EL CHAMÁN Y EL PASTOR: LA GRAN DIVISORIA

Libro La gran divergencia



Segunda parte


Tercera parte

Conclusión

    EL CHAMÁN Y EL PASTOR: LA GRAN DIVISORIA

EL MOMENTO ÁLGIDO DE LA PENÍNSULA IBÉRICA

    Hacia finales del siglo XV , varias fuerzas históricas se aunaron para generar una situación en la cual los europeos en general y los pueblos de la península Ibérica en particular se sintieron impelidos a aventurarse ultramar en tanto que exploradores y conquistadores. Lo hicieron por diversos motivos, entre los que destacan dos: la codicia y el celo religioso. La búsqueda de una nueva ruta para las especias de Oriente influyó sin duda pero, como escribió Bernal Díaz, él fue a las Indias, o eso creía, «para servir a Dios y a Su Majestad, para llevar la luz a aquellos que vivían sumidos en la oscuridad, y para enriquecerse, como desean todos los hombres». [970]
    Los nobles españoles estaban especialmente familiarizados con esta ideología, si así puede llamarse, porque estaban habituados a la guerra, gracias a la larga y exitosa que habían librado en su suelo contra los Estados musulmanes y que había constituido a la vez una «oportunidad y una coartada». El resto de Europa (es decir, de la cristiandad) llevaba ya por entonces gozando de una dilatada tregua de la presión musulmana en sus fronteras orientales y meridionales, debido a las conquistas de GengisKhan, cuyas rápidas victorias, logradas gracias a una caballería sumamente eficaz que operaba por una vasta zona geográfica, sumadas a una notable tolerancia religiosa, habían dado seguridad a los viajes a Oriente y estimulado el comercio. Las grandes monarquías de la Europa septentrional ya habían perdido interés por las Cruzadas y confiado la lucha contra el islam a quienes tenían vecinos musulmanes en los Balcanes y Bizancio, así como en la península Ibérica.

    Pero el advenimiento de los turcos otomanos, que se apoderaron de Constantinopla en 1453, suponía un nuevo peligro. La emergencia de los turcos, recientemente islamizados y orgullosos, que también se habían transformado de jinetes en marineros, como el Estado más poderoso de Oriente Medio (invadieron Italia en 1480), los convertía en una amenaza lejana pero presente, que hizo que España temiera el único Estado musulmán que subsistía en Europa a la sazón, el antiguo reino de Granada, caracterizado por un elevado grado de refinamiento y civilización.

    En la península Ibérica, los Estados cristianos y musulmanes llevaban siglos coexistiendo y compartiendo fronteras, formando alianzas cuando les convenía. Además, la Península se había convertido en el punto de contacto fundamental entre ambas culturas, en particular en Toledo, donde estudiosos judíos, árabes y cristianos habían colaborado en una serie de obras sumamente influyentes, que aseguraron la pervivencia de lo mejor del pensamiento helénico, traducido y glosado en las lenguas de las nuevas universidades que fueron surgiendo a partir del siglo  XII . En esta tradición ocupaban un lugar destacado las obras de filosofía, astronomía y medicina.
    Pero Granada no era tan poderosa como parecía, pues por entonces pagaba tributo a Castilla, y los gobernantes del Estado hispánico y cristiano sabían que la incorporación del primer territorio al segundo no era más que una cuestión de tiempo. Ese momento se produjo con la llegada al trono de Isabel, en 1474. Sumamente religiosa, asceta, temerosa del peligro que se cernía en Oriente, Isabel emprendió el sometimiento de sus vecinos musulmanes. Pueblo a pueblo y ciudad a ciudad, lanzó en 1482 una campaña que requirió una década para alcanzar su objetivo, pero triunfó finalmente cuando la capital cayó en 1492.
    Como ha señalado J. H. Parry, también existía un curioso paralelismo entre los turcos otomanos, en el este, y los habitantes de Castilla. «Los castellanos nunca habían dependido tanto del caballo como los turcos, pero en Andalucía y otras regiones emplearon también fuerzas móviles y en gran medida montadas contra comunidades sedentarias. Recordemos que, en la árida meseta castellana, las ocupaciones pastoriles, el pastoreo de rebaños y manadas seminómadas se consideraban desde hacía tiempo preferibles al cultivo de las tierras… El hombre a caballo, el pastor de rebaños y manadas, estaba mejor adaptado a ese entorno… A medida que fue avanzando la conquista, los castellanos, o al menos las clases superiores, las dedicadas a la guerra, conservaron su interés y propiedades pastoriles, su movilidad y eficacia militar, así como su respeto por los hombres a caballo». [971]
    Esa era la gente que colonizó el Nuevo Mundo, lo que explica en parte por qué pequeñas bandas de españoles montados podían alzarse con victorias tan notables y luego establecerse como caciques cuasifeudales, conservando sus aficiones pastoriles y haciendo que los campesinos derrotados cultivaran cereales para ellos (pues, naturalmente, no tenían mamíferos domésticos propios).
    Esta evolución constituye una prolongación del hilo conductor de La gran divisoria , a saber, que los mamíferos domésticos del Viejo Mundo tuvieron un importante efecto en el curso de la historia, pero que en modo alguno lo explican todo. Intervinieron muchos otros factores: las plagas, cuyo centro de gravedad fue desplazándose de Europa hacia el oeste y el norte; el desarrollo del norte gracias a la industria lanar en los Países Bajos y Gran Bretaña (las rutas que unían el Mediterráneo y el Canal de la Mancha fueron uno de los elementos coadyuvantes de la apertura del océano Atlántico); las innovaciones en los ámbitos de la navegación y el transporte marítimo, generadas en parte por las Cruzadas; las propias Cruzadas, por mor de las cuales los hombres viajaban al extranjero a convertir a los infieles; el redescubrimiento de Ptolomeo y su infravaloración del tamaño de la Tierra; los libros de viajes imprecisos y obsoletos, que reforzaban esa opinión; el descubrimiento de que la navegación en los trópicos era más fácil de lo previsto; las proezas de la pesca en alta mar, que habían contribuido a que los marineros se familiarizaran y acostumbraran al Atlántico; el descubrimiento de islas en el océano, que auguraba nuevas tierras para los audaces.
    Todos estos factores psicológicos y técnicos confluyeron para producir lo que podríamos llamar «el momento álgido de la península Ibérica» y explican que fueran los españoles y portugueses los primeros en cruzar el Atlántico, del este al oeste, para descubrir las Américas, en lugar de que ocurriera lo contrario, que los almirantes de Moctezuma viajaran a África o Europa (o Japón, por qué no).

PAUTAS DE LA «LONGUE DURÉE»

    El hilo narrativo del presente libro no es una línea recta, en modo alguno. También hemos de procurar no leerlo como una historia «hipotética». En la «Introducción» comenzamos diciendo que íbamos a realizar un experimento natural, pero que no se podrían comprobar todos los datos. Pese a todo, como debería estar claro a estas alturas, podemos plantear en términos generales una hipótesis de la razón por la cual los dos hemisferios siguieron caminos distintos. Igualmente importante es que nuestra tesis también ofrece un punto de vista sobre lo que significa ser humano; en cierto sentido, es una nueva propuesta acerca de las influencias que afectan a la evolución global de la historia humana.
    Las sociedades humanas se han desarrollado de maneras muy similares a tenor de determinados criterios. Por ejemplo, la mayoría de las sociedades son igualitarias —y las aldeas no se defienden— hasta que su número de habitantes se sitúa entre 150 y 300; en ningún lugar del planeta han creado los forrajeadores construcciones ceremoniales; por encima del nivel de las aldeas surgen el liderazgo hereditario, los ceremoniales y la guerra, y aproximadamente el 25 por ciento de los varones muere de muerte violenta; la guerra da lugar a la «superioridad» masculina; por doquier las élites cultivan un estilo de vida distintivo. Y así sucesivamente. El hecho de que se den tantas analogías en el mundo es una prueba sobresaliente de la unidad subyacente de la conducta humana. [972]
    En el presente libro no me he propuesto negar la existencia ni la importancia de las numerosas semejanzas que se dan entre todas las sociedades humanas desperdigadas por la Tierra. En absoluto. Pero sí he querido, a diferencia de autores anteriores, centrarme en las diferencias y mostrar cuán fructíferos pueden ser los contrastes que se dan junto a los paralelismos. El trabajo de Joyce Marcus es instructivo en este sentido. En el capítulo 21 ya dijimos que analizó los escritos jeroglíficos de cuatro culturas mesoamericanas y concluyó que no estaban alfabetizados según la acepción aceptada del término. Decidió que la alfabetización no era una aspiración de mixtecos, zapotecas, mayas y aztecas, y eso quizá también sea cierto de todas las culturas cuya escritura es jeroglífica: se utilizaba principalmente como propaganda, para aumentar la autoestima de las sociedades, legitimar la genealogía del régimen gobernante y reforzar la estratificación social. De modo que no todas las sociedades con escritura están necesariamente alfabetizadas. La escritura es un barniz útil y un medio de promoción.
    Podemos apreciar que se han generado algunas diferencias profundas entre los pueblos de los dos hemisferios y, finalmente, estamos en condiciones de situar dichas diferencias en su contexto.
    Podríamos decir que la manera fundamental que tienen los pueblos de volverse «humanos» —convertirse en los observadores cabales, cohesionados y reflexivos que son— consiste en un proceso en tres etapas.
    El primer elemento de este proceso es que, inevitablemente, los pueblos están ubicados en un paisaje, un entorno. Viven —o se asientan— en las laderas de las montañas, en valles o junglas, en la ribera de ríos o junto al mar. Pueblan desiertos áridos, bosques fríos, medios desoladores como la tundra o grandes pastizales. Están rodeados de animales, pájaros o peces, a veces depredadores. Comparten el campo con plantas —hierbas, matojos, árboles y flores—, algunas más nutritivas, con mayores propiedades medicinales o psicoactivas que otras. Y viven inmersos en una climatología determinada: rodeados por combinaciones diferentes y cíclicas de sol, lluvia, viento, granizo, rayos, sufren catástrofes naturales como terremotos, erupciones volcánicas, huracanes y tsunamis . Viven bajo el cielo, el sol, la luna y las estrellas, incluida la Vía Láctea. Por último, viven sobre la tierra, en continentes, dispersos aleatoriamente por el globo terrestre, y sus relaciones con los grandes mares son muy diversas. Esa tierra se articula principalmente en torno a un eje norte-sur o este-oeste, una vertebración básica para la climatología y para la historia de la climatología. Ahora podemos ver que todos estos factores confluyen para crear, en términos generales, dos grandes entidades en el mundo, dos ámbitos cuyas semejanzas y diferencias contribuyen a explicar que la humanidad haya evolucionado de manera distinta en los dos grandes hemisferios.
    Del hilo conductor del presente libro se desprende también claramente que la combinación de estos factores, llamémosles «ambientales», inciden en los seres humanos para generar en ellos, y he aquí la segunda etapa del proceso, una ideología , una forma de mirar el mundo, una manera de comprenderlo e interpretarlo, un modo de dar sentido a los fenómenos terrestres que se manifiestan y rodean a los seres humanos en todas partes. En este libro ha quedado patente que las ideologías varían mucho más en el Viejo Mundo que en el Nuevo, tal como se analiza más adelante.
    En la tercera etapa del proceso, las ideologías que adoptan los pueblos a raíz del entorno que les rodea siguen interaccionando con ese entorno, que por supuesto está en constante cambio, en parte como resultado de la evolución del planeta, de los acontecimientos cosmológicos, astronómicos y geológicos, y en parte como resultado de las mutaciones que se producen en la humanidad durante las dos primeras etapas. [973]
    Y quizá la segunda apreciación global más interesante que se desprende de nuestra tesis, después de la formulación inicial de la ideología sobre la base de la conjunción entorno-clima-ser humano, sea que este es el factor determinante de lo que Fernand Braudel y los historiadores franceses llaman la longue durée . La historia es efectivamente la evolución de la ideología cambiante de la humanidad y de su interacción constante con su entorno económico, ecológico, tecnológico. [974]
    Si este análisis es correcto, nos puede ayudar a comprender las trayectorias tan dispares que han seguido los dos hemisferios. Como se indicó en el capítulo 5, las Américas cubren una masa continental mucho más pequeña que Eurasia, incluso sin contar África. Además, el Nuevo Mundo está orientado, como han señalado Hegel, Jared Diamond y otros, en torno a un eje norte-sur, y no este-oeste, como en el caso de Eurasia. Esta orientación frenó por sí sola el desarrollo, en términos relativos, al ralentizar el ritmo de propagación de las plantas y, por consiguiente, de los animales y la civilización. Naturalmente, eso no era únicamente negativo. Significaba que en algunas localidades evolucionaban muchas especies. (Por ejemplo, las pluviselvas tropicales ocupan el 7 por ciento de la superficie terrestre del planeta, pero cobijan a más del 50 por ciento de las especies animales y vegetales. Como hay en ellas tantos insectos y pequeños mamíferos, la energía se pierde a lo largo de la cadena trófica, por lo que los grandes mamíferos son relativamente raros, y estos animales han desempeñado una función esencial en nuestra historia). [975] Pero la orientación norte-sur del Nuevo Mundo, en conjunción con otros factores que examinaremos en breve, frenó sin duda el desarrollo de la humanidad en las Américas. Fue ante todo una limitación de índole técnica, pero también produjo una reacción en cadena, como veremos.
    La vertebración geográfica general corrió pareja con una variación del clima, cuyos elementos más importantes fueron los monzones, el fenómeno de oscilación meridional El Niño y la violenta actividad de volcanes, terremotos, vientos y tormentas. La importancia de los monzones radica en el hecho de que, durante los últimos 8000 años, desde la época del último gran diluvio que se comenta en el capítulo 2, se han deshecho en el Atlántico Norte más glaciares que antes, lo que ha causado una evaporación a gran escala, que a su vez ha afectado a la cantidad de nieve que se formaba en Asia central, que se ha visto obligada a consumir una cantidad inaudita de energía solar, lo que ha hecho perder fuerza a los monzones. Ello ha influido sobre el clima desde el extremo oriental del Mediterráneo y África septentrional y oriental hasta China, de modo que aproximadamente dos tercios de los agricultores de la Tierra han tenido cada vez más dificultades para encontrar agua. La fuerza variable de los monzones y su relación temporal con la aparición (y posterior desmoronamiento) de las civilizaciones del Viejo Mundo se han descrito en el capítulo 5. Sólo nos resta añadir aquí que, tras la domesticación de las gramíneas en el Viejo Mundo hace unos 10 000 años, el mayor problema ambiental/ideológico de Eurasia ha pasado a ser con el transcurso del tiempo la fertilidad. La masa continental se ha ido secando poco a poco.
    Por otro lado, el principal factor que ha influido en el clima en el Nuevo Mundo ha sido la frecuencia creciente de la oscilación meridional El Niño, que ha pasado de producirse unas pocas veces al siglo hace unos 6000 años hasta una vez cada pocos años en nuestros días. Además de los fenómenos de oscilación meridional El Niño en sí mismos, su relación con la actividad volcánica, debido a la configuración del océano Pacífico (un enorme volumen de agua sobre una corteza relativamente fina), también ha sido importante al parecer. Hemos visto en el capítulo 5 que América Central y del Sur son las zonas continentales con mayor actividad volcánica del mundo en las que han surgido civilizaciones. Si sumamos todos estos elementos, comprobaremos que el problema ambiental más importante de las Américas durante los últimos millares de años, que ha tenido implicaciones ideológicas fundamentales, ha sido la frecuencia creciente de una climatología destructiva.
    No podemos afirmar con seguridad que estas diferencias hayan sido determinantes, ni que expliquen las variaciones ideológicas sistemáticas que examinaremos en breve. Ya hemos advertido que nuestro experimento natural comporta demasiadas variables para satisfacer a los puristas. Lo que sí podemos decir es que resulta plausible que estas diferencias sistemáticas en el clima de los dos hemisferios se correspondan con las pautas históricas observables en el Nuevo y el Viejo Mundo, y en esa medida nos pueden ayudar a comprender sus diferentes trayectorias.

CÓMO Y POR QUÉ SONREÍAN LOS DIOSES AL VIEJO MUNDO

    Después de los factores geográficos y climáticos que determinaron las diferencias fundamentales y prolongadas entre los dos hemisferios, los factores más importantes se hallan en el reino de la biología, de las plantas y los animales. En la esfera vegetal podríamos decir una vez más que hubo dos diferencias fundamentales entre ambos hemisferios. La primera tuvo que ver con los cereales. En el Viejo Mundo surgían naturalmente diferentes tipos de cereales —trigo, cebada, centeno, mijo, sorgo, arroz— que podían domesticarse y, debido a la vertebración este-oeste de la plataforma continental, pudieron propagarse con relativa rapidez una vez hubo concluido su domesticación. Por ello se pudieron almacenar relativamente pronto los excedentes: ese fue el fundamento sobre el que se erigieron las civilizaciones. En el Nuevo Mundo, en cambio, el cereal que resultó más útil fue una evolución del teocinte que, en su variedad silvestre, estaba morfológicamente mucho más alejado de su variedad domesticada que lo que ocurrió con los cereales del Viejo Mundo. Además, como sabemos hoy, debido a su elevado contenido en azúcar (por tratarse de una planta más tropical que propia de climas templados), el maíz se empleó primero por sus propiedades psicoactivas y no como alimento. Por encima de todo, el maíz —aun cuando se convirtió en un alimento— tuvo más dificultades para propagarse en el Nuevo Mundo debido a la vertebración norte-sur de la masa continental, que hacía que la temperatura, las precipitaciones y la exposición al sol variaran mucho más que en Eurasia. Por esta razón la obtención de excedentes de maíz fue más dura y más lenta. Como ya hemos indicado, posiblemente la única zona donde se siguió de cerca la misma trayectoria que en el Viejo Mundo fuera Cahokia. Por consiguiente, el proceso de domesticación del cereal más importante del Nuevo Mundo fue considerablemente distinto del de los numerosos productos análogos en el Viejo Mundo.
    La segunda esfera en que diferían las plantas del Nuevo y el Viejo Mundo era la de los alucinógenos. Es posible que antes no se atribuyera tanta influencia a estas plantas en el devenir histórico, pero hoy está claro que la distribución de las plantas psicoactivas en todo el mundo es muy desigual.Como vimos en el capítulo 12, las cifras indican que en el Nuevo Mundo crecen espontáneamente entre 80 y 100 especies alucinógenas, mientras que en el Viejo Mundo no hay más de ocho o diez.
    Asimismo, no cabe duda de que estas plantas desempeñaron una función esencial en el pensamiento religioso del Nuevo Mundo, especialmente en América Central y del Sur, donde surgieron las civilizaciones más avanzadas.
    La función y el efecto de los alucinógenos tienen una doble vertiente. En primer lugar, hicieron que la experiencia religiosa fuera en las Américas mucho más vívida que en el Viejo Mundo. En segundo lugar, debido a sus propiedades psicoactivas (de acuerdo con los experimentos de Claudio Naranjo tratados en el capítulo 12), los alucinógenos instigaron ideas como la transformación del ser humano en otras formas de vida o el viaje o vuelo del alma entre el mundo y las esferas superior e inferior del cosmos. En sociedades en las que, debido a la falta de transporte rodado y de caballos y a la articulación norte-sur del territorio en que se encontraban, a las personas les resultaba relativamente difícil emprender largos viajes, las incursiones en las esferas superior e inferior adquirían todavía más importancia. La intensidad de las transformaciones experimentadas durante el trance y el miedo que inspiraban, así como el tremendo vigor psicológico de los estados alterados de conciencia que provocaban los alucinógenos, hicieron, entre otras cosas, que las experiencias religiosas en el Nuevo Mundo resultaran mucho más convincentes y, por ende, más resistentes al cambio que las del Viejo Mundo, donde, como veremos, los caballos y el transporte rodado —carros y carretas— permitieron que distintos grupos, cuyas creencias diferían, entraran en contacto mutuamente con mucha mayor frecuencia.
    Con ello no queremos decir que no hubiera alucinógenos en el Viejo Mundo o que carecieran de importancia. Como vimos en el capítulo 10, el opio, el cannabis (cáñamo) y el haoma eran sustancias rituales ampliamente utilizadas en diversas regiones de Eurasia. Sin embargo, por diversas razones las sustancias psicoactivas más poderosas dieron paso relativamente pronto a bebidas alcohólicas más suaves, no se sabe si porque los mamíferos domesticados tenían que ser controlados (en particular, la monta, la conducción, la labranza y el ordeño requerían concentración) o porque la vida pastoril no era tan comunitaria, por lo que la gente no se reunía tanto para celebrar intensas ceremonias chamánicas cuanto para estrechar lazos sociales, a lo que se prestaban mejor sustancias euforizantes más suaves, o porque se agrupaban para afrontar amenazas externas, en cuyo caso las sustancias psicoactivas fuertes también habrían resultado contraproducentes, mientras que el alcohol se consideraba aceptable para reforzar los vínculos guerreros. En consecuencia, la cerveza y el vino fueron característicos del Viejo Mundo, mientras que los alucinógenos fueron más comunes en las Américas. Eso provocó un cambio de ideología en Eurasia, contribuyendo a la relativa desaparición del chamanismo.
    En cambio, en el Viejo Mundo lo que se adoraba eran dos trasuntos de la fertilidad: la Gran Diosa y el toro. Aunque el toro era venerado como un símbolo de fertilidad, no debemos olvidar que este animal solía representarse más mediante su característico bucráneo —cabeza y astas— que sus órganos sexuales. Probablemente ello se debiera —como han dicho muchos estudiosos— a la semejanza entre los cuernos del toro y la forma de la luna nueva, así como al vínculo entre las fases de la luna y el ciclo menstrual, en particular el fin de la menstruación. En ese momento de la historia del Viejo Mundo, se representa a la Gran Diosa alumbrando a un toro, cuyos cuernos emergen de su matriz. Estamos ante una curiosa combinación: nadie ha visto jamás a una mujer dando a luz a un toro, de modo que debía cundir cierta confusión acerca de los mecanismos de la reproducción humana. Si el toro simbolizaba las poderosas fuerzas de la naturaleza, así como la fertilidad (como han sostenido otros estudiosos), ello significa que los pueblos desconocían la mecánica real de la reproducción y creían que las mujeres eran fecundadas por una u otra de las fuerzas de la naturaleza, simbolizada por el bucráneo. Sean cuales fueran las creencias, lo esencial es que durante el Neolítico para el Viejo Mundo el interés fundamental era la fertilidad, en particular la humana, con independencia de que el objeto de culto fuera la Gran Diosa, el toro, la vaca, ríos o arroyos.
    Lo que sabemos hoy, pero no sabían hasta hace poco los especialistas o le prestaron poca atención, es que en el Viejo Mundo del Neolítico la fertilidad se enfrentaba a dos amenazas. Los monzones estaban perdiendo fuerza, lo que afectaba a la fertilidad de todos los seres vivos, pero además la pelvis humana se había estrechado a raíz de su dieta sedentaria y basada en los cereales, en comparación con la de los cazadores-recolectores.
    A todo ello hay que sumar la incipiente interacción entre los seres humanos y los mamíferos domésticos, que tuvo intensas repercusiones ideológicas y económicas. Dichos cambios podrían presentarse sucinta y cronológicamente como sigue:
La domesticación del ganado vacuno, ovino y caprino permitió la explotación de tierras de menor calidad. Ello propició la aparición del pastoreo, como consecuencia del cual los agricultores dejaron de vivir en las aldeas y se desperdigaron. A su vez, esta dispersión influyó en la ideología religiosa, generando una superación del chamanismo. El calendario tenía menos importancia para los pastores, porque los mamíferos domesticados paren en varios momentos del año, a diferencia de los vegetales, que en las zonas templadas están vinculados más directamente al ciclo estacional. (Las vacas paren en cualquier momento del año, las cabras en invierno o primavera, en el caso de las ovejas, depende de su cercanía al ecuador: en las zonas templadas dan a luz en primavera, pero en climas más cálidos pueden hacerlo a lo largo de todo el año. El período natural de cría de los caballos se sitúa entre mayo y agosto).
    Otro aspecto de los mamíferos domesticados es que toda su vida transcurre sobre el suelo, por decirlo así. A diferencia de las plantas, que deben sembrarse en tierra y pasar algún tiempo fuera de la vista antes de reaparecer bajo una apariencia distinta, los animales son menos misteriosos. En una sociedad pastoril el mundo subterráneo es menos importante, menos necesario, menos omnipresente. Junto a la ausencia relativa de alucinógenos, estos hechos hicieron que el mundo subterráneo fuera menos problemático en el Viejo Mundo que en el Nuevo.
    Es posible que todo ello tuviera otras consecuencias. Aunque en el Nuevo Mundo no se inventó la rueda por motivos razonables, sí conocían el concepto de redondez, pues usaban balones de caucho en sus juegos, a veces formaban pelotas con cabezas humanas o cuerpos de cautivos, que luego echaban a rodar abajo por las escaleras de sus pirámides, y los contrincantes en juegos de boxeo luchaban con piedras esféricas talladas en el puño. Además, los pueblos del Nuevo Mundo veían el sol y la luna en el cielo diurno y nocturno, así como los eclipses de ambos cuerpos celestes, pero al parecer jamás se plantearon la posibilidad de que la Tierra fuera esférica. Ello se debe seguramente a que, en un mundo predominantemente vegetal, en el que la experiencia del mundo subterráneo era tan vívida (y se podía acceder fácilmente a otras «esferas» gracias a los alucinógenos), la planitud y las capas saltaban más fácilmente a la vista que la redondez. Al no recorrer grandes distancias, en particular por mar con la ayuda de vientos benignos, tenían menos oportunidades, y en consecuencia estaban menos preparados, para experimentar el mundo como un objeto redondo.
La domesticación del caballo tuvo muchos efectos. Fue paralela a la invención de la rueda y el carro y, como es natural, dio lugar a su monta. Fueron adelantos gigantescos, que contribuyeron a la mayor movilidad de hombres y mujeres en el Viejo Mundo, y en particular a la creación de Estados palaciegos, de dimensiones muy superiores a los del Nuevo Mundo, porque el caballo y la carreta permitían la conquista y conservación de territorios más grandes. De igual manera, la rueda y el carro posibilitaban el transporte de más mercancías a lugares más alejados, impulsando así el comercio y la prosperidad, así como el intercambio de ideas que llevaban aparejado. Todos estos factores confluían de tiempo en tiempo en las grandes guerras, que también dispersaban a un mayor número de personas, lenguas e ideas por zonas más vastas. La movilidad del Viejo Mundo no tuvo parangón con la del Nuevo Mundo.
Los caballos y el ganado vacuno son mamíferos grandes, apreciados por su fuerza. Pero esa fuerza significaba que, además de ser útiles, también podían resultar peligrosos. En ese contexto, el uso frecuente y habitual de sustancias que alteraran el estado mental suponía un riesgo. Un chamán en trance no habría podido manipular un caballo ni una vaca, y menos aún un toro. Por añadidura, a medida que las poblaciones desperdigadas fueron adquiriendo el hábito de congregarse para elegir esposa o esposo, casarse y afrontar los peligros externos (ahora mayores, pues la riqueza en forma de mamíferos domésticos podía robarse, lo que no ocurría con la tierra), las personas fueron perdiendo interés por los alucinógenos, que ofrecían experiencias poderosas, vívidas (en ocasiones aterradoras) pero privadas, y se decantaron por el alcohol, que daba lugar a experiencias más mitigadas, euforizantes y que reforzaban los lazos sociales. Fue un hito en el abandono del chamanismo.
De esta forma, el nomadismo pastoril se convierte en uno de los «motores» de la historia del Viejo Mundo. Ello se debe a que su forma de vida es la inestabilidad permanente, ya que el debilitamiento de los monzones provocó la desertización de las estepas —el hogar natural de los pastores nómadas—, de suerte que no les fue tan fácil subsistir con su estilo de vida tradicional, por lo que tuvieron que dispersarse todavía más e invadir las sociedades asentadas al borde de los grandes pastizales. La vertebración este-oeste predominante de las estepas de Asia central hizo que los pueblos e ideas atravesaran toda Eurasia. Como el clima era más importante para los nómadas que la fertilidad de la tierra y como vivían de la leche, la sangre y la carne, sus dioses estaban en el cielo —tormentas y vientos— o eran caballos. Su ideología religiosa era muy diferente de la de las sociedades más asentadas y el conflicto endémico entre nómadas y sedentarios fue tanto destructivo como, a largo plazo, creativo.
Este conflicto prácticamente constante, que se prolongó en Eurasia durante unos 2700 años, entre 1200 a. C. y 1500 d. C., debido a que los pastores nómadas, de gran movilidad, estaban siempre más o menos expuestos a los factores climáticos (el debilitamiento de los monzones y la desertización de las estepas), fue uno de los factores que propiciaron el final de la Edad de Bronce, la destrucción de los grandes Estados palaciegos, creados gracias a la carreta arrastrada por caballos, y acabaron provocando la gran mutación espiritual conocida con el nombre de Era Axial, el gran rechazo de la violencia (humana) y el transcendental paso a una nueva ideología, o moral, y culminó —en esta ocasión entre los pastores nómadas hebreos— en la idea del monoteísmo. Según Daniel Hillel, fue el hecho de que los nómadas hebreos recorrieran tantos hábitats ecológicos distintos lo que les dio la idea de un Dios universal que regía todos los entornos.
El racionalismo y la ciencia de los griegos, en especial su concepción de la naturaleza, propiciada en parte por un examen detenido de los mamíferos domesticados y de la comparación de su naturaleza con la nuestra (en el capítulo 19 vimos cómo se preguntaron por la posibilidad de que tuvieran alma, moral y lengua y de que sufrieran), al confluir con la idea hebrea de un dios único y abstracto, acabaría dando lugar a la idea cristiana de un dios racional, instigador del orden en el mundo natural, cuya naturaleza se desvelaría en algún momento en el futuro, porque era «partidario del orden». Y esta idea, la idea de la posibilidad de progreso, de que Dios se revele gradualmente a través de una historia lineal, como dijimos en el capítulo 22, contribuyó a muchas de las innovaciones que permitirían a la humanidad explorar la Tierra a través de sus grandes océanos.
Las numerosas y heterogéneas tribus de pastores nómadas que surgieron en las estepas de Asia central y luego huyeron de esa zona siguieron vivas durante quince siglos tras la muerte de Jesucristo y sirvieron a la vez para contribuir y entorpecer la circulación de bienes e ideas entre el este y el oeste, pero sobre todo hicieron que Eurasia continuara siendo una masa continental a través de la cual se circulaba con gran rapidez. El caballo fue al mismo tiempo un vector para la propagación de las enfermedades (plagas) por esta masa continental, lo que tuvo el efecto doble —como siempre, a largo plazo— de promover la industria lanar en el norte de Europa (las ovejas aportaron la materia prima de la primera gran industria del mundo), pero al mismo tiempo de obligar a los habitantes del Mediterráneo occidental a buscar nuevas rutas hacia Oriente, de donde venían tantas especias, seda y otros productos de lujo. La conjunción de todos estos factores ayudó a la apertura del océano Atlántico.
    Quisiera recalcar una vez más que estos acontecimientos se dieron por separado en términos de tiempo, espacio y efectos últimos; no fueron inevitables y cada uno de ellos (aunque en todos intervinieran los mamíferos domesticados) se produjo de manera bastante discontinua. En cierto sentido, estamos ante las grandes tendencias históricas, pero no tienen nada de línea recta, o incluso de línea, sino que más bien serían acontecimientos puntuales conectados únicamente por la intervención de los mamíferos domesticados.
    Cabría añadir que la mayor parte de estas actividades del Viejo Mundo se produjo en las zonas templadas (entre 7 y 50 grados de latitud norte), es decir, donde la diferencia entre estaciones es pronunciada y donde los períodos de siembra y cultivo están cuidadosamente demarcados. El carácter estacional del culto esencialmente a la fertilidad contribuyó a que la primera vida religiosa estuviera muy pautada, pero tuvo además un corolario mucho más importante desde el punto de vista ideológico: era eficaz. El principio biológico básico que subyacía a una religión articulada en torno a la fertilidad en las zonas templadas era que, tarde o temprano, la vegetación volvía a crecer. Obviamente, los ciclos de la siembra y el cultivo no siempre eran fructíferos, cuando la sequía o las inundaciones causadas por la lluvia u otros factores interferían en el ritmo estacional (los años de «vacas gordas» y «flacas» de la Biblia), pero lo esencial es que el culto a la fertilidad era eficaz muchas más veces de las que fallaba. En las sociedades sin alfabetizar, los rituales para poner remedio al debilitamiento de los monzones habrían sido más complejos y los sacerdotes quizá perdieran algo de credibilidad ocasionalmente pero, hasta la aparición del monoteísmo y de deidades más abstractas, que guardaban escasa relación con las estaciones, el culto de la fertilidad en las zonas templadas fue algo perfectamente predecible. Además, la domesticación de las plantas y los animales había permitido que se viviera con menos miedo, al hambre por ejemplo, aunque la dependencia de menos vegetales también conllevaba riesgos. [976] El culto a la fertilidad determina evidentemente el deseo de que las plantas crezcan y los animales se reproduzcan; de que algo ocurra, en suma. Y en última instancia los dioses sonreían a la humanidad.
LA «RELIGIÓN TECTÓNICA» EN EL NUEVO MUNDO
    La evolución de la vida ideológica en las Américas fue muy diferente. Para comenzar, en América del Sur no se habían domesticado mamíferos, con la excepción de la llama, la vicuña y el guanaco. (La llama daba lana, pero ni ella ni los demás mamíferos podían acarrear cargas muy por encima de 40 kilos, apenas un poco más que los seres humanos, de modo que no tenían nada revolucionario como forma de energía ni se adaptaron tan bien a otros entornos como la cabra, la oveja, el ganado vacuno o el caballo). Una de las consecuencias de esta ausencia de mamíferos domesticados fue que se dio mucha más importancia a las plantas en el Nuevo Mundo que en el Viejo. Ya hemos abordado las propiedades alucinógenas de muchos vegetales del Nuevo Mundo, pero podemos añadir que, a falta de mamíferos domesticados, la vida vegetal fue mucho más prominente en las Américas, lo que generó ciertas ideas específicas.
    La más sencilla, obvia y poderosa es que los vegetales deben plantarse bajo tierra, donde sufren una transformación que las hace pasar de semillas a brotes. Ese hecho, combinado con las experiencias alucinógenas, ayuda a explicar por qué para los antiguos americanos el cosmos estaba dividido nítidamente en tres zonas: la superior, la media y el mundo subterráneo. Esta idea era apuntalada convincentemente por las experiencias de los chamanes, que entraban en trance para echar a volar su alma y poder consultar así a los dioses o los ancestros, y que recurrían a plantas alucinógenas para lograr esas hazañas. La fertilidad preocupaba en el Nuevo Mundo pero, en las pluviselvas tropicales que bullían de vida y crecían profusamente todo el año (como la mandioca, por ejemplo) y donde apenas había variaciones de una estación a otra, nunca tuvo tanta importancia como en el Viejo Mundo, de clima templado.
    Para la mentalidad del Nuevo Mundo era mucho más importante el jaguar, temido y admirado, así como los dioses de los fenómenos climáticos (el rayo, la lluvia y el granizo o los vientos violentos, la tormenta eléctrica, los volcanes en erupción, los terremotos y maremotos, el «clima peligroso», como lo han calificado Peregrine Horden y Nicholas Purcell). [977] Además, la actividad volcánica, la «religión tectónica», como también se llama, atestigua la cercanía de la humanidad al mundo subterráneo en general y a su tremendo poder en particular. [978] Con El Niño creciendo en frecuencia, al menos en los últimos 5800 años (capítulo 5), los dioses, en lugar de sonreír a la humanidad, se han enojado cada vez más en el Nuevo Mundo.
    La veracidad de este panorama se ve reforzada por un tercer elemento: las abundantes pruebas de la violencia inherente a las antiguas religiones sudamericanas en general y mesoamericanas en particular. En el capítulo 12 hemos visto que los cashinahua, bajo la influencia de los alucinógenos, veían serpientes, árboles derrumbándose, jaguares, anacondas y aligátores aterradores. Hemos visto que los mayas temían el champiñón del submundo y en otros momentos adoraban a los dioses de las tormentas. Hemos visto que el cacao guardaba relación con los volcanes y que las naves sagradas estaban hechas de cenizas volcánicas. En el capítulo 14 dijimos que el jaguar estaba vinculado con los rayos y truenos, que era representado sistemáticamente mostrando los colmillos y rugiendo, con las garras descubiertas cuando se abalanzaba sobre seres humanos, les atacaba o devoraba su corazón. Hemos visto que, en algunas ciudades mesoamericanas, las cuchillas de obsidiana empleadas para arrancar los corazones a las víctimas sacrificiales eran metáforas de los dientes del jaguar. En el capítulo 17 hemos indicado que los olmecas tenían el problema de un exceso de agua y practicaban cultos relacionados con las «inundaciones», los señores de las tormentas o los artífices del rayo, y que sus chamanes eran conocidos como «hombres del granizo». Hemos señalado que los chavines, a pesar de que no habitaban en una pluviselva, pintaban jaguares rugientes y que su arquitectura, como dice Richard Burger, era un catalizador de «peligrosas fuerzas sobrenaturales». En el capítulo 20 hemos consignado que los volcanes eran tratados como dioses, la repercusión de los terremotos sobre los chavines, las devastaciones que El Niño causó a los moches. Hemos visto que las montañas eran dioses para los mayas, que los zapotecas y los mixtecos adoraban fuerzas naturales, la lluvia y el rayo, respectivamente. Y en el capítulo 21 hemos analizado el concepto de «chamanismo negro», la manipulación de los peligros, la inmensa importancia que tuvieron para esas sociedades del Nuevo Mundo los acontecimientos negativos, que había que conjurar.
    En el capítulo 21 también hemos tratado la obra de Steve Bourget en la que demuestra que hay una relación directa entre los sacrificios y las lluvias torrenciales en la costa septentrional de Perú y que, según dice, podrían haber sido fenómenos asociados a El Niño. Los niños sacrificados en las cercanías sobre las cimas de los montes llevaban encima pinturas en forma de zigzag, como si hubieran sido ofrendados al rayo. La mera existencia de los chamanes del tiempo, que también hemos abordado en el capítulo 21, revela la gran importancia del clima, y la identificación del tiempo con la enfermedad, que también hemos señalado en el presente capítulo, implica que lo que primaban eran los aspectos negativos del tiempo. Entre los toltecas, Tezcatlipoca era un dios malevolente, «provocaba plagas, sequías, heladas, envenenamiento de los alimentos, hambrunas, apariciones de monstruos y masacres colectivas». [979] Enrique Florescano nos ha informado en el capítulo 23 de que, a juzgar por las evidencias iconográficas, «en los tiempos más remotos, los importantes dioses de Mesoamérica eran los del mundo subterráneo. Esas potencias administraban las fuerzas de la destrucción, la decadencia y la muerte…». Hemos indicado también en el capítulo 21 que Arthur Demarest y Geoffrey Conrad calificaban a los dioses aztecas de «perpetuamente amenazantes». [980] (Moctezuma Ilhuicamina era «el señor airado, el arquero de los cielos»: la agresión era inherente a él). Como hemos visto en el capítulo 23, cada era del sistema cosmológico azteca toma su nombre y sus características de sus elementos destructivos, no creativos: el primer pueblo creado fue devorado por los jaguares, el segundo barrido por un huracán, el tercero destruido por una imponente «lluvia de fuego» y el cuarto anegado por un gran diluvio. «Todos los inicios dan lugar inevitablemente a una catástrofe y se antoja eterno este antagonismo divino, esas lluvias de fuego, jaguares al acecho, diluvios y huracanes… Resulta impresionante la persistencia de los temas del cambio, el sacrificio, la muerte y la destrucción…». [981] Y en ese mismo capítulo hemos señalado que la segunda parte del nombre de la deidad Xipe Tótec significa «pavor». Por último, el simple hecho de que los aztecas y otras culturas temieran a los guerreros jaguares, esos boxeadores pertrechados con máscaras de jaguar, y de que en la mitología azteca el culto al jaguar se impusiera al del águila, ponen de relieve lo que hemos sostenido anteriormente: que el miedo al jaguar era la emoción dominante.
    Si sumamos todos estos elementos obtendremos una diferencia esencial entre los dioses del Nuevo Mundo y el Viejo.
    Cuando se adoran dioses airados, ya sean tsunamis o terremotos, volcanes o jaguares, el culto adopta esencialmente la forma de la propiciación, consistente en pedir —suplicar— al dios que no haga algo, que no provoque erupciones si se trata de un volcán, no caiga a mansalva si la deidad es la lluvia, no produzca maremotos ni vientos destructivos si se trata de la oscilación meridional El Niño, no ataque a los hombres si es un jaguar. En el Nuevo Mundo —con seguridad en América Central y del Sur—, la forma predominante de culto tenía la finalidad de lograr que no ocurrieran fenómenos destructivos.
    Y aquí es donde cabe realizar una observación crucial: ese tipo de culto no es eficaz. Es decir, no fue ni es eficaz constantemente ni en modo alguno de la misma manera en que lo es el culto de la fertilidad. Puede ser eficaz algún tiempo: durante algunas semanas ningún jaguar se lleva a ningún aldeano; durante varios años, incluso decenios, no se produce ningún tsunami ; un volcán se calma, como ocurrió con el islandés a principios de 2010. Pero, y es una objeción importante, los dioses airados nunca están del todo aplacados. Tarde o temprano vuelve a estallar su cólera. (Existen algunas pruebas de que gran cantidad de terremotos, que se produjeron hacia 1300 d. C., tuvieron efecto en lo que quedaba de la civilización maya).
    También sabemos que algunos fenómenos, como la oscilación meridional El Niño, han ido proliferando, se han vuelto bastante comunes, de hecho. Desde el punto de vista de un chamán olmeca, maya o azteca, con sus calendarios sumamente precisos, el culto no era eficaz, no bastaba con el nivel tradicional de ritual que se había practicado hasta entonces. A fin de cuentas, como acabamos de ver, esa es la razón de que los profesionales mixtecos de los ritos alentaran la guerra, para crear amenazas que sí podían controlar.
    En esas circunstancias, los representantes religiosos habrían decidido que si el culto no era eficaz debían crear peligros que pudieran controlar (la guerra) o redoblar sus esfuerzos. Por ello la diferencia más profunda y esclarecedora entre el Viejo Mundo y el Nuevo se da en el ámbito de los sacrificios humanos. En el Viejo Mundo, gracias a la proximidad de los mamíferos domésticos, el sacrificio humano fue sustituido paulatinamente por el sacrificio animal y luego, después de 70 d. C., gracias también a la estrecha semejanza de los mamíferos domésticos con los hombres, el sacrificio sangriento fue abolido por completo. En cambio, en el Nuevo Mundo, en lugar de ser abolido, el sacrificio humano se fue extendiendo más y más, hasta que en el siglo  XV cientos de miles de víctimas aztecas acabaron por ser sacrificadas cada año. Los incas no practicaron con tanta asiduidad los sacrificios, pese a lo cual tenían cientos de «huacas» en las montañas, donde se sacrificaba a hombres y donde, según algunos testimonios, centenares de niños eran asesinados a la vez. Hoy estamos en condiciones de explicar esta sorprendente anomalía y tratar de su importancia capital para nuestra tesis.

UNOS DIOSES SIEMPRE AIRADOS

    En Sudamérica influyó un factor añadido, la idea de que —al menos para algunos— la muerte no era el final, de que la existencia se prolongaba de alguna manera entre la vida y la muerte, basada en los restos de cuerpos momificados naturalmente que componían en parte la vida ritual de los primeros habitantes y que encontró su expresión más acabada en el sistema inca de la herencia dividida y la «panaca» (descendencia de los monarcas), según el cual los reyes muertos eran tratados a todos los efectos como si siguieran vivos.
    En este contexto en el que la muerte no era al parecer tan «definitiva» como lo es hoy para nosotros, el sacrificio no debía de antojarse tan terrible, lo que no equivale a decir que no conllevara dolor ni sufrimiento, sino que probablemente no era tan terrible como nos lo parece actualmente. Como ya hemos visto en el capítulo 21, no hemos de olvidar que la actitud ante la muerte era diferente en el Nuevo Mundo, donde los padres entregaban o vendían a sus hijos como víctimas sacrificiales, donde quienes apostaban al juego de pelota se jugaban la vida en función del resultado, donde incluso los vencedores en esos juegos eran sacrificados en ocasiones (¿quién se atrevería en el mundo moderno a ganar en tales circunstancias?), o donde los padres incas que entregaban a sus hijos como víctimas sacrificiales no tenían derecho a mostrar sentimientos negativos. Las esculturas que muestran a personas con lágrimas en los ojos parecen sugerir que, pese a la posibilidad de que las plantas psicoactivas del Nuevo Mundo contribuyeran a aturdir a las víctimas, el dolor era muy real en las ceremonias sacrificiales. Pero probablemente sea erróneo considerar que el dolor de las víctimas en dichos rituales se podía disociar del dolor de los captores y los gobernantes que los dirigían y cuyo autosacrificio era fundamental. El dolor tenía un sentido religioso.
    Una posible explicación de este fenómeno, que quizá delate un sesgo moderno, occidental y procristiano, es que el ascetismo, el estoicismo y la fortaleza eran admirados y valorados en las civilizaciones del Nuevo Mundo. Una explicación más plausible, al menos en opinión del autor, es que reflejó un cambio de ideología sutil pero profundo. La sangre tenía gran importancia en los rituales del Nuevo Mundo y su derramamiento, como se ha dicho en el capítulo 21, constituía una evolución del sistema chamanista. Los chamanes tradicionales, que entraban en trance gracias a los alucinógenos, habían dominado las sociedades en pequeña escala, compuestas por decenas o a lo sumo centenares de habitantes en las aldeas. En los grandes centros urbanos que surgieron más adelante (con poblaciones cifradas en millares o decenas de millares de habitantes) era necesario que el espectáculo fuera más teatral, y los líderes debían adoptar un sistema que no rompiera totalmente con la tradición, sino que la ampliara y mejorara, infundiendo temor entre esas poblaciones más numerosas y sustentando al mismo tiempo el vínculo exclusivo de los reyes chamanes con los dioses. El derramamiento deliberado de su propia sangre en grandes cantidades en medio de grandes dolores autoinfligidos, que provocaba su trance —la estratagema tradicional del chamán—, era ese sistema. El dolor, y el miedo asociado a él, se convirtió en una forma de autoridad: cuanto mayor era el dolor y más cuantiosa la sangre derramada, más autoridad tenían. El sacrificio, el autosacrificio, la muerte incluso, eran en este sistema la expresión más acabada del poder, tanto en el mundo inca como en el azteca. El chamanismo y los otros mundos intensos conocidos durante el trance resultaban mucho más convincentes para los moradores de esos otros mundos que los rituales del Viejo Mundo. En este sistema de creencias puede apreciarse que la actitud ante el sacrificio debía de ser diferente: cuanto más convencido está uno de que existen otros mundos más fácil es renunciar a este.
    No sabemos cómo surgió este sistema y probablemente no lo sabremos jamás. Sin embargo, dado que al menos algunas guerras del Nuevo Mundo se libraron para conquistar cautivos y no tierras y que algunos gobernantes o nobles fueron torturados durante períodos de tiempo considerables —meses o incluso años— antes de ser sacrificados, cabe plantearse la posibilidad, incluso la probabilidad, de que un pequeño número de nobles guerreros fueran capturados y torturados, perdiendo tanta sangre que entraban en trance, y luego fueron rescatados. Al volver a sus aldeas o ciudades, esos individuos habrían podido recordar sus experiencias y las habrían incorporado a sus propios rituales.
    Tenemos que abordar la pregunta de por qué era tan poderoso el sacrificio en América Central y los Andes. Después de todo, ya hemos visto que muchas ideas y prácticas no viajaban fácilmente (o en absoluto) entre las dos regiones (la escritura y la llama son dos ejemplos de ello). Eso respalda aparentemente el argumento de que el sacrificio se origina en la catástrofe. Está meridianamente claro que tanto en América Central como en los Andes los volcanes fueron y son muy activos, están situados a lo largo de la misma falla tectónica y los dos se encuentran en el extremo oriental del fenómeno El Niño. La práctica del sacrificio surgió de manera independientemente en las dos zonas, al igual que ocurrió en el Viejo Mundo.
    El hecho de que los sacrificios (animales) dejaran de practicarse en el Viejo Mundo en 70 a. C., mientras los sacrificios humanos (y otras muchas formas de violencia dolorosa) se hacían más frecuentes en las Américas es un recordatorio positivo de cómo pueden interaccionar el entorno y la ideología para producir diferencias marcadas en el comportamiento humano o en el sentido mismo del concepto de «humanidad».
    No deberíamos pasar por alto la función de la casualidad en este proceso. En el presente libro se han tratado las diferencias sistemáticas que se dan en el planeta y explican que el Viejo Mundo y el Nuevo siguieran trayectorias diferentes. Pero la casualidad desempeñó sin duda un importante papel. Un buen ejemplo de ello nos lo ofrece la comparación entre los aztecas y los incas, por un lado, y los pastores nómadas por otro. Como se ha dicho en el capítulo 23, las sociedades azteca e inca eran intrínsecamente inestables y sus prácticas de apresar a un número cada vez mayor de cautivos para los sacrificios y de adorar a reyes muertos que mantenían la propiedad de las tierras no estaban en última instancia bien adaptadas a las circunstancias. No sabemos hasta dónde les habrían llevado estas estrategias inadaptadas, pues en ambos casos se cruzó por medio la Conquista, pero los agüeros no eran buenos.
    En el extremo opuesto del mundo, la forma de vida de los pastores nómadas tampoco estaba bien adaptada a las circunstancias ambientales, pues a largo plazo su estilo de vida no les habría garantizado la supervivencia y por ello huían sistemáticamente de las estepas. Pero tenían adonde ir, sociedades mejor asentadas que atacar o con las que comerciar y aprovechar al máximo. Al final sus escaseces serían productivas a largo plazo. Pero no se trató de un proceso inexorable.
    Este libro ha tratado fundamentalmente de las civilizaciones (no exclusiva, pero sí principalmente). En los dos hemisferios muchos pueblos no dieron lugar a civilizaciones, pero eso no implica necesariamente que esas sociedades fueran en absoluto fallidas. Por el contrario, estilos de vida como el de los indios de las llanuras de América del Norte, cuya coexistencia con los bisontes duró milenios, o el de los nativos de la costa noroccidental del Pacífico, que vivieron junto a ríos repletos de salmones durante el mismo tiempo, apuntan a que dichas sociedades deben considerarse prósperas, a juzgar por la inmensa abundancia de alimentos que les rodeaban. Otro tanto cabe decir de los habitantes de Australia, Melanesia, Micronesia y África, que tampoco desembocaron en civilizaciones «avanzadas». Por ejemplo, en el siglo  XVII los moradores de Australia, cuando llegaron por vez primera los europeos, tenían una cultura propia de la Edad de Piedra (con una variante del chamanismo propia). [982] En su libro Man’s Conquest of the Pacific (1979), el arqueólogo australiano Peter Bellwood concluye que, aunque en Asia suroriental no nació una civilización urbanizada hasta el período en que se intensificó la influencia india y china (en torno a la época en que vivió Jesucristo), aunque en Nueva Guinea no hubiera animales de talla —mamíferos u otros— y aunque Polinesia no tuviera más que una «civilización a medias», «la calidad de vida del habitante prehistórico de Asia suroriental probablemente no fuera peor que la de sus homólogos chinos, sumerios o egipcios, y quizá fuera incluso mejor». [983] Se habían adaptado, como deben de hacer las poblaciones. La civilización no es sino una forma de adaptación, como debería resultar patente en la presente obra.
    Se aprecia, por tanto, que la principal diferencia entre las civilizaciones del Viejo y el Nuevo Mundo (dejando de lado los aspectos políticos de orden menor) se halla en sus pautas de adaptación a diferentes circunstancias ambientales, y que las ideologías del Viejo Mundo cambiaron más a menudo y más radicalmente que las de las Américas. Si bien ello se debió en cierta medida a las diferencias de clima y geografía —el debilitamiento de los monzones en el Viejo Mundo y la frecuencia creciente de El Niño en el Nuevo Mundo—, también se explica en gran medida por la función que desempeñaron en el Viejo Mundo los mamíferos domesticados y las plantas alucinógenas en el Nuevo Mundo. En consecuencia, podemos afirmar —exagerando sólo un poco— que la esencia de la historia del Viejo Mundo fue determinada en gran parte por la función que ejercieron los pastores, mientras que en el Nuevo Mundo ese papel lo desempeñaron los chamanes. Todavía en 1972 se organizaba en Trujillo (Perú) un mercado al aire libre de chamanes, en el que se comerciaba con medicamentos populares. [984] El chamán y el pastor personifican la gran divisoria.
    En el Viejo Mundo, la existencia de mamíferos domesticados permitió que los seres humanos no hubieran de quedarse in situ , y esta movilidad, sumada al debilitamiento de los monzones, favoreció la aparición de varias ideologías, que culminaron en el concepto cristiano y griego de un dios abstracto pero racional, así como en las ideas del tiempo lineal y el «progreso». En el Nuevo Mundo, o al menos en América Latina, allí donde surgían civilizaciones la gran violencia y la capacidad destructiva de la climatología, la frecuencia creciente de devastaciones que causaba, asociadas a la intensidad del chamanismo inducido por el trance, eran mucho más difíciles de afrontar de manera racional. Los dioses del Nuevo Mundo no eran tan manejables, ni mucho menos amistosos, cooperativos y comprensibles que los del Viejo Mundo. Todos estos factores hicieron del Nuevo Mundo un lugar en el que resultaba mucho más difícil adaptarse que en el Viejo Mundo.
    El experimento natural que constituye el tema de este libro nos permite decir que las pruebas aquí aportadas demuestran que las religiones y el culto son respuestas totalmente naturales a los apuros en los que se encontraban los primeros pueblos. Creencias y prácticas como el chamanismo, el sacrificio animal y humano, el derramamiento de sangre y el consumo de drogas que alteran la conciencia están clara e íntimamente relacionadas con el paisaje inmediato en el que se hallaban los primeros pueblos. Puede que el judaísmo, el cristianismo y el islam sean religiones más «desarrolladas» que la mayoría, pero, aun así, no son una excepción a esta norma general. Por tanto, la religión (o «ideología», un término más adecuado) se comprende de manera más fructífera en un sentido antropológico, como parte de los intentos de la humanidad por interpretar su mundo y las enormes y misteriosas fuerzas que condicionan la historia y explican la gran divisoria.



Apéndices



PROCEDENCIA DE LAS FIGURAS

Anne Baring y Jules Cashford, The Myth of the Goddess: Evolution of an Image , Viking Arkana, 1991, p. 33.
Juliet Clutton-Brock (ed)., The Walking Larder: Patterns of Domestication, Pastoralism, and Predation , Unwin Hyman, 1989, p. 285.
Anne Baring y Jules Cashford, The Myth of the Goddess: Evolution of an Image , Viking Arkana, 1991, p. 34.
Benny J. Peiser et al. (eds)., «Natural Catastrophes during Bronze Age Civilizations: Archaeological, Geological, Astronomical and Cultural Perspectives», British Archaeological Reports, International Series , 1998, p. 51.
Benny J. Peiser, et al. (eds)., Natural Catastrophes During Bronze Age Civilizations: Archaeological, Geological, Astronomical and Cultural Perspectives , British Archaeological Reports, 728, 1998, p. 61.
Benny J. Peiser, et al. (eds)., Natural Catastrophes During Bronze Age Civilizations: Archaeological, Geological, Astronomical and Cultural Perspectives , British Archaeological Reports, 728, 1998, p. 61.
Andrew Sherratt, «Alcohol and Its Alternatives», en Jordan Goodman, et al. (eds)., Consuming Habits: Drugs in History and Anthropology , Routledge, 1995, p. 414.
Mark David Merlin, On the Trail of the Ancient Opium Poppy , Associated Universities Press, 1984, p. 233.
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Nicholas J. Saunders, The People of the Jaguar, The Living Spirit of Ancient America , Souvenir Press, 1989, p. 72.
Richard L. Burger, Chavin and the Origins of Andean Civilization , 1995, p. 157.
Brian Fagan, Kingdoms of Gold, Kingdoms of Jade , 1990, p. 267; y/o Linda Schele y David Freidel, A Forest of Kings: The Untold Story of the Ancient Maya , 1990, p. 267.
Heather Orr y Rex Koontz (eds)., Blood and Beauty: Organized Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , The Cotsen Institute of Archaeology at the University of California, Los Ángeles, 2009, p. 108.
Heather Orr y Rex Koontz (eds)., Blood and Beauty: Organized Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , The Cotsen Institute of Archaeology at the University of California, Los Ángeles, 2009, p. 129.
Heather Orr y Rex Koontz (eds)., Blood and Beauty: Organized Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , The Cotsen Institute of Archaeology at the University of California, Los Ángeles, 2009, p. 271.
Heather Orr y Rex Koontz (eds)., Blood and Beauty: Organized Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , The Cotsen Institute of Archaeology at the University of California, Los Ángeles, 2009, p. 199.
Heather Orr y Rex Koontz (eds)., Blood and Beauty: Organized Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , The Cotsen Institute of Archaeology at the University of California, Los Ángeles, 2009, p. 274.
Enrique Florescano, The Myth of Quetzalcoatl , 1999, pp. 166, 169 y 170, respectivamente.



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PETER WATSON nació en 1943 y fue educado en las universidades de Durham, Londres y Roma. Fue nombrado editor de New Society y formó parte durante cuatro años del grupo «Insight» de The Sunday Times . También ha sido corresponsal de The Times en Nueva York y ha escrito para The Observer, The New York Times, Punch y The Spectator . Es autor de trece libros, entre los que destaca su Historia intelectual del siglo  XX (Crítica, 2004), y ha presentado diversos programas de televisión sobre arte. Desde 1998 es asociado de investigación en el McDonald Institute for Archaeological research, en la Universidad de Cambridge.

Amazon.com: Ideas (9788474239171): WATSON, PETER: Books

Peter Frank Patrick Watson (nacido en 1943 en Birmingham ) es un británico historiador intelectual y ex periodista, ahora quizás mejor conocido por su trabajo en la historia de las ideas .


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