El historiador Saul Friedländer pasó su infancia escondido de los nazis en un pueblo francés cercano a Vichy. Sus padres, como millones de judíos en la época, no corrieron la misma suerte, y fueron arrestados y deportados a Auschwitz. En ‘Por qué el Holocausto’ (Gedisa) realiza un estudio exhaustivo de la persecución y el exterminio de los judíos por parte de los nazis.
La evolución llega a su término. Fue en el marco del antisemitismo moderno, en Occidente y en Alemania en particular, donde nacieron las tendencias que, como corolario de una coyuntura específica, condujeron a la aparición del antisemitismo obsesivo de una parte de la sociedad alemana que tuvo a Hitler como vocero y jefe. Alrededor de él se formó un grupo enteramente sometido a su influjo y dispuesto a ejecutar su voluntad hasta sus últimas consecuencias: la solución final del problema judío.
Sin embargo, Adolf Hitler y su grupo no actuaron en el vacío. Su acción habría sido considerablemente obstaculizada o se habría vuelto imposible si hubieran chocado tanto con una oposición decidida de las masas alemanas como con la protesta unánime de la opinión pública y de los gobernantes de otros países, sobre todo de las grandes potencias occidentales. Sabemos que no hubo nada de ello. Además de la simple indiferencia humana, del temor, de las afinidades ideológicas con el nazismo (por ejemplo, el antibolchevismo) y consideraciones de oportunismo político, el trasfondo antisemita se mantenía más vivo que nunca en todos los países de Europa. Menos intenso que en Alemania, el mito del judío había adoptado, sin embargo, formas más extremas que antes de la guerra, tanto debido al desorden general provocado por la guerra y las dificultades sociales y económicas de los años veinte y treinta, como por el rol desempeñado por los judíos no solo en los movimientos revolucionarios, sino también en las manifestaciones menos atrayentes de un capitalismo en desintegración y de un parlamentarismo parcialmente ineficaz y corrompido.
«El silencio casi absoluto frente a su exterminio fortalecieron a Adolf Hitler»
Si se agrega a esos temores y odios las aspiraciones a una mayor comunión nacional y a una integración social más grande, que implicaban la exclusión de los elementos «inasimilables» y «extranjeros»; si se agrega también la llegada de inmigrantes judíos, de Alemania y luego de Austria, a muchos países occidentales poco dispuestos a recibirlos, se concibe que las medidas antijudías de Hitler no corrieran el peligro de provocar una acción resuelta y generalizada en favor de sus víctimas. En efecto, la complicidad tácita de Occidente frente a la persecución de los judíos y luego el silencio casi absoluto frente a su exterminio fortalecieron a Adolf Hitler en su convicción de actuar en bien de la humanidad entera. El antisemitismo endémico de los pueblos europeos no fue la causa directa de la solución final, pero facilitó su ejecución.
El antisemitismo hitleriano será regido por una dinámica autónoma, esencialmente una dinámica de lo irracional. Sin embargo, el movimiento se desarrolla en el marco de la realidad compleja de una gran nación moderna y es precisamente esa interacción particular entre la irracionalidad total y las exigencias de una sociedad industrial lo que da a la solución final una sobrecarga de horror, planteando también ciertos problemas de interpretación. Esos problemas son los que trataremos de esbozar en primer lugar. Luego podremos abordar las etapas esenciales de la acción antijudía de los nazis, considerada en adelante bajo el ángulo de su lógica interna: hasta el comienzo de la guerra, el carácter antitético del mito del judío impone a los nazis imperativos contradictorios que, en su ejecución, conducen a una serie de compromisos insatisfactorios. Pero la situación creada por la guerra y las conquistas de los ejércitos del Reich permitirán conciliar lo que, hasta entonces, era inconciliable: en adelante, las obsesiones actuarán sin frenos hasta su fase última.
Este texto es un extracto de ‘Por qué el Holocausto’ (Gedisa), de Saul Friedländer.
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