LOS AZTECAS «TAN MALVADOS COMO LOS NAZIS»

Libro La gran divergencia


Moctezuma: Soberano Azteca | Mediateca INAH
Póster de la exposicion






NOTA DEL AUTOR

    LOS AZTECAS «TAN MALVADOS COMO LOS NAZIS»
    
En 2009, el British Museum de Londres celebró una exposición titulada « Moctezuma: Aztec Ruler » [Moctezuma: jefe azteca] que no sentó nada bien en algunos sectores. Sus detractores se molestaron porque se cambió el nombre de Montezuma por el de Moctezuma, pues el primero se había «utilizado satisfactoriamente» durante 500 años. Pero aparte de eso, dichos detractores consideraban que la artesanía azteca era de baja calidad, más o menos como un trasto que uno pueda encontrar en Portobello Road, el popular bazar de antigüedades de Londres. El crítico de arte de The Evening Standard opinaba que, en comparación con los logros de Donatello y Ghiberti (esto es, artistas europeos contemporáneos en líneas generales), el material azteca «era bastante pobre», que no había «arte» en el «barbarismo del mundo azteca» y que muchas de las máscaras eran «de lo más espantosas», grotescos fetiches de una cultura cruel. The Mail on Sunday se mostraba igual de directo. En un artículo titulado «Objetos del British Museum: tan malvados como las pantallas de lámpara nazis hechas de piel humana», Philip Hensher, un periodista que figura entre las cien personas más influyentes de Gran Bretaña, escribía: «Al margen de la fealdad moral y estética de los aztecas, este crítico ha llegado a la conclusión de que es difícil imaginar una exposición museística que transmita una sensación tan abrumadora de vileza humana como esta».
    Son palabras duras, pero hay otras maneras de ver las civilizaciones del Nuevo Mundo. Por ejemplo, en dos libros de reciente publicación, los autores ponen el acento en cómo los americanos de la Antigüedad aventajaron a sus homólogos del Viejo Mundo. Gordon Brotherston, en The Book of the Fourth World , afirma que el calendario mesoamericano «exigía una mayor sofisticación cronométrica de la que Occidente era capaz al principio». Charles Mann, en su excelente libro 1491: New Revelations of the Americas Before Columbus , no sólo señala que el calendario mesoamericano de 365 días era más preciso que sus equivalentes europeos, sino que la población de Tiwanaku (en la antigua Bolivia) alcanzó los 115 000 habitantes en el año 1000 d. C., cinco siglos antes que París, que las familias indias wampanoag eran más afectuosas que las de los invasores ingleses, que los indios eran más limpios que los británicos o los franceses con los que entraron en contacto, que los mocasines indios eran «mucho más cómodos e impermeables» que las desvencijadas botas inglesas, que el imperio azteca era mucho más grande que cualquier Estado europeo y que Tenochtitlan tenía jardines botánicos, mientras que en Europa no existían.
    Tales comparaciones individuales, aun siendo interesantes en apariencia, podrían no significar nada a largo plazo. Después de todo, no podemos ignorar el hecho de que fueron los europeos quienes navegaron hacia el oeste y «descubrieron» las Américas, y no a la inversa. Tampoco se puede obviar que durante los últimos treinta años se han acumulado unas fuentes de conocimientos que confirman que, en algunos aspectos importantes, el antiguo Nuevo Mundo era muy distinto del Viejo Mundo.
    La más indicativa de esas diferencias guarda relación con la violencia organizada. Mientras investigaba para este libro, contabilicé veintinueve títulos publicados en las tres últimas décadas —uno por año— dedicados al sacrificio humano, el canibalismo y otras formas de violencia ritual. Por ejemplo, estos son los títulos publicados desde 2000: The Taphonomy of Cannibalism ; 2000; Ritual Sacrifice in Ancient Peru , 2001; Victims of Human Sacrifice in Mutiple Tombs of the Ancient Maya , 2003; Cenotes, espacios sagrados y la práctica del sacrificio humano en Yucatán , 2004; Human Sacrifice, Militarism and Rulership , 2005; Meanings of Human Companion Sacrifice in Classic Maya Society , 2006; Sacrificio, tratamiento ritual del cuerpo humano en la Antigua sociedad maya , 2006; Procedures in Human Heart Extraction and Ritual Meaning , 2006; New Perspectives on Human Sacrifice and Ritual Body Treatment in Ancient Maya Society , 2007; The Taking and Displaying of Human Body Part as Trophies by Amerindians , 2007; Bonds of Blood: Gender, Lifecycle and Sacrifice in Aztec Culture , 2008; Los orígenes del sacrificio humano en Mesoamérica , 2008; Walled Settlements, Buffer Zones and Human Decapitation in the Acari Valley, Peru , 2009; Blood and Beauty: Organised Violence in the Art and Archaeology of Mesoamerica and Central America , 2009. Jane E. Buikstra, una experta en técnicas mortuorias mayas, ha calculado que el número de estudios sobre la violencia ritual de esta civilización ha pasado de unos dos anuales antes de 1960 a cuarenta en los años noventa, un ritmo de publicación que se mantuvo al menos hasta 2011. Además, la investigación sobre la violencia ritual en la Norteamérica precolombina también se ha incrementado. Según John W. Verano, catedrático de antropología de la Universidad de Tulane en Nueva Orleans, ofrece cada año un nuevo descubrimiento de importancia. De nuevo, no es tanto el nivel de violencia lo que fascina a los investigadores como su naturaleza organizada y las formas concretas de brutalidad que existían, amén de las diferentes actitudes y prácticas del Nuevo Mundo en relación con el dolor asociado.
    Fue el conocimiento de estas diferencias aparentemente extrañas y aun así importantes entre los hemisferios y el deseo de comprender el contexto lo que suscitó la idea de escribir este libro. Al principio lo esbocé con Rebecca Wilson, mi directora en Widenfeld & Nicolson en Londres, pero también se ha beneficiado enormemente de las energías de Alan Samson, editor en W&N. Me gustaría asimismo dar las gracias a la indexadora Helen Smith y a los siguientes especialistas —arqueólogos, antropólogos, geógrafos— por sus aportaciones, algunos de los cuales han leído todo o parte del manuscrito y han corregido errores y realizado propuestas de mejora: Ash Amin, Anne Bargin, Ian Barnes, Peter Bellwood, Brian Fagan, Susan Keech McIntosh, Chris Scarre, Kathy Tubb, Tony Wilkinson y Sijia Wang. Ni que decir tiene, los errores y las omisiones que perduren son responsabilidad exclusiva del autor.
    También me gustaría mostrar mi agradecimiento al personal de varias bibliotecas de investigación: la Haddon Library of Archaeology and Anthropology, en la Universidad de Cambridge; la Institute of Archaeology Library, en la Universidad de Londres; la London Library, St. James’ Square, Londres; y la Library of the School of Oriental and African Studies, también en la Universidad de Londres.

    De vez en cuando, en lugar de repetir las expresiones «Viejo Mundo/Nuevo Mundo» he utilizado hemisferio «occidental/oriental» o «las Américas/Eurasia». Es una mera cuestión de variedad (y, en ocasiones, de precisión) y dicha utilización carece de componente ideológico alguno.

    A veces he empleado la abreviatura a. C. para fechar yacimientos o hechos, y en ocasiones AP (antes del presente) para respetar los deseos de los investigadores cuyo trabajo está comentándose.
    Este libro trata sobre las diferencias entre los pueblos del Viejo y el Nuevo Mundo. Con esto no pretendo negar que existan también numerosas similitudes entre las civilizaciones que habitaron ambos hemisferios antes de que los europeos «descubrieran» América. De hecho, la investigación de esas similitudes ha constituido el interés primordial de los arqueólogos. Los lectores que deseen estudiar dichos paralelismos pueden consultar un apéndice disponible en la red en www.orionbooks.co.uk .









EL MAYOR EXPERIMENTO NATURAL DE LA HISTORIA



    A consecuencia del mismo, aproximadamente entre el año 15 000 a. C. hasta 1500 d. C., por hablar en números redondos, existieron en la Tierra dos poblaciones por completo separadas , una en el Nuevo Mundo, otra en el Viejo, ambas ajenas a la existencia de la otra. Es este un período histórico que hasta ahora no se ha considerado una era propiamente dicha, pero bastará un momento de reflexión para comprender lo insólito que fue y lo mucho que merece ser investigado.
    Esas poblaciones separadas se enfrentaron a entornos, climas, paisajes, vegetaciones y animales distintos. Como veremos, en uno y otro hemisferio la naturaleza era muy diferente. Durante más de 16 000 años, es decir, en el lapso que cubren entre 600 y 800 generaciones, esas dos poblaciones se adaptaron a sus entornos, desarrollando distintas estrategias de supervivencia, costumbres, idiomas, religiones y, finalmente, civilizaciones. Durante todo ese tiempo el mundo estuvo dividido de una forma singular e insólita; sin embargo, cuando Colón pisó la tierra de Guanahaní inició, sin saberlo, un proceso que acabaría poniendo fin a ese desarrollo paralelo.
    Y este es el objetivo de La gran divisoria : desenterrar y recrear, analizar e investigar ese desarrollo paralelo, observando las similitudes y contrastando las diferencias entre las poblaciones del Viejo Mundo y las del Nuevo, para así ver adónde conducen las comparaciones y los contrastes.
    En cierto sentido, el desarrollo paralelo de ambas poblaciones fue el experimento natural más importante que haya visto el mundo. No fue desde luego un proceso ordenado, de laboratorio, pero sí puede dar lugar a un fascinante ejercicio de comparación, una oportunidad única para observar cómo interactúan la naturaleza y los seres humanos, para explicarnos a nosotros mismos. Es un proyecto hasta ahora inédito.
    Los territorios objeto de análisis, hemisferios enteros, son, junto a los océanos, las más grandes entidades del planeta, y puede que algunos puristas recelen de la viabilidad de la comparación porque incorpora demasiadas variables. No obstante, yo creo que multitud de datos hacen posible la extracción de valiosas conclusiones sobre las importantes y profundas diferencias existentes entre el Viejo Mundo y el Nuevo, que explican , al tiempo que describen, las trayectorias tan notablemente dispares que la civilización ha tenido en los dos hemisferios.
    Por razones absolutamente comprensibles, los arqueólogos y los antropólogos han tendido a fijarse en las similitudes existentes entre diferentes civilizaciones de todo el mundo, compartiendo la idea de que esos paralelismos pueden revelar, más que ningún otro elemento, rasgos fundamentales de la naturaleza humana, la sociedad y la forma de desarrollarse de la humanidad a lo largo de los últimos 10 000 años, desde el final de las glaciaciones. Sin negar la existencia de esos paralelismos ni su importancia (en el «Apéndice 2» se estudian las grandes similitudes que se observan en todo el mundo), este libro adopta el enfoque contrario, observando las diferencias existentes entre los dos hemisferios y aduciendo que, siendo igual de instructivas, quizá todavía más, se han visto relativamente relegadas. Por otra parte, esas diferencias también arrojan una importante luz tangencial sobre lo que, al fin y al cabo, significa ser humano.
    El presente libro se divide en tres partes. La primera describe cómo llegaron los primeros americanos al Nuevo Mundo, qué tuvo de especial su viaje y de qué manera sus experiencias los diferenciaron de los pueblos que habían dejado atrás en Eurasia. La segunda describe en qué medida existían (y existen) importantes y persistentes diferencias entre los dos hemisferios, en lo tocante a geografía, clima, flora y fauna, así como la interacción entre todos esos elementos. En cierto modo, esta parte, al centrarse en el hecho de que algo tan fundamental como la naturaleza varíe tanto en uno y otro hemisferio , es la más sorprendente del libro. La tercera parte es un relato, en realidad dos, entrelazados, en el que seguimos las diferentes trayectorias de los pueblos de ambos hemisferios en una evolución que los condujo a dos civilizaciones, hasta cierto punto muy distintas.
    En líneas generales, La gran divisoria pretende demostrar que el mundo físico habitado por los pueblos primitivos, es decir, su paisaje, su vegetación y su fauna, además de sus rasgos climáticos dominantes, su latitud y la relación existente entonces entre la tierra firme y el mar, determinaron la ideología de los seres humanos, sus creencias, prácticas religiosas, estructura social y actividades comerciales e industriales, y que, a su vez, la ideología, una vez surgida y constituida en un todo coherente, determinó la interacción típica entre los seres humanos y el medio. Tal como señalan los sociobiólogos y los genetistas, puede que sólo haya una naturaleza humana. Pero la gran diferencia entre los entornos del mundo hizo que los pueblos primitivos tuvieran ideas muy diferentes sobre esa naturaleza. Y, como este libro pretende demostrar, en ciertos sentidos ese factor fue más crucial.
    Sin desvelar demasiado nuestro argumento, podríamos decir que, en líneas generales, cada hemisferio depende de dos fenómenos distintos y determinantes. Amplias extensiones del Viejo Mundo caen bajo la influencia del monzón asiático, la estación lluviosa que afecta a territorios situados entre el Mediterráneo oriental y China; que mantiene a un tercio de los agricultores del mundo y que, por razones que analizaremos, ha ido viendo su potencia gradualmente debilitada durante los últimos 8000 años. Esto ha supuesto que la fertilidad fuera la principal preocupación de la religión del Viejo Mundo. En segundo lugar, la existencia de mamíferos domesticados ha sido otra influencia decisiva sobre el devenir histórico de los antiguos pueblos del Viejo Mundo, en concreto sobre el carácter y el grado de competencia entre sociedades y sobre la guerra. Por el contrario, en el Nuevo Mundo las influencias dominantes fueron un clima extremo y virulento, y también una mayor disponibilidad, variedad y abundancia de plantas alucinógenas. La conjunción de estos factores ha supuesto que en América la religión y la ideología cobraran un carácter mucho más vívido, intenso y apocalíptico.
    La gran divisoria aspira a una síntesis bastante ambiciosa de disciplinas como la cosmología, la climatología, la geología, la paleontología, la mitología, la botánica, la arqueología y la vulcanología, que, en principio, podrían parecer muy distintas.
    También se sirve de uno de los grandes avances académicos registrados después de la segunda guerra mundial: el descifrado de la escritura de las cuatro principales civilizaciones mesoamericanas: la azteca, la mixteca, la zapoteca y la maya. Aunque durante la Conquista sólo cuatro libros mayas escaparon a las hogueras españolas, posteriormente se han llegado a comprender hasta tal punto otros libros o códices, elaborados conjuntamente por clérigos españoles e indígenas americanos, así como innumerables inscripciones en estelas, altares, escaleras de piedra y otros monumentos y esculturas, que durante los últimos treinta años hemos asistido a un explosivo desarrollo del conocimiento y la interpretaciones relativas a la vida en el Nuevo Mundo precolombino.
    Este libro pretende aportar esa comparación sistemática con la que podremos comprobar que Eurasia y América siguieron trayectorias muy diferentes. A pesar de sus distintos caminos, ambos hemisferios desarrollaron rasgos similares. Pero aquí, en esta obra, lo que nos interesa son las diferencias, que nos dicen sobre la naturaleza humana tanto como las similitudes, y quizá más.
    Al examinar conjuntamente esas trayectorias, no sólo veremos qué ocurrió —es decir, cuándo y dónde comenzaron a divergir las civilizaciones— sino por qué .

Primera parte

Capítulo 1

    DESDE ÁFRICA HASTA ALASKA: EL GRAN VIAJE QUE PONEN DE MANIFIESTO LOS GENES, LA LENGUA Y LAS PIEDRAS

    Para que nuestro «experimento» de comparación entre las evoluciones del Nuevo Mundo y el Viejo tenga el mayor sentido posible, también necesitaremos tener lo más claro posible el grado de similitud inicial que había entre los pueblos de ambos hemisferios. Y, a falta de eso, habrá que saber qué cosas y hasta qué punto los diferenciaban. Está claro que no estamos ante una empresa fácil: hablamos de una época registrada hace por lo menos 11 000 años y, que, en lo tocante a gran parte de los materiales utilizados en este capítulo y el siguiente, se remonta todavía más atrás. Sin embargo, aunque la distancia temporal sea sobrecogedora y el carácter de los materiales induzca siempre a la cautela ya que en muchos casos se nutre de especulaciones, aunque sean fundadas, no deberíamos arredrarnos. Las conclusiones que podemos extraer, por hipotéticas que sean, bien merecen el esfuerzo.



OUT OF AFRICA



    Gracias al descubrimiento del ADN, los genes y, en concreto, el ADN mitocondrial (que normalmente se nombra con la abreviatura ADNmt y que sólo se hereda por línea materna) y el cromosoma Y (que determina la sexualidad masculina), y porque conocemos a qué ritmo muta el ADN, ahora es posible, gracias a la comparación entre el ADN de diferentes pueblos actuales de todo el mundo, evaluar las relaciones que hay entre ellos, tanto las de ahora como las de épocas pasadas. [*] En realidad, el ADNmt nos proporciona, en palabras de un experto, «una historia acumulativa de nuestra propia prehistoria materna», mientras que el cromosoma Y hace lo propio con la paterna. Para lo que aquí nos ocupa, los principales elementos del cuadro son los siguientes:

El ser humano moderno surgió en África hace unos 150 000 años.
Puede que hace 125 000 años un grupo de humanos abandonara África, probablemente cruzando el estrecho de Bab al Mandab, situado en el extremo meridional del mar Rojo (cuando el nivel de ese mar era unos setenta metros inferior al de ahora), y que viajara por todo el sur de la península Arábiga en una época en que la región era mucho más húmeda que en la actualidad y estaba ocupada por lagos y ríos. No se han encontrado restos humanos, pero sí primitivas herramientas de piedra, similares a las producidas en África más o menos en la misma época por el homo sapiens , en Jebel Faya, un refugio de roca que se halla cerca del estrecho de Hormuz. Las pruebas genéticas practicadas a individuos vivos de todo el mundo demuestran que todos los pueblos no africanos descienden de un pequeño grupo que debió de pasar por la península Arábiga. Durante los períodos muy secos, la población de Jebel Faya debió de verse aislada durante cientos o incluso miles de años antes de partir hacia el este siguiendo rutas fluviales que ahora están sumergidas en el golfo. De este modo, habrían evitado los áridos desiertos que se extendían en el interior de la región para llegar finalmente a la India a través de las costas iraní y pakistaní. Esta teoría del «vagabundeo por el litoral» en relación con la población del mundo todavía es sólo eso, una teoría, pero está respaldada por pruebas genéticas y por la presencia de antiguos conchales en muchos yacimientos costeros. Asimismo, sabemos que durante buena parte de la existencia humana, hace más de 6000 años, los niveles del mar eran más bajos que ahora y, a consecuencia de ello, había por aquel entonces hasta 16 millones de kilómetros cuadrados de tierra seca más que ahora, un 10 por ciento de las zonas pobladas del mundo, lo cual es un recurso importante y atractivo. También sabemos que, en general, los medios marinos/litorales ofrecen un entorno nutricional más rico y resisten mayores densidades de población y asentamientos más sedentarios que las regiones situadas tierra adentro. Los cazadores-recolectores de las antiguas zonas de la costa y los istmos hasta el momento han sido periféricos para la prehistoria humana, pero parece que esto está cambiando.
Por lo visto, el grupo que abandonó África no era muy numeroso. Estudios del cromosoma Y indican que probablemente estaba compuesto de sólo 1000 hombres en edad reproductora y del mismo número de mujeres. A ello debemos sumarle niños y ancianos, lo cual da una población de unas 5000 personas. Puede que no se marcharan todos juntos. Estudios sobre forrajeadores demuestran que les gustaba vivir en grupos de unas 150 personas, aunque cuando dejaron de recorrer las playas, por ejemplo en Australia, formaron tribus de entre 500 y 1000 personas (que es lo que encontraron los colonizadores europeos cuando llegaron a Australia a finales del siglo XVIII ).
Pasados 70 000 años, los seres humanos llegaron a Australia.
Hace entre 50 000 y 46 000 años, en la zona que ahora es Irán y Afganistán, un grupo abandonó la costa y viajó hacia el norte y el oeste para poblar Europa.
Hace unos 40 000 años el grupo volvió a separarse, en esta ocasión en Pakistán o el norte de la India, haciendo que otro contingente comenzara a desplazarse hacia Asia central.
Más o menos en la misma época, los que «rebuscaban en las playas» llegaron a China, después de bordear el «extremo» del Sureste Asiático, y se adentraron en el continente, también en dirección oeste, siguiendo una trayectoria que mucho más tarde se convertiría en la Ruta de la Seda.
Podríamos decir que hace entre 30 000 y 20 000 años los grupos que se habían dirigido hacia el interior desde Pakistán y la India se separaron, de manera que uno viajó hacia el oeste, en dirección a Europa, y otro se adentró en Siberia, donde quizá se topó con quienes, partiendo de China, también avanzaban hacia el interior del continente.
En algún momento, hace entre 25 000 y 22 000 años, unos seres humanos llegaron al puente terrestre de Bering, que unía Siberia con Alaska, aunque no existen pruebas arqueológicas en Chukotka, o Alaska, hasta hace menos de 15 000 años. Por aquel entonces, el mundo se hallaba sumido en la última glaciación, que comenzó hace 110 000 años y terminó hace 14 000, y a consecuencia de ella, gran parte del agua del mundo se vio atrapada en los grandes glaciares —con muchos kilómetros de grosor— que cubrían el planeta. Por ello, el nivel del mar era unos 120 metros inferior al actual. A su vez, esto significaba que la geografía del mundo era considerablemente distinta a la de hoy. Un efecto importante —crucial y fascinante— de esto es que el estrecho de Bering no existía. Estaba compuesto de tierra seca o al menos de un terreno cubierto de maleza con muchas charcas y lagos que, aun así, los primeros humanos podían transitar. Hace entre 20 000 y 14 000 años, los primeros humanos emigraron a lo que vendría en llamarse el Nuevo Mundo, las Américas o hemisferio oeste. Después, y esto es igual de crucial, hace menos de 14 000 años, cuando el mundo se secó y la última Edad de Hielo tocó a su fin, el estrecho de Bering se llenó de agua una vez más, Alaska y Siberia pasaron a formar parte de masas de tierra diferentes y el hemisferio oeste —las Américas, el Nuevo Mundo— se separaron del Viejo Mundo.
Parte de estos indicios se muestran en los mapas 1-10. Dichos mapas resumen visualmente varios argumentos que encontraremos a lo largo del texto que compone este libro.
    Si trazáramos una línea recta como la que describe el vuelo de un pájaro (o de un Boeing 747), veríamos que desde el extremo meridional del mar Rojo hasta la localidad de Uelen, situada en el saliente más oriental de Siberia, hay unos 12 000 kilómetros, pero si el camino se hubiera hecho rebuscando en las playas de la India y el Sureste Asiático, puede que la distancia hubiera sido más del doble, e incluso el triple. Además, atravesar la masa continental centroasiática tampoco habría acortado mucho el camino, pudiendo hacerlo incluso más penoso, dado que había que rodear cordilleras, lagos y ríos sin prácticamente nada que pudiéramos considerar tecnología. Ese desplazamiento a lo largo  de, digamos, 32 000 kilómetros se prolongó durante 50 000 años (aunque hasta que los primeros humanos llegaron a las regiones con un clima de frío extremo tal vez se propagara con bastante rapidez).
    Sin embargo, los pueblos primitivos llegaron por fin a lo que ahora se conoce con el nombre de Chukotskii Poluostrov, es decir, península de Chukchi, que domina el estrecho de Bering. No sólo la gran proximidad entre Siberia y Alaska apunta que los pueblos primitivos accedieran al Nuevo Mundo por esta vía (el estrecho apenas tiene 100 kilómetros de longitud en su parte más estrecha), sino que hay tres pruebas genéticas que, vistas en conjunto, retratan de manera coherente y convincente la entrada de los primeros seres humanos en América.
    Llegados a este punto necesitamos presentar al pueblo chukchi de Siberia oriental que, aunque se puede decir que vive al borde del mundo, por lo menos del mundo moderno, para nosotros es capital. Todavía hoy en día vive de las manadas de renos y de la pesca que realiza a través de pequeños agujeros practicados en ríos helados. [8] Nadie sabe realmente por qué hubo pueblos primitivos que decidieron vivir en esta inhóspita parte del mundo. Quizá fueran siguiendo a los mamuts y a otras piezas de caza mayor, quizá no decidieran en absoluto vivir allí, sino que presiones demográficas ejercidas desde el oeste y el sur los obligaran a desplazarse a esa zona. Fuera como fuere, Siberia oriental ha estado ocupada, en yacimientos como Diuktai y Malta, desde hace 20 000 años (véase el mapa 5). Esa fecha es importante y también la ubicación.
    La fecha es importante porque en Siberia nunca se han encontrado restos arqueológicos de más de 20 000 años de antigüedad, de manera que, lógicamente, el hombre primitivo no podría haber entrado en el Nuevo Mundo antes de esa fecha. Sin embargo, enseguida veremos que hay tanto pruebas genéticas como lingüísticas de una entrada anterior. Las pruebas son polémicas y no todo el mundo las acepta, pero, aunque tampoco afectan mucho a nuestra historia, no está bien hacer como que no existen. La ubicación es importante porque la agricultura nunca ha sido una práctica fructífera tan al norte, de manera que el hombre primitivo no podría haber entrado en el Nuevo Mundo sabiendo algo de cultivos. En sí mismo, este no es un dato sorprendente, porque la agricultura no surgió en ningún lugar de la Tierra hasta hace unos 10 000 años, pero por lo menos significa que esta es una zona en la que la situación parece clara: tanto el Viejo Mundo como el Nuevo carecían de agricultura cuando surgió la Gran Divisoria.
    Las pruebas de ADN demuestran que este pueblo es genéticamente singular. Según el Proyecto Genoma Humano (del que trataremos más adelante), tiene un marcador, una pauta genética diferenciada, técnicamente conocida como M242, y también otros rasgos que demuestran que procede de un único hombre que vivió hace 20 000 años en el sur de Siberia y en Asia central. Sus marcadores los comparte con indígenas americanos de lugares tan meridionales como la Tierra del Fuego, lo cual confirma, por tanto para los genetistas, que el hombre primitivo entró en el Nuevo Mundo desde Siberia en algún momento posterior al  XX milenio a. C. [9]
    Esa descripción se vio refrendada, además de desarrollada, cuando se tuvieron los primeros resultados del Proyecto Genoma Humano, que, iniciado en 2005 y patrocinado por National Geographic , utilizaba las enormes capacidades informáticas de IBM. En ese ingente estudio se analizaba el ADN de unos 150 000 individuos de cinco continentes, con el fin de relatar nuestra historia genética con una exhaustividad nunca vista. La técnica más fundamental del Proyecto Genoma se basaba en el análisis de los denominados haplogrupos, pautas de mutación genética diferenciadas y características que comprenden «marcadores» de ADNmt o cromosomas Y, mostrando qué vínculos hay entre las personas y cuáles había en el pasado (M242 es un haplogrupo).
    Estas investigaciones demuestran dos cosas que nos interesan. En primer lugar, que los actuales pueblos indígenas americanos son genéticamente muy parecidos y que la mayoría de los marcadores diferenciadores, de entre 20 000 y 10 000 años de antigüedad, se concentran en torno al tramo registrado hace entre 16 000 y 15 000 años. La relevancia temporal de este hecho radica en que se produjo durante el llamado Último Máximo Glacial (LGM en sus siglas en inglés), la era registrada hace entre 20 000 y 14 000 años y durante la cual los grandes glaciares de la última edad de hielo alcanzaron su máxima extensión, el nivel de los mares se encontraba a 122 metros por debajo de su nivel actual y parece que en el estrecho de Bering había un puente terrestre que unía Siberia y Alaska.
    Entre los indígenas americanos que habitan entre Alaska y Argentina se encuentra un haplogrupo del cromosoma Y que, junto a otro haplogrupo que desciende de él, constituye casi el único linaje de cromosoma Y que hay en Sudamérica. [10] En el oeste de Norteamérica hay otro linaje que según parece llegó al Nuevo Mundo más tarde y que nunca alcanzó el sur del continente. Pero esos marcadores comprenden el 99 por ciento de los cromosomas Y de los indígenas americanos. Además, sólo hay cinco haplogrupos de ADNmt entre los indios americanos, lo cual contrasta enormemente con las docenas de linajes de ADNmt y de cromosomas Y presentes en Eurasia y África. [11] Es importante señalar que el segundo linaje, el que se encuentra en el oeste de Norteamérica, que se conoce como haplogrupo M130, también se halla en el Sureste Asiático y en Australia, lo cual sugiere que esa segunda y posterior migración hacia las Américas se compuso de personas que viajaron hacia el norte por la cuenca del Pacífico, que siguieron la costa este de Asia y entraron en el Nuevo Mundo hace unos 8000 años, cuando el estrecho de Bering estaba de nuevo sumergido. En consecuencia, debieron de emigrar en barcas. Normalmente, ese linaje aparece en indios hablantes de lenguas nadené, la segunda familia lingüística más importante de Norteamérica (de la que hablaremos más adelante).
    La tercera prueba fue otra gran investigación, publicada en 2007 por un equipo de veintisiete genetistas de nueve países, coordinado por Sijia Wang, de la Universidad de Harvard. [12] Este equipo analizó los marcadores genéticos de 422 individuos que representaban a 24 poblaciones indígenas americanas del norte, el centro y el sur del continente, comparándolas con otros 54 grupos indígenas del resto del mundo. Los principales resultados del estudio fueron los siguientes:
Las poblaciones indígenas americanas presentan una menor diversidad genética y una mayor singularidad que las de otras regiones continentales (lo cual se solapa con los descubrimientos del Proyecto Genoma antes mencionado).
La diversidad genética disminuye al aumentar la distancia geográfica respecto al estrecho de Bering y al atenuarse la similitud genética respecto a los siberianos: los grupos más parecidos a estos son los chypewian del norte de Canadá y los menos parecidos los del este de Sudamérica.
Entre las poblaciones mesoamericanas y andinas se observa una relativa falta de diferenciación genética.
Se aprecia un escenario en el que las rutas litorales eran más fáciles de transitar para los pueblos migrantes que las interiores.
Existe cierto solapamiento entre la similitud genética y la clasificación lingüística.
Hay un alelo (variable genética) «privativo» de América (es decir, que sólo existe en el ADN de los indígenas americanos), lo cual avala la idea de que gran parte de los primeros habitantes del Nuevo Mundo «podría proceder de una única oleada migratoria».
    Igualmente, este escenario coincide en líneas generales con el que describen los datos del Proyecto Genoma y el análisis del ADN de los chukchi, al apuntar que hace más o menos 550 generaciones un único grupo entró desde Siberia en América: dicho de otro modo, digamos que llegó al Nuevo Mundo hace entre 16 500 (550 × 30 años) y 11 000 años (550 × 20), probablemente utilizando más una ruta litoral que continental, es decir, interglaciar (de esto también hablaremos más adelante). [13]
    Llegados a este punto es justo subrayar que un puñado de estudios del ADN apunta que mucho antes, unos dicen que hace 29 500 años, otros hablan incluso de 43 000, se produjo una entrada en el Nuevo Mundo. [14] Sin embargo, los últimos y más amplios estudios del Proyecto Genoma y el del equipo de Sijia Wang no sólo coinciden, en términos generales, sino que también encajan con los datos arqueológicos descubiertos en toda Norteamérica, desde Alaska hasta México. Algunos de ellos se perfilan a continuación, pero en el capítulo 3 figura un análisis más amplio.
    Un segundo tipo de pruebas biológicas es el que presenta el trabajo de Christy Turner, experto de la Universidad Estatal de Arizona en el desarrollo evolutivo de los dientes humanos. [15] En concreto, Christy se ha fijado en las coronas y las raíces de 200 000 piezas dentales de americanos, siberianos, africanos y europeos prehistóricos, porque a) muestran bien cómo se adaptaban las poblaciones a diferentes entornos, y b), porque, en su opinión, son más estables que otros rasgos evolutivos y porque, independientemente de que los individuos sean hombres o mujeres, viejos o jóvenes, no suelen presentar muchas variaciones. En lo que a nosotros respecta, su trabajo resulta más interesante cuando distingue entre los que denomina dientes «sinodontes» y «sundadontes». Los primeros, que se encuentran principalmente entre poblaciones chinas septentrionales y entre norasiáticos (siberianos), se caracterizan por tener «incisivos en pala» (con una prominencia en la parte interna del diente), en doble pala (prominencia en ambos lados), los primeros premolares superiores con una sola raíz y los primeros molares inferiores con tres raíces. Turner ha descubierto dientes sinodontes en los esqueletos encontrados en excavaciones de hace por lo menos 20 000 años.
    Según sus descubrimientos, los sundadontes sólo se dan en poblaciones del norte de China y del norte de Asia y entre los antiguos pobladores de Alaska y de otras zonas de Norteamérica. Por el contrario, esqueletos del Paleolítico Superior como los encontrados más al oeste en el lago Baikal, por ejemplo, no presentan sinodoncia, ni tampoco los dientes de antiguos enterramientos de la Rusia europea. Lo mismo puede decirse de los restos de antiguos pobladores del Sureste Asiático (que Turner denomina «sundadontes» porque en el Paleolítico el Sureste Asiático, al igual que Beringia, estaba por encima del nivel del mar y esa plataforma continental se conoce con el nombre de la Sonda, algo de lo que hablaremos más adelante). Basándose en la difusión de la sinodoncia por el norte de Asia y Norteamérica, Christy apunta que los primeros americanos se desarrollaron a partir de pueblos que emigraron lentamente, atravesando la Mongolia oriental, la cuenca alta del Lena y el este de Siberia, desde donde cruzaron el estrecho de Bering hasta llegar a Alaska.
    Desde el punto de vista biológico, este relato cuenta con otro aval más: el hecho de que los bebés de algunas tribus de indios americanos nazcan con la llamada «mancha mongólica»: una marca de nacimiento azulada que, situada en la base de la espina dorsal, no tarda en desaparecer y que también se observa en niños del Tíbet y Mongolia. [16]
    En consecuencia, si reunimos todos esos datos genéticos podemos decir que los primeros habitantes de los que descienden prácticamente todos los indígenas americanos vivos llegaron a América, muy a grosso modo , hace unos 16 500 o 15 000 años, procedentes de algún lugar situado en el noreste de Asia, la zona que ahora es Siberia, y posiblemente de no más al sur que Mongolia. Puede que antes de ese período pequeños grupos hubieran logrado alcanzar el continente americano, pero su influencia en las poblaciones posteriores fue nimia. Por otra parte, quizá hubiera migraciones posteriores, cuyos rastros no tardaremos en abordar.
    Timothy Flannery señala que, aunque los aleutianos y los inuit de Alaska compartan muchos rasgos culturales con los asiáticos del noreste (entre ellos una variante de lengua esquimal hablada en la península rusa de Kamchatka y un tipo de acupuntura que, practicado en las islas Aleutianas, es similar al de China), no hay pruebas de que hubiera personas o ideas que regresaran a Asia desde América. Nuestra conclusión podría ser que la principal migración a través del estrecho de Bering fue desde Siberia hasta Alaska y que tuvo lugar, y esto es crucial, a finales de la última glaciación. [17]
    Antes de proseguir, hay que considerar otros datos genéticos presentes en el trabajo de Bruce Lahn, de la Universidad de Chicago, que ha descubierto dos genes que afectan a la formación y el engrandecimiento del cerebro humano. Ambos se presentan en diversas formas alternativas o alelos, pero en todos los casos hay un tipo que se ha vuelto más común que los demás en ciertas poblaciones. Esta disparidad debe de significar que el efecto de ese alelo, de mayor relevancia evolutiva, proporcionó una ventaja selectiva. Uno de los alelos es un tipo de un gen conocido como microcefalina. Este primero apareció hace unos 37 000 años y lo portan el 70 por ciento de las poblaciones de Europa y Asia, aunque es mucho menos común en las subsaharianas, donde lo portan entre el 0 y el 25 por ciento de los individuos. El segundo alelo se conoce con el nombre de ASPM (siglas en inglés de «anormalidad asociada con la microcefalia») y apareció y se difundió con rapidez en Oriente Próximo y Europa hace unos 6000 años. Es un alelo que no aparece en el África subsahariana y su presencia en Asia oriental es escasa. [18]
    Para difundirse con tanta rapidez, estos dos alelos debieron de conceder algún tipo de ventaja cognitiva. Por razones evidentes, y tal como el propio Bruce Lahn ha aconsejado, estamos ante un asunto que hay que tratar con la mayor de las cautelas. Por el momento no hay pruebas de que esos alelos tengan que ver con una mayor inteligencia. Sin embargo, dejando de lado los resultados antes mencionados, puede que estos descubrimientos tengan dos consecuencias de nuestro interés. En primer lugar, en lo tocante a la mutación registrada hace unos 37 000 años, cabría preguntarse si este alelo guarda alguna relación con la «explosión cultural» que se observa a partir de los registros paleontológicos de hace unos 33 000 años y con el notable florecimiento del arte rupestre en ciertas zonas de Europa. Además, de igual modo, ¿tuvo la mutación registrada hace entre 6000 y 5000 años algún tipo de relación con el desarrollo de la civilización surgida más o menos hace 5500 años? ¿Estamos acaso detectando un vínculo entre genes y cultura, antes insospechado porque aún no disponíamos de esos hallazgos?
    De ser así, la segunda consecuencia podría ser de relevancia para los argumentos de este libro. Cabe suponer que la primera mutación, ocurrida hace unos 37 000 años, si hubiera sido tan adaptativa se habría difundido rápidamente por toda Eurasia, incluyendo a esos primeros pueblos que acabaron emigrando al Nuevo Mundo. Dicho de otro modo, los indígenas americanos tendrían que haber tenido ese alelo. Así lo demuestran las investigaciones: la microcefalina es prácticamente omnipresente entre las poblaciones del Nuevo Mundo.
    Por otra parte, se diría que la segunda mutación, registrada hace unos 6000-5000 años, habría evolucionado después de que el hombre primitivo hubiera cruzado el estrecho de Bering, lo cual significa que, muy probablemente, los indígenas americanos deberían carecer de ese avance. Y así lo muestran igualmente las investigaciones: las poblaciones del Nuevo Mundo carecen por completo de ASPM.
    Es demasiado pronto para decir si la microcefalina o la ASPM otorgaban algún tipo de ventaja cognitiva a sus poseedores. Su rápida difusión apunta que es probable que así fuera, aunque parece que el tamaño de cerebro regular siguió siendo estable. Con todo, está claro que esta es un área de potenciales e importantes diferencias entre los pueblos del Nuevo Mundo y del Viejo. Por los datos que tenemos de Islandia, que sólo lleva habitada unos mil años, sabemos que en períodos tan relativamente cortos como ese pueden surgir diferencias genéticas, de manera que no es impensable que algunas variaciones de ese tipo expliquen las diferencias entre el Viejo Mundo y el Nuevo.
    Dicho esto, este campo científico está todavía en pañales, de manera que aquí, más allá de llamar la atención sobre una seductora posibilidad, no le daremos más importancia.
    Un último pensamiento sobre genética: la relativa falta de diversidad que, según el Proyecto Genoma Humano y el trabajo del equipo de Sijia Wang, se observa en los indígenas americanos, en comparación con los del resto del mundo, podría conllevar a uno de los tres escenarios siguientes. En primer lugar, que en algún momento se hubiera llegado a una situación de «embotellamiento» genético en Beringia y que durante cierto tiempo allí hubiera vivido, quizá en un refugio rodeado de nieve, un grupo pequeño y genéticamente limitado, obligado a procrear sin salir de su reducida comunidad. En segundo lugar, que posteriormente hubiera habido mucha poligamia y que algunos hombres, los de más éxito, hubieran tenido muchas mujeres y que otros no hubieran tenido ninguna (esa misma pauta se ha observado, por ejemplo, entre la población dani de Papúa, Nueva Guinea, donde el 29 por ciento de los hombres tenía entre dos y nueve esposas, mientras que el 38 por ciento no tenía ninguna). [*] La tercera posibilidad podría ser el  resultado de una situación de guerra generalizada, cuyo peso hubieran sobrellevado los hombres, de manera que los que quedaran tendrían que haberse hecho cargo de engendrar más niños (entre los dani se observó también que el 29 por ciento de los hombres había muerto a causa de guerras). [19]
    Entre las consecuencias de esa limitada diversidad genética destaca el hecho de que el ritmo evolutivo del Nuevo Mundo se habría visto ralentizado en comparación con el del Viejo, haciendo también a los pueblos americanos más propensos a sufrir enfermedades procedentes del exterior.

TRINEOS Y ALGAS MARINAS

    Las pruebas arqueológicas de la entrada en el Nuevo Mundo desde Siberia las avala la gran similitud entre las excavaciones realizadas a ambas orillas del estrecho de Bering. En 1967, Yuri Mochanov, un arqueólogo ruso del Instituto de Investigaciones Científicas de Yakutsk, dio a varios enclaves cercanos al estrecho en Siberia el nombre de «cultura de Diuktai», por un yacimiento del río Aldán, que fluye hacia el norte hasta desembocar en el mar de Láptev, en la periferia del Ártico. Aquí se han recuperado restos de mamut y de buey almizclero, que se relacionan con puntas de lanza y de flecha trabajadas por los dos lados, así como hojas y también núcleos líticos en forma de cuña o disco; dicho de otro modo, lo habitual en una típica cultura del Paleolítico superior, con una antigüedad de entre 14 000 y 12 000 años. Desde entonces se han encontrado en la zona otros yacimientos con herramientas, hojas e incluso cuchillos bifaciales, además de instrumentos hechos de huesos y ébano. No se ha desenterrado nada que tuviera una antigüedad superior a 18 000 años y el grueso de los restos son posteriores. El yacimiento más septentrional de la cultura Diuktai se encuentra en Berelej, cerca de la desembocadura del río Indigirka, en la costa septentrional de Siberia.
    Del mismo modo que parece que los primeros pobladores fueron avanzando mientras «rebuscaban en las playas» del sureste de Eurasia hasta llegar a China, quizá podrían haber hecho lo mismo en dirección este desde Berelej, siguiendo la costa siberiana del Ártico hasta alcanzar el estrecho de Bering, con la salvedad de que esta era entonces una superficie terrestre. Algunos paleontólogos como Dale Guthrie, profesor emérito del Instituto de Biología Ártica de la Universidad de Alaska, creen que las hojitas de Diuktai se fabricaron para encajarlas en extremos de astas que fueron utilizadas como armas. De confirmarse este extremo, las cosas se volverían más complicadas, ya que se apuntaría la posibilidad de que esa técnica, también encontrada en Norteamérica, no fuera algo que los pobladores del «Nuevo Mundo» hubieran aprendido o copiado de los del «Viejo Mundo» sino una adaptación racional a un entorno abundante en renos. Dicho de otro modo, esto no constituye una prueba de migración por sí misma.
    Con todo, siguen existiendo otras similitudes culturales entre el complejo Diuktai de Siberia y yacimientos de Alaska. Hay que decir que ambas culturas son de carácter terrestre y que la navegación no figura entre sus habilidades, lo cual sugeriría que esos primeros pueblos por lo menos habrían cruzado Beringia a pie y no en canoa o algo similar. (Una interesante observación que quizá pueda ser algo más que una consecuencia secundaria es que en el yacimiento de Usji, situado en la península de Kamchatka, se ha datado hace 11 000 años el enterramiento de un perro domesticado. Si tenemos en cuenta que, incluso hoy en día, es más fácil moverse a pie por el Círculo Polar Ártico en invierno, con sus duras superficies heladas, que en verano, cuando el terreno encharcado parece el de una marisma, este descubrimiento tiene una relevancia de la que, de no ser así, carecería).
    Los diversos yacimientos prehistóricos descubiertos en Alaska muestran un complejo panorama, que sin embargo no refuta necesariamente el escenario antes descrito. Como afirma Brian Fagan en su obra El gran viaje: el poblamiento de la antigua América : «A pesar de los años de paciente esfuerzo, por el momento nadie ha encontrado ni en Alaska ni en el territorio del Yukón un yacimiento arqueológico que pueda datarse con seguridad antes de hace unos 15 000 años». [20] En el yacimiento de Old Crow, cerca de la frontera entre Alaska y Canadá, se encontró la tibia de un caribú, indudablemente trabajada por manos humanas hasta convertirla en una «herramienta de descarnado», es decir, para separar la carne de la piel animal. Al principio, la antigüedad de este y otros huesos con él relacionados se calculó en unos 27 000 años, aunque posteriormente se cifraría en sólo 1300 años. Por otra parte, desde entonces, a medida que se ha ido sabiendo más sobre cómo los predadores rompen los huesos de los animales que están matando, también se ha descubierto que otras «herramientas» óseas encontradas en Old Crow eran en realidad objetos de origen natural.
    Los yacimientos de las cuevas de Bluefish, situadas a unos sesenta y cinco kilómetros al suroeste de Old Crow, proporcionaron animales sacrificados, cuya antigüedad se dató, sirviéndose del polen del lugar, hace entre 15 550 y 12 950 años. También se dataron en fechas bastante similares herramientas de piedra que, además, tal como indica Fagan, no habrían estado fuera de lugar en Diuktai. [21] Posteriormente se hicieron hallazgos similares en Trail Creek, Tangle Lakes, Donnelly Ridge, Fairbanks, Onion Portage y Denali, y la mayoría de las dataciones se situaban en un abanico de entre 11 000 y 8000 años de antigüedad. Al principio, esta tradición se conoció, bien con el nombre de complejo de Diuktai, bien con el de complejo de Denali, aunque ahora se prefiere el de complejo paleoártico. El tamaño diminuto del trabajo en piedra, que es su rasgo más sorprendente, podría tener que ver con el hecho de que el análisis del polen de la zona demuestra que se produjo un rápido cambio en la vegetación hace unos 14 000 años, cuando la tundra herbácea dio paso a una tundra arbustiva, lo cual habría hecho que la población de mamíferos menguara, quizá obligando al hombre primitivo a abandonar Beringia. Puede que, en su fase posterior, hubiera precisado de útiles más pequeños.
    No todos los yacimientos de Beringia oriental contenían hojitas. En otros se han hallado grandes herramientas realizadas a partir de núcleos líticos o lascas, entre ellas sencillas puntas para proyectiles y hojas de mayor tamaño. Además, en la isla de Anangula, de las más alejadas del continente del archipiélago de las Aleutianas, se hacían herramientas cortantes, pero no las diminutas hojitas de Denali. Así que en la Beringia de hace unos 11 000 años había bastante diversidad cultural. Simplemente no sabemos si esto supone que cohabitaran distintas tradiciones culturales o la presencia de estrategias adaptativas alternativas, concebidas para adaptarse a distintos tipos de flora y fauna.
    Los datos disponibles apuntan que el estrecho de Bering, tal como hoy entenderíamos esa acción, no se «cruzó». Los pueblos primitivos se diseminaron por el este de Siberia, que en ese momento se prolongaba hasta zonas tan orientales como el Yukón y Alaska. A continuación, al subir el nivel de los mares, hace unos 14 000 años, los pueblos del este de Beringia se vieron obligados a desplazarse aún más al este, que, por su parte, estaba asistiendo al deshielo de sus enormes glaciares, lo cual, como veremos, permitió el tránsito hacia el sur. Los mares subieron de nivel tras ellos, quedando aislados en el Nuevo Mundo.
    Un relato alternativo, avalado por algunos datos genéticos ya mencionados, es que el hombre primitivo entró en el Nuevo Mundo siguiendo la línea costera. Lo cual tiene sentido, no sólo desde el punto de vista genético, sino porque, como se recordará, los primeros seres humanos, después de abandonar África, siguieron una ruta que les permitiera «rebuscar en las playas». Esta perspectiva también se ve refrendada por el hecho de que en Monte Verde, un antiguo yacimiento del sur de Chile, se encontraron restos de varios tipos de algas en antiguos fogones, mientras que otros restos parecen demostrar la existencia de antiguas concentraciones de algas laminarias que, según Tom Dillehay, uno de los arqueólogos participantes en la excavación, se habrían masticado hasta convertirse en un «bolo alimenticio». [22] Otros científicos, señalando que el norte de la cuenca del Pacífico está bordeada de manera prácticamente ininterrumpida por lechos de algas marinas, han postulado que, como estas son de gran valor nutritivo y medicinal, tendría sentido que los antiguos pueblos ribereños hubieran seguido su distribución (véase el mapa 5).

LENGUAS MATERNAS, AGRUPADORES Y DIVISORES

    En el estudio genético antes mencionado, llevado a cabo por Sijia Wang y su equipo, se apuntaba la existencia de un solapamiento entre las similitudes genética y lingüística. Esos resultados deben situarse en el contexto del bien fundamentado consenso que en la actualidad acepta que algunas lenguas han evolucionado a partir de otras. A finales del siglo  XVIII , este asunto lo abordó por primera vez con detenimiento el funcionario británico y juez de la India colonial William Jones, quien observó las similitudes entre el sánscrito y varias lenguas modernas europeas. [*] Además, por ejemplo, sabemos que el español y el francés proceden del latín, que a su vez surgió del protoitálico. [23] En realidad, todos los idiomas europeos, salvo unos pocos, proceden de una raíz protoindoeuropea, lo cual significa que hace miles de años casi todas las lenguas habladas entre el Atlántico y el Himalaya tenían un origen común. Un ejercicio bastante similar se ha realizado con las lenguas de Norteamérica. Algunos de los escenarios descritos por los lingüistas encajan perfectamente en lo que podríamos denominar consenso sobre el LGM. Por ejemplo, el lingüista australiano Robert Dixon ha calculado que en el período comprendido entre hace 20 000 y 12 000 años entraron en América una docena de grupos distintos con lenguas diferentes. Por su parte, el lingüista inglés Daniel Nettle señala que la diversidad de lenguas habladas en el Nuevo Mundo hoy en día surgió durante los últimos 12 000 años, es decir, después de que esos pobladores llegaran a América.
    Justo es decir que las investigaciones lingüísticas se asientan en territorios menos seguros que los datos genéticos o arqueológicos, por la sencilla razón de que en realidad no tenemos ninguna manera de saber qué idiomas hablaba la gente en el pasado, sobre todo antes de la invención de la escritura. El único dato de que disponemos son los idiomas hablados hoy en día y su difusión geográfica en todo el mundo, además de alguna idea sobre cómo y a qué ritmo cambian o evolucionan las lenguas. Aunque esto es mejor que nada, sólo significa que nuestras reconstrucciones de las lenguas del pasado son en el mejor de los casos teóricas y, en el peor, especulativas. Esta es la razón de que el campo de la «cronolingüística» sea tan polémico. Sería conveniente que en la lectura de las páginas siguientes no perdiéramos de vista estas consideraciones.
    En principio, la lingüística comparada funciona de manera sencilla. Por ejemplo, la palabra para «dos» en sánscrito es duvḠen griego clásico duo , en gaélico antiguo dó y en latín duo . Podrían darse miles de ejemplos similares para poner de relieve la relación entre determinadas lenguas. La polémica se centra en qué grado de similitud debe haber entre los idiomas para poder considerar que tienen un origen común. Ya se sabe que en este sentido hay dos posturas: la de los «agrupadores» y la de los «divisores». Los primeros postulan que en todo el mundo existe un número de familias lingüísticas relativamente pequeño, mientras que los segundos restan valor a esas conexiones. Si señalamos para que quede muy claro que los divisores son más o menos igual de eminentes que los agrupadores, que su mensaje central es que se pueden extraer muy pocas conclusiones sobre la difusión de las lenguas en el mundo y que esto es algo que habrá que tener en cuenta al leer las páginas siguientes, podremos proceder a analizar lo que dicen los agrupadores (también merece la pena recordar que, en los estudios genéticos antes descritos, había solapamientos entre los factores genético y lingüístico, lo cual supondría que los agrupadores tendrían por lo menos parte de razón).
    Los resultados más relevantes, en lo tocante a nuestros temas de interés, pueden apreciarse en el mapa 6. En él aparecen las principales familias lingüísticas del mundo, según el lingüista estadounidense Joseph Greenberg, uno de los principales y más polémicos agrupadores. Esto revela que hay tres grandes familias lingüísticas en el Nuevo Mundo: la esquimalaleutiana, la nadené y la amerindia. Aparentemente, esto apuntaría la existencia de tres oleadas migratorias. Merritt Ruhlen, lingüista y antropólogo de la Universidad de Stanford (y también director del Instituto Santa Fe), reevaluando el material de Greenberg sugiere que la familia amerindia es una variante de la eurasiática, pero que, si bien la esquimalaleutiana es una rama de esta, la «amerindia se relaciona con el conjunto de la eurasiática» y no está más cerca de la esquimalaleutiana que ninguna otra lengua eurasiática. Muchos rasgos del grupo amerindio (por ejemplo, los términos relativos al parentesco) sólo aparecen en el continente americano y varias de sus características son comunes a América del Norte, Central y del Sur, lo que a Ruhlen le induce a pensar que dicho grupo se expandió rápidamente por el Nuevo Mundo, en una época en la que este no estaba ocupado por seres humanos que hablaran otras lenguas.
    El segundo grupo, el nadené, demuestra la existencia de una segunda migración, posterior a la de los hablantes protoamerindios, ya que la familia nadené está relacionada con la denecaucásica, cuyo lugar de origen parece ser el Sureste Asiático. Este grupo, que engloba el chinotibetano (véase, una vez más, el mapa 6), también se superpone con el marcador genético conocido como M130 que, originario del norte de China, no se encuentra en Sudamérica (véanse pp. 36-37). [24]
    Finalmente, el grupo esquimalaleutiano constituye una tercera familia lingüística que, desgajada de la eurasiática, demostraría la existencia de la emigración más reciente. Esta teoría se ve refrendada por la escasa difusión de este grupo lingüístico, cuya presencia se limita a los bordes del Canadá septentrional.
    En consecuencia, hasta el momento los datos lingüísticos coinciden en líneas generales con los genéticos, apuntando que la principal migración hacia el Nuevo Mundo tuvo lugar en un período registrado hace entre 20 000 y 12 000 años y que sus protagonistas fueron un grupo de personas que hablaba amerindio, un tipo de eurasiático, y que después vino una segunda migración, muy posterior, hace unos 8000 años, a cargo de un grupo que hablaba el nadené, un tipo de denecaucásico originario del Sureste Asiático. Los datos lingüísticos también apuntan que hubo una tercera migración, todavía más reciente, de pueblos que hablaban esquimalaleutiano, hoy situados en el borde septentrional de Canadá. Pero esta migración no tiene por qué preocuparnos mucho, ya que los esquimalaleutianos no tendrán un papel muy destacado en nuestra historia. [25]
    Hasta ahora no vamos mal. Sin embargo, del mismo modo que hay pocos estudios genéticos que demuestren que se entró en el Nuevo Mundo antes del período comprendido entre hace 20 000 y 12 000 años (el del consenso sobre el LGM), hay un análisis lingüístico que demuestra prácticamente eso mismo. Johanna Nichols, de la Universidad de California en Berkeley, ha calculado que en el mundo hay 167 «troncos» lingüísticos (grupos de lenguas cuyo origen puede situarse en una rama común). Lo hace partiendo de rasgos como el orden sintáctico (sujeto-objeto-verbo o sujeto-verbo-objeto), la forma de los pronombres personales, si los verbos son más «flexivos» que los nombres (si tienen sufijos que cambian por razones semánticas o contextuales), la forma de indicar el número y la de expresar el singular y el plural en los verbos, etc. [26] Partiendo de este enfoque observó 174 lenguas de todo el mundo y de su interrelación sacó tres conclusiones que nos interesan.
    La primera es que, en todo el planeta, sólo hay cuatro grandes áreas lingüísticas: el Viejo Mundo, Australia, Nueva Guinea (incluyendo Melanesia) y el Nuevo Mundo. La segunda es que, en un área como un continente o un subcontinente que esté aislado de la influencia exterior (como ocurre en Sudamérica o Australia), el simple paso del tiempo hace que aumente el número de troncos lingüísticos. [27]
    Sin embargo, la conclusión más interesante de Nichols es la tercera. Dicho con sus propias palabras: «Un interpretación histórica [de la diversidad lingüística] plantearía un antigua separación entre las poblaciones lingüísticas del Viejo Mundo y las del Pacífico, en la que estas funcionarían como un centro de difusión secundario y origen de la colonización circumpacífica. Es esta y no la procedente del Viejo Mundo la que ha poblado gran parte del planeta, dando lugar a la mayoría de los linajes genéticos de las lenguas humanas y colonizando el Nuevo Mundo. Evidentemente, el punto de acceso a este fue Beringia, pero la tipología lingüística demuestra que los colonizadores que entraron por esa zona eran mayormente pueblos costeros participantes en la pauta de colonización circumpacífica, más que pueblos siberianos del interior empujados finalmente a abandonar Eurasia central»


(las cursivas son mías). El toque de relumbrón definitivo lo recibe este cuadro cuando se dice que «la primera colonización del Nuevo Mundo estaba en marcha hace unos 35 000 años». [28]

    Aunque sólo sea aparentemente, esto echaría por tierra gran parte de lo analizado hasta el momento. El consenso sobre el LGM, los datos genéticos, las pruebas dentales de Christy Turner, además de los datos arqueológicos encontrados a ambos lados del estrecho de Bering y las informaciones lingüísticas de Greenberg y Ruhlen, coinciden en señalar que los primeros seres humanos llegaron al puente terrestre de Bering más o menos hace entre 16 500 y 15 000 años, siguiendo una ruta por el interior de Asia central y septentrional; y que después hubo un segundo grupo que, procedente del Sureste Asiático, cruzó el estrecho hace unos 8000 años. Los datos lingüísticos de Johanna Nichols señalan que los pueblos primitivos llegaron a Beringia hace 35 000 años a través de la costa occidental de la cuenca del Pacífico, viajando hacia el norte desde el Sureste Asiático insular, pasando por China hasta llegar a Siberia. ¿Se pueden conjugar ambos escenarios?

    En lo tocante a la pronta entrada en América, los datos lingüísticos de Nichols no son como los genéticos. Como ya se ha indicado, sin poner seriamente en duda el cuadro global, podríamos aceptar que uno o dos grupos aislados, más o menos genéticamente diferenciados, hubieran entrado en América mucho antes que el principal contingente de emigrantes. Sin embargo, por definición, los datos lingüísticos de Nichols se refieren a grandes grupos de personas, no a contingentes aislados.
    Seguramente, la respuesta a la discrepancia debe de radicar en el carácter incierto de la metodología cronolingüística. En el capítulo 3 veremos que, desde el punto de vista antropológico, prácticamente no hay pruebas de que en América los pueblos primitivos fueran más allá de Alaska antes de hace 14 500 años, pero también veremos, en el capítulo 2, que sí hay buenos datos geológicos, cosmológicos y mitológicos que explican la razón de que hubiera una segunda oleada migratoria que entrara en el Nuevo Mundo mucho más tarde que la primera, hace unos 8000 años, después de dejar el Sureste Asiático insular y de bordear la cuenca del Pacífico. Dicho de otro modo, Joanna Nichols tiene razón sobre el origen de por lo menos una de las lenguas del Nuevo Mundo, pero se equivoca en lo tocante a la periodización (hay que recordar que es precisamente el cálculo del intervalo de tiempo lo que resulta polémico y poco de fiar en la lingüística comparada). Como veremos, la clave de la disparidad radica precisamente en la insistencia de Nichols en que las lenguas del Viejo Mundo y las del Pacífico se separaron en una época muy remota. ¿Por qué había de ser así? ¿Qué ocurrió, en el pasado remoto, que ocasionara esa separación?
    En el siguiente capítulo se profundizará mucho en la explicación de esa separación y en él también veremos que, de camino al Nuevo Mundo, algunos de los pueblos que habitaron América vivieron una serie de singulares acontecimientos que modificaron su perfil psicológico y las experiencias que con ellos portaban, lo cual, al diferenciarlos de aquellos a los que habían dejado atrás en Eurasia, puede que influyera en su posterior desarrollo. Comprobaremos que algunos de esos especiales acontecimientos en realidad tuvieron lugar hace unos 8000 años, lo cual encaja bien con los datos genéticos antes mencionados, relativos al haplogrupo M130, que se relaciona con los hablantes de nadené que entraron en el Nuevo Mundo precisamente en esa época.
    En cierto momento habría sido difícil, cuando no imposible, montar un argumento así sobre la prehistoria, pero ya no. Además de los avances genéticos y lingüísticos, podemos decir que, gracias a los descubrimientos geológicos y cosmológicos, ahora sabemos mucho más que nunca sobre nuestra historia remota y, además, esos estudios han revelado la existencia de importantes vínculos con la mitología.
    A consecuencia de todo ello, ahora sabemos que los mitos no son esos relatos rechazados por su carácter caprichoso y vago, y que tienen mucho más que ver con la realidad de lo que nadie hubiera pensado. Una vez que aprendamos a descifrarlos, como ahora está ocurriendo, nos dirán bastante sobre el pasado remoto.


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