“Sábanas negras” (primer capítulo); por Sonia Chocrón



Presentamos el primer capítulo de la última novela de la guionista y autora venezolana Sonia Chocrón, "Sábanas Negras", publicada por Ediciones B.
Por Prodavinci | 13 de julio, 2013
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Sábado 3 de junio a lunes 5 de junio.
Chubascos aislados. Mayormente soleado.
Mínima 27 °C. Máxima 30 °C.
Su talento natural para vislumbrar cosas terribles la hacía imaginarse el momento de la coronación de la Señorita Belleza Venezuela. Recorría esa imagen una y otra vez, invariablemente, todos los años: las concursantes rodeando a la ganadora para felicitarla, el público en el auditorio aplaudiendo y gritando consignas, la nueva soberana sosteniendo la corona para no dejarla caer desde su testa altísima a causa de tantos estrujones, los fotógrafos tratando de esquivar peinados y abrazos para retratar la imagen de la nueva reina. Y al final, cuando todos se han retirado, cuando ella queda sola para posar y hacer su recorrido triunfal, cae muerta, la reina, misteriosamente, sobre la alfombra roja.
No recordaba con exactitud dónde había leído o visto aquella escena de muerte súbita, inexplicable, pero le gustaba pensar que era producto de su propia inspiración.
Siempre tenía esa misma visión durante los minutos finales de cada certamen. La soberana muerta, desplomándose sobre la fina moqueta, de sopetón, y un hilo de sangre brotando desde su sien límpida.
Se jactaba de su inspiración. Si no hubiera sido por ella jamás habría conseguido el empleo formidable que ostentaba desde hacía siete años y que le había permitido convertirse en una madre soltera sin los apremios económicos consabidos para criar sola a su hijo. Era secretaria y asistente, en otras palabras, mano derecha y mano izquierda también, del productor de televisión encargado de coordinar cada año la realización y la trasmisión del certamen de belleza más importante del país: Señorita Belleza Venezuela.
A Diego, su niño, lo había concebido a plena conciencia de un semental episódico que desapareció de su vida apenas enterarse de que ella esperaba un hijo, ocho años atrás.
Su oficio dentro del mundo de la belleza podría parecer una afrenta teniendo en cuenta que Nina no medía más de un metro cincuenta y si no era del todo fea, tampoco era una beldad de antología.
Sin embargo, estaba conforme con su aspecto y sobre todo, con su vida apacible en el departamento de Residencias Grano de Oro, en el piso doce, de la urbanización El Marqués, que había heredado de sus padres; con su pequeño retoño, Diego; con su vieja vecina y amiga, doña Domitila; y con todo el personal que invariablemente topaba a diario en el canal de televisión. Ella era, sin más, la secretaria privada del productor más importante de la estación. No era poco.
Recibía lisonjas, presentes y cumplidos de todos aquellos que deseaban incursionar en el mundo de la televisión -desde libretistas hasta actores-, o conseguir, si ya estaban dentro, alguna mejora en sus roles y sus sueldos.
(De pronto recordó a aquella actriz voluptuosa que trataba de sobornarla con regalos para que convenciera a su jefe de darle otro papel que no fuera el de sirvienta en una próxima telenovela. O, mejor aún, de conseguirle una cita privada con él…)
Conocía todas las tipologías de personajes de aquella jungla: divas pasadas de moda, pervertidos de poca monta, intelectuales avergonzados de su oficio de escribidores, ejecutivos embriagados de su pírrico poder, debutantes ansiosos de éxito; envidias, conjuras, traiciones.
Nada nuevo bajo el sol, excepto que tenía clarísimo que hoy sería un día desquiciado, como todos los años, porque tendría lugar y en pocas horas, la elección de la nueva soberana, la Señorita Belleza Venezuela.
Hizo un par de llamadas, anotó dos citas urgentes en la agenda de cuero de su jefe, Darío Sánchez Monegal, la devolvió al escritorio de él y la cuadró en perfecta alineación con las paralelas de su mesa. Luego imprimió el reporte del tiempo actualizado para los siguientes dos días (chubascos aislados, sol todo el día, veintiocho grados centígrados aproximados de temperatura) y también los colocó sobre el escritorio de Sánchez Monegal, al lado derecho, como de costumbre, junto a los retratos de sus nietos. Tomó su bolso y se fue directamente al hotel en donde tendría lugar el show.
Sabía perfectamente que durante estas horas previas al concurso, Sánchez Monegal estaría al tope de los nervios, más obsesivo-compulsivo que de costumbre, y necesitaría de ella como nunca, para que nada escapara a su rutina de siempre.
Lo encontró inmerso en su tic, sacudiendo el hombro izquierdo a razón de tres veces por minuto, y entendió que había llegado justo a tiempo.
El hombre gritaba enfurecido porque la iluminación del escenario no terminaba de encajar en su gusto, porque el cuerpo de baile cometía errores a pesar de que la coreógrafa les servía de guía en el repaso, porque uno de los camarógrafos había ido al baño y no regresaba; y en fin, porque reclamar era su deber.
Sabiendo de antemano que el día sería más que largo, interminable, Nina había encargado a su vecina, doña Domitila, que se hiciera cargo de Diego hasta su vuelta.
Domitila era una viuda genial, ocurrente y medio desquiciada, pero muy servicial. Era su vecina de junto desde que tenía memoria y siempre la socorría cuando la necesitaba. Era casi como una tía postiza y había llenado, en mucho, el vacío de sus padres ausentes. Gracias a ella, madre de Carlina, una ex Señorita Belleza, Nina había logrado concretar el empleo que ahora ejercía haciendo uso de su inspiración.
Para aquella primera entrevista, se presentó disfrazada de ejecutiva, con anteojos de corrección sin corrección y con un currículum más o menos cierto de sus capacidades meticulosas. Miró los ojos de Darío Sánchez Monegal, luego observó a su alrededor y lo descifró en segundos.
Ella había estudiado tres años de sicología en la universidad hasta que tuvo que abandonar la carrera de sus sueños luego de la muerte inesperada de sus papás. Pero esos tres años, sumados a sus lecturas cotidianas, le habían dejado una mirada radiográfica para las neurosis y las sicopatías de casi toda índole. A esa habilidad se le sumaba su serenidad nata: a los ojos de todo el universo, ella era una persona discreta y de poco hablar, mansa e inofensiva; una condición que le resultó siempre provechosa dentro de la jungla enrevesada de la televisión.
Detalló el escritorio impoluto del hombre, sus bolígrafos alineados por color, los portarretratos cuadrados de mayor a menor y le adelantó que ella era una mujer de orden y simetría, por sobre todas las cosas. El jefe, de inmediato, quedó encantado con ella. Esa misma semana comenzó a trabajar para aquel individuo de pocas pulgas, neurótico, pero sincero en el corazón.
En la sala-teatro cada quien iba a lo suyo. Los tramoyistas a los retoques, los luminitos a sus focos, los ingenieros al sonido y los camarógrafos a sus lentes. Finalmente su jefe dio a autorización para que algunos periodistas y reporteros gráficos entraran al recinto para hacer las entrevistas de rigor a los productores de campo, directores y figuras emblemáticas del programa. Faltaban apenas dos horas para que la señal del concurso saliera al aire y aún estaban retrasados.
Desfilaron entonces para las entrevistas el director, Titón Rojas, un hombre obeso y nervioso, fumador empedernido. Le siguieron la coreógrafa, Rosalinda Mercado, un mito de aproximados sesenta años bien vividos pero negada a envejecer; el diseñador de moda responsable de los trajes del desfile, Jordi Casal; Eric Montiel, el galán de telenovela que fungiría como presentador; y la preparadora de las señoritas en el arte de desfilar y encantar al jurado, Xiomara Reyna.
Nina los conocía a todos y sabía perfectamente cada una de sus respuestas y sus poses antes de que comenzaran a hablar. Era un ritual ya viejo y repetido y, para ella, completamente previsible.
Cuando llegó el turno de Margarita Latuff, la reina saliente, se percataron de que ella aún no bajaba de su habitación.
Era obvio que Nina tendría que ir a por ella.
Corrió hasta el ascensor y lo abordó y justo antes de que las puertas se cerraran, un hombrecillo detuvo las compuertas y se montó también. Llevaba una cámara fotográfica y Nina se preguntó cómo este individuo había logrado burlar la seguridad y llegar hasta los elevadores del fondo.
No le estaba permitido a ningún miembro de la prensa el acceso al piso donde las chicas se asentaban desde una semana previa a concurso. Sólo las personas acreditadas con un carnet plástico colgado del pecho tenían cabida en los espacios clave. Nadie más; a menos que tuviera un permiso especial y ese sólo lo otorgaban el presidente de la organización Belleza Venezuela, el presidente del canal de televisión, o el productor general, su jefe. Y de ninguno de los tres Nina había recibido la instrucción.
Apretó el botón de stop e impidió que el intruso se remontara con ella al piso cuatro. El piso mítico. El de la belleza, el piso prohibido.
—La prensa no puede subir a las habitaciones donde pernoctan las señoritas. Me temo que va a tener que bajarse.
Lo detalló mejor: era delgado, parecía no haberse afeitado en días, la ropa que llevaba -un jean y una camisa blanca- no estaba bien planchada y tenía unos ojitos verdes pícaros pero aparentemente sinceros.
—Necesito mi trabajo. Necesito retratar lo que nadie ha retratado. Se lo ruego.
—Imposible. No puedo dejarlo subir. También mi empleo va en ello.
—Nadie tiene por qué saber que me ha dejado.
—Pero lo sabré yo, y créame, es mucho.
—¿Qué edad tienes, niña? No puedes imaginarte lo que esto significa para mí. Es mi oportunidad. Pero a tu edad, no puedes entenderlo.
—¿Qué edad crees que tengo?
—No más de veinte.
—Paso los treinta.
—Con esa cara de niña y ese tamañito…
Nina había llegado a la edad en que aquellas frases eran un cumplido. No era una mujer fácil de convencer pero había algo en el rostro del hombre que la hizo flaquear. A lo mejor unos dientes pulcros, unas patas de gallo enmarcando su mirada, una emoción repentina. Así que liberó el botón de stop, lo meditó unos segundos y finalmente dejó que el aparato reiniciara su marcha hacia el nivel cuatro. Subirían juntos. El hombre sonrió agradecido y le extendió la mano: “Francisco Javier Rondón, pero me llaman Cacho. Te debo una”.
Nina no le correspondió. Por el contrario, trató de parecer hosca. Se había dado cuenta tarde de que tal vez estaba cometiendo un error tan grave que podría costarle su puesto. Ese que había mantenido durante siete años a fuerza de discreción y prudencia.
—No me debes nada porque has llegado aquí sin que nadie se diera cuenta. Ni siquiera yo.
Él le guiñó un ojo, cómplice, detalló con disimulo el carnet que le colgaba en el cuello, memorizó nombre y señas de la chica y entonces el ascensor culminó su escalada y se detuvo. Casi de inmediato se abrió ante él un espectáculo con el que jamás había soñado. Las chicas deambulaban de un lugar a otro, nerviosas y apuradas o presas de un frenesí ilimitado. Para Cacho, aquel rebullicio de mujeres en paños menores era toda una revelación.
Se entretuvo descifrando nalgas y pechos pero al instante recuperó la compostura.
Vladimir Prado golpeaba la puerta de la recámara 414. La misma pieza a la que Nina debía dirigirse. Pero la huésped, Margarita Latuff, no respondía.
—¡Que abras! ¡Los periodistas te están esperando para una entrevista! -Vladimir impostó la voz tanto como le era posible.
Insistió:
—¡Abre la puerta, Margarita! -pero la reina no abrió.
Por mero instinto, Francisco accionó su cámara cuantas veces pudo para no dejar escapar ni un solo detalle de las jóvenes y su algarabía. Era un buen comienzo para la crónica de un certamen de belleza.
Pero se equivocaba.
No era parte de la rutina. Por eso Nina se puso en guardia al instante, conociendo de antemano que algo había escapado a la costumbre.
Una mucama joven llegó con un manojo de llaves del que escogió una y la introdujo con pericia en el hoyo de la cerradura. Y por fin, la puerta estuvo abierta.
Margarita Latuff estaba tirada sobre la alfombra como una muñeca de trapo.
—¡¿Qué le pasó?! -gimoteó la doméstica, presa del espanto.
Nina se abalanzó sobre la escena: en el dormitorio, a los pies de una cama mal tendida, Margarita Latuff, la reina saliente, yacía muerta, sin pulso. Maquillada, desnuda y con la corona a un lado; hubiera podido decirse que estaba dormida si no hubiera sido por el hilo de sangre que corría desde su sien hasta la alfombra.
Cacho Rondón, casi por instinto, disparó el obturador de su Nikon decenas de veces, cientos de veces, sobre todo el panorama, sobre el cadáver de la belleza.
Margarita Latuff seguía siendo una reina aun muerta. Su piel parecía más lozana que cuando estaba viva, el maquillaje ahumado de sus ojos estaba intacto, sus curvas casi pétreas como una escultura de mármol. Toda su blancura despojada contrastaba con el color intenso de la moqueta azul. Sólo la expresión de su rostro había transmutado en algo distinto a la placidez del resto de su cuerpo.
A Nina le recordó una estampa infantil de La Bella Durmiente, sólo que sin el traje azul turquesa que engalanaba a la princesa del cuento. Por un instante creyó presenciar apenas un fotograma de película animada. Pero no era así.
La mirada entumecida de la joven mujer parecía hablar y sin embargo no lograba decir nada.
Su dentadura asomaba en una sonrisa pequeña, siniestra y perfecta. Estaba ida; más que ida, inerte. Más que inerte, muerta.
—¡Hay que llamar a la policía! -dijo Prado casi sollozando. Y despegó como una flecha, al unísono, con la mucama.
A Nina se le abalanzaron recuerdos terribles y no pudo ver más. Salió huyendo por el corredor alfombrado y se refugió detrás de una esquina, en el recodo del ascensor. Tapó su rostro y sintió que le faltaba el aire. Revivió, en segundos, las horas posteriores al asesinato de sus padres. Cómo los encontró ensangrentados sobre el sofá de la sala, maniatados y mustios. Recordó la sorpresa, la impresión, la pesadilla repleta. Los cajones y armarios desvalijados, el desorden de todo el departamento, los platos de comida fría que los ladrones habían usurpado, las deposiciones que dejaron como una afrenta soez sobre la alfombra del baño principal. La vida trocada. Y cómo el destino había maniobrado para que ella y su hermano Ricky estuvieran fuera de casa aquel día en que unos malhechores impíos habían robado el departamento y asesinado a sus padres.
Cacho Rondón la halló en el recodo temblando como una gelatina. Puso su mano sobre el hombro de ella, y Nina abrió los párpados de un salto. En sus ojos se reflejaba el terror contenido durante años con un brillo acuoso que Cacho no pudo interpretar.
—No se sabe de qué murió. La policía acaba de llegar. Ya está allí.
—¿Se suicidó?
Cacho se encogió de hombros, meditabundo. No tenía esa respuesta. Tan sólo le daba vueltas al contenido de un cuadernillo que acababa de robar.
—Había una libreta de notas en su mesa de noche; decía “Mokita”.
—¿Mokita?
—La tomé prestada. Está en mi bolsillo.
—Te volviste loco.
—Nadie es perfecto. Ah, y todo lo demás está registrado en mi cámara.
—Pero no puedes mostrar esas fotos, arruinarías la reputación del concurso. Además, te las van a quitar. La policía te va a interrogar. No deberías estar aquí.
En segundos, el fotógrafo estaba introduciendo la tarjeta de memoria de su Nikon en el bolsillo del pantalón de Nina.
—Cuídamela -dijo sin más. Y emprendió una huida hacia adelante, escaleras abajo, y desapareció.
Fue un certamen extraño. Las chicas, por primera vez en años, no deseaban ganar. Querían salir huyendo. Sus rostros perfectos exudaban terror. El silencio obligado contribuía, además, a que el miedo se inflara como un globo a punto de explotar.
Desfilaron, respondieron a las preguntas del jurado, y al momento de revelar el nombre de la ganadora, Eric Montiel, envuelto en un esmoquin color añil profundo, solemne y acartonado, anunció a las finalistas y, por supuesto, a la nueva majestad.
Nadie extrañó a la reina saliente a la hora de coronar a Carolina Rosas, la nueva Belleza Venezuela. Sólo Eric, el galán de telenovela prestado al show, titubeó frente a cámara cuando entendió que Margarita Latuff, la reina ahora destronada, no entregaría su corona.
La nueva soberana, Carolina, recibió la tiara de manos de Darío Sánchez Monegal como si fuera natural que un productor ejerciera el deber de investirla. Ella inclinó con gracia su cabeza rubia y recibió la diadema sin atinar a sonreír con franqueza. Sánchez Monegal, al tope de sus nervios, encogió su hombro izquierdo al menos siete veces antes de lograr desembarazarse de la corona. La imagen se fue a negro y en la pantalla aparecieron entonces los consabidos patrocinantes, productos de belleza, autos de lujo, calzado y champú.
El público se retiraba lentamente, inocente de la tragedia, gritando consignas y ondeando banderolas; algunos felices, otros defraudados, mientras todo el personal permanecía desconcertado sobre las tablas.
El escándalo no era público aún; Sánchez Monegal y su gente habían logrado, a duras penas, mantener en secreto la noticia hasta que el concurso llegara a su fin; pero la incógnita se desvanecería en pocos minutos.
Los funcionarios policiales ya merodeaban por todo el hotel y esperaban al equipo de producción y a las señoritas, a las puertas del escenario.
En la habitación de Margarita Latuff, el comisario Luis David Rodríguez, el jefe de la delegación, fiscalizaba las experticias de su equipo: la recolección de huellas, las fotografías de todos los detalles, pistas, rastros de ADN y toda la inspección.
Por pudor ajeno, el funcionario cubrió el cuerpo desnudo de la joven con una toalla del lavabo y esperó. Sánchez Monegal arribó a los pocos minutos acompañado de Nina y unos cuantos agentes uniformados. Ella se detuvo en el vano de la puerta 414, no podía dar un paso más, mucho menos internarse en las fauces de la alcoba mortuoria. Estaba al borde de un ataque de pánico. Darío, en cambio, fue directamente hasta el comisario y se presentó como la cabeza de todo el tinglado, no sin cierta vanidad.
Si Sánchez era grande, de pies a cabeza; el comisario medía poco más de un metro y medio. Así, uno junto al otro, parecían padre e hijo.
De inmediato, Vladimir Prado relató las circunstancias que lo habían obligado a franquear la puerta con la ayuda de una mucama y describió la sorpresa y el horror de lo que habían descubierto.
—Todos tendrán que estar a la disposición de la policía para los interrogatorios. Necesito una lista del personal que ha estado presente hoy aquí -dijo tajante el detective sin hacerle demasiada reverencia al productor estrella. No porque no le interesara la farándula y sus vericuetos, sino porque era tarde y quería irse a casa a comer algo y a dormir en paz.
Darío le echó un vistazo a Nina. Ella asintió. Entendía que a partir de ahora todas las diligencias que ameritara su jefe con respecto a la muerte de Margarita y la subsecuente investigación, formaban parte de sus nuevas obligaciones como asistente personal del patrono del certamen.
—Y por supuesto, una lista detallada de quiénes tienen acceso al piso de las concursantes, al cuarto piso.
Sánchez Monegal asintió de nuevo y Nina hizo lo propio.
Eso descartaba de plano a Titón Rojas, el director, y a todo su equipo técnico. No se habían movido del foro desde las seis de la mañana y tampoco tenían acceso al área de las señoritas.
Nina se distrajo un momento observando las fachas del comisario Rodríguez. Parecía cansado y aburrido a pesar de su mirada recia. Llevaba una chaqueta de cuero negro como los policías de las películas, un poco más gastada que las de Hollywood. Sus botines, sin embargo, estaban pulcros y tenían un logotipo de marca en la lengüeta que no pudo descifrar. O eran nuevos o los cuidaba muchísimo. Sólo le faltaba fumar pipa para parecer la viva estampa de un detective de thriller. Por lo demás, la actitud y la voz del individuo eran anodinas como un nabo y no había nada en él que resaltara ningún rasgo de su personalidad. Era sin más, a los ojos de Nina, un funcionario.
Se llevaron el cadáver en una bolsa de hule, acordonaron la habitación y encargaron a un agente muy joven, uniformado, tartamudo y delgado como una vara, que permaneciera vigilando que nadie, a partir de ahora, entrara al recinto.
A las tres y media de la mañana, finalmente, todos tuvieron permiso de retirarse a descansar.
Nina aceptó el aventón de su jefe de buena gana. Estaba oscuro, llovía a cántaros, se sentía muy turbada, todo era demasiado abrupto, feo y extraño, como para tomar un taxi y partir sola hasta El Marqués. Había dejado su auto en casa previendo que, como todos los años, saldría de allí pasada la media noche.
Pero si la media noche era sinónimo de peligro en su ciudad, las tres de la mañana en una calle de Caracas era casi un suicidio.
En el camino, Sánchez Monegal sólo pronunció una breve frase durante los primeros minutos del trayecto. Dijo: “mierda, esto era lo que nos faltaba”.
Nina, en cambio, rumiaba decenas de preguntas sin respuesta. Se atrevió a decir una en voz alta:
—¿Estaría sola? ¿Quién sería la última persona en verla viva?
Darío la miró con suspicacia.
—¿Qué? ¿Ahora quieres ser detective?
—Sólo curiosidad… Curiosidad.
Sánchez sonrió y fijó su mirada en la vía oscura y solitaria. Luego el silencio retornó y se quedó flotando entre los dos.
Las calles de Caracas estaban empapadas y desiertas y ni siquiera los gatos sin dueño pernoctaban, como antiguamente, por las aceras deshabitadas.
No quedaban luces encendidas excepto las de algunos postes que aún no habían sido malogrados por los habitantes ni por la desidia de la ciudad. El chaparrón se había convertido en una garúa tenue pero insidiosa al momento en que Nina se apeó de la camioneta Mercedes Benz de su jefe y con premura abrió la celosía oxidada de su edificio.
—A las once en la oficina. Tenemos que preparar las listas que ha solicitado el comisario.
Ella sabía perfectamente que ese hipotético “nosotros” era un mero formalismo para decir que le esperaban, a ella y sólo a ella, muchas tareas adicionales por coronar.
Asintió y cerró la reja primero y la puerta después.
Por fin, aquel día llegaba a su fin. Aquel día largo, agotador y terrible, estaba a punto de terminar. Mientras subía en el elevador, repasó sus siguientes movimientos al compás del chirrido de las poleas añejas. Pasaría recogiendo a Diego, dormido en casa de doña Domitila, lo acostaría con amor en su cama de madera, se pondría su dormilona de algodón, y se echaría a dormir como un plátano frito. Hasta el día siguiente.
Por un momento, el recuerdo turbador de sus padres muertos y ensangrentados la abordó de nuevo. Pero se deshizo de la imagen al ver su cama tibia, bien tendida, y pulcra. No pensó nada más. No quiso pensar nada más. Y se durmió casi de inmediato.
Cacho Rondón, en cambio, degustaba su quinta cerveza en la barra de un bar en la avenida Baralt, El Ciempiés. Era su lugar de costumbre desde que había comenzado a trabajar en el diario. Allí se reunían además de transeúntes eventuales, periodistas borrachos de distinto pelaje, uno que otro poeta maldito y un abanico variopinto de gentes sin oficio a partir de las diez de la noche.
Después de que lo echaron no perdió la costumbre. No pertenecía ya a la nómina regular de El Espectador -ahora era apenas un fotógrafo a destajo- pero seguía siendo parte del grupo de sospechosos habituales que desfilaban por lo menos tres noches a la semana en la barra de la cantina.
Al fondo, la pantalla de un televisor repetía una y otra vez en cámara lenta el momento de la coronación de Carolina Rosas y su paseo majestuoso sobre la pasarela real.
A ambos lados, dos colegas departían con fruición las mismas bebidas. Jesús Dorta, el jefe de prensa del departamento de policía y Santiago Marañón, periodista jefe de las páginas culturales del periódico de la competencia.
Sólo a Cacho le interesaba la verdad. Los demás se conformaban con la apariencia de la verdad.
Por eso, y a pesar del alcohol que ya había consumido, él no podía apartar de su mente todo lo que había visto y fotografiado ese día.
—No tengo computadora -dijo Cacho sin más, y de buenas a primeras.
Los otros dos hombres lo miraron desconcertados. Lo daban por borracho sin remedio.
—Necesito averiguar el significado, si es que lo tiene, de una palabra -continuó.
—¿Es en inglés? -preguntó Dorta, a quien siempre le había tentado la idea de conocer la lengua de Sir Arthur Conan Doyle pero nunca fue capaz de aprenderla.
Cacho negó con la cabeza al tiempo que el otro vecino de barra, Santiago Marañón, abría su morral y extraía una laptop pequeñita. Era un hombre que ya pintaba canas, pero estaba al día con la tecnología como el más joven.
En cuanto el ordenador estuvo listo para operar, Rondón logró pegarse de una señal de internet y de inmediato googleó la palabra “Mokita”. Fue facilísimo. Mucho más de lo que pensaba.
En la pantalla del viejo televisor del bar irrumpió, de pronto, un extra informativo para anunciar lo que Cacho Rondón sabía desde hacía horas: la exreina de Belleza Venezuela, Margarita Latuff, había aparecido muerta dentro de su alcoba minutos antes del concurso. Jesús Dorta se incorporó como pudo -tenía los pies cambetos y además ya había bebido bastante- para subirle el volumen al aparato. Entonces todos escucharon la noticia.
Los borrachos del tugurio comenzaron a llorar como plañideras por la joven muerta como si fuera una pariente cercana; el barman, sin darse cuenta, abrió la boca, sorprendido, y sólo volvió a cerrarla muchos minutos después. Tan sólo Cacho permaneció incólume ante la crónica, con apenas una sonrisita velada en los labios que dirigió con cinismo a su vecino, el jefe de prensa del departamento policial.
Jesús Dorta acusó el golpe y se retiró al instante para llegar cuanto antes a la sede de la policía y empaparse de las malas nuevas antes de que los medios requirieran sus declaraciones.
Cacho se quedó mascullando el significado de “Mokita” mientras Santiago Marañón le relataba, entre sorbo y sorbo, los pormenores del robo al Museo de Arte Contemporáneo del lienzo de Henri Matisse, y las nuevas pistas.
Adoptó una pose profunda y trató de explicarle a Cacho cuánto había mermado el sentido de la estética en el país en los últimos años y sobre todo, a partir de la desaparición de la Odalisca de Matisse. Cuánto de lo feo se había apoderado de Caracas.
Casi a las tres de la madrugada, Rondón, hastiado de tanta densidad innecesaria para un botiquín de mala muerte, se despidió de los consuetudinarios y de los amigos y se fue caminando solo por la avenida justo en el momento en que la lluvia ligera amainó y la luna se hizo patente en el firmamento negro.
Esquivó la basura regada por las aceras, no le dedicó ni un vistazo a la pareja de hombre y puta que caminaba a carcajadas y llegó finalmente a su lugar: la habitación de pensión donde pernoctaba desde que su exmujer lo había echado a la calle.
El lunes siguiente, casi al mediodía, Francisco Javier -Cacho- Rondón atravesó la ciudad en una mototaxi, desde el centro hasta el este, aperado con un sobretodo azul para la lluvia incesante y pequeña que empapaba a Caracas. Cochino Frito, el chofer de la motocicleta, era un gordito bonachón, vecino de los alrededores del diario El Espectador. Él y su “trineo” eran compadres de Cacho desde que éste le había sufragado, en una ocasión, el refaccionamiento de la moto.
Desde entonces le estaba eternamente agradecido y no se negaba nunca a hacerle cualquier favor. (Muchísimos en los últimos tiempos y desde que Cacho había caído en desgracia. Lo habían sancionado en el periódico por una noticia falsa que se publicó sin verificar y que había traído enormes consecuencias al diario y lo echaron. Y de paso, su mujer, había hecho lo propio).
Su cuate había sido generoso como el que más, en el momento más paupérrimo de su vida. Ahora, a Cochino Frito le tocaba retribuirle su amistad.
Rondón se presentó en el canal de televisión. Le dieron un pase en la puerta, previa autorización de la oficina de producción del certamen, y se apresuró al despacho de Darío Sánchez Monegal, en donde ya Nina trabajaba en las asignaturas pendientes de la noche anterior.
No dijo buenos días. Sólo se cuadró delante de la secretaria y comenzó a hablar.
—En el lenguaje de Nueva Guinea, “Mokita” alude a un secreto que todos conocen pero nadie se atreve a decir -fue, de alguna forma, su saludo mañanero e imprevisto frente al escritorio de Nina.
Ella levantó la cabeza y abandonó por un momento el teclado de su computador. Descolgó la bocina de su central telefónica y lo miró. Allí estaba Francisco, alias Cacho Rondón, con una sonrisa triunfal en los labios, mirándola de color verde mar y esperando su respuesta. No estaba sorprendida de que el fotógrafo intruso hubiera dado con ella. Estaba halagada.
—¿No te detuvieron?
Él negó con la cabeza al tiempo que extendió la mano vacía. Nina le entregó el chip de memoria que guardaba desde la noche anterior, y esperó.
—No tardarán en buscarme, todo el mundo va a recordar al hombre de la cámara. Pero mientras, yo sabré la verdad.
—Yo también quiero saber la verdad… si es que eso es posible.
Cacho la miró sorprendido. No esperaba que aquella secretaria diminuta tuviera algún interés común a los suyos.
—¿Y por qué habría de ser imposible saber la verdad?
—Porque a veces la verdad no existe. O no podemos conocerla. Me consta.
Él no podía saberlo, pero Nina se refería al crimen de sus padres; nunca habían logrado detener a los asesinos, ni siquiera acercarse a su identidad. Tan sólo había recibido, de parte de las autoridades, un reporte de las dos autopsias y un informe sobre huellas dactilares que nunca lograron identificar. Después de un año de inventar acertijos, pistas, conexiones e hipótesis, ella anexó a la carpeta su propio inventario personal de los objetos robados, y con ello, vencida, archivó todo su pasado en la alacena de la cocina para no tocarlo nunca más.
Cacho se encogió de hombros. La chica había ido un poco más lejos y se empeñaba en cuestiones intensas -la verdad imposible, la inutilidad oficial- sobre las que no le interesaba disertar. De momento, tenía en sus manos la oportunidad de su vida: lograr un reportaje de investigación excepcional para el diario, con lo cual dejaría de ser un mero fotógrafo de farándula y a destajo, para convertirse en un periodista verdadero, con su reputación restituida, el dueño de una primera plana. Y sobre todo, nuevamente un miembro de la nómina fija.
Pero Nina no iba a abandonar la posibilidad de saber. No quería escribir ningún reportaje, es cierto. Sólo deseaba llegar a la verdad. Era una deuda para consigo misma. Era un reto. Una posibilidad. Un juego. Una prueba. Y ella atesoraba información privilegiada, datos de primera mano, chismes de pasillo y un talento nato para el análisis que él no podía despreciar.
Hicieron un pacto: quid pro quo. Algo por algo. Él le diría sus avances y ella le daría los suyos. Se estrecharon las manos -Nina sintió un corrientazo-, intercambiaron teléfonos y el acuerdo quedó sellado.
Nina asumió su parte del trato al instante, sin perder su compostura rutinaria ni su hablar calmo y pausado.
—Eric Montiel, el galán de la telenovela “Morir de amor” y conductor del certamen, era el amante de Margarita Latuff.
Cacho lo meditó. No era una noticia sorprendente. Pero era, sin duda, un punto de partida. Tenían, al menos, a un sospechoso.
—Entonces hay que hacerle unas fotos para un especial en la revista dominical.
—Las fotos, quiero verlas en cuanto las reveles. Las del certamen.
Cacho miró el chip y asintió. La secretaria no hablaba en juego, quería comprometerse seriamente en su proyecto de pesquisa. No estaba seguro del beneficio de aquella sociedad; pero de momento, no tenía más opciones.
         Quedaron en verse esa tarde, a la salida del horario inflexible de Nina. En la pastelería Edelweiss, a las cinco y media.
En ese momento llegó Darío Sánchez Monegal como una tromba. Miró a Francisco Rondón de arriba abajo cuando se marchaba y cruzó de seguida a su oficina. Pasó revista sobre el escritorio pulcro y en perfecto orden: verificó los objetos alineados y la simetría de afiches y retratos. Y sintió alivio. Acto seguido, tomó el reporte del tiempo y llamó a Nina.
—Puta madre, va a seguir lloviendo.
—Así parece.
—El comisario Rodríguez acaba de avisarme el resultado de la autopsia. Una sobredosis letal. El golpe seco en la sien se lo dio al caer de la cama cuando estaba hasta el culo de droga… Y de paso acababa de hacer el amor.
Nina levantó una ceja, pero se abstuvo de expresar su curiosidad. Sólo esperó a que su jefe completara el relato. Sabía que no se detendría hasta vomitarlo todo. Y así lo hizo.
—Acababa de tener relaciones sexuales, la muy zorra, antes de entregar la corona. Pero al parecer, no había rastros de ADN… Tú que lo observas todo, ¿tienes idea de con quién se acostaba la reina?
Nina negó con la cabeza. Lo sabía perfectamente pero no iba a darle a la policía -productor interpuesto mediante- las pistas que atesoraba para su mancuerna, Francisco Rondón. Estaba apostando todas sus fichas a una investigación paralela. Esta vez, tenía que ganar.
—En esa habitación encontraron huellas dactilares de media humanidad. Cabellos de media humanidad. Pisadas de media humanidad; lo cual dice mucho sobre la “popularidad” de Margarita pero muy poco de su muerte…
Nina lo miró con ojos de niña despistada, regresó como si nada a su computadora e imprimió la tarea pendiente. Le entregó a Darío Sánchez las listas que le debía, de acuerdo a la solicitud del comisario, y siguió modosa en su escritorio. Tenía la presunción de que, a más tardar, al día siguiente la policía comenzaría los interrogatorios.
Pero estaba equivocada. Ninguno -ni siquiera el fotógrafo intruso- fue convocado a declarar.
Esa misma tarde se reunió con Rondón en la pastelería cercana al canal. Ella llegó primero, así que tomó asiento en una mesa de la esquina y pidió un café guayoyo sin azúcar. Aprovechó los minutos a solas para meditar y hacer el recuento de sus apreciaciones escuetas.
La señorita Latuff, de acuerdo a la policía, había muerto de una sobredosis de droga. Nunca había sido un comentario en los corredores del canal ni en la organización del certamen que Margarita Latuff fuera una adicta. Sin embargo, era una posibilidad que lo simplificaba todo. A la chica se le había pasado la mano y punto. Sánchez Monegal parecía verdaderamente indignado ante la doble revelación: el consumo de droga y el sexo, previos a la elección.
Pero ¿y la libreta que decía “Mokita”? A todas luces esa nota parecía un intento por revelar un secreto. ¿Cuál?
El cielo estaba encapotado cuando Francisco llegó. Venía trotando desde la esquina con su cámara a cuestas y un maletín vetusto de piel marrón. Se sentó jadeando frente a ella y la miró fijamente a los ojos.
—Oye, ¿para qué quieres tú acompañarme en esto?
—No me interesa escribir un reportaje, si a eso es a lo que te refieres.
Rondón descansó. Tomó de su bulto un sobre manila, lo abrió y sacó una serie de veinte fotografías. Las extendió sobre la mesa.
—¿Te llamas Nina, no?
—Nina Medina -dijo concentrada ya en las imágenes.
Escogió tres del montón y las apartó.
—La autopsia dice que la joven murió por una sobredosis y que recién había hecho el amor -le anunció a Rondón para que ambos pudieran conversar en el mismo idioma, bajo los mismos términos.
El semblante de Cacho Rondón pareció desinflarse con la revelación. Si la mujer había muerto a causa de su propia imprudencia, su reportaje tendría poco o ningún interés. En todo caso, se le haría cuesta arriba azuzar el morbo de los lectores, mucho más el interés del jefe de redacción con una noticia tan tibia y común.
Nina pudo darse cuenta de la desilusión del periodista. El estado de alerta de todo su cuerpo transmutó en flacidez. Sus ojos perdieron el brillo inicial. Hasta le pareció que el hombre estaba a punto de echarse a llorar.
—Si te fijas bien, periodista, hay algo incongruente en estas tres fotografías.
Francisco la miró intrigado.
—En esta aparece la mucama aterrada, observando a la muerta. Un poco más atrás, el carrito del aseo lleno de sábanas limpias. A cierta distancia, Vladimir Prado. Y un poco más atrás, una concursante cuyo rostro asoma también la sorpresa y el terror. Pero mira hacia otro ángulo. Busca algo. Su miedo no está en el cadáver de Margarita, está en otra parte.
Él asintió, aunque de momento no tuviera idea de hacia dónde se dirigían las observaciones de Nina. A él se le habían chamuscado los motores antes de arrancar la carrera.
—En esta otra, tomada desde el interior de la recámara 414, el cuerpo de Margarita yace en la alfombra pero alcanzamos a ver la cama deshecha. ¿No ves algo singular?
Él permaneció en silencio, esperando a que Nina continuara.
—La cama de la habitación 414 está destendida. Las sábanas son negras. Los juegos de cama que lleva la mucama en su carro son blancos. ¿Por qué no son iguales todas las sábanas del hotel? ¿O sí lo son?
—Ciertamente -dijo Cacho en voz baja como si no quisiera darle demasiado crédito a los descubrimientos de una secretaria.
—Foto número tres -continuó Nina-. Aquí están algunas concursantes de esa noche, las pocas que salieron a medio vestir de las habitaciones contiguas al escuchar lo sucedido. Están de pie en el pasillo, recargadas de la pared. Presas del horror y del impacto. Sólo una, la misma de la primera foto, no comparte el sentimiento común, no llora. Busca de nuevo. Y encuentra. Mira a un lugar definido en el corredor. ¿Hacia dónde mira? ¿Qué mira? ¿A quién mira? Lo que ve la asusta. Pero es un miedo íntimo. No es un miedo compartido. Hay cosas que ni siquiera un buen maquillaje puede ocultar…
A Cacho le pareció que aquella interpretación del miedo era demasiado subjetiva como para que Nina pudiera descifrarla en la mirada de una chica en una fotografía. Sin embargo, estaba dispuesto a escudriñar todas las posibilidades por más insólitas que le parecieran. Su futuro estaba en la existencia de un crimen.
—¿Tú crees que a Margarita Latuff la mataron? ¿O simplemente se le pasó la mano? -terminó por preguntar él, dubitativo.
Nina asintió. Ella no tenía dudas; a la chica la habían asesinado. No era una certeza, pero era su intuición. Margarita Latuff no era una adicta. Tuvo ocasión de verla en los pasillos del canal, y durante los ensayos, en las pruebas de vestuario, en los agasajos previos al certamen. Margarita Latuff era una chica provinciana que anhelaba una vida de lujos. Coqueteaba con los hombres ricos y a los empleados no volteaba a verlos. Aspiraba bienestar, carteras Hermès, joyas Bulgari y zapatos Louboutin. Quería tener la suerte de tantas otras mujeres que habían logrado cambiar sus destinos por uno muy próspero a través del matrimonio. Ya era bella, sólo le faltaba ser rica. Eso era todo. No era drogadicta, era simplemente una maracayera ambiciosa.
Por otra parte, “Mokita” no era una palabra escogida al azar para dejarla muda en una libreta de apuntes. “Mokita” era un secreto. Descubrirlo -pensaba Nina- era la clave para saber quién y por qué motivo le habían quitado la vida a la desafortunada exreina.
—He aquí que subyacen algunas preguntas que enumero en desorden, señor Rondón: ¿Cuál es ese secreto que todos saben? ¿Por qué las sábanas de este dormitorio son negras? ¿Qué mira la “Señorita Miedo”? Y sobre todo, no aparece en las fotografías, por supuesto, pero me lo pregunto yo: ¿Quiénes tenían acceso a la habitación de Margarita?
Cacho se quedó meditando las coordenadas de la mujer diminuta. Y al final no le parecieron erradas. Había que comenzar por conocer cuál era el secreto.
En ese momento, un mendigo desdentado y sucio se aproximó a su mesa. Observó las fotos con deleite, salivó sobre su propia barba encanecida y mugre, y en cuestión de segundos sacó una navaja de sus fachas deshilachadas. Se aproximó con el vértice del metal apuntándolos.
Nina se quedó congelada. Si había algo que le descuartizaba el alma y el valor, eran los objetos punzantes. Desde la muerte de sus padres, esa era su fobia.
Francisco, en cambio, le redujo el arma al viejo andrajoso de un solo manotón. Si quería una foto, sólo tenía que pedirla.
Nadie, en el café, hizo nada. Sólo miraron como si fuera una película.
El pordiosero se fue muy feliz con el retrato de una muerta desnuda, hablando, gritando cosas ininteligibles. Imbuido en su demencia.
Nina permaneció temblando durante cinco minutos, como una hoja frágil. Comenzaba a oscurecer y le pareció que los árboles se le venían encima con todo el peso de sus sombras. Estaba a punto de sufrir un ataque de angustia. Sintió que le faltaba el aire, se le nubló la mirada, se sintió muy mareada y su corazón latía dando tumbos. Por un instante, estaba a punto de morir.
Francisco le hizo beber, con una especie de ternura varonil, un vaso de agua con azúcar.
La lluvia incisiva había regresado; esta vez se hacía más intensa a medida que transcurrían los minutos. Parecía que todo el Ávila iba a venirse abajo junto con las rías que bajaban desde lo alto de la ciudad. En minutos, el cielo tomó un barniz violáceo que presagiaba un diluvio casi bíblico.
Nina respiraba hondo y exhalaba para serenarse y esperar a que las señales de su trance de pánico menguaran. Conocía bien estas caídas. Las padecía desde hacía años. Durante un tiempo se había salvaguardado con medicación. Hasta que la suspendió cuando estuvo segura de haber vencido el terror.
Pero ahora toda esta historia de la reina muerta había accionado el dispositivo nuevamente.
Tenía la esperanza de que fuera sólo un episodio aislado. Necesitaba que fuera sólo un incidente aislado. Se conformó con esa esperanza y logró retomar su calma habitual después de unos minutos demasiado largos y angustiosos.
Los dos se mantuvieron guarecidos bajo los toldos amarillos de la cafetería mientras el agua menguaba y luego él la acompañó hasta su auto y no se despegó de ella hasta que la vio partir. Con sus ojitos verdes, bajo la llovizna.
Cuando por fin llegó a su casa, Diego estaba a punto de dormirse en brazos de doña Domitila.
Nina lo cargó hasta la cama, y el niño, en un arrebato de vigilia, le pidió que le contara un cuento. Pero un cuento inventado, no uno de esos que estaban en los libros que repasaban a diario.
A esa hora, la petición del hijo no era fácil. Mucho menos con la mente inundada de acertijos y pistas y ojos verdes.
Domitila se fue al departamento de junto, el suyo, con un gesto mudo. Nina le agradeció en silencio dibujando con su puño un corazón en el pecho.
Escuchó la puerta del departamento cerrarse con sigilo y entonces hizo un esfuerzo y se abstrajo de todos los eventos del día, se concentró, y pudo hacerle a Diego su cuento inesperado y de estreno para que lograra dormir.

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