Miguel Herráez 29 julio 2016
Para Mar, a 1.376 kilómetros
{UNO}
Llueve una vez más sobre París, es una lluvia racheada, ahora vuelve de nuevo con más intensidad, con cierta persistencia. Desde hace días se ha suprimido la navegación por el Sena, a causa del nivel que han alcanzado sus aguas. Algunas gotas resbalan del toldo y me llegan, por una canaleta de la lona mal cosida o agujereada o rota, no sé, hasta el hombro izquierdo. No estoy lejos de la estación de métro de Odéon, sentado en la terraza de Le Danton, tomando una noisette sin cafeína que acaba de servirme el camarero. Es tarde de domingo, tan camusianamente existencialista, y veo personas que caminan por el boulevard Saint-Germain con chubasqueros transparentes, las capuchas ceñidas anudadas en la barbilla, alguien luce un gorro de plástico abombado de color azul pálido. En ese trasiego hay parisinos, sin duda, pero sobre todo me percato de turistas que se arraciman compulsivamente, que tiran fotos con los teléfonos móviles bajo la lluvia hacia cualquier lado y que de repente algunos se desgajan del grupo al descubrir los escaparates y deciden entrar y adquirir chocolate a granel en Georges Larnicol. Qué diferentes estos rochers chocolat noir o los macarons aux fruits frais confits de las crêpes compradas por tres euros en un puesto de paso en la rue de la Harpe o en el alejado Montmartre, esas crêpes que queman los labios y la lengua y tiñen los dedos con la densa crema Nutella. Seguro que más de uno lo piensa. París se halla en estado de excepción desde los atentados previos a Navidad. No advierto en estas personas mucha preocupación. ¿Habría que tenerla? ¿Cómo fue la última y siniestra acción? El tipo entra en el restaurante Le Petit Cambodge, mira a derecha e izquierda, hacia las mesas donde hay hombres y mujeres que charlan y beben lentamente de tazas y de vasos como lo hago yo ahora en Le Danton, saca un Kaláshnikov de debajo del chaquetón oscuro, y en ese instante es cuando empieza a disparar a discreción. Quizá, a la vez que en el Bataclan del boulevard Voltaire ese 13 de noviembre mientras actuaban Eagles of Metal Death y se sembraba de víctimas el local, el hombre ya accedió con el fusil de asalto por delante, ya amartillado y listo, la bocacha que busca, se mueve arriba y abajo como el pico de un cormorán, indaga aún sin un destino fijo, sólo el azar va a determinar cuándo el sujeto apretará ciego el gatillo, cuándo el arma arrojará esas diez balas que libera por segundo, y entonces sale fuego por ese cañón y los proyectiles del calibre 7.62 mm. se incrustan en vigas de madera, hacen trizas los espejos y las botellas de la barra de cinc y penetran en los cuerpos de los allí reunidos. ¿Cómo iba a prever esta gente, y lo pienso ahora, justo ahora, esta tarde en la que llueve sobre París, en este instante en el que el camarero me pregunta si deseo algo más y deja l’addition en el platillo, que alguien iba a hacer una locura semejante? En este momento podría ocurrir algo parecido. Observo otra vez la acera de enfrente, me fijo en el hombre que camina dejando a sus espaldas la desaparecida Shakespeare and Company de Sylvia Beach, ¿por qué no es factible que lleve un Kaláshnikov bajo la axila, acoplado en el costado derecho, a cubierto en esa especie de anorak negro y largo?
Llueve una vez más sobre París, es una lluvia racheada, ahora vuelve de nuevo con más intensidad, con cierta persistencia. Desde hace días se ha suprimido la navegación por el Sena, a causa del nivel que han alcanzado sus aguas. Algunas gotas resbalan del toldo y me llegan, por una canaleta de la lona mal cosida o agujereada o rota, no sé, hasta el hombro izquierdo. No estoy lejos de la estación de métro de Odéon, sentado en la terraza de Le Danton, tomando una noisette sin cafeína que acaba de servirme el camarero. Es tarde de domingo, tan camusianamente existencialista, y veo personas que caminan por el boulevard Saint-Germain con chubasqueros transparentes, las capuchas ceñidas anudadas en la barbilla, alguien luce un gorro de plástico abombado de color azul pálido. En ese trasiego hay parisinos, sin duda, pero sobre todo me percato de turistas que se arraciman compulsivamente, que tiran fotos con los teléfonos móviles bajo la lluvia hacia cualquier lado y que de repente algunos se desgajan del grupo al descubrir los escaparates y deciden entrar y adquirir chocolate a granel en Georges Larnicol. Qué diferentes estos rochers chocolat noir o los macarons aux fruits frais confits de las crêpes compradas por tres euros en un puesto de paso en la rue de la Harpe o en el alejado Montmartre, esas crêpes que queman los labios y la lengua y tiñen los dedos con la densa crema Nutella. Seguro que más de uno lo piensa. París se halla en estado de excepción desde los atentados previos a Navidad. No advierto en estas personas mucha preocupación. ¿Habría que tenerla? ¿Cómo fue la última y siniestra acción? El tipo entra en el restaurante Le Petit Cambodge, mira a derecha e izquierda, hacia las mesas donde hay hombres y mujeres que charlan y beben lentamente de tazas y de vasos como lo hago yo ahora en Le Danton, saca un Kaláshnikov de debajo del chaquetón oscuro, y en ese instante es cuando empieza a disparar a discreción. Quizá, a la vez que en el Bataclan del boulevard Voltaire ese 13 de noviembre mientras actuaban Eagles of Metal Death y se sembraba de víctimas el local, el hombre ya accedió con el fusil de asalto por delante, ya amartillado y listo, la bocacha que busca, se mueve arriba y abajo como el pico de un cormorán, indaga aún sin un destino fijo, sólo el azar va a determinar cuándo el sujeto apretará ciego el gatillo, cuándo el arma arrojará esas diez balas que libera por segundo, y entonces sale fuego por ese cañón y los proyectiles del calibre 7.62 mm. se incrustan en vigas de madera, hacen trizas los espejos y las botellas de la barra de cinc y penetran en los cuerpos de los allí reunidos. ¿Cómo iba a prever esta gente, y lo pienso ahora, justo ahora, esta tarde en la que llueve sobre París, en este instante en el que el camarero me pregunta si deseo algo más y deja l’addition en el platillo, que alguien iba a hacer una locura semejante? En este momento podría ocurrir algo parecido. Observo otra vez la acera de enfrente, me fijo en el hombre que camina dejando a sus espaldas la desaparecida Shakespeare and Company de Sylvia Beach, ¿por qué no es factible que lleve un Kaláshnikov bajo la axila, acoplado en el costado derecho, a cubierto en esa especie de anorak negro y largo?
{DOS}
¿Es, fue así? Me lo planteo mediatizado por las noticias, por los datos de otros posibles atentados, se dicen posibles e inminentes atentados. ¿O mi memoria ha ido reajustando el suceso que conocí por la prensa española en estos últimos meses? ¿La memoria en Johnny Carter, el personaje cortazarino, también está sometida a vaivenes? ¿Qué es el tiempo en este juego reflexivo? ¿Qué es el tiempo, ese elemento obsesionante, en Johnny Carter? Amanda Núñez, profundizando desde un específico patrón, que no toma este cuento como análisis, distingue kronos, que es “el eterno nacer y perecer”, de aión, que es “el eterno estar y retornar” (“En los pliegues del tiempo: Kronos, Aión y Kairós”, Amanda Núñez). En esta línea, los expertos sostienen que la memoria y sus redes neuronales transforman cualquier peripecia del pasado y la recuperan según otro orden, el asignado a través de ese sistema interconectado de células nerviosas que ya se aleja de la realidad, pues actúa en un plano de virtualidad, y lo que facilita es generar otro escenario. Es lo que categorizamos como evocación, el mecanismo que tergiversa aquel escenario que experimentamos y que ahora ya no es el mismo, es uno nuevo que aceptamos como auténtico. El perseguidor quedó integrado en el volumen Las armas secretas (1959), donde hay algunos títulos memorables, aparte de este relato, como son Cartas de mamá o Las babas del diablo, también de espacio parisino (todos los de este libro son de espacio parisino). El protagonista es Johnny Carter, ¿y quién es Johnny Carter? Sin entrar en especulaciones de apellidos cruzados, referencias jazzísticas, simplemente interioricemos lo que el propio Cortázar sentenció al asociar dicho nombre con el de Charlie Parker, aquel saxofonista alto y compositor norteamericano nacido en Kansas en 1920 y muerto en Nueva York en 1955 a causa de un derrame cerebral. Parker, que sólo estuvo dos veces en Europa (en 1949, en París, y en 1950 en Suecia y Dinamarca), se inició con la orquesta del pianista Jay McShann, impulsor del género blues, y posteriormente logró implicarse con Thelonious Monk y el heterodoxo baterista Kenny Clarke, vinculándose a nombres de fondo como Earl Hines, Bill Ecstine, Dizzy Gillespie, Duke Jordan, Tommy Potter o Miles Davis. Desde entonces, surgirían para Parker las sesiones memorables de las salas neoyorquinas, como la Monroe´s o la Minton´s, lo que supuso un lanzamiento imparable para el músico que tantos reconocimientos obtuvo por sus interpretaciones, por ejemplo, de “Grooving’ High”. En El perseguidor, el cuento de Johnny y Bruno y Tica y Dédée y Art y el resto de esa tribu (¿embrión del Club de la Serpiente?), también de Bee (la hija de Johnny y de Lan), que morirá en Chicago de una neumonía (y eso hará que Johnny se toque a la altura del corazón ante Bruno y le diga “me duele aquí”), llueve poco, sí llovizna cuando Bruno deja a Johnny con fiebre, con la frazada arrebujada a sus pies en el hotel de la rue Lagrange, y se sube el cuello de la gabardina (como se lo subirá Oliveira, pero el de la canadiense, en Rayuela), lo pienso y lo anoto. En este cuento, Cortázar no subraya en exceso los elementos de contexto, pero sí las señales de los imaginarios parisinos y también los enlaces con los principios de memoria y tiempo, sea el cronológico o el subjetivo -según los parámetros citados de Núñez, que asumimos-, a través del personaje principal. Cortázar escribía desde la fiabilidad del registro, sin facilonas licencias literarias. En esta línea, siempre es reproducible aquel trayecto trazado en su ficción, en este caso también el de El perseguidor, en el terreno de la topografía auténtica. De los escenarios sustantivos del relato (hotel de la rue Lagrange, el café de Flore, el pretil del Sena a la altura de Gît-le-Coeur, el café de Ben Aifa), este en el que me encuentro, desde Le Danton, sería uno más, pero es el más vago, pues sólo existe tangencialmente (por eso no lo considero espacio sustantivo) cuando Johnny le refiere a Bruno, su biógrafo y narrador del relato, su noción sobre qué es el tiempo (el mencionado modelo, “el eterno estar y retornar”) y sus dimensiones, su desconcertante “Esto lo estoy tocando mañana”, o ese desajuste temporal que experimenta también Johnny en el tránsito entre las paradas de métro de Saint-Michel, de Odéon y la de Saint-Germain-des-Prés (fenómeno que Cortázar denominó “estado de pasaje”). Tampoco sabemos si hace pleno sol, aunque sí que, aun siendo de día (día neblinoso, como hoy), se nos relata que hay que conectar la lámpara en la habitación del cuarto piso del hotel, ese hotel no muy alejado del otro Shakespeare and Company, el de George Whitman, y que se localiza desde aquí a unos quince minutos siguiendo la orilla del río, en este lado izquierdo del Sena (la rive gauche), porque “a la una de la tarde hay que tener la luz encendida si se quiere leer el diario o verse la cara”. Sí se cita esta estación de Odéon, cuyas escaleras de acceso diviso a través de coches y de un motorista que pasa en este mismo segundo.
{TRES}
Este es el cuento que marca la orientación de Cortázar hacia otras preocupaciones que van más allá de lo estrictamente interpretado como artefacto literario. Se produce un desplazamiento de intereses, quizá habría que subrayar una mutación decisiva en su mirada sobre el mundo. El ingenio de diseño incontestable, procedente de Bestiario (1951) o de Final del juego (1959), que ha alcanzado su magisterio (cuentos inesquivables por su valor como son Casa tomada, Carta a una señorita en París, Los venenos o La noche boca arriba, por citar sólo cuatro de ambos volúmenes), da paso a esta alternativa, que tantas veces se ha querido sintonizar como un nítido aviso de lo que será Rayuela (1963). El propio Cortázar lo confesó en varias ocasiones. A Evelyn Picon Garfield le dijo que, con Johnny Carter -y colocando con ello implícitamente la palanca impulsora para el futuro Oliveira-, quería plantear “el problema de un hombre que descubre de golpe, Johnny en su caso y Oliveira en el otro, que una fatalidad biológica lo ha hecho nacer y lo ha metido en un mundo que él no acepta, Johnny por sus motivos y Oliveira por motivos más intelectuales, más elaborados, más metafísicos” (“Cortázar por Cortázar”, Evelyn Picon Garfield). Johnny Carter abre un enfoque novedoso en Cortázar, pues implica al ser humano en su tentativa de comunidad, de ser sujeto prójimo. En esta ocasión, Cortázar traza el “diálogo, el enfrentamiento con un semejante, con alguien que no es un doble mío, sino que es otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica” (La fascinación de las palabras, Omar Prego Gadea), le dirá también a Omar Prego. ¿Pero qué es para Cortázar este personaje? ¿Qué viene a simbolizar esta propuesta actancial? Para él es el intelectual primigenio, un sujeto cuasi analfabeto, pero sagazmente intuitivo, el tipo elemental que percibe qué es su vida, aunque no logra adaptarse a ella. Alguien que, por puras reacciones químicas, reflejas, proyecta (ignorándolo) el cuestionamiento de todo lo que es su mismo entorno, alguien que fragiliza y zarandea no sólo modelos de enjuiciamiento sino paradigmas estatuitarios, como lo son el eslabón del tiempo y sus alrededores: la memoria.
Este es el cuento que marca la orientación de Cortázar hacia otras preocupaciones que van más allá de lo estrictamente interpretado como artefacto literario. Se produce un desplazamiento de intereses, quizá habría que subrayar una mutación decisiva en su mirada sobre el mundo. El ingenio de diseño incontestable, procedente de Bestiario (1951) o de Final del juego (1959), que ha alcanzado su magisterio (cuentos inesquivables por su valor como son Casa tomada, Carta a una señorita en París, Los venenos o La noche boca arriba, por citar sólo cuatro de ambos volúmenes), da paso a esta alternativa, que tantas veces se ha querido sintonizar como un nítido aviso de lo que será Rayuela (1963). El propio Cortázar lo confesó en varias ocasiones. A Evelyn Picon Garfield le dijo que, con Johnny Carter -y colocando con ello implícitamente la palanca impulsora para el futuro Oliveira-, quería plantear “el problema de un hombre que descubre de golpe, Johnny en su caso y Oliveira en el otro, que una fatalidad biológica lo ha hecho nacer y lo ha metido en un mundo que él no acepta, Johnny por sus motivos y Oliveira por motivos más intelectuales, más elaborados, más metafísicos” (“Cortázar por Cortázar”, Evelyn Picon Garfield). Johnny Carter abre un enfoque novedoso en Cortázar, pues implica al ser humano en su tentativa de comunidad, de ser sujeto prójimo. En esta ocasión, Cortázar traza el “diálogo, el enfrentamiento con un semejante, con alguien que no es un doble mío, sino que es otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica” (La fascinación de las palabras, Omar Prego Gadea), le dirá también a Omar Prego. ¿Pero qué es para Cortázar este personaje? ¿Qué viene a simbolizar esta propuesta actancial? Para él es el intelectual primigenio, un sujeto cuasi analfabeto, pero sagazmente intuitivo, el tipo elemental que percibe qué es su vida, aunque no logra adaptarse a ella. Alguien que, por puras reacciones químicas, reflejas, proyecta (ignorándolo) el cuestionamiento de todo lo que es su mismo entorno, alguien que fragiliza y zarandea no sólo modelos de enjuiciamiento sino paradigmas estatuitarios, como lo son el eslabón del tiempo y sus alrededores: la memoria.
{CUATRO}
Distrito 14. Sigue la lluvia, mientras camino sentido porte d´Orléans por el boulevard Jourdan, que cambia su rótulo a Brune apenas cruzo la arteria de Général Lecrec que baja hacia el lejano Sena, pero es una lluvia muy fina y escorada. Julio Silva me ha dicho que fuese a su casa a tomar café a las 14:00 horas y quiero ser puntual. En una boulangerie compro unos pasteles. La vendedora los introduce en una bolsa de papel, pago los nueve euros y unos céntimos y sigo caminando. Las gotas han mojado la calzada gris y me gusta ver cómo a cada paso se refleja todo sobre ella, veo sobre ella los edificios, los árboles, mis propios zapatos en la pátina del asfalto. Voy pensando en el encuentro con Silva de la semana pasada y en las cosas que me contó de Cortázar, en las cosas que siempre me cuenta de su amigo o de la obra de su amigo (“Rayuela sólo se debe leer como episodios aislados, nunca como una novela de estructura unitaria”). Hoy le preguntaré sobre El perseguidor. Este es un relato de trayectoria urbana muy precisa. No es difícil de rastrear. Ayer mismo hice su recorrido, es una narración en la que se computa el tiempo y se determina el espacio, se deja seguir. No obstante, uno de los enlaces callejeros en un momento concreto se pierde. Johnny y Bruno, tras beberse una copa de chartreuse, deciden dar un paseo, respirar algo más que el humo de tabaco del café de Flore, y salen al boulevard Saint-Germain. Ambos abandonan el café de Flore y se dirigen hacia la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, tuercen, antes de llegar a ella, a la izquierda (dejando detrás Les Deux Magots y a la derecha la abadía) y se encarrilan hacia la rue de l’Abbaye. Avanzan y giran por la rue de Furstemberg (en el cuento se detienen en la place de Furstemberg, donde a Johnny siempre le recuerda un teatro de juguete que le regaló su padrino cuando cumplió ocho años). Después continúan la marcha por la rue Jacob (“trato de llevármelo hacia la rue Jacob”, dice Bruno), cuya desembocadura es su conexión natural con la larguísima rue de l´Université. Aquí se difumina el tránsito. Yo creo que ambos entran por la rue Bonaparte, doblan después por la rue des Beaux-Arts (no aluden, curiosamente, al hotel donde murió Oscar Wilde) y salen a la rue de Seine, que eso, ya en el río, es el Quai de Conti. En el Quai de Conti, que se menciona explícitamente, fuman Gauloises junto a las cajas de latón de los bouquinistes, hablan de Vivaldi, de Bach, de Charles Ives. Siempre me pregunto, y lo hago de nuevo en este semáforo desde donde distingo ya la casa de Silva enfrente, tras el tranvía que pasa ahora, cómo ambos personajes, con un Johnny en estado desajustado (se halla en proceso de asunción de la muerte de Bee, arrastra sus problemas derivados del consumo masivo de drogas y alcohol, ha maltrecho una actuación en la sala Pleyel, le cuesta sujetar su propia vida), la transitan y después continúan por los muelles hasta el Quai des Grands-Augustines (distancia, también relativamente larga en esas circunstancias, de un muelle a otro), pues al final se sientan “sobre el pretil, frente a Gît-le-Coeur” (tampoco cita el narrador, y se hubiera prestado a ello por las conexiones nacionales y culturales de Parker, el número 9, donde se halla el llamado Beat Hotel, en el que recalaron Allen Ginsberg, William S. Burroughs, Peter Orlovsky, entre otros, si bien hay una cierta asimetría, un pequeño desajuste, de fechas históricas entre Parker y la Beat Generation), y vuelven a fumar cigarrillos. Ha transcurrido otra hora, son las dos de la madrugada, y deciden (decide Johnny) tomar un whisky. Andan y entran por Saint-Séverin, buscando algún establecimiento árabe, indagan hasta toparse con el de Ben Aife, donde beben coñac corrosivo (dos copas cada uno). Charlan de nuevo y salen hacia (posiblemente, ya que vuelve a ser difuso el recorrido) la rue de la Huchette, y luego -tras la escena en la que Johnny se agacha un instante, bajo la desesperada mirada de Bruno, para acariciar un gato blanco- proceden hasta la place Saint-Michel y se aproximan de nuevo al pretil del río. Allí Bruno sugiere detener un taxi y trasladar a Johnny al nuevo hotel, a lo que este finalmente accede. Son las tres de la madrugada.
Tres horas han pasado desde que salieron de Flore.
Anduve, como he dicho, ese itinerario algo zigzagueante y he observado cómo en Julio Cortázar, y eso se cumple en sus relatos y novelas, se produce una causalidad entre lo real y lo imaginario espacial, pues tensa una fidelidad urbana entre los personajes, la acción y el medio en el que se desenvuelve la narración. El espacio no actúa, pues, como un fondo iconográfico recursivo, no es un adorno, sino que es el eje existente, verificado, por el que se precipita el cuento. En este relato podemos evaluar cómo, en efecto, el autor delinea el ecosistema de un segmento de París que es constatable en términos de experiencia.
{CINCO}
Miro mi reloj, ya del otro lado del boulevard Brune, y observo que son las 14:01. Tecleo en el panel los dos dígitos y luego el botón appel y oigo la voz de Silva. Accedo al portal y entro en el ascensor, pulso el tercer piso. Me miro en el espejo. La bolsa de papel con los pasteles está algo húmeda. En el rellano me espera Silva, afectuoso pero sin afectaciones, como siempre. Por la puerta entreabierta de su casa de tres niveles ya advierto ese mundo de máscaras africanas (cientos, quizá un par de miles de máscaras africanas de distinto tamaño y función fetichista) y cuadros suyos y ambiente sugestivo bajo una luz de orientación norte, como lo es en cualquier estudio de pintor. Le pregunto en el mismo umbral. “¿A ti te gusta El perseguidor, el relato de Johnny Carter?”. Hace un gesto de asentimiento, rememora rápidamente, sin duda le asalta algún recuerdo, y responde: “Me parece que he querido nadar sin agua”.
Sobre el autor
Miguel Herráez (Valencia, 1957), doctor en Filología Española, es catedrático de Literatura Española en la UCH de Valencia. En los últimos años ha sido investigador invitado en la École Normale Supérieure (París), donde ha estudiado los imaginarios parisinos y su traslación a la obra de escritores latinoamericanos y españoles. Ha publicado novelas, ensayos, dietarios y cuentos. Experto en Julio Cortázar, suyos son ‘Julio Cortázar, una biografía revisada’, ‘Dos ciudades en Julio Cortázar’ y ‘París en Julio Cortázar’. Sus últimos libros son ‘Diario de París con 26 notas a pie’ y la novela ‘La vida celular’. Títulos suyos han sido traducidos al ruso, francés, portugués e italiano.
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