Asisto a una reunión en Bogotá, en la oficina de la presidencia. Es la primera vez que vuelo a Colombia y me han contratado para evaluar unos estudios de opinión pública. En este sueño no me han confundido, como en el caso del de Kirchner: los secretarios, los asesores, y el mismo presidente, ignoran que he escrito algunos libros. Me han convocado buscando un parecer experto de marketing sobre la coyuntura preelectoral. Mis servicios los pagará el gobierno, pero debo prestarlos a un candidato opositor: un prestigioso universitario de centro-izquierda que ha hecho campaña contra la corrupción del Estado. Me lo explican enfáticamente, como esperando haberme sorprendido, pero estoy habituado a estas paradojas de la política y las burocracias gubernamentales. Entonces son ellos los sorprendidos por mi indiferencia. Recordando una antigua receta para vendedores de servicios, aprovecho el intervalo de sorpresa para dirigirme al presidente, ignorando al resto, pidiéndole que pague mis honorarios por anticipado para que no quedasen pruebas de su connivencia con el partido opositor. De inmediato aparece el cheque y al guardarlo me invade una sensación de bienestar y plenitud como si ese papel apergaminado viniera impregnado de una droga que actuase por el tacto, a través de la piel. En ese estado me despido y, contento, dejo el palacio para dirigirme a las oficinas del candidato opositor. Parece anochecer en Colombia y la calle se puebla de muchachas jóvenes, universitarias de clase alta, que han salido a pasear. Escucho que van a una librería donde estará García Márquez y decido que es hora de divertirme: el propósito de mi viaje está cumplido con el cheque y sólo me falta simular un asesoramiento de un par de días para volver a mi país a gastar esos dólares. Me gana la certeza de que mis clientes, el presidente y el candidato opositor, estarán más satisfechos cuanto menos seriamente me tome mi trabajo. Sigo a las chicas que se dirigen a la librería. El local es pequeño para la cantidad de público que ha convocado. Empujado por la corriente de admiradores voy a dar al rincón donde se encuentra García Márquez en compañía de su mujer. Unos periodistas me reconocen y me presentan a la pareja. Digo alguna frase graciosa que deja a ambos indiferentes, pero poco después la mujer, que en este sueño se llama Matilde —como algunas de las de Sabato y Neruda—, advierte el trato deferencial que me brindan los periodistas y esto me gana su simpatía. Es por su intercesión que el escritor repara en mí y comienza a tratarme con familiaridad. Lo mismo hacen sus guardaespaldas, media docena de cubanos, la mayoría de ellos afrocubanos. Quisiera que me tomen una foto junto a ellos para impresionar a mi mujer con esas sonrisas de marfil y esos cuerpos esculpidos para el combate. La mujer del colombiano tiene algunos rasgos afro: en las sienes su pelo se enrula sugestivamente y sus labios gruesos me recuerdan la boca de Cesária Evora. García Márquez sonríe permanentemente y empiezo a sospechar que está bajo los efectos de un ansiolítico y que por eso entiende poco sobre lo que sucede y se conversa en nuestro rincón. Semidespierto, quiero que el sueño se desplace a la zona donde están las estudiantes, pero un grupo de escritores me arrastra a la puerta de salida con intenciones de invitarme a cenar, charlar y poner a prueba sus opiniones sobre literatura argentina. Acepto pensando que la mejor manera de llamar la atención del matrimonio García Márquez es distinguirme de la masa de curiosos y aduladores que los rodea y decido partir sin saludarlos. Despierto con hambre, pero entusiasmado, como si en verdad tuviese el cheque del presidente en el maletín de mi computador.
En La gran ventana de los sueños
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