, permanecía igual.
Lo oía ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una interpretación correcta, me llevaba allí. Había paseado por la plaza en toda ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no volver a encontrar el bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido a reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la frontera de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en ese sonido. Por mi parte, escuchaba ansioso y amedrentado y para entonces alcanzaba un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito oía algo así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».
Sentía cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en tanto mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba ahora, de repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía. Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a - a - a - a - a - a - a - a»; jamás el ojo, jamás las mejillas; ni una sola parte del rostro. No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía, por el contrario. La sucia tela marrón era como una capucha totalmente calada que lo cubría todo. La criatura —alguna había de ser— se acurrucaba en el suelo y curvaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era, pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agazapado que aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el sonido. Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y depositado allí o si caminaba por sus propias piernas.
El lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón. En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba trabajo encontrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la plaza estuviese ya vacía. Entonces quedaba en la oscuridad como una vieja y mugrienta, abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse y hubiese dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la atención. Pero ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el bulto. No esperé a que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en la oscuridad con una ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.
La impotencia me era propia: Sabía que jamás trataría de hacer algo por llegar al fondo del enigma. Sentía horror ante su presencia; y puesto que no sabía otorgarle otra realidad, lo dejaba reposar allí sobre el suelo. Cuando me aproximaba, cuidaba de no tropezar con él, como si acaso pudiese dañarlo o ponerlo en peligro. Allí estaba todas las noches; y cada noche se paraba mi corazón apenas escuchaba por vez primera el sonido, y de nuevo se paralizaba cuando divisaba el bulto. Su camino de ida y vuelta me resultaba más sagrado aún que el mío propio. Jamás le seguí el rastro y no sé dónde se perdía el resto de la noche y de la mañana siguiente. Se trataba de algo excepcional, y quizás se tenía a sí mismo por tal. A veces caía en la tentación de tocar con un dedo muy suavemente la capucha marrón —esto lo notaría sin duda—, y quizás poseyese un segundo sonido con el que responder. Pero esta aspiración se desvanecía rápidamente en mi impotencia.
Dije que en mi huida todavía me asaltaba otro sentimiento: el orgullo. Me sentía orgulloso del fardo porque vivía. Lo que pensase mientras respiraba profundamente hundido entre los demás, jamás lo podré saber. El significado de su salmodia me resultaba tan oscuro como su entera presencia. Pero vivía, y cada día, a su hora precisa, estaba de nuevo allí. Jamás vi que recogiese las monedas que le arrojaban; poco era lo que se le echaba; nunca había más de dos o tres monedas. Quizás no hubiese llegado a tanta miseria como para tener que recogerlas. Tal vez no tenía lengua para pronunciar la «l» de «Alá», y el nombre de Dios lo reducía a un «a - a-a-a-a-a-a- a». Pero vivía sin embargo, y con un celo y una tenacidad sin par repetía su único acento; y así durante horas y horas, hasta que se convertía en el único sonido de toda la ancha plaza, en clamor que acallaba todas las otras voces.
Las voces de Marrakesh: Impresiones de viaje
Traducción José Francisco Ivars
Editorial Valencia, Pre-textos, 1996
0 Comentarios