“Cuando escribo El nombre de la rosa es más que evidente que al construir la biblioteca pienso en Borges”, en La biblioteca de Babel. “También se me ocurre la idea de un bibliotecario ciego al que decido llamar Jorge de Burgos” y, a continuación, explica, por qué Burgos. Y es que, en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, muy cercano a la ciudad, se conservan manuscritos de ‘pergamino de paño’, es decir de papel, del siglo X. Un medievalista como Eco no podía dejar pasar la oportunidad de fabular con la idea de que un manuscrito de papel conteniendo el texto griego de la Poética de Aristóteles fuera llevado a la abadía benedictina por un monje español tras su hallazgo en Silos (1).
Escritores-bibliotecarios
Jorge Luis Borges trabajó como bibliotecario; fue su primer trabajo ya con 39 años. Hasta ese momento no lo había necesitado. Estuvo empleado en la biblioteca municipal Miguel Cané de Buenos Aires entre 1938 y 1946 y él mismo cuenta que, en su primer día de trabajo, clasificó 400 volúmenes ante la estupefacción de sus compañeros que le invitaron a que fuera más comedido y dejara trabajo para los demás.
En 1955, fue nombrado director de Biblioteca Nacional de Argentina, donde ejerció durante 18 años; el mismo año de su nombramiento se aceleró la ceguera congénita que sufría y Borges lo entendió como una jugada del destino. Veinte años más tarde diría que poco a poco fue comprendiendo esa extraña ironía: “Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Y allí estaba, en el centro de casi un millón de volúmenes en diversos idiomas cuando apenas podía descifrar las carátulas y los lomos.
Otros escritores ejercieron también como bibliotecarios: Giacomo Casanova, a quien el conde de Waldstein ofreció la dirección de una biblioteca en Bohemia y facilitó que, en tal lugar de retiro, el famoso seductor escribiera sus memorias; también Marcel Proust, cuyo único trabajo remunerado en toda su vida fue el de bibliotecario, aunque apenas acudía a trabajar; tampoco iba mucho Robert Musil, alegando enfermedad (2). Otros escritores bibliotecarios fueron George Perec, Lewis Carroll y George Bataille Pero no tengo información de que ninguno de ellos fuera ciego.
La biblioteca y el laberinto del mundo
Bibliotecario, ciego y con el nombre de Jorge de Burgos. Inmediatamente pensamos en el escritor argentino, pero son solamente pruebas circunstanciales. Jorge de Burgos es un personaje antipático, maléfico, intransigente… No es en absoluto Borges. Y Umberto Eco, que tanto debe a Borges, se apresura a reconocerlo: escogió ese nombre y pensó en él al comienzo de la novela, pero ésta fue adoptando sus propios derroteros y en su transcurso el monje ciego fue perfilando su personalidad, convirtiéndose en un apocalíptico que odia perder el tiempo en cosas vanas y superficiales que no están relacionadas con Dios y que nos distraen del único objetivo del hombre: alabarle y, sobre todo, no reír. Jorge de Burgos se va convirtiendo en una copia extrema de Bernardo de Claraval.
La biblioteca como laberinto, pero también como totalidad es un tema eminentemente borgiano e inspirado en fábulas antiguas. En Roma, Cicerón imaginó que si se barajaban al azar innumerables caracteres de oro con las veintiuna letras del alfabeto “pueden resultar estampados los Anales de Ennio”. Borges lleva la idea al límite y el resultado es una biblioteca formada por todos y cada uno de los libros escritos y no escritos, es decir, por todas las posibilidades porque “basta que un libro sea posible para que exista”. Sería casi infinita, imposible de catalogar ni explicar, sería Dios mismo, o el universo sin Dios, y también el sueño de los cabalistas, que mediante la combinación infinita de una serie finita de letras esperan poder formular el nombre secreto de la divinidad.
“El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales”, figura geométrica que expresa la perfección que se da en la Naturaleza; se comunican por “una escalera en espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto” y que representa la ascensión hacia el conocimiento. La descripción de La Biblioteca de Babel (3) prosigue en el texto borgiano: “En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias, de lo que se infiere que la Biblioteca no es infinita”, ya que si lo fuera “¿a qué esa duplicación ilusoria?”.
El narrador confiesa que ha buscado durante años el libro de los libros, “acaso el catálogo de catálogos”, el origen de la Biblioteca y el Tiempo. “Hace cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos” y han surgido sectas y errores, esperanzas y delirios, rumores e inquisiciones. El narrador confiesa su fracaso y sólo acierta a asegurar que la Biblioteca es “ilimitada y periódica”, lo que implica “que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden” formando un orden perfecto que constituye su única y “elegante esperanza”.
La biblioteca de la abadía bendedictina donde se desarrolla la acción de El nombre de la rosa posee una estructura laberíntica y utiliza muchos y sabios artificios -hierbas, espejos- para evitar que alguien pueda acceder al saber prohibido que oculta y consagra. “La biblioteca -advierte un monje centenario de la abadía- es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás”.
Y es posible que tampoco quieras abandonarla. Umberto Eco relacionaba la biblioteca de Don Quijote, llena de novelas de aventuras, una biblioteca “de la que se sale” para hacer realidad las fantasías librescas y aventurarse en la vida, con la biblioteca que, trescientos cincuenta años más tarde, Borges inventa y que la “que no se sale”, en la que la búsqueda de la palabrea verdadera es infinita y sin esperanza. “Don Quijote intentó que el universo fuera como su biblioteca. Borges, menos idealista, decidió que su biblioteca era como el universo y por eso no sintió necesidad de salir de ella” (4)
Adso de Melk, el narrador de El nombre de la rosa, describe a los benedictinos que trabajan en el scriptorium de una forma que recuerda a los servidores de la Biblioteca de Babel: “Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos”. Ésas eran sus “tentaciones, sin duda; soberbia del intelecto”.
Ordenadores del Universo y la regla de San Benito
Recuerdo una frase de Borges, que cito de memoria, y que venía a señalar que ordenar libros es una forma de crítica literaria. No deja de tener razón.
El más antiguo catalogador de libros del que sabemos su nombre es Calímaco de Cirene a quien Ptolomeo II, en el siglo III a C, encargó ordenar la Biblioteca de Alejandría. Dividió las estanterías de acuerdo con ocho géneros o temas y ordenó los volúmenes por orden alfabético. El orden alfabético fue y es muy útil para encontrar volúmenes. Se cuenta (5) que en Persia, el visir al Sahib ibn Abbad al-Quasim Ismail, con el fin de no separarse de su colección de 117.000 volúmenes cuando viajaba, se los hacía transportar por una caravana de camellos adiestrados para caminar en orden alfabético.
Que los hechos que nos narra Umberto Eco sucedan en una biblioteca de un monaterio benedictino entra en el ámbito de la lógica histórica. Las abadías benedictinas son famosas por sus fastuosas bibliotecas formadas a lo largo de los siglos. San Benito incluyó en la regla de la orden el compromiso de los monjes de leer todos los días y construir una biblioteca en cada monasterio. Para responder a este compromiso, los benedictinos aprendieron el arte de copiar libros. Y los difundieeron en las bibliotecas de las comunidades monásticas de toda Europa. Gracias a los scriptorium y las bibliotecas, las abadías benedictinas se convirtieron en imporantes centros culturales. Y muchas de ellas son, además, bellísimas, como la de la Abadía de Admont, en Austria, construida en el siglo XVIII.
No debe extrañarnos, por tanto, que la biblioteconomía como ciencia moderna fuera creada, a principios en el siglo XIX, por un ex monje benedictino, Martin Schrettinger, que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek. A él se debe la invención del catálogo y con él la idea de utilidad y eficacia de una verdadera biblioteca.
Y aunque la labor de los catalogadores pueda parecer prosaica, aunque envidiable, no hay que olvidar que el mundo entero cabe en las bibliotecas y que en Sumeeria recibían el nombre de “ordenadores del universo”.
Notas
(1) De la conferencia pronunciada por Umberto Eco en el congreso sobre “Relaciones literarias entre José Luis Borges y Umberto Eco”, organizado por la Universidad de Castilla la Mancha en mayo de 1997
(2) Esteban Zaragoza, El escritor en su paraíso, Periférica, 2014
(3) Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel, en Ficciones, publicado inicialmente en 1944
(4) De la lección pronunciada por Umberto Eco en su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha, en 1997.
(5) Leyenda recogida por Alberto Manguel en Una historia de la lectura (Alianza Editorial, 1996), procedente del libro de Edward G. Browne, A literaty History of Persia.
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