Sé que cada tarde Aurora Bernárdez leía Le Monde en su casa del distrito quince, que es el más grande de París. Salía a la calle, daba un paseo (una tarde me la tropecé por Montparnasse, que ya es el arrondissement catorce) y lo compraba. Era un rito cotidiano, me comentó en más de una ocasión, que la ayudaba a mantener un cierto orden, su vínculo con el entorno, su orden vital. Lo hacía -lo leía- en un silloncito de cretona y de espaldas a uno de los ventanales que daban al patio de los tres árboles leñosos que tanto le gustaban, bajo aquella claraboya donde, si llovía, las gotas golpeaban insistentes e insistentes e insistentes aunque no las oyeras, sólo veías cómo reventaban contra el vidrio. Si dejabas de charlar un instante, quizá porque Aurora se levantaba e iba a la habitación contigua (área mítica donde Julio Cortázar escribió Rayuela) por un libro o unas fotografías o un recorte de prensa que te quería mostrar, te zumbaban los oídos, llegabas a escuchar entonces, en ese lapso, el zumbido de tus propios oídos. Y es que en esa vivienda de la place du Général Beuret, a la que he acudido tantas veces, lo primero que uno percibía, apenas trepabas la escalerita de madera de color hueso, era el silencio. Precisamente -lo cuenta Aurora en este libro inesquivable para saber no sólo sobre ella sino también acerca de Cortázar- era uno de los aspectos que más preocupaban al escritor cuando se mudaban de domicilio. La nueva vivienda debía hallarse protegida de los ruidos exteriores, de los bocinazos de los coches o de los gritos de la gente. Sus dos residencias legendarias en París, la de la place du Général Beuret (rive gauche), que compartió con Aurora, y la de la rue Martel (rive droite), que compartió con Carol Dunlop, cumplían esa condición.
El libro de Aurora es un texto misceláneo que se lee al principio con cierta prudencia (y sorpresa, debo decirlo, ¿un volumen de Aurora Bernárdez?) por lo valioso de su interior, una trama que integra desde poemas a cuentos, reflexiones, y una larga y muy rica conversación con Philippe Fénelon, pero que, conforme avanzas en él, decides sorberlo de un solo trago. Aurora era una gran intelectual, además de extraordinaria traductora (Calvino, Sartre, Durrell, entre otros muchos), aunque no se le notaba. Era muy hábil para desprenderse, y en la propia conversación con Fénelon se aprecia, de cualquier gesto petulante. Sabía pinchar rápidamente con un simple comentario y una carcajada desacralizadora, si percibía que las palabras (sus palabras) se teñían de apariencia, la burbuja de su ego. Eso no lo sabemos hacer todos. Aprovecho para señalar que ya es hora, y sirva como palanca este título, de reivindicar la obra de las autoras del Boom que quedaron escondidas por los nombres de ellos.
Este es un libro lleno de señales luminosas. Señales sobre la literatura, sobre la vida y señales también, claro está, sobre Cortázar, su pareja desde los años porteños. Por sus imágenes y sus diálogos, observamos el Buenos Aires de su infancia, su familia, los años universitarios en la UBA, los ecos de la guerra civil española que tanto angustió a gran parte de la sociedad argentina (a su propia familia), la lectura de Casa tomada y su primera cita, a través de una amiga, con el autor de ese relato en el Richmond (hoy ya clausurado, una desaparición más, como apuntaría Aurora sin nostalgia, ya que ella nunca fue una mujer nostálgica) de la calle Florida, el brillo lejano de Europa, la llegada a París en medio de una ventisca en diciembre de 1952, Italia a mediados de los años sesenta y la traducción de los cuentos de Edgar Allan Poe que le encargaron a Cortázar y en la que ella colaboró, los viajes como traductora contratada por la UNESCO, sus filósofos preferidos, su momentáneo regreso a la Argentina y las dificultades para salir de ella y volver a París ya con Videla aupado en el siniestro trono. Poco antes, la dolorosa separación del escritor a mediados de los años sesenta. No obstante, cabe que recordar que, tras la muerte de Carol Dunlop, segunda esposa de Cortázar, y con la leucemia mieloide crónica cercándole a él, Aurora fue quien se ocupó hasta la muerte del escritor. También, como albacea testamentaria que era, organizó con el apoyo de la agencia de Carmen Balcells la cuestión de los derechos de autor de toda la obra cortazariana hasta esa fecha (1984), según me dijo en algún momento, en una situación absolutamente caótica y deshilachada.
No es por su naturaleza un volumen de historias o de recuerdos rescatados siguiendo una vertebración, pero sí es un espacio de la memoria. Ella nunca buscó protagonismo, pudiéndolo reclamar con autoridad si hubiese querido. Aurora no solía conceder en general entrevistas a la prensa, sí trataba con las personas interesadas en hablar con ella, básicamente por lo que representaba como compañera por más de dos decenios de Cortázar y la fuente de información que significaba; apoyaba cualquier suceso relacionado con la obra de Cortázar, aunque siempre permaneciendo en un discreto y velado plano. Recibía en su casa sin excesivos filtros. Yo mismo logré ese acceso con una simple carta, sin recurrir a enlaces como Luis Tomasello o Julio Silva o Félix Grande, a quienes ya había tratado para la escritura de mi libro sobre Cortázar. Tampoco era alguien que se publicitara y organizara ágapes para desconocidos. Era muy amiga de sus amigos y se movía bien en soledad.
Por eso, con estos escritos nunca pretendió sistematizar una autobiografía. Los textos recogidos en este volumen fueron articulados de una manera aleatoria, aquí sí seguía el patrón de Cortázar, quien, como es sabido, nunca se autoimpuso como escritor un horario laboral: tomaba notas acá y allá, en un aeropuerto, en un café, en un vagón de la línea 12 del métro, para luego refundirlas. Algo semejante a lo que hizo ella. Este libro es más bien un mosaico de vivencias creativas y testimoniales, un juego de estructuras literarias que toca con suavidad distintos géneros; se trata, y sé que la referencia es facilona, de una atractiva rayuela. De otra rayuela muy recomendable.
Sobre el autor
Miguel Herráez (Valencia, 1957), doctor en Filología Española, es catedrático de Literatura Española en la UCH de Valencia. En los últimos años ha sido investigador invitado en la École Normale Supérieure (París), donde ha estudiado los imaginarios parisinos y su traslación a la obra de escritores latinoamericanos y españoles. Ha publicado novelas, ensayos, dietarios y cuentos. Experto en Julio Cortázar, suyos son ‘Julio Cortázar, una biografía revisada’, ‘Dos ciudades en Julio Cortázar’ y ‘París en Julio Cortázar’. Sus últimos libros son ‘Diario de París con 26 notas a pie’ y la novela ‘La vida celular’. Títulos suyos han sido traducidos al ruso, francés, portugués e italiano.
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