Henry Miller – Trópico de Capricornio

Autor: Henry Miller
Título: Trópico de Capricornio
Editorial: Oveja Negra, S.A. (Primera edición)
Año: 1984
Páginas: 267
Traductor: Carlos Manzano

Henry Miller afirmó que desde temprana edad su actitud fue la de un hombre despreocupado por la vida, indiferente ante lo trascendental, apático a la realidad humana que se mostraba demasiado seria. Poco le importaba la vida de algún amigo que se estuviese muriendo, o la falta de un trabajo decente para alimentar a su familia. Y explica que fue esta condición de hombre desadaptado lo que lo convirtió en un paria, no sólo dentro de la sociedad norteamericana, sino también en el mundo de las letras (hay que recordar que este Trópico de Capricornio no vio la luz en Estados Unidos sino hasta la década de los sesenta, a razón de la censura yanqui). 

La cuestión de Henry Miller es que decidió acceder a terrenos impensables, prohibidos para los rígidos preceptos morales de su tiempo; una característica que lo ha hecho ver siempre como un autor duro, pero también exquisito, desbordante en situaciones desgarradoras a la vez que patéticamente cómicas. No cabe duda de que él es un virtuoso de la individualidad, y de que en medio de todo ese feroz ataque que hace contra aquello que se llama humanidad, hay una prosa erótica que revela un verdadero mundo de desazón ¿Qué queda luego de echar un polvo con una completa desconocida?


Una gran aventura


Trópico de Capricornio (1938) es, en sí, una autobiografía más o menos fantástica que relata las peripecias de Henry Miller desde su infancia hasta su vida adulta. No se utiliza una narración lineal en la historia, ni siquiera un orden cronológico establecido; por ejemplo, el autor pasa de narrar un episodio de su vida como empleado a describir sus años de infancia en una calle de Brooklyn y, luego, a perderse en un brusca mixtura de prosa y lenguaje lírico. Su técnica narrativa es bastante provocativa, así como poco ortodoxa para los más convencionales; no obstante, el sentido de lo que desea narrar es descifrable haciendo que el lector pueda sentirse partícipe de la historia, narrada, cómo no, en primera persona.  

Ahora, aunque la trama está fraccionada en episodios aislados, todos se conectan de una manera u otra gracias a la técnica narrativa de Miller: nos ubica espacial y temporalmente en sitios opuestos, pero termina compaginándolos sin ningún problema; un ejemplo de esto se ve cuando narra una experiencia de su niñez (la asistencia al funeral de su mejor amigo, en el cual decide tirarse un sonoro pedo), de la cual salta a su vida adulta, para contarnos los pormenores de su triste vida laboral.

Sintiéndose un desterrado de su tiempo, Miller—protagonista, nos hace ver que las miserias humanas están a la vuelta de la esquina, llegando a ser, a veces, sorprendentemente patéticas, según como las miremos. La historia del libro comienza cuando el autor consigue, casi por casualidad, un empleo como funcionario (en realidad lo contratan para espiar a los otros jefes) en la Compañía Telegráfica Cosmodemónica. A regañadientes acepta el puesto en el que observa con consternación la estructura de una empresa que se está pudriendo desde adentro.

Poco a poco logra ganarse la confianza de los altos mandos que lo ven como una especie de mal necesario para la compañía. Su trabajo se reduce a supervisar que no se contrate a toda la “escoria” de Nueva York (pordioseros, vagos, prostitutas, drogadictos, ladrones, ex -presidarios o gandules de poca monta). Sin embargo, él mismo no puede ser tan duro, pues un sentido piadoso le invade el alma. Termina dándoles algo a todos estos individuos:

“Constantemente me instaban a no ser demasiado indulgente, ni demasiado sentimental, ni demasiado caritativo. “¡Tienes que ser firme! ¡Tienes que ser duro!”, me advertían. “¡A tomar por culo!”, me decía para mis adentros. “Seré generoso, flexible, clemente, tolerante, tierno.” Al principio escuchaba a todos hasta el final; si no podía darles empleo, les daba dinero, y, si no tenía dinero, les daba cigarrillos o les daba ánimos. Pero ¡Les daba algo!” (Pág. 23)

Desde luego, allí conoce el rostro desfigurado de Estados Unidos. Dejando de lado el tan roído sueño americano, el autor hace un esbozo de la verdadera condición del estadounidense de la época o, mejor dicho, de aquellos extranjeros en proceso de conversión a la ciudadanía americana. Porque dicho sea de paso, los inmigrantes constituyeron el músculo de aquella nación, aun cuando fueron y siguen siendo vistos como una masa de bichos preparados para venderse por un par de monedas. 

Miserias de un escritor 

La situación económica del protagonista está lejos de ser la mejor: a pesar de tener un empleo como oficinista en esa importante empresa de telecomunicaciones, su mujer (June Miller) tiene que pedir prestado para comprar las viandas del hogar y, como él mismo dice, ni siquiera goza de una camisa en buenas condiciones. ¿Qué puede ser peor? Hasta tiene que robarle dinero al ciego que vende periódicos para poder pagarse el pasaje del metro.

Sin embargo, a pesar de tanta miseria, nuestro personaje se las arregla para follarse a escondidas a Valeska, la secretaria de la compañía; para irse de putas con su amigo judío Hymie (quien está obsesionado con los ovarios de su mujer); y para enredarse con su inmoral compinche Curley, un joven tramposo que disfruta acostándose con cuanta mujer ve en la calle. Al mismo tiempo, el protagonista de este Trópico trata de convertirse en un escritor, no demasiado profesional, relatando con extrema pesadumbre los eventos de aquella alocada época.

El horror de la ciudad

En efecto, si de algo puede jactarse esta obra es de que consigue hacer una descripción alucinante del Nueva York de comienzos del siglo XX. Para el autor, la ciudad es el epicentro fastuoso del progreso, pero advierte que es un sitio salvaje, desesperanzador y destructivo porque multiplica las desdichas de sus ciudadanos.

“De noche las calles de Nueva York reflejan la crucifixión y la muerte de Cristo. Cuando el suelo está cubierto de nieve y reina un silencio supremo, de los horribles edificios de Nueva York sale una música de desesperación y una ruina tan sombrías, que hace arrugarse la carne. No se puso piedra alguna sobre otra con amor ni reverencia; no se trazó calle alguna para la danza ni el goce. Juntaron una cosa a otra en una pelea demencial para llenar la barriga y las calles huelen a barrigas vacías y barrigas llenas y barrigas a medio llenar” (Pág. 54)

Lo realmente monstruoso de la urbe occidental es su capacidad para destruir cualquier atisbo de individualidad en el hombre. Miller es consciente de ello y, en consecuencia, su crítica se dirige a la penosa condición en la que una parte de la sociedad neoyorquina se encontraba por aquel entonces, en especial aquella compuesta por la multitud cada vez más creciente de inmigrantes que copaban las calles de la ciudad (italianos, irlandeses, escoses, polacos, alemanes, ingleses, rumanos, rusos, chinos, japoneses, filipinos, árabes, etcétera), todos ellos sufriendo en carne propia los rigores del sistema.

Por otra parte, tenemos la violencia que surge como consecuencia de esta sobrepoblación: los índices de criminalidad se disparan de forma alarmante, el robo es el pan de cada día en las calles, la camorra y el asesinato por cualquier insignificancia surgen a la vuelta de la esquina. Miller adereza tal fenómeno con unos cuantos episodios de personas que habían sido repartidoras suyas en la compañía telegráfica; tal es el caso del degollamiento de un pacífico hombre hindú a manos de su amante; la muerte de un tal Dave Olinski al que le dejaron la cabeza hecha puré por reclamarle a un pandillero; o la triste historia de un matrimonio fracasado cuyo esposo, excombatiente de la Gran Guerra, terminó asesinando a sus hijos a punta de cachiporra y saltando por la terraza del edificio. 

¿En qué otro sitio se puede percibir el horror si no es en la absurda cotidianidad de la ciudad? ¿Qué es lo que hace que las ciudades estén tan abarrotadas de situaciones demenciales? ¿Qué hace que una persona, en apariencia normal, termine por caer en el abismo de la locura?

Resumiendo, es el horror de la ciudad lo que produce el desequilibrio mental de muchos de los buenos ciudadanos, agravada por una neurosis de guerra mal tratada, por las penurias sufridas a causa de las deudas contraídas a voraces entidades bancarias o por la atroz monotonía del mundo laboral.  Esto por no hablar de la enfermedad física y moral de sus gentes. Miller pinta un cuadro tremendista que se muestra crudo, duro y grotesco, exento de toda moralidad que pretenda juzgar tal o cual acción por parte de los personajes involucrados. El autor es despiadadamente imparcial en este aspecto, y la moralidad se la deja a sus conciudadanos más acérrimos de la ética y las normas. 

Conocerse a sí mismo

Es el oficio de escritor lo que ayudará a la exploración mística de Miller, pues él concluye que el verdadero sentido de su existencia sólo se consigue forma al expresar sus ideas. Su formación literaria la adquiere a golpes, a empujones y machacones; su exploración como literato lo obliga a escribir de forma prosaica las experiencias que va adquiriendo. En suma, deja claro que su afición lo induce a seguir escribiendo, pese a que no lo haga profesionalmente. Asimismo, termina por aceptar que la mejor estrategia para evadir la locura del mundo moderno es conocerse a sí mismo.

Miller admite con nihilismo que el verdadero sentido de la vida se encuentra en no hacerle el juego a los artificios que se autoimpone el ser a lo largo de su existencia. Por ello admite que la primera fase de separación con esa realidad abrumadora consiste en el conocerse a sí mismo antes que salir en una búsqueda exterior. La propuesta esgrimida por el protagonista intenta establecer que es el individuo quien finalmente debe estudiar su alma para poder aceptar su autonomía, asumiendo un completo control del destino y evitando caer en la parsimonia cotidiana. Quien labra su propia existencia, quien se despierta del letargo que él mismo se impone es quien consigue liberarse del yugo de la sociedad, pero esto sólo será posible cuando el hombre tenga las agallas de hacer una aventura hacia el yo personal:

“Pues sólo existe una gran aventura y es hacia adentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio, ni los actos, siquiera, importan” (Pág. 11)

Tal descubrimiento exige que sea llevado sin ninguna ayuda externa. Este despertar espiritual requiere que el hombre haga una inspección solitaria de su yo íntimo sin la intromisión de terceros:

“No puedo pensar en calle alguna de América, ni en persona que viva en ella, capaces de enseñarle a uno el camino que conduce al descubrimiento de sí mismo…Yo era uno solo, una sola entidad en medio de la mayor francachela de riqueza y felicidad…, pero nunca conocí a un hombre que fuese verdaderamente rico ni verdaderamente feliz. Yo por lo menos sabía que era desgraciado, que era pobre, que era desarraigado, que desentonaba” (Pág. 11)

Sintetizando, Miller se reconoce como una especie de isla, inaccesible para los otros, solamente él comprende su angustia y sólo él tiene el compromiso de sobrellevarla como mejor pueda.   

Lo real erótico 

Si por algo destaca Miller en su trabajo literario es por las abundantes escenas de sexo, a menudo narradas con un realismo indecoroso. Sus escenas sexuales se pueden definir más como una lucha o contienda que como un acto donde predomina el amor entre pareja. Para el autor norteamericano, lo trascendental es fornicar de cualquier manera, con quien sea y bajo las circunstancias que se le presenten; lo mismo da hacer el amor en una cama que en el lavabo del edificio o en un automóvil aparcado en medio del desierto, lo importante es conseguir meterle mano a una chica y esperar no quedar infectado de algo más grave que ladillas en la entrepierna.

“Me parece extraño que de la música siempre se pasara al sexo. Por las noches si salía a dar un  paseo, estaba seguro de ligarme a alguna: a una enfermera, a una chica que salía de un baile, a una dependienta, cualquier cosa con faldas. Si iba con mi amigo McGregor en su coche…hacia medianoche me encontraba sentado en una sala de estar ajena en un barrio extraño con una chica en las rodillas que por lo general me importaba un pito…” (Pág. 205)

El sexo casual es el verdadero compromiso del protagonista de la novela, la única preocupación de este se reduce a cuestionarse el porqué de la extraña relación del sexo con la música. En efecto, el personaje principal que es un pianista amateur, ve con curiosidad que cada vez que suena la música el ambiente la lujuria salta por los aires. Ya sea que se esté ligando a una mojigata en un lago, a la hermana de la novia de amigo, o a la chica a la que le da clases de piano, todo se vuelve una excusa para poder tener relaciones. Dicho sea, jamás demostró remordimiento alguno por cada encuentro sexual:

“Así que fingí sentirlo terriblemente y dije que no hablaba en serio, que había sentido un miedo de muerte, y que si patatín y patatán, y mientras le hablaba dulce, tranquilizadoramente, le deslicé la mano por la cintura y le acaricié el culo con suavidad. Eso era lo que quería. Me estaba hablando entre sollozos de lo buena católica que era… y quizá estuviera tan absorta en lo que estaba diciendo, que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo yo… debió de sentir algo porque le tenía metidos tres buenos dedos y los movía alrededor como bobinas locas” (Pág. 200)

Sobre el autor

Henry Miller vio la luz un 26 de diciembre de 1891 en Nueva York, era hijo de un sastre alemán, la mayor parte de su niñez la vivió en la calle, donde reconoce que aprendió más que en la propia escuela. Cuando su padre le dio el dinero suficiente para que ingresara a la universidad, prefirió derrocharlo con una amante mucho mayor que él. Tuvo disímiles trabajos durante toda su vida, se desempeñó como labrador, oficinista e, incluso, obrero. 

Su viaje a París estuvo acompañado por la pobreza, siempre rodeado de mujeres de dudosa reputación. Fue censurado en su país natal —al que le guardaba un profundo rencor—, Gran Bretaña y Suecia. Su obra literaria fue objeto de análisis jurídicos en otras naciones debido a su contenido sexual, descrita con frecuencia como cruda, procaz y lo suficientemente obscena como para no permitír su publicación en ningún rincón del planeta. Su consagración artística no llegó sino hasta los setenta años de edad, cuando ya estaba a punto de extinguirse. Murió en California el 7 de junio de 1980. Henry Miller siempre se destacó por su actitud marginal en contraposición a los valores imperantes y a las normas establecidas.
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Esta obra de Miller revela las miserias humanas, la lucha eterna por no caer en el absurdo cotidiano, la exploración mística de un escritor en formación, el sexo duro y sin tapujos, las situaciones cómicas tupidas de un negro sentido del humor y el calco de una sociedad americana que no se veía tan inocente como aparentaba; pero también, la remembranza de un tiempo perdido en los confines vivenciales del autor, confesando cada uno de sus sinsabores familiares, laborales y sexuales.


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