Textos «de ocasión», como él mismo los llama, son los que reúne Umberto Eco en «Construir al enemigo». Brillantes ensayos entre los que destacan sus reflexiones sobre el odio al extranjero
En 1965, cuenta Umberto Eco en su como siempre divertida y estimulante recopilación de ensayos Construir al enemigo, fue invitado por el famoso periodista italiano Eugenio Scalfari a colaborar en la revista L’Espresso. Temiendo seguramente excesos intelectuales que ahuyentaran a posibles lectores medios, Scalfari le aconsejó que «no olvidara que estaba escribiendo para abogados meridionales». El joven Eco le respondió que los nuevos lectores eran los nietos de aquellos abogados liberales, lectores en su día del filósofo Benedetto Croce, que ahora leían a Barthes y Pound y organizaban alegres congresos vanguardistas, como era su caso y el del mítico Grupo 63, en el que se forjaron tantos genios posteriores.
¿Es posible la erudición divertida en nuestros días, seducir a amplias audiencias y públicos a través de la cita culta? Como se demuestra en el capítulo de homenaje que le dedica a aquella generación rebelde de furibundos lectores y creadores, la del Grupo 63 de «neovanguardia», que tantas cosas trastocó en Italia, Eco venía de la pasión por el debate y la discordancia, del gusto por el juego provocador de la invectiva, por el respeto a los clásicos pero también por el hambre insaciable de nuevas propuestas. Autor de best sellers que invariablemente dan la vuelta al mundo – El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, La misteriosa llama de la Reina Loana–, el fermento nacía en aquel momento excepcional que tuvo la cultura italiana de posguerra.
Cuando Umberto Eco se decidió a reunir varios y muy dispares «textos de ocasión» –conferencias, charlas a las que fue invitado o ensayos escritos por encargo–, resaltó en el prólogo las virtudes de este género, por así llamarlo. Un género en el que cabe todo: la terca búsqueda de islas halladas un día y luego perdidas, como los más inolvidables amores; las profecías de Orwell ensambladas al caso WikiLeaks; la insistente construcción de un enemigo imaginario contra el que poder defenderse; las violentas reacciones que suscitó la aparición del Ulises de Joyce en la Italia del fascismo mussoliniano; la presencia de lo absoluto a través de las épocas; la obsesión por tesoros y reinos míticos; los antecedentes de los viajes al espacio; y la emoción, desde su misma infancia, experimentada ante las aventuras y los descubrimientos, ya fuera a través de Julio Verne, Dumas o Victor Hugo, desde el folletín y las «poéticas del exceso» a las astronomías imaginarias.
Aquellos burdos insultos
En todos esos casos, asegura Eco, «el tema estimula al autor y lo invita a reflexionar sobre algo que de otro modo habría pasado por alto, si no se hubiera visto empujado por la invitación». Además, añade, un escrito ocasional no obliga «a la originalidad a toda costa», sino que más bien tiende «a divertir tanto a quien habla como a quien escucha».
El volumen se abre con una de las mejores piezas, la que da título al conjunto: «Construir al enemigo», tema de fondo que domina por completo su última novela, El cementerio de Praga. En aquella ocasión se trataba de la construcción y difusión de un texto imaginario, el Protocolo de los Sabios de Sión, con objeto de demonizar a todo un pueblo y una religión. Un brillantísimo ensayo, una verdadera y escalofriante antología, a través de la Historia, de la injuria al diferente, el extranjero, el indeseable. Agravio que, en ocasiones, alcanza dramáticamente la cumbre del ridículo convirtiéndose en verdadero insulto a la inteligencia en su paranoico afán de contener precisamente a unos supuestos «bárbaros». Bárbaros designados, en cada momento, como peligro para nuestra civilización, la que normalmente se autodenomina así –en contraposición a otras que no lo son–: occidental.
Este perverso mecanismo, alimentado sin interrupción hasta nuestros propios días, alcanza sutiles o brutales recorridos. Para tener a pueblos y supuestas amenazas a raya es necesario «el Enemigo», la invención y paciente construcción de un enemigo, nos dice Eco. Repetidos hasta la saciedad, desde la Edad Media hasta las últimas guerras mundiales y el moderno antisemitismo, y difundidos a través de libros, folletos, consignas, pasquines o leyendas populares, aquellos burdos insultos, como las mentiras de Goebbels, surtían sus efectos de odio y temor deseados, expulsaban al extranjero del sentimiento de pertenencia a una nación o religión, estigmatizándolo a través de atributos que provocaran miedo y repugnancia.
El acento judío
Como vergonzosos botones de muestra, de los muchos que cita Eco, hay que recordar que en la entrada de la primera edición americana (1798) de la Enciclopedia Británica, se leía esto a propósito de la palabra «negro»: «Los vicios más conocidos parecen ser el destino de esta infeliz raza: ocio, traición, venganza, crueldad, robo, mentira, lenguaje obsceno, desenfreno […] vicios que han acallado las reprimendas de la conciencia». Percepciones delirantes que no tienen nada que envidiar, cambiando el enemigo y la raza designada como inferior, a los comentarios de algunos años más tarde en la obra de Wagner El judaísmo en la música (1850): «Lo que nos repugna particularmente es la expresión física del acento judío […] Cuando oímos hablar a un judío, la ausencia de toda expresión puramente humana en su discurso nos hiere».
Idioteces que eran ampliables a todo género de campos, como nos recuerda Eco en el capítulo dedicado a la recepción del Ulises en Italia y el ridículo intento, en según qué épocas, de unir arte e ideología. En su antología de críticas virulentas firmadas por comentaristas, escritores y críticos fascistas del régimen mussoliniano (uno de ellos exclamaría con indignación: «¿Pero Joyce ¿quién es?»), también se hallan los de ideología comunista, defensores acérrimos del realismo socialista. Entre firmas que hoy nos producen estupefacción, como Elio Vittorini, Curzio Malaparte, Vitaliano Brancati, Marinetti, Mario Praz o Luciano Anceschi, posteriormente feroz defensor de las vanguardias, se encuentran hallazgos impagables como este: «Joyce se ha limitado a aportar una suerte de puntillismo psicológico y estilístico que no alcanza jamás la síntesis, por eso no solo él, sino Proust y Svevo son fenómenos de moda destinados a durar poco». Ahí queda.
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