Lawrence Durrell: "Alejar el ar­te de nuestra propia intimidad es la misión del artis­ta"

Lawrence Durrell (1912-1990) nació en la India de padres ingleses. Estudió en el colegio de los jesuitas de Darjeeling y completó su educación en el Canterbury College, antes de ingresar en el servicio diplomático, siendo destinado a países como Argentina, Chipre, Egipto, Grecia y Yugoslavia, que tanto tendrían que ver con el desarrollo de su obra literaria. Influido por autores como Joseph Conrad (1857-1924), André Gide (1869-1951), Marcel Proust (1871-1922), James Joyce (1882-1941) y D.H. Lawrence (1885-1930), pretendió renovar las formas existentes en el uso narrativo de su época con la creación de nuevas técnicas literarias. Así, sus novelas se caracterizaron por tener complejas estructuras, con distintas miradas sobre una misma historia y con mucho de experimentación, al mejor estilo de su amigo Henry Miller (1891-1980). Su mayor obra es "The Alexandria quartet" (El cuarteto de Alejandría), compuesto por las novelas "Justine", "Balthazar", "Mountolive" y "Clea", escritas entre 1957 y 1960. Con una estructura similar escribió "The revolt of Aphrodite" (La Rebelión de Afrodita), integrada por "Tunc" y "Nunquam", entre 1968 y 1970, y "The Avignon quintet" (El quinteto de Avignon), conformado
por "Monsieur", "Livia", "Constance", "Sebastian" y "Quinx", entre 1974 y 1985. Otras novelas suyas son "The black book" (El libro negro), "The dark labyrinth" (El laberinto oscuro) y "White eagles over Serbia" (Aguilas blancas sobre Serbia). También publicó libros de viajes, entre ellos "Bitter lemons" (Limones amargos), "Sicilian carousel" (Carrusel Siciliano) y "The greek islands" (Las islas griegas), un par de volúmenes de poesía, tres obras teatrales y algunos ensayos. Durrell pasó los últimos años de su vida en Sommiéres, un pequeño pueblo al sur de Francia. Allí concedió unas semanas antes de su muerte la entrevista que sigue al periodista norteamericano Robert Mintz, que fuera publicada en la revista anual colombiana "Común Presencia" en su nº 5-6, correspondiente al año 1991. Utilizando un lenguaje alambicado y para nada coloquial, Durrell habló de la literatura, tal como él la entendía.
Para Henry Miller, el arte era una forma de re­cobrar la inocencia. Un escritor como usted, para quien la literatura es una forma de la reflexión, ¿comparte esa sentencia?

De hecho, cuando asumimos su ceremo­nial, su carácter de rito, cuando oficiamos en la palabra, hay una conciencia implícita fran­queando todo umbral de la inocencia. Cruzar­lo implica entonces adentrarnos en un tumul­to de intenciones preconcebidas, aunque una vez adentro las mismas se desvanezcan para asumir el rumbo propio de los personajes; y el carácter de los mismos, puede contener múlti­ples variantes que han dejado ya de pertene­cer al autor, al convertirse en creaciones fenomenológicas con espíritu propio, transmutándose en su continuo y polivalente fluir. Creando su espacio, puede aparecer el signo inocente que no dejaría de ser sino una instancia imaginante y por lo tanto temporal. Corresponde entonces al escritor, más no a la literatura, apartarse de esa inocencia y condenarse felizmente a asumir una concien­cia de libertad creadora.
Se dice que es imposible mirar de fren­te a la verdad como al sol, ¿es posible aplicar esta misma relación cuando se trata de un personaje?
La novela moderna muestra nuevos es­tadios de la psicología, los personajes se han vuelto prismáticos, por lo cual tendríamos que observarlos desde muchos ojos simultáneos, es la metáfora de la perspectiva. Alejar el ar­te de nuestra propia intimidad, crear el espa­cio que otorgue movimiento y luz a los perso­najes, investirlo incluso de una superficie que nos produzca extrañeza, es la misión del artis­ta. Sobre este misterio de la escritura, sobre su cosecha de milagros, con la palabra itine­rante tendiendo hacia un múltiple significado, debemos enfrentarnos incesantemente. Los personajes poseen un ropero de rostros y el escritor debe estar atento para delatarlos. Fi­nalmente, sólo puedo asegurarle que he vela­do con empeño lo que vine a contemplar.
¿Alejandría y Avignon, presencias me­morables, representan el latido mítico de Durrell?
Soñamos lo que fue, lo que es, lo que es­peramos que sea. Las ciudades, quizá como ningún otro espacio físico del hombre, entrañan la embriaguez transfigurada y mágica de nuestra dispersión interior. La inusitada transformación de los azares y atmósferas, nuestro devenir silencioso, incluso nuestra vi­sión supra-terrestre que mitifica la búsqueda de lo sublime, nace, en mi caso, de la más al­ta caída en las ciudades. Esa que somos, esa que contiene tanto de nosotros, es posible que confluya en la elegida, es decir en la mítica. ¿Cómo llegar a ella, o por lo menos cómo ima­ginar que existe si no la obsedemos entre el desgarramiento de un vuelo tembloroso escudriñando sus espacios y presencias? Enton­ces... sí. Es posible que Alejandría y Avignon sean, en el deseo de mi espíritu, ese conjuro misterioso. En ellas a través de "El cuarteto..." y "El quinteto...", conjugué toda la incoherencia psíquica que entrañan las ciudades del hombre. Encontré las emanaciones de lo perdido y lo recuperado. La prolongación de nuestra extrañeza y estupor, esa suma de deshabita­ciones e identidades que pueden resumirse con el asombro; el tránsito por lo desconoci­do donde se produce el encuentro abismal con el sobresalto, lo representaron ellas. Ale­jandría como un fantasma evadido del tiem­po, me asaltó siempre con sus alucinantes contrastes. Avignon, arraigada en mí con su enigmático y febril destello cátaro, me golpeó como una memoria. Ciudades conocidas y desconocidas (siempre cambiantes), las dos me abatieron con su compendio de voces cruzándose en idiomas diferentes. Nunca qui­se descifrar la ciudad que me poseía sino en­carnarla, tatuarla en mis personajes. En sínte­sis, Alejandría y Avignon no sólo fueron el ritual que mitificó mi esencia, sino el roce de mis orígenes coexistiendo con el espíritu del lugar.
Persiguen "El cuarteto..." y "El quinteto..." el éxtasis de un legado que perpetúe el tiempo de los amantes?
La estructura del amor está tamba­leándose, por eso existe en esas obras una in­tención de cifrarla, con base en la experiencia desgarradora de lo que ha sido su transcurrir a través de los siglos, y la prolongación de esa experiencia inaugurando espacios de infini­tud que conjuguen materia y espíritu, posibi­litando su advenir que fracture las formas con­vencionales de la occidentalización del amor, su desequilibrante agotamiento, su oculto de­samparo y su final desgarrador, para convertirlas en prometedor acceso a un tiempo benéfico. Buscarse, es posible que sea agotarse. Pero ago­tarse en otro, fertilizar nuestra otredad constelan­do el espíritu de lo desconocido, debe ser una im­posición esencial del ser, porque creo que el hombre ‑ya lo dije‑ sólo será feliz cuando sus dio­ses se perfeccionen.
¿Aún en su forma más silenciosa usted mantiene una permanente latencia del espíritu a lo largo de su obra. ¿Podríamos hablar un poco de ello?
En estos tiempos desmesuradamente equívocos, en estos días sin señales posibles, dón­de lo cotidiano es la única grieta sobre el vértigo, ¿cómo no sujetarnos al solitario temblor que nos ha elegido y cómo no acceder con todo nuestro humanismo (en el sentido que la da Miller a esta palabra) a esa intensidad rutilante? Por lo demás, creo haber intercambiado en todos mis libros ca­da uno de sus inagotables movimientos. Todo cuanto les dio forma a ellos, estaba regido por esa presencia infinita.
¿De Durrell a Durrell, cómo se gesta el tránsito de la memoria?
La literatura, esa suerte de transformación aleatoria de la realidad, no puede ser más que el río del tiempo que nos pasa. Está más allá, pero más acá, y seguirá su curso. Cuando digo esto, invoco a Heráclito porque sé que es uno o todos los hombres. De Durrell a Durrell, no podría existir evasión ni sustracción alguna al culto de la memo­ria, pues qué otra vislumbre tendremos en la ve­jez sino ella, para configurar nuestra doliente fe­licidad? Y este pasar, este creer haber sido, se extiende a través de la memoria, se convierte entonces en abstracción transformada, por la que accedemos enigmática y jubilosamente a la atemporalidad.
¿Si pudiéramos recuperar en su voz la ce­remonia de la palabra, ¿qué brújula nos daría?
Siempre creí que la literatura debe investir­se del peligro múltiple de lo imaginario. Debe preceder cada palabra, tocada o no por los invisib­les hilos de la materia, por los intangibles rumores del espíritu, o por las inasibles trasparencias de la alquimia (para decirlo con un término tan gastado). Cada obsesión que dibuje esa Palabra, cada acto por ella creado, vertiginoso o simple, debe imantarse de la atracción del abismo. Debe necesariamente sitiar al universo.

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