Desde su aparición en las librerías en 1962, El Siglo de las Luces, del escritor cubano Alejo Carpentier, ha sido considerada por la crítica como su más excepcional novela, quizás por la maestría con que el autor esboza su método de lo real maravilloso, la reiterada presencia de estructuras míticas y el delicioso manejo del lenguaje que se ajusta a los objetivos artísticos de su método y mediante el que logra hacer vibrar toda la luz de Latinoamérica.
Un estudio más detallado (con fines académicos) de la obra en cuestión llevaría a la comprensión cabal y el conocimiento profundo. No obstante, el objetivo que persigo no rebaza lo periodístico e informativo, por lo que me limitaré a esbozar las principales características del texto y cómo se inserta en ese espacio para resaltar lo americano que resulta toda la novelística de Carpentier.
El prólogo de la trama comienza en La Habana de finales del siglo XVIII, donde un acaudalado comerciante criollo acababa de fallecer. Carlos y Sofía, sus hijos, se enfrentan a la monotonía de los cortejos fúnebres y al no menos tedioso ritual del luto eterno a puertas cerradas, tiempo en que ni siquiera la música puede sonar debido a la constante preocupación por las habladurías de vecinos impertinentes. Pero el encierro parece agradarles a los chicos, quienes, además, cuidan de su primo (lo consideran un hermano) Esteban, víctima de constantes ataques de asma. Así viven durante todo un año, aislados de una sociedad revuelta por las ráfagas revolucionarias que desde Francia llegan.
Pero, como proclama la frase de Francisco de Goya, citada por Carpentier al inicio del capítulo IV, Siempre sucede que no es posible estar al margen de los acontecimientos epocales. Así, aparece en la escena un personaje que alborotará la vida de los adolescentes hasta tornarla totalmente diferente: Víctor Hugues (comerciante que partiría a Francia y alcanzaría altos cargos en el seno revolucionario).
Las evocaciones goyescas no son fortuitas. El autor utiliza la intertextualidad entre los grabados de la serie Desastres de la guerra del destacado pintor español, y los acontecimientos del capítulo que las preceden, para acompañar momentos decisivos de la novela y convocar a otras posibilidades de lectura.
Asimismo ocurre cuando los protagonistas llegan a Santiago de Cuba (XI) para salir de la Isla. La expresión que ahora acompaña al epígrafe, ¿Qué alboroto es éste?, no es más que una alusión al desorden ocasionado en la ciudad por la presencia de centenares de oficiales galos y emigrados haitianos que buscaban un refugio debido al estallido de la Revolución en Haití poco tiempo antes.
Destacable resulta al inicio del texto, la mención al cuadro Explosión de la catedral, de Monsú Desiderio, que adquiere carácter de símbolo de los tiempos en los que la trama tiene lugar, caracterizados por la clásica frase: el triunfo de la razón sobre la fe. Igual sensación produce el hecho de que Hugues aclare que las tropas que van a América, dirigidas por él mismo, devienen la primera avanzada que llega al Nuevo Continente sin llevar cruces en alto y, por tanto, transporten la libertad verdadera. Claro, dicha condición depende del comportamiento de esas personas que serán declaradas libres y nombradas ciudadanas francesas con plenos derechos y deberes, aunque bajo la amenaza omnipresente de la guillotina, que llegaba a estas tierras de la mano de La Libertad.
Pero no solo la presencia de estos hace del volumen un constante ir y venir. Como es su costumbre, Carpentier no abandona la idea que ha venido haciéndose de un importante lugar en sus obras anteriores. El pensamiento se materializa en la boca de una de las protagonistas, Sofía, quien en disímiles ocasiones apunta que Hay que hacer algo, clara alusión a la necesidad del hombre de imponerse tareas[1]; o de forjarse un destino[2].
Si bien los acostumbrados a la prosa de quien fuera uno de los más grandes de las letras latinoamericanas no se sorprenderán de la densidad del libro, sí es cierto que la trama puede tornarse tediosa y lenta en exceso, porque, a pesar de lo que muchos digan, no todas las descripciones responden a un interés marcado; son solo cuestión de estilo y nada más.
A pesar de ello, El siglo… destaca como la novela por excelencia del paisaje americano. Los ejemplos abundan: descripciones de la ciudad luego del paso del ciclón (p. 58); de la ceiba y el mango (175–179)[3]… Sus narraciones también se perfeccionan bajo la intención de describir minuciosamente y detallar al hombre europeo las maravillas que solo en este continente pueden encontrarse.
Y claro, no podía faltar lo real maravilloso visto desde todas sus aristas: en lo humano, lo político, lo mítico. Lo social, por ejemplo, lo emplea el escritor desde los contrastes entre las ciudades de Cayena y Bridgetown, siendo la primera un mundo cuya historia toda no era sino una sucesión de rapiñas, epidemias, matanzas…; mientras la segunda brilla por resultar un mundo distinto del que hasta ahora hubiese conocido en el Caribe.
Referencias a cuestiones formales en la novela podrían hacer muchísimas más (utilización de las mayúsculas, estructuras míticas, evolución de los personajes, los distinguibles estilos en los que se escribe: el culto y el coloquial…), pero no pretendo agotar al lector con más academicismos. Solo llamo la atención a aquellos que no se han atrevido a introducirse (incito a hacerlo) en un mundo que fusiona el elemento histórico y el ficticio para crear una representación más veraz de la realidad y revindicar, así, la vida de Víctor Hugues (aunque no protagonista), quien ha sido casi ignorado por la historia de la Revolución Francesa, y de quien Carpentier mantiene en la ficción novelesca, la dramática dicotomía que caracterizó su paso por esta tierra.
[1] Idea esbozada en El reino de este mundo (1949).
[2] Idea esbozada en Los Pasos Perdidos (1953).
[3] Todas las citas son tomadas de la edición del Instituto Cubano del Libro, Colección Letras Cubanas, 2001.
0 Comentarios