Construir al enemigo Umberto Eco



Construir al enemigo Hace años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era difícil de descifrar y me aclaró que era paquistaní. Me preguntó de dónde era yo y le contesté que italiano. Me preguntó que cuántos éramos y se quedó asombrado de que fuéramos tan pocos y de que nuestra lengua no fuera el inglés. Por último me preguntó cuáles eran nuestros enemigos. Ante mi «¿Perdone?», aclaró despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en guerra desde hacía siglos por reivindicaciones territoriales, odios étnicos, violaciones permanentes de fronteras, etcétera, etcétera. Le dije que no estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente me explicó que quería saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero ellos nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos, que la última guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas, empezándola con un enemigo y acabándola con otro. No estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que haya un pueblo que no tiene enemigos? Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haberle contestado, es decir, que no es verdad que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos y, en todo caso, no logran ponerse de acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en guerra entre ellos: Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas, fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura. Y es una pena que por aquel entonces todavía no se hubiera producido la caída de los dos gobiernos de Romano Prodi, porque le habría podido explicar mejor qué significa perder una guerra por culpa del fuego amigo. Ahora bien, reflexionando sobre aquel episodio, me he convencido de que una de las desgracias de nuestro país, en los últimos sesenta años, ha sido precisamente no haber tenido verdaderos enemigos. La unidad de Italia se hizo gracias a la presencia de los austriacos o, como quería el poeta Giovanni Berchet, del irto, increscioso alemanno («el híspido y engorroso alemán»); Mussolini pudo gozar del consenso popular incitándonos a vengarnos de la victoria mutilada, de las humillaciones sufridas en Dogali y Adua, así como de las demoplutocracias judaicas que nos imponían sus inicuas sanciones. Véase qué le sucedió a Estados Unidos cuando desapareció el imperio del mal y se disolvió el gran enemigo soviético. Peligraba su identidad hasta que Bin Laden, acordándose de los beneficios recibidos cuando lo ayudaban contra la Unión Soviética, tendió hacia Estados Unidos su mano misericordiosa y le proporcionó a Bush la ocasión de crear nuevos enemigos reforzando el sentimiento de identidad nacional y su poder. Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. Véase la generosa flexibilidad con la que los naziskins de Verona elegían como enemigo a quienquiera que no perteneciera a su grupo, con tal de reconocerse como tales. Pues bien, en esta ocasión no nos interesa tanto el fenómeno casi natural de identificar a un enemigo que nos amenaza como el proceso de producción y demonización del enemigo. En las Catilinarias (II, 1-10), Cicerón no debería haber sentido la necesidad de bosquejar una imagen del enemigo, porque tenía las pruebas de la conjura de Catilina. Pero lo construye cuando, en la segunda oración, les presenta a los senadores la imagen de los amigos de Catilina, reverberando su halo de perversidad moral sobre el principal acusado: Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manjares, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar a Roma. […] Les reconoceréis en lo bien peinados, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, en que gastan togas tan finas como velos. […] Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no solo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter un veneno [1] . El moralismo de Cicerón, al final, será el mismo de Agustín, que estigmatizará a los paganos porque, a diferencia de los cristianos, frecuentan circos, teatros, anfiteatros y celebran fiestas orgiásticas. Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras. Uno diferente por excelencia es el extranjero. Ya en los bajorrelieves romanos los bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo apelativo de bárbaros, como es sabido, hace alusión a un defecto de lenguaje y, por lo tanto, de pensamiento. Ahora bien, desde el principio se construyen como enemigos no tanto a los que son diferentes y que nos amenazan directamente (como sería el caso de los bárbaros), sino a aquellos que alguien tiene interés en representar como amenazadores aunque no nos amenacen directamente, de modo que lo que ponga de relieve su diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que sea su diversidad misma la que se convierta en señal de amenaza. Véase lo que dice Tácito de los judíos: «Consideran profano todo lo que nosotros tenemos por sagrado, y todo lo que nosotros aborrecemos por impuro es para ellos lícito» (y me viene a la cabeza el repudio anglosajón por los comedores de ranas franceses o el repudio alemán por los italianos que abusan del ajo). Los judíos son «raros» porque se abstienen de comer carne de cerdo, no ponen levadura en el pan, se entregan al ocio el séptimo día, se casan solo entre ellos, se circuncidan (fíjense) no porque se trate de una norma higiénica o religiosa sino «para marcar su diversidad», entierran a los muertos y no veneran a nuestros Césares. Una vez demostrado lo distintas que son algunas costumbres auténticas (circuncisión, descanso del sábado), se puede subrayar aún más la diversidad introduciendo en el retrato costumbres legendarias (consagran la efigie de un asno, desprecian a padres, hijos, hermanos, patria y dioses). Plinio no encuentra cargos significativos contra los cristianos, puesto que ha de admitir que no se dedican a cometer delitos sino solo a llevar a cabo acciones virtuosas. Aun así, los condena a muerte porque no sacrifican al emperador y esa obstinación en rechazar algo tan obvio y natural establece su diversidad. Una nueva forma de enemigo será, más tarde, con el desarrollo de los contactos entre los pueblos, no solo el que está fuera y exhibe su extrañeza desde lejos, sino el que está dentro, entre nosotros. Hoy lo llamaríamos el inmigrado extracomunitario, que, de alguna manera, actúa de forma distinta o habla mal nuestra lengua, y que en la sátira de Juvenal es el graeculo listo y timador, descarado, libidinoso, capaz de tender sobre el lecho a la abuela de un amigo. Extranjero entre todos, y distinto por su color, es el negro. En la entrada «Negro» de la Enciclopedia Británica, primera edición norteamericana de 1798, se leía: En el color de la piel de los negros encontramos diferentes matices; pero todos se diferencian de la misma manera de los demás hombres en los rasgos de su rostro. Mejillas redondas, pómulos altos, una frente ligeramente elevada, nariz corta, ancha y roma, labios gruesos, orejas pequeñas, fealdad e irregularidad de forma caracterizan su aspecto exterior. Las mujeres negras tienen caderas muy caídas, y glúteos sumamente rollizos, que les otorgan la forma de una silla de montar. Los vicios más conocidos parecen ser el destino de esta infeliz raza: se dice que ocio, traición, venganza, crueldad, desvergüenza, robo, mentira, lenguaje obsceno, desenfreno, mezquindad e intemperancia han extinguido los principios de la ley natural y han acallado las reprimendas de la conciencia. Son ajenos a todo sentimiento de compasión y constituyen un terrible ejemplo de la corrupción del hombre cuando queda abandonado a sí mismo. El negro es feo. El enemigo debe ser feo porque se identifica lo bello con lo bueno (kalokagathia), y una de las características fundamentales de la belleza ha sido siempre lo que la Edad Media denominará integritas (es decir, tener todo lo que se requiere para ser un representante medio de una especie, por lo cual, entre los humanos, serán feos los que carecen de un miembro, de un ojo, tienen una estatura inferior a la media o un color «deshumano»). Ahí tenemos, entonces, desde el gigante monóculo Polifemo hasta el enano Mime, el modelo de identificación del enemigo. Prisco de Panio en el siglo V d. C. describe a Atila bajo de estatura, con un tórax ancho y una cabeza grande, los ojos pequeños, la barba fina y encanecida, la nariz aplastada y (rasgo fundamental) la tez oscura. Pero es curioso cómo se parece el rostro de Atila a la fisonomía del diablo tal como lo verá más de cinco siglos después Rodolfus Glaber: estatura modesta, cuello fino, rostro demacrado, ojos muy negros, frente surcada de arrugas, nariz achatada, boca sobresaliente, labios turgentes, barbilla estrecha y afilada, barba caprina, orejas híspidas y puntiagudas, cabello erizado y desgreñado, dentadura canina, cráneo alargado, pecho prominente, espalda gibosa (Crónicas, V, 2). En el encuentro con una civilización todavía desconocida, carecen de integritas los bizantinos vistos por Liutprando de Cremona, enviado en el año 968 por el emperador Otón I a Bizancio (Relatio de legatione constantinopolitana): Nicéforo es un ser monstruoso, un pigmeo con una cabeza enorme, que parece un topo por la pequeñez de sus ojos, afeado por una barba corta, larga, espesa y entrecana, con el cuello de un dedo de largo; un etíope por su color, con quien no querrías tropezarte por la noche, vientre obeso, enjuto de nalgas, muslos demasiado largos para su corta estatura, piernas cortas, pies planos y una ropa de pueblerino gastada, hedionda y desteñida de tanto ponérsela. Hediondo. El enemigo siempre huele mal, y un tal Berillon, al principio de la Primera Guerra Mundial (1915), escribía un La polychrésie de la race allemande, donde demostraba que el alemán medio produce más materia fecal que el francés, y con un olor más desagradable. Si el bizantino olía mal, mal olía el sarraceno en el Evagatorium in Terrae sanctae, Arabiae et Egypti peregrinationem de Felix Fabri (siglo XV): Los sarracenos emiten un terrible hedor, por lo que se dedican a continuas abluciones de todo tipo; y como nosotros no olemos mal, a ellos no les importa que nos bañemos con ellos. Claro que son igual de indulgentes con los hebreos, que apestan aún más […]. De este modo, los sarracenos están contentos de hallarse en compañía de quienes como nosotros no hedemos. Olían mal los austriacos de Giuseppe Giusti, en su famoso poema que inicia con «Vostra eccellenza che mi sta in cagnesco / per que’ pochi scherzucci di dozzina?»: Entro, e ti trovo un pieno di soldati, di que’soldati settentrionali, come sarebbe Boemi e Croati, messi qui nella vigna a far da pali. […] Mi tenni indietro, ché, piovuto in mezzo di quella maramaglia, io non lo nego d’aver provato un senso di ribrezzo che lei non prova in grazia dell’impiego. Sentiva un’afa, un alito di lezzo; scusi, Eccellenza, mi parean di sego, in quella bella casa del Signore, fin le candele dell’altar maggiore [2] . No puede no apestar el gitano, visto que se alimenta de carroñas, tal como nos enseña Cesare Lombroso (L’uomo delinquente, 1876, 1, II) y apesta en Desde Rusia con amor la enemiga de James Bond, Rosa Klebb, no solo rusa y soviética, sino por añadidura lesbiana: En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada detrás de una mesa redonda, bajo la luz central. Era el olor del metro en los atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro. […] Tatiana continuaba aún repasando alegremente la situación, cuando se abrió la puerta del dormitorio y «esa mujer, Klebb» apareció en la misma. […] La coronel Klebb de SMERSH llevaba puesto un camisón semitransparente hecho de crépe de chine color naranja. […] Una rodilla con hoyuelos, como un coco amarillento, aparecía doblada y adelantada entre los pliegues medio abiertos del camisón, en la postura clásica de las modelos. […] Rosa Klebb se había quitado las gafas y su rostro desnudo estaba ahora cargado de rímel, colorete y lápiz de labios. Parecía la puta más vieja del mundo. […] Dio unos golpecitos en el sofá, a su lado. —Apague la luz de arriba, querida. El interruptor está junto a la puerta. Luego venga a sentarse a mi lado. Debemos conocernos la una a la otra [3] . Monstruoso y hediondo será, por lo menos desde los orígenes del cristianismo, el judío, visto que su modelo es el Anticristo, el archienemigo, el enemigo no solo nuestro sino de Dios: Éstas son sus facciones: la cabeza es como una llama ardiente, el ojo derecho inyectado de sangre, el izquierdo de un verde felino y tiene dos pupilas, sus párpados son blancos, el labio inferior es grande, el fémur derecho es débil, los pies grandes, el pulgar aplastado y alargado [4] . El Anticristo nacerá del pueblo de los judíos […] de la unión de un padre y de una madre como todos los hombres, y no, como se dice, de una virgen. […] Al empezar su concepción, el diablo entrará en el útero materno, por virtud del diablo será alimentado en el vientre de la madre, y el poder del diablo siempre estará con él [5] . Tendrá dos ojos de fuego, orejas como las de un asno, nariz y boca como un león, porque enviará a los hombres los actos de locura del más delictuoso de los fuegos y las voces más vergonzosas de la contradicción, haciendo que renieguen de Dios, expandiendo en sus sentidos el hedor más horrible, destruyendo las instituciones de la Iglesia con la más feroz de las codicias; se reirá con maldad con un rictus enorme enseñando horribles dientes de hierro [6] . Si el Anticristo viene del pueblo de los judíos, su modelo deberá reflejarse en la imagen del hebreo, ya sea que se trate de antisemitismo popular, de antisemitismo teológico o de antisemitismo burgués de los siglos XVIII y XIX. Empecemos por el rostro: Suelen tener el rostro lívido, la nariz aguileña, los ojos hundidos, la barbilla de punta y los músculos constrictores de la boca muy pronunciados. […] Además, los judíos sufren de enfermedades que indican la corrupción de su sangre, como antaño la lepra y hoy el escorbuto, que le es afín, las escrófulas y los flujos de sangre. […] Se dice que los judíos despiden siempre un mal olor […]. Otros atribuyen estos efectos al uso frecuente de verduras de olor penetrante como cebolla y ajo […]. Otros más dicen que es la carne de ganso, que les gusta mucho, la que los vuelve lívidos y atrabiliarios, dado que este alimento abunda de azúcares toscos y pegajosos [7] . Más tarde, Wagner complicará el retrato con aspectos fonéticos y mímicos: El judío que, como es sabido, tiene su Dios muy particular, nos sorprende primero, en la vida ordinaria, por su aspecto exterior; a cualquier nacionalidad europea que pertenezcamos, él presenta algo desagradablemente extraño a esa nacionalidad: involuntariamente deseamos no tener nada en común con un hombre que tiene esa apariencia […]. No podemos imaginar sobre la escena a un personaje antiguo o moderno, ya sea un héroe, ya un enamorado, representado por un judío, sin sentir involuntariamente todo lo impropio, que llega hasta el ridículo, de una tal idea […]. Lo que nos repugna particularmente es la expresión física del acento judío. […] Nuestro oído se ve afectado de manera extraña y desagradable por el sonido agudo, chillón, seseante y arrastrado de la pronunciación judía: un empleo de nuestra lengua nacional completamente impropio […] nos obliga durante una conversación, a prestar más atención a ese cómo desagradable del hablar judío que a su qué. Hay que reconocer y retener la importancia excepcional de este hecho para explicar la impresión que nos hacen las obras musicales de los judíos modernos. Cuando oímos hablar a un judío, la ausencia de toda expresión puramente humana en su discurso nos hiere a pesar nuestro […]. Es natural que la aridez natural de la naturaleza judía alcance su apogeo en el canto, considerado el medio de expresión más vivaz y más incuestionablemente verdadero de la sensibilidad individual; y de acuerdo con la naturaleza de las cosas deberíamos negar al judío toda capacidad artística en todos los campos del arte, y no solamente en el que tiene por base al canto [8] . Hitler procede con mayor gracia, casi al límite de la envidia: En los jóvenes la forma de vestir debe estar al servicio de la educación. […] Si hoy en día la perfección corporal no estuviera relegada a segundo plano por nuestra moda desaliñada, no sería posible que centenares de millares de jovencitas fueran seducidas por repugnantes bastardos judíos con las piernas torcidas [9] . Del rostro a las costumbres, ahí tenemos al enemigo judío matando a niños y bebiendo su sangre. Aparece muy pronto, por ejemplo, en los Cuentos de Canterbury de Chaucer, donde se relata de un niño muy parecido al santo Simoncito de Trento; mientras pasa por el barrio judío cantando O alma redemptoris mater, lo secuestran, le cortan el pescuezo y lo tiran a un pozo. El judío que mata a los niños y se abreva con su sangre tiene una genealogía muy compleja porque el mismo modelo preexistía en la construcción del enemigo interno al cristianismo, el hereje. Nos basta un solo texto: Por la noche, cuando se encienden las velas y nosotros celebramos la Pasión, ellos conducen a una cierta casa a las jóvenes que han introducido a sus ritos secretos, apagan las lámparas porque no quieren la luz como testigo de las abominaciones que se cometerán, y desahogan su propia depravación sobre la primera que se les presenta, aunque sea su hermana o su hija. Están convencidos, en efecto, de que les hacen algo muy grato a los demonios si quebrantan las leyes divinas que prohíben el connubio con los que tienen la misma sangre. Una vez acabado el rito, vuelven a casa y esperan que pasen nueve meses: llegado el momento en que deberían nacer los sacrílegos hijos de la sacrílega simiente, se vuelven a congregar en el mismo lugar. Tres días después del parto, arrancan esos miserables hijos a sus madres, cortan sus tiernos miembros con una daga afilada, recogen en copas la sangre derramada y queman a los recién nacidos cuando todavía respiran arrojándolos a una hoguera. Luego mezclan en las copas la sangre y las cenizas para obtener un horrible mejunje, con el que ensucian comidas y bebidas, a escondidas, como quienes vierten veneno en el aguamiel. Esta es su comunión [10] . A veces el enemigo se percibe como distinto y feo porque es  de clase inferior. En la Ilíada, Tersites («bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera», II, 212) es socialmente inferior a Agamenón o a Aquiles y, por consiguiente, envidioso de ellos. Entre Tersites y el personaje de Franti de Edmondo De Amicis hay poca diferencia, ambos son feos: Ulises golpea hasta hacerle sangre al primero y la sociedad condenará a Franti a la cadena perpetua: Tiene a su lado a uno de rostro descarado y triste, que se llama Franti, al que ya habían expulsado de otra escuela. […] Sólo uno podía reírse mientras Derossi hablaba de los funerales del Rey, y fue Franti. Yo lo detesto. Es malo. Cuando viene un padre a la escuela a regañar al hijo, él goza; cuando alguno llora, él ríe; atormenta a Crossi porque tiene el brazo muerto, se burla de Precossi al que todos respetan, se burla hasta de Robetti, el de segundo, que camina con muletas por haber salvado al niño. Provoca a todos los más débiles que él, y cuando llega a los puños se enfurece y trata de hacer daño. Hay algo que produce aversión en esa pequeña frente, en esos ojos turbios que casi esconde bajo la visera de su boina de hule. No le teme a nada, se ríe en la cara del maestro; cuando puede, roba, niega con una cara impávida, siempre está peleando con alguien, lleva a la escuela unas agujas para chuzar a los vecinos, se arranca botones de la chaqueta y se los arranca a los otros y los apuesta; tiene morral, cuadernos y libros descosidos, rotos, sucios, la regla rota, la pluma carcomida, las uñas roídas, la ropa llena de manchas y rasgaduras que se hace en las peleas. […] Algunas veces el maestro finge no ver sus canalladas y él las hace peores; intentó tratarlo de buena manera y él se burló. Le dijo palabras terribles, y él se cubrió el rostro con las manos como si llorara, pero reía [11] . Entre los portadores de fealdad debida a su posición social están, obviamente, el delincuente nato y la prostituta; ahora bien, con la prostituta entramos en otro universo, el de la hostilidad o el del racismo sexual. Al varón que gobierna y escribe, o escribiendo gobierna, la mujer se ha representado como su enemiga desde siempre. Es más, no nos dejemos engañar por la mujeres angelicales; precisamente porque la literatura mayor está dominada por criaturas bellas y dulcísimas, el mundo de la sátira —que es en definitiva el del imaginario popular— demoniza sin cesar a la hembra, desde la Antigüedad clásica, pasando por la Edad Media, hasta los tiempos modernos. Para la Antigüedad me limito a Marcial: Cuando tienes trescientos consulados, Vetustila, y tres pelos y cuatro dientes, pecho de cigarra, piernas y color de hormiga; cuando tienes una frente más arrugada que tu estola y unos pechos que parecen telarañas; […] y tu vista alcanza lo que alcanzan las lechuzas por la mañana, y hueles a lo que los machos cabríos, y tienes la rabadilla de una ánade flaca, […] solamente una antorcha funeraria puede penetrar en semejante coño [12] . ¿Y quién será el autor de esta cita? La mujer es un animal imperfecto, recocido por mil pasiones desagradables y abominables solo de pensar en ellas, por no hablar de razonar de ellas. […] Ningún otro animal es menos limpio que ella: el puerco no alcanza su suciedad, ni siquiera cuando está emplastado de fango; y si acaso alguien quisiera negarlo, mírense sus partos, búsquense los lugares secretos donde ellas, avergonzándose, esconden los horribles instrumentos que emplean para quitarse sus superfluos humores [13] . Si eso podía pensarlo Giovanni Boccaccio (en su Corbaccio), laico y desvergonzado, imagínense lo que debía de pensar y escribir un moralista medieval para afirmar el principio paulino de que mejor sería no probar jamás los placeres de la carne aunque existiera la remota posibilidad de conocerlos sin quemarse. En el siglo X, Odón de Cluny recordaba que: La belleza del cuerpo está solo en la piel. En efecto, si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, dotados de la penetración visiva interior como los linces de Beocia, la mera visión de las mujeres les resultaría nauseabunda: esta gracia femenina que es solo mucosidad, sangre, humor y hiel. Considerad lo que se esconde en las fosas nasales, en la garganta, en el vientre: inmundicias por doquier. […] Y a nosotros que nos repugna tocar aun con la punta de los dedos el vómito o el estiércol, ¿cómo podemos desear estrechar entre nuestros brazos un simple saco de excrementos [14]? De la misoginia que definiríamos «normal» se llega a la construcción de la bruja, obra maestra de la civilización moderna. Sin duda, la bruja era conocida también en la Antigüedad clásica, y me limitaré a recordar a Horacio («Yo mismo he visto a Canidia, ceñida con su capa negra, con los pies desnudos y el cabello suelto, aullar con Sagana la mayor. La palidez les había dado a ambas un aspecto horrible», Sermones, 8) o a las brujas del Asno de oro de Apuleyo. Pero tanto, en la Antigüedad como en la Edad Media se habla de brujas y brujos más que nada como referencia a creencias populares, como incidentes de posesión episódicos a fin de cuentas. Roma no se sentía amenazada por las brujas en los tiempos de Horacio, y en la Edad Media aún se pensaba que, en el fondo, la brujería era un fenómeno de autosugestión, es decir, que la bruja era aquella que se creía una bruja, como recitaba en el siglo IX el Canon episcopi. Algunas mujeres depravadas, votadas a Satanás y desviadas por sus ilusiones y seducciones, creen y afirman cabalgar de noche ciertas bestias, en compañía de una muchedumbre de mujeres, siguiendo a Diana. […] Los sacerdotes deben predicar constantemente al pueblo de Dios que eso es absolutamente falso, y que tales fantasías no las despierta el espíritu divino en las mentes de los fieles sino el espíritu malvado. Satanás, en efecto, se transforma en ángel de la luz y toma posesión de la mente de esas mujercillas y las domina a causa de su escasa fe e incredulidad. Por el contrario, la bruja empieza a congregarse en sectas, a celebrar sus aquelarres, a volar, a trocarse en animal, y a convertirse en enemigo social en los albores del mundo moderno, tanto que se merece los procesos inquisitoriales y la hoguera. No trataremos aquí el problema complejo del síndrome de la brujería, si se trata de búsqueda de un chivo expiatorio en el curso de profundas crisis sociales, de influencias del chamanismo siberiano o de la permanencia de arquetipos eternos. Lo que nos interesa en este ámbito sigue siendo el modelo recurrente de la creación de un enemigo, modelo que es análogo al de la construcción del hereje o del judío. Y no basta con que hombres de ciencia como Gerolamo Cardano (De rerum varietate, XV) en el siglo XVI avanzaran sus objeciones de sentido común: Son mujercillas de miserable condición, que malviven en los valles alimentándose de castañas y hierbas. […] Por eso son macilentas, deformes, tienen la tez térrea, los ojos saltones, y su mirada demuestra su temperamento melancólico y bilioso. Taciturnas y ausentes, se diferencian poco de los que están poseídos por el demonio. Son tan firmes en sus opiniones, que de atender sólo a los discursos que hacen, se podría considerar verdadero lo que cuentan con tanta convicción, hechos que no se han producido jamás ni jamás se producirán. Las nuevas oleadas de persecución empiezan con los leprosos. Carlo Ginzburg recuerda que en 1321 los quemaron en toda Francia porque intentaron matar a la población envenenando aguas, manantiales, pozos: «Las mujeres leprosas que hubieran confesado el crimen, espontáneamente o por efecto de la tortura, debían ser quemadas, a menos que estuvieran embarazadas; si lo estaban, habían de permanecer separadas hasta el parto y el destete del niño y ser posteriormente quemadas». No resulta difícil identificar aquí las raíces de los procesos a los que contagiaban la peste, a los manzonianos untadores. Ahora bien, el otro aspecto de la persecución citada por Ginzburg es que automáticamente a los untadores leprosos se los relacionaba con los judíos y los sarracenos. Varios cronistas referían voces según las cuales los judíos eran cómplices de los leprosos y por ello a muchos se los quemaba con ellos: «El populacho se tomaba la justicia por su mano, sin llamar ni al preboste ni al bailío: encerraban a la gente en su casa, junto con el ganado y los muebles, y los quemaban [15]». Uno de los jefes de los leprosos habría confesado haber sido corrompido con dinero por un judío, que le entregó un veneno (hecho con sangre humana, orina, tres hierbas y hostia consagrada) dentro de bolsitas provistas de pesos para que se hundieran más fácilmente en los manantiales; pero el que había dado el encargo a los judíos fue el rey de Granada, y otra fuente sumaba a la conjura también al sultán de Babilonia. De esta forma, con un solo golpe se reunían tres tipos de enemigo tradicional: el leproso, el judío y el sarraceno. La remisión al cuarto enemigo, el hereje, lo proporcionaba el detalle de que los leprosos convocados tenían que escupir sobre la hostia y pisotear la cruz. Más tarde, rituales de ese tipo serán practicados por las brujas. Si en el siglo XIV aparecieron los primeros manuales para el proceso inquisitorial que apuntaba a los herejes, como la Practica inquisitionis hereticae pravitatis de Bernardo Gui o el Directorium Inquisitorum de Nicolás Aymerich, en el siglo XV (mientras en Florencia Marsilio Ficino traduce a Platón por encargo de Cosme de Médicis y según una conocida parodia goliardesca los seres humanos se disponían a cantar «che sollievo, che sollievo – siamo fuor dal Medioevo» [qué alivio, qué alivio, de la Edad Media hemos salido], entre 1435 y 1437 aparece (se publica posteriormente en 1473) el Formicarius de Nider, donde por primera vez se habla de las distintas prácticas de brujería en sentido moderno. En la bula Summis desiderantes affectibus, de 1484, Inocencio VIII escribía: En los últimos tiempos llegó a Nuestros oídos, no sin afligirnos con la más amarga pena, la noticia de que en algunas partes de Alemania […] muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles. […] Por cuanto Nos, como es Nuestro deber, Nos sentimos profundamente deseosos de […] aplicar potentes remedios para impedir que la enfermedad de la herejía y otras infamias den su ponzoña para destrucción de muchas almas inocentes, […] decretamos y mandamos que los mencionados Inquisidores [Sprenger y Kramer] tengan poderes para proceder a la corrección, encarcelamiento y castigo justos de cualesquiera personas. Y, en efecto, inspirándose también en el Formicarius, Sprenger y Kramer publicarían en 1486 el infame Malleus maleficarum (El martillo de las brujas). Cómo se construía una bruja nos lo dicen (un ejemplo entre miles) los autos del proceso inquisitorial contra Antonia de la parroquia de Saint-Jorioz, diócesis de Ginebra, en 1477: La acusada, habiendo abandonado a su marido y a su hija, se llegó con Masset al lugar denominado «laz Perroy» junto al torrente […] donde se celebraba una sinagoga de herejes, y donde halló a numerosos hombres y mujeres, que allá se cortejaban, danzaban y bailaban hacia atrás. Le mostró entonces un demonio, llamado Robinet, que tenía el aspecto de un negro, diciendo: «Éste es nuestro maestro, al que debemos rendir homenaje, si quieres conseguir lo que deseas». La acusada le preguntó cómo debía proceder […] y el mencionado Masset le contestó: «Renegarás de Dios tu creador, y de la fe católica y de esa rufiana de la Virgen María y aceptarás como señor y maestro tuyo a este demonio llamado Robinet y harás a su manera todo lo que él quiera […]». Oídas estas palabras, la acusada empezó a entristecerse y se negó a hacerlo de buenas a primeras. Pero al final renegó de Dios su creador diciendo: «Yo reniego de Dios mi creador y de la fe católica y de la santa Cruz, y te acepto a ti, demonio Robinet, como mi señor y maestro». Y rindió homenaje al demonio besándole el pie. […] Luego, en menosprecio de Dios, arrojó al suelo y pisoteó con el pie izquierdo hasta romperla una cruz de madera. […] Se hizo transportar sobre un bastón de un pie y medio de largo; para ir a las sinagogas, la acusada debía untarlo con el ungüento contenido en un copón, que estaba lleno, y colocárselo entre las piernas diciendo: «¡Adelante, ve adonde el diablo!» e inmediatamente era transportada por el aire con un movimiento rápido, hasta el lugar de la sinagoga. Confiesa también que en ese lugar comieron pan y carnes: bebieron vino y volvieron a bailar; entonces, habiéndose transformado el susodicho demonio, su maestro, en un perro negro, lo honraron y reverenciaron, besándolo en el trasero; por último, el demonio, habiendo apagado el fuego que allá resplandecía de llamas verdes que iluminaban la sinagoga, exclamó con gran voz: «¡Meclet! ¡Meclet!» y a ese grito yacieron animalmente los hombres con las mujeres y la acusada con el susodicho Masset Garin [16] . Esta declaración, con los varios detalles del escupitajo a la cruz y del beso en el ano, recuerda casi literalmente las declaraciones del proceso de los templarios que se había producido siglo y medio antes. Lo que llama la atención es que no solo los inquisidores de este proceso del siglo XV están guiados, a la hora de plantear sus preguntas y alegatos, por lo que han leído en los procesos anteriores, sino que, en todos estos casos, la víctima, al final de un interrogatorio, que se considera bastante denso, se convence de los cargos que se le imputan. En los procesos de brujería no solo se construye una imagen del enemigo, y no solo la víctima al final confiesa incluso lo que no ha hecho, sino que al confesarlo se convence de haberlo hecho. Recordarán que un procedimiento análogo se relata en El cero y el infinito (1941) de Koestler, y que también en los procesos estalinistas primero se construía la imagen del enemigo y luego se convencía a la víctima de que se reconociera en esa imagen. La construcción del enemigo induce a convertirse en tal también a quienes aspirarían a un reconocimiento benévolo. Teatro y narrativa nos muestran ejemplos de «patitos feos» que, despreciados por sus semejantes, se adecuan a la imagen que se tiene de ellos. Como ejemplo típico citaría Ricardo III: Mas yo, que no nací para estas travesuras, ni estoy hecho para cortejar a un amoroso espejo […]; yo, que estoy privado de bellas proporciones, y traicionado en mis rasgos por falaz naturaleza, deforme, inconcluso y enviado antes de tiempo a este mundo viviente, a medio hacer apenas, y además tan cojo y tan falto de garbo que los perros me ladran cuando me detengo; pues yo, […] no hallo otro gusto para matar el tiempo, que espiar mi sombra dibujada al sol mientras sobre mi deformidad voy discurriendo; y puesto que no puedo probarme como amante, […] he determinado probarme cual villano [17] . Al parecer no podemos pasarnos sin el enemigo. La figura del enemigo no puede ser abolida por los procesos de civilización. La necesidad es connatural también al hombre manso y amigo de la paz. Sencillamente, en estos casos, se desplaza la imagen del enemigo de un objeto humano a una fuerza natural o social que de alguna forma nos amenaza y que debe ser doblegada, ya sea la explotación capitalista, la contaminación ambiental o el hambre en el Tercer Mundo. Ahora bien, aun siendo estos casos virtuosos, como nos recuerda Brecht, también el odio hacia la injusticia desencaja el rostro. Así pues, ¿la ética es impotente ante la necesidad ancestral de tener enemigos? Yo diría que la instancia ética sobreviene no cuando fingimos que no hay enemigos, sino cuando se intenta entenderlos, ponerse en su lugar. No hay en Esquilo rencor hacia los persas, cuya tragedia vive entre ellos y desde su punto de vista. César trata a los galos con mucho respeto; a lo sumo, hace que resulten un poco lloricas cada vez que se rinden, y Tácito admira a los germanos, puesto que tienen una hermosa complexión y se limita a deplorar su suciedad y su reluctancia a llevar a cabo trabajos pesados porque no soportan ni el calor ni la sed. Intentar entender al otro significa destruir los clichés que lo rodean, sin negar ni borrar su alteridad. Pero seamos realistas. Estas formas de comprensión del enemigo son propias de los poetas, de los santos y de los traidores. Nuestras pulsiones más profundas son de un orden muy diferente. En 1968 se publicó en Estados Unidos un Informe secreto de Iron Mountain sobre la posibilidad y conveniencia de la paz, de autor anónimo (alguien incluso llegó a atribuírselo a Galbraith [18] ). Claramente, se trata de un panfleto contra la guerra, o por lo menos de un lamento pesimista sobre su inevitabilidad. Pues bien, puesto que para hacer la guerra se necesita a un enemigo con quien luchar, el carácter ineluctable de la guerra se corresponde con lo ineluc ta ble de la elección y construcción del enemigo. De este modo, con extremada seriedad, en ese panfleto se observaba que la reconversión de toda la sociedad norteamericana a una situación de paz sería desastrosa porque solo la guerra es el fundamento del desarrollo armónico de las sociedades humanas. Su despilfarro organizado constituye la válvula que regula la buena marcha de la sociedad. La guerra resuelve el problema de los suministros; es un acicate. La guerra permite que una comunidad se reconozca como «nación»; sin el contrapeso de la guerra, un gobierno no podría establecer ni siquiera la esfera de su misma legitimidad; solo la guerra asegura el equilibrio entre las clases y permite colocar y explotar a los elementos antisociales. La paz produce inestabilidad y delincuencia juvenil; la guerra encauza de la mejor manera todas las fuerzas turbulentas dándoles un «estatus». El ejército es la última esperanza de los desheredados y de los inadaptados; solo el sistema de la guerra, con su poder de vida y muerte, predispone a las sociedades a pagar un precio de sangre también por instituciones que no dependen de ella, como el desarrollo del automovilismo. Ecológicamente, la guerra nos dota de una válvula de escape para las vidas en excedencia; y, si hasta el siglo XIX morían en la guerra solo los miembros más valiosos del cuerpo social (los guerreros), y se salvaban los ineptos, los sistemas actuales han permitido superar este problema con los bombardeos sobre poblaciones civiles. El bombardeo limita el aumento de la población mejor que el infanticidio ritual, la castidad religiosa, la mutilación forzada o el uso extensivo de la pena de muerte… Por último, solo la guerra permite el desarrollo de un arte verdaderamente «humanista», en el que predominen las situaciones de conflicto. Así pues, la construcción del enemigo debe ser intensiva y constante. George Orwell en 1984 nos ofrece un modelo verdaderamente ejemplar: Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio. Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando. […] El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; […] pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. […] Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. […] En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. […] La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremisiblemente. […] Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante [19] . No es necesario alcanzar los delirios de 1984 para reconocernos como seres que necesitan a un enemigo. Estamos viendo lo que puede el miedo de los nuevos flujos migratorios. Ampliando a toda una etnia las características de algunos de sus miembros que viven en una situación de marginación, se está construyendo hoy en día, en Italia, la imagen del enemigo rumano, chivo expiatorio ideal para una sociedad que, arrollada por un proceso de transformación también étnica, ya no consigue reconocerse. La visión más pesimista al respecto es la de Sartre en A puerta cerrada. Por una parte, podemos reconocernos a nosotros mismos solo en presencia de Otro, y sobre este principio se rigen las reglas de convivencia y docilidad. Pero, más a menudo, encontramos a ese Otro insoportable porque de alguna manera no es nosotros. De modo que, reduciéndolo a enemigo, nos construimos nuestro infierno en la tierra. Cuando Sartre encierra a tres difuntos, que en vida no se conocían, en una habitación de hotel, uno de ellos entiende la tremenda verdad: Ya verán qué tontería. ¡Una verdadera tontería! No hay tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y no hay nadie. Nadie. Nos quedaremos hasta el fin solos y juntos. ¿No es así? En suma, alguien falta aquí: el verdugo. […] Han hecho una economía personal. Eso es todo. […] El verdugo es cada uno para los otros dos [20] . 

[Conferencia dictada en la Universidad de Bolonia el 15 de mayo de 2008 en el marco de las veladas sobre los clásicos y publicada en Ivano Dionigi (ed.), Elogio della politica, Milán, BUR, 2009]






3 ago. 2016 - El libro arranca con el texto titulado «Construir al enemigo», donde se insiste en las bondades de tener ... Umberto Eco, 2011. Traducción: ...

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