Alberto Moravia |
TAMBIÉN MI HIJA SE LLAMA GIULIA
Por Alberto Moravia
Estoy solo aquí, el día 15 de agosto, tradicional feriado en que muchos inician las vacaciones, y estoy solo por una de esas casualidades que suelen llamarse una desgracia imprevista. Debíamos partir, Giulia y yo, a una ciudad balnearia cercana de Roma. A último momento me entero de que no iremos solos, también vendrá un cierto Tullio, por quien, últimamente, Giulia se hace acompañar al cine. Tullio, un amigo, según Giulia, un puro y simple amigo, y así sea; ¡pero también el 15 de agosto! A estas protestas mías, ha contestado con la habitual jerga psicoanalítica: «A ti te gustaría hacerme creer que estás celoso; en realidad, en tu inconsciente, deseas que te traicione». Ignoro por qué, ante esas palabras, salté como una furia: «Ah, ¿lo piensas así? En ese caso, es mejor que no nos veamos más». Y ella, con calma desconcertante: «También yo pienso que es lo mejor». «Entonces, adiós». «Adiós».
Ahora me pregunto por qué rompí con Giulia. O más bien, por qué no rompí antes. En síntesis, por qué he llevado adelante, durante dos largos años, una relación tan estéril e irritante. Me lo pregunto tendido en el diván del estudio, en el silencio de la fiesta estival. Pero me lo pregunto a medias, sin ganas. En realidad, la sensación de estar por fin libre, después de dos años de esclavitud sentimental, en vez de estimularme, de embriagarme, actúa sobre mí como un somnífero. Como si el hecho de haberme librado de Giulia me diera el derecho a dormirme, en vez de proporcionar las respuestas de varias preguntas. Sí, me digo, parafraseando el Hamlet, «dormir, tal vez soñar», pero en todos los casos suspender por un breve lapso lo real, como se suspende una función teatral por un desperfecto de las luces.
Pienso estas cosas y entretanto, voluptuosamente, me saco con los pies los zapatos y los lanzo lejos, me desabrocho el cuello, me aflojo el nudo de la corbata, me suelto la hebilla del cinturón. A continuación, tras echar una mirada circular a mis queridos libros, tantos y tan inútiles, como para agradecerles que velen por mi sueño de intelectual liberado, me adormezco.
No duermo mucho, quizás diez minutos, y duermo con la sensación de que lloro a Giulia y de que me gustaría ser despertado por ella. Después, aun en medio del sueño, escucho la campanilla del teléfono, una campanilla fuerte y agresiva; hace pensar en los teléfonos que se oyen en las películas. Pienso para mis adentros, sin dejar de dormir: «Dejémoslo insistir; llegado cierto punto, se hartará»; y sé que estoy pensando en Giulia. Pero el teléfono no se cansa y entonces salto del diván y levanto el tubo. La voz de Giulia pregunta:
—¿Está el profesor?
En el acto experimento un sentimiento de alegría, mezclado, desde luego, con impaciencia. Y respondo:
—Sí, el profesor. ¿De qué se trata ahora?
—De que debemos hablar.
En tono de impaciencia, como quien habla a un alumno ignorante, digo:
—Sabes muy bien que en estos dos años hemos hecho de todo, excepto hablar. Entre nosotros no hay comunicación, ya deberías haberlo comprendido. Será una cuestión de generación, de cultura o de lo que sea, pero me sucede contigo lo mismo que con mi hija: no nos entendemos, somos dos perfectos extraños. Y entonces, ¿para qué seguir?
—No, esta vez debemos hablar en serio, para entendernos, para dejar de ser extraños.
—¿Hablar de qué?
Permanece un instante en silencio, después, con cierta indecisión dice:
—Ya sé lo que piensas, que yo me expreso en términos de… ¿cómo lo llamas tú?
—Psicoanálisis.
—Sí, psicoanálisis. Sin embargo, es necesario que hablemos de nuestra relación, es decir, de nosotros dos, o sea, del hecho de que si bien yo sé con certeza que tú eres al mismo tiempo mi padre y mi hijo, tú te obstinas en ignorar que yo soy al mismo tiempo tu hija y tu madre.
—¿Es esto lo que llamas hablar?
—Y así, en tanto que yo no pido nada mejor que no modificar nada, porque se puede cambiar de hombre, pero no de padre o de hijo, tú en cambio quisieras cambiar todo, porque no te das cuenta de que se puede cambiar de mujer, pero no de madre e hija.
—¿Y tú llamas hablar a esto?
Calla un instante, después pregunta con cautela:
—¿Hay alguien en tu casa?
—No, nadie, ¿por qué?
—Entonces estaré allí dentro de un momento.
—Espera, ¿qué vienes a hacer?
Pero la comunicación se ha interrumpido; miro un instante el receptor; después vuelvo a tirarme en el diván. Dijo que vendría dentro de un momento, ¿qué quiere decir un momento? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Diez minutos? ¿Veinte? Naturalmente, estoy al mismo tiempo satisfecho e insatisfecho; aliviado y oprimido; deseoso e indiferente: es lo normal. Sin embargo, la frase de Giulia, «debemos hablar», despierta en mi memoria un eco tan indudable como misterioso. ¿Quién ha dicho «debemos hablar» en mi más reciente pasado? Con seguridad, alguien que entendía la frase no ya en el sentido psicoanalítico y prefabricado que le otorga Giulia, sino literalmente. Y en efecto, junto con la frase, el eco me trasmite el tono con que la frase fue pronunciada, doloroso, desesperado. Hablar, o sea explicarse, comprenderse. Pero ¿quién la dijo?
Un nuevo campanilleo interrumpe estas reflexiones. Pienso que es Giulia, esta vez, me digo, la informaré con la máxima firmeza de que no quiero, absolutamente, «hablar». Levanto el receptor y pregunto con violencia:
—¿Puede saberse quién es?
Una voz sumisa, inarticulada, pronuncia:
—Soy Giulia.
Y yo, entonces, grito de pronto:
—Escucha, Giulia, he vuelto a pensarlo, y es mejor que no nos veamos, entre los dos todo ha terminado. Es la verdad.
Naturalmente, con la habitual cobardía, después de esta frase tan drástica no cuelgo el tubo, sino que espero la respuesta.
Entonces la voz dice:
—No, soy Giulia, tu hija. ¿Ya no reconoces más mi voz?
Durante un segundo, miro el receptor como se miran las manos de un ilusionista durante una sesión de magia. La homonimia de las dos Giulias parece ni más ni menos que un truco malicioso e inexplicable. Por fin, llevado aún por mi decisión de romper con la «otra» Giulia, digo:
—¡Ah, eres tú! ¿En qué puedo servirte?
La voz de mi hija no tiene el tono provocador y didáctico de la otra Giulia; es afectuosa, filial, si bien con un matiz de convención, de deseo de agradar:
—Pero, cómo, papá, ¡hace dos años que no nos vemos y me recibes en esa forma! Cuando me fui de casa, no hacías más que repetirme: «Nosotros dos tenemos que hablar». Y bueno, papá, he venido para que hablemos. ¿Te disgusta?
—No, pero esperaba a otra persona.
—¡Una mujer que se llama Giulia, como yo! ¡Ah, papá, papá!
—No tiene nada de extraño, Giulia es un nombre bastante común.
—Una Giulia que no puedes soportar, a quien ya no quieres ver. Y bien, en vez de ella, voy yo; y en esta forma te doy también una buena excusa para despedirla; le dirás, estoy aquí con mi hija, no puedo recibirte.
—Pero ya está por llegar.
—Llegaré ahí antes que ella. Estoy aquí abajo, en el bar de la plaza.
—¿Sola?
—Desde luego. Ahora voy.
Me siento, en el acto, tan angustiado que no logro abrocharme el cuello de la camisa, reanudarme la corbata. Porque había sido yo, precisamente yo, el padre que había dicho a la hija de dieciocho años cuando quería irse de la casa: «Nosotros dos debemos hablar», y ella había contestado, perversa y despectiva, que no tenía interés alguno por lo que el padre pudiera decirle. Yo había sido ése; y ahora no me parecía ya tan casual que, un mes después de la fuga de mi hija, me hubiera encontrado con la otra Giulia, también de dieciocho años y también en fuga.
Me saco la corbata, voy a la ventana, me asomo y miro la plaza, cuatro pisos más abajo. Es una pequeña plaza de la Roma barroca, con sus edificios de vivienda, su restaurante, su bar, sus comercios, cerrados por el 15 de agosta Desde aquí se ve el adoquinado desierto, oculto habitualmente por los automóviles estacionados. Hay un solo automóvil, en una esquina, a la sombra; de pronto, mi hija sale del bar y camina en diagonal a través de la plaza, en dirección a ese automóvil, contra el cual se apoya, de pie, el habitual individuo joven, debidamente barbudo y melenudo. Mi hija le habla, el hombre le contesta. Entonces me retiro de la ventana y, por un estrecho corredor revestido de libros, voy a la puerta de entrada, justamente a tiempo para oír que el ascensor, en la planta baja, empieza a subir de un piso a otro.
¿Quién llamará a mi puerta ahora? ¿Giulia, o bien Giulia? ¿La Giulia, mi muchacha, digámoslo así, que me anunció «estaré allí dentro de un momento» o bien Giulia, mi hija, que me dijo «estoy en la plaza, ahora voy»? Y, entretanto, ¿quién deseo yo que se presente en el umbral?
He aquí el rumor del ascensor, que se detiene en el piso; alguien sale, cierra la puerta, da un timbrazo corto y reticente.
Voy a abrir, con el extraño deseo de que sea una tercera mujer, tal vez mi esposa, de la que vivo separado desde hace muchos años; o si no una tercera Giulia, que no sea mi hija y al mismo tiempo no se considere mi hija. Que no tenga un joven barbudo en espera allí abajo; ni un cierto Tullio que la acompañe al cine.
Me armo de coraje y abro. Es Giulia, la muchacha Giulia, tal como, en el fondo, lo esperaba. Pequeña, de cabeza grande y persona diminuta, ojos enormes y boca caprichosa, y con esa gracia indefinible que poseen a veces las mujeres de modesta estatura.
Automáticamente, digo:
—Esperaba a mi hija.
—¿Quién? ¿Giulia? Acabo de verla allí abajo, en la plaza, hablaba con un fulano. Bueno, le dirás que estás ocupado, que vuelva mañana. Quédate tranquilo, te necesita, volverá. —Me precede por el corredor contoneándose ligeramente, como complacida por su propia gracia. Agrega—: Y además, ¿cuántas hijas quieres tener? ¿No te basto yo?
(De La cosa y otros cuentos, 1983. Traducción: Luis Justo)
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