Heidegger George Steiner Introduccion

Libro Heidegger


INTRODUCCIÓN
    HEIDEGGER EN 1991
I
    L A CRISIS DEL ESPÍRITU SUFRIDA POR ALEMANIA EN 1918 FUE más profunda que la de 1945. La destrucción material, las revelaciones de inhumanidad que acompañaron al desplome del Tercer Reich, embotaron la imaginación alemana. Las necesidades inmediatas de la simple subsistencia absorbieron lo que la guerra había dejado de recursos intelectuales y psicológicos. El estado de una Alemania leprosa y dividida era demasiado nuevo, la atrocidad hitleriana era demasiado singular para permitir alguna crítica o revaluación filosófica coherente. La situación de 1918 fue catastrófica, pero de un modo que no sólo conservó la estabilidad del marco físico e histórico (Alemania quedó, materialmente, casi intacta), mas también impuso a la reflexión y la sensibilidad los hechos de autodestrucción y de continuidad en la cultura europea. La supervivencia del marco nacional, de las convenciones académicas y literarias, hizo factible un discurso metafísico-poético sobre el caos. (Nada comparable a esto ocurrió en 1945).
    De este discurso surgió toda una constelación de libros, distintos de todos los demás producidos en la historia del pensamiento y del sentimiento occidentales: entre 1918 y 1927, en un lapso de nueve breves años, apareció en Alemania media docena de obras que son más que simples libros en sus dimensiones y su situación extrema. La primera edición del Geist der Utopie de Ernst Bloch lleva la fecha de 1918. También el primer volumen de La decadencia de Occidente , de Oswald Spengler. La versión inicial del Comentario a los Romanos de san Pablo, por Karl Barth, lleva la fecha de 1919. Stern der Erlösung , de Franz Rosenzweig, la siguió en 1921. Sein und Zeit , de Martin Heidegger, se publicó en 1927. Entre las preguntas más difíciles de contestar se encuentra la de saber si el sexto título constituye parte de esta constelación y, en caso positivo, en qué forma lo hace: Mein Kampf apareció en sus dos volúmenes entre 1925 y 1927.
    En términos generales, ¿qué tienen en común estas obras? Son voluminosas. Esto no es casualidad, pues nos revela un esfuerzo imperativo hacia la totalidad (siguiendo a Hegel), un intento de ofrecer —aun donde el punto de partida es de un orden histórico o filosófico especializado—, una summa de todo enfoque disponible. Fue como si la apremiante prolijidad de estos escritores intentara edificar una espaciosa casa de palabras donde la de la hegemonía cultural e imperial alemana se había desplomado. Son textos proféticos, a la vez utópicos —la utopía de la promesa es tan manifiesta en Bloch como la decadencia, de un nunc dimittis del peso de la historia en Spengler—, como retrospectivos y conmemorativos de un ideal perdido, cual debe serlo toda auténtica profecía. El clima de 1918 es tal que obliga a hacer, y lo permite, una remembranza más o menos exaltada de la urbanidad, de la estabilidad cultural del mundo anterior a 1914. (El abismo de 1933-1945 anuló toda esa remembranza).
    Estas obras son apocalípticas, en un cierto sentido que también es técnico. Se dirigen a «las cosas últimas». Una vez más, la previsión apocalíptica puede ser saludable, como en el movimiento de Rosenzweig tendiente a la redención, o en el plano de Ernst Bloch para una emancipación secular aunque, no obstante, mesiánica; o puede ser una figuración de catástrofe. A este respecto resulta sombríamente ambigua la enseñanza de Barth sobre la absoluta inconmensurabilidad entre Dios y el hombre, entre la infinitud de lo divino y las inalterables constricciones de la percepción humana. Nos habla de la necesidad de unas esperanzas que, en esencia, son ilusorias. Conocemos ya la terrible previsión, el contrato con el apocalipsis de Mein Kampf . Como su contrapartida del Leviatán en Austria, Los últimos días de la humanidad , de Karl Kraus, estos escritos que brotaron de la ruina alemana pretenden, en realidad, ser leídos por hombres y mujeres condenados a la decadencia, como en Spengler, o por hombres y mujeres destinados a pasar por cierta renovación fundamental, cierto doloroso renacer de las cenizas de un pasado muerto. Éste es el mensaje de Bloch, el de Rosenzweig y, en una perspectiva de eterna intemporalidad, también el de Barth.

    Es la promesa de Hitler al Volk .

    Una escala enorme, un tono profético y la invocación de lo apocalíptico establecen una violencia específica: se trata de libros violentos. No hay frase más violenta en la literatura teológica que la de Karl Barth: «Dios pronuncia Su eterno No al mundo». Para Rosenzweig la violencia es de exaltación. La luz de la inmediatez de Dios penetra casi intolerablemente en la conciencia humana. Ernst Bloch canta y predica la revolución, el derrocamiento del orden existente dentro de la psique y la sociedad del hombre. El Espíritu de utopía conducirá directamente a la encendida celebración que hace Bloch de Thomas Münzer y de las insurrecciones de santos campesinos y milenaristas en el siglo  XVI . Ya se han observado, a menudo, la violencia barroca, la satisfacción retórica en el desastre —literalmente, «la caída de las estrellas»—, en el magnum de Spengler. Y no hay necesidad de detallar la ronca inhumanidad que había en la elocuencia de Herr Hitler .
    Inevitablemente, esta violencia es estilística. Aunque intensamente pertinentes, las normas del expresionismo son demasiado generales. Éstos son escritos que interactúan decisivamente con la estética, con la retórica de la literatura, la pintura y la música expresionistas. Ciertas voces augureras, las de Jakob Böhme, de Kierkegaard y de Nietzsche, suenan a través del expresionismo como lo hacen en estos seis libros. Es omnipresente la atmósfera de extremo apocalipsis. Pero lo que yo estoy tratando de identificar en Barth o Heidegger o Bloch es de una índole particular. Sería revelador analizar de cerca los empleos de la negación en el pensamiento y en la gramática del Comentario a los Romanos , del análisis de la mundanidad que hace Rosenzweig o de las estrategias de anulación, de exorcismo por medio de la aniquilación en Mi lucha . No se trata de la negación hegeliana, con su producción dialéctica de positividad. Los términos hoy tan importantes para nuestro estudio de Heidegger —«nada», «la nada», nichten , intraducible como verbo «a-nadar» encuentran sus análogos por todo ese conjunto. El Dios de Barth es «el juez del Nichtsein [el no-ser , el ser-nada] del mundo». Del «no estar allí» de lo divino y lo clásico en las ontologías racionales deriva Rosenzweig su programa de salvación. No menos líricamente que la Molly Bloom de James Joyce, Ernst Bloch se esfuerza por imponer un abrumador y salvador Sí contra la Nichtigkeit , la «nada» y la negación ( Verneinen ) pronunciadas contra la historia y las esperanzas humanas por la locura de la guerra universal.

    Pero el sondeo de la nada, que tiene su historia en especulaciones metafísicas y místicas —la obra de Heidegger tiene su fuente en la célebre pregunta de Leibniz: «¿Por qué no existe la nada?»— y sus apremios a renacer tienen decisivas aplicaciones lingüísticas. Hay que hacer nuevo el lenguaje mismo; hay que purgarlo de los vestigios obstinados de un pasado en ruinas. Sabemos hasta qué grado este imperativo catártico es inherente a todo modernismo, después de Mallarmé. Sabemos que casi no hay un manifiesto o escuela estética moderna, ya sea simbolismo, futurismo o surrealismo, que no declare que la renovación del discurso poético se encuentra entre sus propósitos principales. En vena a la vez preciosista e incisiva, Hofmannsthal pregunta cómo es posible emplear las viejas, desgastadas y mendaces palabras después de los hechos de 1914-1918 (Wittgenstein escucha atentamente la pregunta). Pero en las obras que he citado, los intentos por hacer un lenguaje nuevo muestran un radicalismo singular. Mientras que Spengler sigue siendo —tal vez paródicamente— un mandarín, un académico privado, cuyas eruditas solemnidades de voz van, deliberadamente, en contra de lo bárbaro de sus pronunciamientos —en un juego que a menudo sigue el modelo del Fausto de Goethe—, escritores como Bloch y Rosenzweig son neologistas, subvierten la gramática tradicional. En ediciones ulteriores Barth atenúa la lapidaria extrañeza de su idioma, un idioma que muy concretamente pretendía ejemplificar el abismo existente entre la lógica humana y el verdadero Dios que es «el origen, absteniéndose de toda objetividad (o facticidad) de la crisis de toda objetividad» ( der aller Gegenständlichkeit entbehrende Ursprung der Krisis aller Gegenständhichkeit ). Casi en el lenguaje de Hitler, en esa antimateria al Logos , aún queda mucho por examinar. En suma, más consciente y más violentamente que en ningún otro idioma, y en formas que acaso fueran influidas por Dada y por su desesperado llamado a una lengua humana totalmente nueva con la cual dar voz a la desesperación y a las esperanzas de la época, la lengua alemana después de la primera Guerra Mundial busca una ruptura con su pasado. Dotado de una sintaxis peculiarmente móvil y con la capacidad de fragmentar o de fundir palabras y raíces de palabras casi a su capricho, el alemán puede elegir solidaridades en su pasado, con el maestro Eckhardt, con Böhme, con Hölderlin, y con tales innovaciones como el surrealismo y el cine en su actualidad, para encontrar instigaciones de renovación. El Stern der Erlösung , los escritos mesiánicos de Bloch, las exégesis de Barth y, ante todo, Sein und Zeit son discursos-actos de la índole más revolucionaria.
    Tan sólo en este contexto lingüístico y emotivo resulta inteligible el método de Heidegger. Sein und Zeit es un producto inmensamente original, pero tiene claras afinidades con una constelación —exactamente contemporánea suya— de lo apocalíptico. Como estas obras, superaría al lenguaje del pasado inmediato alemán y forjaría una nueva habla tanto por virtud de su invención radical cuanto por un retorno selectivo a fuentes «olvidadas». Probablemente, Karl Löwith fue el primero en observar las similitudes de retórica y visión ontológica que relacionan el Stern der Erlösung con El ser y el tiempo . Los giros de lenguaje y pensamiento —a menudo brutalmente oximorónicos— de Karl Barth, especialmente la dialéctica de la ocultación y la revelación divinas, tienen su directa correspondencia en Heidegger cuando habla de la verdad. En ambos textos, un violento existencialismo por referencia al enigmático «arrojamiento» del hombre a la vida acompaña a un sentido no menos violento de iluminación, de presencia «más allá» de lo existente. El uso que hace Ernst Bloch de la parataxis , o reiteración anafórica, tiene sus paralelos en Heidegger, así como el recurso de personalización abstracta, el trato gramatical de categorías abstractas y preposicionales como si fuesen presencias nominales. Hay un eco más que accidental entre el retrato que hace Heidegger de decadencia psíquica y desecho planetario en la modernidad y el Menschendämmerung , o «decadencia del hombre» de Spengler. El lenguaje de Heidegger, totalmente inseparable de su filosofía y de los problemas que ésta plantea, debe verse como un fenómeno característico que brota de las circunstancias de Alemania entre el cataclismo de 1918 y el ascenso del nacionalsocialismo al poder. Muchas de las dificultades que experimentamos al tratar de oír y de interpretar hoy ese lenguaje brotan directamente de su intemporalidad, del hecho de que, inevitablemente, tratamos de aplicar nuestra conciencia de la historia y del discurso tal como se desarrollaron durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta a un anterior mundo del habla.
    Cabalmente, Gadamer nos habla del Wortgenie , o «genio de la palabra» de Martin Heidegger. Heidegger puede sentir y seguir las etimológicas «arterias hasta la roca primigenia del lenguaje». El autor de Sein und Zeit , de las conferencias sobre el significado de la metafísica, de la Epístola sobre el humanismo , de los comentarios sobre Nietzsche, sobre Hölderlin o sobre Schelling, es, como Platón y como Nietzsche, un estilista de incomparable potencia. Sus retruécanos —donde la palabra «retruécano» es una designación demasiado débil para una misteriosa receptividad a los campos de resonancia, de consonancia, de eco suprimido en las unidades fonéticas y semánticas— engendraron, hasta llegar a la parodia, el posestructuralismo y el deconstruccionismo actuales. Heidegger pertenece a la historia del lenguaje y de la literatura tanto como a la de la ontología, de la epistemología fenomenológica o de la estética (y tal vez más aún). Por cualquier medida que se le juzgue, su corpus es abrumador. Y completará más de sesenta volúmenes (de los cuales, hasta hoy, sólo tenemos una parte, inadecuadamente editada).
    Y sin embargo, esta prodigalidad y poderío textual son paradójicos en sí mismos y tienden a oscurecer una oralidad central en la enseñanza de Heidegger y el concepto de la empresa del pensamiento serio.
    Testigos como Löwith, como Gadamer, como Hannah Arendt, se muestran unánimes diciendo que quienes no oyeron a Martin Heidegger pronunciar conferencias o dirigir sus seminarios sólo pueden tener una noción imperfecta y hasta deformada de su propósito. Son las lecturas y los seminarios anteriores a Sein und Zeit los que, en Marburgo, a comienzos de los años veinte, resultaron como una revelación para los colegas y estudiantes de Heidegger. El «rey secreto del pensamiento», como en frase memorable llamó Arendt a su maestro, actuó por medio de la palabra hablada. Gadamer caracteriza la experiencia de escuchar a Heidegger como de « Einbruch und Umbruch », de «irrupción y transformación [destructiva-fundacional]». Las pocas grabaciones que poseemos de la voz de Heidegger, ya avejentado, y de su modo de hablar, conservan su magia. Sus críticos se han referido a una especie de brujería histriónica, disfrazada de interrogante simplicidad. Como sabemos, este cargo tiene un sonido ya antiguo. Y el motif socrático es de la mayor pertinencia. Sócrates es, declara Heidegger, el «más puro» de todos los pensadores occidentales; y esa pureza es inmediata al hecho de que «no escribe». El Fedro de Platón y su Carta   VII expresan la contradicción primigenia entre la seria búsqueda del Logos , de la visión filosófica por una parte, y la escritura, por la otra. La letra mata el espíritu. El texto escrito es mudo ante el desafío que le responde. No admite desarrollo y corrección internos. El texto subvierte la función absolutamente vital de la memoria (el término clave de Heidegger, Erinnerung ). Son el sofista, el retórico y el orador venial quienes ponen su oficio por escrito. El poeta auténtico es un rapsoda oral. El verdadero pensador, ante todo el auténtico pedagogo, depende del habla cara a cara, de la dinámica exclusivamente enfocada de la alocución directa para unir la pregunta a la respuesta, y de la viva voz para la viva recepción. Este tema de abstenerse de escribir en toda enseñanza filosófica responsable es perenne en la tradición occidental (como también lo es en el Oriente). Lo encontramos en forma marcada en las prácticas de Wittgenstein, quien, como Heidegger, era un académico antiacadémico, y se burlaba de la «profesión de la filosofía» en su sentido convencional y publicista. (Creo yo que son las conjunciones de profundidad entre Wittgenstein y Heidegger, los dos más sobresalientes pensadores filosófico-lingüistas de la época, tan aparentemente antitéticos, las que ofrecen el terreno más fértil para la futura investigación y comprensión).
    Como bien sabemos hoy, la mayor parte de la obra de Heidegger se quedó inédita. El ser y el tiempo quedó inconcluso y fue publicado en forma de enormes fragmentos, contra la intención inicial de Heidegger. El constructo interrogante, las repeticiones de definiciones y las tautologías de que rebosan los textos de Heidegger son, a menudo, los de las notas de conferencias, de la intervención en el seminario o del diálogo. La ficción de semejante diálogo, con un estudiante japonés, aparece en uno de los más importantes ensayos de Heidegger sobre la naturaleza del idioma. Yo he encontrado pasajes en Heidegger que son opacos al ojo del lector e inexpresivos en la página, pero que cobran una vida más inteligible, adquieren una lógica de índole casi musical cuando se los lee en voz alta, cuando se los oye leídos o hablados como los estudiantes, las audiencias públicas para las que primero fueron articulados. Por consiguiente, leer a Heidegger puede ser en cierto sentido un procedimiento no sólo problemático sino hasta antinatural.
    Pero aún más profunda es la cuestión de saber si Martin Heidegger está diciendo algo sustantivo y defendible en absoluto , si sus voluminosas declaraciones acerca del hombre y el mundum son más que hechizos tautológicos. Desde Carnap hasta la actualidad, la filosofía analítica ha tratado Sein und Zeit y los ulteriores textos de Heidegger como «mistificación pura», como «sinrazón», de una clase peculiarmente oscurantista y melodramática. Lo que es, según Gadamer, uno de los principales «actos de pensamiento desinteresado» en la historia de la filosofía, ha sido más evidentemente en el clima del discurso angloamericano un temible ejemplo del irracionalismo, de la deconstrucción hipnótica del argumento lógico, conforme penetraban en la sensibilidad alemana y, hasta cierto punto, la francesa, después de Hegel y de Nietzsche. Según esta interpretación, la política de Heidegger es un ejemplo de la vacuidad nocturna y del primitivismo magisterial de su prosa. A través de este breve libro sobre Heidegger, yo he intentado aclarar las implicaciones y el alcance de esta crítica fundamental; y, tentativamente, he señalado lo que me parece el origen subyacente y genético de un dilema muy auténtico. Permítaseme volver a esta hipótesis.
    «Yo soy teólogo», declara Martin Heidegger a quienes, en Marburgo y en los primeros años de Friburgo, buscaban una guía para orientarse en la naturaleza revolucionaria de su estilo y sus enseñanzas. La preparación de Heidegger es teológica. La inadecuada incorporación tomista de Aristóteles al «ser» es la que instiga la obra de Heidegger acerca del Seudo-Duns-Escoto y aquellos primeros seminarios sobre la Retórica de Aristóteles que revelaron una nueva presencia en el pensamiento europeo. Explícita es la carta a Karl Löwith, del año decisivo de 1921: «No me midan por las normas de cualquier filósofo creador… Soy un teólogo cristiano». Desde el principio, la manera de cuestionar y de definir de Heidegger, sus tácticas de cita y de elucidación hermenéutica, reflejan íntimamente las técnicas teológicas escolásticas y neokantianas en que se había preparado. Sus primeros ejemplos, los que él estudia y a los que inicialmente hace eco, son san Pablo, san Agustín, Kierkegaard, iluminati religiosos como Eckhardt y los pietistas alemanes, de quienes Heidegger, como Hölderlin, deriva gran parte de sus giros lexicales y gramaticales más audaces. Ante todo, la determinación heideggeriana de plantear las preguntas últimas, su postulado no negociado y no negociable de que el pensamiento humano serio debe insistir persistentemente en «las cosas primeras y en las últimas» (aquí es donde son más drásticas las antinomias con el mundo de la filosofía de Hume y de Frege), tienen su nacimiento y su justificación en una esfera de valores religioso-teológica. Si Martin Heidegger se interroga infatigablemente sobre el ser del Ser, de on y de ousia , es porque la teología y los usos teológicos de Aristóteles lo han llevado a hacerlo así.
    Durante la redacción de Sein und Zeit parece haber ocurrido lo que yo considero como el inicial y radical Kehre («giro») de la actitud de Heidegger. Y es el giro que va de lo teológico a lo ontológico. Ya conocemos la machacona insistencia de Heidegger en esta disociación. El ser y el tiempo y las obras que lo siguen niegan toda referencia teológica. Constituyen una crítica intransigente de la trascendencia en el sentido teológico y neoplatónico. Sobre todo, con la mayor severidad, Martin Heidegger rechaza lo que llama «lo ontoteológico»; es decir, los intentos de fundar una filosofía del ser o epistemología de la conciencia sobre algún tipo de base teológica racional o intuitivamente postulada. La inferencia de cualquiera de esas bases, como pronto lo descubrimos de la manera más importante en Kant o, más encubiertamente, en la hipóstasis del Geist (del «Espíritu») en el historicismo teleológico de Hegel es, según Heidegger, algo completamente ilícito. Una ontología auténtica, como la que él desarrolla, es un «pensamiento de» la inmanencia existencial humana cuya referencia al ser, a lo primordial, al hecho escueto y la verdad de la esencia, no tiene una dimensión teológica. Una y otra vez Heidegger hace que esta discriminación sea imperativa en su empresa y en nuestro entendimiento de la condición humana. Aún más drásticamente que una «superación de la metafísica» (cuyos fundamentos teológicos, ciertamente en la tradición occidental, son perennemente transparentes), el pensamiento de Heidegger es una «superación de la teología» o, más precisa y decisivamente, una superación de los fantasmas teológicos que, obstinadamente, habitan la filosofía occidental aun en su vena más explícitamente agnóstica o atea (la de Nietzsche). Las alusiones de Heidegger a la teología, a los usos que los teólogos de Marburgo y de otros lugares estaban dando a esta ontología, se vuelven cada vez más irónicas. La distancia entre él y los teólogos tiene que establecerse de la manera más inconfundible. En años posteriores solía observar que el problema, sobre el cual él no tenía opinión, no era saber si la teología podía ser una Wissenschaft (un corpus científico y positivo de método y conocimiento), sino si tenía algún derecho a existir.
    No hay razón para interrogarse sobre las convicciones de Heidegger sobre esta cuestión clave. Es legítima la convicción de que su angustia por la diferenciación expresa con toda precisión su propia conciencia de la gran vecindad del radicalismo teológico y su radicalismo ontológico. Pero no refuta, a priori , la afirmación de Heidegger de una inmanencia existencial, del «estar ahí del mundo» y de la fenomenalidad de lo existente en un conjunto de categorías que no son teológicas ni antiteológicas sino enteramente ajenas a la dimensión teológica (como lo son, comparablemente, los modelos de ser en las cosmologías científicas modernas). La pregunta es: ¿cuál es el papel en el pensamiento y en el lenguaje de Heidegger (siendo ambos estrictamente inseparables) de la renuncia y el rechazo de lo teológico? ¿Podría haber, de hecho, una articulación comunicable, supuestamente inteligible, de una ontología de la inmanencia pura?
    Ésta es, creo yo, la pregunta que debe hacerse a las enseñanzas de Heidegger. Lo advierto en este libro. Pero se la debe enfatizar más.
    La violencia del neologismo, de lo compacto gramatical en el discurso de Heidegger, refleja materialmente el esfuerzo, hecho bajo persistente presión, de forjar un lenguaje de totalidad ontológica en que no se inmiscuya la presencia teológica. Los idiomas de las matemáticas y de la lógica formal logran cifrar una inmanencia sistemática. No necesitan referirse a lo trascendente, a lo indefinible. En cierto sentido, son tautologías dinámicas. Paradójicamente, existen analogías con este cierre sobre sí mismo en el idioma de Heidegger. La cópula, el es , que epistemológica y ontológicamente constituye el objeto constante de la meditación de Martin Heidegger, también encarna el principal instrumento de su estilo. Sein und Zeit , las conferencias sobre metafísica, sobre el acto de pensar, las exposiciones de Schelling y de Nietzsche, los últimos escritos sobre arte, abundan en tautologías, sean manifiestas o veladas. En la dialéctica heideggeriana A queda definida como A en un imperativo tautológico que, conscientemente o no, genera una contradeclaración a la autodefinición tautológica de lo trascendente tal como habla desde la Zarza Ardiente . El «Soy lo que soy» o «Soy lo que es» de la deidad mosaica recibe un eco opuesto en las definiciones heideggerianas de Ser, qua Ser, en su esforzada negativa a tolerar la dispersión definitoria del Ser en los seres.
    Aquí, la intratable dificultad es ésta: las matemáticas y la lógica simbólica pueden proceder, en realidad, dentro de una tautología y un cierre sistemáticos. El lenguaje natural, como lo hemos heredado de las fuentes hebraicas y helénicas, y como en el Occidente ha quedado indeleblemente marcado por el inmaterialismo platónico y por el trascendentalismo judeo-cristiano, no puede ser convincentemente purgado de su registro metafísico, de sus connotaciones y su inferencia implícita. Hablar después de las Escrituras y del Fedro , después de san Agustín y de Dante, después de Kant y de Dostoievski, es hablar trascendentalmente. Es valerse, incluso si se hace involuntariamente, de las fundamentales categorías de la «otra-dimensionalidad», ya sean teológicas, espirituales (también en sentido psicológico) o mitológicas, en que «mitología» significa el platonismo y el neoplatonismo que tanto ha estimulado la vida del espíritu y de la imaginación en Occidente.
    La contra-acción de Martin Heidegger ha sido formidable. Dispone no sólo de su propia reformación del habla filosófica alemana. Anima sus marchitas y metamórficas traducciones de los presocráticos, de Aristóteles, del latín de los escolásticos. Las lecturas y modificaciones de frases que hace Heidegger de Sófocles, de Hölderlin o de Trakl son intentos de reclamar para un lenguaje de presencia ontológica, de Gegenwart , las altas cumbres ocupadas ilícitamente (según Heidegger) por la ontoteología y la metafísica que perpetúan nuestro «olvido del Ser». Son, según un celebrado tropo de Heidegger, los esfuerzos del leñador que trata de abrirse un camino hasta el «claro», hasta el luminoso «estar allí de lo que es».
    Ya he dicho que la prodigiosa purga ( katharsis ) de Heidegger se encuentra entre los principales actos de la historia del pensamiento y del lenguaje. Su desafío, su provocación y su influencia son y serán inmensos. Pero es difícil negar una sensación de fracaso final. Notablemente, el propio Heidegger fue incapaz de llegar a una definición de Sein, del Ser y el ser del Ser, que no sea una pura tautología o una cadena metafórica e infinitamente regresiva. Él mismo reconoció este hecho, atribuyendo a la propia habla humana alguna inadecuación radical al encontrarse ante el Ser. En realidad, existe una inestabilidad decisiva, una contradicción en el meollo mismo de la empresa de Heidegger. El epílogo de 1943 a Was ist Metaphysik? («¿Qué es la metafísica?») propone que «Ser wohl west [acuñación heideggeriana estrictamente intraducible, que significa algo como “es dinámicamente y respira seminalmente”] sin el existente, pero que nunca podrá haber nada existente sin Ser» («das Sein wohl west ohne das Seiende, dass niemals aber em Seiendes ist ohne das Sein»). En la quinta edición de la conferencia simplemente se invierte esta doctrina central. Ahora se nos dice que « das Sein nie ist ohne das Seiende » («nunca hay un ser del Ser sin el existente»). En seis años se había invertido todo el postulado ontológico. Gadamer infiere, con mucha justicia, el « pathos escatológico» que se desencadenó sobre Heidegger y Alemania durante estos años. Pero toda la confusión es más honda. Como en cualquier parte de Heidegger, el pensamiento y el experimento de habla exigido para «pensar en el Ser» independiente de los existentes, o de lo que es, real y existencialmente, resulta abortado. O, lo que importa mucho más, el propio experimento constituye una regresión involuntaria a lo teológico. Remplacemos Sein por «Dios» en todos los pasajes clave, y su significado se vuelve transparente. Un Sein ohne Seiendes («un Ser sin seres») como Heidegger debe postularlo si quiere mantenerse fiel a la antimetafísica y la antiteología de sus enseñanzas, es inconcebible e indecible precisamente en las maneras en que es inconcebible e indecible el Deus absconditus , el inmóvil Primer Motor del trascendentalismo aristotélico y agustiniano.
    La equivalencia es aquello que Heidegger se esfuerza, casi desesperadamente, por evitar. Una y otra vez, su idioma y las pretensiones de inteligibilidad de sus definiciones y traducciones se parten, bajo presión. Heidegger desentierra etimologías desde profundidades sin precedentes y a menudo arbitrarias. En plena oscuridad encuentra, una vez más, a los dioses antiguos. Y de allí el giro, inagotablemente fascinador, a la poesía, a las artes, después de lo que el propio Heidegger parece haber reconocido como una derrota central, no sólo política sino también filosóficamente. En un movimiento que es casi el de Schelling y del esteticismo filosófico (en la secuela de Nietzsche), Heidegger localiza en el mysterium tremendum de la oda de Hölderlin, o de la pintura de Van Gogh, esa «otredad» de la presencia absoluta, de la autosignificación ontológica, a la que no puede conceder una categoría teológico-metafísica. Y también, y de la manera más enigmática, de allí el giro hacia «los dioses», hacia el Geviert («cuarteto») de fuerzas paganas y ctónicas que se encuentran en los últimos escritos de Heidegger. Pues para el último Heidegger, el Ser es presencia en la poesía y en el arte en que creemos. Pero ¿cómo se puede pensar, cómo se puede decir eso que «brilla a través» del canto coral en Antígona , cómo se puede pensar y decir eso que «se oculta y se revela a sí mismo como el verdadero ser del Ser» en los cuadros de Van Gogh de unos zapatos de campesino, en términos diferentes de los de la trascendencia? Las palabras le fallaron a Heidegger y, en una etapa decisiva de su vida y de su obra, él les falló. Crueles son las simetrías de la inmanencia.

II

    Mi introducción a Martin Heidegger apareció por primera vez en 1978. Para entonces ya era perfectamente posible llegar a un cuadro general de la participación de Heidegger en el nacionalsocialismo. La obra de Guido Schneeberger, Nachlese zu Heidegger , publicada en 1962, contenía los textos esenciales. Allí podemos encontrar las declaraciones públicas ultranacionalistas y pronazis hechas por Heidegger durante su Rektorat en la Universidad de Friburgo de Brisgovia. Nueve años antes, el punzante e incisivo Heidegger: Denker in dürftiger Zeit de Karl Löwith había revelado la paradoja central de la coexistencia en Heidegger de un filósofo de inmensa estatura y de un activo partidario de la barbarie. Nuevos elementos del caso fueron aportados por las Notizen zu Martin Heidegger (1978) de Karl Jaspers y por la edición aumentada de la Philosophie Autobiographie del propio Jaspers, que había aparecido el año anterior. Una opinión en gran parte apologética sobre el asunto apareció en el estudio de Otto Pöggeler: Philosophie und Politik bei Heidegger de 1972. Y, sobre todo, cualquier lector interesado pudo consultar la decisiva entrevista con Heidegger, entrevista intolerablemente astuta y evasiva, publicada póstumamente en el Spiegel en 1966. Este texto, por sí solo, habría debido enfocar la atención general en el tema del casi total silencio de Heidegger acerca del Holocausto durante los años de sus enseñanzas y escritos después de 1945. Son este silencio y la notoria frase que lo interrumpió —frase en que Heidegger compara Auschwitz con la práctica de la industria alimentaria motorizada y con la amenaza nuclear— las que, a mi parecer, constituyen el gravamen de todo el trágico asunto. Hasta donde yo sé, mi propio librito fue uno de los primeros, si no el primero, en declarar que es el silencio de Heidegger después de 1945, más que la opaca y patética retórica de 1933-1934 , el que desafía toda comprensión.
    A partir de 1984, los artículos de Hugo Ott han ofrecido un inapreciable y detallado examen de las actividades de Heidegger como Rektor , de su actitud para con sus colegas y estudiantes, y de sus relaciones con el régimen de Berlín (estos diversos artículos se encuentran hoy compilados en Martin Heidegger: Unterwegs zu seiner Biographie , de Ott). La serena pero devastadora acusación de Löwith al comportamiento y las opiniones de Heidegger a mediados de los años treinta puede encontrarse en Mein Leben in Deutschland vor und nach 1933 (1986). Muchos aspectos del papel pragmático y político y de la importancia de Heidegger aparecen en Heidegger und die praktische Philosophie (editado por Pöggeler y por Annemarie Gethmann-Siefert, 1988). Pero fue indiscutiblemente la publicación, en octubre de 1987 de la versión francesa de Heidegger et le nazisme , de Víctor Farías, la que desató la tormenta. Desde entonces la bibliografía polémica ha adquirido un volumen casi grotesco. Han llovido libros, artículos y números especiales de publicaciones filosófico-políticas. Hoy contamos con revisiones monográficas y bibliografías de este debate. Las cosas se han vuelto más confusas y más enconadas por la publicación póstuma de ciertos artículos antisemitas y progermánicos escritos por el joven Paul De Man. Sí hay contigüidades, aunque de índole sumamente sutil, con el fracas de Heidegger. Y en los últimos años ha sido casi imposible mantenerse al día del tumulto de voces, acusadoras o defensoras, humanistas o deconstructivas. La causa de Heidegger es hoy demasiado célebre .
    Esto es un tanto extraño. El libro de Farías, cuando toca la filosofía, es de la mayor vulgaridad e imprecisión. Además, está atiborrado de erratas no sólo con respecto a hechos y fechas sino también en sus traducciones de Heidegger (algunas ya han sido enumeradas en el artículo de Thomas Sheehan sobre «Heidegger and the Nazis», en la New York Review of Books del 16 de junio de 1988, pp. 38-39) . Muy poco hay en Farías que no se encontrara ya en la investigación de Ott o en un testimonio como el de Wilhelm Schoeppe sobre Heidegger y Baumgarten publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (28 de mayo de 1983). Y sin embargo, es verdad que la obra de Farías ejerció un impacto acumulativo. Es impresionante la simple compilación de documentos y de informes de testigos presenciales, especialmente del periodo 1933-1945 . Se han puesto al descubierto vetas negras. Farías ha mostrado que Heidegger mintió al tratar de ocultar que, hasta 1945, conservó su credencial de miembro del partido nazi. Ha aclarado hasta dónde llegó el colapso psíquico de Heidegger tras la rendición del Reich, y mostró cuán patéticamente inadecuadas fueron las respuestas que Martin Heidegger dio a quienes, en la época de los tribunales de desnazificación, investigaron su conducta. Gracias a las investigaciones de Farías, por muy vulgares y virulentamente selectivas que a veces sean, ya no se pueden pasar por alto ciertos momentos específicos del abyecto trato dado por Heidegger a colegas académicos que estaban en peligro, ni la admiración de Heidegger al Führer ni las solapadas tácticas a las que recurrió para sobrevivir. Pero, como tantos antes que él y aún hoy, Farías no dice nada sustantivo sobre la posible congruencia entre la ontología de Sein und Zeit y el surgimiento del nazismo. Tampoco percibe la enormidad del silencio de Heidegger después de la guerra, de la negativa del filósofo del Ser, del magistral intérprete de Sófocles y de Hölderlin, a enfrentarse a su conciencia, su reflexión, su discurso ante la inhumana negación de la vida en que él había desempeñado una parte (por muy retórica que fuese, por muy de mandarín).
    El ser y el tiempo fue escrito a comienzos de los años veinte. Procedió, como lo he dicho, del apocalipsis de 1918 y del ambiente del expresionismo. Es completamente anterior al nacionalsocialismo. Que yo sepa, ningún energúmeno nazi lo leyó o habría sido siquiera capaz de leerlo. El meollo, que se complica más por el problema de la deconstrucción y de posheideggerianos como De Man, es éste: ¿existen en las incompletas categorías de summa ontológica de Heidegger defensas del inhumanismo, erradicaciones de la persona humana que, en algún sentido, allanaran el camino al ulterior programa del nazismo? ¿Es el juego de Heidegger con y sobre la Nada (juego íntimamente análogo a una teología negativa) un nihilismo in extremis en lugar de, como profesa serlo, una «superación del nihilismo»? Sin duda, Sein und Zeit y la teoría de Heidegger sobre el lenguaje, que habla al hombre en lugar de ser hablado por él, es absolutamente seminal en el moderno movimiento antihumanístico. Hay poco en la deconstrucción o en la «abolición del hombre» de Foucault, con sus antecedentes en Dada y en Artaud, que no esté expresado en el a -humanismo de Heidegger, en que el privativo del prefijo me parece más atinado y justo de lo que sería el de in -humanismo. En segundo lugar, está el célebre apremio de la muerte, de la voluntad y el avance hacia la muerte en el análisis que hace Heidegger del ser sentido, de la individuación humana. Arraigada en Pascal y en Kierkegaard, esta insistencia en la muerte, por virtud del hecho de que intenta liberarse de contextos teológicos, lleva una pesada carga de negación. ¿Podemos decir que este peso vuelve a Heidegger, así como las actitudes de sus lectores, hacia las macabras obsesiones del nacionalsocialismo?
    No veo ninguna respuesta fácil a estas preguntas. Post hoc no es propter hoc . Libros de la dificultad y la singularidad de Sein und Zeit no ejercen, de ninguna manera inmediata o programática, su efecto sobre la política y la sociedad. Bien puede ser, en realidad, que la tonalidad de Heidegger, que el predominio carismático de Heidegger sobre ciertos círculos de intelectuales y de la sensibilidad de la Alemania de finales de los veinte y comienzos de los treinta, contribuyera al ambiente de fatalidad y de dramatización en que floreció el nazismo. Intuitivamente, tal conjunción nos parece plausible. Pero sólo se la podría demostrar si se probara que textos específicos del magnum de Heidegger habían generado mociones dependientes de argumentos y de acción en el ascenso de Hitler al poder. Ninguna de tales demostraciones ha resultado convincente, pese a intentos de críticos de Heidegger como Adorno y Habermas. Bien podría ser que estuviésemos demasiado cerca de los hechos. La oscuridad puede cegar tanto como la luz; y ambas pueden necesitar siglos para separarse (consideremos los debates que aún persisten sobre la política de Maquiavelo o de Rousseau y su impacto sobre la política).
    Lo que me parece perfectamente evidente es hasta dónde llegó la participación retórica y administrativa de Heidegger en la nazificación del mundo universitario alemán en 1933-1934 . Como tantos otros intelectuales, Heidegger se dejó atrapar manifiestamente por la brutal y festiva embriaguez que recorrió Alemania, después de unos quince años de humillación nacional y de desesperación. La fuerza bruta puede mesmerizar al temperamento del mandarín académico (durante un tiempo Sigmund Freud estuvo fascinado por Mussolini, y fueron legión los pensadores y escritores que rindieron culto ante el altar de Stalin). Es indiscutible que Martin Heidegger se vio a sí mismo como un elegido praeceptor Germaniae , como un jefe del pensamiento que moldearía una resurrección nacional. Nos viene a la mente la imagen platónica, no sólo por referencia a las doctrinas de gobierno de los filósofos, sino también respecto al papel de Platón como asesor de los déspotas sicilianos. El capítulo sobre la ineptitud de los filósofos en cuestiones políticas es bastante largo. El odio de Voltaire a los judíos era virulento. El racismo de Frege es de la índole más negra. Sartre no sólo trató de evadir o de encontrar disculpas al mundo del Gulag; deliberadamente falsificó lo que sabía sobre la insensata barbarie de la revolución cultural en la China maoísta. Es un secreto a voces que los intelectuales de biblioteca y los hombres que se pasan la vida rodeados de palabras, de textos, pueden experimentar con especial intensidad las seducciones de las propuestas políticas violentas, particularmente cuando tal violencia no toca a su propia persona. En la sensibilidad y la visión del maestro carismático, del absolutista de la filosofía, puede haber más que un simple toque de sadismo vicario ( La lección , de Ionesco, es una macabra parábola de esto).
    Tales precedentes y datos psicológicos no son disculpa. La Rektoratsrede de Martin Heidegger, su notorio discurso apoyando la ruptura de Hitler con la Sociedad de Naciones, su elegía de un delincuente nacionalista a quien las autoridades francesas de ocupación ejecutaron en Renania —y al que los nazis convirtieron en mártir— son documentos nauseabundos. En ellos traspira la embriaguez de la ferocidad y la mística de un hombrecillo súbitamente transportado (o, antes bien, que se creía transportado) al centro mismo de grandes asuntos histórico-políticos. En la clamorosa sucesión del libro de Farías, no encuentro nada más penoso y más desconcertante que la decisión de ciertos espíritus eminentes de salvar precisamente esos lamentables textos. En De l’esprit : Heidegger et la question , de Derrida, en L’imitation des modernes y en La fiction du politique de Lacoue-Labarthe, encontramos una extensa y minuciosa defensa del puesto central que tales textos ocupan en Heidegger, y, de hecho, en toda la reflexión pedagógico-política moderna. Abundan las comparaciones de la Rektoratsrede con la Carta   VII de Platón, con Hobbes o con Rousseau. Se nos muestran afinidades entre la opaca y ridícula retórica de los discursos y artículos de Heidegger en 1933-1934 y el vocabulario de sus preeminentes escritos sobre ontología, metafísica y las artes. Si hemos de creer a los maestros de la deconstrucción francesa —quienes con toda razón y derecho ven en Heidegger el engendrador de toda la hermenéutica deconstruccionista—, la Rektoratsrede constituye nada menos que una revaluación fundamental de la función del pensamiento y la educación en el Estado moderno, y es insuperable su significación por referencia a conceptos tales como «conciencia» y «destino». Para creer esto me atrevo a decir que tendríamos que ser sordos a la inflada brutalidad, al macabro Kitsch del lenguaje y la sintaxis de Heidegger en este punto (la traducción al francés, que etimologiza la recesión hacia Kant y aun hacia Aristóteles, como la practican Derrida, Lacoue-Labarthe y Lyotard, oculta la verdadera naturaleza del original). No menos que, digamos, algunas de las pontificaciones de Bertrand Russell a los Estados Unidos, las declaraciones académico-burocráticas de Heidegger durante e inmediatamente después del ascenso de Hitler al poder constituyen un fenómeno sin duda significativo y sin duda problemático pero, asimismo, fundamentalmente aberrante. Mal han defendido este erratum sus exegetas.
    Digámoslo una vez más: el hecho anulador es el silencio de Heidegger después de 1945. Esta vergonzosa abstención es contemporánea de parte de su obra de mayor alcance por referencia a la naturaleza de las crisis ecológico-planetarias, por referencia a la naturaleza del lenguaje y de las artes. Martin Heidegger está escribiendo y profesando, en pleno dominio de sus facultades, durante los años mismos en que niega toda respuesta a la cuestión de la verdadera calidad del hitlerismo y de su consecuencia en Auschwitz. Notoriamente, en 1953 reimprime, sin alterarla, la célebre frase del prólogo de «¿Qué es metafísica?» en que por primera vez fue invocada la verdad «no realizada» u oculta del nacionalsocialismo. Luego, allí está la otra frase que ya he citado. Por lo demás, silentium . Durante las décadas de 1950 y 1960 Heidegger no se pronuncia acerca de la hegemonía estadunidense-rusa sobre el planeta; ni de la destrucción del medio ambiente (que ya había advertido, con soberbia clarividencia, durante los años veinte). Como lo sabemos por la entrevista del Spiegel , estaba preparando una apología póstuma, peculiarmente mendaz, de su propio papel durante las décadas de 1930 y 1940. Pero el pensador del Ser no tuvo nada que decir sobre el Holocausto y los campos de la muerte.
    En mi estudio introductorio sugerí que este vacío podía haber surgido de la visión específica de Heidegger sobre el destino o «misión providencial» ( Schickung ) de Alemania, de su convicción de que Alemania y la lengua alemana que, sostuvo, sólo era comparable al griego antiguo, estaban destinadas, estaban «llamadas» a manifestar y experimentar tanto la cumbre misma de las realizaciones humanas —en la filosofía alemana, en la música del mundo de habla alemana, en la poesía de Hölderlin— como también el más profundo abismo. Juzgar la catástrofe de Auschwitz habría sido, en cierto ineluctable argumento sobre la simetría, como poner en duda la singularidad ontológico-histórica y la preeminencia del destino de la «alemanidad». Aún creo que puede haber verdad o al menos una contribución a la verdad en esta sugestión. Pero ya no parece suficiente. Y es mérito indudable de la acusación de Farías y del debate que engendró, que el problema del mutismo de Heidegger tras el fin del Reich y su diestramente lograda restauración a una posición de autoridad hayan pasado a ocupar un lugar central.
    Se han propuesto incontables respuestas. Los antiheideggerianos han proclamado llanamente que la tenebrosa ontología —finalmente indescifrable— de Sein und Zeit ha quedado expuesta de una vez por todas por la radical incapacidad de Heidegger para «pensar en Auschwitz», para ver en qué formas la bestialidad del nazismo puede situarse en una interpretación racional de la historia social y política. En esencia, el silencio de Heidegger después de 1945 deconstruiría las pretensiones de su filosofía de tener unas auténticas visiones de la condición humana y las relaciones entre la conciencia y la acción. Una opinión más condicionada es la que trata de la Kehre de Heidegger, del posible «giro» de la ontología de El ser y el tiempo hacia la evacuación del pensamiento, del habla, del arte y de la interrelación de «la tierra y los dioses» por el hombre en sus últimas obras. A la pura y fría luz de esa lectura de la esencia, la historia política, así fuera de un tenor apocalíptico, sería estrictamente considerada como inmaterial, como ajena a todo riguroso «pensamiento del Ser». Con mayor sutileza, los partidarios de Heidegger han propuesto la idea de que la tecnología del proceso nazi de exterminación, del Gulag soviético, de los armamentos nucleares, cumple categóricamente con el profético análisis heideggeriano de la decadencia tecnocrática —nihilista— de la presencia del hombre en el mundo. Heidegger tuvo demasiada razón. Pero le era imposible decirlo en el clima de la posguerra. Cualquier cita de sí mismo, que lo convalidara, habría sido más escandalosa que el silencio. De una manera que hiela la sangre en las venas, Lyotard, en su Heidegger et les «juifs» (1988), sugiere que Auschwitz fue una puesta en acción, en grado supremo, de ese «olvido del Ser» que se encuentra en el meollo mismo del análisis heideggeriano de la historia y la conciencia occidentales. Dentro de ese contexto dominante, el «olvido de los judíos» (la palabra aniquilación sería una tautología final de no-recuerdo) habría sido el producto perfectamente lógico y previsible. Heidegger no necesitó articular esa terrible verdad que, para el lector sagaz, estaba latente en su fenomenología de lo existencial.
    Hay quienes piden paciencia, quienes señalan, con cierta justificación, lo incompleto de los testimonios. Hasta ahora gran parte de los escritos, enseñanzas y correspondencia de Heidegger son inaccesibles. Los documentos que surjan podrán arrojar una luz decisiva sobre las opciones y decisiones de Heidegger después de la guerra. Alguna frase central y humanamente aceptable puede surgir todavía del voluminoso Nachlass . Por último, hay apologistas de Martin Heidegger, aunque sean pocos, para quienes el gran silencio del Maestro revela una profunda decencia y dignitas . Si estoy interpretando correctamente la actitud hacia Heidegger del gran poeta y luchador de la Resistencia René Char o de un admirador como Braque, todo señala en esa dirección. ¿Qué podía decir Heidegger? ¿Qué, salvo oportunistas trivialidades, podía ofrecer el lenguaje de Hölderlin, de Kant, del propio Heidegger, acerca de la última bestialidad y autodestrucción? ¿Qué filósofo, en cualquier parte , tuvo algo que decir más que vanas vulgaridades acerca de la noche que cayó sobre el hombre en el decenio de 1940?
    La mera complicación y posibilidad de traslape entre estos diversos intentos de explicación sugiere que puede haber alguna pertinencia entre ellos. A lo que se puede añadir la posibilidad (yo creo que es más que eso) de que Heidegger fuera, en propria persona , un hombre de poco carácter, que iba envejeciendo obsesionado por la astucia, por la ambición, por ciertas tradiciones profundamente arraigadas y «agrarias» de ocultamiento y explotación. Su hectárea de terreno podía haber presenciado la cosecha del infierno, pero no por eso dejaba de ser la suya.
    Paul Celan es importante en toda semblanza de Heidegger, y el tema de las relaciones entre Celan y Heidegger se ha vuelto crucial para nuestra visión de la influencia de Heidegger, particularmente con respecto a su actitud después de 1945. Los poquísimos especialistas (entre los que ocupa lugar preeminente Bernard Böschenstein) que han tenido acceso a la biblioteca de Celan y a sus notas privadas fueron testigos de la constante intensidad de la preocupación del poeta por las obras de Heidegger. Diríase que Celan anotó Sein und Zeit con todo detalle y que conoció íntimamente las conferencias de Heidegger sobre Hölderlin, George y Trakl. Lo que es absolutamente claro es hasta qué grado el vocabulario radicalmente innovador de Paul Celan y, en ciertos puntos, su sintaxis, son heideggerianos. No cabe duda de que a menudo hay una proveniencia compartida: en la lengua alemana barroca y pietista, en Hölderlin, y ante todo en Rilke, cuya influencia lingüística sobre Heidegger y Celan fue extensa. Y sin embargo, es con el nombre mismo de Heidegger con el que Paul Celan hace un vívido juego de palabras. El poeta avanza « heidegängerisch » (el retruécano adjetival, con su juego sobre «calor» e «ir» o «caminar» no sólo es intraducible, sino que se remite al registro hecho por el propio Heidegger de «calor» y «acre» en su nombre). Es a la «heidegängerisch Nähe» (aquello que «está cerca en el paseo de su calor que es de Heidegger») a lo que Celan vuelve una y otra vez en «Largo», uno de sus poemas más densamente alusivos y autoalusivos. Martin Heidegger, a su vez, no perdía de vista la poesía de Celan, y, en un raro acto público, asistió a las lecturas de Celan. Aun sobre la base de una documentación incompleta, resultan palpables la intensidad y la profundidad de esta relación interna.
    Junto con Primo Levi (y ambos eligieron el suicidio, en pleno dominio de sus facultades), Paul Celan es el único sobreviviente del Holocausto cuyos escritos son, en cierto grado indiscutible, conmensurables con lo indecible. Sólo en Levi y en Celan retiene el lenguaje, ante la cara exacta de la enormidad y finalidad subhumanas y sin embargo demasiado humanas, su reticente totalidad. El hecho de Auschwitz, la matanza de judíos europeos a manos alemanas, imbuye por entero la obra y la vida de Celan. Así, hasta en un plano puramente intelectual, el giro de Celan hacia Heidegger sería problemático. Pero este giro fue, como bien lo sabemos, mucho más que abstracto. Los dos estuvieron presentes, uno frente al otro, con extraña fuerza. La cristalización de esa recíproca presencia fue la visita de Celan a la célebre choza de Heidegger en Todnauberg pocos años antes de que Celan se suicidara. Esa visita y el único testimonio conocido de ella, el poema intitulado «Todnauberg», publicado en Lichtzwang en 1970, se han vuelto objeto de fervorosas investigaciones y especulación. Una mitología hermenéutica ha brotado desaforadamente en torno de una opacidad central. Tanto Derrida como Lacoue-Labarthe han dedicado un tratamiento monográfico, a la vez punzante y sutilísimo, a la lírica y a las complejidades de significado de las que brotó. Del encuentro sólo sabemos lo que el enigmático recuerdo de Celan nos dice o, mejor dicho, decide no decirnos. No cabe duda de que hubo una abrumadora y lacerante decepción —en los sentidos etimológicos de esa palabra que significa a la vez «desengaño» y «falsedad»—. Como «a través de un cristal oscuro» y más oscuro que oscuramente, en «Todnauberg» sentimos un misterioso silencio. Celan llegó a cuestionar, a «poner en duda», la percepción o no-percepción por Heidegger de la Shoah , de los «vientos de muerte» que habían convertido en cenizas a millones de seres humanos y al legado judío que imbuía el destino de Celan. Si alguien tenía el derecho y la obligación de pedir alguna respuesta, así fuese la de impotente desolación, a la cuestión de lo inhumano, ése era Paul Celan. Cuando escribió, como lo hizo, su nombre en el libro de visitas de Heidegger, Celan estaba corriendo el riesgo de poner una confianza última en la posibilidad del encuentro, de un renacimiento del mundo a partir de una noche compartida. Hasta donde sabemos, en la medida en que «Todnauberg» nos instruye, esa confianza fue violada, fuese por una evasión trivial (como en la entrevista del Spiegel ) o por un absoluto silencio, por una completa abstención del discurso, como aquellas a las que recurría Heidegger, asimismo, en situaciones pedagógicas. De una u otra manera, puede sentirse que el efecto sobre Celan tuvo que ser calamitoso. Pero esta cuestión trasciende, con mucho, lo personal. A través de sus escritos y enseñanzas, Martin Heidegger había proclamado la hazaña de cuestionar como parte de la esencia misma. Había definido la cuestión como la piedad del espíritu humano. Ocurriese lo que ocurriere en Todnauberg, cuando el más grande poeta del idioma, después de Hölderlin y de Rilke, buscó al «rey secreto del pensamiento», blasfemó contra el sentido cardinal del propio Heidegger, de la santidad del preguntar. Al menos para nuestra época, acaso fuera irreparable la ruptura entre la necesidad humana y el pensamiento especulativo, entre la música del pensamiento que es filosofía y la del ser que es poesía. Gran parte del pensamiento occidental tiene su instauración en la expulsión de los poetas de la ciudad platónica. En sombrío contrapunto, la negativa de Heidegger a replicar a Celan y el poema de allí resultante equivalen a una expulsión, a un autoostracismo del filósofo que se va de la ciudad del hombre.
    Acaso valga la pena hacer un nuevo análisis de la abstención de Heidegger por referencia a 1933-1945 . El pensamiento heideggeriano es pródigo en atisbos epistemológicos, fenomenológicos y estéticos. Invita a hacer una revaluación de ciertos aspectos de la lógica y la retórica aristotélicas y escolásticas. Es, en forma autodeclarada, el argumento más completo que tenemos sobre la ontología, sobre la facticidad de lo existencial. Pero no contiene ni implica alguna ética. El propio Heidegger se mostró perentorio al respecto. Rechazó categóricamente los intentos, especialmente de los teólogos de Marburgo y de ciertos humanistas-existencialistas en Francia, por derivar de sus obras algunos principios éticos o metodologías. Definió las éticas como, por ejemplo, las que encontramos en Kant y similares que legítimamente podemos inferir del historicismo hegeliano, como absolutamente extrínsecas a su propia empresa estrictamente ontológica. El «pensar del Ser» es de un orden totalmente distinto del «pensamiento de la conducta» prescriptivo, normativo o heurístico. En el voluminoso y reiterativo corpus de los escritos de Heidegger la ausencia más notable es, precisamente, la del concepto del mal (salvo en la medida en que podamos interpretar el saqueo del mundo natural en el sentido de que constituye una negatividad radical). Mucho más que Nietzsche, Heidegger piensa y siente en categorías aparte del bien y del mal. El precepto y la imagen de Heidegger por los cuales la muerte es un «santuario» en que el Ser se encuentra más desnudo, más epifánicamente presente, reduce categóricamente (la dialéctica Aufhebung ) el problema del bien y del mal, según este problema corresponde a la metafísica en los sistemas tradicionales de pensamiento. Si Heidegger hubiese tratado de comprender el mal del nazismo y de su propio papel en él, si se hubiese esforzado por «pensar en Auschwitz» con una profundidad cercana a la requerida (¿y qué filósofo lo ha hecho?), el dominio de la ética habría sido indispensable. Me atrevo a decir que fue este dominio el que, en su renuncia a la teología, había excluido Heidegger, y que esta exclusión mutiló su propia humanidad.
    Carente de una ética, mutilada ante lo inhumano, la ontología de Heidegger sigue siendo un fragmento abrumador (como también, explícitamente, lo es Sein und Zeit ). Pese a todas sus reales dimensiones —pocos filósofos han escrito o profesado más voluminosamente—, la obra de Heidegger se asemeja al método fragmentario y frecuentemente esotérico de sus amados presocráticos. Hasta los movimientos más prolijos, pacientes y discursivos de Heidegger tienen algo de la cualidad heracliteana de súbita iluminación, del «relámpago que une» (la disputada interpretación de Heidegger de un símil en Heráclito). Lo que deslumbra en las mejores páginas de Heidegger es un lento relámpago. Heidegger habría sido el primero en subrayar la naturaleza fragmentaria y preliminar de sus esfuerzos. Los concibió como una simple preparación didáctica y purgativa para una revolución del pensamiento y de la sensibilidad, que aún estaba por venir. Nuestra incapacidad y la incapacidad de Heidegger para articular el Ser de alguna manera sistemáticamente inteligible nos revela el tenor transicional y trágicamente escindido de la modernidad. Como Hölderlin, como Nietzsche y en constante referencia a ellos, Heidegger se ve literalmente obsesionado por intimaciones de un retorno revolucionario a la fuente, de un ciclo de regreso al punto de partida (comparable al de la poesía y la teosofía apocalíptica de Yeats). Habrá «dioses nuevos», y sólo su llegada, en nuestra medianoche, podrá salvarnos. Este concepto de «salvación» ( Rettung ) pulsa a través de todas las enseñanzas de Heidegger después de la decisiva advertencia a Hölderlin y a Nietzsche durante el decenio de 1940. Queda explícitamente mitologizado en los textos ulteriores sobre el arte. Fue como si el Feldweg , el sendero por el bosque y el cortafuego que Heidegger empleó como talismán e imagen de la travesía del pensador, lo llevaran de vuelta a algunos de los cruciales Lichtungen («claros») en la soteriología, en las propuestas teológicas de salvación, que el joven Martin Heidegger se había esforzado por rechazar. En último análisis, el Logos proclamado por Heidegger, el Verbo por el cual el Ser es , es como el final gemelo del Logos que habla en el evangelio juanino. Como para tantos grandes espíritus y creadores de nuestra época del «epílogo», no eran nuevos dioses los que aguardaban en las encrucijadas, sino el viejo Dios, en toda inaceptable perduración. Heidegger luchó contra ese encuentro. Y la vehemencia de su lucha es la medida de su estatura. Y de su derrota, como pensador, como persona humana.
    Pero eso, sin duda, es de lo que se trata. La única temporalidad y el único lenguaje adecuados al propósito de Heidegger serían los definidos por Celan: « im Norden der Zukunft » («al norte del futuro»). Sólo entonces el caminante por la Selva Negra y el cantante del almendro, del Mandelbaum y del Mandelstamm , que había florecido en la única esperanza de Celan, podrán volver a reunirse.

omnia praeclara tam difficilia quam rara sunt
    [todo lo excelso es tan difícil como raro]
    S PINOZA , Ética , V, 42

CRONOLOGÍA

    1889: Nace Martin Heidegger en Messkirch el 26 de septiembre.
    1903-1909 : Asiste al Gymnasium , primero en Constanza, y luego en Friburgo de Brisgovia.
    1909-1913 : Estudios teológicos y filosóficos en la Universidad de Friburgo.
    1916: Obtiene su Habilitation (título requerido para enseñar en el nivel universitario) con su monografía sobre Duns Escoto.
    1917: Se casa con Elfriede Petri.
    1922: Es nombrado para enseñar filosofía en la Universidad de Marburgo.
    1927: Aparece Sein und Zeit .
    1928: Sucede a su guía y profesor Edmund Husserl en la cátedra de filosofía en Friburgo.
    1929: Coloquio en Davos. Polémica de Heidegger con Cassirer.
    1933: En abril, eligen a Heidegger rector de la universidad.
    1934: Heidegger renuncia a la rectoría en el mes de febrero.
    1944: Reclutan a Heidegger para una brigada de trabajo.
    1945-1951 : De acuerdo con las normas de desnazificación establecidas por los aliados, se le aplica a Heidegger una Lehrverbot (prohibición de enseñar en cualquier recinto público).
    1951: Heidegger retorna a su cátedra con un seminario sobre la Física de Aristóteles. Es nombrado profesor honorario. Seguirá impartiendo ocasionalmente seminarios hasta 1967.
    1955: Primera visita a Francia. Heidegger irá a Thor, en Provenza, los años 1966, 1968, 1969, a dar seminarios a un grupo de admiradores y discípulos franceses, entre los que se cuentan el pintor Georges Braque y el poeta René Char.
    1962: En abril, Heidegger visita Grecia por primera vez.
    1976: Muere Martin Heidegger en Messkirch el 26 de mayo. Es enterrado en el cementerio por donde pasaba diariamente cuando era niño. Se publican los dos primeros tomos del proyecto de la Gesamtausgabe («Obras completas»).

A MANERA DE PRÓLOGO

    POR VARIAS RAZONES, QUIZÁ DECISIVAS, NO SE PUEDE HACER una breve introducción al pensamiento de Martin Heidegger (1889-1976).
    La primera es de orden material: la enorme cantidad de libros, ensayos y conferencias que Heidegger publicó durante su periodo activo, de 1912 a 1970, los cuales compondrán 16 tomos de la próxima edición de sus obras completas. Pero éstos son sólo una parte de un conjunto mucho mayor. Se espera que las obras completas, la Gesamtausgabe , comprendan 57 tomos. De éstos sólo han aparecido hasta la fecha dos [1] : Logik (Aristóteles), las conferencias sobre la lógica aristotélica que Heidegger pronunció en la Universidad de Marburgo en el periodo lectivo del invierno de 1925-1926 , y Die Grundprobleme der Phänomenologie , las conferencias del curso de verano de 1927 sobre los problemas fundamentales o «fundacionales» de la fenomenología. Estas obras integrarán los tomos 21 y 24, respectivamente, de dichas obras completas. En otras palabras, poco menos de la tercera parte de la producción total de Heidegger se encuentra hoy accesible en lo que pudiera considerarse su forma definitiva.
    Es cierto que disponemos de su principal realización, esa obra monumental llamada El ser y el tiempo (de 1927 [2] ). Tenemos a la mano también pronunciamientos tan decisivos como la monografía de 1929 sobre Kant und das Probleme der Metaphysik [3] ; su obra Vom Wesen der Wahrheit , de 1930; la Eiführung in die Metaphysik , obra clave basada en las conferencias dadas en el semestre de verano de 1935 [4] ; así como muchos ensayos sobre el lenguaje, la poesía y la naturaleza del pensamiento, escritos desde la década de 1930 hasta 1970.
    Sin embargo, permanecen inéditas obras tan valiosas como las anteriores, y que, sin duda alguna, son fundamentales para entender la evolución de Heidegger. Entre éstas se encuentran: sus lecciones sobre Fichte y Schelling, sobre el concepto de negación en Hegel; el tratado de 1924 sobre el concepto del tiempo; el texto sobre el significado del «principio» y lo primario ( Uber den Anfang ), que data de 1941; las conferencias habidas en el invierno de 1942-1943 sobre Parménides; el repaso de la historia de la metafísica desde Tomás de Aquino hasta Kant, que Heidegger elaboró para sus estudiantes en 1926-1927 ; su exégesis de Leibniz y la lógica, efectuada al año siguiente; los análisis de la esencia del nihilismo (con data entre 1946-1948) ; sus consideraciones sobre «la historia del ser» ( Aus der Geschichte des Seyns , 1939), y muchas obras más [5] .
    Sencillamente, esto significa que cualquier explicación o juicio sobre el pensamiento de Heidegger debe tener, al presente, carácter tentativo, y que, probablemente, una vez aparecidas las obras inéditas, la explicación o el juicio deberán modificarse o rechazarse, incluso en puntos esenciales. Significa, además, que no se puede tener ninguna certeza en la discusión de por lo menos dos de los temas más debatidos y espinosos en el estudio global de las realizaciones de Heidegger: la polémica sobre si hay o no un cambio fundamental o «conversión» ( Kehre ) entre el autor de El ser y el tiempo y el Heidegger tardío —que muchos exegetas sitúan en la Introducción a la metafísica — y las controversias aún más vehementes sobre la injerencia de Heidegger en el nazismo. Como carecemos de los textos de muchos de los cursos que Heidegger impartió a mediados de la década de 1930, y también en la de 1940, no podemos tratar estos puntos esenciales tentativamente. Así pues, el problema de qué fue lo que enseñó el profesor Heidegger en Friburgo sobre Nietzsche y los presocráticos en los cursos universitarios de 1940-1944 es un problema esencial y al mismo tiempo, por ahora, sólo en parte soluble. En resumen, resulta prematuro tener la esperanza de afirmar algo definitivo o, si se quiere, íntegramente responsable sobre la personalidad y actuación de Heidegger en su conjunto: además, la publicación de la Gesamtausgabe quizá no se terminará hasta la década de los noventa.
    La segunda razón es de orden profesional. La historia del pensamiento se nutre de discrepancias y revaluaciones. Todo pensamiento filosófico se propone y establece un precedente para tomarlo como autoridad o como objeto de refutación: a causa de esto, la condición de los diferentes filósofos y escuelas filosóficas cambia constantemente y es motivo incesante de discusión. Hay tantos «Platones» como metafísicas, epistemologías y posiciones políticas existen (¿el Platón de Karl Popper es el mismo de Rousseau o de Gilbert Ryle?). ¿Hasta qué punto está viva o está muerta —que no es la misma pregunta— la escolástica tomista en la lógica del siglo  XX ? O piénsese en las sucesivas lecturas, diametralmente opuestas, que se han hecho de Nietzsche desde la década de 1920 hasta la fecha.
    Sin embargo, existe un amplio consenso en lo que se refiere a la trascendencia de cada caso. Tanto Popper como Ryle coinciden en la suprema importancia de Platón; quizá se ponga en duda la pertinencia de traer a cuento a Tomás de Aquino, pero no la sutileza y la fuerza de su discurso y de su sistema; incluso en lo que a Nietzsche se refiere, y en este caso las polémicas suelen ser intransigentes, se presupone la genialidad de su obra, para bien o para mal.
    La situación de Heidegger es totalmente distinta, y, hasta donde yo sé, no tiene paralelo. Muchos filósofos suelen decir que de ninguna manera es un filósofo serio (en La historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, libro superficial pero representativo, no se menciona a Heidegger). Algunos filósofos conceden que Heidegger podría ser enteramente otra especie de criatura: un «místico del lenguaje», un «meta-teólogo», un síntoma premonitorio de la confusión moral e intelectual de nuestro tiempo. Otros más, sin embargo, declaran que incluso una discusión del caso de Heidegger es inútil, ya que sus textos son una densa maraña de verborrea, los problemas que plantea son seudoproblemas, las doctrinas que propone, si es que sirven para algo, son engañosas o triviales; hacer el intento de analizar la «ontología» heideggeriana, su estudio y teoría de la naturaleza del ser o de la existencia, no es sino condenarse a decir insensateces o hablar del sin-sentido: sin-sentido tomado en sus connotaciones más violentas. La influencia de Heidegger sobre aquellos que se asoman al torbellino nebuloso de su retórica es literalmente desastrosa, tanto filosófica como políticamente.
    La opinión contraria considera a Heidegger no sólo como el más importante filósofo o crítico de la metafísica desde Immanuel Kant, sino como uno de los pocos pensadores decisivos de Occidente, grupo en el que estarían Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz y Hegel.
    La bibliografía de referencia sobre Heidegger rebasa actualmente las cuatro mil fichas. En esta bibliografía aparecen tratados tanto temas centrales de la obra de Heidegger —su filosofía de la existencia y el sentido del tiempo, la revisión radical por él efectuada con los modelos platónicos, aristotélicos y kantianos de la verdad y de la lógica, su teoría del arte, sus meditaciones sobre la tecnología, su esquema de lenguaje— como el efecto del pensamiento de Heidegger en una diversidad asombrosa de disciplinas y de posiciones ideológicas modernas.
    Existe una teología posheideggeriana de la cual Rudolf Bultmann fue sólo el primero de una serie continua de representantes. El existencialismo de Jean-Paul Sartre es, explícitamente, una versión y una crítica del lenguaje y de las proposiciones contenidas en Sein und Zeit . Las exégesis que hace Heidegger de Heráclito, Anaximandro, Parménides, Platón y Aristóteles se han integrado ya, aunque en una forma encarnizadamente debatida, a la imagen reconocida del pensamiento y la civilización griegos. Existe en la actualidad una lingüística heideggeriana o «etimologización metafísica y nominalismo», para variar, ambos sumamente polémicos y formativos de nuestro tiempo. En el terreno de la interpretación textual, la escuela «estructuralista» y la «hermenéutica» («hermenéutica» en este caso significa «el entendimiento del entendimiento», el intento de formalizar y describir desde dentro las diversas formas en que interpretamos los significados del significado) se nutren generosamente de Heidegger por intermedio de Gadamer en Alemania y de Derrida en Francia. Más asombroso aún, las doctrinas de Heidegger sobre la naturaleza del lenguaje y de la poesía han influido decisivamente en el campo de la teoría literaria en Alemania, en Francia y en los Estados Unidos, donde se discute actualmente sobre la «naturaleza del texto literario», sobre las interacciones dialécticas entre poeta, lector y lenguaje; discusiones de origen totalmente heideggeriano. De hecho, han dejado su huella en la tarea concreta de poetas como René Char y Paul Celan. Y ahora da la impresión de que Mallarmé y Heidegger fueran las dos figuras germinales de la autoconciencia o «reflexividad» que se da en la literatura y en la crítica.
    A la muerte de Heidegger, ocurrida el 26 de mayo de 1976, ciertos filósofos franceses afirmaron que nuestro siglo, en el ámbito espiritual, sería el siglo de Heidegger, del modo como se dice que el siglo  XVII fue el de Descartes y el de Newton. O como lo ha expresado Hannah Arendt, notable pensadora política y de la historia de las ideas: en el decurso de la sensibilidad filosófica del siglo  XX , Martin Heidegger ha sido «el rey secreto del pensamiento» (volveré sobre esta noción de «secreto»).
    ¿Cómo pueden darse opiniones tan encontradas? ¿Cómo es posible que testigos de inteligencia e integridad tan similares lleguen a conclusiones tan antitéticas: por un lado, que Heidegger es un prolijo charlatán y envenenador del buen sentido y, por el otro, que es un genio de las percepciones profundas, un filósofo-maestro cuya obra puede renovar la condición interna del hombre? ¿Y el hecho de buscar una posición intermedia en tal debate no significa caer en una trampa especial, un huir o simplificar el problema? Permítaseme insistir: no creo que haya otro ejemplo donde se dé una diferencia de juicio tan absoluta en toda la historia del pensamiento occidental desde Sócrates.
    La explicación de esto, y al mismo tiempo la tercera causa para no escribir este breve libro, reside, creo, en el instrumento de Heidegger. En mayor o menor grado, todo escritor o pensador importante forja un estilo propio. En filosofía, el papel del estilo es esencial, pero también ambiguo. Grosso modo , existen tres maneras de enfrentarse al problema. El filósofo puede proponer sus argumentos, digamos, sobre la naturaleza de la realidad o la situación del conocimiento o la existencia de imperativos morales, en el lenguaje más directo posible, en el habla cotidiana de su comunidad. Éste sería el caso de Descartes, de Hume y, de una manera muy consciente, del último Wittgenstein. O puede exponer sus puntos de vista valiéndose de un nuevo vocabulario, haciendo de la composición o de la redefinición de los términos y las formas gramaticales el instrumento específico de su doctrina. Por lo que sabemos, existe una terminología aristotélica, traducida y redefinida en el lenguaje de los tomistas.
    Hegel, en su lógica y su gnoseología —rama de la filosofía que estudia las formas de conocimiento—, crea, en varios puntos importantes, su propio vocabulario. Lo mismo hace, para citar un ejemplo reciente, Edmund Husserl, maestro de Heidegger y predecesor suyo en Friburgo, en su fenomenología. Hay todavía un tercer modo. El filósofo puede hacer del lenguaje mismo el objeto único, o el más importante, de su investigación. Puede centrar su búsqueda en lo que significa lo que se dice, en los modos que usa la sintaxis para generar o constreñir las posibilidades de conocimiento. Puede tratar de dilucidar o esquematizar las relaciones, ya sea que éstas armonicen, o que sean independientemente creativas, entre las palabras y las oraciones que pronunciamos y nuestra imagen de los hechos internos y externos de la experiencia. Así se puede encontrar con que necesita elaborar un «metalenguaje» especial para tener una perspectiva abarcadora de su búsqueda. Este último modo ha predominado en la filosofía anglo-norteamericana desde principios de siglo.
    Heidegger, cuyas primeras obras tratan del vocabulario y de las correspondientes categorías lógicas y ontológicas de Duns Escoto y de los estudiosos medievales (textos reunidos en los Frühe Schriften , 1972), ha sido, quizás, el filósofo que más ha profundizado en la «condición lingüística» del pensamiento y la existencia humanos. Pero su enfoque de tal condición es híbrido y excéntrico a la vez. En Sein und Zeit se da una compulsión deliberada del discurso común, no-técnico: una determinación que causa una presión y hasta una irritación típicas, la determinación de llevar a las raíces del hombre y del ser del hombre en el mundo, a través de precisar, de condensar las palabras simples en núcleos originarios de verdad. Ya desde Sein und Zeit Heidegger utiliza el instrumento de la etimología. La palabra común, la antigua vulgata , sirve precisamente porque contiene (según Heidegger) la carga más grande de percepción humana original y verdadera. Así pues, las palabras antiguas y comunes son las más ricas de sentido. Somos nosotros quienes hemos olvidado su agudeza fundamental y su testimonio existencial. Con intensa ponderación y con una investigación más bien vehemente, el pensador puede obligar a la etimología y a la historia de la palabra a rendir su formidable cantidad de luminosidad y energía. En Sein und Zeit , y de este libro en adelante, la aparente simplicidad lapidaria de Heidegger, el uso de oraciones breves —en contraste con el estilo de la filosofía idealista alemana desde Kant a Schopenhauer—, disfraza de hecho una expresión ferozmente personal y premeditadamente «morosa» e incluso «bloqueadora». Para que podamos llegar a las profundidades se nos debe demorar, desconcertar y obstaculizar en nuestra lectura.
    Pero muy pronto esta etimologización y esta búsqueda de las raíces de las palabras alemanas y griegas (veremos que Heidegger atribuye a estas dos lenguas una posición inequívocamente primordial) se vuelven más que un instrumento. Se convierten en la táctica esencial de la filosofía de Heidegger: se toma una frase común o un pasaje de Heráclito, Kant o Nietzsche; se desentierra, a partir de la sílaba, palabras, frases, su riqueza de sentido original, oculta desde hace mucho tiempo, desgastada. Se demuestra que la clausura de este sentido ha alterado y dañado el destino del pensamiento occidental y cómo de su redescubrimiento, su restauración literal con un fulgor activo, puede resultar un renacimiento de capacidades morales e intelectuales. Inevitablemente esta excavación del lenguaje en general, y del lenguaje de filósofos anteriores en particular, retroalimenta la jerga misma de Heidegger.
    Desde mediados de la década de 1930 el alemán heideggeriano se aísla en forma consciente y se vuelve inmediatamente reconocible. Cuando usa palabras en formas que parecen totalmente arbitrarias, y funde palabras en cadenas extrañas de guiones, Heidegger sostiene que está de hecho regresando a las fuentes primarias del lenguaje, que está llevando a cabo las intenciones auténticas del discurso humano. Si se puede o no defender esta aseveración es una cuestión a la que regresaré más tarde. Pero su efecto es claro: un texto de Heidegger es con frecuencia raro e impenetrable, más aún que el de los más difíciles metafísicos y místicos anteriores. En su última época, el lenguaje de Heidegger, bajo el efecto de la poesía de Hölderlin, entra en un estadio más extremo de singularidad. Por un lado, se usan las palabras en su sentido exclusivo supuestamente primordial y radical; y por otro, en un campo connotativo y metafórico exclusivo de Heidegger. Las palabras mismas son casi siempre «simples». Pero los significados que Heidegger le atribuye a «dioses», «mortales», «ciclo», «tierra» (el famoso Geviert o «cuarteto» de los ensayos sobre el pensamiento y la poesía, sobre Denken und Dichten , escritos entre 1941 y 1947), son casi completamente idiosincrásicos. El discurso filosófico de Heidegger se convierte en lo que los lingüistas llaman un «idiolecto», la expresión de un individuo. Pero en este caso el individuo intenta darle a su estilo particular de comunicación un valor universal. Heidegger se halla perfectamente consciente de la implícita violencia y del carácter paradójico de este método. Veremos cómo lo justifica. Se acepte o no esta justificación, el resultado es el mismo: ningún aspecto del pensamiento de Heidegger se puede separar de su manifestación en el estilo de la prosa del autor. Para los detractores de Heidegger, este estilo es un horror. No es sino una jerga grandilocuente e indescifrable. Aún más, no sólo está articulado al compromiso personal de Heidegger con el nazismo, sino que es un síntoma del desconcierto general de seudoprofundidad y arcaísmo que contaminó al idioma alemán desde Herder hasta Hitler. Este juicio es el que anima la disección del lenguaje heideggeriano que hace T. W. Adorno en Jargon der Eigentlichkeit (La jerga de la especificidad), 1964, y la parodia malvada del estilo de Heidegger en la novela de Günter Grass, Hundejahre (Años de perro), publicada el año anterior.
    Por el contrario, en los heideggerianos, el lenguaje del maestro ejerce una fuerza hipnótica. Es literalmente fascinante, y vuelve la prosa de otros filósofos e incluso la obra de poetas contemporáneos casi superficial. El juego de Heidegger con la vida oculta de las palabras, su cadencia palpitante, el uso que hace de la metonimia, en la cual los atributos concretos sustituyen entidades abstractas y los segmentos abstractos representan un todo concreto, parecen volverse simultáneamente transparentes e hipnóticos como un fondo visto a través de una película de luz o de agua iluminada. La principal obra filosófica de Sartre, L’être et le néant (El ser y la nada), 1943, refleja esta fascinación. Intenta traducir o, mejor, modular en francés la fuerza opaca del alemán heideggeriano. En la actualidad, la escuela francesa de psicoanálisis de Jacques Lacan y la escuela asimismo francesa de semiótica, encabezada por Jacques Derrida, tratan de lograr en su propia lengua la profunda inmersión de Heidegger en la etimología. Neologismos y fusiones léxicas heideggerianos atraviesan de parte a parte la poesía de Celan.
    Mi tarea inmediata no es tomar partido a favor o en contra. El problema es más complejo y arredrante.
    Es un hecho que muchos hablantes del alemán por nacimiento, incluso los que tienen una buena educación filosófica, encuentran muchas cosas incomprensibles en Heidegger. Literalmente no pueden imaginar qué está diciendo éste o si en realidad está diciendo algo. El intento, que debo hacer, de reformular en inglés muchos de los conceptos y proposiciones clave de Heidegger será, pues, del todo poco plausible. Existen razones para afirmar que Heidegger mismo lo hubiera considerado como una tarea quijotesca e indeseable. Heidegger elogiaba lo que habían logrado sus traductores de Sein und Zeit . Pero veía como inútiles los esfuerzos por traducir sus otras obras, y en especial sus últimos textos, por el grado extremo en que el sentido de éstos se halla indisolublemente unido al idioma alemán y a su pasado lingüístico. Pero no es esto la médula del problema.
    No estoy muy seguro de que Martin Heidegger quisiera ser «entendido» en el sentido habitual de esa palabra; que quisiera una comprensión que implicara la posibilidad de re-enunciar sus opiniones por medio de paráfrasis más o menos fieles. Un antiguo epigrama sobre Heráclito, en muchos sentidos el modelo de Heidegger, le advierte al lector: «No te apresures en terminar el libro de Heráclito, el de Éfeso; es un sendero, en verdad, muy arduo; es oscuridad y tiniebla sin luz. Pero si un iniciado te sirve de guía, el camino será más brillante que el sol».
    La iniciación no es comprensión en el sentido habitual del término. Heidegger entiende su ontología y su poética de tal manera que no pueden ser, en última instancia, reconciliadas con el modo de raciocinio y de argumento lineal que ha dominado la conciencia filosófica oficial occidental desde Platón. «Comprender» a Heidegger significa aceptar la entrada a otro orden o espacio de sentido y de ser. Si lo entendiéramos con facilidad o si fuéramos capaces de comunicar su propósito en palabras diferentes a las suyas, ya habríamos abandonado de un salto la metafísica occidental (trataré posteriormente de aclarar a qué se refiere Heidegger con esta denominación); y ya no tendríamos, en sentido estricto, necesidad de Heidegger. Lo que el discurso de Heidegger reclama, en primera instancia, no es que lo «comprendamos», sino que lo «vivamos», y que aceptemos la extrañeza que sentimos. Se nos pide que suspendamos en nosotros mismos las convenciones de la lógica común y corriente, y la gramática no analizada, para «escuchar», para «estar en la luz de» —todos éstos son conceptos esenciales de Heidegger— la cercanía de verdades y capacidades de aprehensión elementales durante mucho tiempo enterradas bajo la corteza endurecida de la enunciación habitual, analíticamente verosímil.
    Incluso cuando se expresa de una manera tan pedestre como ésta, la petición de Heidegger parece una especie de charlatanería mística. Sin embargo, puedo dar testimonio de que muchas de las cosas de Heidegger «pasan», aunque no en forma inmediatamente identificable con los modos habituales de comprensión y de «re-enunciabilidad» (henos ya, y esto es una parte del problema, buscando neologismos). Esta forma es comparable con nuestra comprensión gradual o «forma de experimentar» la gran poesía; en este caso también las paráfrasis y el juicio analítico no sirven para nada. Y es comparable, esto es quizá decisivo, con las distintas formas en que aprehendemos y nos apropiamos del sentido de la música. Pero incluso cuando uno no se engaña sobre esas formas de recepción o internalización, éstas no se pueden traducir a otros términos que pertenezcan a su mismo lenguaje, ni a fortiori , a los de otro idioma. Ya de por sí es bastante difícil escribir en alemán sobre el alemán de Heidegger. Hacerlo en inglés, una lengua esencialmente enemiga de ciertos niveles de ininteligibilidad y de abstracción metafórica, es simplemente imposible. La filosofía lingüística y el lenguaje de la filosofía, cuando mejor les va, se encuentran en una situación paradójica: la de intentar el salto «fuera» y más allá de la sombra misma del hablante. Esta hazaña es uno de los métodos y fines fundamentales de Heidegger (él llama a esto «la superación de la metafísica»). Pero al igual que Plotino, quien a su vez quizá no sea un filósofo en el sentido tradicional del término, Heidegger actúa en esa oscura área situada entre el discurso racional y «otra cosa». Esperar la claridad del día es pues casi una contradicción.
    Numerosos enemigos, no sólo Adorno y Günter Grass, relacionan el «desastre» del estilo de Heidegger con el de su posición política. Éste es nuestro cuarto problema. El expediente sobre las declaraciones y actividades de Heidegger en 1933-1934 es voluminoso. Pero a pesar de una verdadera tormenta de acusaciones y apologías de críticos y partidarios, o por causa de esto mismo, sigue siendo extremadamente difícil tener una idea exacta de los hechos. Por ejemplo, ¿cuál fue la actitud de Heidegger ante su antiguo maestro y protector, Husserl, que no era ario? Aún más, me parece que ni siquiera se han hecho las preguntas esenciales. ¿Qué relación existe, si existe alguna, entre las doctrinas y el estilo de Sein und Zeit y los del nacionalsocialismo?
    ¿Y qué explicación se puede dar de la actitud de Heidegger de rechazo total, después de 1945 , a decir algo claro y sencillo, o por lo menos inteligible, sobre su actuación bajo el nazismo o sobre el Holocausto en general? Pero pudiera ser que por ahora no se puedan formular ni resolver correctamente estos problemas: estamos al mismo tiempo demasiado cerca y demasiado lejos. La barbarie nazi y todas sus consecuencias siguen afectando nuestra conciencia y todos nuestros campos de referencia. La vida posterior a esa barbarie es, o debería ser, de una intensidad tal que hiciera de la apatía una actitud deshonesta. Por otro lado, el ambiente, los detalles, el «espíritu» de la existencia y la sensibilidad en la época del nacionalsocialismo parece que están ya muy lejos o borrosos en la memoria, como en efecto les sucede a muchos que vivieron directamente toda esa época.
    En consecuencia, se hace casi imposible reconstruir con cierta autoridad la motivación psicológica, las circunstancias materiales de este y estotro episodios en la actuación de Heidegger en Friburgo durante los meses que siguieron al ascenso de Hitler al poder y durante los años de la guerra. Y sin embargo, hacer algún intento de reconstrucción es inevitable, incluso en una descripción concisa del hombre y de su obra.
    Estos impedimentos objetivos son de por sí bastante alarmantes. Pero, además, debo agregar aquí una aclaración personal. No soy filósofo profesional: no es del todo claro qué quiere decir ese título, y el mismo Heidegger hubiera rechazado la frase.
    Pero podríamos considerar que se refiere a alguien cuya disciplina de trabajo o de enseñanza es reconocida como profesional por los colegas y estudiantes del propio campo, por los directores de las revistas filosóficas importantes y, en la medida en que se interesen en esto, por toda la comunidad académica. De esa manera sabemos, por lo menos aproximativamente, qué se quiere decir al afirmar que J. L. Austin era «un filósofo profesional», mientras Camus, que escribió muchas obras de declarado contenido e interés filosófico, no lo era. Mi campo es el del estudio del lenguaje, de sus relaciones con la literatura, por un lado, y con la historia de las ideas y la sociedad, por el otro. En alemán existen dos términos, sin la equivalencia correspondiente en inglés, que abarcan más o menos esos ámbitos: Sprachphilosoph y Kulturkritiker . Esto quiere decir que hay partes considerables en la obra de Heidegger, como sus interpretaciones de la lógica aristotélica y de la gnoseología kantiana, sus conflictos iniciales con los neokantianos alemanes, como Cassirer, o los aspectos técnicos de Vom Wesen des Grundes , 1929 (trad. al inglés como The essence of reasons , 1969), que escapan a mi competencia. Y, sin embargo, deberé tratarlos para completar aquí y allá alguna parte del cuadro general. Y precisamente porque no soy un filósofo profesional y porque sé de por lo menos un miembro distinguido del oficio que renunció a su intención de escribir este volumen para esta colección, cualquier cosa que diga en relación con la importancia de Heidegger y sobre la situación de su obra en el contexto de la filosofía, tal y como ahora se entiende y se enseña, resultará vulnerable.
    Considerados estos obstáculos objetivos y esta insuficiencia personal, ¿por qué hago el intento de escribir este libro? De nuevo debo contestar desde una posición personal. Durante años mi obra se ha concentrado principalmente en tres ámbitos: el primero, el de las lecturas trágicas del hombre y de las relaciones del hombre con el Estado, que tiene su doble origen en la tragedia griega y en el episodio ejemplar de la muerte de Sócrates. El segundo, el del problema múltiple de la naturaleza y desarrollo del lenguaje y, en particular, de las posibilidades y limitaciones de la traducción tanto en el interior de las distintas lenguas humanas como entre ellas (el misterio de la comprensión imperfecta o natural). El tercero, el de la formulación de ciertas cuestiones sobre la interrelación, así como su interpretación, de los logros artísticos, filosóficos y científicos, por un lado, con la política totalitaria del siglo  XX , por el otro. Plantear estas cuestiones significa retornar, quizás en forma obsesiva, a las relaciones entre la cultura alemana y el nazismo, un complejo tejido en el cual tiene un papel esencial el idioma alemán, que Goethe y Kant, pero también Hitler, practicaron con maestría.
    Me he encontrado con que Heidegger se halla abrumadoramente presente, y en camino a formas más avanzadas de pensamiento, en cada uno de estos tres campos. Su interés en las raíces del pensamiento griego y en la visión trágica de Sófocles es esencial en él. Ha dicho cosas sobre el lenguaje humano tan radicales, tan universalmente estimulantes en sus implicaciones, como nadie lo ha hecho después de Platón. Su actitud y sus silencios frente al nazismo, su compromiso literal en el destino del idioma alemán antes, durante y después de los años de esa forma última de inhumanidad, hacen de Heidegger una piedra de toque en una «política de la palabra». Así pues, yo mismo me he visto forzado a entrar en el mundo del discurso de Heidegger, a tratar de seguir las Holzwege [6] , «las brechas que se hacen para aislar el fuego en los bosques» o las «sendas perdidas» del leñador, que, para usar su propio símil, pueden llevarnos al Lichtung , al «claro» de nuestra propia existencia. Me he sorprendido a mí mismo tratando, a menudo a causa de mi desacuerdo con él, de leer a Platón, Sófocles, Hölderlin —el «poeta de poetas» como Heidegger lo llama— a la luz y a la sombra de los comentarios de Heidegger. Y he llegado a creer que el uso y la exploración que hace de la consigna pietista el siglo  XVII , Denken ist Danken , «pensar es agradecer», puede resultar indispensable si hemos de seguir siendo seres articulados y morales. La figura misma de Martin Heidegger vuelve esta convicción más apremiante y más paradójica al mismo tiempo.
    Estas inquietudes determinan los límites de mi exposición. No hay ninguna razón que justifique la biografía, con excepción de un punto oscuro. Heidegger nació el 26 de septiembre de 1889 en Messkirch, en la región de la Selva Negra de Baden Würtenberg. Fue en Messkirch donde murió ochenta y seis años más tarde. Su padre era sacristán de la iglesia católica del pueblo y así los primeros años de la vida de Heidegger estuvieron empapados de catolicismo. Fue de un clérigo que recibió, cuando era adolescente, el libro que habría de iniciar y formar, en gran medida, su desarrollo intelectual: Von der mannigfachen Bedeutung des Seienden nach Aristoteles («De la pluralidad de sentidos del ser según Aristóteles»), publicado en 1862 por el pensador católico Franz Brentano. Heidegger estudió en Friburgo con Heinrich Rickert, un neokantiano, y con Husserl, el creador de la moderna fenomenología. Recibió su doctorado en 1914, se le concedió la dispensa del servicio militar por motivos de salud y terminó su Habilitation (el grado requerido para enseñar en una universidad alemana) con una tesis sobre la doctrina de las categorías en Duns Escoto (1916). Su propia carrera como conferenciante había comenzado en Friburgo durante el periodo lectivo del invierno de 1915. De 1920 a 1923 Heidegger fue el asistente de Husserl en Friburgo, relación que en las costumbres académicas alemanas implica tanto una estrecha afinidad personal e ideológica como la esperanza de sucesión. Después de un periodo en la Universidad de Marburgo (1923-1928), Heidegger remplazó a Husserl en la cátedra de filosofía de Friburgo. Su conferencia inaugural fue el famoso Was ist Metaphysik ?, que se publicó por vez primera en 1929. Heidegger enseñó en Friburgo hasta el mes de noviembre de 1944. Las autoridades de los países aliados lo suspendieron de toda actividad docente durante el periodo de 1944-1951 . El profesor Heidegger se retiró en 1959. Durante los últimos años de su actividad académica, Heidegger pasaba cada vez más tiempo en Todtnauberg, un albergue en la Selva Negra cuyo sugerente nombre y soledad terminaron por volverse sinónimos del carácter cerrado de la vida privada de Heidegger y de las imágenes boscosas intercaladas en su obra.
    Heidegger viajó en raras ocasiones: a Davos en 1929 para sostener el célebre diálogo polémico con Ernst Cassirer sobre Kant y el idealismo [7] ; dos o tres veces a Provenza, donde, en 1955 y de nuevo en 1968, discípulos y amigos como el poeta René Char y el pintor Georges Braque prepararon seminarios informales; una tardía visita a Grecia. Como la vida de Kant, que quizá le sirvió de modelo para algunas cosas de la suya, la carrera de Heidegger, con su arraigo en un lugar, con su casi total rechazo, más marcado después de febrero de 1934, de cualquier circunstancia o contingencia exterior, ofrece y ejemplifica el raro caso, sin duda perturbador, de una existencia humana entregada totalmente al pensamiento abstracto. ¿Qué significa vivir constantemente en el ejercicio de la reflexión esotérica? Esta pregunta se debe tener presente cuando se calibre la concreción, la densidad existencial que le atribuye Heidegger a Das Denken y a sus derivados, das Andenken, das Durchdenken, das Bedenken («un pensar sobre y en», «un pensar hasta el fin», «un pensar poco más o menos, tocante a, en pro, de»), términos que aparecen repetidamente en su vocabulario. Un hecho es claro: en la biografía de Heidegger las fechas que importan son las de las conferencias y seminarios que dio en Friburgo y Marburgo. Aparecen enumeradas en orden cronológico en un apéndice a la inestimable obra de William J. Richardson, Heidegger: Through phenomenology to thought , 1963. Pocas vidas han servido tan desinteresadamente de conducto a la enseñanza.
    De sus cursos me propongo escoger unos cuantos temas y momentos fundamentales. Dejaremos de lado muchas cosas, entre las cuales cuentan obras de tanta importancia como los artículos reunidos en Identität und Differenz , 1957 (hay edición inglesa con el título Essays in metaphysics: Identity and difference , 1960), o el doble volumen sobre Nietzsche, de 1961, un comentario académico bastante desigual, cuyos argumentos más originales se hallan, incluso en forma más aguda, en otros textos. Además, apenas tocaré de pasada el discutidísimo tema referente a lo que en Heidegger proviene o se aparta de la fenomenología ortodoxa de Husserl. Sobre este punto, el mismo Husserl no fue muy claro. Y aunque algún ensayo o conferencia o parte de Sein und Zeit sea analizado minuciosamente, otras partes importantes quizá se dejen fuera.
    En el caso de otros sistemas filosóficos y de otros pensadores esto podría significar una gran mutilación, lo que no es de temer aquí: en el fondo, el voluminoso conjunto de los argumentos de Martin Heidegger tiene como único tema lo que él llama «el ser del Ser» [8] . Todo el proceso de meditación es un movimiento en espiral y profundo que conduce, siempre, a este centro. Como veremos, cualquier grupo de declaraciones de Heidegger, cuando es analizado, contiene muchas veces explícitamente, y en virtud de su particular terminología, el conjunto de la doctrina heideggeriana de la existencia. Por lo tanto, sería posible tocar el núcleo del problema incluso en un estudio introductorio que no hiciera más que preguntar: ¿Cómo se debe leer una página de Heidegger, qué niveles de sentido se pueden desprender de ella? El mismo Heidegger insiste en que lo único que importa es hacer las preguntas correctas. Dice, como si fuera una letanía, que lo que interesa nunca es la meta, sino el trayecto, y hasta el primer paso en el trayecto. Muchos de los títulos de sus obras connotan este sentido de peregrinaje: Holzwege, Wegmarken, Unterwegs zur Sprache, Der Feidweg («sendas perdidas», «marcas en el camino», «en camino hacia el lenguaje», «el sendero a través del campo»). Fue un caminante incansable que recorrió ámbitos oscuros. Veamos hasta dónde podemos seguirlo, o hasta dónde queremos.

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