El primer ministro italiano, líder de la Democracia Cristiana y partidario del compromiso histórico con el PCI, apareció muerto el 9 de mayo de 1978 asesinado por las Brigadas Rojas
Un misterio italiano es un laberinto dentro de un laberinto, un rompecabezas en forma de historia interminable, una conjunción de cajas chinas demasiado relevantes para ser encajadas a la perfección. Su condición fenoménica consiste en permanecer abierto hasta el fin de los tiempos. Nadie es capaz de dar con todas sus claves. Si alguna vez eso ocurre se desvanecerá hasta desaparecer. Es imposible.
Jueves 16 de marzo de 1978. Son las nueve de la mañana. Estamos en Roma, muy lejos del centro. En el cruce de la vía Mario Fani con Stresa se produce el choque de dos Italias. La primera pertenece al oficialismo de la Democracia Cristiana, el partido por excelencia de la posguerra, dominador de la política transalpina hasta el colapso de Tangentopoli. La segunda ha nacido tras las muchas desilusiones del sesantotto, bien distinto al francés pese a ciertos puntos de conexión. Una tiene el rostro claro de Aldo Moro, varias veces primer ministro y cabeza visible del sector reformista de su formación. La otra es una sombra rápida y mortífera ilustrada con una estrella de cinco puntas: Brigate Rosse.
En ese punto del mapa colisionan distintas concepciones de su tiempo, antípodas. Tras la primavera italiana de 1968 llegó un otoño caliente que derivó en los años de plomo de la década de los setenta. Aldo Moro y el líder del PCI Enrico Berlinguer propusieron un pacto entre las dos grandes bloques parlamentarios de la Bota. Lo denominaron Compromiso Histórico y permitiría la entrada de los comunistas en la órbita de gobierno, algo insólito desde 1947, cuando el Plan Marshall expulsó la hoz y el martillo de los ministerios de Europa Occidental. Ese 16 de marzo de 1978 iba a celebrarse en Montecitorio, el parlamento tricolor, la culminación de ese sueño con la investidura del cuarto gobierno Andreotti, del que Moro dijo que nació para hacer el mal y sólo sabía hacer el mal. No le faltaba razón.
Por su parte las Brigadas Rojas eran el producto del principio del fin de la izquierda tradicional. Tras las revueltas estudiantes y obreras muchos fueron los que no podían sentirse identificados con el viejo PCI, insuficiente para colmar su visión del contexto, derrumbado por luchas generacionales, crisis sistémicas y desmorones ideológicos. De este modo nacieron grupos terroristas en las fábricas turinesas. Empezaron con pequeñas acciones y entre proclamas de tono mítico- mordi e fuggi, colpirne uno per educarne cento- evolucionaron hasta ser maestros del tiro en la pierna para sembrar el pánico, secuestros empresariales y asesinatos más que sonados. Ese dieciséis de marzo querían llegar al corazón del Estado y Moro, quizá mejor que ningún otro, lo representaba a la perfección.
El choque se ha mostrado en mil películas, desde el caso Moro de Giuseppe Ferrara hasta Buongiorno, notte, de Marco Bellocchio. Cuatro brigadistas vestidos como pilotos de Alitalia tienden una emboscada a la comitiva del presidente de la DC. Aniquilan a cinco miembros de su escolta, secuestran al prócer, olvidan parte de sus preciados documentos y lo conducen a un escondite de la periferia romana. Salta la noticia, el país se conmociona, se manifiesta de forma espontánea con banderas de todo pelaje y empieza una especie de inolvidable reality show en forma de encrucijada capaz de finiquitar toda una época.
El impacto hizo que la investidura de Andreotti fuera como la seda. A partir de ahí empezó el drama. Los principales partidos italianos optaron por la firmeza. Ignoraban las peticiones de las BR, pero eso daba igual, al menos durante las primeras semanas. El Estado debía permanecer en sus trece y no mostrar ningún signo de debilidad. No podían esperar todas las rarezas del secuestro, sus componentes histéricos y sentimentales. Sus enemigos optaron por manifestarse mediante comunicados en los que atacaban al Estado Internacional de las Multinacionales, como si intuyeran el futuro, como si así se erigieran en transición de lo viejo y lo nuevo.
Con el tercero del 30 de marzo adjuntaron una carta de Aldo Moro a Francesco Cossiga, el muy piadoso ministro del Interior. El prisionero, sometido a juicio en su cárcel del pueblo, escribió más de ochenta misivas a lo largo de su cautiverio, de las cuales los medios publicaron poco más de un tercio. Las demás fueron halladas en un piso milanés de las Brigadas Rojas en 1990.
Que el principal protagonista del caso hablara por expreso deseo de sus captores supuso una sentencia de muerte anticipada porque el temor de grandes revelaciones entró en el cuerpo de todos los implicados en la gestión de los asuntos italianos desde 1945. Más tarde se reveló que las BR sonsacaron a Moro sobre Gladio, un ejército oculto financiado por la CIA que debía resistir un mínimo de cinco días en caso de invasión comunista. Los secretos eran demasiados y el preso, inmerso en las estructuras de poder desde su juventud, caía mejor muerto que vivo.
Ese debió ser el pensamiento de Henry Kissinger, quien con anterioridad había amenazado al protagonista de los hechos, harto de su obcecación en la alianza con los comunistas. Tras conocerse el suceso los Estados Unidos de América movieron ficha y mandaron a un hombre para asesorar en tan difícil situación, en primer lugar para controlarla y en segundo para determinar el curso de las acciones, pues la Democracia Cristiana no tenía nada preparado para una eventualidad similar. Steve Pieczenick, un siquiatra del departamento de Estado, fue el elegido y según sus propias palabras urdió un plan macabro para sondear a la opinión pública, traumatizada por el lance.
El hallazgo del cuerpo
El 18 de abril apareció el séptimo comunicado de las Brigadas Rojas. Durante décadas se pensó que su autoría correspondía a Tony Chichiarelli, un falsificador relacionado con la mafiosa Banda della Magliana, resucitada a nivel popular en los últimos tiempos por la saga fílmico literaria Roma Criminal. Sin embargo la realidad, según Pieczenick, era otra. Él y Cossiga escribieron esa nota donde se daba a Moro por asesinado e instaban a buscar el cuerpo en el Lago della Duchessa. El shock fue automático y el desmentido instantáneo porque el enclave estaba helado y era imposible depositar un cadáver en su interior.
Los días posteriores dieron una ligera luz de esperanza. Paolo VI, amigo personal de Moro, escribió una carta a las Brigadas Rojas. Empezaba con Uomini delle Brigate Rosse, lo que en cierto sentido implicaba un reconocimiento alejado de la retórica del mal. Al mismo tiempo Bettino Craxi, Secretario General de los Socialistas, imploraba por reformular la Razón de Estado. Si Antígona había desobedecido la ley era posible repetir el desafío a Creonte para dar al país un rostro humano que abrió una grieta en la línea imperante. La familia del secuestrado y parte de la clase política estuvieron de acuerdo en buscar una mediación que podía conseguirse con un intercambio de prisioneros o algún gesto tendiente a dar una cierta legalidad a las BR, que de este modo se equipararían a la OLP por mucho que su esencia fuera gemela de la extrema izquierda extraparlamentaria al estilo de las alemanas Baader Meinhof.
Durante dos semanas se mezcló la investigación policial y el debate sobre qué hacer, también presente en el seno de la organización terrorista, con riesgo de fractura entre su ala movimentista y la militar. A principios de mayo los artífices de la operación se reunieron en piazza Barberini y decidieron la muerte de Moro. De cinco votos tres fueron favorables a esa suerte, asimismo echada en las altas esferas, donde muchos cuadros de mando asociados a la lógica masónica P2 deseaban el fatal desenlace. Otras fuentes del arcano mencionan que tanto los servicios secretos como las fuerzas del orden tenían localizado el apartamento de via Montalcini, en la periferia de la Ciudad Eterna, donde el líder democristiano atendía su sentencia, efectuada por Mario Moretti la mañana del martes 9 de mayo de 1978.
El cadáver se encontró dentro de un maletero.
Al cabo de pocas horas, Franco Tritto, asistente de Aldo Moro en la Universidad, recibió una llamada del enigmático Dottor Nicolai, alias de Valerio Morucci, contrario a la ejecución. Sus palabras eran prístinas. Encontrará el cuerpo del Honorable en via Caetani. Esta calle del centro de Roma es una frontera entre el Ghetto y el Panteón. Por aquel entonces se hallaba equidistante a las sedes del PCI y la DC, partido que justo en esos instantes se reunía para dirimir si daba un paso al frente para salvar a su antiguo líder.
El cuerpo fue encontrado hacia las dos del mediodía en el sitio indicado, concretamente en el maletero de un R4 rojo. Moro yacía con el rostro ladeado. Su muerte fue la conclusión de un anhelo de diálogo. Su funeral, con su familia alejada para siempre de la que fue su casa política, una metáfora de fracaso, con el cuerpo ausente y el Papa en las últimas con suficientes fuerzas para amonestar a los compañeros del finado. Pasaron las legislaturas. Llegaron los ochenta. La Guerra Fría se resfrió hasta enfermar de gravedad. Cayeron todos los brigadistas, unos arrepentidos, otros empecinados hasta su detención. En 1992 estalló el escándalo Tangentopoli y se hundió la Primera República Italiana. Los viejos partidos desaparecieron. Los símbolos de un tiempo extinto ingresaron al cementerio. Italia, según Cossiga un país con independencia limitada, no cambió. El misterio sigue ahí. Nunca fenecerá.
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