Julio Cortázar (1914-1984) publicó "Bestiario", una colección de ocho relatos que le valieron cierto reconocimiento en el ambiente local, en 1951. Poco después obtuvo una beca del gobierno francés y viajó a París con la firme intención de establecerse allí, cosa que efectivamente hizo al instalarse en el n° 4 de Rue Martell en el 10ème Arrondissement, cerca del Boulevard de Magenta, a un paso del canal de St. Martin y muy cerca de la estación Château d'Eau de la línea 4 del metro, antes de Gare de l'Est. En el frente había una fábrica y al fondo, subiendo unas escaleras de madera, estaba su departamento. Comenzó a trabajar con un distribuidor de libros y como locutor radial, trabajo que perdería debido a su acento, hasta que, en 1954, consiguió un puesto como traductor para la UNESCO. Así, durante años, su modo de sustento provino de sus traducciones, tarea a la que se entregó con la misma intensidad que a la literatura. Tradujo a Daniel Defoe (1660-1731), Henri Bremond (1865-1933), André Gide (1869-1951) y Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), pero lograría el reconocimiento con las hoy míticas traducciones de la obra en prosa de Edgar Allan Poe (1809-1849) y la de las "Mémoires d'Hadrien" (Memorias de Adriano) de Marguerite Yourcenar (1903-1987). Realizaría luego innumerables viajes por el mundo, pero ya no saldría de París, ciudad en la que fallecería y sería enterrado en el cementerio de Montparnasse.
Alberto Manguel (1948), escritor, traductor y editor argentino, pasó su infancia en Israel y luego vivió en distintos lugares como Canadá, Italia, Tahití e Inglaterra hasta radicarse definitivamente en Francia. Es autor de una frondosa obra, tanto de ficción como ensayística, que incluye entre otros títulos "Guía de lugares imaginarios", "Noticias del extranjero", "Una historia de la lectura", "En el bosque del espejo", "Leer imágenes. Una historia privada del arte", "Stevenson bajo las palmeras", "Diario de lecturas", "Con Borges", "El regreso", "Vicios solitarios. Lecturas, relecturas y otras cuestiones éticas", "El amante extremadamente puntilloso", "La biblioteca de noche", "Nuevo elogio de la locura", "La ciudad de las palabras. Mentiras políticas, verdades literarias" y "Todos los hombres son mentirosos". Manguel ha ejercido a lo largo de su carrera también como periodista y lo hizo en distintos medios. Así, ha colaborado en el "Globe & Mail" de Canadá, en "The Times Literary Supplement" de Inglaterra, en el "New York Times" y el "The Washington Post" de Estados Unidos, en el "The Sydney Morning Herald" y el "Australian Review of Books" de Australia, en el "Svenska Dagbladet" de Suecia y en "El País" de España. En la Argentina trabajó en el diario "La Nación" entre los años 1972 y 1974, pero antes había emprendido un viaje a Europa para trabajar como lector para varias editoriales como Denoël, Gallimard, Les Lettres Nouvelles y Calder & Boyars. Precisamente estando en París, en 1969, fue que se encontró con el autor de "Rayuela". El producto de ese encuentro lo reflejó en el artículo titulado "Cortázar en París", que fuera publicado por la revista argentina "Siete Días Ilustrados" en su edición del 26 de mayo de 1969.
CORTÁZAR EN PARÍS
Hace dieciocho años que el escritor Julio Cortázar abandonó Buenos Aires. Durante una caminata por París, enfundado en un sobretodo de tweed azul, aceptó describir para "Siete Días" los lugares que lo seducen y los turistas desechan. No quiso hablar de literatura porque -piensa- ya ha dicho todo lo que tenía que decir.
"Realmente estoy un poco cansado de esta costumbre de venir a verme como punto obligado de visita para todo argentino que esté por París. Antes se visitaba solamente la torre Eiffel, el Café de la Paix... Soy una especie de "lugar turístico", reprocha Julio Cortázar cuando terminó de plegar su metro noventa y cinco de estatura sobre una silla del café Les Deux Magots, hace tres semanas. De todas formas, el lugar elegido para la cita era una especie de tierra de nadie; un punto estratégico desde el que se hacía imposible alterar la tranquilidad casi pueblerina de la calle que da a la plaza Géneral Beuret. Allí hay una puerta estrecha que desemboca en un patio; en el patio, otra puerta -más estrecha todavía que la anterior- se abre abruptamente sobre una empinadísima escalera: en adelante, subiéndola, se pisan los dominios de Cortázar, dos plantas remodeladas que alguna vez ocultaron un granero.
"Hay que viajar lejos sin dejar de querer su hogar", había escrito Apollinaire, y la frase sirvió como epígrafe para la segunda parte de "Rayuela"; pero quizá sirva también para justificarle -si es posible- las distancias a este belga, criado en Banfield, en la provincia de Buenos Aires, alumno del Mariano Acosta, que prefirió contar "cachadoramente" -a una de sus exegetas-por carta: "Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo, por consiguiente, asténico; tendencias, intelectuales; mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia...". A esos datos podría agregarse que alcanzó el título de maestro en 1932, y el de profesor normal en Letras en 1935, con promedios brillantes y sin esfuerzos, y que tuvo cátedras en Chivilcoy y en Mendoza. Después de 1946 "vida porteña solitaria e independiente; convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, melómano, lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético. Traductor público nacional. Gran oficio para una vida como la mía entonces, egoístamente solitaria e independiente".
Desde un departamento de Lavalle al 300 se establecen los últimos preparativos de su viaje a Europa, se barajan las posibilidades de la travesía. Hasta ese momento, Julio Cortázar es -salvo para los iniciados, para los lectores de "Los anales de Buenos Aires", de la edición que Daniel Devoto hizo del poema dramático "Los reyes" o de las excelentes traducciones de Defoe, Villier de L'Isle, Adam, Gide- un perfecto, ilustre desconocido; y la situación no le molesta demasiado porque "por mi parte, preferí guardar mis papeles". Claro que esa resolución no impidió que Sudamericana editara "Bestiario", recibido sin pena ni gloria por un público acostumbrado a la solemnidad y el acartonamiento. Ya en París -1951- lo devoraron innumerables oficios. Un concurso de traducción para cubrir puestos en la UNESCO le permitió, sin dificultades, conseguir el primer lugar y un trabajo que todavía conserva sin abandonar la condición de "contratado", es decir, defendiendo obstinadamente su independencia, guardándose siempre seis meses de cada año para escribir, viajar, sumergirse en una casa de campo a quinientos kilómetros de París. Entretanto, la trayectoria de sus libros es bastante más curiosa: comienzan a agrandarse a fines de los años cincuenta, la década del sesenta lo marca definitiva y paradójicamente como el gran narrador argentino, como uno de los más originales que Latinoamérica es capaz de ofrecer para demostrar que también tiene una literatura.
La aparición de "Rayuela" es el anuncio de que el "match" de la novela argentina tiene un ganador absoluto. Esa novela lúdica que viene a deslumbrar, a sorprender a los que ya habían perdido las esperanzas de una salida, tiene la misión de demoler el lenguaje estereotipado en el que naufragan los mejores intentos, de tomarle el pelo -desde adentro- a la literatura misma, de demostrar que sólo es posible decir "detesto las búsquedas solemnes" cuando se ha producido la voladura de los diques que atascan cualquier embestida de la imaginación. A tres años de "Rayuela" se edita su último libro de cuentos, "Todos los fuegos el fuego"; en él es posible hallar -oculto en los cuentos "La autopista del sur" o en "La salud de los enfermos"- sus mejores momentos de narrador. Un poco más tarde, "La vuelta al día en ochenta mundos" confirmó para algunos las fúnebres augurios que señalaban el agotamiento, el fin de un ciclo y, tal vez, de una obra; para otros fue, en cambio, el testimonio de que Cortázar seguía vivo a través del "collage", del humor, de la burla a envejecidos mitos porteños, de los fuegos artificiales disparados alrededor de Louis Armstrong o Thelonius Monk. "62. Modelo para armar" -abstrusa, reiterativa, imperdonablemente aburrida- y "Buenos Aires, Buenos Aires", un lujoso parloteo sobre lugares comunes, parecieron dar la razón a los que, frente a ese combate, habían apostado en contra.
Lo cierto es que hace dieciocho años que Cortázar se abroquela en París; que volvió unas pocas veces a Buenos Aires -sigilosamente-; que cada uno de esos regresos coincidió con una muerte dolorosa y, por indiferencia, por temor o por cábala -cuentan- prefirió no hacerlo más. Tiempo atrás había comentado al escritor Luis Harss: "Me voy acercando a un punto desde el cual pueda tal vez empezar a escribir como yo creo que hay que hacerlo en nuestro tiempo. En un cierto sentido puede parecer una especie de suicidio, pero vale más un suicida que un zombie"; y quizá ese punto haya llegado porque el título de su próximo libro -"Ultimo round"- suena demasiado a desafío o a final de un juego, un juego peligroso.
Tampoco quiere hablar de literatura ("Ya dije -responde, contestando a un telegrama-, que he dicho todo lo que tengo que decir y Cronopios odian repetirse"), prefiere vagar por París, hacer turismo subterráneo, mostrar los lugares que estima, entusiasmarse con los derroches de imaginación de los estudiantes franceses y pensar, tal vez, como Oliveira: "¿De qué hablarán los muchachos de mi país ahora?". Sí admitió, en cambio, un paseo moroso, a pesar de los tres o cuatro grados con que empezaba la primavera de París. Merodeó mientras atravesaban la plaza Furstemberg, los afiches callejeros, el busto de Apollinaire; pidió una foto "entre mis parisienses".
Frente de un café de Saint Germain des Prés. "Estoy trabajando bastante aquí, en París. El próximo libro es una especie de continuación de aquel 'La vuelta al día en ochenta mundos'. Para ése pensaba en Julio Verne, claro. Verne fue una de las cosas fijas que me quedaron de mí niñez. Los niños que fuimos leímos a Verne y a Salgari, por sobre todo, y es por ese Julio que yo guardo el recuerdo más amistoso. Un poco el libro está dedicado a él. Yo había leído a Verne en esa gran edición con ilustraciones antiguas que para los chicos son mágicas. Y aquí, en París, volví a encontrar esa edición en francés: dos o tres tomos que compré. Cuando tuve la idea del libro, le sugerí al diagramador la inclusión de esas ilustraciones. Pero por cuestión de espacio, algunos textos quedaron afuera. Con otros textos, que he escrito recientemente, compondré el nuevo libro, que se llamará 'Ultimo round'. Será una especie de libro con juego. Porque las hojas estarán cortadas en escalera, al pie de la página, y de ese modo, se irán viendo textos que queden abajo. Eso me permite la inclusión de textos pequeños, en ese espacio de la hoja, como una especie de agenda. El libro, creo, será de mejor apariencia que 'La vuelta al día...' porque estará impreso en Italia".
"Esta es una especie de sorpresa. Es, sin duda, la plaza más pequeña de París. Y para mí tiene una intimidad muy especial. Rodeada así de casas del viejo París, con esos dos bancos, solos, frente a frente, y los cuatro árboles... Están por quitar los árboles ahora, y reemplazarlos por nuevos. Es una plaza muy curiosa. En verano, a veces, los estudiantes piden permiso y dan representaciones, de Marivaux, de Moliére, los clásicos. Montan un pequeño escenario, una tarima, y en esta plaza se dan las funciones. Creo que el conjunto de casas, los árboles, dan un buen clima para eso, ¿no?".
"Esta es una de esas calles que sólo se encuentran en París. No son tan estrechas ni tan antiguas como por ejemplo en España o Italia, pero tienen algo de íntimo, de secreto que en aquéllas es más turístico. Odio esas fotos turísticas, espero que no saquen ninguna así. Claro que aquí también han hecho como en Buenos Aires y en todo el mundo, esos edificios de fines del siglo pasado, llenos de vericuetos y espirales y ramitas: horrendos. Las paredes de ladrillo rojo no le sientan bien a París. En Londres es lo clásico, pero es otro el temperamento. Aquí no va".
"Vean este afiche. Rebeyrolle es amigo mío. Tiene un gran sentido de lo trágico, pero estoy seguro de que no se lo conocerá en Buenos Aires. En cuanto a la literatura, ya no hay círculos literarios en París. Hay escritores independientes. Los movimientos son pocos: los estructuralistas que se reúnen en torno a la revista Tel Quel y los surrealistas viejos, del grupo de Bretón. Pero todas sus revistas están pasadas, siempre dan la impresión de ser algo leído antes. Ya no existe ese magnífico movimiento que fue el surrealismo francés. Hay fogonazos aislados, pero sólo eso. Hojeando las revistas se siente lo que me dijo Borges una vez: 'Son como esos libros que lees y que cuando terminas te queda una libreta'".
"Aquí vivió Delacroix. Sin duda es uno de los precursores del arte moderno, un gran maestro. Pero si me preguntaran si me gusta, diría que no. También pienso que Rubens es un gran pintor, pero... En cambio, se está haciendo ahora en París, en las Tullerías, una magnifica retrospectiva de Mondrian; nunca se había hecho una cosa así en París. Está muy bien organizada, porque se puede ver muy claramente su trayecto del figurativismo al abstracto. En la sala central, donde se ve la serie del árbol, en la que el tronco y las ramas van perdiendo (o ganando) sus formas hasta convertirse en líneas, en cuadros, en espacios de color, es donde mejor se puede estudiar esa trayectoria. Volviendo a Delacroix, vivía en un lugar bastante agradable".
"Esto creo que es muy poco conocido en la Argentina. Es un busto de Apollinaire hecho por Picasso. Se ve bastante bien con el fondo gris de la iglesia, ¿no? Uno se encuentra con estas sorpresas todos los días en París. Da vuelta una esquina y hay una escultura de Rodin, un busto de Picasso, la casa de Baudelaire. Este Picasso creo que ni está firmado. Hay unos Picassos magníficos acá. Pero los mejores están en Suiza."
"Ahora, cruzando el Sena, llegamos a uno de los lugares más significativos de París. Es la Place Dauphine. Aparece mencionada en un viejo texto de Bretón, del viejo surrealismo, en donde se habla de París como de una mujer, y la plaza sería el sexo de esa mujer. La plaza se abre en dos calles y otra pequeña parte de ella por la mitad. Lástima la cantidad de coches. Ese era el buen surrealismo. Porque París es absolutamente femenino, no en el sentido burdo de la metáfora, sino en el de la sutileza, la minuciosa intuición que despiertan sus cosas. París es una mujer extendida, sensual, secreta. Tiene algo de mágico, como si hubiese sido trasformada por un hechicero. Y de esta mujer, la Place Dauphine es el sexo. Voilá".
"Sea realista -reza el cartel-, pida lo imposible. Este es uno de los carteles más hermosos de la revolución. Es un pensamiento exacto, claro, lúcido. Estoy absolutamente de acuerdo. Son endiabladamente inteligentes los estudiantes franceses. No sólo saben qué decir, sino que lo dicen con humor. Por ejemplo, aprovechando la 'x' de Nixon la trasformaron en una cruz esvástica. Los sucesos de Mayo fueron la gran obra. Ahora están en un período de descanso; más bien de preparación. Hay brotes aislados, pero el otro gran golpe todavía no se ha dado. Y existe un hecho muy significativo, que se va viendo poco a poco: es que el 'degaullismo' ya se ha resquebrajado; el alejamiento de De Gaulle significa su fin y esto está creciendo lentamente en la conciencia de todos. Se desmigajó a causa de los sucesos de Mayo, y los estudiantes lo saben, y conocen su fuerza. Cuando se viaja en metro, se puede ver cómo se aprovechan los afiches de publicidad. Eso forma parte de la técnica; todo estudiante anda con un marcador y donde puede deja su consigna".
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