Poeta argentino nacido en Buenos Aires el 17 de agosto de 1891, en el seno de una familia adinerada que le procuró una esmerada educación en importantes centros educativos europeos.
Estudió Derecho, y muy pronto, a raíz de sus contactos con los poetas exponentes de la vanguardia europea, publicó en 1922 su primer libro de poemas, «Veinte poemas para ser leídos en el tranvía», seguidos luego por «Calcomanías» en 1925, «Espantapájaros» en 1932, «Persuasión de los días» en 1942, «Campo nuestro» en 1946 y «En la masmédula» en 1954, obra que constituye en su trabajo más audaz en el campo de la poesía.
Al iniciarse la década de los años cincuenta, guiado por su interés en las artes plásticas, incursionó en la pintura con una marcada tendencia surrealista, gracias a su profundo conocimiento de la pintura francesa.
En 1961 sufrió un grave accidente que le disminuyó sus condiciones físicas. En 1965 viajó por última vez a Europa y a su regreso a Buenos Aires, murió el 24 de enero de 1967.
Estudió Derecho, y muy pronto, a raíz de sus contactos con los poetas exponentes de la vanguardia europea, publicó en 1922 su primer libro de poemas, «Veinte poemas para ser leídos en el tranvía», seguidos luego por «Calcomanías» en 1925, «Espantapájaros» en 1932, «Persuasión de los días» en 1942, «Campo nuestro» en 1946 y «En la masmédula» en 1954, obra que constituye en su trabajo más audaz en el campo de la poesía.
Al iniciarse la década de los años cincuenta, guiado por su interés en las artes plásticas, incursionó en la pintura con una marcada tendencia surrealista, gracias a su profundo conocimiento de la pintura francesa.
En 1961 sufrió un grave accidente que le disminuyó sus condiciones físicas. En 1965 viajó por última vez a Europa y a su regreso a Buenos Aires, murió el 24 de enero de 1967.
Por Enrique Molina [prólogo a las Obras Completas]
El misterioso mercurio que convierte ciertas páginas de poesía en un espejo capaz de reflejar las más reveladoras imágenes del sueño y de la tierra, suele, a menudo, disolverse con los años para dejar sólo un papel amarillento, unas palabras carbonizadas. Era falso.
Al abrir ciertos libros que nos parecieron invulnerables en su momento suele encontrarse en ellos apenas algún huesecillo de frases que resiste, o sólo la flor ya seca que se colocó como señal. El miedo a la poesía, al extremo testimonio del ser que ella exige, la sumisión a toda clase de cálculos y conformismos acaba, tarde o temprano por aparecer al desnudo. Un metro de hierro negro restablece entonces, con despiadada objetividad, las jerarquías. Lo más bello del tiempo, su blasfemia, establece constantemente una óptica nueva.
Casi medio siglo desde la aparición de una obra poética es tal vez el mínimo lapso exigible para estimar su poder, su resistencia a los gérmenes de descomposición que ponen en ella las circunstancias, el tono de una época, la situación histórica. Sólo una fuerza poética capaz de engendrar incesantemente nuevas energías, de abrir nuevas perspectivas de interpretación a las que parecieran haberse consumido en un momento dado, la salvarán de todo carácter fantasmal, harán de la misma una constelación. Al acercarnos hoy a la poesía de Girondo, se nos presenta indemne. Nada se ha perdido de la fresca vitalidad de sus primeros libros, y mucho menos, de la trágica aventura existencial que testimonia el último. De uno a otro extremo brilla la trayectoria de ese "rayo que no cesa", la expresión de un espíritu en el que se nos imponen como rasgos capitales una apasionada avidez de la vida y una ardiente sinceridad.
En efecto, sus seis libros de poesía, tanto como Interlunio -esa extraña historia nocturna de la frustración- poseen, a pesar de sus diferentes entonaciones, una misma coherencia interna que pone de manifiesto lo que esa poesía tiene de ineluctable, su movimiento en un sentido único, lo que posee de destino.
Cada uno de ellos constituye una etapa en un largo periplo que se nos presenta como el balance cada vez más desolado de una exploración esencial de la realidad exterior y de los límites últimos del ser. Aventura jugada en dos planos paralelos: experiencia y lenguaje, vida y expresión. Comienza por la captación sensual y ávida del mundo inmediato y la fiesta de las cosas. Termina por un descenso hasta los últimos fondos de la conciencia en su trágica inquisición ante la nada.
El lenguaje sigue y crea al mismo tiempo ésta aventura, recíprocamente la condiciona y es condicionado por ella. Desde la nitidez rotunda de Veinte poemas para leer en el tranvía, a las fórmulas encantatorias de En la masmédula, se desarrolla un proceso verbal que va desde la escritura lineal y lúcida del comienzo hasta los mecanismos más remotos del lenguaje, en la profundidad de su origen. Mientras su presa es la realidad externa se dibuja preciso, directo, salta sobre las cosas con un zarpazo o las ilumina con imágenes netas, casi palpables. Cuando se vuelve hacia el abismo interior pierde su ordenación frontal, se torna hirviente, se crispa y estalla con la violencia de la presión que recibe.
La obra de Girondo se ordena así como una solitaria expedición de descubrimiento y conquista, iniciada bajo un signo diurno, solar, y que paulatinamente se interna en lo desconocido, llega a los bordes del mundo, una travesía en la que alguien, en su conocimiento deslumbrado de las cosas, siente que el suelo se hunde bajo sus pies a medida que avanza, hasta que las cosas mismas acaban por convertirse en las sombras, de su propia soledad.
Intensa y breve, esta obra posee una característica especial: se despliega en una especie de ininterrumpida ascensión, en un proceso que culmina en un punto de incandescencia máxima: su último libro. Un estallido final, un gran reverbero que concentra en un foco único todos los fuegos anteriores. En otros autores también sus libros suelen sucederse a distintos niveles, pero el máximo se encuentra a veces al comienzo o en medio, seguido con frecuencia de otros menos significativos. La obra de Girondo tiene un sentido vertical, constituye así una especie de accésis. Y su vértice excede tanto las medidas corrientes que pasará aún mucho tiempo antes de que se le haga justicia en toda su vertiginosa dimensión.
"Que se atrevan a vivir la poesía" ha dicho Bretón. Es decir, a vivir en la revelación de las cosas, en la conciencia de su naturaleza abisal, con la sinceridad salvaje que la auténtica poesía implica.
Girondo conocía la vanidad de los éxitos literarios, la urdimbre de servilismo, adulación y baja política que a menudo los condiciona. "¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez como para ser admirados?" se pregunta ya en el prólogo de su primer libro. La exigencia de una moral poética será para él cada vez más intensa. Así identificará luego la degradación de la poesía con la degradación del mundo y del amor: "Nos sedujo lo infecto... / los poetas de moco enternecido" (P. 278) , toda esa escoria "que confunde el amor con el masaje, / la poesía con la congoja acidulada" (P. 280), juntos desprecio y compasión para quienes son esclavos de una retórica prefabricada, nutridos "de canciones en pasta, / de pasionales sombras con voces de ventrílocuo" (P. 324).
En su juventud participó con entusiasmo en el movimiento "Martín Fierro", que difundió en nuestras letras algunas de las inquietudes y búsquedas de los movimientos de vanguardia que por entonces agitaban a Europa. Fue un animador, una figura núcleo, un hombre de incitaciones, un trasmisor de energías. En el segundo número de la revista del grupo aparece un manifiesto firmado por Girondo. Pero terminada la euforia inicial, continuó su marcha solitaria. Volvió la espalda a sus compañeros de generación, que tras proclamar una mistificada actitud iconoclástica, acabaron por ubicarse dentro de las jerarquías tradicionales, pastando idílicamente en los prados de los suplementos dominicales. La efervescencia martinfierrista se diluyó en una mera discusión de aspectos formales. Ajenos a un auténtico inconformismo, la mayoría de los componentes del grupo terminaron en las más reaccionarias actitudes estéticas. En este terreno, sus propias audacias -que por lo demás no habían ido muy lejos- no tardaron en aterrorizarlos. Excepto algunos pocos -entre los cuales debe destacarse a Girondo y Macedonio Fernández- casi todos ellos han ofrecido un triste espectáculo de deserción y caducidad.
Pero al contrario de la perspectiva del ojo, en la perspectiva de la poesía las cosas se agrandan a medida que se alejan. Tal ocurre con la obra de Girondo. El paso de los años nos lo muestra cada vez más intransigente en su búsqueda. A tal punto que lo que escribe a los sesenta y cinco años cuestiona mucho más los límites de la expresión que lo que escribe en su juventud. El camino inverso de casi todos sus compañeros de grupo, beatificados con la aureola del Buen Gusto y las Buenas Costumbres.
Para Girondo la poesía constituye la forma más alta de conocimiento, una intuición total de la realidad, con una autonomía irreducible, por lo tanto, a un lenguaje de relaciones establecidas. "Es necesario declararle la guerra a la levita, que en nuestros días lleva a todas partes" -declara en la carta incluida en la edición de bolsillo de Veinte poemas-. Y en otra parte de la misma: "Yo no tengo ni deseo tener sangre de estatua". Treinta y cinco años más tarde confirmará el mismo sentido: al poema "hay que buscarlo ignífero super-impuro leso / lúcido beodo / inobvio" (M. 411). No teme incorporar a su visión lo que un lirismo acaramelado considera "feo". Pero ese "feísmo" no es otra cosa que amor hacia todas las formas del mundo, fuera de sus connotaciones humanas, en su pureza primordial. Ante el trágico resplandor de la existencia las convenciones estéticas se resquebrajan. Girondo tiene el mal gusto de moverse como un animal inocente, el mal gusto exaltante de llegar hasta su propia desnudez, en el desamparo sin límites del ser.
Ante la revelación deslumbradora y terrible de estar vivo ¿cómo no sentir su naturaleza gratuita e indescifrable? "El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría que pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir los ojos y mirar para convencernos de que la realidad es, en realidad, el más auténtico de los milagros?", exclama. (E. 191). De toda su obra trasciende esa entrega vital. Y la poesía, después de todo, ¿qué es sino "abrir los ojos y mirar"? "De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida, esas ganas de lamerla constantemente, esos ímpetus de prosternación ante cualquier cosa... ante las estatuas ecuestres, ante los tachos de basura..." (E. 192). Sus tres primeros libros están atravesados por ese entusiasmo, que les confiere una tensión particular. Pero al penetrar cada vez más hondo en las apariencias éstas descubren una calidad aterrorizante: "lo fugaz perpetuo" (M. 419). La experiencia se tornará cada vez más amarga, hasta la confesión final: "qué nada toco / en todo" (M. 428). El infierno es la condena a las llamas de un deseo infinito. En la masmédula es el destello de una temporada en el infierno, pues la pasión por la vida, ante la misma conciencia de la nada, se exaspera, se exacerba aún más, se transforma en pasión desesperada por una realidad tantálica que no por eso deja de ser adorable.
En unas líneas dirigidas a Evar Méndez acompañando la carta incluida luego en Veinte Poemas -carta, por otra parte, que pareciera haber sido escrita hoy mismo- dice Girondo: "Un libro, -y sobre todo un libro de poemas- debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen". La poesía, es verdad, no puede "explicarse", dada la inmanencia con que usa el lenguaje. Sólo es posible exponer el sentido de un poema, según la sensibilidad del lector, seguir algunas de las significaciones contenidas en la obra de un poeta, y que de ningún modo la agotan, pues cada lector establecerá con ella una relación propia, descubrirá nuevos ecos en nuevas direcciones.
La poesía de Girondo, dijimos, tiene un impulso unánime hacia esa pendiente vertiginosa, donde se desploma a manera de catarata: su último libro, en el que todos los elementos se transfiguran a la temperatura del fuego central. Pero en esa corriente ininterrumpida pueden señalarse, sin embargo, tres momentos bien definidos. Uno inicial, que incluye sus dos primeras obras: Veinte poemas para leer en el tranvía y Calcomanías, recorrido de las formas más concretas y donde se instaura el diálogo con lo inmediato, la relación instantánea con las cosas, la experiencia de los sentidos y el mundo exterior. Otro, intermedio, situado ya a mitad de camino entre la tierra y el sueño, entre la realidad y el deseo. Han desaparecido los medios de transporte -ya innecesarios-, las cosas se someten a un conjuro, se sobrepasan o circulan irisadas por el delirio. Situamos aquí a Espantapájaros (también el único relato de Girondo, Interlunio, se ubica en esa dimensión). Y por último, la plena asunción de esa terrible intemperie del espíritu, esbozada primero en Persuasión de los días para culminar En la masmédula. Un dinamismo ascendente, en el que se irá desprendiendo como de un lastre del orden utilitario de las cosas, hasta que estas adquieren una transparencia calcinada, fundidas en un único reverbero.
Los dos primeros libros de Girondo, en efecto, son dos libros de viaje, en un sentido literal: el poeta recorre el mundo, toca el nervio de los lugares, anota vivencias. En cierto sentido son realistas. Pero hay en ellos una manera particular de sacar a la realidad de sus moldes, de sorprenderla en gestos imprevistos, a tal punto que lo cotidiano adquiere una sorprendente novedad, una exaltación.
Ambos libros son el círculo invisible de un gran gesto de saludo a su alrededor, y a la vez, un espectáculo donde las cosas actúan como protagonistas. Avanzan hacia el lector con una impetuosidad desbordante, en medio de ese vasto escenario donde todo gesticula, se humaniza, se agita: "los edificios saltan unos arriba de otros" (V. 62), "las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire" (V. 65), hay góndolas "con ritmo de cadera" (V. 66), el "campanile" de San Marcos exhibe sus "falos llamativos" (V. 67), los moños "liban las nalgas" de las chicas de Flores (V. 69), el sol "apergamina la epidermis de las camisas" (V. 73). Incluso la esencia misma de la inmovilidad, la montaña, adquiere una calidad errante: "Caravanas de montañas acampan en los alrededores" (V. 61).
Ese sentimiento de la acción y el tránsito de las cosas: "calles que suben, / titubean, /...se agachan bajo las casas" (C. 107), o "muerden los pies" (C. 107), una hélice se detiene "así las casas no se vuelan" (C. 106), nos revelará más adelante el significado latente de esa realidad: la fuga. Ese mundo del gesto y las apariencias acabará por desaparecer para dejar al desnudo la nada que ocultaba. Mientras tanto, la intuición de la misma crea una óptica grotesca, de la que salta, como de un brusco cortocircuito de la corriente emotiva, la chispa ambivalente del humor, entre la agonía y el orgullo. Es este uno de los rasgos permanentes de la poesía de Girondo.
El humor es una paradójica manifestación del deseo de absoluto. Nace de una diferencia de niveles, de una desproporción. La conciencia de las posibilidades infinitas del ser en pugna con los limites de la condición humana, hace brotar ese orgullo resplandeciente, como un desafío. En Girondo el humor tiene un acento particularísimo. Un humor al que no vacilo en llamar negro -ese grado supremo del humor poético- pese a su contenido de voracidad sensual. Justamente, esa exigencia desmesurada desemboca en la fatalidad de amar sin remedio algo que jamás responde a la totalidad deseada. El humor se abre entonces como una salida de fuego de la realidad mediocre. No es una evasión, sino una puesta en juicio de esa realidad, un estado de supervigilia donde, sin embargo, el delirio circula con los ojos abiertos, en un combate sin fin con las formas impenetrables del mundo. En la obra de Girondo ese resplandor no deja de iluminar con una plenitud jocunda la insuficiencia del contorno.
De izquierda a derecha: Oliveiro Girondo, Aldo Pellegrini, Norah Lange. A la derecha en primer plano, Francisco Madariaga
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Ese déficit entre el deseo y su objeto, del que nace el humor, se traduce por el sentido de lo grotesco en la poesía girondiana. Su pasión hambrienta de la existencia revela constantemente ese contenido de corrupción, de descomposición que la misma oculta en todas sus formas, y que aparece desde el primer texto de Veinte poemas:
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas como dados,
un pedazo de mar...
A la imagen, de un dinamismo lúdico, del pueblo que juega a los dados con sus casas, responde instantáneamente la negación del mar convertido en pantano, degradado de su pureza y su inmensidad. Ese mismo tema de la exuberancia que se corrompe, como si la intensidad misma de la vida fermentara en un proceso de eterna descomposición, es una nota insistente en todo el libro: "unos ojos pantanosos, con mal olor", "unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas" (V. 55). La mirada del público -por exceso- "apergamina la piel de las artistas" (V. 55) o el sol "ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres" (V. 62), (siempre efectos de deterioro o de daño en una realidad que parece no soportar ni el entusiasmo ni la pasión).
En el universo girondiano, siempre al borde de la catástrofe, una carga demasiado intensa de energía se manifiesta en una especie de tremendismo. Es otro de sus rasgos. En los dos libros iniciales, y también en Espantapájaros, aparece como una desproporción entre la causa y el efecto. Las sensaciones se producen como un estallido, cada gesto distorsiona el conjunto, resulta energuménico, posee una fuerza de expansión desorbitada: "Una descarga de ¡oles! que desmaya las ratas que transitan por el corredor" (C. 113), un "cantaor" "tartamudea una copla / que lo desinfla nueve kilos" (C. 113), hay "tabernas que cantan con una voz de orangután" (V. 53). Todo es allí atronador, cualquier acto retumba como un vendaval, todo es desmesurado, desbordante: piernas "que hacen humear el escenario" (V. 55), "Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la vereda" (V. 62), "un café que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez minutos" (V. 62), "pupilas que se licuan al dar vuelta la cartas" (V. 75), butacas que "nos atornillan sus elásticos y nos descorchan un riñón" (C. 102), "párpados como dos castañuelas" (C. 112), o la confesión exultante de Espantapájaros: "El intento de comprobar que es uno mismo es un peatón afrodisíaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos incandescentes, de sexos indeformables, de todos los calibres, de todas las especies". Y más adelante: "¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el dedo meñique...!" (E. 176).
Ahora bien, en ese mundo de sangre trepidante de Girondo, aturdido por el desborde de su propia vitalidad, el silencio, y su ámbito la noche, adquieren una índole admonitoria, algo así como la insinuación de un peligro, de una amenaza. En Veinte Poemas los dos "Nocturnos" se abren como una grieta que puede desmoronarlo todo. Dos breves paréntesis, suficientes, sin embargo, para introducir el desasosiego en esa fiesta de los sentidos, la sensación de algo tenebroso y difuso, en acecho bajo el calor y la algarabía diurna.
Cuando los ruidos del día se apagan, se perciben esos otros ruidos de la sombra "como gritos extrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes" (V. 59), mucho más inquietantes que el trueno de la acción, y que parecen proceder no del contorno sino del fondo mismo de la conciencia, ese "trote de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón" (V. 59), o ese "canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar" (V. 77).
En Veinte Poemas la muerte es todavía apenas un presentimiento, como si se volviera la cabeza ante su sombra para mirar a otro lado. Sólo se insinúa por un vago miedo, por cierta sensación de desamparo y soledad que invade los "Nocturnos". En Veinte Poemas no hay muerte aún, sino sólo una aprensión confusa: "miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar", cuando el diálogo con el mundo se ha cerrado de golpe, hasta que "el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera con las velas tendidas hacia un país mejor" (V. 77), con esa imagen del lecho como barco, presente, con distintas formas, en la poesía de diversas latitudes, y que de nuevo se repetirá en Persuasión de los días:
la cama que me espera
-el velamen tendido-
anclada en la penumbra (P. 300)
El escalofrío que recorre los "Nocturnos" de Veinte poemas es sólo una nota de alerta. Más tarde, en los últimos libros, una conciencia desgarradora de la muerte ocupará su sitio, lo invadirá todo. Por ahora, aquí apenas ha introducido una nervadura de hielo.
Otro elemento siempre en suspensión en la atmósfera poética de Girondo es la ternura. El mundo convulsivo donde se instala, está impregnado de una ternura muy especial. No esa forma más tibia del amor, sino la sublimación de éste, más allá de su contenido posesivo y egoísta. El trato de Girondo con los seres y las cosas, su percepción grotesca de las mismas, no se resuelve en crueldad sino en una ternura última por ellas, una inmensa piedad hacia lo irrisorio, lo desechado, las formas de la frustración (el relato de Interlunio está traspasado de una compasión minuciosa por todo el fracaso humano).
Esa ternura no es evangélica, no nace de la humildad sino de la avidez, de un amor inagotable a la vida, en todas sus dimensiones, de una delicadeza natural para acercarse a los seres y a las cosas colocados en los niveles inferiores, destituidos por las falsas jerarquías estéticas o sociales.
La ternura se convierte en una negación de esas falsas escalas y envuelve en su halo a esas viejecitas "con sus gorritos de dormir" (V. 54) que cruzan el primero de los Veinte poemas, o a ese "perro fracasado", maravilloso de sabiduría y renunciamiento, del cual se informa que "los perros fracasados han perdido a su dueño por levantar la pata como una mandolina, el pellejo les ha quedado demasiado grande, tienen una voz afónica, de alcoholista, y son capaces de estirarse en un umbral para que los barran junto con la basura" (V. 79), o a ese sapo de "vientre de canónigo" con el cual, sin embargo, se mantienen las distancias, o a ese otro perro cotidiano "que demuestra el milagro... que da ganas de hincarse" (P. 365). Incluso se extiende hasta lo que está cargado por un máximo signo de negación: las sombras, lo que nace de la opacidad de la materia, como carencia de luz, el doble impalpable de las cosas: "A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones" (V. 59). O bien, a la propia sombra "quisiéramos acariciarla como un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes" (E. 174).
Tales actitudes, reveladoras de una indiscriminada entrega a la existencia, se suceden en toda la poesía de Girondo. El tema de una comunión con todos los reinos de la naturaleza, con todas las formas de la vida, reaparece a menudo en ella. Una especie de solidaridad universal teñida por el humor: "A nadie se le ocurrirá dudar un solo instante de mi perfecta, de mi absoluta solidaridad" (E. 200), "La solidaridad ya es un reflejo en mí, algo tan inconsciente como la dilatación de las pupilas" (E. 200), "Nunca sigo un cadáver / sin quedarme a su lado. / Cuando ponen un huevo, / yo también cacareo" (P. 289).
En su grado máximo, esa solidaridad conduce al tema de las metamorfosis. Expresión primitiva y ancestral de un poder mágico, tal idea es significativa de un deseo de identificación total con el mundo, la esperanza de abolir la oposición angustiosa del hombre y la naturaleza. Esta situación, que Kafka y Michaux viven como una tortura (manifestación de la incomodidad existencial del espíritu caído en la materia), en Girondo se expresa como un estado de júbilo o placer: "voluptuosidad en paladear la siesta y los remansos encarnado en un yacaré" (E. 186), o "¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda... y nos hace cosquillas!" (E. 187). Tales estados no tienen el signo de una caída, sino de una ampliación, de una dimensión mayor del ser.
En el fondo de tal actitud hay un sentimiento de participación en una totalidad cósmica: "La certidumbre del origen común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los cristalizados o de los farináceos". (E. 165.) Las fronteras dependen de un azar, de un imponderable: "Un traspiés, / un olvido, / y acaso fueras mosca, / lechuga, / cocodrilo." (P. 319.) Un parentesco universal se establece con todos los elementos y los seres, la participación de todo en todo:
Y el fervor,
la aquiescencia
del universo entero
para lograr tus poros,
esa hortiga,
esa piedra. (P. 319.)
Con la oscura conciencia de un viaje a través de infinitos estratos, del yo filtrado por todos los elementos terrestres:
"Primero: ¿entre corales?
Después: ¿bajo la tierra?
Más cerca: ¿por los campos?
Ayer: ¿sobre los árboles?" (P. 340.)
Por último, cuando todas esas identificaciones, ese ciego fanatismo de pertenecer a la tierra llega a su paroxismo, se quisiera nutrir de ella misma: "Hay que agarrar la tierra, / calentita o helada, y / y comerla. / ¡Comerla!" (P. 363.)
Atento sólo a la autenticidad de su experiencia, por encima del criterio de feo y bonito, la obra de Girondo, desde su libro inicial, significa un desafío a todas las categorías convencionales. En ella se suceden, distorsionadas por el humor, las más variadas representaciones de un mundo energético, abierto a la aventura, a la inquietud permanente, a las más cálidas relaciones del sueño y de las cosas, donde todos los muros son transgresibles y todos los pájaros inseparables, y el sol conserva su fuerza anterior al diluvio.
Tras Veinte poemas para leer en el tranvía queda un itinerario de lugares que tiemblan por la refracción de la atmósfera. Los casinos carnales hacen fabulosamente rico o cambian un collar de perlas por un mordisco nocturno. Una humedad veneciana, tibia y suntuosa, cubre la piel de los orangutanes en Río, en Dakar, en Sevilla. Por todos lados circulan tranvías llenos de personajes que se entrechocan y se dilatan como aeróstatos, cubiertos de ex votos y postales con paisajes en tamaño natural. Chicas de Flores, que son también chicas de flores, cuyas nalgas remontan de una mitología de familias, pasean por calles untadas con manteca, como la luna. Un guía proclama frenéticamente todas las demasías de una existencia cuyos escaparates reaparecen y huyen en una atmósfera giratoria, con una doble dosis de oxígeno, de destellos inacabables.
En 1921 aparece Calcomanías. Tanto por su acento como por su tema este libro prolonga a Veinte poemas. En vez de un viaje por el mundo es un viaje por las piedras, la pasión, el fanatismo y el áspero vigor de España. De una España de cuerno y velón. Lo anacrónico y lo vivo abren los ojos, con una acuidad penetrante, para poner en acción una picaresca de la poesía.
La capacidad entusiasta de contemplar las cosas como una revelación permanente se pone aquí de manifiesto en el gran número de exclamaciones que jalonan sus páginas. Asombro del niño que ve por primera vez la jirafa o la hormiga, de quien descubre un milagro en cada partícula de la realidad. Pues no olvidemos que aún en la tensión angustiosa de En la masmédula, aún bajo el signo de un pesimismo radical, la poesía de Girondo sigue siendo una poesía de exaltación de todas las fuerzas vitales, el testimonio de una pasión y una ansiedad por el mundo, que vuelve siempre a tomar aliento para recrudecer, incluso para sumergirse en sus materias y sus mutaciones. En los dos primeros libros ese fervor admirativo se muestra bajo la forma más elemental: la exclamación, de la que apenas quedará rastros después de Persuasión de los días. A veces provocada por la simple visión de una cosa como si se asistiera a lo inaudito: "¡El mar!" (V. 58), "¡Terrazas!" (V. 66), "¡Guitarras, mandolinas!" (V. 88), o bien por situaciones más complejas: "¡Silencio que nos extravía las pupilas / y nos diafaniza la nariz!" (C. 95), "¡Barrio de panaderos /que estudian para diablos!" (C. 109), "¡Ventanas con aliento y labios de mujer!" (V. 73), "¡Cristos ensangrentados como caballos de picador!".
La significación de las enumeraciones en la literatura ha sido dilucidada muchas veces como un procedimiento que al mismo tiempo que pone al descubierto la heterogeneidad del mundo, al abolir su ordenación racional -lejos, cerca, dentro, fuera, feo, lindo, etc.- señala la convivencia caótica de las cosas. Lautréamont, en su célebre fórmula (aunque reducida a dos términos) exige que las aproximaciones estén presididas por el azar. En las enumeraciones frecuentes en las obras del primer período de Girondo, el azar no interviene, pero la inesperada vecindad de los elementos que el poeta convoca crea una promiscuidad grotesca: "Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar" (V. 76), o "Pasa una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta..." (V. 79), o esas otras de Calcomanías, donde por la simple enumeración de los nombres de las imágenes desacredita por completo su significación devota y obtiene de la lista un efecto contrario, de gran farsa, como el de las dignidades anunciadas en algún fastuoso "diner de têtes":
"Pasa:
"El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
"El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
"El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
"La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo...", etc.
Espantapájaros (1932), marca otra faz de la poesía de Girondo, hasta ese momento absorta en el fulgor de las apariencias, retozando entre los decorados de la realidad inmediata. Su desplazamiento era horizontal. Aquí en cambio comienza a ordenarse en el sentido de la verticalidad, se sitúa entre la tierra y el sueño. En el caligrama que precede al texto, callado homenaje a Apollinaire -Rimbaud y Apollinaire son los mayores "ancêtres" que Girondo invocaba-, ese rumbo está inequívocamente señalado: "Y subo las escaleras arriba, y bajo las escaleras abajo". Doble viaje hacia la profundidad y hacia la culminación del espíritu.
El acento cosmopolita en boga en la época (Cendrars, Valé-ry-Larbaud, Apollinaire) tenía ecos en los dos libros iniciales, a través de un temperamento excepcional. Pero todavía los decorados no habían sido trascendidos, continuaban como una frontera, aunque de tanto en tanto su autenticidad era puesta en duda: "La ciudad imita en cartón una ciudad de pórfido" (V. 61), "Se respira una brisa de tarjeta postal" (V. 66). Y a menudo, a pesar de la risa se deslizan a veces ciertas insinuaciones, como si las cosas ocultaran una trampa: "El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto" (V. 55), las gaviotas "fingen el vuelo destrozado de un pedazo de papel blanco" (V. 57).
En Espantapájaros los protagonistas ya no son las cosas sino los mecanismos psíquicos, los instintos, las situaciones de omnipotencia, de agresividad, de sublimación, puestas en acción en textos de un lenguaje expresionista, fáustico, en un clima del más riguroso humor poético. Aunque está objetivada en situaciones concretas, expresada en imágenes significativas, la temática parecería querer ejemplarizar, por lo definidos, algunos de los movimientos fundamentales de ese fondo oscuro y turbulento del yo. Por supuesto, no hay ningún designio en ello, son sólo contenidos latentes, pero que se imponen bajo su tejido de parábolas del absurdo, de esa especie de pequeños mitos que componen el libro.
A una gran distancia -como libertad de espíritu, magia y riqueza conceptual- de la producción lírica de su tiempo en el país, con Espantapájaros se instala en nuestras letras una gran obra de poesía en prosa, que desdeña el verso y se sostiene solo por su propia naturaleza poética.
"En este libro admirable -ha dicho Ramón Gómez de la Serna muchos años después- del que no ha hablado un solo crítico de las grandes publicaciones, y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor del argentino.
"En Espantapájaros todas son invenciones de porvenir, y lo inventado en este libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie! Es uno de los pocos libros que no recomendaré para los colegios, pero que ayuda a vivir..."
Una agresividad vital recorre algunas de esas páginas como una corriente de aire fresco, casi como un reflejo nacido de la salud: "A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato. A patadas con los depósitos de agua, con las mujeres preñadas, con los tubos de ensayo". Es la rebelión contra los valores establecidos, las instituciones falsificadas, el arte, las familias, todo lo que merece ese golpe de la poesía en busca del esplendor incontaminado de la vida.
Frecuentemente Girondo, de un libro a otro, suele retomar ciertos temas, a veces literalmente, como un eco que se continúa. De nuevo invoca ahora -y sin duda es una de las claves de toda su poesía- la pregunta inserta en la carta-prólogo de Veinte poemas: "lo cotidiano... ¿no es una manifestación admirable y modesta del absurdo?", para responderse definitivamente: "Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios -reencarnado en algún saca-muelas- nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla" (E. 191).
El absurdo surge del no-sentido de una realidad de esencia impenetrable, el escándalo de una conciencia instalada en una naturaleza opresora y sin solución. Absurdo de nacer y absurdo de morir. La más alta poesía ha enfrentado siempre al ser con el espectáculo de su condición, y surge incluso como el más alto desafío hacia el vertiginoso laberinto del universo.
El humor, en sus diversos grados de furor, de sarcasmo, de cinismo, de desesperación, es una manifestación de ese absurdo. La poesía asume el absurdo y lo transforma en un elemento positivo, lo exorciza, lo convierte en su propia substancia, de manera que el hombre deja de ser la víctima para convertirse en testigo y juez. Por eso, aunque el gesto más trivial de lo cotidiano se revele como una expresión del absurdo, "la vida no dejaría por eso de ser una verdadera maravilla". Se pone al descubierto la contextura desconcertante de la existencia, pero la pasión de estar vivo, incluso como un milagro de no-sentido, exalta la visión: "Cuando se tienen los nervios bien templados el espectáculo más insignificante -una mujer que se detiene, un perro que husmea una pared- resulta algo tan inefable..." (E. 192). Ese valor axiomático de la vida es para Girondo irrefutable. ¿Qué salida queda? La nada o la aceptación ciega de una situación impenetrable: "¿Comprendes? Yo tampoco. Yo no comprendo nada" (P. 318). Como todo espíritu que se siente desgarrado por su propio misterio, Girondo se refugia en el humor, en el absurdo: "Yo daré mientras tanto tres vueltas de carnero" (P. 319).
La irreverencia hacia un orden -en todas las dimensiones- al que se siente como opresivo, revela una íntima falta de adecuación a las condiciones del mundo externo: "En el acto de entregar su tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa" (E. 159). Todo esto se produce de manera inexplicable, sin mencionarse el motivo, como si fuera consecuencia natural de un estado de cosas sobreentendido. O también: "Si por casualidad dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos despierto, indefectiblemente sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de extrangular a mis hermanos, de arrojarme en algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de algún espinillo" (E. 167). O el asombro ante su propio cuerpo, ante su mano, que aparece gigantesca, cruzada por "millares de ríos", como si fuera la tierra misma a la que estuviera ligado:
Lo que esperamos Tardará, tardará. Ya sé que todavía los émbolos, la usura, el sudor, las bobinas seguirán produciendo, al por mayor, en serie, iniquidad, ayuno, rencor, desesperanza; para que las lombrices con huecos portasenos, las vacas de embajada, los viejos paquidermos de esfínteres crinudos, se sacien de adulterios, de hastío, de diamantes, de caviar, de remedios. Ya sé que todavía pasarán muchos años para que estos crustáceos del asfalto y la mugre se limpien la cabeza, se alejen de la envidia, no idolatren la saña, no adoren la impostura, y abandonen su costra de opresión, de ceguera, de mezquindad. de bosta. Pero, quizás, un día, antes de que la tierra se canse de atraernos y brindarnos su seno, el cerebro les sirva para sentirse humanos, ser hombres, ser mujeres, -no cajas de caudales, ni perchas desoladas-, someter a las ruedas, impedir que nos maten, comprobar que la vida se arranca y despedaza los chalecos de fuerza de todos los sistemas; y descubrir, de nuevo, que todas las riquezas se encuentran en nosotros y no bajo la tierra. Y entonces... ¡Ah!, ese día abriremos los brazos sin temer que el instinto nos muerda los garrones, ni recelar de todo, hasta de nuestra sombra; y seremos capaces de acercarnos al pasto, a la noche, a los ríos, sin rubor, mansamente, con las pupilas claras, con las manos tranquilas; y usaremos palabras sustanciosas, auténticas; no como esos vocablos erizados de inquina que babean las hienas al instarnos al odio, ni aquellos que se asfixian en estrofas de almíbar y fustigada clara de huevo corrompido; sino palabras simples, de arroyo, de raíces, que en vez de separarnos nos acerquen un poco; o mejor todavía guardaremos silencio para tomar el pulso a todo lo que existe y vivir el milagro de cuanto nos rodea, mientras alguien nos diga, con una voz de roble, lo que desde hace siglos esperamos en vano. Oliverio Girondo |
"sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme". (P. 297.)
Tal desacuerdo entre la conciencia y el mundo sólo puede instaurar la angustia, el desorden, la catástrofe: "Así como hay hombres cuya sola presencia resulta de una eficacia abortiva indiscutible, la mía provoca accidentes a cada paso, ayuda al azar y rompe el equilibrio inestable de que depende la existencia" (E. 194). En el misterioso hilo del destino ¿acaso cada gesto no desencadena la catástrofe? ¿La más mínima volición no provoca una serie infinita de causas y efectos de consecuencias imprevisibles? ¿No es esa la condición misma de la existencia?: "Insensiblemente uno se habitúa a vivir entre cadáveres desmenuzados y entre vidrios rotos..." Inferido por la conciencia de una realidad catastrófica, el drama aparece por todas partes: "es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha" (E. 167). A tal punto: "Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente" (E. 172). Aun en la muerte (que aquí sigue siendo humana) la catástrofe reaparece: "el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende..." puede desencadenarla. Y cuando por fin "cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre" (E. 178).
Precisamente el libro se cierra, hemos dicho, con un extraordinario texto sobre el drama existencial que significa la conciencia de la muerte. En un plano de humor kafkiano, en nombre de la vida, "para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte" por el mundo, se procede a su aniquilamiento. Refiriéndose a ese texto Aldo Pellegrini -quizás el único autor que hasta ahora ha dedicado un estudio serio a la obra de Girondo- nos dice: "Este último poema, obsesionado por la idea del aniquilamiento y la inutilidad de todo, parece abrir las perspectivas del segundo período del poeta, que se inicia con Persuasión de los días. Pero todo el libro revela un escepticismo: el convencimiento de que vivimos en un mundo falso e inútil".
Con Persuasión de los días vuelve a cambiar el tono. Ya no son los movimientos y las significaciones del sueño y la imaginación lo que se impone, sino un sentimiento de náusea. Las cosas pasan a segundo plano, como borradas por el rechazo cada vez más intenso de un mundo deformado por el mal. El título se hace admonitorio, pone énfasis en la dialéctica sombría del tiempo. Los días deslizan su desolado argumento. De la elástica y abigarrada corteza de Veinte poemas se ha llegado a la visión de un mundo degradado por la miseria social y la miseria del espíritu. Se ha pasado de un universo físico a un universo moral. Persuasión de los días es el paso de la geografía a la ética.
Una especie de amargo furor resuena en ciertos textos como "Ejecutoria del miasma", "Testimonial", "Es la baba", "Invitación al vómito", "Hay que compadecerlos", "Hazaña" y "Lo que esperamos". Por los restantes, de tono menos apocalíptico, se abre paso el mismo antiguo sentimiento deslumbrado de la vida, balanceado ahora entre el misterio y un humor más severo.
El clima exasperado del libro nace de un estado de acorralamiento. La insatisfacción de una exigencia de plenitud nunca cumplida, antes dirigida exclusivamente a esa realidad exterior, donde el mar se "empantana" (V. 53), se dirige ahora también contra el propio yo: "¡Azotadme! / Merezco que me azoten... No me postré ante el barro, / ante el misterio intacto" (P. 274). Sentimiento de culpa, expiación de no haber respondido con la máxima posibilidad de sus dones a la gracia de la vida: "Pero dime / -si puedes- / ¿qué haces", / allí, / sentado, / entre seres ficticios...?" (P. 311).
Poesía enfrentada a una dualidad torturante: el milagro inaudito de la existencia permanentemente destituido por el hombre. Una belleza minada, como la Venus Anadiomema de Rimbaud, símbolo eterno de este conflicto: "horrorosamente bella de una úlcera en el ano". Y ese malestar de la insuficiencia y la degradación insiste una y otra vez con su denuncia, a la vez colérica y prisionera: "Este clima de asfixia que impregna los pulmones" (P. 272), "esta nauseabunda iniquidad sin cauce" (P. 313), "la negra baba rancia" (P. 291), "la iniquidad encinta" (P. 325), "las lenguas carcomidas por vocablos hipócritas" (P. 351), "la impúdica mentira exhibiendo el trasero" (P. 359). Y paralelamente, la vieja, eterna, irredimible fidelidad a la imagen solar de la vida: "volver a sonreí ríe / a la vida que pasa..." (P. 356). Volver a la inocencia de la naturaleza: "la tierra que se escapa / bajo los alambrados, / con su olor a chinita, / a zorrino, / a fogata" (P. 363). Y la maravilla de cada forma: "Este perro. / ¡Indescriptible! / ¡Único!" (P. 364).
Otro tema, ya presente en diversos momentos de la poesía de Girondo y que adquiere aquí una amplitud mayor, es el del vuelo. Es sabido que en toda obra literaria -y particularmente en poesía- aparte del sentido semántico de las palabras, hay modos, situaciones, imágenes obsesivas, construcciones, etc., de las cuales puede desprenderse una significación. Ahora bien, consideramos que el tema del vuelo ocupa un lugar muy importante en la obra de Girondo.
En su tan bello libro El aire y los sueños Gastón Bachelard profundiza algunos de los contenidos más importantes del sueño de volar y del psiquismo ascensional. Cita allí una frase de Nietzsche: "El que enseñe a volar a los hombres del porvenir habrá desplazado todos los límites; para él los límites mismos volarán por el aire: bautizará, pues, de nuevo a la tierra, la llamará 'la leve'. Las barreras son para los que no saben volar". Declara que "al tomar conciencia de su fuerza ascensional el ser humano toma conciencia de todo su destino", y pasa revista a algunos de los contenidos implícitos en la idea de vuelo, entre ellos la sensación de "aligeramiento", es decir, la transformación de un ser "pesado y confuso" que se torna "claro y vibrante". Establece, asimismo, que hay una moral de la altura y que ésta "no es sólo moralizadora sino, por así decirlo, físicamente moral". Por consiguiente, "el que la busca, el que la imagina con todas las fuerzas de su imaginación, reconoce que (la altura) es, materialmente, dinámicamente moral".
En otras consideraciones establece que tanto la vida emotiva como los valores morales "se jerarquizan según una verticalidad real en el seno del psiquismo". La caída no sería más que una ascensión al revés (la verticalidad continúa). Dejando de lado la interpretación analítica ortodoxa de los sueños de vuelo (símbolo del deseo voluptuoso) comprueba que el sueño de vuelo "puede dejar huellas profundas en la imaginación despierta, por eso es tan común en el ensueño y en los poemas".
El vuelo es expresión de la atracción de la luz, del cielo, cauce de los impulsos de espiritualidad y del deseo de pureza, y en él se realiza uno de los actos capitales de la "mecánica de la ingravidez": la consubstanciación con el aire, el elemento fluido por excelencia. El vuelo representa "la energía ascensional" y "la transfiguración del peso en luz". Para Blake -anota Bachelard- "el vuelo significa la libertad del mundo. Así el dinamismo del aire se siente insultado por el pájaro prisionero".
Sintomáticamente, la inolvidable casa de Girondo, poblada de ídolos y telas, tapicerías de la lluvia, restos de naufragios y cultos desaparecidos, y en cuyas cavernas se alineaban huacos, alcatraces, objetos soñados, estremecidos de tanto en tanto por los trenes nocturnos de la vecina estación Retiro, que cruzaban a través de las paredes, casi rozando la jarra de piedra con agua para las ánimas colocada sobre una mesa, esa casa, digo, estaba presidida, aparte del Espantapájaros guardián apostado en la entrada, por una enorme imagen -pintada por él mismo-, de la Mujer Etérea en pleno vuelo.
Ese vuelo erótico atraviesa de uno a otro extremo el primer texto de Espantapájaros: "Si no saben volar pierden el tiempo las que pretenden seducirme", y toda la fuerza ascensiorial del amor se lanza hacia el cielo entre las piernas de plumas de María Luisa.
También es sintomático que el primero de los Veinte poemas, donde se inicia toda su obra poética, contenga una clara alusión de esta índole. Y eso en la imagen quizás más importante del poema y al principio del mismo: "¡Barcas heridas en seco con las alas plegadas!" Aparte de la asociación inmediata entre remos y alas, está la idea de "vuelo" de la barca sobre las olas, siempre lanzada hacia la altura (o al abismo) por el movimiento del mar. Pero el impulso vertical despliega su máxima virtualidad en Persuasión de los días, donde el salto al vacío, una poética que trasciende y se remonta sobre la cárcel y la materialidad física, anuncia el gran estremecimiento de En la masmédula.
El primer poema del libro, en efecto, es "Vuelo sin orillas", un vuelo sin límites, una despedida, un adiós infinito: "Abandoné las sombras, / las espesas paredes, los ruidos familiares... / para salir volando / desesperadamente." Hasta el último vestigio de una disolución cósmica en la que ya no hay "ni vida, ni destino, / ni misterio, ni muerte". Las alusiones al vuelo, o a lo que vuela -nubes, viento, arena, astros, etc.-, son constantes. La atracción del alto espacio se presenta con los más diversos matices: "¡el horizonte! con sus briosos tordillos por el aire" (P. 278); "¿era yo, / por el aire, / ya lejos de mis huesos..." (P. 286). Incluso hasta los propios componentes del cuerpo emprenden vuelo: los nervios "se esparcen por el aire, / se elevan hasta el cielo". Además de la instantánea identificación: "Si contemplo una nube / debo emprender el vuelo" (P. 288). Finalmente, todo participa en ese dinamismo vertical: "Y el campo, las ciudades, / los árboles, lo inmóvil, / rodando por el aire... / hacia el sol" (P. 304).
Está también esa mano, que se hincha como un globo "para emerger, / de pronto, / en la más alta noche", hasta cubrir todo el cielo (P. 296). Un coche muerto y un caballo "sobre las chimeneas, / en el aire" (P. 305) después de llegar desde el otro extremo de la vertical: de "debajo del asfalto". Hay todo un tránsito, la propia existencia: "Del mar, a la montaña, / por el aire, / en la tierra, /...dando vueltas, / girando" (P. 335), que comienza con el impulso del salto en Veinte poemas: "Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sóbrela arena" (V. 56).
Lo que habita el aire, asimismo, significa esa ansiedad de ascensión, ese impulso de ala, que marca de un extremo a otro la obra de Girondo, desde su primer itinerario terrestre hasta la incandescencia de En la masmédula: Así el humo, las nubes, son también signos de esa dinámica: "con vocación de polvo, de humareda, de olvido" (P. 286). El humo adquiere en "Predilección evanescente" un carácter de fascinación enigmática: "Más que nada, / que todo..." (P. 339). Y su movimiento ascendente aparece, incluso, fuertemente acentuado por la disposición gráfica del poema, en el que los versos aparecen escalonados y sueltos, en un gran espacio, como si echaran a volar. La misma disposición -con el mismo sentido- tiene uno de los poemas más ilustrativos al respecto de En la masmédula: "Plexilio" (M. 440), donde las definiciones de la ingravidez son numerosas "egofluido", "etervago", "plespacio", "nubífago", etc., y en el que no figura ya ni sombra de materia sino el puro dinamismo de la fuga vertical. Por otra parte, en este aspecto, algunos poemas en particular, por ejemplo los que integran "Tríptico", (P. 285) tienen un grafismo "vertical", una delgadez que los lanza hacia arriba (lo contrario de los poemas de la cólera, asentados sobre largos versos) y producen una sensación total de ingravidez, acentuada por la falta casi total de elementos materiales en ellos.
La caída como inversión del vuelo señala el otro extremo de esta verticalidad obsesiva: "¡Abajo!" / "¡Más abajo!" / y seguía cayendo, / dando vueltas / y vueltas" (P. 316) o "De pronto, sin el menor indicio, caemos al vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término" (E. 178). En la poesía de Girondo el drama es el encuentro con la nada en los dos extremos de su trayectoria, hacia arriba y hacia abajo. Tanto en "Vuelo sin orillas" como en el vuelo hacia abajo de "Derrumbe" se traspasan todas las instancias del ser: "más allá del aliento, de la luz, del recuerdo" (P. 317). "La parte positiva de la verticalidad -señala Bachelard- se dinamiza en la altura" y considera la caída "comió la nostalgia inexpiable de la altura". Vemos, pues, que tales imágenes surgen de un deseo de absoluto, de un irrenunciable impulso cenital.
Hemos visto, también, que los dos polos de la energía de la verticalidad en Persuasión de los días desembocan en la nada. Ahora bien, en el centro mismo del libro (y casi justo en su centro físico) como un foco central, como un núcleo secreto en torno al cual todo se ordena, figuran dos pequeños poemas, el primero, como la advertencia final de una terrible Persuasión de los días dice: "Nada de nada: / es todo" (P. 332), y el segundo, un estado de renunciamiento absoluto, que al llegar a la abolición misma del yo, recobra, sin embargo, como en un reflujo, el contenido infinito del mundo: "mientras dura el instante de eternidad que es todo" (P. 342).
Otro tema que se retoma de un libro a otro es el del llanto. Presente en el texto 18 de Espantapájaros: "Llorar a lágrima viva, llorar a chorros... llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorar dé amor, de hastío, de alegría...", etc. De allí, en casi idénticos términos, pasa a Persuasión de los días. Sin embargo, en el tono de cada versión hay toda la distancia que va de un libro a otro. En el primero, el humor es alegre, grotesco: "Empaparnos el alma, la camiseta... Asistir a los cursos de antropología llorando... festejar los cumpleaños familiares llorando". En el segundo es trágico: "Lloremos. ¡Sí! Lloremos / amargo llanto verde, / substancias minerales..." (P. 354). Significativo del dolor y de la culpa, ese río de llanto adquiere el carácter de un rito de purificación, la plenitud asumida de la irrisión y el desamparo humano. No una queja romántica, sino expresión del dolor existencial, nacido, más que de la condición de víctima, de una exigencia de perfección moral que se siente incumplida, por el exceso mismo de su dimensión. Sin embargo, los dos poemas finales del libro se abren como la última nota de una desesperada dialéctica de la esperanza y de fe inútil en la vida.
En 1946 Girondo publica una "plaquette" con un solo poema Campo nuestro. Situado entre sus dos libros donde la angustia y el furor se agudizan, el poema contrasta por su melancólica atmósfera nostálgica, como si toda la tensión de Persuasión de los días se aflojara en un último instante de paz antes de recrudecer en En la masmédula. Hay aquí algo como una patética serenidad, esa especie de solemne tristeza que tiene el paisaje de la pampa al que alude. El sentimiento de la nada, no obstante, vuelve a aparecer unido a la imagen de la vaca, sin duda el animal totémico de Girondo, constantemente invocado en su poesía. La vaca es la animalidad pura, pero que se interioriza, la bestia de ternura infinita, como la que parece ahondar sus extraños y alucinantes ojos. No es la animalidad agresiva del león, ni la alada del pájaro. Es casi la encarnación de la calma orgánica, en una dimensión monumental, la quietud rumiante, secreta. También en ese extraño y nocturno relato de Interlunio, historia de un fracaso que trasciende su anécdota para hacerse el relato mismo de la frustración, en el borde del mundo, en esas zonas inciertas donde la ciudad termina ante la soledad del campo, aparece una vaca fantasmal y materna, la conciliación con lo orgánico, con el ser manso y sagrado, símbolo de la bondad, de la nutrición y de la tierra.
Con la aparición de En la masmédula, en 1956, el ciclo de la poesía de Girondo penetra en el vértigo del espacio interior.
"Algunos de los elementos esbozados o presentes en los libros anteriores, son forzados aquí a sobrepasar su gama" -dije en otra oportunidad refiriéndome a esta obra. Y en efecto, hasta la estructura misma del lenguaje sufre el impacto de la energía poética desencadenada en este libro único. Al punto que las palabras mismas dejan de separarse individualmente para fundirse en grupos, en otras unidades más complejas, especie de superpalabras con significaciones múltiples y polivalentes, que proceden tanto de su sentido semántico como de las asociaciones fonéticas que producen. Bloques de palabras surgidas como una lava volcánica, en una masa ígnea, fundidas a una alta temperatura, y cuya separación obedece ahora al ritmo, al impulso de la necesidad expresiva que las aglutina, en vez de estar determinada por su propia autonomía de sentido.
Pero esta situación inédita de las palabras en esta poesía, no es fruto de un capricho, sino consecuencia de la intensidad de un contenido que las fuerza a posibilidades de expresión insospechadas. Nace de un verdadero estado de trance. Son el lenguaje del oráculo, que es el más alto lenguaje de la poesía. "Lo que yo escribo es oráculo" -dice Rimbaud. La lengua del oráculo es la que se anima con las emanaciones del abismo, la que capta y traduce la dimensión trágica del ser ante el enigma de su destino.
La condición excepcional de los mecanismos de comunicación verbal en En la masmédula nos obliga a detenernos más que en los otros libros, en ciertos aspectos del lenguaje. A este respecto dice Pellegrini: "En Girondo hay una verdadera sensualidad de la palabra como sonido, pero más que eso todavía, una búsqueda de la secreta homología entre sonido y significado. Esta homología supone una verdadera relación mágica, según el principio de las correspondencias, que resulta paralela a la antigua relación mágica entre forma visual y significado". Desde siempre, en efecto, se ha intuido que aparte del valor semántico de la palabra, puede haber una relación entre sonido y significado. Es decir, que sin ser un signo convencional, un elemento fonético puede tener una significación por similitud, por asociaciones inconscientes, etc. Esta posibilidad de comunicación, que va más allá de la captación intelectual del signo establecido, para actuar casi en el plano de la sensación, Girondo la emplea con una certeza que da una fuerza inusitada a su expresión. Al reunir la oscura significación fonética y la del vocablo, dirigidas en un sentido único, el lector es envuelto en un sortilegio verbal, donde la corriente poética se intensifica al extremo. Por ejemplo, en los dos versos iniciales del libro, que instalan de inmediato en la angustiosa sensación de un piso que se hunde: "No sólo / el fofo fondo", hay una simultánea significación de sentido y sonido. Por un lado, la idea evocada por el signo: lo fofo, por el otro la grave acumulación de las o y la repetición "fo-fo-fo... n" que sugiere un ruido sordo de hongos que revientan, de algo esponjoso, blanduzco, donde se hunden los pasos. El mismo efecto de significaciones extrarracionales, que desbordan y enriquecen constantemente el enunciado, crea en todo el libro una especie de resonancia en la cual los vocablos adquieren vibraciones que se prolongan más allá de su contenido conceptual. Cada poema, cada frase de En la masmédula se presenta casi siempre como una galaxia verbal. Su sentido no se tiende linealmente para ser captado como a lo largo de un riel. Actúa más bien en remolino, un sismo psíquico sin tregua en el que el intelecto y la sensibilidad son agitados al unísono con la misma violencia, como en una atmósfera poética extrema que condicionara a su intensidad todas las percepciones.
Clásico caligrama de Oliverio Girondo. Un caligrama es un poema, frase o palabra en la cual la tipografía, caligrafía o el texto manuscrito se arregla o configura de tal manera que crea una especie de imagen visual.
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En el mismo sentido se debe consignar esta aseveración de Michel Deguy: "La poesía desata, desfonda, perfora, disloca el laberinto de las avenidas sonoras de la página: se la diría ocupada en detectar los ultrasonidos de la lengua; y al mismo tiempo, a la manera de la música llamada concreta -esa especie de generalización de la música que quiere hacer a la música coextensiva a todo el universo de los ruidos- se abre a todas las lenguas, a todos los idiomas. Para ella el sentido está ligado al sonido y es diferente de la significación. El sonido mismo resulta signo; tenga o no significación en la red de la comunicación humana o en el interior de tal disciplina... " En En la masmédula la comunicación llega al límite de sus posibilidades en el plano racional, se torna sinfónica. Tanto el sentido como el ritmo, las asociaciones fonéticas, la entonación, etc., se descargan en un impacto único. La expresión arrasa con los mecanismos convencionales y se instala en lo más profundo de la comunicación ontológica. En este libro de fórmulas rituales se juega una de las aventuras más audaces de la poesía moderna.
Sentimos en él el jadeo, la danza alrededor del fuego, la exaltación encantatoria de los poderes verbales.
Para la lingüística moderna las palabras, lejos de considerarse como unidades últimas de sentido dentro del enunciado, se componen de la reunión de dos o más unidades menores, y la forma en que éstas se agrupan no obedecería a reglas absolutas, a tal punto que en ciertas lenguas esquimales suponen la posibilidad de un idioma donde en vez de palabras sólo pudiera fragmentarse el enunciado por frases. Girondo en En la masmédula, obedeciendo instintivamente a mecanismos profundos del lenguaje, aglutina dos o tres palabras para formar una especie de supervocablos, como si éstos se contrajeran y concentraran en un punto imantado por todas las energías de la elipsis para crear realidades nuevas.
Girondo obliga, para seguirlo, a beber el agua con la mano -he dicho en otra ocasión. La expresividad de su última poesía se recibe como un vaho, un tufo de cosas y cuerpos empapados por el aliento original. Instalado en la noche de los presagios, es la suya una poesía cuyas fuerzas internas imponen, con absoluto despotismo, los rasgos de la forma. El lenguaje se precipita en estado de erupción, los vocablos se funden entre sí, se copulan, se yuxtaponen, combinando seres y formas en una especie de Jardín de las Delicias. De tales simbiosis surgen visiones inéditas, síntesis de especies y reinos, sonidos guturales que adquieren de pronto una significación prelógica ("metafisirrata", "erofrote", "agrinsomnes", "egogorgo", "olaveca-bracobra"... etc.)
A menudo también la sintaxis entra en combustión. No es el pan de los monos lo que nutre esas frases. Pero en ellas, paradójicamente, retumba el eco rotundo y clásico del idioma.
Tal experiencia impone una jerarquía distinta. Somete por un sortilegio, en el sentido más literal del término. Por un hechizo que se extiende más allá de las zonas lúcidas de la mente. Fórmulas mágicas como "en los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de los senos" (M. 410), donde por una contracción y multiplicidad de asociaciones táctiles, visuales, térmicas, de innumerables resonancias, se sugiere la blancura, la redondez lunar, la suavidad de arena (y tibieza de la arena al sol), la delicadeza de la espuma, la calidad hipnótica de la medusa como atributo de fascinación de los senos. O "las agrinsomnes dragas hambrientas del ahora con su limo de nada" (M. 404), con la difusa sensación de chirrido agrio, que es al mismo tiempo insomnio y signo de la acción de la draga. Introducirse en esta poesía es penetrar a la profundidad del ser, hasta sus últimos límites. De ella se alza el sentimiento de una insatisfacción existencial, sentimiento de la miseria de una existencia rebajada donde las cosas adolecen perpetuamente de una falta de totalidad, se debaten entre los sub y los ex (no alcanzan su plenitud o la han perdido) para presentarse sólo como carencia o fuga: "subsobo", "subánimas", "subósculos", "subsueños", "exellas", "exotro", "exnúbiles", etc. Sentimiento de la condición lacerada del yo en lo más íntimo de su núcleo orgánico, entre el latido atronador del cuerpo, en "lo fugaz perpetuo".
La poesía de En la masmédula es el estremecimiento de las más desamparadas y desafiantes energías humanas enfrentadas al absurdo y a la presencia total de la nada. Es, si los hay, un libro trágico. Seguir ahora cada uno de sus temas, profundizar en su contenido existencial, excedería en mucho las proporciones de estas notas. Sólo quiero señalar que desde el fondo mismo de ese viaje a las grandes profundidades que es toda su lectura, cuando ya todo el paisaje adorable de la piel ha sido trascendido, cuando ya todo el sueño multicolor de los sentidos del mundo ha revelado su raíz desolada, surge en lo más oscuro de la noche esa imagen astral: "Pero la luna intacta es un lago de senos que se bañan tomados de la mano", de la que trasciende una desolación dulce, la expresión de una tristeza cósmica que hace resplandecer, sin embargo, toda la belleza humana en lo inaccesible del sueño y de lo infinito.
Mi lumía Mi Lu mi lubidulia mi golocidalove mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma y descentratelura y venusafrodea y me nirvana el suyo la crucis los desalmes con sus melimeleos sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y gormullos mi lu mi luar mi mito
mi pez hada mi luvisita nimia mi lubísnea mi lu más lar más lampo mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio mi lubella lusola mi total lu plevida mi toda lu lumía. [De "En la masmédula"] |
Porque pese al pesimismo radical de estos poemas, en su aparente negación hay un desafío. Tal negación convierte, precisamente por la orgullosa avidez de absoluto que la origina, en una incitación a exigir de cada vida su más profundo contenido. La mirada que recorre las cosas en ellos no es la mirada de la complacencia o de la placidez, sino la que interroga el corazón de cada esfinge cotidiana, la que exige a cada cosa y a cada hombre sus posibilidades extremas de incandescencia y de furor. Poesía que practica las mis hondas incisiones en "la piel de la realidad", pero que sabe extraer de sus grandes "noes", de sus "islas sólo de sangre", un sol de médula viva, una gota del agua redentora del diluvio.
Poesía de bisonte astral de Alta-mira, poesía conjuratoria como jamás se ha pronunciado en este país. Poesía posesa pura como una gárgola de fauces de neurona fosforescente para el agua de, las cavernas poesía Oliverio poesía mortal famélica anatómica intercostal incandescente en lo más hondo del cielo del alma un humo de "ascuacanes". poesía fosfato destinada a la formación de un sentimiento intraorgánico llena de cráteres genitales de plexos y constelaciones núcleos delicados y terribles. Y ahora recuerdo una curtiembre de la Boca y un cuero de toro sobre las piedras cuero de bestia despellejada con sus dos lados tan absolutamente tiernos: uno de pelos, el otro sangriento de trofeo de sioux arrojado junto a los barcos. He oído decir que antaño a ciertas personas las metían dentro de un saco hecho con un cuero fresco que al resecarse las iba oprimiendo hasta lo intolerable. Necesariamente la poesía debía nacer de tales circunstancias.
Como experiencia de lenguaje no existe en español un libro comparable. Vallejo, en Trilce, realiza un intento en cierto modo semejante, pero su tentativa queda a mitad de camino. Sólo en un reducido número de los poemas que integran ese libro consigue, en algunos momentos, hacer estallar el lenguaje, forzarlo a penetrar en zonas casi inexpresables de la subjetividad y el sentimiento, pero el resto obedece a formas tradicionales. Como muy bien lo señala André Coyné, el resultado en Trilce es discontinuo, pues "Vallejo no intenta construirse con los escombros del lenguaje común un lenguaje propio" . En cambio, En la masmédula es un todo orgánico, allí Girondo se instala en un universo verbal cuyas leyes impone pero cuyos elementos poseen, sin embargo, una irradiación paroxística y un extraordinario poder comunicativo.
Por tales razones En la masmédula es el acontecimiento puro, sin parangón ni referencia, no sólo en las letras argentinas sino en la dimensión del idioma. Es por completo insólito y quedará siempre solitario e imprevisible, pues no hay nada que lo prefigurara o lo anunciara, del mismo modo que quedará siempre único, pues es imposible continuarlo.
Libro de un temblor vital estremecedor, arroja al lector a la poesía del abismo, en un plano de revelación del ser, con la misma intensidad metafísica y la misma desgarradora dimensión humana de los textos de Artaud.
En la masmédula Girondo se ha adelantado demasiado a la poesía de su tiempo como para que las perspectivas que descubre puedan ser recorridas aún en toda su dimensión. Su aparición fue recibida con el silencio reticente de la estulticia, cuando no con los balbuceos desorientados de quienes imaginan reducir la envergadura de una obra excepcional a su propia incapacidad de acceder a la poesía. De todos modos, el reverbero que emana de sus páginas es una de esas altísimas posibilidades -que sólo la poesía otorga- de conexión con ese punto central del espíritu donde el espacio humano y el espacio cósmico se funden en una ecuación vertiginosa.
Mayo, 1968
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Por Iván Thays
Cosas transparentes: Dice Nabokov que cuando alguien mira un objeto por mucho tiempo, se vuelve transparente y nos cuenta su historia. Con los escritores sucede lo mismo. Los sábados de Vano Oficio están dedicados a aquellos textos y autores que, leídos con insistencia, saben volverse transparentes.
Oliverio Girondo es una llave que abre todas las puertas del lenguaje. De ahí escapan las palabras lúdicas, las irreverentes, las palabras extravagantes, las palabras que no existen, las palabras líricas y las pedestres. Girondo libera las palabras y deja también en libertad la poesía, que con él ingresa en un territorio maravilloso, entre la emotiva sensibilidad y el franco sentido del humor. Con Girondo, nuestra boca se llena de palabras. Es un festín. Pero Girondo es, antes que nada, un dandy, un hombre refinado y misterioso con sombrero alto y capa. Por ello, la ilustración de José Bonomi para la edición de Espantapájaros (1932) es extraordinaria. Retrata no solo al autor sino a su poesía. El hombre de paja se ha convertido en un poeta y los cuervos de la poesía y la realidad, a diferencia de lo que ocurre en el poema de aquel barco hundido que era Poe, antes que espantarse parecen volar a su lado como conmovidos discípulos.
Poema 12
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden y se entregan.
Fuente: http://blogs.elpais.com/vano-oficio/2013/02/oliverio-girondo-llave-maestra.html
Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo
Por Juan Sasturain
Ilustración: El Tomi
Cinco por la negativa: las carencias
Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.
Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección barata y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.
Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la poesía.
Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.
Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).
Cinco por la positiva: los libros
Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga en la vereda”. Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. “Calle de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer”.
Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones del 21: “Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.
Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. “Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y manipulable.
Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no / el no inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y vámonos.
Cinco por cuestión de salud
Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.
Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.
Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.
Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una “civilización” descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica. “Inagotable asombro”: “Este perro / este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse / de romper una silla”.
Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e irreductible.
Y cinco porque sí
Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario, una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.
Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la gracia y la ironía para los ojos.
Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.
Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.
Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.
Página|12, 24 de enero 2011
Giro Hondo
Girondo, por Gieco y Tom Lupo
En la Argentina modernista de los ’30, el propio Oliverio Girondo aconsejaba que sus poemas fueran leídos en voz alta. No una ni dos, sino tres veces. En el tranvía, desde luego, pero también al calor de las tertulias de revistas como Proa, Prisma y Martín Fierro, donde compartió staff con muchachos vanguardistas como Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal. La poesía de Girondo, lúdica y voluptuosa, alcanza con la oralidad su verdadera naturaleza. No casualmente es uno de los escritores más recurridos por el cine a la hora de los parlamentos. No casualmente el sello Acqua Records acaba de editar Giro Hondo, un proyecto que rescata la vieja tradición de la literatura en disco. En este caso, los poemas de Girondo están en la voz de Tom Lupo (un especialista en la materia) y con el marco musical de Luis Gurevich, León Greco y su hija Joana.
Girondo, por Gieco y Tom Lupo
En la Argentina modernista de los ’30, el propio Oliverio Girondo aconsejaba que sus poemas fueran leídos en voz alta. No una ni dos, sino tres veces. En el tranvía, desde luego, pero también al calor de las tertulias de revistas como Proa, Prisma y Martín Fierro, donde compartió staff con muchachos vanguardistas como Jorge Luis Borges, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal. La poesía de Girondo, lúdica y voluptuosa, alcanza con la oralidad su verdadera naturaleza. No casualmente es uno de los escritores más recurridos por el cine a la hora de los parlamentos. No casualmente el sello Acqua Records acaba de editar Giro Hondo, un proyecto que rescata la vieja tradición de la literatura en disco. En este caso, los poemas de Girondo están en la voz de Tom Lupo (un especialista en la materia) y con el marco musical de Luis Gurevich, León Greco y su hija Joana.
“Mi relación con la obra de Girondo viene de hace muchos años –cuenta Tom-. Lo conocí en la misma época que a Macedonio y fue encontrarse con el ‘surrealismo’ sureño. Además comencé a hacer recitales de poetas argentinos y españoles y notaba la fuerte reacción que producían los poemas de Oliverio, tal vez por la increíble vigencia que tienen”. Periodista, poeta y psicoanalista, Lupo viene recitando desde los ’80, cuando se presentaba en el circuito undergound para declamar la obra de tipos como García Lorca, Gelman, Tuñón, Pessoa, Alejandra Pizarnik y el propio Girondo. En esta oportunidad, Lupo trabajó con Gieco y Gurevich para el soporte musical. “En algunos casos la música vino después –explica Tom-. En otros, León me pidió que escuchara primero algunos temas y eligiera textos que tuvieran que ver con esas melodías. Creo que la música potenció la emoción de los textos. Y la mía propia, por supuesto. Creo que me dejé llevar por su intención. Era como querer prestarles el cuerpo a esos poemas para que Girondo se haga presente”.
Basado, sobre todo, en textos de sus tres libros más populares (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías y Espantapájaros), Giro Hondo es una excelente puerta de entrada al universo Girondo: “ojalá llegue a muchos jóvenes para despertarles el bichito de la poesía; y que los más grandes, los que ya conocían a Girondo, vuelvan a emocionarse con uno de los mejores poetas que dio nuestra lengua”
InfoNews, enero 2012.
Basado, sobre todo, en textos de sus tres libros más populares (Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Calcomanías y Espantapájaros), Giro Hondo es una excelente puerta de entrada al universo Girondo: “ojalá llegue a muchos jóvenes para despertarles el bichito de la poesía; y que los más grandes, los que ya conocían a Girondo, vuelvan a emocionarse con uno de los mejores poetas que dio nuestra lengua”
InfoNews, enero 2012.
"Oliverio. Nuevo homenaje a Girondo" es una exquisita recopilación de poemas, imágenes, correspondencia, entrevistas y textos en prosa inéditos, que recupera una parte importante de su obra al conmemorarse los cuarenta años de la muerte del escritor. Girondo fue un agudo observador del contexto histórico-político que lo rodeaba e hizo de la vanguardia un estilo de vida.
Por Susana Rosano
Ilustración El Tomi (Télam, 2013)
Oliverio Girondo odiaba todo lo pequeño, en un ambiente que definía como de sutiles confabulaciones y minúsculas voluptuosidades. Su enorme impulso a la renovación jamás fue dogmático. Y, como el profético William Blake, pensaba en que todo lo que permanece se corrompe. Así definió a grandes trazos Ulyses Petit de Murat a su entrañable amigo, de quien no olvidaba sus espectaculares vociferaciones ni su permanente espíritu iconoclasta.
Sin lugar a dudas Oliverio Girondo no sólo ha sido uno de los más grandes poetas argentinos de todos los tiempos sino que también su aire juguetón y cosmopolita, su activa participación en el grupo Florida y desde allí en los esplendores de la vanguardia argentina, su matrimonio estelar con Norah Lange, constituyen hoy en día uno de los grandes mitos de la literatura argentina del siglo XX. El hombre que rompía sus papeles, como gustaba definirlo, Raúl Gustavo Aguirre, no fue un escritor; fue un poeta toda su vida. Romper papeles -decía Aguirre, siguiendo al pie de la letra una confesión que Girondo le hiciera a Julio Noé- significa romper con el papel de escritor, negarse como tal en el momento mismo de su afirmación, "crear una nueva instancia donde el escritor no existe ya por los papeles que escribe sino por aquellos que rompe, donde el autor es menos lo que habla que el silencio que afirma en la destrucción de lo que ha escrito".
Los cuarenta años de la muerte de Oliverio Girondo que se cumplieron este enero último (2007) fueron la excusa para que Beatriz Viterbo Editora y la Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares (Conabip) editaran Oliverio. Nuevo homenaje a Girondo, cuya exquisita compilación, introducción y notas estuvo otra vez a cargo de Jorge Schwartz. Por coincidencia o no, la primera antología fue realizada por Schwartz y publicada hace ya veinte años. El homenaje de 1987 y este que acaba de ser editado confirman que las dos obras que en su momento se presentaron como completas -la clásica de editorial Losada, preparada por Norah Lange, publicada por primera vez en 1968 y que ya lleva sucesivas reediciones, y la de la colección Archivos, coordinada por Raúl Antelo, de 1999- no son tales. Entre inéditos y textos dispersos, los treinta y un poemas que se ofrecen al lector (aclara Schwartz en el prólogo) son más que suficientes para otro libro de poesía. Pero este nuevo homenaje a Girondo trae además muchísimo material de un interés extraordinario: prosa inédita, membretes y textos dispersos, una maravillosa galería de imágenes, artículos y autorretratos de Oliverio; retratos, ya sea en poesía y en prosa, que sobre su persona hicieron otros escritores; gran cantidad de cartas enviadas y recibidas por Oliverio, artículos críticos sobre su obra y una cuidada actualización bibliográfica a cargo de Horacio Jorge Becco.
De esta manera, el texto no sólo adquiere un interés fundamental para los estudiosos y enamorados de la obra del poeta argentino sino también para todos aquellos que quieran armar el mapa cultural de la época que lo tuvo a Girondo como testigo. De allí que a partir de los innumerables viajes que Oliverio realizó por América latina, Europa y Africa queden como testimonios relaciones tan intensas y ricas como las que estableció con José Carlos Mariátegui, Federico García Lorca, Oswald de Andrade, entre tantos otros.
Perteneciente a una familia argentina de origen vasco y rancio abolengo (emparentada con los Uriburu, los Aramburu y los Arenales), Girondo forma parte de esa raza fecunda de intelectuales liberales argentinos que se formaron en Europa. "Soy hijo de toda la literatura francesa de este momento", reconoce en una entrevista de Francisco Urondo para la revista Leoplán en 1962. Pero, a diferencia de otro martinfierrista prodigioso como Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo sólo fue poeta. Además, a lo largo de casi cuarenta años de producción (desde los años veinte hasta los inicios de los sesenta) publicó muy poco. Poco más de ciento cincuenta poemas reunidos en seis libros que van desde su tan celebrado Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de 1922 -el mismo año en que se publicó Trilce, de César Vallejos- hasta La masmédula, de 1956. El propio Girondo y el testimonio de sus amigos dan cuenta de que, en función de su afán perfeccionista y de su exquisito rigor, el poeta rompió muchos papeles y mandó al cajón de la basura otros. Y en este sentido, los cambios operados entre su primer y último libro hablan a las claras de un proceso permanente de ruptura y de búsqueda en el interior de la lengua.
Viajero incansable
Cuando en 1923 integra la redacción de la revista Proa, Oliverio acababa de regresar de Europa con sus Veinte poemas... en el bolsillo. Desde pequeño había realizado frecuentes viajes a Europa con sus padres y estudió en el colegio Epsom de Londres y luego en la escuela Albert Le Grand, de Arqueil. Refiere Ramón Gómez de la Serna que desde allí lo expulsaron después de tirarle en la cara un tintero a su profesor de geografía que pocos minutos antes se había referido frente a sus alumnos a los antropófagos que vivían en Buenos Aires, capital del Brasil. Al terminar la escuela secundaria, Girondo le promete a sus padres recibirse de abogado (carrera que jamás ejerció) si éstos a su vez le garantizan un viaje a Europa cada año. De esta manera conocerá Francia, Italia y España e, interesado seriamente por la paleontología y la etnografía, viaja por Egipto y luego por todas las repúblicas americanas del Pacífico.
De uno de sus viajes por Europa, en 1926, Girondo regresa con una importante y oscura barba de gaucho y en Buenos Aires, en un almuerzo que dan los martinfierristas en honor de Ricardo Güiraldes, lo espera una mujer, Norah Lange. Cuentan que cuando intentó sacarse la barba, el peluquero se resistió, y entonces Oliverio nunca más repitió el intento. Por esos años, Norah había regresado de Noruega y publicaba su libro 45 días y 30 marineros. Ambos hacen una fiesta donde Girondo le fabrica un traje de sirena pero con las escamas al revés. Desde entonces Norah, su "angelnorahcustodio", y la barba serán los incesantes compañeros del poeta.
Más allá de ese estilo de niño bien un poco provocador, Girondo irá alejándose del esnobismo y de las luces de artificio que caracterizaron a cierto sector de la vanguardia, para convertise en un personaje prescindente, antisolemne, antiacadémico. Maestro de las jóvenes generaciones de poetas, su estilo se emparenta con el de Macedonio Fernández, a quien lo une un gran amor por los disparates lógicos.
La poesía como forma de conocimiento
Se pueden leer en la poesía de Girondo tres momentos fundamentales. Como verdadera ópera prima, los Veinte poemas... inauguran una poesía vital, llena de un entusiasmo celebratorio que parece responder al imperativo de la vanguardia de unir arte y vida. Muchos de sus poemas podrían funcionar como un manifiesto futurista, a partir de su desprecio por los valores consagrados y de su irreverencia religiosa. Pero hay algo más: a partir de esta poética de lo provisorio y de un uso ajustado del montaje cubista, se desmantela la linealidad cronológica de los cuadernos de viaje a favor de una lírica urbana que ubica la ciudad como centro.
El cosmopolitismo, la carnavalización de la que habla Jorge Schwartz en sus estudios críticos, permiten que el turista burlón salte de Bretaña a Brest, de Venecia a Buenos Aires o Sevilla y pueda maravillarse por las chicas de Flores, que "tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino y usan moños de seda que les liban las nalgas con un aleteo de mariposa". La centralidad del elemento visual (muy importante tanto en las preocupaciones teóricas de Girondo como en la integración del dibujo en los procesos de composición) se combina con una poética de lo provisorio donde parece cumplirse el mandato del epígrafe del libro: "Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime". De esta manera, la humanización de los objetos y la novísima centralidad que se le otorga a lo urbano, ya sean sus calles, los medios de transporte, los espacios públicos, los cafés y las milongas, permiten articular una estética profundamente antirromántica e innovadora.
Espantapájaros, de 1933, marca, en opinión de Enrique Molina, un segundo momento en la poesía de Girondo, que comienza ahora a situarse entre la tierra y el sueño, y donde los protagonistas ya no serán más las cosas sino los mecanismos psíquicos, los instintos. El absurdo surge aquí del sinsentido de una realidad impenetrable, donde el sujeto se astilla en miles de fragmentos: "Yo no tengo una personalidad; soy un coctel, un conglomerado, una manifestación de personalidades".
Sin embargo, es En la masmédula, de 1956, donde la experiencia con el lenguaje alcanza momentos inigualables en la poesía latinoamericana, sólo comparables a los de Trilce, de César Vallejo. Girondo se instala aquí en un universo verbal absolutamente propio y deja un legado único, exquisito, en la poesía en lengua castellana. Con el correr de los años, con el riguroso trabajo sobre la lengua, llega el cansancio, pero también la lucidez que produce el acercamiento de la muerte, como en "Noche Tótem": "Los idos pasos otros de la incorpórea ubicua también otra escarbando lo incierto/ que puede ser la muerte con su demente célibe muleta/ y es la noche/ y deserta".
Fuente: Revista Ñ, 21/07/07
Oliverio Girondo
Por Ramón Gómez de la Serna *
Ilustración: Ricardo Ajler
Hace veintiún años, el año 1923, llegaba a mis manos un gran libro titulado Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, lleno de magníficas y originales metáforas y con unas ilustraciones en color debidas también al escritor y en las que había espléndidos aciertos, pues en Oliverio hay un gran pintor a la vez que un gran escritor.
¿Quién era aquel sonoro Oliverio Girondo que aparecía como autor del ancho y venturoso libro?
Sólo se atisbaba que era un “argentino”, y sin más antecedentes le dediqué mi artículo de primera plana en “El Sol” de Madrid, excepción dedicada a los Veinte poemas, porque yo nunca “hacía libros” en mi sección.
Íntimamente me dije: “He aquí un poeta en prosa hijo de los tiempos que corren, descubridor, precursivo, digno de compartir nuestro derecho a la primogenitura y a sentarse a nuestra mesa sin previo aviso.”
En seguida se me apareció en persona.
De voz simpática, profunda, número uno entre las voces de su raza, noté que había dado ese mismo tono de voz valiente, amistosa y varonil a lo que había escrito.
La primera voz autoritaria que dialogó con España desde la Argentina tuvo sin duda ese tono capitán de la voz de Girondo, elevada voz sobre las voces melosas y canturrientas que mestizaron el tono rotundo, bronco y, al mismo tiempo, agradable, de la voz americana erguida en la pura nacionalidad.
Porque yo he dado el título de la voz del mejor amigo a la voz de Oliverio, he de atestiguar que ese tono da valor a su obra y ha logrado imponerla en su estilo.
En vista del feliz encuentro cenamos en mi café de Pombo y con la última botella de un licor de rosas, un Rosoli que quedaba en la bodega del viejo café desde tiempos de Espronceda, brindamos por una amistad que había de intensificarse con el tiempo.
Hoy, que ya sé quién es Oliverio Girondo y lo que representa como precursor de la nueva literatura universal en la Argentina, voy a hacer su biografía de creador y de personaje.
Nace en Buenos Aires a últimos del siglo pasado.
Desciende por su padre de vascos de Mondragón —cuya casa blasonada cayó en los bombardeos de la última guerra civil— y por su madre, apellidada Uriburu y Arenales, de los conocidos próceres también vascos, entre los que se destaca el general Arenales, aquel militar valiente, de quien se cuenta que, abandonado por muerto, es hallado por el capellán, quien comprueba que una metralla le ha herido el cráneo; le lava la herida en un regato próximo y cubriendo el roto le aplica un mate, con el cual el general vive y batalla durante largos años.
Aquel gran militar que llevó el título de hijo del sol, como uno de los libertadores del Perú, tenía cosas que parecen ya anécdotas del nieto.
El Mondragón originario figura en los versos del poeta Lucano, que dice a propósito de la espada española:
Vencedora espada
de Mondragón tu acero
y en Toledo templada.
El niño Girondo tiene una infancia llena de rabonas, de paseos por el puerto para saborear el olor de las bodegas y toma parte en las primeras huelgas estudiantiles, tirando un huevo pocho de avestruz a don Calixto Oyuela.
Va a Europa con sus padres y allí estudia en el Colegio Epson, de Londres, pasando después a la Escuela Albert le Grand, en Arcueil, siendo expulsado porque un día arrojó un tintero a la cabeza del profesor de Geografía porque habló en su lección de los antropófagos que existían en Buenos Aires, capital del Brasil.
Vuelve a su patria y comienza su adolescencia literaria, en lucha con el falso modernismo, con la postal, con las intrincadas medusas de yeso que aparecieron en las fachadas.
Se licencia de abogado y se inician sus aficiones de paleólogo.
Patrocinado por él y por otros dos jóvenes inteligentes y destacados, René Zapata Quesada y Raúl Monsegur, aparece un periódico efímero y teatralizante que se titula “Comoedia”.
Es la hora en que se reunía con la tertulia del doctor Ingenieros, en el Hotel París, donde Oliverio aprende las grandes bromas de la vida, las atrocidades divertidas que son principio del humorismo, esas bromas mezcladas de seriedad que le dan el secreto del trampantojo. Allí conoce al inventor que había inventado un aparato para subir muy alto pero que al preguntarle cómo descendería se quedaba patidifuso por no haber pensado en ese detalle; de allí sale para misteriosas logias donde con sorna doctoral preparan modelos de constituciones y hasta algún imaginario atentado que les pone en un brete porque había tomado demasiado en serio su papel aquel al que le había tocado cometerlo después del sorteo que habían amañado.
Como una veleidad de muchacho y ya que estaba viviendo la gran farsa, estrena en el Apolo, en colaboración con Zapata Quesada La madrastra, obra maeterlinckiana que tiene éxito, les da dinero y a cuyo primer personaje hay que internar poco después en el manicomio.
Otra obra titulada Lo de todos los días fue admitida por Joaquín de Vedia para el teatro que a la sazón dirigía, pero no hubo actor que quisiera adelantarse al público varias veces para decirle: “Porque los idiotas… como todos ustedes.”
Como para definir su suerte, para ver en perspectiva su época de jolgorio, de luces psiquiátricas, de proyectos en las tertulias de los cafés de Buenos Aires, se va a París, hace un viaje a fondo por toda Europa y consigue sus ya definitivos hallazgos, los que ya han logrado su propio estilo, los que formarán los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
Oliverio reacciona contra lo sublime, como desprendiéndose de la gran camama, encabezando sus poemas con este lema: “Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime.”
Los poemas son de 1921 y de 1922 y están llenos de visiones y matices rotundos. Ve cómo “el sol pone una ojera violácea en el alero de las casas”, presencia al cura “que mastica una plegaria como un pedazo de chewing-gum” descubre “una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se están estrangulando en su barriga”, ve en Douarnenez cómo entran en la iglesia los viejos con gorro de dormir:
Para emborracharse de oraciones
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
En Venecia ve “remos que no terminan de llorar”, y ya están allí sus primeras visiones de una Andalucía llena de “chulos con los pantalones lustrados de betún”.
Ese es el momento de nuestro encuentro, cuando yo escribí sobre su obra suponiendo haber leído sus poemas en un verdadero tranvía, en el Nº 8, que es el que hace mayor trayecto en Madrid, pues va del Hipódromo a la Bombilla y aun así tuve que sacar dos billetes porque todavía seguía leyendo el libro después del recorrido y entonces pedí al cobrador: “Billete hasta el último poema.”
Con su primer libro publicado Oliverio va a emprender de nuevo el viaje a Buenos Aires y en su despedida ya me habla de su proyecto de una gran revista y me pide colaboración para ella —no falté a mi palabra— y se despide con optimismo, diciéndome adiós con una muestra de papel aún no impreso en lugar de con el pañuelo.
Trae a Buenos Aires su inquietud, su facundia, su espíritu renovador. A poco funda con Evar Méndez y Samuel Glusberg, “Martín Fierro”, periódico no sólo de renovación literaria, sino artística, que se tonifica con el ingreso en la dirección de Eduardo J. Bullrich, Alberto Prebisch y Sergio Piñero, y funda junto con Ricardo Güiraldes y Evar Méndez la editorial “Proa”, anterior a la revista del mismo nombre.
En ese momento voy yo a visitar Buenos Aires, “Martín Fierro” me dedica un suplemento especial. Tengo proposiciones magníficas. Se me prepara un banquete circulante en que todos íbamos a ir comiendo como sucede durante la procesión de Semana Santa con el paso titulado la Cena, sentados en camiones preparados para el banquete.
Oliverio Girondo por Carlos Alonso. Exposición Homenaje, 28 de septiembre 1970. Galeria Artines.
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Pero iba a ir también don José Ortega y Gasset que era el que me había animado al viaje y don José lo dejó para después y yo no me atreví a lanzarme solo a un mundo desconocido aunque lleno de amigos.
Oliverio aparece de nuevo en Madrid como llevando la representación del hemisferio cordial que aún me atemorizaba.
En ese breve interregno de apariciones y desapariciones pasan dos años y en 1925 aparece Calcomanías, editado por Espasa-Calpe y con portada del autor. Completaba en mayor extensión y ya en plena zona convincente la originalidad de un argentino que fue el primero de todos en soltar su lengua para la nueva habla de la paradoja y de la fantasmagoría desopilada.
Maestro en visiones escuetas y blasfematorias ve en Toledo:
Perros que se pasean de golilla
con los ojos pintados por el Greco.
Su visión de Sevilla se acrecienta y dice:
“Los parroquianos de los cafés aplauden la actividad del camarero, mientras los limpiabotas les lustran los zapatos hasta que puede leerse el anuncio de la corrida del domingo.”
Ve unos curas, esos curas que se afeitan en “cuatrocientos espejos a la vez” y “cuando salen a la calle ya tienen una barba de tres días”.
Ve en las juergas andaluzas esas cantaoras que tienen los “párpados como dos castañuelas”.
Su procesión de Semana Santa es un poco impía pero magistral y la sigue desde que: “De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.”
Hasta cuando se encara con El Escorial deja tamañas todas las descripciones y en aquel páramo de resonancias y piedras dice: “y se contienen las ganas de toser por temor a que el eco repita nuestra tos hasta convencernos de que estamos tuberculosos”.
De las muchas críticas que despiertan sus libros, sólo reproduciré algunos párrafos de la entusiasta de Jorge Luis Borges:
“Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de viandantes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre estaban conmigo.
”Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego las estruja, las guarda. No hay aventura en ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería. Sus procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero destacar. Sé que esas trazas son instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.
”Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual inmediata, afán que da cierta pobreza a su estilo (pobreza heroica y voluntaria, entiéndase bien), pero que le consigue relieve. La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y señaladamente en los dibujos animados del biógrafo. Copiaré un par de ejemplos:
El canto tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos. (Juerga.) A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa. (Semana Santa.) (Vísperas.)
”Esa antigua metáfora que anima y alza las cosas inanimadas —la que grabó en la Eneida lo del río indignado contra el puente (pontem indignatus Araxes) y prodigiosamente escribió las figuras bíblicas de: “Se alegrará la tierra desierta, dará saltos la soledad y florecerá como azucena”— toma prestigio bajo su pluma. Ante los ojos de Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una vez, las cosas dialoguizan, mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de las cosas es activa para él y ejerce una casualidad.”
En los periódicos publica el mismo Girondo un anuncio así concebido:
ALGUNAS OPINIONES PREVISTAS
El público: Yo no lo he leído; pero según dicen los periódicos…
La crítica: No está mal; pero estaría mejor si fuera todo lo contrario.
Un aristarco: Es definitivamente malo, y sería tan malo si fuese todo lo contrario.
Una señora: Yo prefiero La Traviata de Massenet.
Una niña: ¡Lástima que una no pueda decir que lo ha leído!
Un literato: Las ilustraciones están bien; pero los poemas…
Un dibujante: A mí el texto no me parece mal. De las ilustraciones es preferible no hablar.
Un amigo: ¡Sí! Es preferible que no hablemos.
Después vuelve a Europa.
En ese tiempo nuestra amistad se reafirma en Madrid, en París, en Portugal.
Oliverio erguido como una bandera pasa englobando las cosas en sus ojos salientes y congestivos.
Visito con él los comedores solemnes de París sobre todo el del desaparecido Foyot y encontramos cafés y rincones en que se prolonga nuestra tertulia hasta el amanecer.
En Lisboa nos ensañábamos mutuamente las sorpresas más inauditas y yo le llevaba a comer a Cascaes donde tiraba de pez espada y hacía que el bodeguero nos despachase un vino antiguo con un gato en la etiqueta que había sido adquirido en la subasta de la bodega de la casa que allí tenía el rey portugués para sus conquistas, y Oliverio me llevaba a una plaza lisboeta donde el vendedor del mejor callicida del mundo presentaba en sus vitrinas los desprendimientos pedestres de tan grandes personajes como el Excmo. Señor Almirante Fernando Silva Moreira Fonseca y Campoforte.
En Madrid vivimos noches inolvidables de Botín y de Pombo, y en Segovia don Daniel y don Ignacio Zuloaga dan, en su honor, una corrida de toros, con Belmonte como lidiador.
Sigue los viajes en zigzag y aparece en Tetuán presenciando la guerra de España con el infiel marroquí y vive en el Hotel Excelsior de Roma con Nicodemi, rodeado de perros y de heroínas d’annunzianas o reaparece en París en una carpa instalada en el Palais-Royal, en una Feria a beneficio de los huérfanos y las viudas de los artistas teatrales, junto con Ricardo Güiraldes, bailando durante tres días danzas flamencas y tangos.
Por Buenos Aires circulan unos versos que aluden a esta locura deambulatoria de Oliverio y cuya letra es la siguiente:
A veces rotundo,
a veces muy hondo,
se va por el mundo
girando, Girondo.
En todos los sitios del planeta Oliverio Girondo vivía la bohemia vital, madre suprema del verdadero arte y de la no equivocada opinión.
Ha mantenido su bohemia toda su vida porque se dio cuenta con suficiente heroicidad, que esa es la luz que agracia con la picardía del tiempo la obra literaria.
Tuvo fuerza para soportarla sometiéndose al largo insomnio de los mejores, pues sin ese interminable insomnio no se es artista y poeta en la acepción antiprofesional y antiprofesoral de ambos conceptos, corregido el empaque y el decorativismo.
A través de esos laberintos de la bohemia se encuentra la metáfora que sólo puede aparecer después de los programas absurdos y desvelados. No se me olvidará el recuerdo de aquella excursión de Oliverio con un ruso a través de tres días y tres noches de París, en que a cada momento, cuando parecía que no podían más, el ruso exclamaba: “Le vrai programme commence maintenant!”
Le han pasado cosas extraordinarias en sus viajes.
En Roma, durante la guerra, va al Museo del Capitolio para ver la Venus más humana y más carnal de todas. Imposible. Como todas las obras famosas, se halla oculta en un sitio seguro. Trata, inútilmente, de violar la consigna. Le dicen que la Venus se encuentra en un sótano, rodeada de andamios y de bolsas de arena que la protegen contra un posible raid aéreo.
Decepcionado, da una vuelta por el Museo, pero no encuentra nada que realmente le interese.
En la puerta, un guardián le llama misteriosamente, y le confía con una sonrisa de celestina que si tiene un verdadero empeño en verla, quizás pueda satisfacer sus deseos. Queda en que volverá una hora después de cerrarse el Museo, es decir, a la hora de los escabrosos five o’clock teas.
Oliverio Girondo por Emilio Centurión, publicado en Martín Fierro Nº 2, marzo de 1924.
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Cuando vuelve le introduce, subrepticiamente, en la conserjería, y después de recorrer galerías y galerías, bajan juntos una escalera oscura que les conduce a un enorme sótano.
Iluminada por la luz del atardecer que se infiltra por una claraboya llena de telarañas, divisa en la penumbra una mujer desnuda, acostada en una cama primitiva hecha con la paja de los establos. Es la Venus que le espera.
Después de varios minutos, al ver que continúa contemplándola, el guardián se impacienta y desaparece. Al quedarse solo se turba, no sabe qué hacer. Pero por suerte, el guardián regresa inmediatamente.
Un poco avergonzado le desliza las 50 liras convenidas y se va.
Profundizando más en sus aficiones de paleólogo y etnógrafo va a Egipto, donde revisa las tumbas y se consterna al comprobar que los pobres llenan los caminos como si no hubiese muerto ningún mendigo desde Ramsés I.
Trae notas y una divertida película de su viaje por el Nilo.
Oliverio vuelve a América, hace un viaje por el Pacífico recorriendo todas las repúblicas hasta llegar a Méjico, estudiando al detalle el arte precolombino y colonial. Le saludan con críticas halagüeñas desde Guillén pasando por Mariátegui, hasta Javier de Villaurrutia, que dice de él:
“Moderno, modernísimo, con una agilidad de pensamiento que nos conduce al terreno de la geometría. Sin embargo, tengamos presente que, más que una hipérbole, es una parábola la que Girondo describe. No se pierde descentrándose; cae siempre, tras de la trayectoria rica en peligros e iluminaciones, sobre sí mismo, en inteligente triunfo de acrobacia. Cirquero, sí, pero, como Rimbaud —Linneo alucinante—, cirquero que sabe ¿cuántos idiomas?, ¿cuántos secretos?”
Está en su plenitud. En “Martín Fierro” que ha seguido teniendo varios avatares emite Membretes y estudios, hasta que un día tiene que verle desaparecer.
Aún hace un viaje a Europa, quizás en despedida para mucho tiempo, y de este viaje vuelve con una estupenda barba negra, tan negra que me obligó a decirle que le había salido una barba teñida.
Una noche, antes de abandonar París, en la terraza del “Napolitano”, un señor, después de observarlo se le presenta como director artístico de la “Paramount” y le ofrece el papel de protagonista en un film que habría de desarrollarse en Sierra Morena, en el que tendría que encarnar a un “contrabandista —violinista”, pero Oliverio, aunque algo perturbado, declina el ofrecimiento con la misma sonrisa con que ha renunciado a tantas cosas representativas en su vida, como la secretaría de la embajada de Washington o el nombramiento de académico.
Al pasar por Norteamérica, en su viaje de vuelta, los niños norteamericanos le preguntaban señalándole la barba: “¿Pero por qué es usted tan sucio?”
En Buenos Aires su barba es triunfal, gauchesca, y flamante aunque una tarde en una cancha de fútbol veinte mil almas comenzaron a gritar: “¡Chivo! ¡Chivo!”, venciéndolas Oliverio con su sonrisa estoica.
En mi primer viaje a Buenos Aires el año 31 recorro con él la ciudad y me doy cuenta de sus misterios, comprendiendo cómo Oliverio me había anticipado en España, como legítimo cabecilla literario, la verdad argentina, dándonos a los españoles la sensación de un país paralelo a la España nueva, en idéntica lucha por las nuevas formas y los nuevos ritmos.
Por cierto que una noche en el Paseo de Julio después de un banquete conmemorativo, Oliverio entra en una de aquellas barberías de dos sillones y sentándose en uno de ellos dice al barbero: “¡Pronto, aféiteme la barba!”
Nunca he visto más consternado a un fígaro, pero tampoco lo he visto más digno, pues se negó a afeitarle y para no ser incorrecto le dijo: “Si persiste en la idea vuelve mañana.”
En 1932, cuando yo me vuelvo a España, surge su obra Espantapájaros con todo el escándalo que merecía tan decisivo libro. Oliverio alquila nada menos que un coche coronario —es decir, el coche que va detrás de la carroza fúnebre llevando las coronas— y en ese coche tirado por seis caballos y con cochero y lacayo vestidos a la moda del Directorio, eleva un gran espantapájaros con chistera, monóculo y pipa, alrededor del que revolotean unos cuervos y lo hace pasear por las calles de Buenos Aires durante algunas semanas anunciando su libro.
Merece tal reclamo ese libro que es su mejor libro y en que ya está lo que después ha de reaparecer en los libros de los jovencitos.
En ese libro admirable del que no ha hablado ni un solo crítico de las grandes publicaciones y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor de lo argentino.
Oliverio Girondo por Hermenegildo Sábat, publicado en La Opinión, suplemento literario, 1971.
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En Espantapájaros todas son fecundaciones del porvenir y lo inventado en ese libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie!
Es uno de los pocos libros libres que no recomendaré para los colegios, pero que ayudan a vivir la vida manumitida sin necesidad de inducir a la libertad desesperada y violenta de la calle. Con esa libertad del espíritu conseguida por un espíritu prócer como el de Oliverio se calma y se satisface, sin ofuscación, sin compromiso político, el gusto de evasión del alma.
Todo es sugerente y soberbio en este libro con sus mujeres que vuelan, con sus embajadores de Inglaterra con un bigote usado “como uno de esos cepillos de dientes que se utilizan para embetunar los zapatos”, con frases tales como: “¡La imitación ha prostituido hasta a los alfileres de corbata!” o “A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración”, con lirismos como este “Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad o de amarillo.”
El escritor es hombre solitario, pulcro, superior y por eso se burla de las solidaridades. Así dice con un estilo que descubriréis imitado más de una vez en la literatura actual y en la próxima futura: “Se podrá discutir mi condición ornitológica y la eficacia de mis aperturas de ajedrez. Nunca faltará algún zopenco que niegue la exactitud astronómica de mis horóscopos ¡pero eso sí! a nadie se le ocurrirá dudar, ni un solo instante, de mi perfecta, de mi absoluta solidaridad.”
“¿Una colonia de microbios se aloja en los pulmones de una señorita? Solidario de los microbios, de los pulmones y de la señorita. ¿A un estudiante se le ocurre esperar al tranvía dentro del ropero de una mujer casada? Solidario del ropero, de la mujer casada, del tranvía, del estudiante y de la espera.”
Oliverio es ese largo capítulo sobre la solidaridad venga lo que hay que vengar en la idea suplantadora, y son de oír por lo menos dos solidaridades más:
“Solidario de las olas sin velas… sin esperanza. Solidario del naufragio de las señoras ballenatos, de los tiburones vestidos de frac que les devoran el vientre y la cartera. Solidario de las carteras, de los ballenatos y de los fraques…”
“Solidario por predestinación y por oficio. Solidario por atavismo, por convencimiento, por convencionalismo. Solidario a perpetuidad. Solidario de insolidarios y solidario de mi propia solidaridad.”
Todo tiene calidad en este libro, cualquiera de sus frases: “Te has jugado la vida tantas veces que posees un olor a barajas usadas” o “Fui célibe con el mismo amor propio con que hubiera sido paraguas” o “¿Resultará más práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?”
Su burla de la sublimidad ha llegado al colmo y tiene un capítulo reticente y retozón en que después de sostener que hay que sublimarlo todo, acaba con estas palabras: “Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.”
“Yo he optado definitivamente por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo desde el punto de vista de la sublimidad.”
Espantapájaros es el libro de Oliverio, de este gran señor del espíritu y de la pampa, y este libro ha tenido una tirada de cinco mil ejemplares y es escandaloso y es funambúlico.
Oliverio Girondo por Hermenegildo Sábat, publicado en Primera Plana, 1967.
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Después publica el largo estudio sobre pintura moderna, que valora el catálogo de las obras de arte nuevo que posee Rafael Crespo, estudio en que está comprendido el impresionismo y el cubismo, como sólo él después de sus frecuentaciones en París puede interpretar y desproblematizar.
En el filo del 37, Oliverio Girondo publica un libro extraño, pintado de negro y con el título de Interlunio. Ha querido guardar en este libro algo muy logrado y estricto y lo ha adornado con admirables, abismáticas y complejas aguafuertes de Spilimbergo.
No ha pretendido Oliverio en este libro más que lo que ha conseguido, troquelar una idea, captar un tránsfuga, practicar virilmente la obra bien hecha.
Salido al mercado en los días en que el español a salvo ha conseguido tal ciencia de los hombres, que si señala como su mejor amigo a alguien lo señala con mano de mármol, inmortalmente, puedo entender su estilo humano y su bondad íntima como nunca.
Este Interlunio es algo más que un cuento, es el luto y la cercioración de un caso de fracaso del extranjero incomprendido en la capital de las pampas, estacionado en los cafés y lecherías de la madrugada, llevado por el tranvía primero del día a la pradera de los cardos en las afueras donde la vaca, su madre definitiva le consolará con consuelo postrero.
Yo que he vivido ya en tres viajes y en tres estadas de años la noche porteña, he visto cuajarse en ella este tipo de Interlunio, impotente, desorientado, portentoso de falta de destino, solo, tembloroso, insucediente, problemático, de riguroso luto.
Se podría decir que este libro es el “tango” de Oliverio y, como siempre, traza la silueta de su personaje como no hay quién, viéndole “un esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados” y “una sonrisa de bolsillo gastado”.
El personaje tiene definiciones como esta: “Europa es como algo podrido y exquisito: un Camembert con ataxia locomotriz.”
Oliverio como siempre también continúa único en la síntesis de los ambientes.
“Recuerdo —dice— que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre las baldosas humedecidas.”
Más adelante da la mejor definición del suelo de la ciudad al amanecer: “el asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar”.
Oliverio Girondo será ya siempre el mismo contundente, antimelifluo, revelador y ahora hay que esperar ese libro de trescientas páginas que se titulará: Diario de un salvaje americano y que escribe en su isla del Tigre.
Él en pocos libros ha dicho muchas más cosas que los otros en muchos y sobre todo ha fijado su figura representativa de verdadero prócer de las letras y de la vida argentina.
Ve una vida espeluznante y repeluznada de la que es el humorista. Sobre todo lo que dice está el hombre culto, el poeta que sabe lo que es cursilería y lirismo fácil.
Hay una creación girondina, girondiana o girondesca, en que está marcado el imperio de lo argentino y que sólo un legítimo descendiente de los caudillos y de los primeros terratenientes, podía hallar con pauta tan categórica.
En medio de todo el engolamiento de la magistratura literaria y de la traición intrigante, Oliverio Girondo se dedica a ser el vigía y sin buscar un tema rusticano y nacional, mantiene en su pureza y agilidad ese encararse original del argentino con el mundo, conservando todo el purismo de ese encaro lenguaraz, expeditivo, genial.
Él no se ha dejado tentar ni por la cárcel blasonada del soneto ni por ningún premio y eso que la vanidad del lauro le podía haber tentado. Él sólo ha procurado acrecentar la inteligencia y la tensión de sus días, uniéndolos con desgarrada inquietud para poder encontrar a su hora la frase y la metáfora insólita.
Pero no importa la condición delirante de la obra sino esa rigidez moral que hay en ella, la moralidad por encima de la aventura, la dignidad por encima de la farsa.
Ha sido uno de esos pocos escritores que han soportado y sobrepasado la prueba de la pintura, la prueba por 2 de la condición de artista del escritor.
Oliverio Girondo por Toño Salazar, publicado en Argentina Libre, 1940.
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Oliverio comprendió en su hora la pintura nueva, la pintura más piedra de toque que ha habido para saber si se estaba capacitado para la literatura nueva.
Él se supo rodear de esa pintura y en su aceptación de lo inaudito pictórico adquirió la facultad de escribir lo inaudito.
Es uno de los pocos seres que he encontrado en el mundo en los que la ecuación personal del literato está en la más perfecta coordenada con alma de literato.
Cuando todos los climas personales son difíciles de soportar, en Oliverio se da un caso excepcional, que agranda, dignifica y vuelve caballeroso al mundo, dándole además anchura inteligente y gracia persuasiva y humorística.
Al conocerle bien me dije: “He aquí el creador simpático, espontáneo, arquetipo morador del mundo que podrá llegar en sus creaciones hasta donde quiera su pereza.”
Esa franqueza, ese hablar llegado a la verdad de América está en Oliverio, en el que el vasco ha aceptado la encarnación americana en la latitud del primer capítulo de la Argentina, de su cabecera en el mapa por su elemento salteño.
Ya en Europa antes de conocer América había encontrado en Oliverio por primera vez con seducción, lejos de doctores antiparrados y de personajes oficiales de exagerada carátula, la netitud de América, su tono original, su afinidad diversificada, su indeclinable comprobación del universo que venía a cerciorarnos de su alegre veracidad.
Para mí ha sido un tipo comparativo, fiel contraste de lo que iba sucediendo, por primera vez creador de la fraternidad absoluta entre lo argentino y lo español, inteligido lo argentino a través de él e inteligido lo español también mejor, a través de él.
Personaje efusivo y traslaticio de la vida, testigo humorista y necesario de las grandes solemnidades del vivir, no ha podido dedicar mucho tiempo a crear, pero con ese ex libris sobrio y seguro que ha compuesto con media docena de libros ha dejado sentado un marchamo admirable, una clarividencia sin tribulaciones ni barbilindismo que nadie ni nada podrá hacer desaparecer ni disimular siquiera.
Una arquitectura nueva del comprender, en estilo limpio y sin dubitación, adquiere toda su evolución en Oliverio Girondo y con parquedad divisa lo español como se divisa desde España lo americano. Por primera vez la respuesta tenía el mismo calibre de la pregunta, amén de su originalidad aureolada de una luz inédita.
No aprovechó ningún tópico de la vida de su alrededor sino el alentar universal situándose como hombre que amanece al mundo eterno y total. Quiso que se viera que la reacción de un argentino frente al espectáculo del mundo, tenía igual grandeza, igual orgullo ofendido y sarcástico, la misma locuacidad metafórica que en el sitio de más acendrada civilización literaria. Lo consiguió y atrajo en mí la seguridad y la necesidad del viaje, pues tengo que confesar que Oliverio me dio la fe en la feliz arribanza.
Cuando en la hora fuera de la hora circunstancial de las componendas y del intercambio de los falaces hispanoamericanismos, se reúna en una antología la voz de los claros varones de las letras americanas, Oliverio Girondo dará una de las primeras evidencias de América con el título envidiable de precursor.
Osadía, valor, sobrepasación habrá en las páginas de él que se escojan y señalada la fecha se verá que fue el primero en lanzarse a la prosa desmedida, libre, paradójica y temeraria que había de volver a inventar el mundo y a encararse con su más sincera inspiración.
No podemos, no debemos consentir por todo eso que el signo de la muerte sea el que consagre y descubra a los grandes hombres como aquí suele suceder muy a menudo.
A Oliverio hay que darle en vida la respuesta a su exuberancia, a su fidelidad literaria, a su clarividencia fulminante.
Audaz, sin haber dejado que se haga vulgar ninguno de los días de su vida, su obra está bien escrita y puede entrar en la antología de lo español, lo cual es muy importante porque la literatura española es una literatura universal y hay que ir por sus cien millones de lectores.
Por eso merece la pena del apurado trabajo, del trágico esfuerzo, porque es universal —sin necesitar ser traducida como otras literaturas para lograr ser universales— gracias al extenso límite que puede conseguir en su propio idioma, aceptado en su pureza por pueblos tan diferentes.
No le importa lo circunstancial a Oliverio Girondo y por eso vive tranquilo con los mejores pectorales de oro de las civilizaciones incaicas —museo de objetos de oro precolombinos que saca y mete en los nichos del Banco de la Nación—, entre sus primitivos castellanos, su Maître Moulins del siglo XV, sus cuadros modernos, su botella de coñac “El Cometa”, su espejo de señorío desde el que hace los honores como nadie desde mayores haciendas, representante máximo del pueblo de los conciliados en contraste con el de los irreconciliables, este pueblo a cuyas playas me he acogido indefinidamente para conservar mi independencia sin remordimientos, sin temores y sin claudicación, defendiendo como un adelantado de España en Indias, la España eternal sobre la que se quiere inventar una nueva negrura falsa y tendenciosa.
Oliverio es un creador de formas nuevas, sin cabalismo, con la más vívida luz de América, como si hubiese montado a pelo el caballo de la ráfaga pampera.
Fue animador y fue animado por un grupo de argentinos jóvenes, nobles, dados a la generosidad del Arte —y que no se han repetido con la misma largueza en las generaciones siguientes— y en cuyo grupo figuraba Ricardo Güiraldes, Zapata Quesada, González Garaño, Crespo, Becu, Presbisch, Eduardo Bullrich, Adán Diehl, Monsegur, etc.
Yo que convivía con ellos en el París de Modigliani, sé el optimismo y la fe con que abrían horizontes pampeanos en las paredes grises.
Ante Oliverio Girondo comprendí todo lo que se engloba en la palabra amigazo, amigazo para la conflagración espiritual, bohemia y poética, capaz de decir la clara opinión y tomar el partido del desinterés.
Hemos estado en delirio de ideas y de estilos y siempre él ha sido gran señor de la noche transiberiana.
Amábamos el arte, pero nos defendíamos de ser hipócritas que se sacian en los vicios secretos. Bebíamos sólo hasta exaltar las ideas, porque como Musset dijo en Fantasio:
“Un soneto vale más que un largo poema y un vaso de vino vale más que un soneto.”
Cada día que pasa veo a Oliverio el aristócrata representativo de América, lleno de talento y de vitalidad y compensada su aristocracia por una radical bohemia de artista.
He vivido en medio de los mejores hidalgos y ricos hombres de España y de fuera de España, pero tengo que confesar en esta hora de las supremas confesiones, que este hidalgo original de América, generoso, seleccionador y depurado por la poesía y la bohemia, es superior a todos los que vi, como flor doble de América y de la antigua y mejor España.
Es el hombre de más bello vivir que he encontrado, comprensivo, supervidente, eligiendo sus horas y sus comensales en la mayor independencia de la vida, verboso, imaginario, asomado a los últimos balcones.
Hemos marcado un récord de brindis hasta el tercer amanecer, en soledad liberada del mundo, contestes en la misma imagen, viendo yo cómo fue y podría ser el prócer verdadero de América, el que admiró Lope de Vega al verle pasar por Madrid.
* Ramón Gómez de la Serna nació en Madrid en 1888 y murió en Buenos Aires en 1963. Licenciado en derecho por la Universidad de Oviedo, consagró su vida exclusivamente a la actividad literaria, en la que se mostró como un escritor fecundo y pionero de un tipo de literatura que, dentro de la más pura vanguardia, es de una gran originalidad. Sus primeras obras muestran una actitud crítica e innovadora frente al panorama literario español, dominado por los noventayochistas, y coinciden con la dirección, asumida desde 1908, de la revista Prometeo, receptora y difusora de los primeros manifiestos vanguardistas en España, de los que fue su primer e incondicional defensor e impulsor. Animador indiscutible de la vida literaria madrileña, en 1914 creó una de las tertulias más frecuentadas y famosas con que ha contado Madrid, la del Café Pombo. Su particular visión de la literatura, concebida dentro de los presupuestos del arte por el arte, sin ningún intento de reflexión ideológica, dio lugar a un género inventado por él, las greguerías, definidas por el propio autor como “metáfora más humor”. Consisten en frases breves, de tipo aforístico, que no pretenden expresar ninguna máxima o verdad, sino que retratan desde un ángulo insólito realidades cotidianas con ironía y humor, a base de expresiones ingeniosas, alteraciones de frases hechas o juegos conceptuales o fonéticos.
Su vasta producción literaria incluye desde artículos y ensayos, algunos agrupados en libros, hasta dramas de tema erótico y obras más o menos novelísticas, muchas de ellas basadas en una trama truculenta, al modo de los folletines costumbristas, que por las incoherencias en la narración, las imágenes de tipo surrealista o el barroquismo de la expresión se convierten en una forma de absurdo que destruye todo sentimentalismo y las acerca a lo patético y grotesco.
En 1936, a raíz del estallido de la guerra civil española, se exilió en Buenos Aires con su esposa, la escritora Luisa Sofovich, y en 1948 publicó la obra autobiográfica Automoribundia, testimonio de su vida y compendio de su estilo y su personal concepción literaria.
VEINTE POEMAS PARA SER LEÍDOS EN EL TRANVÍA
1922
Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo SUBLIME
A "La Púa"
Cenáculo fraternal, con la certidumbre reconfortante de que, en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla,
OLIVERIO
CARTA ABIERTA A "LA PÚA"
Señor don Evar Méndez.
Querido Evar: Un libro -y sobre todo un libro de poemas- debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen.
Tú insistes, sin embargo, en la necesidad de que lleve uno la presente edición.
Eludo y condesciendo a tu pedido, apuntándote la carta que envié a "La Puá", desde París; carta cuyo ingenuo escepticismo podrá, actualmente, hacernos sonreír, pero que tiene, al menos, la ventaja de haber sido escrita contemporáneamente a la publicación de mis 20 poemas.
Te abraza
O.G.
¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de nunca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio. Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: "Yo no quiero optar, porque optar es osificarse. Yo no quiero tener una actitud, porque todas las actitudes son estúpidas... hasta aquella de no tener ninguna"...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios ojos? ¿Encariñamiento con lo que despreciamos? No lo sé. El hecho es que en lugar de decidir su cremación, condescendemos en enterrar el manuscrito en un cajón de nuestro escritorio, hasta que un buen día, cuando menos podíamos preverlo, comienzan a salir interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez, como para ser admirados?... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo: "¿Para qué publicar? Ustedes no lo necesitan para estimarme, los demás...", pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nos replica: "Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de «americana», con la «americana» nuestra de todos los días..." Y yo me ruborizo un poco al pensar que acaso tenga fe en nuestra fonética y que nuestra fonética acaso sea tan mal educada como para tener siempre razón... y me quedo pensado en nuestra patria que tiene la imparcialidad de un cuarto de hotel, y me ruborizo un poco al constatar lo difícil que es apegarse a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo que debieran publicar?... Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio -sinónimo de vida- no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.
OLIVERIO GIRONDO
París, diciembre, 1922.
PAISAJE BRETÓN
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya.
¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!
Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,
marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.
El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.
Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
Douarnenez, julio, 1920.
CAFÉ-CONCIERTO
Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.
Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.
Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un "maquereau" tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.
La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.
El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.
Brest, agosto, 1920.
CROQUIS EN LA ARENA
La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.
Brazos.
Piernas amputadas.
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.
Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa.
¡Todo es oro y azul!
La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.
Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.
Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado
de un pedazo blanco de papel.
¡Y ante todo está el mar!
¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.
¡El mar!... hasta gritar
¡BASTA!
como en el circo.
Mar del Plata, octubre, 1920.
NOCTURNO
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Can¬tar de las canillas mal cerradas! -único grillo que le conviene a la ciudad-.
Buenos Aires, noviembre, 1921.
RIO DE JANEIRO
La ciudad imita en-cartón, una ciudad de pórfido.
Caravanas de montañas acampan en los alrededores.
El "Pan de Azúcar" basta para almibarar toda la bahía...
El "Pan de Azúcar" y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar una sombrilla de papel.
Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando están arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero en la azotea.
El sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan hasta para abrocharse la bragueta.
¡Siete veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!
Hay viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se tragan los chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de las manos hechas de coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.
Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez minutos.
Río de Janeiro, noviembre, 1920.
APUNTE CALLEJERO
En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.
Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda...
Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.
MILONGA
Sobre las mesas, botellas decapitadas de "champagne" con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de "cocottes".
El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la alfombra, imanta los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.
Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces.
Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados.
De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de bengala.
Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.
Buenos Aires, octubre, 1921
VENECIA
Se respira una brisa de tarjeta postal.
¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar.
El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un "pizzicato" en las amarras, roe el misterio de las casas cerradas.
Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.
Bogan en la Laguna, "dandys" que usan un lacrimatorio en el bolsillo con todas las iridiscencias del canal, mujeres que han traído sus labios de Viena y de Berlín para saborear una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se alimentan de pétalos de rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente, y la quijada fatal de las heroínas d’Annunzianas.
¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!
En los "piccoli canali" los gondoleros fornican con la noche,
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda, como en cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.
Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos más llamativos, y de una erección más precipitada, que la de los badajos del "campanile" de San Marcos.
Venecia, julio, 1921.
EXVOTO
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores,
tienen los ojos dulces,
como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda
que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores,
se pasean tomadas de los brazos,
para transmitirse sus estremecimientos,
y si alguien las mira en las pupilas,
aprietan las piernas,
de miedo de que el sexo
se les caiga en la vereda.
Al atardecer,
todas ellas cuelgan
sus pechos sin madurar
del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos
se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche,
a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas-
van a pasearse por la plaza,
para que los hombres
les eyaculen palabras al oído,
y sus pezones fosforescentes,
se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores,
viven en la angustia
de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar,
y el deseo de los hombres las sofoca tanto,
que a veces quisieran desembarazarse
de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje
de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo,
a todos los que pasan por la vereda.
Buenos Aires, octubre, 1920.
FIESTA EN DAKAR
La calle pasa con olor a desierto, entre un friso de negros sentados sobre el cordón de la vereda.
Frente al Palacio de la Gobernación:
¡CALOR! ¡CALOR!
Europeos que usan una escupidera en la cabeza.
Negros estilizados con ademanes de sultán.
El candombe les bate las ubres a las mujeres para que al pasar, el ministro les ordeñe una taza de chocolate.
¡Plantas callicidas! Negras vestidas de papagayo, con sus crías en uno de los pliegues de la falda. Palmeras, que de noche se estiran para sacarle a las estrellas el polvo que se les ha entrado en la pupila.
¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro mil lenguas oscuras.
Y de noche:
¡ILUMINACIÓN!
a cargo de las constelaciones
CROQUIS SEVILLANO
El sol pone una ojera violácea en el alero de las casas, apergamina la epidermis de las camisas ahorcadas en medio de la calle.
¡Ventanas con aliento y labios de mujer!
Pasan perros con caderas de bailarín. Chulos con los pantalones lustrados al betún. Jamelgos que el domingo se arrancarán las tripas en la plaza de toros.
¡Los patios fabrican azahares y noviazgos!
Hay una capa prendida a una reja con crispaciones de murciélago. Un cura de Zurbarán, que vende a un anticuario una casulla robada en la sacristía. Unos ojos excesivos, que sacan llagas al mirar.
Las mujeres tienen los poros abiertos como ventositas y una temperatura siete décimos más elevada que la normal.
Sevilla, marzo, 1920.
CORSO
La banda de música le chasquea el lomo
para que siga dando vueltas
cloroformado bajo los antifaces
con su olor a pomo y a sudor
y su voz falsa
y sus adioses de naufragio
y su cabellera desgreñada de largas tiras de papel
que los árboles le peinan al pasar
junto al cordón de la vereda
donde las gentes
le tiran pequeños salvavidas de todos los colores
mientras las chicas
se sacan los senos de las batas
para arrojárselos a las comparsas
que espiritualizan
en un suspiro de papel de seda
su cansancio de querer ser feliz
que apenas tiene fuerzas para llegar
a la altura de las bombitas de luz eléctrica.
Mar del Plata, febrero, 1921.
BIARRITZ
El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.
Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a perder sus sonrisas al bacará.
Con la cara desteñida por el tapete, los "croupiers" ofician, los ojos bizcos de tanto ver pasar dinero.
¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!
Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar.
Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de "foxtrot".
Biarritz, octubre, 1920.
OTRO NOCTURNO
La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.
¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de "apache", que fuman un cigarrillo en las esquinas!
¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!
¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?
Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.
París, julio, 1921.
PEDESTRE
En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar .
De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro de todos los senos al rozarse.
Buenos Aires, agosto, 1920.
CHIOGGIA
Entre un bosque de mástiles,
y con sus muelles empavesados de camisas,
Chioggia
fondea en la laguna,
ensangrentada de crepúsculo
y de velas latinas.
¡Redes tendidas sobre calles musgosas... sin afeitar!
¡Aire que nos calafatea los pulmones, dejándonos un gusto
de alquitrán!
Mientras las mujeres
se gastan las pupilas
tejiendo puntillas de neblina,
desde el lomo de los puentes,
los chicos se zambullen
en la basura del canal.
¡Marineros con cutis de pasa de higo y como garfios los dedos
de los pies!
Marineros que remiendan las velas en los umbrales y se ciñen
con ella la cintura, como con una falda suntuosa y con olor
a mar.
Al atardecer, un olor a frituras agranda los estómagos,
mientras los zuecos comienzan a cantar...
Y de noche, la luna, al disgregarse en el canal, finge un
enjambre de peces plateados alrededor de una carnaza.
Venecia, julio, 1921.
PLAZA
Los árboles filtran un ruido de ciudad.
Caminos que se enrojecen al abrazar la rechonchez de los parterres. Idilios que explican cualquiera negligencia culinaria. Hombres anestesiados de sol, que no se sabe si se han muerto.
La vida aquí es urbana y es simple.
Sólo la complican:
Uno de esos hombres con bigotes de muñeco de cera, que enloquecen a las amas de cría y les ordeñan todo lo que han ganado con sus ubres.
El guardián con su bomba, que es un "Manneken-Pis".
Una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se están estrangulando en su barriga.
Buenos Aires, diciembre, 1920.
LAGO MAYOR
Al pedir el boleto hay que "impostar" la voz.
¡ISOLA BELLA! ¡ISOLA BELLA!
Isola Bella, tiene justo el grandor que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.
Isola Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:
"HUMILITAS"
¡Salones! Salones de artesonados tormentosos donde cuatrocientas cariátides se hacen cortes de manga entre una bandada de angelitos.
"HUMILITAS"
Alcobas con lechos de topacio que exigen que quien se acueste en ellos se ponga por lo menos una "aigrette" de ave de paraíso en el trasero.
"HUMILITAS"
Jardines que se derraman en el lago en una cascada de terrazas, y donde los pavos reales abren sus blancas sombrillas de encaje, para taparse el sol o barren, con sus escobas incrustadas de zafiros y de rubíes, los caminos ensangrentados de amapolas.
"HUMILITAS"
Jardines donde los guardianes lustran las hojas de los árboles para que al pasar, nos arreglemos la corbata, y que -ante la desnudez de las Venus que pueblan los boscajes- nos brindan una rama de alcanfor...
¡ISOLA BELLA!...
Isola Bella, sin duda, es el paisaje que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.
Isola- Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:
"HUMILITAS"
Pallanza, abril, 1922.
SEVILLANO
En el atrio: una reunión de ciegos auténticos, hasta con placa, una jauría de chicuelos, que ladra por una perra.
La iglesia se refrigera para que no se le derritan los ojos y los brazos... de los exvotos.
Bajo sus mantos rígidos, las vírgenes enjugan lágrimas de rubí. Algunas tienen cabelleras de cola de caballo. Otras usan de alfiletero el corazón.
Un cencerro de llaves impregna la penumbra de un pesado olor a sacristía. Al persignarse revive en una vieja un ancestral orangután.
Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de "chewing gum".
Sevilla, abril, 1920.
VERONA
¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!
Una lluvia pulverizada lustra "La Plaza de las Verduras", se hincha en globitos que navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.
Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión; mientras, la banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro vueltas y se paren.
La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un "bidé", derrama un agua enrojecida por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.
¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que sudan y son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos monos se entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor.
El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de los soldados.
Verona, julio, 1921. 8
8
Cronología
1891. Nace en Buenos Aires el 17 de agosto, al 1035 de la calle Lavalle (manzana demolida al abrirse la avenida Nueve de Julio). Hijo de Juan Girondo y Josefa Uriburu, es el menor de cinco hermanos.
1900. Hace su primer viaje a Europa, llevado por sus padres a visitar la Exposición Universal de París. Una de las visiones capitales de su infancia es la de Osear Wilde paseándose con un girasol en el ojal. Comienza los viajes periódicos a Europa, y estudia en el liceo Louis Le Grand (París) y en Epsom College, en Inglaterra.
1909. Conviene con sus padres que seguirá la carrera de abogado si lo envían anualmente a Europa. Dedica cada viaje a un país distinto, y llega a remontar el Nilo hasta sus fuentes.
1911. Funda con amigos el periódico literario Comoedia, de corta vida.
1915. Estrena en noviembre, su obra teatral La madrastra, escrita en colaboración con su compañero de Comoedia, René Zapata Quesada. Se representa en el teatro Apolo de Buenos Aires, que dirigía Joaquín de Vedia. Una segunda pieza de los autores, La comedia de todos los días no llega a estrenarse porque el actor Salvador Rosich se niega a decir, tras la palabra "estúpidos", "como todos ustedes", dirigiéndose al público.
1922. Aparece la primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, editada en Argenteuil (Francia), bajo el cuidado personal del autor. Poemas y dibujos colocan inmediatamente a Girondo en lo más avanzado de la vanguardia artística del idioma. Aunque pocos años mayor, se vincula con todos los jóvenes que, desde Proa a Martín Fierro, animarán en la década del 20 la nueva literatura rioplatense.
1925. Aparece Calcomanías.
1926. En un almuerzo organizado por el periódico Martín Fierro en honor de Ricardo Güiraldes, al cual asisten todos los martinfierristas, conoce a Norah Lange. Al mes siguiente parte hacia los países del Pacífico hasta México, llevando la representación del periódico Martín Fierro y de las revistas Valoraciones, Proa, etc., para establecer contactos con escritores nuevos.
1931. Tras años de residencia dividida entre Europa y América, vuelve para establecerse en Buenos Aires.
1932. Aparece Espantapájaros. 1937. Aparece Interlunio.
1943. Se casa con Norah Lange. Recorren el Brasil durante 6 meses.
1946. Aparece Campo nuestro. Es la época en que Girondo y Norah Lange fundan vínculos más firmes con poetas jóvenes, como Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Olga Orozco, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Edgar Bayley, Mario Trejo y Alberto Vanasco.
1948. Viaja con Norah Lange a Europa.
1950. Empieza a pintar frecuentemente, en una vena surrealista, cuadros que no querrá exponer aunque significan la culminación de un interés profundo, desarrollado a través de los años, por las artes plásticas, tan evidente en las ilustraciones que acompañaron los Veinte poemas como en su estudio sobre pintura francesa.
1954. Viaja a Chile con Norah Lange y el editor Gonzalo Losada, para la conmemoración del 50º aniversario del poeta Pablo Neruda.
1956. Aparece En la masmédula, del cual se tira una primera edición limitada, realizada por Girondo, y dos ediciones editadas por Losada; la última incluye poemas nuevos.
1960. Arturo Cuadrado y Carlos A. Mazzanti graban un disco long-play del libro En la masmédula, leído por Oliverio Girondo.
1961. Sufre un accidente que habría de disminuirlo durante los últimos años de su vida.
1965. Último viaje a Europa, en compañía de Norah Lange.
1967. Muere en Buenos Aires, el 24 de enero.
1891. Nace en Buenos Aires el 17 de agosto, al 1035 de la calle Lavalle (manzana demolida al abrirse la avenida Nueve de Julio). Hijo de Juan Girondo y Josefa Uriburu, es el menor de cinco hermanos.
1900. Hace su primer viaje a Europa, llevado por sus padres a visitar la Exposición Universal de París. Una de las visiones capitales de su infancia es la de Osear Wilde paseándose con un girasol en el ojal. Comienza los viajes periódicos a Europa, y estudia en el liceo Louis Le Grand (París) y en Epsom College, en Inglaterra.
1909. Conviene con sus padres que seguirá la carrera de abogado si lo envían anualmente a Europa. Dedica cada viaje a un país distinto, y llega a remontar el Nilo hasta sus fuentes.
1911. Funda con amigos el periódico literario Comoedia, de corta vida.
1915. Estrena en noviembre, su obra teatral La madrastra, escrita en colaboración con su compañero de Comoedia, René Zapata Quesada. Se representa en el teatro Apolo de Buenos Aires, que dirigía Joaquín de Vedia. Una segunda pieza de los autores, La comedia de todos los días no llega a estrenarse porque el actor Salvador Rosich se niega a decir, tras la palabra "estúpidos", "como todos ustedes", dirigiéndose al público.
1922. Aparece la primera edición de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, editada en Argenteuil (Francia), bajo el cuidado personal del autor. Poemas y dibujos colocan inmediatamente a Girondo en lo más avanzado de la vanguardia artística del idioma. Aunque pocos años mayor, se vincula con todos los jóvenes que, desde Proa a Martín Fierro, animarán en la década del 20 la nueva literatura rioplatense.
1925. Aparece Calcomanías.
1926. En un almuerzo organizado por el periódico Martín Fierro en honor de Ricardo Güiraldes, al cual asisten todos los martinfierristas, conoce a Norah Lange. Al mes siguiente parte hacia los países del Pacífico hasta México, llevando la representación del periódico Martín Fierro y de las revistas Valoraciones, Proa, etc., para establecer contactos con escritores nuevos.
1931. Tras años de residencia dividida entre Europa y América, vuelve para establecerse en Buenos Aires.
1932. Aparece Espantapájaros. 1937. Aparece Interlunio.
1943. Se casa con Norah Lange. Recorren el Brasil durante 6 meses.
1946. Aparece Campo nuestro. Es la época en que Girondo y Norah Lange fundan vínculos más firmes con poetas jóvenes, como Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Olga Orozco, Francisco Madariaga, Carlos Latorre, Edgar Bayley, Mario Trejo y Alberto Vanasco.
1948. Viaja con Norah Lange a Europa.
1950. Empieza a pintar frecuentemente, en una vena surrealista, cuadros que no querrá exponer aunque significan la culminación de un interés profundo, desarrollado a través de los años, por las artes plásticas, tan evidente en las ilustraciones que acompañaron los Veinte poemas como en su estudio sobre pintura francesa.
1954. Viaja a Chile con Norah Lange y el editor Gonzalo Losada, para la conmemoración del 50º aniversario del poeta Pablo Neruda.
1956. Aparece En la masmédula, del cual se tira una primera edición limitada, realizada por Girondo, y dos ediciones editadas por Losada; la última incluye poemas nuevos.
1960. Arturo Cuadrado y Carlos A. Mazzanti graban un disco long-play del libro En la masmédula, leído por Oliverio Girondo.
1961. Sufre un accidente que habría de disminuirlo durante los últimos años de su vida.
1965. Último viaje a Europa, en compañía de Norah Lange.
1967. Muere en Buenos Aires, el 24 de enero.
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