Richard Dawkins Destejiendo el arco iris FRAGMENTOS

Libro Destejiendo el arco iris


Prefacio
    Un editor extranjero de mi primer libro
(El gen egoísta,1976) me confesó que después de leerlo no pudo dormir durante tres noches; hasta tal punto llegó a perturbarlo su, para él, frío y desolado mensaje. Otros me han preguntado cómo puedo soportar levantarme de la cama cada mañana. Un profesor de un país lejano me escribió una carta llena de reproches en la que me contaba que una alumna se le había presentado llorando después de haber leído el mismo libro, porque se había convencido de que la vida era vana y carecía de propósito. El profesor le aconsejó que no mostrara el libro a ninguno de sus amigos, por miedo a que se contaminaran del mismo pensamiento nihilista. Acusaciones similares de desolación estéril, de promover un mensaje árido y lúgubre, se lanzan con frecuencia contra la ciencia en general, y a los propios científicos les cuesta poco subirse al mismo carro. Mi colega Peter Atkins concluye su libro
La segunda ley (1984) de esta guisa:
    Somos hijos del caos, y la estructura profunda del cambio es la degradación. En el fondo, sólo existe la corrupción y la imparable marea del caos. No hay finalidad; hay tan sólo dirección. Ésta es la cruda realidad que tenemos que aceptar si escudriñamos con profundidad y de forma desapasionada el corazón del universo.
    Pero esta conveniente depuración de cualquier propósito edulcorado y falso, este laudable realismo en detrimento del sentimentalismo cósmico, no debe confundirse con la pérdida de la esperanza personal.
    Aunque presumiblemente no exista finalidad alguna en el devenir del cosmos, ¿quién de nosotros ligaría sus esperanzas personales al destino último del universo? Nadie en su sano juicio haría algo así. Nuestra vida está gobernada por todo tipo de ambiciones y percepciones humanas, más cercanas y cálidas. Acusar a la ciencia de robarle a la vida la calidez que la hace digna de vivirse es una equivocación tan ridícula, tan diametralmente opuesta a mis propios sentimientos y a los de la mayoría de científicos en activo, que casi me veo abocado a la desesperación de la que injustamente se me responsabiliza. Pero en este libro intentaré una respuesta más positiva, apelando al sentido de lo maravilloso que hay en la ciencia, porque es muy triste pensar en lo que estos quejosos y negativistas
se están perdiendo.
Ésta es una de las cosas que el malogrado Cari Sagan sabía hacer muy bien, y por ello lo echamos de menos. El asombro reverencial que la ciencia puede proporcionarnos es una de las más grandes experiencias de la que es capaz la psique humana. Es una profunda pasión estética comparable a la música y la poesía más sublimes. Es, ciertamente, una de las cosas que hacen que valga la pena vivir, y lo hace de manera más efectiva, si cabe, al convencemos de que nuestro tiempo de vida es finito.
    Mi título procede de Keats, quien creía que Newton había destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores prismáticos. Keats no podía estar más equivocado, y mi propósito es guiar a todos aquellos que se sientan inclinados como él hacia la conclusión opuesta. La ciencia es, o debiera ser, una fuente principal de inspiración poética, pero no tengo el talento para remachar este razonamiento mediante la demostración, por lo que tengo que depender de una persuasión más prosaica. Dos de los títulos de capítulo los he tomado prestados de Keats; los lectores advertirán también las citas parciales o alusiones ocasionales a este poeta (y otros) que adornan el texto. Las he incluido como homenaje a su genio sensible. Keats era un personaje más agradable que Newton, y entre las sombras de los críticos imaginarios que miraban por encima de mi hombro mientras escribía estaba la suya.
    La descomposición de la luz en los colores del arco iris por Newton condujo a la espectroscopia, que ha resultado ser la clave de gran parte de lo que sabemos hoy acerca del cosmos. Y el corazón de cualquier poeta digno del calificativo de romántico no podría dejar de dar un brinco si contemplara el universo de Einstein, Hubble y Hawking. Leemos su naturaleza a través de las líneas de Fraunhofer («Códigos de barras en las estrellas») y sus desplazamientos a lo largo del espectro. La imagen de los códigos de barras nos lleva a los dominios muy distintos, pero igualmente intrigantes, del sonido («Códigos de barras en el aire») y luego a la identificación por el ADN («Códigos de barras en el estrado»), que ofrece la oportunidad de reflexionar sobre otros aspectos del papel de la ciencia en la sociedad.
    En lo que llamo la.«sección de engaños» del libro, «Embaucados por la fantasía de las hadas» y «Destejiendo lo sobrenatural», me dirijo a la gente corriente supersticiosa que, sin la exaltación de los poetas que defienden el arco iris, se deleita en el misterio y se siente estafada cuando se le explica. Es gente que disfruta con las historias de fantasmas, cuya mente salta enseguida al poltergeist o
el milagro siempre que sucede algo que parezca mínimamente extraño, y que nunca pierde la oportunidad de citar a Hamiet:
    ¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía!*
    * There are more things in heaven and earth, Horatio, /Than are dreamed of in your philosophy
    La respuesta del científico («Sí, pero estamos trabajando en ello») no les inmuta en absoluto. Para ellos, encontrar la explicación de un buen misterio es ser un aguafiestas. Eso mismo pensaron algunos poetas románticos de la explicación que dio Newton del arco iris.
    Michael Shermer, editor de la revista Skeptic,
suele relatar una anécdota muy instructiva. En una ocasión desenmascaró públicamente a un famoso espiritualista televisivo. El hombre engañaba al personal con trucos ordinarios y le hacía creer que se estaba comunicando con espíritus de personas muertas. Pero, en lugar de mostrarse hostil con el charlatán desenmascarado,la audiencia se encaró con el desenmascarador y respaldó a una mujer que lo acusó de conducta «inadecuada» porque había destruido las ilusiones de la gente. Uno pensaría que la mujer tendría que haberle estado agradecida por quitarle la venda de los ojos, pero por lo visto ella prefería mantenerla bien apretada. Creo que un universo ordenado, indiferente a las preocupaciones humanas, en el que todo tiene una explicación (aunque todavía nos falte mucho trecho por recorrer antes de encontrarla) es un lugar más hermoso y maravilloso que un universo embaucado por una magia caprichosa y ad hoc.

    El paranormalismo puede considerarse un abuso del legítimo sentido de la maravilla poética que debería alimentar la auténtica ciencia. Una amenaza distinta procede de lo que podríamos llamar «mala poesía». El capítulo «Enormes símbolos nebulosos de un romance elevado» advierte contra la seducción que ejerce la mala ciencia poética, contra la fascinación de la retórica engañosa. A modo de ejemplo, me referiré a un autor que ha hecho contribuciones en mi propio campo y cuya imaginativa pluma le ha conferido una influencia desproporcionada (y creo que desafortunada) en la comprensión de la evolución por parte del público norteamericano. Pero el impuls o dominante del libro es en favor de la buena ciencia poética, que no quiere decir ciencia escrita en verso, sino ciencia inspirada por un sentido poético de la maravilla.
    Los cuatro últimos capítulos insinúan lo que podrían llegar a hacer unos científicos poéticamente inspirados y con más talento que yo en relación a cuatro temas diferentes pero interrelacionados. Por muy «egoístas» que sean, los genes deben ser también «cooperativos» en el sentido de Adam Smith (por eso el capítulo «El cooperador egoísta» se abre con una cita de dicho autor, aunque no hace referencia a este tema, sino a la maravilla misma). Los genes de una especie pueden contemplarse como una descripción de mundos ancestrales, un «Libro genético de los muertos». De modo parecido, el cerebro «vuelve a tejer» el mundo construyendo una «realidad virtual» continuamente puesta al día en la cabeza. En «El globo de la mente» especulo sobre los orígenes de los rasgos más distintivos de nuestra propia especie y, por último, vuelvo a maravillarme ante el impulso poético mismo y su posible papel en la evolución humana.
    La informática está impulsando un nuevo Renacimiento, y algunos de sus genios creativos son a la vez mecenas y renacentistas por derecho propio. En 1995, Charles Simonyi, de Microsoft, dotó una nueva cátedra de Divulgación de la Ciencia en la Universidad de Oxford, puesto para el que fui designado. Estoy en deuda con el doctor Simonyi, obviamente por su generosidad hacia una universidad con la que él no había tenido ninguna conexión previa, pero también por su visión imaginativa de la ciencia y de cómo debe divulgarse. Lo expresó maravillosamente en su presentación escrita al Oxford del futuro (su dotación es a perpetuidad, pero es característico en él evitar la circunspecta mezquindad del lenguaje leguleyo), y hemos discutido sobre estas cuestiones de vez en cuando desde que compartimos amistad tras mi nombramiento.
Destejiendo el arco iris puede considerarse mi contribución al diálogo, además de mi discurso inaugural como profesor Simonyi. {1} Y si «inaugural» suena un poco impropio tras dos años en el cargo, quizá pueda tomarme la libertad de citar otra vez a Keats:
    De este modo, amigo Charles, puedes ver claramente
    Por qué nunca te he escrito una línea:
    Porque mis pensamientos nunca fueron libres, ni claros,
    Y eran poco aptos para agradar a un oído clásico. {2}
    Por su propia naturaleza, un libro siempre tarda más en hacerse que un artículo o una conferencia. Durante su gestación, éste ha generado ambas cosas, así como programas radiofónicos. Debo citarlos ahora, por si el lector reconoce algún párrafo suelto. Utilicé por primera vez públicamente el título «Destejiendo el arco iris» y el tema de la irreverencia de Keats hacia Newton cuando fui invitado a dictar la conferencia C.P. Snow de 1997 por el Christ's College de Cambridge, la antigua facultad de Snow. Aunque no he abordado explícitamente el tema de su libro
Las dos culturas, éste es desde luego relevante. Más todavía lo es La tercera cultura,de John Brockman, quien también me ha ayudado, en un papel muy distinto, como mi agente literario. El subtítulo «Ciencia, ilusión y el deseo de maravillas» lo he tomado del título de mi conferencia Richard Dimbleby de 1996. Algunos párrafos de un borrador anterior de este libro aparecieron en esta conferencia televisada por la BBC. También en 1996 presenté un documental televisivo de una hora en el Channel Four, Break the Science Barrier [Romper la barrera de la ciencia].
Trataba el tema de la ciencia en la cultura, y algunas de las ideas de fondo, desarrolladas en conversaciones con John Gau, el productor, y Simón Raikes, el director, han influido en este libro. En 1998 incorporé algunos fragmentos del libro en mi conferencia para la serie Sounding the Century [Sondeando el siglo], difundida por Radio 3 de la BBC desde el Queen Elizabeth Hall de Londres. (Agradezco a mi esposa el título de la conferencia, «Ciencia y sensibilidad», que ya ha sido plagiado nada menos que por una revista de supermercado, ante lo cual no sé qué medidas tomar.) También he utilizado párrafos de este libro en artículos publicados en el
Independen!, el Sunday Times y el Observer.
Cuando se me concedió el Premio Internacional Cosmos en 1997 elegí «El cooperador egoísta» como título para mi discurso de aceptación, que dicté tanto en Tokyo como en Osaka. Algunas partes de esta conferencia han sido reelaboradas y ampliadas en el capítulo 9 del mismo título. Algunas partes del capítulo 1 proceden de mis conferencias de Navidad de la Institución Real.
    El libro se ha beneficiado mucho de las constructivas críticas vertidas sobre un borrador previo por Michael Rodgers, John Catalano y lord Birkett. Michael Birkett se ha convertido en nú lector profano ideal. Su ingenio académico hace que sea un placer leer sus comentarios críticos por derecho propio. Michael Rod- gers fue el editor de mis tres primeros libros y, por deseo mío y generosidad suya, también ha desempeñado un papel importante en los tres últimos. Querría agradecer a John Catalano no sólo sus útiles comentarios, sino también su http://www.spacelab.net/~catalj/home.html, cuya excelencia (que no tiene nada que ver conmigo) podrán apreciar todos los que vayan allí. Stefan McGrath y John Radziewicz, editores respectivamente en Pen-guin y Houghton Miffiin, me ofrecieron su ánimo paciente y consejos literarios que valoro mucho. Sally Holloway trabajó sin descanso y de buena gana en la corrección final del original. Gracias también a Ingrid Thomas, Bridget Muskett, James Randi, Nicholas Davies, Daniel Dennett, Mark Ridley, Alan Grafen, Juliet Dawkins, Anthony Nuttall y John Batchelor.
    Mi esposa, Lalla Ward, ha criticado cada capítulo una docena de veces en varios borradores, y con cada lectura me he beneficiado de su oído de actriz, sensible al lenguaje y a sus cadencias. Cada vez que yo dudaba, ella creía en el libro. Su visión lo ha mantenido ligado, y no lo hubiera terminado sin su ayuda y su aliento. Se lo dedico a ella.


1

La anestesia de la familiaridad
    Vivir ya es bastante milagroso.
    Mervyn Peake, The Glassblower [El soplador de vidrio]
(1950)
    Vamos a morir, y esto es una suerte. La mayoría de gente no tendrá oportunidad de morir porque nunca habrá nacido. Las personas que podrían haberse encontrado aquí en mi lugar y que nunca verán la luz del día son más numerosas que los granos de arena de Arabia. Estos fantasmas no nacidos seguramente incluyen poetas más grandes que Keats y científicos más grandes que Newton. Podemos asegurarlo porque el conjunto de individualidades posibles que permite nuestro ADN excede con mucho el de personas reales. Entre IáA incontables posibilidades que podrían haberse materializado, somo$ el lector y yo, en nuestra medianía, los que estamos aquí.
    Moralistas y teólogos dan mucho peso al momento de la concepción, pues lo ven como el instante en que el alma comienza a existir. Si, como yo, el lector es indiferente a esta palabrería, todavía debe considerar ese instante concreto nueve meses antes de su nacimiento como el acontecimiento más decisivo en su trayectoria personal. Es el momento en que su conciencia se hizo de golpe trillones de veces más previsible que una fracción de segundo antes. Desde luego, el embrionario lector que comenzó a existir tenía todavía multitud de obstáculos que salvar. La mayoría de embriones concebidos terminan en un aborto temprano antes de que la madre advierta siquiera que estaban allí, y todos nosotros tenemos la suerte de no haber tenido el mismo destino. Por otra parte, hay algo más en la identidad personal aparte de los genes, como nos demuestran los gemelos idénticos (que se separan después del momento de la fecundación). No obstante, el momento en que un espermatozoide concreto penetró en un óvulo concreto fue, en nuestra percepción retrospectiva privada, un momento de singularidad vertiginosa. Fue entonces cuando las posibilidades en contra de que el lector se convirtiera en una persona pasaron de una cifra astronómica a una cifra contable.
    La lotería se inicia antes de que seamos concebidos. Nuestros padres tuvieron que encontrarse, y la concepción de cada uno de ellos fue tan improbable como la propia. Y así sucesivamente, remontándonos a nuestros cuatro abuelos y a nuestros ocho tatarabuelos, hasta un punto en el que ya no tiene sentido pensar. Desmond Morris abre su autobiografía, Animal Days [Días de animales] (1979), con su característica vena cautivadora:
    Napoleón fue quien lo empezó todo. Si no hubiera sido por él, quizá yo no estuviera ahora aquí escribiendo estas palabras... porque fue una de sus balas de cañón, disparadas en la guerra peninsular contra España y Portugal, la que arrancó el brazo de mi tatarabuelo. James Morris, y alteró todo el curso de la historia de mi familia.
    Morris cuenta que el forzado cambio de carrera de su antepasado tuvo algunos efectos decisivos que culminaron en su propio interés por la historia natural. Pero, realmente, no tenía por qué haberse preocupado. No hay «quizá» en ello.
Naturalmente que Morris debe su misma existencia a Napoleón. Y lo mismo me ocurre a mí y al lector. Napoleón no tenía que arrancar el brazo de James Morris para sellar el destino del joven Desmond, y también el del lector y el mío. No ya Napoleón, sino el más humilde campesino medieval no tenía más que estornudar para afectar a algo que cambiara a su vez alguna otra cosa que, tras una larga reacción en cadena, hiciese que uno de nuestros antepasados en potencia no llegara a serlo y, en cambio, se convirtiera en el antepasado de alguna otra persona. No estoy hablando de las teorías del caos y de la complejidad que están en boga, sino simplemente de las estadísticas ordinarias de la causación. El hilo de eventos históricos del que pende nuestra existencia es tenue hasta el sobresalto.
    Cuando se la compara con el intervalo de tiempo que nos es desconocido, ¡oh rey!, la actual vida de los hombres sobre la Tierra es como el vuelo de un único gorrión a través del salón en el que, en invierno, vos os sentáis con vuestros capitanes y ministros. Entrando por una puerta y saliendo por la otra, mientras está dentro no le afecta la tormenta invernal; pero este breve intervalo de calma acaba en un momento, y el pájaro retorna al invierno de donde vino, desapareciendo de vuestra vista. La vida del hombre es similar; y de lo que la sigue, o de lo que ocurrió antes, somos absolutamente ignorantes.
    Veda el Venerable, A History of the English Church and People [Historia de la Iglesia y del pueblo de Inglaterra] (731)
    Éste es otro aspecto en el que somos afortunados. El universo tiene más de cien millones de siglos de antigüedad. Dentro de un tiempo comparable el Sol se hinchará hasta convertirse en una gigante roja que absorberá la Tierra. Cada uno de estos cien millones de siglos ha sido o será en su momento «el presente siglo». Cosa interesante, a algunos físicos no les gusta la idea de un «presente móvil», y lo consideran un fenómeno subjetivo para el que no encuentran cabida en sus ecuaciones. Pero lo que estoy haciendo es un razonamiento subjetivo. Lo que a mí me parece, y adivino que al lector le ocurre lo mismo, es que el presente se desplaza del pasado al futuro, como un círculo de luz que avanza lentamente a lo largo de una escala de tiempo gigantesca. Todo lo que la luz ha dejado atrás se encuentra a oscuras, la oscuridad del pasado muerto. Todo lo que hay ptír delante se encuentra en la oscuridad del futuro desconocido. Las posibilidades de que nuestro siglo sea el iluminado por el proyector son las mismas de que un penique lanzado al azar caiga sobre una hormiga concreta que se desplaza por la carretera que va de Nueva York a San Francisco. En otras palabras, es abrumadoramente probable que estemos muertos.
    A pesar de esta conclusión, el lector ya habrá advertido que, de hecho, está vivo. Las personas a las que el círculo de luz ya ha sobrepasado y aquéllas a las que todavía no ha llegado no están en situación de leer un libro. Yo tengo la suerte añadida de estar en situación de escribirlo, aunque puede que ya no lo esté para cuando el lector lea estas palabras. En realidad, casi prefiero estar muerto. No se me interprete mal. Amo la vida y espero seguir vivo todavía durante bastante tiempo, pero todo autor desea que sus obras lleguen a un público lo más amplio posible. Puesto que es probable que el total de la población futura supere por un amplio margen el número de mis contemporáneos, no puedo sino aspirar a estar muerto para cuando el lector esté leyendo estas palabras. Visto jocosamente, esto no es más que la esperanza de que mi libro tarde mucho en dejar de reeditarse. Pero lo que veo mientras escribo esto es que tengo la suerte de estar vivo, y lo mismo le digo al lector.
    Vivimos en un planeta que es casi perfecto para nuestro modo de vida: ni demasiado cálido ni demasiado frío, caldeado por una luz solar agradable mientras gira calmosamente, suavemente hidratado; una fiesta verde y dorada de planeta. Por desgracia, también hay eriales y barriadas pobres, lugares en los que impera la miseria y el hambre. Pero echemos un vistazo a la competencia. Comparado con la mayoría de planetas, esto es el paraíso, y hay zonas de la Tierra que aún son paradisíacas desde cualquier punto de vista. ¿Cuál es la probabilidad de que un planeta elegido al azar tenga estas cualidades tan amigables? Incluso el cálculo más optimista nos diría que menos de una entre un millón.
    Imagine el lector una nave espacial llena de exploradores durmientes, colonos potenciales ultracongelados procedentes de algún mundo distante. La nave podría estar cumpliendo una misión desesperada para salvar a la especie antes de que un cometa imparable, como el que eliminó a los dinosaurios, impacte en su planeta natal. ¿Cuáles son las posibilidades de que la nave espacial encuentre alguna vez un planeta tolerable para la vida? Si, en el mejor de los casos, sólo hay un planeta de cada millón que sea adecuado, y si se tardan siglos en viajar de una estrella a otra, es patéticamente improbable que la nave encuentre un refugio apto y, menos aún, seguro para su cargamento durmiente.
    Pero imaginemos que el piloto robot de la nave tiene una suerte indecible y, después de millones de años, acierta a encontrar un planeta capaz de albergar vida: un planeta de temperatura moderada, bañado por una cálida luz estelar y refrescado por el oxígeno y el agua. Los pasajeros, nuevos Rip van Winkie,* se despiertan y salen de la nave

    *
Personaje de una narración de Washington Irving, muy conocida en los países anglosajones, que se despierta después de un sueño de 20 años y advierte grandes cambios en el mundo que le rodea.
(N. del T.).
    
tambaleándose. Después de un millón de años de sueño, contemplan un planeta fértil, con ríos Y cascadas rutilantes y prados lujuriantes, un mundo repleto de criaturas "que surcan una exuberancia verde y extraña. Nuestros viajeros caminan en trance, estupefactos, incapaces de dar crédito a sus sentidos no habituados o a su suerte.
    Como ya he dicho, este relato implica una suerte increíble; es improbable que ocurra algo así. Ahora bien, ¿acaso no es esto lo que nos ha ocurrido a cada uno de nosotros? Nos hemos despertado después de un sueño de cientos de millones de años, desafiando las posibilidades astronómicas en contra. Admito que no venimos al mundo en una nave espacial, ni irrumpimos en él con la conciencia ya despierta, sino que acumulamos conocimiento gradualmente a lo largo de la infancia. El hecho de que descubramos lentamente nuestro mundo en lugar de aprehenderlo de golpe no le resta nada de su maravilla.
    Sé que estoy haciendo trampa. Al hablar de suerte estoy poniendo la carreta delante de los bueyes. No es ningún accidente que la vida tal como la conocemos se encuentre en un planeta cuya temperatura, plu-viosidad y demás sean inmejorables. Si un planeta es apto para la evolución de alguna clase de vida, entonces las condiciones serán las idóneas para esa clase de vida. Pero en tanto que individuos seguimos siendo inmensamente afortunados. Somos unos privilegiados, y no sólo por poder gozar de nuestro planeta. Se nos ha concedido la oportunidad de comprender por qué nuestros ojos están abiertos, y por qué ven lo que ven, en el corto tiempo de que disponemos antes de que se cierren para siempre.
    Aquí, me parece a mí, radica la mejor respuesta a esos tacaños de espíritu que andan siempre preguntando qué utilidad tiene la ciencia. En una de esas anécdotas míticas de autoría incierta, parece ser que cierto personaje le preguntó a Michael Faraday para qué servía la ciencia. «Señor», contestó Faraday, «¿para qué sirve un niño recién nacido?». Lo que Faraday (o Benjamín Frankiin, o quienquiera que fuese) quiso decir es que un bebé podía no reportar nada en el presente, pero tenía un gran potencial de cara al futuro. Me gusta pensar que quiso decir algo más: ¿qué utilidad tiene traer un niño al mundo si lo único que hace con su vida es trabajar para poder vivir? Si todo se juzga por lo «útil» que es (útil para seguir vivo, se entiende), entonces nos encontramos ante un argumento circular y fútil. Tiene que existir algún valor añadido. Al menos una parte de la vida debería dedicarse a vivirla, y no sólo a trabajar para retrasar su final. Ésta es la razón por la que encontramos justificada la inversión del dinero de los contribuyentes en las artes. Es una de las justificaciones legítimas para la conservación de especies raras y edificios hermosos.
Es nuestra contestación a esos bárbaros que piensan que los elefantes salvajes y las casas históricas sólo debieran conservarse si «se pagan el viaje». Lo mismo vale para la ciencia. Por supuesto que la ciencia se paga el viaje. La ciencia es útil, desde luego, pero esto no es todo lo que importa.
    Después de un sueño de cien millones de siglos hemos abierto al fin los ojos en un planeta suntuoso, de colores rutilantes y repleto de vida. Dentro de algunas décadas deberemos cerrarlos de nuevo. ¿Qué manera de invertir nuestro breve tiempo bajo el sol puede ser más noble y esclarecedora que trabajar para comprender el universo y nuestro despertar en él? Así contesto cuando se me pregunta (cosa que, para mi sorpresa, ocurre con frecuencia) por qué me molesto en levantarme por las mañanas. En otras palabras, ¿no es tris te irnos a la tumba sin habernos preguntado nunca por qué nacimos? ¿Quién, con ese pensamiento, no saltaría de la cama ávido de continuar descubriendo el mundo y felicitándose de formar parte del mismo?
    La poetisa Kathleen Raine, que estudió ciencias naturales en Cambridge y se especializó en biología, encontró un consuelo parecido cuando era una joven despechada que buscaba desesperadamente un alivio para el dolor que la abrumaba:
    Entonces el cielo me habló en un lenguaje claro, Familiar como el corazón, que el amor más cercano. El cielo le dijo a mi alma: «¡Tienes lo que deseas!
    »Ahora debes saber que has nacido junto con estas nubes y vientos y estrellas y mares siempre en movimiento y habitantes de los bosques. Ésta es tu naturaleza.
    »Levanta de nuevo tu corazón sin miedo, Duerme en la tumba, o respira en el aire vivo, Este mundo lo compartes con la flor y con el tigre». {3}
    «Pasión» (1943)
    Existe una anestesia de la familiaridad, un sedante de la cotidianidad, que embota los sentidos y niebla la maravilla de la existencia. Para quienes no estamos dotados para la poesía, vale la pena, aunque sea de vez en cuando, hacer un esfuerzo para sacudirse la anestesia. ¿Cuál es la mejor manera de combatir la indolente habituación que produce nuestro gateo gradual desde la infancia? Es obvio que no podemos volar hasta otro planeta, pero podemos recobrar la sensación de despertar a la vida en un mundo nuevo si contemplamos nuestro propio mundo desde perspectivas no familiares. Es tentador echar mano de un ejemplo fácil como una rosa o una mariposa, pero vayamos directamente al extremo más extraño y profundo. Hace años asistí a una conferencia de un biólogo especialista en pulpos y sus parientes, calamares y jibias. Recuerdo cómo expresó su fascinación por estos animales: «Miren», dijo, «ellos son los marcianos». ¿Ha visto alguna vez el lector un calamar cambiando de color?
    A veces las imágenes de televisión se proyectan en grandes paneles de diodos emisores de luz (LED). En lugar de una pantalla fluorescente con un haz de electrones que la barre de un lado a otro, la pantalla LED es un gran conjunto de lucecitas controlables individualmente. La intensidad de cada luz puede aumentarse o disminuirse, de manera que, desde cierta distancia, toda la matriz resplandece con imágenes en movimiento. La piel del calamar se comporta como una pantalla LED. En lugar de luces, la piel del calamar está tapizada de minúsculos sacos de tinta. Cada saco posee fibras musculares para su contracción. Mediante cordeles de marioneta atados a cada paquete de músculos, el sistema nervioso del calamar puede controlar la forma y, por ende, la visibilidad de cada saco de tinta.
    En teoría, si pudiéramos interceptar los nervios que llevan a los diferentes píxeles de tinta y estimularlos eléctricamente mediante un ordenador, podríamos proyectar películas de Charlie Chaplin sobre la piel del calamar. El calamar no hace eso, pero su cerebro controla las conexiones con precisión y rapidez, y las películas cutáneas {4} que exhibe son espectaculares. Ondas de color se desplazan por la superficie como nubes en un filme acelerado; ondulaciones y remolinos surcan la pantalla viva. El animal expresa sus cambios de humor a velocidad vertiginosa: es capaz de pasar en un segundo del pardo oscuro a un blanco fantasmal, y de modular rápidamente patrones de bandas y punteaduras entretejidas. En lo que respecta a cambiar de color, los camaleones son, en comparación, unos aficionados.
    El neurobiólogo norteamericano William Calvin es uno de los científicos que en la actualidad se dedican a pensar sobre qué es realmente el pensamiento. Como han hecho otros antes, insiste en la idea de que los pensamientos no residen en lugares concretos del cerebro, sino que son pautas cambiantes de actividad superficial, unidades que recluían a las unidades vecinas en poblaciones que se convierten en un mismo pensamiento, y compiten de manera darwiniana con poblaciones rivales de pensamientos alternativos. Estas pautas cambiantes no son visibles, pero tengo la impresión de que si las neuronas se iluminaran al activarse la corteza cerebral se parecería a la superficie del cuerpo de un calamar. ¿Piensa un calamar con su piel? Cuando un calamar cambia de repente su modelo de color, suponemos que ello es una manifestación de un cambio de humor dirigida a otro calamar. Un cambio de color anuncia que el calamar ha pasado de un talante agresivo, por ejemplo, a uno temeroso. Es natural presumir que este cambio de talante tuvo lugar en el cerebro, y que el cambio de color es la manifestación visible de pensamientos internos, externalizados con fines comunicativos. La conjetura que se me ocurre es que quizá los pensamientos mismos del calamar residan en la propia piel. Si los calamares piensan con la piel, entonces son todavía más «marcianos» de lo que mi colega creía. Incluso si esta especulación es demasiado descabellada (y lo es), el espectáculo de sus ondeantes cambios de color es lo bastante extraño para hacemos salir de nuestra anestesia de la familiaridad.
    Los calamares no son los únicos «marcianos» que tenemos al lado mismo de la puerta. Piénsese en las grotescas caras de los peces abisales; en los ácaros del polvo, incluso más terroríficos si no fueran tan diminutos; en los tiburones ballena, simplemente terribles. Piénsese en los camaleones, que lanzan su lengua como una catapulta, con sus ojos sobre tórrelas giratorias y su paso lento y frío. También podemos captar esa sensación de «otro mundo extraño» de manera igualmente efectiva mirando hacia nuestro interior, a las células que constituyen nuestro propio cuerpo. Una célula no es simplemente una bolsita de jugo. Está repleta de estructuras sólidas, laberintos de membranas replegadas de forma intrincada. Existen alrededor de 100 billones de células en un cuerpo humano, y el área total de estructuras membranosas en nuestro interior suma más de 80 hectáreas. Una granja ciertamente respetable.
    ¿Qué hacen todas éstas membranas? Parecen rellenar la célula como guata, pero esto no es todo. Gran parte de las hectáreas plegadas se dedica a líneas de producción química, con cintas transportadoras, cientos de fases en cascada, cada una de las cuales conduce a la siguiente en secuencias organizadas con precisión, y accionado todo el conjunto por ruedas dentadas químicas que giran rápidamente. El ciclo de Krebs, el engranaje de 9 dientes responsable en gran parte de que tengamos energía disponible, gira a unas 100 revoluciones por segundo, y se repite miles de veces en cada célula. Los engranajes químicos de esta clase se encuentran alojados en las mitocondrias, cuerpos minúsculos parecidos a bacterias que se reproducen por su cuenta en el interior de nuestras células. Como veremos, hoy se acepta que las mitocondrias, junto con otras estructuras celulares vitales, no sólo parecen bacterias sino que descienden directamente de bacterias ancestrales que renunciaron a su libertad hace mil millones de años. Cada uno de nosotros es una ciudad de células, y cada célula es una aldea de bacterias. El lector es una gigantesca megalópolis bacteriana. ¿No levanta esto el manto de la anestesia?
    Mientras que el microscopio ayuda a nuestras mentes a internarse en las extrañas galerías de las membranas celulares y el telescopio nos traslada a galaxias lejanas, otra manera de salir de la anestesia es retroceder con la imaginación a través del tiempo geológico. Es la edad inhumana de los fósiles lo que nos hace caer de espaldas. Tomamos un trilobite y los libros nos dicen que tiene 500 millones de años de antigüedad. Pero esta edad está más allá de nuestra comprensión. Nuestro cerebro ha evolucionado para comprender las escalas de tiempo de nuestra propia vida. Segundos, minutos, horas, días y años nos resultan fáciles de evaluar. Podemos habérnoslas incluso con los siglos. Pero cuando llegamos a los milenios nuestra espina dorsal comienza a estremecerse. Los mitos épicos de Hornero; las gestas de los dioses griegos Zeus, Apolo y Artemisa; de los héroes judíos Abraham, Moisés y David, y su terrible dios Yahvé; de los antiguos egipcios y su dios sol Ra: todos ellos inspiran a los poetas y nos dan esa frisson de antigüedad inmensa. Es como si a través de nieblas fantasmagóricas atisbáramos los ecos ajenos de la antigüedad. Pero, en la escala de tiempo de nuestro trilobite, todo eso ocurrió ayer mismo.
    Se han ofrecido muchas escenificaciones, y yo voy a .ensayar otra. Escribamos la historia de un año en una única hoja de papel. Esto no permite entrar en demasiados detalles. Viene a ser como el sucinto «resumen del año» que los periódicos sacan a relucir el día 31 de diciembre, en el que cada mes merece sólo unas pocas frases. Escribamos después en otra hoja de papel el resumen del año anterior, y así sucesivamente, al ritmo de un año por hoja. Encuadernemos las hojas en un libro y numerémoslas. Decline andFall ofthe Román Empire [Decadencia y caída del Imperio Romano]
(1776-1788), de Gibbon, abarca unos 13 siglos en seis volúmenes de unas 500 páginas cada uno, de manera que cubre el terreno aproximadamente al ritmo del que estamos hablando.
    «Otro maldito libro, grueso y cuadrado. ¡Siempre garabateando, garabateando y garabateando! ¿Eh, Señor Gibbon?»
    William Henry, primer duque de Gloucester (1829)
    Este espléndido volumen que es The Oxford Dictionary of Quota-tions [Diccionario de citas de Oxford] (1992), del que acabo de copiar esta observación, es asimismo un maldito libro grueso y cuadrado, que tiene el tamaño más o menos adecuado para retrotraemos a los tiempos de la reina Isabel I. Tenemos un patrón aproximado de tiempo: 10 cm de grosor de libro para registrar la historia de un milenio. Una vez establecida nuestra norma, sumerjámonos en el ajeno mundo del tiempo geológico profundo. Coloquemos el libro del pasado más reciente plano sobre el suelo, y después amontonemo s sobre él la pila de libros de los siglos anteriores. Ahora coloquémonos junto al montón de libros a modo de vara de medir viva. Si queremos leer acerca de Jesús, por ejemplo, deberíamos seleccionar un volumen situado a 20 cm del suelo, justo por encima del tobillo.
    Un famoso arqueólogo desenterró a un guerrero de la edad del bronce con una máscara facial magníficamente conservada y exclamó alborozado: «He contemplado la faz de Agamenón». Manifestaba así poéticamente su reverencia por haber penetrado en la antigüedad legendaria. Para encontrar a Agamenón en nuestro rimero de libros, tendríamos que agachamos hasta un nivel situado hacia la mitad de las espinillas. En algún lugar cercano encontraríamos Petra («Una ciudad rosa y roja, la mitad de antigua que el tiempo»), Ozimandias, rey de reyes («Contemplad mis obras, vosotros los poderosos, y abandonad la esperanza») {5} y esa enigmática maravilla del mundo antiguo, los jardines colgantes de Babilonia. Ur de Caldea y Uruk, la ciudad del legendario héroe Gilgamesh, tuvieron su día un poco antes, y encontraríamos relatos de su fundación a un nivel algo más cerca de nuestras rodillas. Por ahí se encontraría la más antigua de las fechas, según el arzobispo del siglo xvii James Ussher, quien calculó que el 4004 a. de C. era la fecha de la creación de Adán y Eva.
    La domesticación del fuego es uno de los grandes hitos de nuestra historia: de ella se derivó la mayor parte de la tecnología. ¿A qué altura de nuestra pila de libros se encuentra la página en la; que se registra este descubrimiento épico? La respuesta es toda una sorpresa si se piensa que podríamos sentamos cómodamente sobre e1 montón de libros que abarca toda la historia documentada. Las trazas arqueológicas sugieren que el uso del fuego fue descubierto por nuestro antepasado
Homo erectas, aunque no sabemos si hacía fuego o simplemente lo mantenía encendido. De esto hace medio millón de años, de manera que para consultar el volumen correspondiente de nuestra analogía tendríamos que trepar hasta un nivel ligeramente superior al de la Estatua de la Libertad. Una altura vertiginosa si se tiene en cuenta que Prometeo, el legendario suministrador del fuego, es mencionado por primera vez algo por debajo de nuestro tobillo en nuestra pila de libros. Para leer acerca de
Lucy y nuestros antepasados australo- pitecinos africanos tendríamos que trepar a más altura que la de cualquier edificio de Chicago. La biografía del antepasado común que compartimos con los chimpancés sería una frase en un libro situado a una altura doble que la anterior.
    Pero nuestro viaje en busca del trilobite no ha hecho más que empezar. ¿Qué altura debería tener el rimero de libros para acomodar la página en la que se celebra rutinariamente la vida y la muerte de este artrópodo en su somero mar del Cámbrico? La respuesta es unos 56 kilómetros. No estamos acostumbrados a tratar con alturas como ésta. La cumbre del monte Everest está a menos de 9 kilómetros sobre el nivel del mar. Podemos hacemos una idea de la edad del trilobite si situamos el montón de libros a 90 grados sobre el suelo. Imagínese el lector un estante de libros tres veces más largo que la isla de Manhattan, abarrotado de volúmenes del tamaño de La decadencia y caída
de Gibbon. Abrirse camino leyendo hasta el trilobite, aunque cada año ocupe sólo una página, sería más laborioso que deletrear los 14 millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso. Pero incluso el trilobite es joven comparado con la edad de la vida misma. Las vidas químicas arcaicas de los primeros organismos, los antepasados comunes del trilobite, las bacterias y nosotros mismos, estarían registradas en el volumen 1 de nuestra saga, situado en el extremo opuesto de un estante maratoniano que se extendería desde Londres hasta las fronteras de Escocia, o bien atravesaría Grecia desde el Adriático al Egeo.
    Puede que estas distancias sigan siendo irreales. El arte de concebir grandes números mediante analogías consiste en no sobrepasar la escala de lo que las personas pueden comprender. De lo contrario, la analogía no mejorará nuestra perspectiva. Abrirse camino leyendo a través de una biblioteca de historia cuyos volúmenes ocupan una estantería que va de Roma a Venecia es una tarea casi tan incomprensible como la cifra desnuda de 4000 millones de años.
    He aquí otra analogía. Extienda el lector completamente los brazos para abarcar toda la evolución desde su origen (en la punta de los dedos de la mano izquierda) hasta la actualidad (en la punta de los dedos de la mano derecha). En todo el trecho que va desde la mano izquierda hasta bien pasado el hombro derecho, la vida no consiste en otra cosa que bacterias. La vida pluricelular e invertebrada surge en algún punto en torno al codo derecho del lector. Los dinosaurios aparecen en medio de la palma de la mano derecha, y se extinguen hacia la última articulación del dedo. Toda la historia de Homo sapiens y de nuestro predecesor
Homo erectas está incluida en el grosor de la punta de una uña cortada. En cuanto a la historia documentada: los sumerios, los babilonios, los patriarcas judíos, las dinastías faraónicas, las legiones romanas, los padres cristianos, las leyes inmutables de los medos y pers as;
    Troya y los griegos. Helena, Aquiles y Agamenón; Napoleón y Hitler, los Beatles y Bill Clinton; ellos y todos los que los conocieron serían arrastrados por una leve pasada de una lima para uñas.
    A los muertos se les olvida rápidamente,
    Son mucho más numerosos que los vivos,
    pero ¿dónde están sus huesos?
    Por cada hombre vivo hay un millón de muertos,
    ¿Se ha ido su polvo a la tierra que no se verá nunca?
    No habrá aire para respirar, con un polvo tan espeso,
    No habrá espacio para que el viento sople
    ni para que la lluvia caiga;
    La Tierra será una nube de polvo, un suelo de huesos,
    Sin siquiera lugar para nuestros esqueletos. {6}
    Sacheverell Sitweil, «La tumba de Agamenón» (1933)
    No es que tenga importancia, pero el tercer verso de Sitweil es inexacto. Se ha estimado que la población humana actual supone una proporción sustancial de los seres humanos que han vivido en todos los tiempos. Pero lo único que refleja esto es el poder del crecimiento exponencial. Si contamos generaciones en lugar de cuerpos, y especialmente si nos remontamos más allá de la historia de la humanidad, I hasta el inicio de la vida, el sentimiento de Sacheverell Sitweil cobra nueva fuerza. Supongamos que cada individuo de nuestra ascendencia femenina directa, desde la primera floración de la vida pluricelular, hace poco más de quinientos millones de años, hubiera muerto sobre la tumba de su madre antes de fosilizarse. Como en las capas sucesivas de la ciudad enterrada de Troya, habría mucha compresión, de modo que podemos suponer que cada fósil de la serie queda aplastado hasta formar una torta de 1 cm de grosor. ¿Qué potencia de roca necesitaríamos para acomodar nuestro registro fósil continuo? La respuesta es que la roca debería tener unos 1000 km de espesor. Esto es diez veces más grueso que la corteza terrestre.
    El Gran Cañón, cuyas rocas, desde la más profunda a la más somera, abarcan la mayor parte del periodo que estamos considerando, tiene sólo unos dos kilómetros de profundidad. Si los estratos del Gran Cañón estuvieran atestados de fósiles sin nada de roca entre ellos, en este espesor sólo habría espacio para una sexcentésima parte de las generaciones muertas sucesivamente. Estos cálculos ayudan a poner en proporción las demandas de los fundamentalistas, que exigen una serie «continua» de fósiles que cambien gradualmente para aceptar el hecho de la evolución. Simplemente, no hay espacio suficiente en la corteza terrestre para tal lujo, y por varios órdenes de magnitud. Se mire como se mire, sólo una mínima proporción de los organismos que han existido ha tenido la suerte de fosilizarse. Como he dicho antes, yo lo consideraría un honor.
    El número de muertos supera con mucho el de los que vivirán. La noche de los tiempos sobrepasa con mucho el día, y ¿quién sabe cuando fue el equinoccio? Cada hora se añade a esta aritmética actual, que apenas se para un momento... ¿Quién sabe si los mejores hombres serán conocidos, o si no olvidaremos a personas más notables que cualesquiera de las que recordamos en la relación conocida del tiempo?
    Sir Thomas Browne,
Urne Buriall [Sepultura en urna]
1658)

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