Vida y obra Susan Sontag, sus dones y demonios

La cubierta de la biografía. Foto: Sonny Figueroa/The New York Times

Apareció la primera biografía autorizada de la gran ensayista estadounidense, Sontag: Her Life and Work, de Benjamin Moser. La comenta la reconocida escritora Vivian Gornick, autora de Apegos feroces.

Vivian Gornick 06/12/2019 - 
Clarín.com 
Susan nació en 1933 en Nueva York, pero se crió en los suburbios de Tucson, Los Ángeles y otros lugares. El padre murió cuando ella tenía cinco años, dejando así que la educara una madre claramente desalmada: fría, hermosa, alcohólica; peor aún, irremediablemente burguesa. En la nueva biografía de Benjamin Moser, Sontag: Her Life and Work, nos enteramos de que muy joven, pero ya en plena posesión de un talento inclinado a los juicios despectivos, se sentía “en la villa miseria de mi propia vida”. Difícilmente sea “precoz” la palabra para lo que Susan Sontag fue.
Leía a los tres años y a los seis escribía; se graduó en la escuela secundaria a los quince y a los diecisiete se casó con un académico muy conocido. Al cabo de muchas aventuras mentales en las universidades de Chicago, Oxford y París, llegó a la ciudad de Nueva York en 1959 –ya divorciada y madre soltera– dispuesta a los veintiséis años a hacerse un lugar en un escenario cultural listo para recibir la tentativa, por parte de una crítica joven, de marcar el comienzo de “la nueva sensibilidad”, que pronto estaría proclamándose como una revolución de la conciencia.
Por mucho que adorara la alta cultura, Sontag se sintió obligada a explicar a sus mandarines este cambio radical de la sensibilidad estadounidense. Utilizando la forma de escritura que resultó ser su especialidad natural –el ensayo crítico– explicó que la práctica intelectualoide de interpretar una abstracción por medio de otra había llegado a su fin. Era la cosa en sí misma, sostenía Susan, la cosa en sus propios términos, lo que debía captar nuestra atención.
Los lectores serios –“serio” era una de sus palabras clave– debían tener en cuenta la música nueva, el arte nuevo, el apetito nuevo de experiencias directas. Tenían que consultar la sensualidad que llevaban dentro para ver más, escuchar más, sentir más.
Sontag consiguió que pensar fuera apasionante: ése fue su gran regalo al lector común. Los ensayos que constituyen la primera etapa de su carrera –que escribió hace más de 50 años– siguen vivos en nuestros días con el amor por la intelección que estuvo siempre en el corazón de su obra. Contra la interpretación, publicado en 1966, todavía proporciona un placer por leerlo que rara vez se da: no solo resulta estimulante la mente que hay detrás; el libro todo parece el testamento de una escritora en armonía con su momento.
Hacia 1968 Sontag estaba muy cerca de ser un símbolo internacional de la celebridad intelectual en su punto más respetable. Importaba también que fuera una mujer hermosa en una época en la que su belleza y su sexo la calificaban para la exótica situación de “excepción brillante”, figura digna de una exagerada consideración. Es difícil no pensar que su ascenso a la fama no hubiera sido tan notable de haber sido ella simplemente un hombre de aspecto agradable.
Por extraño que parezca, en relación con la sensualidad innata que tanto apreciaba, Susan misma parece haber sido defraudada. A lo largo de su vida se sintió toda mente y nada de cuerpo; nunca pudo establecer la diferencia entre lo que sentía realmente y lo que se suponía que debía sentir. En este aspecto le preocuparon continuamente tanto su atracción por las mujeres como su propia frialdad sexual.
Su biógrafo Benjamin Moser hace referencia a una hoja suelta en la que Sontag enumera las personas –mujeres y varones por igual, supongo– con las que se había acostado entre los 14 y los 17 años. La cantidad es 36. Una señal certera de que sentía muy poca cosa o nada. Mi sincera creencia es que se contuvo de salir del armario, hasta que lo hizo, no solo porque temía que la estigmatizaran sino porque en cuanto a su identidad sexual siempre fue una novicia.
La gente que no sabe lo que siente está poseída a menudo por una capacidad para la desinhibición que puede hacer insoportable el intercambio social. En el caso de Susan Sontag la situación podía ser mortal. Mil cuentos sobre ella describen que con frecuencia su conversación empezaba con algunos comentarios ligeramente desconsiderados que podían trepar rápidamente a un nivel de insulto que parecía demencial.
Moser menciona una cena en California en 1995 en la que, según la crítica Terry Castle, Susan hostigó verbalmente a un hombre que admiraba un ensayo de ella de treinta años atrás. ¿Por qué el tipo hacía preguntas sobre eso?, quería saber Sontag. ¿No había leído ninguno de mis otros trabajos?, quería saber. Qué estúpido de su parte traer eso a colación, sí, estúpido. De hecho, ahora que lo piensa realmente, ¿cómo pudo el tipo decir algo tan estúpido? “Nunca tendría que haber sacado el tema. Está desfasado, intelectualmente muerto.” Y siguió así, sin parar. Todo porque nunca se sintió real frente a sí misma y, por lo tanto, tampoco los demás revestían realidad para ella.
La anécdota me hizo querer reírme y llorar. En esos momentos, por doloroso que este tipo de comportamiento fuese para quienes eran su blanco inmediato, imagino a Sontag inconsciente, encerrada en un aislamiento frío y duro en torno a un corazón que ha perdido la esperanza de la conexión. La definición misma de exilio espiritual.
La cuestión acerca de qué es real y qué irreal –filosóficamente o con los pies sobre la tierra– está detrás de casi todo lo que Sontag escribió, ya fuera sobre escritores o filósofos, políticos o estetas, la enfermedad o la fotografía. Durante períodos de activismo político que la llevaron a zonas de guerra verdaderas –Vietnam y Sarajevo– se sintió en efecto directamente en contra de ella misma y pudo hacer causa común con todos aquellos a su alrededor que sentían lo mismo.
No obstante, nada –ni la guerra, ni el nuevo amor ni sus treinta años de lucha contra el cáncer– podría inducirla a redactar un fragmento mediante la utilización de su propia experiencia inmediata. Si bien siempre fue lo abstracto más que lo concreto lo que encendía su imaginación literaria –el teórico político Herbert Marcuse dijo una vez de Susan, en tono desdeñoso: “Puede crear una teoría a partir de una cáscara de papa”– fue esta misma pasión por la experiencia de lo abstracto lo que le proporcionó los temas a partir de los cuales glorificó una forma que había sido largamente desdeñada.
Pero lo cierto es que el poder generador del ensayo intelectual abandonó a Sontag a mediados de su vida y entonces, desesperada por rejuvenecer su obra, dio un giro (en opinión de esta crítica) decididamente equivocado. En su juventud había escrito dos novelas abstractas y después dejó de lado ese género.
Más adelante, en los años 90, decidió volver a la ficción y publicó dos novelas históricas, El amante del volcán y En América. En cada uno de estos libros la escritura es elegante y original, por momentos hasta brillante, pero no alcanza a bajar a la página una experiencia sentida. La única cosa que Susan anheló a través de los años –hacer arte– estaba más allá de sus facultades.
La biografía de Benjamin Moser constituye un libro de investigación hábil, vivaz, prodigioso, que en general ni encubre ni reprocha al personaje real: se esmera por hacer que el lector vea en Sontag a la persona profundamente compleja que fue. Pero Moser no la ama, y esta ausencia de conexión emocional plantea un problema serio para el libro. Debe existir un flujo fuerte de comprensión, vibrante, inclusive misterioso, entre el escritor y el personaje –por más antipático que el personaje pueda resultar– para escribir una biografía notable. Y me temo que esta biografía no lo es.
Durante el transcurso de las más de 800 páginas, Moser (que también escribió una biografía de Clarice Lispector) describe en detalle cada relación amorosa de Sontag, cada posición intelectual que adoptó, cada personalidad famosa que conoció, cada premio y galardón que recibió. La elogia por lo que es elogiable y, más o menos, la responsabiliza por lo que no lo es. Pero me impresiona que por no confiar en sus propias sensaciones no logre explorar todo lo que querríamos.
Hay momentos en que esta timidez de Moser distorsiona sus párrafos dándoles formas definitivamente extrañas. Por ejemplo, en su famoso ensayo sobre la pornografía, Sontag urde construcciones teóricas tan prolongadas que a menudo parecen distar mucho de cualquier cosa que se parezca a la experiencia verificable.
Así es como Moser trata esa dificultad: en un párrafo solo nos dice que Sontag escribe “La pornografía consiste, en última instancia, no en sexo sino en muerte”. Después Moser escribe “Parece cuestionable: la pornografía, al menos para la mayoría de la gente, consiste en sexo”. Pero si se lo piensa, dice, “la etimología relaciona la pornografía con los temas más vastos de la obra de Sontag. En griego, pornografía significa ‘representación de prostitutas’. Y no son las prostitutas sino su representación lo que relaciona la pornografía con la muerte. Las representaciones –imágenes– muestran vidas hacia su destrucción”. ¿Sí?
Si alguna otra queja tengo acerca del libro es que psicológicamente es algo reduccionista. Repetidas veces vuelve a la influencia negativa de la madre alcohólica –como si crecer siendo hija de una alcohólica pudiera explicar a una Susan Sontag– y, también repetidas veces, hace hincapié en la fama que más que gratificarla la acosó, sin dejar nunca que sus demonios descansaran. En cierto sentido, ninguna de estas exploraciones deja que Moser llegue más hondo. Como contrapartida, escribe vívidamente sobre una mujer de muy diversos atributos, decidida a dejar una marca en su época. Y nos hace sentir visceralmente qué grandes fueron sus atributos, la arrogancia, la inquietud, y su alcance. No es poca cosa.
© New York Times
Traducción: Román García Azcárate

Publicar un comentario

0 Comentarios