Vladimir Nabokov, saboteador de lo real

La publicación de los Cuentos completos del gran narrador ruso confirma la vigencia de un clásico.

El autor de "Lolita"
Luis Chitarroni
27/11/2019 
La obra de Vladimir Nabokov es extraordinaria. No hay otro artista del siglo XX que pueda ser acusado de tener una carrera tan pendiente del sostén y el continuo de calidad. La calidad termina siendo una sustancia escurridiza que responde a algo cada vez menos pertinente en las artes. Pero en V.N. se puede sospechar que estas condiciones son en gran medida involuntarias. Algo que tal vez no pueda reprochársele, a este saboteador omnisciente de la totalidad de lo real, la recursividad de la vigilia o acaso tan solo la plenitud ininterrumpida de la lucidez.
Los problemas que acecharon y aquejaron a V.N. en la vida diaria –el insomnio, por ejemplo– eran constancia y consecuencias inconmutables de ese beneficio paradojal. Leer la totalidad de sus cuentos es una corroboración, atestiguada a perpetuidad por otras, tan abundantes eran sus luminosas mitades oscuras, de este inalcanzable ejercicio de destreza.
Los extremos por los que puede comenzar y terminar el recorrido, en la medida en que la calidad es tan pareja, parecen canjeables. Y los libros, también. Aunque una cierta ingenuidad afecta a algunos de los relatos, “El elfo patata”, que pertenece a Nabokov’s Dozen, y fue traducido la primera vez al castellano en la colección Una belleza rusa, o “El duende del bosque”, con sus toques de Kipling y Walter De La Mare, esa ingenuidad es otro de los tantos artificios del magisterio de la magia, uno de los atributos que alguno de sus velados detractores atribuyó alguna vez solo al dominio retórico de V.N., tan vasto que ayuda a ocultar su… genio verdadero. En plural, los artificios se suceden creando a menudo fenómenos implacables de contraste; el chiaroscuro (“El Leonardo”, “El aureliano”) predomina.
La variedad temática nunca queda cancelada por esa determinación con que el relato encara su motivo. La muerte omnipresente, absurda, comparece por encima en casi todos, en ambas dimensiones, en todas la direcciones posibles. La recurrencia de temas menores generan un carácter serial que hoy puede llamarse minimalismo. No son detalles menores sino presencias tangenciales, como las mariposas, que evocan sus intereses científicos –la lepidopterología–, no el pasatiempo bobalicón de un viejo con pantalones cortos y red, motivo recurrente de las caricaturas.
No es imposible improvisar una teoría veloz de esta reproducción como sombra de su narrativa novelesca. En Nabokov, la autoridad de la sombra tiene un perfil sosegado y contumaz, tanto en Desesperación, en La verdadera vida de Sebastian Knight y en Pálido fuego como recurso casi obvio, como en Lolita Risa en la oscuridad, como leitmotiv un pacto sesgado y al acecho.
La repetición hace pareja con el desconsuelo, la disparidad con los ciclos evolutivos y las metamorfosis naturales (de la literatura y de la lepidopterología). A cada nueva crisálida, un polícromo o traslúcido par de alas. Si se disparara por error el tema de la muerte, sus ecos y repeticiones, de “Lik” y “Natascha” a “Primavera en Fialta” y“Detalles de un crepúsculo”, el tema con variaciones abarcaría un todo nada despreciable, desde el malentendido y la venganza a la fatalidad desnuda y cruda, inexorable, con sus aplicaciones y vínculos exteriores y escalofriantes.
Hay una opacidad del gótico que se diría nabokoviana. Está en los relatos que más la acusan, “En última Thule” o “Solus Rex”, pero también –mediana altura– en “Lance” o “El ayudante de dirección”. Es una niebla que instala cierta incertidumbre que simula la indecisión. Parece detener el relato en medio del vuelo de un rapaz de altanería.
A veces, la desmesura del método parece remitir a Proust y solo a Proust, en la medida en que una categoría semejante pone a buen recaudo a los lectores de la teorías de lento desarrollo. Proust no había podido ahuyentarlos con su máxima de El tiempo recobrado. Advierte que una novela con una teoría es equivalente a un regalo al que no le hemos sacado el precio. En Nabokov la teoría aflora paso a paso, como la de “La textura del tiempo” en Ada. Dos casi se frotan las alas en “Solus Rex” (intento de novela) sin ahogar en absoluto el dinamismo narrativo del relato. Otro tanto provoca la catarata marcial de predicados de “Ultima Thule”.
En cualquier caso, tanto si enciende el discreto umbral de una descripción como si traslada la eficacia lúdica de un espejismo acróstico –“Las hermanas Vane”–, no hay descanso, como a menudo en Borges. Solo que la imaginación de Nabokov es más proclive a regodeos y fruiciones sensuales que a puestas en abismo del intelecto, disfrazadas por las puestas en escena de una auténtica o simulada erudición. De esta ralea son “Vassily Shishkov” y “Un poeta olvidado”, que comparten riesgos con La verdadera vida de Sebastián Knight y Tiempos románticos (PodvigGlory).
Tulio Halperin Donghi detectó en un prólogo sobre otro tema –José Hernández–, la capacidad casi involuntaria de Nabokov para descubrir esos mundos transitorios y a menudo casi portátiles en que habitaban los emigrés en los años treinta y cuarenta. No puede tratarse de un censo, como se ha dicho, facilitado por el escritor ruso para descartar su odiada “sociología”, sino de un poder de observación tan poco tranquilizador como la mirada de Picasso cuando visitaba los ateliers de sus colegas.
Un mundo extinguido dejó que sobrevolara el mundo siguiente este pterodáctilo disfrazado de lepidóptero, con memoria de elefante. Esto produjo una literatura cuyo difícil epicentro es un museo de percepciones inigualables. El “inigualables” comporta desde sí una especie de contradictio in adjecto. ¿De qué podría servirnos un mundo en el que las percepciones son tan exclusivas que con nada humano pueden compararse, sino con el catálogo de la anunciación de un mundo posible, en el que la atención despierta para siempre porque –algo improbable pero amenazador– el regreso del pasado podría extinguirla para siempre.
Al revés de lo que ocurría cuando era joven, como dije ya, ni Nabokov ni la calidad están de moda. El último gran campeón en este concurso, Thomas Pynchon, permanece protegido por ahora por la fortaleza protectora del cambio de tema y un atisbo inconmensurable de ilegítima ilegibilidad. Después de muerto, la carrera póstuma del ruso de San Petersburgo siguió creciendo.
Un solo defecto puede encontrarse en estos cuentos completos de Vladimir Nabokov, pero es un gran defecto, que el paso del tiempo y los cambios de estética incrementan, como ya se ha dicho. Es su suficiencia al borde mismo de lo omnipotente. Cada uno de los relatos, y el conjunto completo –irreemplazable– claudica por ausencia definitiva de fallas, por el hecho de solicitar un lector, episódico y falible pero ideal, demorado en el trabajo de no lograr encontrarlas. Un trabajo de amor perdido, una práctica de lectura perpetua.
Cuentos completos, Vladimir Nabokov. Trad. María Lozano. Anagrama, 888 págs.
Luis Chitarroni. Autor de El carapálida y Peripecias del no, sus últimos libros son Breve historia argentina de la 

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