Construir al enemigo
Hace años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era difícil de descifrar y me
aclaró que era paquistaní. Me preguntó de dónde era yo y le contesté que italiano. Me
preguntó que cuántos éramos y se quedó asombrado de que fuéramos tan pocos y de que
nuestra lengua no fuera el inglés.
Por último me preguntó cuáles eran nuestros enemigos. Ante mi «¿Perdone?», aclaró
despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en guerra desde hacía siglos por
reivindicaciones territoriales, odios étnicos, violaciones permanentes de fronteras,
etcétera, etcétera. Le dije que no estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente
me explicó que quería saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero
ellos nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos,
que la última guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas, empezándola
con un enemigo y acabándola con otro.
No estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que haya un pueblo que no tiene enemigos?
Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle por nuestro
indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haberle contestado, es decir, que no es
verdad que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos y, en todo caso,
no logran ponerse de acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en
guerra entre ellos: Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas,
fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura. Y es una
pena que por aquel entonces todavía no se hubiera producido la caída de los dos gobiernos
de Romano Prodi, porque le habría podido explicar mejor qué significa perder una guerra
por culpa del fuego amigo.
Ahora bien, reflexionando sobre aquel episodio, me he convencido de que una de las
desgracias de nuestro país, en los últimos sesenta años, ha sido precisamente no haber
tenido verdaderos enemigos. La unidad de Italia se hizo gracias a la presencia de los
austriacos o, como quería el poeta Giovanni Berchet, del irto, increscioso alemanno («el
híspido y engorroso alemán»); Mussolini pudo gozar del consenso popular incitándonos a
vengarnos de la victoria mutilada, de las humillaciones sufridas en Dogali y Adua, así
como de las demoplutocracias judaicas que nos imponían sus inicuas sanciones. Véase qué
le sucedió a Estados Unidos cuando desapareció el imperio del mal y se disolvió el gran
enemigo soviético. Peligraba su identidad hasta que Bin Laden, acordándose de los
beneficios recibidos cuando lo ayudaban contra la Unión Soviética, tendió hacia Estados
Unidos su mano misericordiosa y le proporcionó a Bush la ocasión de crear nuevos
enemigos reforzando el sentimiento de identidad nacional y su poder.
Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también
para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y
mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso
construirlo. Véase la generosa flexibilidad con la que los naziskins de Verona elegían
como enemigo a quienquiera que no perteneciera a su grupo, con tal de reconocerse como
tales. Pues bien, en esta ocasión no nos interesa tanto el fenómeno casi natural de
identificar a un enemigo que nos amenaza como el proceso de producción y demonización
del enemigo.
En las Catilinarias (II, 1-10), Cicerón no debería haber sentido la necesidad de
bosquejar una imagen del enemigo, porque tenía las pruebas de la conjura de Catilina.
Pero lo construye cuando, en la segunda oración, les presenta a los senadores la imagen de
los amigos de Catilina, reverberando su halo de perversidad moral sobre el principal
acusado:
Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando
mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manjares, coronados
de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando
amenazas de matar a los buenos y de incendiar a Roma. […] Les reconoceréis en
lo bien peinados, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con
túnicas talares y con mangas, en que gastan togas tan finas como velos. […] Estos
mozalbetes tan pulidos y delicados no solo saben enamorar y ser amados, cantar y
bailar, sino también clavar un puñal y verter un veneno
[1]
.
El moralismo de Cicerón, al final, será el mismo de Agustín, que estigmatizará a los
paganos porque, a diferencia de los cristianos, frecuentan circos, teatros, anfiteatros y
celebran fiestas orgiásticas.
Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras.
Uno diferente por excelencia es el extranjero. Ya en los bajorrelieves romanos los
bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo apelativo de bárbaros, como es sabido,
hace alusión a un defecto de lenguaje y, por lo tanto, de pensamiento.
Ahora bien, desde el principio se construyen como enemigos no tanto a los que son
diferentes y que nos amenazan directamente (como sería el caso de los bárbaros), sino a
aquellos que alguien tiene interés en representar como amenazadores aunque no nos
amenacen directamente, de modo que lo que ponga de relieve su diversidad no sea su
carácter de amenaza, sino que sea su diversidad misma la que se convierta en señal de
amenaza.
Véase lo que dice Tácito de los judíos: «Consideran profano todo lo que nosotros
tenemos por sagrado, y todo lo que nosotros aborrecemos por impuro es para ellos lícito»
(y me viene a la cabeza el repudio anglosajón por los comedores de ranas franceses o el
repudio alemán por los italianos que abusan del ajo). Los judíos son «raros» porque se
abstienen de comer carne de cerdo, no ponen levadura en el pan, se entregan al ocio el
séptimo día, se casan solo entre ellos, se circuncidan (fíjense) no porque se trate de una
norma higiénica o religiosa sino «para marcar su diversidad», entierran a los muertos y no
veneran a nuestros Césares. Una vez demostrado lo distintas que son algunas costumbres
auténticas (circuncisión, descanso del sábado), se puede subrayar aún más la diversidad
introduciendo en el retrato costumbres legendarias (consagran la efigie de un asno,
desprecian a padres, hijos, hermanos, patria y dioses).
Plinio no encuentra cargos significativos contra los cristianos, puesto que ha de admitir
que no se dedican a cometer delitos sino solo a llevar a cabo acciones virtuosas. Aun así,
los condena a muerte porque no sacrifican al emperador y esa obstinación en rechazar algo
tan obvio y natural establece su diversidad.
Una nueva forma de enemigo será, más tarde, con el desarrollo de los contactos entre
los pueblos, no solo el que está fuera y exhibe su extrañeza desde lejos, sino el que está
dentro, entre nosotros. Hoy lo llamaríamos el inmigrado extracomunitario, que, de alguna
manera, actúa de forma distinta o habla mal nuestra lengua, y que en la sátira de Juvenal
es el graeculo listo y timador, descarado, libidinoso, capaz de tender sobre el lecho a la
abuela de un amigo.
Extranjero entre todos, y distinto por su color, es el negro. En la entrada «Negro» de la
Enciclopedia Británica, primera edición norteamericana de 1798, se leía:
En el color de la piel de los negros encontramos diferentes matices; pero todos se
diferencian de la misma manera de los demás hombres en los rasgos de su rostro.
Mejillas redondas, pómulos altos, una frente ligeramente elevada, nariz corta,
ancha y roma, labios gruesos, orejas pequeñas, fealdad e irregularidad de forma
caracterizan su aspecto exterior. Las mujeres negras tienen caderas muy caídas, y
glúteos sumamente rollizos, que les otorgan la forma de una silla de montar. Los
vicios más conocidos parecen ser el destino de esta infeliz raza: se dice que ocio,
traición, venganza, crueldad, desvergüenza, robo, mentira, lenguaje obsceno,
desenfreno, mezquindad e intemperancia han extinguido los principios de la ley
natural y han acallado las reprimendas de la conciencia. Son ajenos a todo
sentimiento de compasión y constituyen un terrible ejemplo de la corrupción del
hombre cuando queda abandonado a sí mismo. El negro es feo. El enemigo debe ser feo porque se identifica lo bello con lo bueno
(kalokagathia), y una de las características fundamentales de la belleza ha sido siempre lo
que la Edad Media denominará integritas (es decir, tener todo lo que se requiere para ser
un representante medio de una especie, por lo cual, entre los humanos, serán feos los que
carecen de un miembro, de un ojo, tienen una estatura inferior a la media o un color
«deshumano»). Ahí tenemos, entonces, desde el gigante monóculo Polifemo hasta el
enano Mime, el modelo de identificación del enemigo. Prisco de Panio en el siglo V d. C.
describe a Atila bajo de estatura, con un tórax ancho y una cabeza grande, los ojos
pequeños, la barba fina y encanecida, la nariz aplastada y (rasgo fundamental) la tez
oscura. Pero es curioso cómo se parece el rostro de Atila a la fisonomía del diablo tal
como lo verá más de cinco siglos después Rodolfus Glaber: estatura modesta, cuello fino,
rostro demacrado, ojos muy negros, frente surcada de arrugas, nariz achatada, boca
sobresaliente, labios turgentes, barbilla estrecha y afilada, barba caprina, orejas híspidas y
puntiagudas, cabello erizado y desgreñado, dentadura canina, cráneo alargado, pecho
prominente, espalda gibosa (Crónicas, V, 2).
En el encuentro con una civilización todavía desconocida, carecen de integritas los
bizantinos vistos por Liutprando de Cremona, enviado en el año 968 por el emperador
Otón I a Bizancio (Relatio de legatione constantinopolitana):
Nicéforo es un ser monstruoso, un pigmeo con una cabeza enorme, que parece un
topo por la pequeñez de sus ojos, afeado por una barba corta, larga, espesa y
entrecana, con el cuello de un dedo de largo; un etíope por su color, con quien no
querrías tropezarte por la noche, vientre obeso, enjuto de nalgas, muslos
demasiado largos para su corta estatura, piernas cortas, pies planos y una ropa de
pueblerino gastada, hedionda y desteñida de tanto ponérsela.
Hediondo. El enemigo siempre huele mal, y un tal Berillon, al principio de la Primera
Guerra Mundial (1915), escribía un La polychrésie de la race allemande, donde
demostraba que el alemán medio produce más materia fecal que el francés, y con un olor
más desagradable. Si el bizantino olía mal, mal olía el sarraceno en el Evagatorium in
Terrae sanctae, Arabiae et Egypti peregrinationem de Felix Fabri (siglo XV):
Los sarracenos emiten un terrible hedor, por lo que se dedican a continuas
abluciones de todo tipo; y como nosotros no olemos mal, a ellos no les importa que
nos bañemos con ellos. Claro que son igual de indulgentes con los hebreos, que
apestan aún más […]. De este modo, los sarracenos están contentos de hallarse en
compañía de quienes como nosotros no hedemos.
Olían mal los austriacos de Giuseppe Giusti, en su famoso poema que inicia con «Vostra
eccellenza che mi sta in cagnesco / per que’ pochi scherzucci di dozzina?»:
Entro, e ti trovo un pieno di soldati,
di que’soldati settentrionali,
come sarebbe Boemi e Croati,
messi qui nella vigna a far da pali.
[…]
Mi tenni indietro, ché, piovuto in mezzo
di quella maramaglia, io non lo nego
d’aver provato un senso di ribrezzo
che lei non prova in grazia dell’impiego.
Sentiva un’afa, un alito di lezzo;
scusi, Eccellenza, mi parean di sego,
in quella bella casa del Signore,
fin le candele dell’altar maggiore
[2]
.
No puede no apestar el gitano, visto que se alimenta de carroñas, tal como nos enseña
Cesare Lombroso (L’uomo delinquente, 1876, 1, II) y apesta en Desde Rusia con amor la
enemiga de James Bond, Rosa Klebb, no solo rusa y soviética, sino por añadidura
lesbiana:
En el exterior de la puerta anónima pintada de color crema, Tatiana ya percibió
el olor de la habitación que había detrás. Cuando la voz le dijo ásperamente que
entrara y ella abrió la puerta, fue el olor lo que llenó su mente mientras se detenía
en la entrada y miraba fijamente los ojos de la mujer que se encontraba sentada
detrás de una mesa redonda, bajo la luz central. Era el olor del metro en los
atardeceres calurosos: perfume barato que ocultaba olores animales. La gente de
Rusia se empapaba en perfume, tanto si se había bañado como si no, pero sobre
todo cuando no lo había hecho, y las muchachas sanas y limpias como Tatiana
volvían siempre andando de la oficina a casa, a menos que lloviera o nevara
mucho, para evitar el hedor de los trenes y el metro. […]
Tatiana continuaba aún repasando alegremente la situación, cuando se abrió la
puerta del dormitorio y «esa mujer, Klebb» apareció en la misma. […] La coronel
Klebb de SMERSH llevaba puesto un camisón semitransparente hecho de crépe de
chine color naranja. […] Una rodilla con hoyuelos, como un coco amarillento,
aparecía doblada y adelantada entre los pliegues medio abiertos del camisón, en la
postura clásica de las modelos. […] Rosa Klebb se había quitado las gafas y su
rostro desnudo estaba ahora cargado de rímel, colorete y lápiz de labios. Parecía la
puta más vieja del mundo. […] Dio unos golpecitos en el sofá, a su lado.
—Apague la luz de arriba, querida. El interruptor está junto a la puerta. Luego
venga a sentarse a mi lado. Debemos conocernos la una a la otra
[3]
.
Monstruoso y hediondo será, por lo menos desde los orígenes del cristianismo, el judío,
visto que su modelo es el Anticristo, el archienemigo, el enemigo no solo nuestro sino de
Dios:
Éstas son sus facciones: la cabeza es como una llama ardiente, el ojo derecho
inyectado de sangre, el izquierdo de un verde felino y tiene dos pupilas, sus
párpados son blancos, el labio inferior es grande, el fémur derecho es débil, los
pies grandes, el pulgar aplastado y alargado
[4]
.
El Anticristo nacerá del pueblo de los judíos […] de la unión de un padre y de una
madre como todos los hombres, y no, como se dice, de una virgen. […] Al
empezar su concepción, el diablo entrará en el útero materno, por virtud del diablo
será alimentado en el vientre de la madre, y el poder del diablo siempre estará con
él
[5]
.
Tendrá dos ojos de fuego, orejas como las de un asno, nariz y boca como un león,
porque enviará a los hombres los actos de locura del más delictuoso de los fuegos
y las voces más vergonzosas de la contradicción, haciendo que renieguen de Dios,
expandiendo en sus sentidos el hedor más horrible, destruyendo las instituciones
de la Iglesia con la más feroz de las codicias; se reirá con maldad con un rictus
enorme enseñando horribles dientes de hierro
[6]
.
Si el Anticristo viene del pueblo de los judíos, su modelo deberá reflejarse en la imagen
del hebreo, ya sea que se trate de antisemitismo popular, de antisemitismo teológico o de
antisemitismo burgués de los siglos XVIII y XIX. Empecemos por el rostro:
Suelen tener el rostro lívido, la nariz aguileña, los ojos hundidos, la barbilla de
punta y los músculos constrictores de la boca muy pronunciados. […] Además, los
judíos sufren de enfermedades que indican la corrupción de su sangre, como
antaño la lepra y hoy el escorbuto, que le es afín, las escrófulas y los flujos de
sangre. […] Se dice que los judíos despiden siempre un mal olor […]. Otros
atribuyen estos efectos al uso frecuente de verduras de olor penetrante como
cebolla y ajo […]. Otros más dicen que es la carne de ganso, que les gusta mucho,
la que los vuelve lívidos y atrabiliarios, dado que este alimento abunda de azúcares
toscos y pegajosos
[7]
.
Más tarde, Wagner complicará el retrato con aspectos fonéticos y mímicos:
El judío que, como es sabido, tiene su Dios muy particular, nos sorprende primero,
en la vida ordinaria, por su aspecto exterior; a cualquier nacionalidad europea que
pertenezcamos, él presenta algo desagradablemente extraño a esa nacionalidad:
involuntariamente deseamos no tener nada en común con un hombre que tiene esa
apariencia […]. No podemos imaginar sobre la escena a un personaje antiguo o
moderno, ya sea un héroe, ya un enamorado, representado por un judío, sin sentir
involuntariamente todo lo impropio, que llega hasta el ridículo, de una tal idea
[…]. Lo que nos repugna particularmente es la expresión física del acento judío.
[…] Nuestro oído se ve afectado de manera extraña y desagradable por el sonido
agudo, chillón, seseante y arrastrado de la pronunciación judía: un empleo de
nuestra lengua nacional completamente impropio […] nos obliga durante una
conversación, a prestar más atención a ese cómo desagradable del hablar judío que
a su qué. Hay que reconocer y retener la importancia excepcional de este hecho
para explicar la impresión que nos hacen las obras musicales de los judíos
modernos. Cuando oímos hablar a un judío, la ausencia de toda expresión
puramente humana en su discurso nos hiere a pesar nuestro […]. Es natural que la
aridez natural de la naturaleza judía alcance su apogeo en el canto, considerado el
medio de expresión más vivaz y más incuestionablemente verdadero de la
sensibilidad individual; y de acuerdo con la naturaleza de las cosas deberíamos
negar al judío toda capacidad artística en todos los campos del arte, y no solamente
en el que tiene por base al canto
[8]
.
Hitler procede con mayor gracia, casi al límite de la envidia:
En los jóvenes la forma de vestir debe estar al servicio de la educación. […] Si hoy
en día la perfección corporal no estuviera relegada a segundo plano por nuestra
moda desaliñada, no sería posible que centenares de millares de jovencitas fueran
seducidas por repugnantes bastardos judíos con las piernas torcidas
[9]
.
Del rostro a las costumbres, ahí tenemos al enemigo judío matando a niños y bebiendo su
sangre. Aparece muy pronto, por ejemplo, en los Cuentos de Canterbury de Chaucer,
donde se relata de un niño muy parecido al santo Simoncito de Trento; mientras pasa por
el barrio judío cantando O alma redemptoris mater, lo secuestran, le cortan el pescuezo y
lo tiran a un pozo.
El judío que mata a los niños y se abreva con su sangre tiene una genealogía muy
compleja porque el mismo modelo preexistía en la construcción del enemigo interno al
cristianismo, el hereje. Nos basta un solo texto:
Por la noche, cuando se encienden las velas y nosotros celebramos la Pasión, ellos
conducen a una cierta casa a las jóvenes que han introducido a sus ritos secretos,
apagan las lámparas porque no quieren la luz como testigo de las abominaciones
que se cometerán, y desahogan su propia depravación sobre la primera que se les
presenta, aunque sea su hermana o su hija. Están convencidos, en efecto, de que les
hacen algo muy grato a los demonios si quebrantan las leyes divinas que prohíben
el connubio con los que tienen la misma sangre. Una vez acabado el rito, vuelven a
casa y esperan que pasen nueve meses: llegado el momento en que deberían nacer
los sacrílegos hijos de la sacrílega simiente, se vuelven a congregar en el mismo
lugar. Tres días después del parto, arrancan esos miserables hijos a sus madres,
cortan sus tiernos miembros con una daga afilada, recogen en copas la sangre
derramada y queman a los recién nacidos cuando todavía respiran arrojándolos a
una hoguera. Luego mezclan en las copas la sangre y las cenizas para obtener un
horrible mejunje, con el que ensucian comidas y bebidas, a escondidas, como
quienes vierten veneno en el aguamiel. Esta es su comunión
[10]
.
A veces el enemigo se percibe como distinto y feo porque es de clase inferior. En la Ilíada,
Tersites («bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y
tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera», II, 212) es socialmente inferior a
Agamenón o a Aquiles y, por consiguiente, envidioso de ellos. Entre Tersites y el
personaje de Franti de Edmondo De Amicis hay poca diferencia, ambos son feos: Ulises
golpea hasta hacerle sangre al primero y la sociedad condenará a Franti a la cadena
perpetua:
Tiene a su lado a uno de rostro descarado y triste, que se llama Franti, al que ya
habían expulsado de otra escuela. […] Sólo uno podía reírse mientras Derossi
hablaba de los funerales del Rey, y fue Franti. Yo lo detesto. Es malo. Cuando
viene un padre a la escuela a regañar al hijo, él goza; cuando alguno llora, él ríe;
atormenta a Crossi porque tiene el brazo muerto, se burla de Precossi al que todos
respetan, se burla hasta de Robetti, el de segundo, que camina con muletas por
haber salvado al niño. Provoca a todos los más débiles que él, y cuando llega a los
puños se enfurece y trata de hacer daño. Hay algo que produce aversión en esa
pequeña frente, en esos ojos turbios que casi esconde bajo la visera de su boina de
hule. No le teme a nada, se ríe en la cara del maestro; cuando puede, roba, niega
con una cara impávida, siempre está peleando con alguien, lleva a la escuela unas
agujas para chuzar a los vecinos, se arranca botones de la chaqueta y se los arranca
a los otros y los apuesta; tiene morral, cuadernos y libros descosidos, rotos, sucios,
la regla rota, la pluma carcomida, las uñas roídas, la ropa llena de manchas y
rasgaduras que se hace en las peleas. […] Algunas veces el maestro finge no ver
sus canalladas y él las hace peores; intentó tratarlo de buena manera y él se burló.
Le dijo palabras terribles, y él se cubrió el rostro con las manos como si llorara,
pero reía
[11]
.
Entre los portadores de fealdad debida a su posición social están, obviamente, el
delincuente nato y la prostituta; ahora bien, con la prostituta entramos en otro universo, el
de la hostilidad o el del racismo sexual. Al varón que gobierna y escribe, o escribiendo
gobierna, la mujer se ha representado como su enemiga desde siempre. Es más, no nos
dejemos engañar por la mujeres angelicales; precisamente porque la literatura mayor está
dominada por criaturas bellas y dulcísimas, el mundo de la sátira —que es en definitiva el
del imaginario popular— demoniza sin cesar a la hembra, desde la Antigüedad clásica,
pasando por la Edad Media, hasta los tiempos modernos. Para la Antigüedad me limito a
Marcial:
Cuando tienes trescientos consulados, Vetustila, y tres pelos y cuatro dientes,
pecho de cigarra, piernas y color de hormiga; cuando tienes una frente más
arrugada que tu estola y unos pechos que parecen telarañas; […] y tu vista alcanza
lo que alcanzan las lechuzas por la mañana, y hueles a lo que los machos cabríos, y
tienes la rabadilla de una ánade flaca, […] solamente una antorcha funeraria puede
penetrar en semejante coño
[12]
.
¿Y quién será el autor de esta cita?
La mujer es un animal imperfecto, recocido por mil pasiones desagradables y
abominables solo de pensar en ellas, por no hablar de razonar de ellas. […] Ningún
otro animal es menos limpio que ella: el puerco no alcanza su suciedad, ni siquiera
cuando está emplastado de fango; y si acaso alguien quisiera negarlo, mírense sus
partos, búsquense los lugares secretos donde ellas, avergonzándose, esconden los
horribles instrumentos que emplean para quitarse sus superfluos humores
[13]
.
Si eso podía pensarlo Giovanni Boccaccio (en su Corbaccio), laico y desvergonzado,
imagínense lo que debía de pensar y escribir un moralista medieval para afirmar el
principio paulino de que mejor sería no probar jamás los placeres de la carne aunque
existiera la remota posibilidad de conocerlos sin quemarse.
En el siglo X, Odón de Cluny recordaba que:
La belleza del cuerpo está solo en la piel. En efecto, si los hombres vieran lo que
hay debajo de la piel, dotados de la penetración visiva interior como los linces de
Beocia, la mera visión de las mujeres les resultaría nauseabunda: esta gracia
femenina que es solo mucosidad, sangre, humor y hiel. Considerad lo que se
esconde en las fosas nasales, en la garganta, en el vientre: inmundicias por doquier.
[…] Y a nosotros que nos repugna tocar aun con la punta de los dedos el vómito o
el estiércol, ¿cómo podemos desear estrechar entre nuestros brazos un simple saco
de excrementos
[14]?
De la misoginia que definiríamos «normal» se llega a la construcción de la bruja, obra
maestra de la civilización moderna. Sin duda, la bruja era conocida también en la
Antigüedad clásica, y me limitaré a recordar a Horacio («Yo mismo he visto a Canidia,
ceñida con su capa negra, con los pies desnudos y el cabello suelto, aullar con Sagana la
mayor. La palidez les había dado a ambas un aspecto horrible», Sermones, 8) o a las brujas
del Asno de oro de Apuleyo. Pero tanto, en la Antigüedad como en la Edad Media se habla
de brujas y brujos más que nada como referencia a creencias populares, como incidentes
de posesión episódicos a fin de cuentas. Roma no se sentía amenazada por las brujas en
los tiempos de Horacio, y en la Edad Media aún se pensaba que, en el fondo, la brujería
era un fenómeno de autosugestión, es decir, que la bruja era aquella que se creía una bruja,
como recitaba en el siglo IX el Canon episcopi.
Algunas mujeres depravadas, votadas a Satanás y desviadas por sus ilusiones y
seducciones, creen y afirman cabalgar de noche ciertas bestias, en compañía de una
muchedumbre de mujeres, siguiendo a Diana. […] Los sacerdotes deben predicar
constantemente al pueblo de Dios que eso es absolutamente falso, y que tales fantasías
no las despierta el espíritu divino en las mentes de los fieles sino el espíritu malvado.
Satanás, en efecto, se transforma en ángel de la luz y toma posesión de la mente de
esas mujercillas y las domina a causa de su escasa fe e incredulidad.
Por el contrario, la bruja empieza a congregarse en sectas, a celebrar sus aquelarres, a
volar, a trocarse en animal, y a convertirse en enemigo social en los albores del mundo
moderno, tanto que se merece los procesos inquisitoriales y la hoguera. No trataremos
aquí el problema complejo del síndrome de la brujería, si se trata de búsqueda de un chivo
expiatorio en el curso de profundas crisis sociales, de influencias del chamanismo
siberiano o de la permanencia de arquetipos eternos. Lo que nos interesa en este ámbito
sigue siendo el modelo recurrente de la creación de un enemigo, modelo que es análogo al
de la construcción del hereje o del judío. Y no basta con que hombres de ciencia como
Gerolamo Cardano (De rerum varietate, XV) en el siglo XVI avanzaran sus objeciones de
sentido común:
Son mujercillas de miserable condición, que malviven en los valles alimentándose
de castañas y hierbas. […] Por eso son macilentas, deformes, tienen la tez térrea,
los ojos saltones, y su mirada demuestra su temperamento melancólico y bilioso.
Taciturnas y ausentes, se diferencian poco de los que están poseídos por el
demonio. Son tan firmes en sus opiniones, que de atender sólo a los discursos que
hacen, se podría considerar verdadero lo que cuentan con tanta convicción, hechos
que no se han producido jamás ni jamás se producirán.
Las nuevas oleadas de persecución empiezan con los leprosos. Carlo Ginzburg recuerda
que en 1321 los quemaron en toda Francia porque intentaron matar a la población
envenenando aguas, manantiales, pozos: «Las mujeres leprosas que hubieran confesado el
crimen, espontáneamente o por efecto de la tortura, debían ser quemadas, a menos que
estuvieran embarazadas; si lo estaban, habían de permanecer separadas hasta el parto y el
destete del niño y ser posteriormente quemadas».
No resulta difícil identificar aquí las raíces de los procesos a los que contagiaban la
peste, a los manzonianos untadores. Ahora bien, el otro aspecto de la persecución citada
por Ginzburg es que automáticamente a los untadores leprosos se los relacionaba con los
judíos y los sarracenos. Varios cronistas referían voces según las cuales los judíos eran
cómplices de los leprosos y por ello a muchos se los quemaba con ellos: «El populacho se
tomaba la justicia por su mano, sin llamar ni al preboste ni al bailío: encerraban a la gente
en su casa, junto con el ganado y los muebles, y los quemaban
[15]».
Uno de los jefes de los leprosos habría confesado haber sido corrompido con dinero
por un judío, que le entregó un veneno (hecho con sangre humana, orina, tres hierbas y
hostia consagrada) dentro de bolsitas provistas de pesos para que se hundieran más
fácilmente en los manantiales; pero el que había dado el encargo a los judíos fue el rey de
Granada, y otra fuente sumaba a la conjura también al sultán de Babilonia. De esta forma,
con un solo golpe se reunían tres tipos de enemigo tradicional: el leproso, el judío y el
sarraceno. La remisión al cuarto enemigo, el hereje, lo proporcionaba el detalle de que los
leprosos convocados tenían que escupir sobre la hostia y pisotear la cruz.
Más tarde, rituales de ese tipo serán practicados por las brujas. Si en el siglo XIV
aparecieron los primeros manuales para el proceso inquisitorial que apuntaba a los herejes,
como la Practica inquisitionis hereticae pravitatis de Bernardo Gui o el Directorium
Inquisitorum de Nicolás Aymerich, en el siglo XV (mientras en Florencia Marsilio Ficino
traduce a Platón por encargo de Cosme de Médicis y según una conocida parodia
goliardesca los seres humanos se disponían a cantar «che sollievo, che sollievo – siamo
fuor dal Medioevo» [qué alivio, qué alivio, de la Edad Media hemos salido], entre 1435 y
1437 aparece (se publica posteriormente en 1473) el Formicarius de Nider, donde por
primera vez se habla de las distintas prácticas de brujería en sentido moderno. En la bula
Summis desiderantes affectibus, de 1484, Inocencio VIII escribía:
En los últimos tiempos llegó a Nuestros oídos, no sin afligirnos con la más amarga
pena, la noticia de que en algunas partes de Alemania […] muchas personas de uno
y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se
abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos,
conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas
ofensas, han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también
hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la tierra, las
uvas de la vid, los frutos de los árboles. […] Por cuanto Nos, como es Nuestro
deber, Nos sentimos profundamente deseosos de […] aplicar potentes remedios
para impedir que la enfermedad de la herejía y otras infamias den su ponzoña para
destrucción de muchas almas inocentes, […] decretamos y mandamos que los
mencionados Inquisidores [Sprenger y Kramer] tengan poderes para proceder a la
corrección, encarcelamiento y castigo justos de cualesquiera personas.
Y, en efecto, inspirándose también en el Formicarius, Sprenger y Kramer publicarían en
1486 el infame Malleus maleficarum (El martillo de las brujas).
Cómo se construía una bruja nos lo dicen (un ejemplo entre miles) los autos del
proceso inquisitorial contra Antonia de la parroquia de Saint-Jorioz, diócesis de Ginebra,
en 1477: La acusada, habiendo abandonado a su marido y a su hija, se llegó con Masset al
lugar denominado «laz Perroy» junto al torrente […] donde se celebraba una
sinagoga de herejes, y donde halló a numerosos hombres y mujeres, que allá se
cortejaban, danzaban y bailaban hacia atrás. Le mostró entonces un demonio,
llamado Robinet, que tenía el aspecto de un negro, diciendo: «Éste es nuestro
maestro, al que debemos rendir homenaje, si quieres conseguir lo que deseas». La
acusada le preguntó cómo debía proceder […] y el mencionado Masset le contestó:
«Renegarás de Dios tu creador, y de la fe católica y de esa rufiana de la Virgen
María y aceptarás como señor y maestro tuyo a este demonio llamado Robinet y
harás a su manera todo lo que él quiera […]». Oídas estas palabras, la acusada
empezó a entristecerse y se negó a hacerlo de buenas a primeras. Pero al final
renegó de Dios su creador diciendo: «Yo reniego de Dios mi creador y de la fe
católica y de la santa Cruz, y te acepto a ti, demonio Robinet, como mi señor y
maestro». Y rindió homenaje al demonio besándole el pie. […] Luego, en
menosprecio de Dios, arrojó al suelo y pisoteó con el pie izquierdo hasta romperla
una cruz de madera.
[…] Se hizo transportar sobre un bastón de un pie y medio de largo; para ir a las
sinagogas, la acusada debía untarlo con el ungüento contenido en un copón, que
estaba lleno, y colocárselo entre las piernas diciendo: «¡Adelante, ve adonde el
diablo!» e inmediatamente era transportada por el aire con un movimiento rápido,
hasta el lugar de la sinagoga. Confiesa también que en ese lugar comieron pan y
carnes: bebieron vino y volvieron a bailar; entonces, habiéndose transformado el
susodicho demonio, su maestro, en un perro negro, lo honraron y reverenciaron,
besándolo en el trasero; por último, el demonio, habiendo apagado el fuego que
allá resplandecía de llamas verdes que iluminaban la sinagoga, exclamó con gran
voz: «¡Meclet! ¡Meclet!» y a ese grito yacieron animalmente los hombres con las
mujeres y la acusada con el susodicho Masset Garin
[16]
.
Esta declaración, con los varios detalles del escupitajo a la cruz y del beso en el ano,
recuerda casi literalmente las declaraciones del proceso de los templarios que se había
producido siglo y medio antes. Lo que llama la atención es que no solo los inquisidores de
este proceso del siglo XV están guiados, a la hora de plantear sus preguntas y alegatos, por
lo que han leído en los procesos anteriores, sino que, en todos estos casos, la víctima, al
final de un interrogatorio, que se considera bastante denso, se convence de los cargos que
se le imputan. En los procesos de brujería no solo se construye una imagen del enemigo, y
no solo la víctima al final confiesa incluso lo que no ha hecho, sino que al confesarlo se
convence de haberlo hecho. Recordarán que un procedimiento análogo se relata en El cero
y el infinito (1941) de Koestler, y que también en los procesos estalinistas primero se
construía la imagen del enemigo y luego se convencía a la víctima de que se reconociera
en esa imagen.
La construcción del enemigo induce a convertirse en tal también a quienes aspirarían a
un reconocimiento benévolo. Teatro y narrativa nos muestran ejemplos de «patitos feos»
que, despreciados por sus semejantes, se adecuan a la imagen que se tiene de ellos. Como
ejemplo típico citaría Ricardo III:
Mas yo, que no nací para estas travesuras,
ni estoy hecho para cortejar a un amoroso espejo […];
yo, que estoy privado de bellas proporciones,
y traicionado en mis rasgos por falaz naturaleza,
deforme, inconcluso y enviado antes de tiempo
a este mundo viviente, a medio hacer apenas,
y además tan cojo y tan falto de garbo
que los perros me ladran cuando me detengo;
pues yo, […] no hallo otro gusto para matar el tiempo,
que espiar mi sombra dibujada al sol
mientras sobre mi deformidad voy discurriendo;
y puesto que no puedo probarme como amante, […]
he determinado probarme cual villano
[17]
.
Al parecer no podemos pasarnos sin el enemigo. La figura del enemigo no puede ser
abolida por los procesos de civilización. La necesidad es connatural también al hombre
manso y amigo de la paz. Sencillamente, en estos casos, se desplaza la imagen del
enemigo de un objeto humano a una fuerza natural o social que de alguna forma nos
amenaza y que debe ser doblegada, ya sea la explotación capitalista, la contaminación
ambiental o el hambre en el Tercer Mundo. Ahora bien, aun siendo estos casos virtuosos,
como nos recuerda Brecht, también el odio hacia la injusticia desencaja el rostro.
Así pues, ¿la ética es impotente ante la necesidad ancestral de tener enemigos? Yo
diría que la instancia ética sobreviene no cuando fingimos que no hay enemigos, sino
cuando se intenta entenderlos, ponerse en su lugar. No hay en Esquilo rencor hacia los
persas, cuya tragedia vive entre ellos y desde su punto de vista. César trata a los galos con
mucho respeto; a lo sumo, hace que resulten un poco lloricas cada vez que se rinden, y
Tácito admira a los germanos, puesto que tienen una hermosa complexión y se limita a
deplorar su suciedad y su reluctancia a llevar a cabo trabajos pesados porque no soportan
ni el calor ni la sed.
Intentar entender al otro significa destruir los clichés que lo rodean, sin negar ni borrar
su alteridad.
Pero seamos realistas. Estas formas de comprensión del enemigo son propias de los
poetas, de los santos y de los traidores. Nuestras pulsiones más profundas son de un orden
muy diferente. En 1968 se publicó en Estados Unidos un Informe secreto de Iron
Mountain sobre la posibilidad y conveniencia de la paz, de autor anónimo (alguien incluso
llegó a atribuírselo a Galbraith
[18]
). Claramente, se trata de un panfleto contra la guerra, o
por lo menos de un lamento pesimista sobre su inevitabilidad. Pues bien, puesto que para
hacer la guerra se necesita a un enemigo con quien luchar, el carácter ineluctable de la
guerra se corresponde con lo ineluc ta ble de la elección y construcción del enemigo. De
este modo, con extremada seriedad, en ese panfleto se observaba que la reconversión de
toda la sociedad norteamericana a una situación de paz sería desastrosa porque solo la
guerra es el fundamento del desarrollo armónico de las sociedades humanas. Su
despilfarro organizado constituye la válvula que regula la buena marcha de la sociedad. La
guerra resuelve el problema de los suministros; es un acicate. La guerra permite que una
comunidad se reconozca como «nación»; sin el contrapeso de la guerra, un gobierno no
podría establecer ni siquiera la esfera de su misma legitimidad; solo la guerra asegura el
equilibrio entre las clases y permite colocar y explotar a los elementos antisociales. La paz
produce inestabilidad y delincuencia juvenil; la guerra encauza de la mejor manera todas
las fuerzas turbulentas dándoles un «estatus». El ejército es la última esperanza de los
desheredados y de los inadaptados; solo el sistema de la guerra, con su poder de vida y
muerte, predispone a las sociedades a pagar un precio de sangre también por instituciones
que no dependen de ella, como el desarrollo del automovilismo. Ecológicamente, la guerra
nos dota de una válvula de escape para las vidas en excedencia; y, si hasta el siglo XIX
morían en la guerra solo los miembros más valiosos del cuerpo social (los guerreros), y se
salvaban los ineptos, los sistemas actuales han permitido superar este problema con los
bombardeos sobre poblaciones civiles. El bombardeo limita el aumento de la población
mejor que el infanticidio ritual, la castidad religiosa, la mutilación forzada o el uso
extensivo de la pena de muerte… Por último, solo la guerra permite el desarrollo de un
arte verdaderamente «humanista», en el que predominen las situaciones de conflicto.
Así pues, la construcción del enemigo debe ser intensiva y constante. George Orwell
en 1984 nos ofrece un modelo verdaderamente ejemplar:
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa
máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de
la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los
pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein,
el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La
mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el
renegado que hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de
las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran
Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había
sido condenado a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo
para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero
en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por
excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido.
Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje,
herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus
enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando. […]
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin
experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con
una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía,
sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su
larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el
rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba
su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido;
[…] pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la
libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de
pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. […]
Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los
espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. […] En su segundo
minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos
tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla.
La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba
la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. […] La joven sentada
exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo!
¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo
arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la
voz continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba
chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones
contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era
el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era
absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado
irremisiblemente. […] Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de
torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes
como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en
un loco gesticulador y vociferante
[19]
.
No es necesario alcanzar los delirios de 1984 para reconocernos como seres que necesitan
a un enemigo. Estamos viendo lo que puede el miedo de los nuevos flujos migratorios.
Ampliando a toda una etnia las características de algunos de sus miembros que viven en
una situación de marginación, se está construyendo hoy en día, en Italia, la imagen del
enemigo rumano, chivo expiatorio ideal para una sociedad que, arrollada por un proceso
de transformación también étnica, ya no consigue reconocerse.
La visión más pesimista al respecto es la de Sartre en A puerta cerrada. Por una parte,
podemos reconocernos a nosotros mismos solo en presencia de Otro, y sobre este
principio se rigen las reglas de convivencia y docilidad. Pero, más a menudo, encontramos
a ese Otro insoportable porque de alguna manera no es nosotros. De modo que,
reduciéndolo a enemigo, nos construimos nuestro infierno en la tierra. Cuando Sartre
encierra a tres difuntos, que en vida no se conocían, en una habitación de hotel, uno de
ellos entiende la tremenda verdad:
Ya verán qué tontería. ¡Una verdadera tontería! No hay tortura física, ¿verdad? Y,
sin embargo, estamos en el infierno. Y no hay nadie. Nadie. Nos quedaremos hasta
el fin solos y juntos. ¿No es así? En suma, alguien falta aquí: el verdugo. […] Han
hecho una economía personal. Eso es todo. […] El verdugo es cada uno para los
otros dos
[20]
.
[Conferencia dictada en la Universidad de Bolonia el 15 de mayo de 2008 en el marco de las veladas sobre los clásicos y publicada en Ivano Dionigi (ed.), Elogio della politica, Milán, BUR, 2009]
3 ago. 2016 - El libro arranca con el texto titulado «Construir al enemigo», donde se insiste en las bondades de tener ... Umberto Eco, 2011. Traducción: ...
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