Por Daniel Ares
Ilustración: Tullio Pericoli
Efeméride maldita. Un día como hoy (20 de octubre) moría Jean Arthur Rimbaud (1854-1891), niño terrible por excelencia, autor precoz de un excelso delirio que luego supo encarnar con su propia vida. Amante de Paul Verlaine, fue su víctima y su victimario. A los 20 años dejó de escribir y huyó al África en busca de riquezas; traficó armas, esclavos y hachis, y murió a los 37, mutilado y loco entre monjas y fantasmas, y sin saber quién era ni quién sería para siempre.
Sagrado para los consagrados, arquetipo del artista puro, ícono roto nunca repuesto aunque imitado hasta la locura, niño terrible por excelencia, poesía más que poeta; nadie como Jean Arthur Rimbaud -nadie en la historia del arte- merece con tanta frecuencia -y con tanta justicia- el sacro mote de maldito.
Feroz su vida y feroz su poesía, distinto en todo y más nuevo que sí mismo, "absolutamente moderno" -como se jactaba de ser-, abjuró de los procedimientos habituales, y en lugar de construir su obra con los vestigios de sus recuerdos, primero alucinó su memoria en rápidas piezas de rara perfección, y después lo volvió todo vida con su propia vida.
Antes de cumplir los 19 años, escribió cuanto escribió, y una vez dicho lo dicho, lo arrojó todo al fuego -literalmente-, y partió hacia los confines de si mismo, literalmente también. Tales eran sus visiones, que las quiso tocar y así le fue. Vivió poco y murió mal, con 37 años, en un hospital de Marsella, mutilado y loco, minado por la sífilis, reducido a "un tronco inmóvil", delirando de fiebre entre monjas y fantasmas, angustiado por la minúscula fortuna que escondía en su cinto, y negando que era Rimbaud porque de hecho se moría sin saber que era Rimbaud, el santo de los malditos.
Con los ojos abiertos nació el 20 de octubre de 1854, en el norte de Francia, en la por él hoy célebre ciudad de Charleville. Hijo de un oficial y de una mujer más severa que diez, Jean Arthur fue el segundo varón y todavía nacerían dos niñas más antes de que su padre huyera de su madre en busca de paz rumbo a la guerra de Crimea, y para no volver nunca.
Así su madre, Vitalie Cuif, con cuatro hijos, sin marido ni rentas, no pudo elegir y tuvo que mudarse a uno de los barrios más bajos de Charleville, por cuyas calles baratas de ferias y bestias y brutos sin nobleza, el pequeño Arthur descubrió toda la Tierra. "Bien podría ser yo el niño abandonado en el muelle, el que partió hacia alta mar, el criadito que va por el pasaje que al final toca el cielo", dirá en sus míticas Iluminaciones, para las que entonces faltaba tanto y a la vez tan poco.
Con 8 años ingresa en un colegio público, laico, y en el cual -para horror de su madre ya se junta con cualquiera. Y apenas despunta, destaca y esplende. En dos años cursa cuatro, gana premios y distinciones, compone poemas que deslumbran a sus maestros, y en ocasión de la primera comunión del príncipe imperial, escribe una oda en hexámetros latinos que su majestad se digna agradecer y felicitar. La inmortalidad que le corresponde, ya despierta y lo desborda.
Con 15 años gana el Concurso Académico en versos latinos, y las revistas de Charleville publican sus primeras piezas para asombro de todos. Al año siguiente, en 1870, irrumpe en su escuela -y sobre todo en su vida- un maestro decisivo que será su mentor, su protector a veces, y su víctima casi siempre: George Izambard, que salvará su nombre del olvido tan luego porque allí le revela a Rimbaud los grandes malditos de Francia: Villón, Baudelaire, Rabelais... Y Rimbaud trata con ellos como quien juega con dinamita, y al final explota.
En 1871 recibe la medalla al mejor discurso latino, y otra al mejor discurso francés, y otra a la mejor versión griega, ¿y qué hace? Las vende todas y con la plata se va a conocer París, que lo llama hasta cuando duerme. Ya no soporta la escuela ni su pueblo ni su gente, y menos que menos soporta a su madre. Francia acaba de entrar en guerra con Prusia, es el tiempo de los asesinos y él quiere estar ahí. Parte ciego de entusiasmo y nunca llega. Antes de entrar en la ciudad, lo detienen sin pasaje y lo encierran en la prisión de Mazas, donde se pasa una semana llorando su perdón en cartas lastimeras. Les escribe al Procurador Imperial recordándole sus odas; a su amigo Delahaye, y por supuesto a Izambard, que se apiada y lo rescata, le manda el dinero para la multa, un pasaje de vuelta, y todo para nada. A los diez días se escapa otra vez. Ahora a Bélgica.
Pero sin dinero ni ganas de más cárcel, decide ir a pie, y allí se larga a los caminos. Pisa la Tierra y la contempla paso a paso. "Me habitué a la alucinación simple: vela, verdaderamente, una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores integrada por ángeles, carruajes sobre las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago... Acabé por juzgar sagrado el desorden de mi espíritu".
Llega a Bruselas famélico, dispuesto a mendigar, a suplicar "¿Ante quién debo postrarme? ¿qué animal debo adorar? ¿qué imagen santa debo atacar?", escribirá en breve…
Por el momento otra vez le pide ayuda a Izambard, que ya no quíere aparecer como su cómplice, y en un gesto de prudencia y delación, le avisa a la madre, y mamá Rimbaud no duda y firma la orden para que “la policía se encargue de repatriarlo sin que haya gastos". Cuando llegue a casa, su madre le dará una paliza memorable, a ver si aprende. Y no.
En enero de 1871 los alemanes toman la ciudad y él sale a pasearse por las líneas enemigas, dice que es francotirador y mentiras así. Son los días de "El mal", de "La rabia de los césares" y otros poemas que arranca de entre los muertos y sus despojos.
Pero en abril se declara la Comuna y vuelve a París, quiere unirse a los insurgentes, alza un cartelito que dice “¡Que se muera Dios!", y provoca por donde pasa con su pelo arbolado, una extraña pipa, y su sonrisa de virgen, de mártir y de asesino.
Sin embargo París ni siquiera lo percibe. Otra vez anda mendigando por los bulevares, y se vuelve a Charleville para escribir y leer y fugarse en cuanto pueda. Pero entre los poemas que dejó en la ciudad, uno de ellos, el Barco ebrio, llega a manos del gran Paul Verlaine, que inmediatamente lo llama como sólo un gran poeta sabe llamar a su tragedia. "Venid querida y grande alma, se os espera, se os desea"... Así de imperceptible y delicado fue el comienzo de la suerte y el desastre que fueron los dos para los dos.
En agosto del 71 Rimbaud llega a París invitado por Verlaine, que le manda el pasaje y lo recibe contento porque no lo conoce. Piensa que es el mismo chico que escribió "El barco ebrio", y no, ahora es Rimbaud el que será, ya no el que era. Poco antes, en mayo, en carta a Paul Demeny, ha declarado -y asumido- los rígidos principios que ya encierran su final. "El poeta se hace vidente mediante un largo, intenso y sistemático desarreglo de todos los sentidos", dice con 17 años, ya convertido en otro.
A partir de entonces Verlaine hará de todo por retenerlo y Rimbaud de todo por espantarlo, y ninguno de los dos conseguirá sino un delirio en el que arderán también la esposa de Verlaine, y el hijo que esperan.
Dos almas de alto voltaje chocan, se repelen y se funden. Rimbaud escandaliza por donde pasa, pero Verlaine no lo abandona, hasta que en abril de 1872, en un impulso muy suyo, el principito rabioso deja París y se vuelve a Charleville. Cuando nace su hijo, Verlaine ni se da cuenta. Sólo piensa en su amigo, le pide que vuelva, pero Rimbaud no está para nadie. Han comenzado las Iluminaciones.
Tiene 18 años y le canta a la decadencia de un mundo que apenas florecía: "Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié". En sólo tres meses de lucidez onírica se saca esos versos inmortales de encima, y vuelve a los caminos.
Otra vez a Bélgica, y Verlaine otra vez con él. Borrachos, drogados, a los besos y a los golpes, van y vienen, son deportados por la policía, se instalan en Londres, Verlaine da clases de francés mientras Rimbaud revisa y pule sus Iluminaciones.
En octubre madame Verlaine decide su divorcio y denuncia a su marido por abandono del hogar. Ahora Verlaine es un prófugo de la justicia y más se arrastra hacia Rimbaud, que harto de tanto lloriqueo, lo abandona sin avisarle. Se va. Vuelve a Charleville, pero Verlaine lo extraña hasta enfermarse, implora su visita, y Rimbaud accede. Sólo que su temporada en el infierno ya está en marcha…
"Logré diluir en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre todo júbilo, para estrangularlo, di el salto cauteloso de la bestia feroz". Pensando esas cosas lo encuentra Verlaine. Ya no se puede vivir con ese chico.
Todo vuelve a empezar. Peleas, ajenjo, hachis y más peleas, hasta que una noche Rimbaud jura dejarlo para siempre, y Verlaine le dispara en una mano y allí va dos años a la cárcel de Mons. El gran Paul Verlaine no será nunca más.
Rimbaud sigue su marcha. Vuelve a su casa y se encierra en su cuarto. Es abril de 1873. Cuando sale de ese cuarto, en agosto, Una temporada en el infierno está terminado. Ya todo fue dicho. Lo sabe. Ahora quiere los honores que le corresponden y viaja a Bruselas y hace imprimir su nuevo libro en una edición propia, que para gracia de la posteridad, no puede pagar y se la embargan, y así 500 ejemplares son salvados del fuego del infierno del propio autor. Otros pocos logran sobrevivirlo porque él mismo los reparte entre críticos y colegas confiando en su pronta consagración... pero ya todo París conocía el affaire Bruselas, y si ayer ya lo esquivaban, ahora se le apartan como si fuera contagioso. Es el fin del poeta. Lo sabe también, y parte. Lo quema todo, y parte.
Un día de noviembre de 1873; tira todos sus papeles al fuego, y esa noche, desde un café del Barrio Latino, simplemente se levanta, deja su mesa, y se echa andar. Nunca más escribirá más nada. Acaba de cumplir 19 años. Lo que le resta de vida, ya no es vida, es la memoria de un vagar alucinado hacia un final de espanto. "Abandonadlo todo, salid a los caminos", dice y hace.
"Mi jornada está cumplida: abandono Europa. La brisa marina quemará mis pulmones, los climas lejanos me curtirán la mirada. Nadaré, dormiré sobre la hierba, cazaré, fumaré, sobre todo eso: fumaré". Desterrado de sus propios delirios, parte y ya no vuelve por mucho que regrese.
Hacia 1875 se lo ve por Stuttgart, cruza Suiza, llega a Italia, siempre a pie, marcha hacia las Cícladas, pero una insolación lo desmaya y es repatriado a Marsella. Apenas mejora se enlista como voluntario en el Ejército Carlista que parte para España, y que parte sin él, porque apenas se enlista, deserta y vuelve a Charleville.
Sin embargo en la primavera del 76 ya está en Rotterdam firmando un reclutamiento por seis años en el ejército holandés de las Indias. Su nuevo destino es la isla de Batavia, donde otra vez deserta, se hace pasar por náufrago ante un buque inglés, y el 31 de diciembre está de vuelta en Charleville junto a su madre y sus hermanas.
Pero ya en abril del '77 anda por Viena, tiene problemas con la policía, lo deportan, cruza a Holanda, camina hasta Hamburgo, trabaja como intérprete en un circo, recorre las ferias de Alemania, Dinamarca y Suecia, y en setiembre está de nuevo en Charleville, desde donde parte rumbo a Marsella y allí se embarca para Alejandría. Sueña con abandonar Europa, pero Europa no lo deja. Enfermo de tanto caminar, es desembarcado en Civita-Vecchia, y otra vez a Charleville.
Es por aquellos días cuando lo visita su amigo Delahaye y le oye decir:
- Los libros sólo sirven para ocultar la lepra de las viejas paredes.
Va a cumplir 24 años, y apenas se repone, parte otra vez, baja hasta el Mediterráneo, camina desde Vosgo a Génova, y allí se embarca para Alejandría y ahí por fin abandona Europa. Terminó su jornada.
A principios de 1880 es capataz en una cantera bajo el sol de Chipre, pero para junio ya juntó 400 francos y se va a Egipto. Vaga y trabaja por los puertos del Mar Rojo y llega hasta Abisinia, donde comercia café para una compañía francesa, que impresionada con su eficiencia, lo destina a su central de Harrar, en Somalia, con porcentajes sobre los beneficios "¡Tendré oro, estaré salvado!", tal vez recuerda que escribió un día.
Ya no le importan sus versos. Ha descubierto el África y su gente. Le escribe a su hermana Isabel: "La gente de Harrar no es más estúpida, ni más canalla, que los negros blancos de los países llamados civilizados; no son del mismo orden, eso es todo. Son tal vez menos malos y pueden, en ciertos casos, demostrar agradecimiento y fidelidad. Se trata sólo de ser humano con ellos".
También le escribe a Delahaye, le pide libros, pero no literatura, quiere folletos técnicos, manuales de exploración: prepara una expedición al interior de Somalia, y un riguroso informe para la Sociedad Geográfica de París.
Por entonces y muy lejos, los simbolistas franceses descubren sus versos entre elogios que se multiplican y que él no escuchará jamás. Tiene 34 años, morirá en sólo tres, y parte hacia Etiopía cargado de fusiles para el rey de Makonen. Ya esconde más de 30 mil francos en su cinto de siempre, y en mayo del '88 funda en Harrar una factoría propia y trafica aceite, café, esclavos, marfil, armas, hachís. Es rico. Está salvado. El 10 de agosto de 1890, escribe a Charleville: "¿Podría ir a casarme entre ustedes en la primavera que viene?" No explica con quién y ya no importa. Cuando empiece ese invierno, comenzará a morir.
En febrero de 1891 siente un dolor repentino pero agudo en la rodilla derecha, y antes de una semana ya se ve el tumor a simple vista. Es un raro caso de sífilis que degenera en cáncer. Pronto pierde el sueño, el apetito, ya no camina y el dolor se lo devora. Necesita un médico y no brujos nativos. Dispone un séquito, hace construir una angarilla, y así lo cargan durante diez días con sus noches por el desierto hasta Zeilah. Pero allí tampoco pueden hacer nada y es embarcado para Marsella, donde lo recibe Isabel al cabo de tres días de navegación, sin dormir ni comer ni dejar de sufrir.
El 9 de mayo, en el hospital de la Concepción de Marsella, le amputan la pierna derecha, pero ya es tarde. El cáncer le toma el fémur, intenta una prótesis de madera, pero el muñón se inflama, y queda postrado. Ya es "un tronco inmóvil". Escribe y se pregunta: "¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita sobre tablas de oro? -¡demasiada suerte!- ¿Qué crimen, qué error he cometido para merecer mi debililidad actual? Vosotros que afirmáis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, vosotros... tratad de narrar mi pesadilla y mi sueño. Yo no puedo expresarme sino como el mendigo, con sus continuos Padrenuestro y Avemaría. ¡Ya no sé hablar!". Ya ni siquiera eso.
El 20 de octubre cumple 37 años y adormecido por la morfina acepta la confesión. Todo París está detrás de sus versos, los simbolistas se inclinan ante su Infierno y las mejores revistas se disputan su descubrimiento. Tarde para todos.
En un hospital de Marsella, paranoico de fiebre, Rimbaud niega ser él, pregunta por su cinto, teme que le roben, que lo reconozcan y lo encierren, grita, insulta, se retuerce entre monjas y fantasmas, hasta que un sacerdote le da la extremaunción, y al salir del cuarto, con el asombro de los milagros, le dice a Isabel: "Su hermano cree, hija mía...Cree y no he visto nunca una fe como la suya".
Murió el 10 de noviembre de 1891. Unos días después, su madre y su hermana, solas las dos, lo enterraron en Charleville. Hoy su tumba es una meca, su obra todavía destella, inspira y desconcierta, y su nombre suena sacro por sobre todos los malditos. Él es su santo.
10/11/13 Miradas al Sur
La inquietante personalidad de Jean Arthur Rimbaund (1854-1891) ya entró desde hace muchos años, y definitivamente, en la categoría de los mitos. Su figura adolescente se vuelca desde el fondo de los tiempos contra nosotros, injuriándonos, crispado por la cólera que se revuelve en su espíritu, ofreciéndonos una imagen única de lo que el autor comprende como literatura. A los diecinueve años cambia su obra rebelde, revolucionaria y vidente por una vida aventurera. Es cuando deja de escribir, pero ya entonces era el autor que más caminos había encontrado para su expresión. Como diría Paul Claudel, Una temporada en el Infierno es la obra de un místico en estado salvaje.
Arthur Rimbaud nació en Charleville, una pequeña y tranquila ciudad del norte de Francia, cercana a la frontera belga, el 20 de octubre de 1854. Sus padres fueron el capitán Frederic Rimbaud y Vitalie Cuif, hija de una familia de pequeños terratenientes de la zona. Compartió su infancia y vida en el hogar con su hermano Frederic y sus dos hermanas, Vitalie e Isabelle.
El padre abandonó la familia cuando Arthur tenía seis años, dejando a está con unos ingresos muy reducidos. La madre, que se hizo cargo de la administración de la casa y cuidado de los niños, tuvo una gran influencia en el desarrollo del primer carácter del joven Rimbaud.
En realidad Vitalie fue una madre muy rígida y estricta en lo concerniente a la educación de sus hijos. Todos los días los iba a buscar a la salida del colegio y no les permitía mezclarse con otros niños. Inculcó en ellos unas enseñanzas profundamente religiosas.
A los once años Rimbaud entró en el instituto de Charleville, destacando pronto como uno de sus más brillantes alumnos. Fue uno de los mejores y más prometedores estudiantes, siendo considerado siempre como un modelo por los profesores del centro, y obtuvo casi todos los premios en los exámenes finales cuando tenía sólo catorce años, frente a alumnos de mucha más edad.
Influyó mucho en su formación el profesor Izambaud, que tenía sólo veintiún años cuando llegó al instituto en 1870, convirtiéndose en un amigo y mentor del destacado alumno y fomentando el desarrollo excepcional y precoz de Rimbaud.
El comienzo de la guerra Franco-Prusiana en 1870 coincidió con el final del curso escolar, en el que Arthur recogió gran cantidad de premios del instituto. Pero este sería el final de su formación académica. No tenía aún dieciséis años.
Rimbaud se escapó de casa por primera vez en el verano de 1870. Después de viajar sin billete en el tren hasta París y de pasar casi una semana en los calabozos de la policía, fue Izambaud quien lo devolvió junto a su madre en Charleville. Pero este fue sólo el inicio de sus numerosos vagabundeos de aquella época por el norte de Francia, París e incluso Bruselas.
Durante el tiempo que pasaba en su pueblo natal su forma de comportarse cambió radicalmente. El estudiante ejemplar se había convertido en un gamberro: se paseaba con aspecto desaseado, el pelo largo, la ropa raída, fumando en pipa y bebiendo y blasfemando por los bares de la zona.
Sin embargo, también fue una época de producción intelectual. El descubrimiento de la obra de Baudelaire y Verlaine, junto a su estudio en profundidad de los tratados ocultistas e iluministas influyeron en su poesía.
En sus "Lettres du Voyant", 2 cartas escritas en 1871, esboza su doctrina poética: La poesía debe dejar de ser una expresión personal, reflejo del mundo que la rodea, y no ser un fin en si misma sino un medio para explorar el más allá y un vehículo para llegar hasta él. La literatura estará ligada con el don profético y con el misticismo. El poeta se convertirá en un médium. "Je est un autre" (Yo es otro), repite varias veces. Es célebre también :"Le Poète se fait voyant par un long, inmense et raisonné dèréglement de tous les sens" (El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos).
Entre sus poemas de este tiempo destaca "El Barco Ebrio", donde Rimbaud alcanzó una de las cumbres de su arte y produjo también una de las grandes obras maestras de la poesía francesa. Sólo contaba dieciséis años.
Rimbaud envió sus poemas a Verlaine, que se sorprendió de la originalidad de los mismos y contestó con una invitación a viajar a París. No sólo le mandó dinero para el billete del tren, sino que le alojó con él y su esposa.
La llegada se produjo en el otoño de 1871. Por entonces Verlaine vivía con su mujer y sus suegros en una respetable villa de París. Rimbaud se presentó extraordinariamente sucio y desaliñado, sin equipaje de ningún tipo excepto una considerable carga de piojos. Si añadimos a esto el comportamiento salvaje del joven poeta, no es de extrañar que la familia lo rechazara inmediatamente. Verlaine, sin embargo, distaba mucho de la estrechez de miras de sus suegros y enseguida se unió fuertemente al recién llegado.
La familia de Verlaine culpó a Rimbaud de ser una mala influencia sobre él, pero lo cierto es que el primero ya tenía antecedentes de alcoholismo y comportamiento violento antes de la llegada del su joven amigo. Ambos poetas mantuvieron una relación complementaria e intensa durante los siguientes años.
Cuando Rimbaud se fue de la casa, Verlaine lo buscó y lo encontró varias semanas más tarde viviendo en la calle y en un estado penoso. Lo alojó durante cierto tiempo en habitaciones y estudios de amigos poetas y artistas hasta que alquilaron una pequeña habitación.
Cuando su poesía y su persona fueron rechazados por los círculos de letras de París, Rimbaud no hizo nada para congraciarse, sino que ponía todo lo que estaba de su parte para hacerse desagradable. Una noche, en una cena literaria se comportó de manera vergonzosa y nunca más volvió a ser invitado. Rimbaud, bastante borracho, marcaba el final de cada verso que era recitado con la palabra merde, pronunciada con voz clara y fuerte. Cuando el fotógrafo Carjat se encaró con él, el poeta desenvainó el bastón-espada de Verlaine. Finalmente, los otros comensales lograron calmarle.
Los dos poetas pasaban el tiempo bebiendo ajenjo y manteniéndose en un estado de más o menos permanente ebriedad. Experimentaban con el opio y otras drogas, y cuando cerraban los cafés continuaban sus juergas y orgías en el pequeño cuarto hasta bien entrada la mañana. Estos excesos de todo tipo eran buscados deliberadamente por Rimbaud, como parte del camino que debería desembocar en el completo desarreglo de todos los sentidos.
El período que va desde mediados de 1872 hasta julio del 1873 fue abundante en viajes para los dos amigos. Ambos partieron de París en julio de 1872 con destino a Bruselas. Mathilde, la esposa de Verlaine, corrió a buscar a su marido con el propósito de llevarlo de regreso a Francia; pero no lo consiguió, ya que Verlaine decidió continuar con Rimbaud.
En septiembre de 1872 se trasladan a Londres, en donde permanecen hasta abril de 1873, fecha en que Rimbaud retorna a la granja familiar en Roche, y en la que comienza a escribir "Una Temporada en el Infierno", su más célebre libro de poemas.
Pero Verlaine, que se siente angustiado y solo, sin su amigo y sin su familia, convence a Rimbaud para volver a Londres. Esta nueva etapa en Inglaterra supone para los dos poetas una época de desencuentros, peleas y rencillas. Rimbaud despreciaba a Verlaine por su debilidad y por su autocompasión. Verlaine detestaba las burlas, las "escenas" y el comportamiento cruel y violento de su joven amigo.
Finalmente, en julio de 1873, Verlaine abandona a Rimbaud para volver a Bruselas, desde donde escribe a su familia y amigos anunciando su intención de suicidarse. El 8 de julio telegrafía a Rimbaud pidiéndole que acuda a reunirse con él.
Cuando Rimbaud llegó al hotel donde se alojaba Verlaine, lo encontró ebrio y sumamente excitado. Intentó tranquilizarlo, sin conseguirlo, durante largo tiempo. Cuando, cansado, le comunicó que partiría de inmediato hacia París fue cuando se produjo el desenlace que terminaría con la amistad entre los dos poetas.
Verlaine sacó una pistola y disparó dos veces, hiriendo a Rimbaud en una muñeca. Después Verlaine se desmoronó. Entró en una crisis de llanto y le tendió el arma a Rimbaud, rogándole que acabase con él. Más tarde, y ya más calmado, acompañó a su amigo al hospital, en donde le vendaron la herida. Finalmente fueron juntos hasta la estación del ferrocarril, ya que Rimbaud continuaba inflexible en su propósito de abandonar Bruselas.
Cuando vió que su amigo se disponía a subir al tren, Verlaine volvió a perder por completo el dominio de si mismo. Rimbaud vió como empuñaba la pistola dentro del bolsillo del abrigo y, temiendo que le disparase de nuevo, huyó para pedir protección a la policía.
Verlaine pasó dos años en prisión como consecuencia de las acusaciones que el estado belga vertió sobre él. En cuanto a Rimbaud, este episodio provocaría el final de su intensa relación con Verlaine, con el que volvería a encontrarse fugazmente en otra única ocasión, en 1875, tras la salida de la cárcel de este último.
En julio de 1873 Rimbaud vuelve a Roche y termina "Una Temporada en el Infierno". El poeta llevó a París algunos ejemplares del libro, que había editado personalmente en Bélgica, y los repartió entre sus amigos y conocidos. Pero "Una Temporada en el Infierno" fue mal acogido por los círculos literarios parisinos y Rimbaud regresó apesadumbrado a Charleville, donde arrojó al fuego todos sus papeles y manuscritos.
No se sabe con certeza si el último trabajo literario de Rimbaud fue "Una Temporada en el Infierno" en 1873 o si algunos de los poemas de las "Iluminaciones" fueron escritos con posterioridad a esta fecha. Sin embargo, los biógrafos están de acuerdo en afirmar que Rimbaud abandonó definitivamente la literatura entre los años 1873-1875; es decir, cuando solamente tenía veinte años de edad.
Rimbaud estuvo en Inglaterra en 1874, y después partió para emprender una vida de vagabundeo que durante los cinco años siguientes le llevaría a recorrer toda Europa, aventurándose incluso hasta El Cairo, Alejandría y las Indias Orientales. Así, en 1879 ya había cruzado los Alpes a pie, se había alistado en la armada colonial holandesa y desertado en la isla de Java, había visitado Egipto y trabajado como capataz en la isla de Chipre, sufriendo en todos estos lugares enfermedades y penurias. En 1880 encontró trabajo al servicio de un comerciante de café en Adén (en el Yemen actual), el cual lo envió como delegado comercial a Harar (en la actual Etiopía). Fue el primer hombre blanco en viajar a la región de Ogaden en Etiopía y la narración de su expedición fue publicada por la Sociedad Nacional Geográfica de Francia en 1884. Más adelante probó también fortuna como traficante de armas e incluso como tratante de esclavos, en distintas expediciones al interior de África.
Durante todo este tiempo Rimbaud permaneció en contacto con su familia por medio de numerosas cartas, en las que constantemente se quejaba de las duras condiciones de su vida diaria. Cualquier rastro de su afán literario había desaparecido y su principal ambición era entonces el ahorrar tanto dinero como fuera posible, para poder vivir holgadamente a su retorno a Francia.
Durante este periodo de expatriación, Rimbaud empezó a ser reconocido en Francia como poeta. Verlaine había escrito sobre él en "Los Poetas Malditos" (1884) y publicado una selección de sus poemas, que fueron recibidos con entusiasmo. Habiendo tratado de ponerse en contacto con Rimbaud, y sin haber obtenido respuesta, Verlaine llegó a pensar que éste había muerto. En 1886 se publicaron en La Vogue los poemas en prosa de las "Iluminaciones", que Verlaine presentó como el trabajo del último Arthur Rimbaud.
Rimbaud tuvo que vender todas sus propiedades en Etiopía cuando, en febrero de 1891, enfermó de un tumor en la rodilla. Fue enviado a Francia donde poco después de su llegada a Marsella tuvieron que amputarle la pierna derecha. En julio volvió a la granja de su familia en Roche, pero su salud empeoró. En agosto regresó a Marsella, donde permaneció en un hospital hasta su fallecimiento, el 10 de noviembre de 1891.
El único libro que Rimbaud publicó durante su vida fue "Una temporada en el Infierno", editado a expensas del propio poeta. Rimbaud sólo llegó a recibir de la editorial los cinco o seis volúmenes reservados al autor, y el resto de los ejemplares nunca fue distribuido. En el año 1901 se encontró en un almacén belga la totalidad de la edición de esta obra, que nunca fue pagada ni recogida por el poeta.
Sin embargo, durante la última etapa de su vida Rimbaud gozó de cierta notoriedad entre los círculos literarios franceses. Esto se debió en parte a la aparición de una selección de sus poemas en el libro "Los Poetas Malditos" de Verlaine y a la publicación de las "Iluminaciones" en la revista La Vogue en 1886; y también en parte al aura de leyenda que comenzó a forjarse en torno a la figura del poeta. Así se refleja en el texto aparecido en la revista La France Moderne, en febrero del 1891, cuando sus redactores creyeron haber dado con el paradero de Rimbaud en África:
"¡Esta vez lo hemos encontrado! Sabemos dónde se halla Arthur Rimbaud, el gran Rimbaud, el único Rimbaud verdadero, el Rimbaud de las Illuminaciones. Proclamamos conocer el escondite del famoso desaparecido."
Después de la muerte de Rimbaud se realizaron numerosas recopilaciones de su obra. La clasificación generalizada de sus primeros poemas los divide en dos grupos: "Poemas" (escritos antes de la llegada de Rimbaud a París en 1871 y que son los recopilados y prologados por Verlaine en "Poesías Completas" (1895)) y "Nuevos Versos y Canciones" (publicados con posterioridad).
Obra:
Poemas (o "Primeros Poemas", hasta 1871)
Nuevos Versos y Canciones (conocidos también como "Últimos Versos", escritos en 1872)
Una temporada en el infierno (1873)
Iluminaciones (recopilados por el propio Rimbaud en 1874)
Otras obras:
Cartas del Vidente (las llamadas Letres du Voyant, son dos cartas escritas en 1871 a sus amigos Izambard y Paul Demeny, en las que Rimbaud esboza su doctrina poética).
Album Zutique (se llama así a los poemas satíricos escritos por el grupo de amigos de Verlaine - apodados el Circle Zutique - que se reunía en el Hotel des Etrangers y que ridiculizaba frecuentemente la obra de otros poetas).
Les Stupra (tres poemas satírico-obscenos atribuidos a Rimbaud, escritos en 1872 y publicados por primera vez en el 1923).
Cartas desde África (son las escritas durante la etapa africana de Rimbaud a su familia, en las que tan amargamente se quejaba del aburrimiento y las penalidades pasadas en Harar).
Un Couer dans une Soutane ("Un Corazón bajo una Sotana". Texto atribuido a Rimbaud, escrito en torno al 1870).
http://personal.telefonica.terra.es/web/rimbaudpersonal/Index.htm
El Barco Ebrio [original] Comme je descendais des Fleuves impassibles, Je ne me sentis plus guidé par les haleurs : Des Peaux-Rouges criards les avaient pris pour cibles, Les ayant cloués nus aux poteaux de couleurs. J'étais insoucieux de tous les équipages, Porteur de blés flamands ou de coton anglais. Quand avec mes haleurs ont fini ces tapages, Les Fleuves m'ont laissé descendre où je voulais. Dans les clapotements furieux des marées, Moi, l'autre hiver, plus sourd que les cerveaux d'enfants, Je courus ! Et les Péninsules démarrées N'ont pas subi tohu-bohus plus triomphants. La tempête a béni mes éveils maritimes. Plus léger qu'un bouchon j'ai dansé sur les flots Qu'on appelle rouleurs éternels de victimes, Dix nuits sans regretter l'oeil niais des falots ! Plus douce qu'aux enfants la chair des pommes sures, L'eau verte pénétra ma coque de sapin Et des taches de vins bleus et des vomissures Me lava, dispersant gouvernail et grappin. Et dès lors, je me suis baigné dans le Poème De la Mer, infusé d'astres et lactescents, Dévorant les azurs verts ; où, flottaison blême Et ravie, un noyé pensif parfois descend : Ou, teignant tout-à-coup les bleuités, délires Et rythmes lents sous les rutilements du jour, Plus fortes que l'alcool, plus vastes que nos lyres, Fermentent les rousseurs amères de l'amour ! Je sais les yeux crevant en éclair, et les trombes Et les ressacs et les courants : je sais le soir, L'Aube exaltée ainsi qu'un peuple de colombes, Et j'ai vu quelquefois ce que l'homme a cru voir ! J'ai vu le soleil bas, taché d'horreurs mystiques, Illuminant de longs figements violets, Pareils à des acteurs de drames très antiques, Les flots roulants au loin de leurs frissons de volets ! J'ai rêvé la nuit verte aux neiges éblouies, Baisers montant aux yeux des mers avec lenteurs, La circulation des sèves inouïes Et l'éveil jaune et bleu des phosphores chanteurs. J'ai suivi, des mois pleins, pareille aux vacheries Hystériques, la houle à l'assaut des récifs, Sans songer que les pieds lumineux des Maries Pussent forcer le mufle aux Océans poussifs ! J'ai heurté, savez-vous, d'incroyables Florides Mêlant aux fleurs des yeux de panthères à peaux D'hommes ! Des arcs-en-ciel tendus comme des brides Sous l'horizon des mers, à de glauques troupeaux ! J'ai vu fermenter les marais énormes, nasses Où pourrit dans les joncs tout un Léviathan ! Des écoulements d'eaux au milieu des bonasses, Et les lointains vers les gouffres cataractant ! Glaciers,soleils d'argent, flot nacreux, cieux de braises ! Echouages hideux au fond des golfs bruns Où les serpents géants dévorés des punaises Choient , des arbres tordus, avec de noirs parfums ! J'aurais voulu montrer aux enfants ces dorades Du flot bleu, ces poissons d'or, ces poissons chantants. Des écumes de fleurs ont bercé mes dérades Et d'ineffables vents m'ont ailé par instants. Parfois , marthyr lassé des pôles et des zones, La mer dont le sanglot faisait mon roulis doux Montait vers moi ses fleurs d'ombre aux ventouses jaunes Et je restais, ainsi qu'une femme à genoux.... Presque île, ballotant sur mes bords les querelles Et les fientes d'oiseaux clabaudeurs aux yeux blonds. Et je vogais, lorsqu'à travers mes liens frêles Des noyés descendaient dormir à reculons ! Or moi, bateau perdu sous les chevaux des anses Jeté par l'ouragan dans l'éther sans oiseau, Moi dont les Monitors et les voiliers des Hanses N'auraient pas repêché la carcasse ivre d'eau ; Libre, fumant, monté de brumes violettes, Moi qui trouais le ciel rougeoyant comme un mur Qui porte, confiture exquise aux bons poètes, Des lichens de soleil et des morves d'azur; Qui courais, taché de lunules électriques, Planche folle, escorté des hippocampes noirs, Quand les juillets faisaient couler à coups de triques Les cieux ultramarins aux ardents entonnoirs; Moi qui tremblais, sentant geindre à cinquante lieues Le rut des Béhémots et les Maetstroms épais, Fileur éternel des immobilités bleues, Je regrette l'Europe aux anciens parapets ! J'ai vu des archipels sidéraux ! et des îles Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur : Est-ce en ces nuits sans fonds que tu dors et t'exiles, Millions d'oiseaux d'or, ô future Vigueur ? Mais, vrai, j'ai trop pleuré ! Les Aubes sont navrantes. Toute lune est atroce et tout soleil amer : L'âcre amour m'a gonflé de torpeurs enivrantes. O que ma quille éclate ! O que j'aille à la mer ! Si je désire une eau d'Europe, c'est la flache Noire et froide où vers le crépuscule embaumé Un enfant accroupi plein de tristesses, lâche Un bateau frêle comme un papillon de mai. Je ne puis plus, baigné de vos langueurs, ô lames, Enlever leur sillage aux porteurs de coton, Ni traverser l'orgueuil des drapeaux et des flammes, Ni nager sous les yeux horribles des pontons. |
Una temporada en el infierno
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde corrían todos los vinos, donde se abrían todos los corazones.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.
Yo me he armado contra la justicia.
Yo me he fugado. ¡Oh brujas, oh miseria, odio, mi tesoro fue confiado a vosotros!
Conseguí desvanecer en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda dicha, para estrangularla, salté con el ataque sordo del animal feroz.
Yo llamé a los verdugos para morir mordiendo la culata de sus fusiles. Invoqué a las plagas, para sofocarme con sangre, con arena. El infortunio fue mi dios. Yo me he tendido cuan largo era en el barro. Me he secado en la ráfaga del crimen. Y le he jugado malas pasadas a la locura.
Y la primavera me trajo la risa espantable del idiota.
Ahora bien, recientemente, como estuviera a punto de exhalar el último ¡cuac! pensé en buscar la llave del antiguo festín, en el que acaso recobrara el apetito.
Esa llave es la caridad. ¡Y tal inspiración demuestra que he soñado!
"Tú seguirás siendo una hiena, etc... declara el demonio que me coronó con tan amables amapolas. "Gana la muerte con todos tus apetitos, y con tu egoísmo y con todos los pecados capitales".
¡Ah! ¡por demás los tengo! Pero, caro Satán, os conjuro a ello, ¡menos irritación en esos ojos! Y a la espera de las pocas y pequeñas cobardías que faltan, desprendo para vos, que amáis en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, unas cuantas páginas horrendas de mi carnet de condenado.
Sobre la traducción Oliverio Girondo y Enrique Molina "No desconocemos la responsabilidad que implica una tarea tan ardua y arriesgada. Pese a la humilde dedicación con que la hemos realizado, es posible que, con demasiada frecuencia, no hayamos encontrado la más valedera solución a los múltiples problemas que ella plantea. Además de los que ofrece cualquier traducción, se añaden, en el caso de Rimbaud, los provocados por la incandescencia y la extrema tensión que de continuo alcanza su poesía. Nacen otros de la riqueza polifónica de sus resonancias y modulaciones, de los relampagueos de su ritmo interior y, mucho más aún, del extraordinario poder de síntesis que logra su estilo, mediante el empleo de las más violentas contracciones y de la supresión de imprescindibles nexos sintácticos; licencias que obedecen a perentorios designios expresivos o responden a una lógica más profunda que la gramatical. Agréguese a todo esto el uso -y el abuso- de interjecciones, modismos y frases hechas que no siempre poseen una estricta equivalencia en nuestra lengua, y se percibirán las dificultades de trasvasar a ella, o a cualquiera otra, la vertiginosa fuerza de encantamiento de una obra, sobre la que puede afirmarse, sin temor a exagerar, que es una de las más bellas del mundo." |
La mala sangre
De mis antepasados galos, tengo los ojos azul pálido, el cerebro pobre y la torpeza en la lucha. Me parece que mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos. Pero yo no me unto de grasa la cabellera.
Los galos fueron los desolladores de animales, los quemadores de hierbas más ineptos de su época. Les debo: la idolatría y la afición al sacrilegio; ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, la lujuria, magnífica; sobre todo, mentira y pereza.
Siento horror por todos los oficios. Maestros obreros, todos campesinos, innobles. La mano en la pluma equivale a la mano en el arado. -¡Qué siglo de manos!- Yo jamás tendré una mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desespera. Los criminales asquean como castrados: yo, por mi parte, estoy- intacto y eso me da lo mismo.
Pero, ¿qué es lo que ha dotado a mi lengua de tal perfidia, para que hasta aquí haya guardado y protegido mi pereza? Sin ni siquiera servirme de mi cuerpo para vivir y más ocioso que el sapo, he subsistido dondequiera. No hay familia en Europa a la que no conozca. -Hablo de familias como la mía, que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre-. ¡He conocido cada hijo de familia!
¡Si yo tuviera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me resulta bien evidente que siempre he sido de raza inferior. Yo no puedo comprender la rebelión. Mi raza no se levantó jamás sino para robar: así los lobos al animal que no mataron.
Rememoro la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Villano, hubiera yo emprendido el viaje a Tierra Santa; tengo en la cabeza rutas de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima, el culto de liaría, el enternecimiento por el Crucificado, despiertan en mí entre mil fantasías profanas. Estoy sentado, leproso, sobre ortigas y tiestos rotos, al pie de un muro roído por el sol. Más tarde, reitre, hubiera vivaqueado bajo las noches de Alemania.
Ah, falta aún: danzo en el aquelarre, en un rojo calvero, con niños y con viejas.
Mis recuerdos no van más lejos que esta tierra y que el cristianismo. Nunca acabaré de verme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia; hasta esto, ¿qué lengua hablaba? Jamás me veo en los consejos del Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes del Cristo.
¿Qué era yo en el siglo pasado? Sólo hoy vuelvo a encontrarme. No más vagabundos, no más guerras vagas. La raza inferior lo ha cubierto todo -el pueblo, como dicen-; la razón, la nación y la ciencia. ¡Oh, la ciencia! Todo se ha hecho de nuevo. Para el cuerpo y para el alma -el viático- tenemos la medicina y la filosofía-los remedios de comadres y los arreglos de canciones populares. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química! ...
¡La ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no había de girar?
Es la visión de los números. Vamos al Espíritu. Esto es muy cierto, es oráculo esto que digo. Lo comprendo, pero como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callar.
La sangre pagana renace. El Espíritu está cerca, ¿por qué no me ayuda Cristo dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay, el Evangelio ha fenecido! ¡El Evangelio! El Evangelio.
Yo espero a Dios con gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.
Heme aquí en la playa armoricana. Ya pueden iluminarse de noche las ciudades. Mi jornada ha concluido; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como metal fundido --como hacían esos caros antepasados en torno de las hogueras.
Regresaré con miembros de hierro, la piel oscura, los ojos furiosos: de acuerdo a mi máscara, me juzgarán de raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y. brutal. Las mujeres cuidan a esos inválidos feroces que retornan de las tierras calientes. Me inmiscuiré en los asuntos políticos. Salvado.
Ahora estoy maldito, tengo horror de la patria. Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa.
No hay tal partida. Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde la edad de la razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra.
La última timidez y la última inocencia. Está dicho. No mostrar al mundo mis ascos y mis traiciones.
¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.
¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?
Mas vale guardarse de la justicia. La vida dura, el simple embrutecimiento, levantar, con el puño seco, la tapa del ataúd, sentarse, sofocarse. Así, nada de vejez, ni de peligros: el terror no es francés.
-¡Ah! estoy tan desamparado, que ofrezco a cualquier divina imagen mis ímpetus de perfección.
¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!
De profundis Domine, ¡si seré tonto!
Muy niño aún, admiraba yo al galeote intratable sobre el que siempre vuelve a cerrarse la prisión; visitaba las posadas y los albergues que él hubiera consagrado habitándolos; veía a través de su idea el cielo azul y el florido trabajo de los campos; husmeaba su fatalidad en las ciudades. Y él tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajante)-y sólo se tenía a sí, ¡a sí mismo! como testigo de su razón y de su gloria.
En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: "Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes adónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver". A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.
En las ciudades, el barro se me aparecía de pronto rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la pieza vecina, ¡como un tesoro en la selva! Buena suerte, gritaba yo, y veía en el cielo un mar de humo v de llamas; y a derecha, y, a izquierda, todas las riquezas ardían como un millar de rayos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Yo me veía ante una muchedumbre exasperada, frente al pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! ¡Como Juana de Arco! "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás he pertenecido a este pueblo; yo no he sido jamás cristiano; yo soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy una bestia: os estáis equivocando ..."
Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Yo soy un animal, un negro. Pero yo puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: tú has bebido un licor no tasado, de la fábrica de Satán. Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Inválidos y viejos son tan respetables, que merecen ser hervidos. Lo más discreto es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.
¿Conozco al menos la naturaleza? ¿Me conozco? Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera se me ocurre que a la hora en que los blancos desembarquen, yo caeré en la nada.
¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!
Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el rayo de la gracia. ¡Ah, no lo había previsto!
No he cometido mal alguno. Los días me van a ser ligeros, me será ahorrado el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, en la que vuelve a subir la luz, severa como los cirios funerarios. La suerte del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. No hay duda de que el libertinaje es tonto, el vicio es tonto; hay que arrojar lejos la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a sonar solamente la hora del puro dolor! ¿Voy a ser arrebatado como un niño para jugar en el paraíso olvidado de toda la desgracia?
¡Pronto! ¿Hay otras vidas? El sueño en medio de la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es más que un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.
El canto razonable de los ángeles se alza desde el navío salvador: es el amor divino. ¡Dos amores! Puedo morir de amor terreno, morir de abnegación. ¡Yo he dejado almas cuya pena se acrecentará con mi
partida! Vos me elegisteis de entre los náufragos; ¿no son amigos míos los que quedan?
¡Salvadlos!
Me nació la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas no son ya promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios es mi fuerza y yo alabo a Dios.
El hastío ha dejado de ser mi amor. Las cóleras, los libertinajes, la locura -cuyos impulsos y desastres conozco, todo mi fardo está en el suelo. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia. Ya no sería capaz de pedir la confortación de un apaleo. No me creo embarcado para unas bodas, con Jesucristo por suegro.
No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Me abandonaron las aficiones frívolas. Ya no necesito la abnegación ni el amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: retengo mi sitio en la cúspide de esta angélica escala de buen sentido.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no... no, no puedo. Estoy demasiado disperso, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida no es suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro lugar del mundo.
¡Cómo me vuelvo solterona, lo que me falta el coraje de amar la muerte!
Si Dios me concediera la calma celeste, aérea, la plegaria, como a los antiguos santos. ¡Los santos! ¡qué fuertes! Los anacoretas, ¡artistas como ya no los hay!
¡Farsa continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que todos figuramos.
¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha! ¡Ah, los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda por mis ojos, con todo este sol! El corazón ... los miembros ...
Adónde vamos? ¿A1 combate? ¡Yo soy débil! Los otros avanzan. Las herramientas, las armas... ¡el tiempo!...
¡Fuego! ¡Fuego sobre mí! ¡Aquí! O me rindo. ;Cobardes! ¡Yo me mato! ¡Yo me tiro alas patas de los caballos!
¡Ah! ...
-Ya me acostumbraré.
¡Eso sería la vida francesa, el sendero del honor!
Noche del infierno
He bebido un enorme trago de veneno. ¡Bendito tres veces el consejo que ha llegado hasta mí! Me queman las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me vuelve deforme, me derriba. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, la pena eterna! ¡Ved cómo se alza el fuego! Ardo como es debido. ¡Anda, demonio!
Yo había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¡Pero cómo describiría mi visión, si el aire del infierno no soporta los himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué sé yo?
¡Las nobles ambiciones!
¡Y esto sigue siendo la vida! ¡Si la condenación es eterna! Un hombre que se quiere mutilar está bien condenado, ¿no es así? Yo me creo en el infierno, luego estoy en él. Esto es el catecismo realizado. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho mi
desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! El infierno no puede atacar a los paganos. ¡Esto sigue siendo la vida! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen, pronto, y que caiga yo en la nada, según la ley humana.
¡Pero calla, cállate! ... Aquí están la vergüenza, el reproche: Satán que dice que el fuego es innoble, que mi cólera es espantosamente estúpida. ¡Basta! ... Son errores que me susurran, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. -Y decir que yo poseo la verdad, que veo la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy a punto para la perfección... Orgullo-. La piel del cráneo se me deseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. ¡Tengo sed, tanta sed! Ah, la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando en el campanario sonaban las doce... a esa hora el diablo está en el campanario. ¡María! ¡Virgen Santa!... Horror de mi estulticia.
Allá lejos, ¿no hay almas honestas que me quieren bien?... Venid... Tengo una almohada sobre la boca y ellas no me oyen, son fantasmas. Además, nadie piensa nunca en los otros. Que no se me acerquen. Es seguro que huelo a chamusquina.
Las alucinaciones son innumerables. Esto es de veras lo que me pasó siempre: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios. Me lo callaré:
Poetas y visionarios se pondrían celosos. Yo soy mil veces más rico, seamos avaros como el mar.
¡Ah, es eso! El reloj de la vida se ha detenido hace un momento. Ya no estoy en el mundo. La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo -y el cielo arriba-. Éxtasis, pesadilla, sueño en un nido de llamas.
Cuántas malicias para atender los campos ... Satán, Fernando, corre con las semillas silvestres... Jesús camina sobre las zarzas purpúreas, sin doblarlas... Jesús caminaba sobre las aguas irritadas. La linterna nos lo mostró de pie, blanco y las crenchas brunas, en el flanco de una ola de esmeralda ...
Voy a descorrer el velo de todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, nada. Yo soy maestro en fantasmagorías.
¡Escuchad! ...
¡Yo tengo todos los talentos! Aquí no hay nadie y hay, alguien: no querría derrochar mi tesoro. ¿Queréis cantos negros, danzas de huríes? ¿Queréis que desaparezca, que me hunda en busca del anillo? ¿Lo queréis? Fabricaré oro, medicamentos.
Fiaos en mí, la fe consuela, guía, cura. Venid, todos, hasta los niños pequeños, para que os consuele, para que se prodigue en vosotros su corazón, ¡el corazón maravilloso! ¡Pobres hombres, trabajadores! No pido plegarias; con sólo vuestra confianza, seré feliz.
Y pensemos en mí. Esto hace que añore poco el mundo. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida fue sólo una serie de dulces locuras, es lamentable.
¡Bah! Hagamos todas las muecas imaginables.
Decididamente, estamos fuera del mundo. No más sonido. Mi tacto desapareció. ¡Ah! mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días... ¡Si estaré cansado!
Yo debería tener un infierno para mi cólera, un infierno para mi orgullo, y el infierno de las caricias; un concierto de infiernos.
Me muero de cansancio. Esto es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de los horrores! Satán, farsante, tú quieres disolverme con tus hechizos. Yo reclamo. ¡Yo reclamo un golpe de tridente, una gota de fuego!
¡Ah, subir de nuevo a la vida! ¡Poner los ojos sobre nuestras deformidades! ¡Y ese veneno, ese beso mil veces maldito! ¡Mi flaqueza, la crueldad del mundo! ¡Dios mío, piedad, ocultadme, me siento demasiado mal! Estoy oculto y no lo estoy.
Es el fuego que se alza con su condenado.
Delirios I
LA VIRGEN LOCA
EL ESPOSO INFERNAL
Escuchemos la confesión de un compañero de infierno:
«Oh divino Esposo, mi Señor, no rechacéis la confesión de la más triste de vuestras sirvientas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!
»¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah, perdón! ¡Qué de lágrimas! ¡Y qué de lágrimas espero más tarde, todavía!
»¡Más tarde, conoceré al divino Esposo! Yo nací sometida a El.
-¡El otro puede golpearme ahora!
»¡Ahora, estoy en el fondo del mundo! ¡Oh amigas mías!... no, no sois mis amigas... Jamás delirios ni torturas semejantes ... ¡Es idiota!
»¡Ah! yo sufro, grito. Sufro en verdad. Sin embargo, todo me está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.
»En fin, hagamos esta confidencia, aunque haya de repetírsela veinte veces más, ¡igualmente sombría, igualmente insignificante!
»Yo soy esclava del Esposo infernal, aquel que perdió a las vírgenes locas. Es precisamente ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí, que he perdido la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo, ¡no me han de matar! ¡Cómo describíroslo! Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de duelo, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de frescura, Señor, si lo consentís, si así lo consentís!
»Yo soy viuda ... Era viuda ... por cierto que sí, yo era muy seria antaño, ¡y no nací para convertirme en esqueleto!...
El era casi un niño... Sus delicadezas misteriosas me sedujeron. Olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Yo voy adonde él va, no hay qué hacerle. Y a menudo él se encoleriza contra mí, contra mí, una pobre alma. ¡El Demonio! Porque es un Demonio, sabéis, no es un hombre.
»El dice: "Yo no amo a las mujeres. Hay que reinventar el amor, es cosa sabida. Ellas no pueden desear más que una posición segura. Conquistada la posición, corazón y belleza se dejan de lado: sólo queda un frío desdén, alimento del matrimonio hoy por hoy. O bien veo mujeres, con los signos de la felicidad, de las que yo hubiera podido hacer buenas camaradas, devoradas desde el principio por brutos sensibles como fogatas ..."
»Yo lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un hechizo. "Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos; se perforaban las costillas, se bebían la sangre. Yo me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo, me voy a tatuar, quiero volverme horrible como un mongol: ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme loco de rabia. Jamás me muestres joyas, me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza, y o la querría toda manchada de sangre. Jamás trabajaré ..."
»Muchas noches, como su demonio se apoderara de mí, nos molíamos a golpes, ¡yo luchaba con él! Por las noches, ebrio a menudo, se embosca en las calles o en las casas, para espantarme mortalmente. "De veras, me van a cortar el pescuezo; va a ser asqueroso". ¡Oh! esos
días en que quiere aparecer con aires de crimen.
»A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la muerte que trae el arrepentimiento, de los desdichados que indudablemente existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos, él lloraba al considerar a los que nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los beodos en las calles oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. Ostentaba gentilezas de niñita de catecismo. Fingía estar enterado de todo, comercio, arte, medicina. ¡Yo lo seguía, no había nada que hacer!
»Veía todo el decorado de que se rodeaba en su imaginación; vestimentas, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Yo veía todo lo que lo emocionaba, como él hubiera querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en acciones extrañas y complicadas, lejos, buenas o malas: estaba segura de no entrar nunca en su mundo. Junto a su querido cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo ansia semejante. Yo me daba cuenta -sin temer por él- que podía ser un serio peligro para la sociedad. ¿Quizá tiene secretos para transformar !a vida? No, no hace más que buscarlos, me replicaba yo. En fin, su caridad está embrujada y soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría suficiente fuerza -¡fuerza de desesperación!- para soportarla, para ser protegida y amada por él. Por lo demás, yo no me lo figuraba con otra alma: uno ve su Ángel, jamás el Ángel ajeno-según creo-. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado para no ver una persona tan poco noble como nosotros: eso era todo. ¡Ay! dependía de él por completo. ¿Pero qué pretendía él de mi existencia cobarde y opaca? ¡Si bien no me mataba, tampoco me volvía mejor! Tristemente despechada, le dije algunas veces: "Te comprendo". El se encogía de hombros.
»Así, como mi pena se renovara sin cesar, y como me sintiera más extraviada ante mis propios ojos -¡como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, de no haber estado condenada para siempre al olvido de todos!- tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amistosos, yo entraba realmente en un cielo, un sombrío cielo, en el que hubiera querido que me dejaran pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a ambos, como a dos niños buenos, libres de pasearse por el Paraíso de la Tristeza. Nos poníamos de acuerdo. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero después de una penetrante caricia, me decía: "Cuando yo ya no esté, qué extraño te parecerá esto por que has pasado. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque algún día, tendré que irme, muy lejos. Pues es menester que ayude a otros: tal es mi deber. Aunque eso no sea nada apetitoso... alm4a querida..." De inmediato yo me presentía, sin él, presa del vértigo, precipitada en la sombra más tremenda: la muerte. Y le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante. Era tan frívolo como yo cuando le decía: "Te comprendo".
»Ah, jamás he tenido celos de él. Creo que no ha de abandonarme. ¿Qué haría? No conoce a nadie, jamás trabajará. Quiere vivir sonámbulo. ¿Bastarían su bondad y su caridad para otorgarle derechos en el mundo real? Por momentos, olvido la miseria en que he caído: él me tornará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre el empedrado de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas. O yo me despertaré, y las leyes y, las costumbres habrán cambiado-gracias a su poder mágico-; el mundo, aunque continúe siendo el mismo, me dejará con mis deseos, con mis dichas, con mis indolencias. ¡Oh! me darás la vida de aventuras que existe en los libros para niños, como recompensa, por tanto como he sufrido? Pero él no puede. Yo ignoro su ideal. Me ha dicho que siente nostalgias, esperanzas: eso no debe concernirme. ¿Le habla a Dios?
»Quizá debiera yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé orar.
»Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería yo mejor que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome con todo lo que ha podido conmoverme en el mundo; y se indigna si lloro.
»"¿Ves a ese joven elegante que entra en una hermosa y tranquila residencia? Se llama Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué sé yo? Una mujer se ha consagrado a amar a ese malvado idiota: ella ha muerto, y es seguro que ahora es una santa en el cielo. Tú causarás mi muerte, como él causó la muerte de esa mujer. Esa es la suerte que nos toca a nosotros, corazones caritativos..." ¡Ay! había días en que todos los hombres con sus actos parecíanle juguetes de grotescos delirios: y, se reía espantosamente, durante largo rato. Luego, recuperaba sus maneras de joven madre, de hermana querida. ¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero también su dulzura es mortal. Yo me le someto. ¡Ah, estoy loca!
»Acaso un día desaparezca maravillosamente; pero es menester que yo sepa si ha de subir a algún cielo, ¡que pueda ver un poco la asunción de mi amiguito!»
¡Vaya una pareja!
Delirios II
LA ALQUIMIA DEL VERBO
Ahora yo. La historia de una de mis locuras. Desde hacía largo tiempo, me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos.
Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! -A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde-. Reglamenté la forma y el movimiento de cada consonante y me vanagloriaba de inventar, con ritmos instintivos, un verbo poético accesible, cualquier día, a todos los sentidos. Me reservaba la traducción.
Al principio fue un estudio. Yo escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de pájaros, de aldeanas, de rebaños,
¿Qué bebía, de hinojos en aquella maleza Circundada de tiernos boscajes de avellanos, Entre la bruma tibia y verde de la siesta?
¿Qué podía beber en ese joven río,
-¡Olmos sin voz, cielo oscuro, césped sin flor! En gualdas cantimploras, sin mi choza querida? Haciéndome sudar, algún áureo licor
Parecía el equívoco cartel de una taberna.
-Una tormenta borró el cielo. Al atardecer El agua de los bosques huyó hacia arenas vírgenes, Dios en los charcos carámbanos dejó caer.
Lloré mirando el oro -y no pude beber.
A las cuatro de la mañana, en el verano, El sueño del amor aún se prolonga. De la noche de fiesta, en los boscajes, El olor se evapora.
Bajo del sol de las Hespérides, Lejos, en su vasto astillero, En mangas de camisa agítanse Los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos, Preparan los artesones dorados,
En los que la ciudad Pintará cielos falsos.
Oh, por esos Obreros admirables, Súbditos de algún rey de Babilonia, ¡Venus! deja un instante los Amantes Cuya alma lleva tu corona.
Oh Reina de Pastores,
Ofrece a los trabajadores el licor de alegría, Que apacigüe sus fuerzas,
En espera del baño de mar a mediodía.
Las vejeces poéticas eran buena parte de mi alquimia del verbo.
Me acostumbré a la alucinación simple: veía muy claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores instalada por los ángeles, calesas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; monstruos, misterios; un título de sainete erigía espantos delante de mí.
¡Después explicaba mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre: envidiaba la felicidad de los animales; las orugas, que representan la inocencia de los limbos; los topos, el sueño de la virginidad.
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo con unas especies de romances:
CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tanta paciencia tuve
Que todo lo he olvidado.
Temores y dolores
Al cielo se han volado. Y la malsana sed
Mis venas ha nublado.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tal como la pradera Entregada al olvido,
En que incienso y cizañas
Creciendo han florecido,
Bajo las sucias moscas
Y su feroz zumbido.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Yo amaba el desierto, los vergeles quemados, las tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por las callejas hediondas y con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
«General, si queda un viejo cañón sobre tus murallas derruidas, bombardéanos con bloques de
tierra seca. ¡Bombardea los espejos de los almacenes espléndidos! ¡Bombardea los salones! Haz tragar su polvo a la ciudad. Oxida las gárgolas. Llena los tocadores de briznas de rubí quemante ...»
¡Oh! el moscardón embriagado en el mingitorio de la posada, enamorado de la borraja y al que disuelve un rayo de luz.
HAMBRE
Si tengo apetito es sólo
De la tierra y de las piedras.
Yo almuerzo siempre con aire,
Hierro, carbones y peñas.
Hambres mías, girad. Hambres, cruzad
El prado de sonidos.
Atraed el veneno alegre
De los lirios.
Comed los cascotes rotos,
Piedras de viejas iglesias,
Guijas de antiguos diluvios,
Panes sueltos en grises glebas.
El lobo aullaba entre el follaje,
Las bellas plumas escupiendo
De su comida de volátiles:
Como él me estoy consumiendo.
Las ensaladas, las frutas,
Sólo esperan la cosecha;
Pero la araña del seto
No come más que violetas.
¡Que yo duerma! Que borbotee
En los altares de Salomón.
El hervor corre por la herrumbre,
Y se mezcla con el Cedrón.
Por fin, oh felicidad, oh razón, aparté del cielo el azur, que es negro, y viví, chispa de oro de la luz naturaleza. En mi alegría, adopté la expresión más bufonesca y extraviada que pueda concebirse:
¡Ha sido encontrada!
-¿ Qué?- La eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Alma mía eterna,
A tu voto haz honor,
Pese a la noche sola,
Y del día al fulgor.
¡Tú te liberas, pues,
De humanos formularios,
De impulsos ordinarios!
Y vuelas al través...
-Jamás ya la esperanza.
No hay orietur, te juro.
La ciencia y la paciencia,
El suplicio es seguro.
Ni un mañana queda,
Oh brasas de seda,
Vuestro arder
Es el deber.
Ha sido encontrada!
-¿Qué?- La Eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una manera de estropear cualquier fuerza, un enervamiento. La moral es una flaqueza del cerebro.
Me parecía que a cada ser le eran debidas otras vidas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esta familia es una camada de perros. Ante muchos hombres, hablaba yo en voz alta con un momento de alguna de sus otras vidas. De ese modo, amé a un puerco.
Ninguno de los sofismas de la locura -de la locura a la que se encierra-, fue olvidado por mí; podría repetirlos a todos; tengo el sistema.
Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos.
Tuve que viajar, para distraer los hechizos reunidos en mi cerebro. Sobre el mar, que amaba como si hubiera tenido que lavarme de una mácula, veía yo alzarse la Cruz consoladora. Había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi re-
mordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para consagrarla a la belleza y a la fuerza.
¡La Dicha! Sus dientes, suaves para la muerte, me advertían al cantar el gallo -ad matutinum, al Christus venit-, en las ciudades más sombrías:
¡Oh castillos, oh estaciones!
¿Qué alma no tiene reproche?
Estudié el mágico enigma
De la ineludible dicha.
Saludemos su regalo,
Cuando canta el gallo galo.
Ya no tendré más envidia:
Se ha encargado de mi vida.
Su hechizo el alma y el cuerpo
Cogió, y dispersó el esfuerzo.
¡Oh castillos, oh estaciones!
La hora de su fuga, ¡oh suerte!
Será la hora de la muerte
¡Oh castillos, oh estaciones!
Todo eso ha pasado. Hoy, sé saludar la belleza.
Lo imposible
¡Ah! esa vida de mi infancia, la gran ruta accesible en todo tiempo, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni patria ni amigos, qué bobería fue. ¡Y sólo ahora me doy cuenta!
-Yo tenía razón al despreciar a esos benditos que no se perderían la ocasión de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy que ellas se entienden tan poco con nosotros.
He tenido razón en todos mis desdenes: ¡puesto que me escapo!
¡Me escapo!
Voy a explicarme.
Hasta ayer, suspiraba yo aún: "¡Cielos! ¡Cuántos somos los condenados aquí abajo! ¡Hace tanto tiempo ya que pertenezco a su cuadrilla! Los conozco a todos. Nosotros nos reconocemos siempre y nos asqueamos. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son muy correctas." ¿Es sorprendente? ¡El mundo! ¡Los mercaderes, los ingenuos! Nosotros no estamos deshonrados. ¿Pero cómo habían de recibirnos los elegidos? Ahora bien, hay gentes hurañas y alegres, falsos elegidos, puesto que necesitamos audacia o humildad para abordarlos. Y esos son los únicos elegidos. ¡Que no están nada dispuestos a echar bendiciones!
Al recobrar dos céntimos de razón -¡cosa muy pasajera!-veo que mis males provienen de
no haber pensado a tiempo que estamos en el Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que suponga la luz alterada, la forma extenuada, el movimiento extraviado... ¡Bueno! Ahora resulta que mi espíritu quiere ocuparse en absoluto de todos los desarrollos crueles sufridos por el espíritu desde que acabó el Oriente... ¡Mi espíritu lo quiere así!
... ¡Mis dos céntimos de razón se han terminado! El espíritu es autoridad y quiere que yo esté en Occidente. Habría que hacerlo callar para llegar a la conclusión que yo deseaba.
Yo mandaba al diablo las palmas de los mártires, los esplendores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los pillastres; regresaba al Oriente y a la sabiduría primitiva y eterna. ¡Parece que ha sido un sueño de grosera pereza!
Sin embargo, no pensaba para nada en el placer de escapar a los sufrimientos modernos. No tenía en vista la sabiduría bastarda del Corán. ¿Pero no es un suplicio real el que, a partir de esta declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se engañe, se pruebe las evidencias, se hinche de placer al repetir esas pruebas y no viva más que de ese modo? Tortura sutil, bobalicona; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La naturaleza podría aburrirse, quizá! El señor Prudhomme ha nacido junto con el Cristo.
¡Y ha de ser porque cultivamos la bruma! Devoramos la fiebre con nuestras legumbres acuosas. ¡Y la borrachera! ¡Y el tabaco! ¡Y la ignorancia! ¡Y las abnegaciones! ¡Todo esto está a cien leguas de la sabiduría del Oriente, la patria primitiva! ¡Para qué un mundo moderno, si se han de inventar semejantes venenos!
Las gentes de Iglesia dirán: Comprendido. Pero vos queréis hablar del Edén. Nada hay para vos en la historia de los pueblos orientales. -Es cierto; ¡era en el Edén en lo que pensaba! ¡Qué significa ante mi sueño esa pureza de las razas antiguas!
Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad se desplaza, simplemente. Vos estáis en Occidente, pero sois libre de habitar en vuestro Oriente, por antiguo que os sea menester -y de habitarlo a gusto-. No hay que declararse vencido. Filósofos, vosotros pertenecéis a vuestro Occidente.
Espíritu mío, ten cuidado. Nada de medios violentos de salvación. ¡Ejercítate! ¡Ah, la ciencia no va suficientemente a prisa para nosotros!
Pero me doy cuenta de que mi espíritu duerme. ¡Si estuviera siempre bien despierto a partir de este momento, pronto llegaríamos a la verdad, que nos rodea acaso con sus llorosos ángeles! ... Si hubiera estado despierto hasta este momento, sería por no haber cedido yo a los instintos deletéreos, en una época inmemorial... ¡Si siempre hubiera estado bien despierto, yo bogaría en plena sabiduría! ...
¡Oh pureza! ¡Pureza!
Este minuto de vigilia me ha concedido la visión de la pureza. ¡Por el espíritu se va a Dios! ¡Lacerante infortunio!
El relámpago
¡El trabajo humano! Esta es la explosión que ilumina mi abismo de cuando en cuando. «Nada es vanidad; ¡hacia la ciencia y adelante!" grita el moderno Eclesiastés, es decir, Todo el mundo. Y sin embargo, los cadáveres de los malvados y de los holgazanes caen sobre el corazón de los demás... Ah, de prisa, un poco más de prisa; allá lejos, más allá de la noche, esas recompensas futuras, eternas... ¿las perderemos?...
-¿Qué puedo hacer yo? Conozco el trabajo; y la ciencia es demasiado lenta. Que la plegaria galope y que zumbe la luz... bien lo comprendo. Es demasiado sencillo y hace demasiado calor; se pasarán sin mí. Yo tengo mi deber, y me enorgulleceré de él como hacen tantos, dejándolo a un lado.
Mi vida está gastada. ¡Vamos! Finjamos, holguemos, ¡oh piedad! Y subsistiremos divirtiéndonos, soñando con amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y querellando las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido, ¡sacerdote! En mi lecho de hospital, el olor del incienso ha vuelto a mí con tanta intensidad; guardián de los sagrados aromas, mártir, confesor...
Reconozco en esto la triste educación de mi infancia. ¡Y además, qué importa!... Caminar mis veinte años si los otros caminan veinte años...
¡No! ¡No! ¡Ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo parece demasiado liviano a mi orgullo: mi traición al mundo sería un suplicio demasiado corto. En el último momento, atacaría a izquierda y derecha...
Entonces, ¡oh, pobre alma querida!, ¡puede que la eternidad no estuviera perdida para nosotros!
Mañana
¿No tuve yo alguna vez una juventud amable, heroica, fabulosa, como para escribirla en hojas de oro? ¡Demasiada suerte! ¿Por qué crimen, por qué error he merecido mi actual flaqueza? Vosotros, que pretendéis que las bestias exhalen sollozos de pesar, que los enfermos desesperen, que los muertos tengan pesadillas, tratad de relatar mi sueño y mi caída. Por mi parte, no puedo explicarme mejor de lo que lo hace el mendigo con sus continuos Pater y Aventaría. ¡Ya no sé hablar!
No obstante, hoy, creo haber terminado la narración de mi infierno. Era de veras el infierno; el antiguo, aquel cuyas puertas abrió el Hijo del Hombre. Desde el mismo desierto, en la misma noche, mis ojos cansados se abren siempre a la estrella de plata, siempre, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿ Cuándo iremos, más allá de las playas y de los montes, a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, de la nueva sabiduría, la huída de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición; a adorar -¡los primeros!- la Navidad sobre la tierra?
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.
Adiós
¡El otoño ya! ¿Pero por qué añorar un eterno sol, si estamos empeñados en el descubrimiento de la claridad divina, lejos de las gentes que mueren en las estaciones?
El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas inmóviles, gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado de lluvia, la embriaguez, los mil amores que me han crucificado! ¡De modo que nunca ha de acabar esta reina voraz de millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Yo me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, las axilas y los cabellos llenos de gusanos y con gusanos más gruesos aún en el corazón, yacente entre desconocidos sin edad, sin sentimiento... Hubiera podido morir allí ... ¡Qué horrible evocación! Yo detesto la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
A veces veo en el cielo playas sin fin, cubiertas de blancas y gozosas naciones. Por encima de mí, un gran navío de oro agita sus pabellones
multicolores bajo las brisas matinales. Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Yo he creído adquirir poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador desvanecida!
¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar! ¡Campesino!
¿Estoy engañado? ¿Sería para mi la caridad hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y vamos.
¡Peto ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir socorro?
Sí, la nueva hora es, por lo menos, muy severa.
Pues yo puedo decir que alcancé la victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros
pestilentes, se moderan. Todos los recuerdos inmundos se borran. Mis últimas añoranzas se escabullen celos de los mendigos, de los bandoleros, de los amigos de la muerte, de los retardados de todas clases. ¡Si yo me vengara, condenados!
Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: conservar lo ganado. ¡Dura noche! La sangre seca humea sobre mi rostro, y no tengo cosa alguna tras de mí, ¡fuera de ese horrible arbolillo!... El combate espiritual es tan brutal como las batallas de los hombres; pero la visión de la justicia es sólo el placer de Dios.
Entre tanto, estamos en la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de real ternura. Y a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.
¡Qué hablaba yo de mano amiga! Es una buena ventaja que pueda reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas embaucadoras -he visto allá el infierno de las mujeres-; y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.
Abril-agosto, 1873
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