Este libro le hará más inteligente John Brockman Fragmentos


PRÓLOGO
    DAVID BROOKS
    Columnista del New York Times y autor de El animal social .
    Todas las épocas tienen sus propios temas conflictivos. Al decir esto pienso en la actividad que mantuvo el Círculo de Bloomsbury a principios del siglo  XX . Y pienso también en los intelectuales neoyorquinos que en la década de 1950 se dedicaban a escribir para una serie de publicaciones modestas como la Partisan Review . Los pensadores más influyentes de nuestra época viven en la frontera de las ciencias cognitivas, la psicología evolucionista y las tecnologías de la información. Esta constelación de pensadores, influida por personalidades como Daniel Kahneman, Noam Chomsky, E. O. Wilson, Steven Pinker, Steve Jobs y Sergey Brin, contribuye en gran medida a establecer el tono vital de nuestra época. Son ellos quienes plantean los interrogantes fundamentales y quienes configuran los debates que habrán de desarrollarse tanto fuera de sus propias disciplinas como en el ámbito público.
    Buena parte de los líderes de esa red cognitiva figuran en este libro. Tienen la gran suerte de situarse a la vanguardia de un puñado de campos del saber que están experimentando un rápido avance. Pero también cuentan con la inmensa fortuna de tenerse unos a otros. El agente literario y polivalente empresario intelectual John Brockman se las arregla para reunir a los integrantes de esa red convocándolos a cumbres científicas. Organiza simposios y alienta diálogos por Internet. Por medio de la página electrónica Edge.org, Brockman ha logrado multiplicar el talento de todos los implicados. Y con una iniciativa crucial, se ha preocupado de sacar a los eruditos del círculo de sus respectivas disciplinas intelectuales, animándoles a interactuar con personas de distintos campos del conocimiento, a conversar con altos ejecutivos de empresa y a charlar con el público en general.
    La estructura disciplinar de las universidades constituye un importante cimiento. Gracias a ella se fortalece el rigor metodológico. Sin embargo, dicha estructura no se corresponde verdaderamente con la realidad (¿por qué tenemos un campo, la psicología, que se ocupa de la vida interior, y otro campo, la sociología, relativo a la vida exterior, si la distinción entre uno y otro es permeable y tal vez irrelevante?). Si aspiramos a una vida intelectual vibrante es preciso que alguien saque a los investigadores de sus guetos, y eso es justamente lo que ha hecho Brockman gracias a la revista Edge .
    El libro que sostiene usted en las manos cumple dos funciones, una implícita y la otra explícita. Le ofrece implícitamente una excelente visión de las cuestiones que obsesionan ahora mismo a algunos de los más destacados pensadores del mundo. Podrá pulsar el optimismo (o la ansiedad) que les invade ante los cambios que la tecnología está introduciendo en la cultura y la interacción. Y muy a menudo observará que les mueve el deseo de ir más allá de los razonamientos deductivos y concebir modalidades más rigurosas de pensamiento holístico o emergente.
    También percibirá el talante emocional que reverbera en el seno del grupo. Las personas pertenecientes a esta cultura adoran los rompecabezas ingeniosos y las preguntas audaces. Benoit Mandelbrot planteó su célebre interrogante —«¿Qué longitud tiene la costa de Gran Bretaña?»— mucho antes de que se redactaran las ponencias de este simposio, pero capta a la perfección el tipo de enigma que hace las delicias de las gentes de este grupo. La pregunta parece sencilla. Bastaría con consultar la enciclopedia. Sin embargo, como bien observó Mandelbrot, la longitud del litoral británico depende del instrumento que se utilice para realizar la medición. Si optamos por trazar una serie de líneas capaces de ceñirse aproximadamente a la costa que aparece dibujada sobre un mapa obtendremos una cifra, pero si tratásemos de medir los auténticos recovecos de cada ensenada y cada bahía, las curvas que describe cada guijarro y cada grano de arena llegaríamos a una longitud muy diferente.
    Esta pregunta resulta intelectualmente compleja, pero también clarificadora. No solo penetra bajo la superficie del modo en que contemplamos las cosas sino que nos hace cobrar conciencia de que, en el transcurso de la última generación, las personas que figuran en este libro nos han hecho bucear bajo los estratos de nuestro propio pensamiento consciente, mostrándonos a un tiempo los profundos patrones y la hondura de los ámbitos en que se desenvuelve la vida. Yo diría que todos ellos se han visto influidos por la escala de valores de Silicon Valley, en California. Todos ellos parecen apreciar muy positivamente los empeños innovadores más heroicos y no dan la impresión de considerar que haya que avergonzarse si una iniciativa intrépida se salda con un fracaso. Son personas entusiastas. Y lo que es más importante: no estamos ante un conjunto de fríos deterministas. Al abrigo de su influencia, las ciencias cognitivas y de otro tipo han comenzado a aprender de las novelas y de las humanidades. En este libro, Joshua Greene firma un brillante artículo en el que intenta definir la relación existente entre las ciencias y las humanidades, entre la neuroimagen y Macbeth . Greene muestra que ambos saberes constituyen dos magisterios tan complementarios como interrelacionados. De este modo, la fisura que separa a ambas culturas queda parcialmente superada.
    El objetivo explícito de este libro estriba en proporcionarnos mejores herramientas para concebir el mundo. Pese a haber sido escrito por un grupo de investigadores, se trata de una obra eminentemente práctica que contribuye a facilitar la vida cotidiana.
    Conforme vaya usted adentrándose en la presente obra, ya avance en ella en línea recta y a paso ligero u opte por saltar de un tema a otro con ligereza coreográfica, comprobará que algunos de los artículos se centran en la descripción de las invarianzas observables en el cosmos. Nicholas Christakis es uno de los eruditos que destacan el hecho de que muchas de las cosas del mundo poseen propiedades ausentes en sus diferentes partes. Y para entenderlas no basta con separarlas: se hace preciso observar el modo en que interactúan con el todo. Stephon Alexander es uno de los dos autores que (como bien conviene al caso) resaltan las dualidades que encontramos en el mundo. Del mismo modo que el electrón tiene propiedades que lo asemejan tanto a las ondas como a las partículas, hay un gran número de objetos que pueden manifestar dos conjuntos simultáneos de características. Clay Shirky subraya el hecho de que, a pesar de que con mucha frecuencia imaginamos ver campanas de Gauss por todas partes, lo cierto es que, por regla general, la mejor forma de describir los fenómenos del mundo consiste en recurrir al principio de Pareto. A menudo, en su representación gráfica, las cosas se desvían radicalmente hacia la parte alta de una distribución cualquiera. En toda empresa es el veinte por ciento de los empleados el que realiza la mayor parte del trabajo, y el veinte por ciento superior que encabeza a ese veinte por ciento forma, a su vez, el grupo sobre el que recae la mayor parte de las tareas encomendadas.
    A medida que vaya usted leyendo los artículos que tratan de comprender las pautas presentes en el mundo irá topando con un conjunto de hechos sorprendentes. Por ejemplo, yo desconocía que en la actualidad el número de personas que pueden utilizar un teléfono móvil en la India duplica al de la gente con posibilidad de acceder a una letrina.

    Sin embargo, la mayor parte de los ensayos del libro hacen referencia a la metacognición, es decir, se proponen pensar sobre el modo en que pensamos. Entre otros muchos, me han llamado poderosamente la atención los trabajos de Daniel Kahneman sobre el espejismo de la concentración, de Paul Saffo sobre la ilusión de los lapsos temporales, de John McWhorter sobre la histéresis y de Evgeny Morozov sobre el efecto Einstellung. Si usted dirige una organización, o tiene un tipo de trabajo que exija reflexionar acerca del mundo, estos instrumentos se revelarán tan útiles como un mazo mágico [*] . Le ayudarán, tanto en lo inmediato como a lo largo de su vida, a comprender mejor el mundo y a apreciar con mayor precisión los sesgos presentes en sus propias interpretaciones.
    No obstante, quisiera hacer hincapié en una última cosa. Estos investigadores nos están proporcionando herramientas para pensar. Puede parecer un empeño utilitarista, y en efecto lo es. Sin embargo, en los más recónditos recovecos y rincones de esta obra también pueden encontrarse intuiciones relacionadas con la esfera íntima, con los ámbitos de la emoción y del alma. Hay en ella agudas percepciones vinculadas con el tipo de criaturas que somos los seres humanos. Y algunas de ellas no son en modo alguno alentadoras. Gloria Origgi escribe un artículo acerca de la caconomía, es decir, sobre la preferencia que mostramos por los resultados de baja calidad. Sin embargo, Roger Highfield, Jonathan Haidt y otros escriben acerca de la idea de que «arrimarse a los demás es luchar por la existencia», haciendo énfasis en que la evolución no guarda únicamente relación con la competencia, sino que mantiene lazos profundos con la cooperación e incluso con el altruismo. Haidt afirma con ingenio que somos las jirafas del altruismo. En este libro encontrará usted alimento para la vertiente poética de su naturaleza, así como carburante para sus facetas más prosaicas.
    Los estudiosos que aparecen en este libro se encuentran a la vanguardia de los campos de mayor actualidad. En estas páginas se limitarán a ofrecerle una pequeña pincelada de aquello a lo que dedican ahora mismo sus esfuerzos. Sin embargo, espero que no solo le llame la atención la gran espontaneidad de que hacen gala sino que se fije usted también en el trasfondo de modestia que emana de sus trabajos. Varios de los ensayos contenidos en la presente obra subrayan las profundas imperfecciones presentes en nuestra visión del mundo, resaltando igualmente que nuestro conocimiento es parcial. Y si muestran respeto por el método científico y el trabajo en equipo se debe a que el alcance de nuestra razón individual es limitado. De entre todos los elementos cautivadores que desfilarán ante el lector de este libro, esa mezcla de humildad y audacia es, sin duda, el más insólito e importante.



PREFACIO: LA PREGUNTA DE EDGE
    JOHN BROCKMAN
    Editor y director de la revista Edge .

    En 1981 fundé el Club de la Realidad. A lo largo de todo el año 1996, los miembros de dicho club celebraron sus reuniones en distintos lugares: restaurantes chinos, apartamentos de artistas, salas de juntas de diversas entidades bancarias, salones de baile, museos y cuartos de estar privados, entre otros. El Club de la Realidad era muy diferente a la Mesa Redonda del Hotel Algonquin, a los Apóstoles de Cambridge o al Círculo de Bloomsbury, pero ofrecía una aventura intelectual de idéntica calidad. Posiblemente, la agrupación que más se le asemeja sea la Sociedad Lunar de Birmingham, una asociación informal de finales del siglo  XVIII y principios del XIX en la que se daban cita las principales figuras culturales de la nueva era industrial: James Watt, Erasmus Darwin, Josiah Wedgwood, Joseph Priestley y Benjamin Franklin. De modo parecido, el Club de la Realidad nació como un intento de reunir a aquellas personas dedicadas a la exploración de los temas fundamentales de la era postindustrial.
    En el año 1997, el Club de la Realidad irrumpió en la Red, modificando su nombre y convirtiéndose en Edge . Las ideas que presentamos en Edge son de carácter especulativo. Representan el saber de vanguardia de áreas de conocimiento como la biología evolutiva, la genética, la ciencia informática, la neurofisiología, la psicología y la física. De todas estas contribuciones aflora ahora una nueva filosofía natural, así como un conjunto de formas nuevas de entender los sistemas físicos y diversas modalidades de pensamiento novedosas, todo lo cual cuestiona muchos de nuestros supuestos básicos.
    En cada una de las ediciones anuales conmemorativas de la revista Edge he pedido a los autores llamados a colaborar en ellas que aportaran respuestas a las preguntas que me asaltan en plena noche, o que cruzan la mente de alguna de las personas que me escriben. No es fácil dar con una buena pregunta. Como solía decir el difunto James Lee Byars, amigo y colaborador ocasional de la revista: «Soy capaz de responder a la pregunta, pero ¿puedo atribuirme la brillantez necesaria para plantearla?». Lo que busco son interrogantes que susciten respuestas imposibles de predecir. Mi objetivo consiste en estimular a la gente a fin de que conciba pensamientos que normalmente no se les habrían ocurrido.
    La pregunta de este año, que sugirió en su momento Steven Pinker y que Daniel Kahneman vendría a secundar más tarde, parte de una idea de James Flynn, dedicado a la investigación de la inteligencia y profesor emérito de estudios políticos en la Universidad de Otago, en Dunedin, Nueva Zelanda. Flynn había definido las abstracciones taquigráficas o SHA (siglas inglesas de shorthand abstractions ) diciendo que se trataba de conceptos científicos que habían pasado a formar parte del lenguaje corriente y que incrementaban la inteligencia de las personas al proporcionarles un conjunto de moldes conceptuales de aplicación general. «Mercado», «placebo», «muestra aleatoria» y «falacia naturalista» son algunos de los ejemplos que pone el propio Flynn. Lo que este pensador tiene en mente es que la abstracción se presenta al modo de una única pieza cognitiva, pieza que más tarde puede emplearse como elemento de reflexión y debate.
    La pregunta que planteó Edge en el año 2011
¿Qué concepto científico podría venir a mejorar el instrumental cognitivo de las personas?
    En este caso, el término «científico» ha de entenderse en sentido amplio, esto es, como la forma más fiable de obtener conocimiento acerca de cualquier materia, ya se trate de la conducta humana, del comportamiento colectivo estructurado, del destino del planeta o del futuro del universo. Un «concepto científico» puede brotar de la filosofía, la lógica, la economía, la jurisprudencia o cualquier otra iniciativa analítica, siempre y cuando constituya una herramienta rigurosa cuyo contenido conceptual pueda resumirse de manera sucinta y posea, al mismo tiempo, un vasto campo de aplicación para la comprensión del mundo.



EL «TIEMPO PROFUNDO»
Y EL FUTURO REMOTO
    MARTIN REES

    Presidente emérito de la Real Sociedad de Londres; profesor de cosmología y astrofísica; director del Trinity College de Cambridge; autor de Nuestra hora final: ¿será el siglo  XXI el último de la humanidad ?
    Necesitamos expandir nuestro horizonte temporal, y en especial hemos de adquirir una conciencia más honda y amplia de que tenemos por delante bastante más tiempo del transcurrido hasta el presente.
    La actual biosfera es el resultado de unos cuatro mil millones de años de evolución, y podemos remontarnos en la historia cósmica hasta llegar al Big Bang , que se produjo hace aproximadamente trece mil setecientos millones de años. Los impresionantes períodos temporales del pasado evolutivo forman hoy parte integrante de la cultura y la comprensión comunes —aunque es muy posible que dicha noción no haya llegado a propagarse por todas las regiones de Kansas y de Alaska—. Sin embargo, el inmenso período de tiempo que se extiende ante nosotros —con el que se hallan familiarizados todos los astrónomos— no ha calado en nuestra cultura en la misma medida.
    Nuestro Sol está a medio camino del final de su vida. Se formó hace cuatro mil quinientos millones de años, pero tiene por delante otros seis mil millones de años más antes de quedarse sin combustible. Cuando eso suceda se expandirá como una enorme bola de fuego, devorando a los planetas interiores y reduciendo a cenizas todo rastro de vida que pueda conservar la Tierra. No obstante, incluso una vez consumada la extinción del Sol, el universo seguirá expandiéndose, quizás eternamente, abocado a convertirse en un lugar cada vez más frío y vacío. Esa es, al menos, la mejor predicción que hoy pueden realizar a largo plazo los cosmólogos, aunque pocos de ellos se atreverían a efectuar una apuesta seria respecto a lo que sucederá más allá de unas cuantas decenas de miles de millones de años.
    No existe todavía una conciencia generalizada del «tiempo profundo» que tenemos por delante. De hecho, la mayoría de la gente —y no solo aquellos para quienes este planteamiento aparece enmarcado en un conjunto de creencias religiosas— consideran que, en cierto sentido, los seres humanos constituyen el punto culminante de la evolución. Sin embargo, ningún astrónomo podría dar crédito a ese parecer; al contrario, resultaría igualmente verosímil suponer que estamos a medio camino de lo que quizá lleguemos a ser. Hay tiempo de sobra para una evolución posterior a la humana, ya sea aquí en la Tierra o en algún planeta lejano, y ya tenga esta un carácter orgánico o inorgánico. Dicha evolución podría dar lugar a una diversidad mucho mayor y a una serie de cambios cualitativos superiores incluso a los que han permitido pasar de los organismos unicelulares a los seres humanos. De hecho, esta conclusión adquiere todavía mayor fuerza al comprender que la evolución futura no ocurrirá en la escala temporal de varios millones de años que caracteriza a la selección darwiniana sino a un ritmo mucho más acelerado, esto es, al permitido por la modificación genética y los progresos de la inteligencia artificial (una evolución forzada, además, por las drásticas presiones medioambientales a las que se enfrentan todos los seres humanos llamados a construir hábitats alejados de la Tierra).
    El propio Darwin comprendió que «en un futuro lejano, ninguna especie viviente preservará inalterado su aspecto». Hoy sabemos que ese «futuro» es mucho más remoto de lo que Darwin imaginaba —y que las alteraciones pueden producirse, además, a una velocidad muy superior—. También hemos aprendido que el cosmos, por el que la vida se propaga, es mucho más extenso y diverso de lo que pensaba el padre del evolucionismo. Por todo ello, podemos asegurar que los seres humanos no somos la rama terminal del árbol filogenético, sino una especie surgida en los primeros tiempos de la historia cósmica y con unas especiales perspectivas de evolucionar de forma diferente. Sin embargo, esto no implica rebajar nuestra categoría. Los seres humanos tenemos derecho a sentirnos singulares, puesto que somos la primera especie conocida que posee la capacidad de moldear su legado evolutivo.

SOMOS ÚNICOS

    MARCELO GLEISER

    Titular de la cátedra appleton de filosofía natural y profesor de física y astronomía del Dartmouth College; autor de A Tear at the Edge of Creation: A Radical New Vision for Life in an Imperfect Universe .
    Si queremos mejorar el instrumental cognitivo de la gente en general necesitamos un concepto científico que pueda aplicarse a todos los seres humanos. Es preciso que dicho instrumental tenga un impacto significativo en nuestra especie, o, por ceñirme algo más al extremo que me propongo exponer, ha de resultar clave en la definición de nuestro papel colectivo. El mencionado concepto ha de afectar necesariamente al modo en que percibimos quiénes somos y por qué estamos aquí. Debe reorganizar la manera en que vivimos nuestra vida y planeamos nuestro futuro colectivo, así como establecer, sin lugar a dudas, que somos importantes.
    Una de las nociones que podrían terminar convirtiéndose en ese centro neurálgico capaz de redefinir la vida es la de que nosotros, es decir, unos seres humanos que habitan un singular planeta, no solo somos únicos, sino que poseemos además una relevancia única. Ahora bien, ¿qué decir en este caso del planteamiento copernicano, es decir, de la noción de que cuanto más aprendemos acerca del universo más comprendemos la escasa importancia que tenemos? En este artículo argumentaré que la ciencia moderna, a la que tradicionalmente se echa la culpa de reducir nuestra existencia a un accidente sin sentido surgido en un universo indiferente, dice en realidad todo lo contrario. Pese a que efectivamente sostenga que somos un accidente ocurrido en un universo indiferente, también sugiere que constituimos un raro accidente, de modo que no podemos carecer de sentido.
    Pero ¡un momento! ¿No será al revés? ¿No deberíamos suponer que la vida es un fenómeno corriente en el cosmos y que nosotros somos simplemente una de las muchas criaturas que pululan en él? A fin de cuentas, conforme vamos descubriendo más y más mundos que orbitan en torno a otros soles, los llamados exoplanetas, topamos con un asombroso abanico de posibilidades. Y además, como las leyes de la física y la química son idénticas en todo el universo, cabe esperar que la vida sea una realidad omnipresente: si ha sucedido aquí, tendría que haber ocurrido necesariamente en otros muchos lugares. Entonces, ¿por qué sostengo que somos únicos?
    Hay una enorme diferencia entre vida y vida inteligente. Y al decir vida inteligente no me estoy refiriendo a los avispados cuervos ni a los delfines, sino a seres dotados de una mente capaz de alcanzar la autoconciencia y de desarrollar una tecnología avanzada —es decir, a criaturas que no se limitan a utilizar lo que encuentran a su alcance, sino que se revelan capaces de transformar los materiales en artilugios capaces de realizar multitud de tareas—. Coincido con quienes defienden la idea de que la vida unicelular, pese a depender de una miríada de factores físicos y bioquímicos, no tiene por qué ser una realidad exclusiva de nuestro planeta —en primer lugar, porque la vida en la Tierra apareció muy pronto, apenas unos cuantos cientos de millones de años después de que la agitación telúrica se hubiera apaciguado de manera suficiente; y en segundo lugar, porque la existencia de extremófilos, esto es, de formas de vida capaces de sobrevivir en condiciones extremas (muy calientes o muy frías, muy ácidas, altamente radiactivas, marcadas por la carencia de oxígeno, etcétera), muestra que la vida es resiliente y se propaga por todos los nichos que encuentra.
    No obstante, la existencia de organismos unicelulares no tiene por qué conducir a la aparición de seres multicelulares, y mucho menos puede decirse que desemboque en el surgimiento de criaturas multicelulares inteligentes. El afán de los seres vivos consiste en sobrevivir del mejor modo posible en un entorno dado. Si el entorno cambia, las criaturas capaces de perpetuarse en las nuevas condiciones lograrán permanecer. No hay nada en esta dinámica que respalde la idea de que, una vez surgida la vida, baste con esperar el tiempo suficiente para que, como por arte de magia, aparezca un ser inteligente. Esto tiene un tufillo a teleología biológica, es decir, a la convicción de que el objetivo de la vida estriba en crear vida inteligente, una noción que seduce a un gran número de personas, y por razones evidentes, ya que nos convierte en el especialísimo resultado de algún designio magnificente. La historia de la vida en la Tierra no apoya esta evolución orientada hacia la inteligencia. Ha habido muchas transiciones encaminadas a aumentar la complejidad, y ninguna de ellas constituía una obviedad esperable, ya fuera en el paso de las criaturas unicelulares procariotas a las eucariotas (¡sin que surgiera nada más durante tres mil millones de años!), en la evolución de los seres unicelulares a los pluricelulares, o en la posterior aparición de la reproducción sexual, de los mamíferos, de los mamíferos inteligentes, de Edge.org… De haberse desarrollado las cosas de otro modo, no estaríamos aquí.
    Cuando contemplamos la Tierra y nos fijamos en los elementos que nos han permitido convertirnos en una realidad, comprendemos rápidamente que nuestro planeta es muy especial. La siguiente lista expone algunas de las razones que explican esa singularidad: la prolongada existencia de una atmósfera protectora rica en oxígeno; la inclinación del eje de la Tierra, estabilizada por una única Luna de gran tamaño; la presencia de la capa de ozono y del campo magnético que, sumados, protegen a las criaturas de la superficie terrestre de las letales radiaciones cósmicas; los movimientos de la tectónica de placas, que regulan los niveles de dióxido de carbono y mantienen estable la temperatura global; el hecho de que nuestro Sol sea una estrella pequeña y razonablemente estable no proclive a liberar llamaradas de plasma al espacio… Por todo ello, resulta bastante ingenuo esperar que la vida sea una realidad ubicua en el conjunto del universo —al menos no con los niveles de complejidad que se observan en la Tierra—.
    Otro argumento más: aun en el caso de que hubiera vida inteligente en otros puntos del cosmos —y evidentemente no podemos descartar esa posibilidad (la ciencia tiene mucha más facilidad para hallar cosas que existen que para descartar aquellas que no existen)—, esta se hallaría a una distancia tan remota de nuestro planeta que, a todos los efectos prácticos, podríamos seguir diciendo que nos encontramos solos. Y aunque los proyectos de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés) hallasen pruebas de la presencia de otras inteligencias en el universo, no es previsible que iniciemos una intensa colaboración. Y si nos hallamos solos, y únicamente nosotros somos conscientes de lo que significa estar vivo y de lo importante que es continuar estándolo, quedamos investidos de un nuevo tipo de centralidad cósmica, muy distinta y mucho más significativa que la que inspiraba a la religión en los tiempos anteriores a Copérnico, cuando se creía que la Tierra era el centro de la Creación. Nuestra importancia nace del hecho de constituir una rareza y de saberlo.
    La doble comprensión de que vivimos dentro de un notable capullo cósmico y de que somos capaces de crear idiomas y naves espaciales en un universo que, por lo demás, parece mudo, tiene que resultar forzosamente transformadora. Mientras no encontremos a otros seres autoconscientes somos el medio por el que el universo piensa, de modo que haríamos bien en empezar a disfrutar de nuestra mutua compañía.



EL PRINCIPIO DE MEDIOCRIDAD
    P. Z. MYERS

    Biólogo, Universidad de Minnesota; autor del blog Pharyngula .

    Siendo como soy una persona que acaba de concluir un trimestre dedicado a enseñar a los alumnos de primer curso los rudimentos de la biología y que seguirá desempeñando esa labor en los meses venideros, debo decir que lo primero que me vino a la cabeza cuando me preguntaron cuál sería la competencia esencial que todo el mundo debería poseer fue el álgebra. Y ahora añadiría la probabilidad y la estadística elementales. En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que si los alumnos dominaran esas materias mi trabajo resultaría bastante más sencillo. Hay algo terriblemente desmoralizante en el hecho de ver que unos estudiantes, por lo demás brillantes, se equivocan por carecer de unas competencias matemáticas básicas que deberían dominar desde la escuela elemental.
    Lo cierto, sin embargo, es que con eso no basta. Las matemáticas elementales son un instrumento esencial cuyo conocimiento deberíamos poder dar por supuesto en toda sociedad científica y tecnológica. Pero ¿cuál es la idea que convendría aprender a las personas para comprender el lugar que ocupan en el universo?
    Yo voy a recomendar el principio de mediocridad. Se trata de una noción fundamental para la ciencia, y también es uno de los conceptos que la gente encuentra más polémicos y difíciles de entender. Uno de los ejes más importantes de la religión, del creacionismo, del patrioterismo y de las políticas sociales fallidas radica justamente en el hecho de que se oponen al principio de mediocridad. Son muchas las dolencias cognitivas con las que podríamos hacer un gurruño directamente destinado a la papelera si todo el mundo comprendiese esta sencilla idea.
    El principio de mediocridad sostiene simplemente que no es usted especial. El universo no gira en torno a su persona; este planeta no cuenta con ningún privilegio singular; su país no es el resultado perfecto de una secuencia de designios divinos; su existencia no se debe al influjo de un sino orientador e intencional; y ese emparedado de atún que se ha comido en el almuerzo no forma parte de una conjura pensada para producirle una indigestión. La mayoría de las cosas que suceden en el mundo son simples consecuencias de las leyes naturales, leyes de carácter universal, puesto que rigen en todas partes y atañen a la totalidad de lo existente, sin que haya excepciones especiales ni amplificaciones que redunden en su beneficio personal (y siendo además la diversidad un producto de la intervención del azar). Todo cuanto usted, como ser humano, considera investido de una importancia cósmica es un accidente. Las leyes de la herencia y la naturaleza de la biología determinaron que, al engendrar sus padres un hijo, este fuese anatómicamente humano y gozase fundamentalmente de una plena funcionalidad física. Sin embargo, la singular combinación de rasgos que le identifican como hombre o mujer, las características que le confieren una mayor o menor estatura o que le dotan de unos ojos azules o castaños se produjo no solo por efecto del entrecruzamiento aleatorio de atributos genéticos que tuvo lugar durante la meiosis, sino también como consecuencia de unas cuantas mutaciones sucedidas por azar y de la suerte de haber vencido en la gran carrera espermática que culminó en la fecundación.
    Sin embargo, no tiene por qué sentirse desalentado ante todo esto, dado que no es usted el único. Las mismísimas estrellas se formaron en virtud de las propiedades de los átomos, fijándose sus características específicas conforme a la azarosa distribución de las ondas de condensación que se propagaron a través de las nubes de polvo y gas originales. La posición del Sol no tenía por qué ser exactamente la que es, ni su luminosidad la que conocemos. Simplemente se da la circunstancia de que está ahí, y de que nuestra existencia deriva de esa oportunidad. La configuración de nuestra propia especie se debe en parte al poderoso influjo de nuestro entorno, que opera por medio de la selección, y en parte también a los vaivenes del azar. Si los seres humanos se hubiesen extinguido hace cien mil años, el mundo seguiría girando, la vida habría seguido floreciendo, y en nuestro lugar estaría prosperando otra especie —y con toda probabilidad no lo haría adentrándose por la misma senda que nosotros, es decir, valiéndose de la inteligencia y la tecnología—.
    Y está bien que las cosas sean así, como asumirá si comprende el principio de mediocridad.
    La razón de que este principio resulte tan esencial para la ciencia estriba en que gracias a ella se comienza a comprender cómo hemos llegado a este mundo y cómo funciona todo. En primer lugar, buscamos principios generales que operen en el conjunto del universo, y con ellos queda ya esclarecida buena parte de la cuestión. Después tratamos de encontrar las anomalías y las excepciones que engendraron los detalles. Esta estrategia se ha revelado exitosa y facilita la obtención de un conocimiento más profundo. Si usted parte del presupuesto de que un determinado objeto de nuestro interés constituye una violación de las propiedades del universo, que vino al mundo a la manera de una entidad única y con un propósito concreto, y asume además que las condiciones que propiciaron su existencia no siguen vigentes, es que ha saltado sin ninguna razón legítima a un plano presidido por un tipo de explicaciones insólitas y carentes de fundamento. Lo que señala el principio de mediocridad es que nuestra situación no obedece a un propósito y que el universo carece por igual de maldad y de benevolencia, aunque también indica que todo se atiene a unas determinadas leyes, y que el objetivo de la ciencia ha de ser precisamente la comprensión de esas leyes.



EL UNIVERSO SIN SENTIDO
    SEAN CARROLL

    Físico teórico del Instituto de Tecnología de California; autor de From Eternity to Here: The Quest for the Ultimate Theory of Time .

    El mundo está compuesto por objetos que se atienen a normas. Si insiste usted en buscar «el porqué» de lo que sucede en el universo, en último término no obtendrá más respuesta que esta: debido al estado del universo y a las leyes de la naturaleza.
    Este no es un tipo de pensamiento que acuda de manera obvia a la mente de las personas. Si contemplamos el universo con nuestra mirada antropocéntrica no podemos evitar analizar las cosas en términos de causas, fines y formas naturales de ser. En la antigua Grecia, Platón y Aristóteles veían el mundo desde una perspectiva teleológica: la lluvia cae porque el agua ha de ocupar un lugar inferior al del aire; los animales (y los esclavos) se hallan naturalmente al servicio de los ciudadanos libres.
    Pero ya desde el principio hubo escépticos. Demócrito y Lucrecio se cuentan entre los primeros naturalistas que nos instaron a pensar que la materia no obedece a unas causas finales ni sirve a unos objetivos subyacentes sino que se atiene a unas leyes. Sin embargo, habría que esperar a que nuestra comprensión de la física recibiera el impulso de pensadores como Avicena, Galileo y Newton para que empezáramos a considerar razonable concebir que el universo evoluciona por su propio empuje, sin que nada exterior a él venga a orientarlo ni a sustentarlo.
    En ocasiones, los teólogos apuntan que la función de Dios consiste en «sostener el mundo». Pero sabemos que no es así: el mundo no necesita que se lo sostenga, se limita sencillamente a ser. Pierre-Simon Laplace formuló en su día el tipo concreto de ley que rige el mundo: si conseguimos especificar cuál es el estado del universo (o de cualquier porción aislada del mismo) en un instante temporal dado, las leyes de la física nos dirán qué estado adoptará el cosmos en el instante inmediatamente posterior. Y si entonces aplicamos de nuevo esas leyes, podremos deducir su situación en el momento siguiente. Y así sucesivamente, hasta llegar a construir por completo la historia del universo (al menos en principio, obviamente). No habitamos un universo que avance en una dirección concreta y con un objetivo específico: vivimos en un cosmos atrapado en la zarpa de hierro de una pauta inquebrantable.
    Esa forma de entender los procesos que integran el núcleo del mundo físico ejerce una notable influencia en la forma en que asumimos el mundo social. Los seres humanos tendemos a empecinarnos en la idea de que las cosas ocurren por algún motivo. Entre las circunstancias que exigen una explicación basada en los designios de un plan oculto podríamos citar el fallecimiento de un niño, los accidentes de avión o la zozobra causada por un enajenado que de pronto comienza a disparar a diestro y siniestro. Cuando el conocido telepredicador estadounidense Pat Robertson sugirió que el huracán Katrina se había producido en parte como expresión de la ira de Dios ante la endeble moral de la nación, lo que hacía era tratar de proporcionar un contexto explicativo a un acontecimiento aparentemente inexplicable.
    Sin embargo, la naturaleza apunta en otra dirección. Las cosas ocurren porque las leyes de la naturaleza dictan que así han de suceder, dado que son una consecuencia del estado del universo y del sesgo de su evolución. La vida en la Tierra no surgió como culminación de un vasto plan sino que es el subproducto del incremento de entropía que registra el entorno, un entorno que se encuentra muy lejos del equilibrio. El desarrollo de nuestro impresionante cerebro no se debió al hecho de que la vida tiende a aumentar de manera constante sus niveles de complejidad e inteligencia, sino a interacciones mecánicas entre los genes, los organismos y el medio ambiente en que se desenvuelve.

    Esto no significa que la vida se halle desprovista de propósito y de sentido, sino que ambas nociones son cosas creadas por nosotros, no realidades externas que descubrimos en el andamiaje fundamental del mundo. El mundo sigue siendo escenario de acontecimientos que surgen y se encadenan de acuerdo con las leyes que lo rigen. Depende de nosotros darle sentido y conferirle valor.

EL PRINCIPIO COPERNICANO

    SAMUEL ARBESMAN

    Experto en matemática aplicada; miembro del programa de investigación posdoctoral del Departamento de Políticas de Atención Sanitaria de la Facultad de Medicina de Harvard; afiliado al Instituto de Ciencias Sociales Cuantitativas de la Universidad de Harvard.

    El científico Nicolás Copérnico comprendió que la Tierra no ocupa un lugar privilegiado en el sistema solar. Puede ampliarse el alcance de esta elegante constatación hasta convertirla en el vector de una impactante idea que sostiene que el punto en que nos hallamos no es en modo alguno especial ni favorable. Esa idea es el principio copernicano. Si contemplamos el mundo a la luz de ese principio se nos abre la doble posibilidad de superar algunos de los prejuicios que todavía alimentamos sobre nosotros mismos y de revisar la relación que nos une con el universo.
    El principio copernicano puede emplearse en su tradicional sentido espacial para cobrar conciencia de que nuestro Sol se encuentra en una posición mediocre en la periferia de nuestra galaxia, la cual tampoco ocupa ningún lugar notable en el universo. Además, el principio copernicano nos ayuda a comprender mejor la expansión de ese mismo universo, ya que nos permite apreciar que desde cualquier punto del cosmos veríamos alejarse rápidamente de nosotros a las demás galaxias, como nos sucede cuando las observamos desde la Tierra. No hay nada de especial en nosotros.
    El astrofísico J. Richard Gott ha hecho igualmente extensivo el principio copernicano a nuestra posición temporal, dedicándolo a obtener estimaciones relacionadas con los acontecimientos que marcan nuestra existencia y, además, instándonos a hacerlo con independencia de toda información adicional. De acuerdo con lo que expone Gott, no hay razón alguna para creer que disfrutemos de una posición temporal privilegiada —dejando a un lado el hecho de que seamos unos observadores inteligentes—. El principio copernicano nos permite cuantificar el grado de incertidumbre que sentimos y comprender que es muy frecuente que no seamos ni el origen ni el fin de las cosas. Este principio permitió que Gott estimara correctamente la fecha en que podía derrumbarse el muro de Berlín, e incluso ha arrojado cifras significativas en relación con la supervivencia de la humanidad.
    La idea copernicana puede fijar incluso la posición que ocupamos en los distintos órdenes de magnitud de nuestro mundo: somos mucho más pequeños que la mayor parte de los objetos del cosmos, mucho mayores que la mayoría de los elementos químicos, mucho más lentos que gran parte de los sucesos que tienen lugar a escala subatómica, y bastante más rápidos que los procesos geológicos y evolutivos. El principio copernicano nos empuja a estudiar los diferentes órdenes de magnitud de nuestro mundo —escalados en una secuencia que los alinea de mayor a menor, o viceversa— porque no podemos dar por supuesto que todos los sucesos interesantes se produzcan en el mismo plano en que nos desenvolvemos nosotros.
    No obstante, pese a que este reglamentado enfoque pone de manifiesto nuestra mediocridad, no hace falta desesperar: hasta donde sabemos, somos la única especie consciente del lugar que ocupa en el universo. La paradoja del principio copernicano radica en el hecho de que, haciéndonos comprender adecuadamente cuál es nuestro sitio, y pese a la lección de humildad que pueda encerrar, constituye la única vía de acceso para entender nuestras singulares circunstancias. Y, sin embargo, cuando al fin alcancemos a entenderlo, no pareceremos ya tan insignificantes.

NO ESTAMOS SOLOS EN EL UNIVERSO
    J. CRAIG VENTER

    Experto en ciencias del genoma; fundador y presidente del Instituto J. Craig Venter; autor de Una vida descodificada .

    No consigo imaginar un solo descubrimiento que pudiera ejercer sobre el conjunto del género humano un impacto superior al del hallazgo de vida fuera de nuestro sistema solar. El pensamiento cultural y social contemporáneo nos hace ver la vida a través de un prisma centrado a un tiempo en la óptica de los seres humanos y en el planeta Tierra. El hecho de descubrir que la vida podría tener múltiples orígenes, quizá millones, y que constituye un fenómeno omnipresente en el conjunto del universo nos afectaría profundamente, a todos y cada uno de nosotros.
    Vivimos en un planeta microbiano. Un solo centímetro cúbico del agua de nuestros océanos, lagos y ríos contiene un millón de células microbianas, y lo mismo ocurre en las capas más profundas de la corteza terrestre y en la generalidad de nuestra atmósfera. En cada uno de nosotros habitan más de cien billones de microorganismos. Y entre ellos hay algunos capaces de resistir varios millones de rads de radiación ionizante, e incluso la acción de ácidos y bases lo bastante fuertes como para disolvernos la piel. Hay microbios que crecen en el hielo, y otros que se desarrollan y prosperan a temperaturas superiores a los cien grados centígrados. Existen formas de vida que se alimentan de dióxido de carbono, pero también las hay que se nutren de metano, de sulfuro o de azúcar. En los últimos miles de años hemos enviado al espacio billones de bacterias, y hace ya mucho tiempo que venimos intercambiando materiales con Marte, de modo que resultaría francamente sorprendente que no se hallaran pruebas de vida microbiana en nuestro sistema solar, especialmente en el planeta rojo.

    La probabilidad de encontrar vida se ha incrementado enormemente tras el reciente hallazgo, realizado por Dimitar Sasselov y sus colegas, de un gran número de planetas y superplanetas similares a la Tierra en regiones ajenas a nuestro sistema solar, entre los que cabe destacar la presencia de mundos acuáticos. Según las estimaciones de Sasselov hay aproximadamente cien mil Tierras y super-Tierras en nuestra propia galaxia. El universo es joven, de modo que allí donde encontremos vida microbiana habrá vida inteligente en el futuro.
    Conforme vaya adentrándose en el espacio, la expansión de nuestros rastreos científicos está llamada a transformarnos para siempre.

LOS MICROBIOS DOMINAN EL MUNDO
    STEWART BRAND

    Fundador del Whole Earth Catalog ; cofundador de WELL ; cofundador de Global Business Network ; autor de Whole Earth Discipline .

    «Los microbios dominan el mundo». Esta es la frase con la que abre sus páginas el texto publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de los Estados Unidos con el título The New Science of Metagenomics . Se trata de una frase que parece señalar el toque de diana de una nueva forma de entender la biología y tal vez de un nuevo modo de comprender también la sociedad.
    El avance decisivo en este sentido fue la rápida secuenciación del ADN, conseguida mediante la misma tecnología que ya nos permitió conocer el genoma humano con varios años de antelación respecto de lo previsto. A partir del año 2003, Craig Venter comenzaría a secuenciar, secundado por otros estudiosos, el genoma de vastas poblaciones de bacterias. Los miles de nuevos genes descubiertos (que doblaban el total de los hallados hasta entonces) mostraron las proteínas específicas que se encargaban de producir cada gen, revelándose así la función que estos tenían y comenzando a desvelarse de ese modo lo que realmente hacían las prolíficas bacterias. Esta «metagenómica» supuso una revolución para la microbiología, una revolución cuyo eco seguirá escuchándose durante décadas en todos los campos de la biología.
    Los microbios constituyen el ochenta por ciento del conjunto de la biomasa, afirma el microbiólogo Carl Woese. En una quinta parte del volumen de agua de mar contenido en una cucharilla de café hay un millón de bacterias (y diez millones de virus), explica Craig Venter, añadiendo a continuación el siguiente comentario: «Si no le gustan las bacterias, ha venido a parar usted al cuerpo celeste equivocado, puesto que este es el planeta de las bacterias». Esto implica que, en términos cuantitativos, la porción más importante de toda la actividad metabólica asociada a la vida corre a cargo de los microbios. Cuando James Lovelock trató de imaginar de dónde procedían los gases que convertían a la atmósfera terrestre en un factor tan favorable a la vida (conforme a la hipótesis de Gaia), fue la microbióloga Lynn Margulis quien le brindó la respuesta. Los microbios dominan la atmósfera, y también se adueñan de buena parte de nuestro organismo. El microbioma humano que puebla nuestros intestinos, nuestra boca, nuestra piel y el resto de órganos y sistemas del cuerpo alberga tres mil tipos de bacterias que, a su vez, poseen tres millones de genes distintos. Nuestras propias células combaten valiéndose únicamente de alrededor de ocho mil genes. Las últimas investigaciones están mostrando que los microbios que llevamos a bordo orientan el funcionamiento de nuestros sistemas inmunitarios así como una parte importante de nuestra digestión.
    La evolución microbiana, que dura ya más de tres mil seiscientos millones de años, difiere profundamente de los conceptos que hemos adquirido fundándonos en la evolución darwiniana estándar, según la cual los genes han de experimentar el paso de un gran número de generaciones para atravesar poco a poco el filtro de la selección. Las bacterias intercambian promiscuamente sus genes en el lapso de tiempo de una misma generación. Esta «transferencia horizontal de genes» se produce entre tipos de bacterias absolutamente diferentes —lo que determina que su evolución sea constante y rápida—, se explica en virtud de tres mecanismos distintos. Y dado que transmiten a sus descendientes los genes que adquieren de esta forma oportunista, lo que hacen cada hora las bacterias presenta un aspecto sospechosamente lamarckiano, ya que da la impresión de que nos encontramos ante una transmisión hereditaria de las características adquiridas.
    Estos microbios de tan rutinario carácter transgénico muestran que no hay nada nuevo, nada especial ni nada peligroso en el cultivo de plantas genéticamente modificadas. Los biólogos de campo están empezando a comprender que la biosfera presenta el aspecto de lo que algunos dan en llamar un «pangenoma», esto es, una red interconectada de genes en constante proceso de circulación que es, a su vez, un superconjunto de todos los genes de todas las cepas que integran una especie. Los bioingenieros del nuevo campo de estudio de la biología sintética están trabajando directamente con los genes de los microbios, que poseen la ventaja de ser fungibles.
    Este siglo, presidido por la biotecnología, está llamado a mejorar gracias a los microbios, e incluso es posible que llegue a encontrar inspiración en ellos. El darwinismo social ha resultado ser una idea fallida. La expresión «evolución cultural» nunca tuvo mucho sentido, puesto que la fluidez de los memes y las distintas influencias presentes en el seno de la sociedad no guardan relación alguna con el abultado conservadurismo de la evolución darwiniana estándar. Por el contrario, la noción de una «actividad social microbiana» sí que podría llegar a colmarse de significado conforme vayamos ahondando en nuestra comprensión de la fluidez de las características y el inmenso ingenio desplegado en los mecanismos que operan entre los microbios: desde la detección de quórum a la biopelícula, pasando por las cadenas de cooperación metabólica, los fenómenos epigenéticos o los cambios asociados con los llamados «genes del estilo de vida», etcétera. Cuando nos enfrentemos a un problema de difícil solución quizá resulte fructífero preguntarnos: «¿Qué haría un microbio?».

UN EXPERIMENTO DE CONTROL A DOBLE CIEGO
    RICHARD DAWKINS

    Zoólogo evolutivo de la Universidad de Oxford; autor de Evolución: el mayor espectáculo sobre la tierra .

    No todos los conceptos que manejan los científicos profesionales están llamados a mejorar el instrumental cognitivo del conjunto de la gente. En este libro no tratamos de encontrar herramientas que puedan resultar beneficiosas para el ámbito científico en el que trabajan los investigadores. Lo que buscamos son útiles que ayuden a las personas que carecen de formación científica a comprender mejor los presupuestos de la ciencia y que les capaciten para realizar análisis de mejor calidad en sus propias vidas.
    ¿Cómo es que la mitad de los estadounidenses cree en los fantasmas, las tres cuartas partes aceptan la existencia de ángeles, un tercio confía en la astrología y el setenta y cinco por ciento cree en el infierno? ¿Por qué el veinticinco por ciento de los estadounidenses cree que el actual presidente de los Estados Unidos nació en un país extranjero y no tenía por tanto derecho a ser candidato a la presidencia? ¿Cómo es posible que más del cuarenta por ciento de los norteamericanos piense que el universo se inició después de la domesticación del perro?
    No asumamos la respuesta derrotista, echándole toda la culpa a la simple estupidez. Ese es probablemente uno de los factores que contribuye al estado de las cosas, pero hemos de ser optimistas y concentrarnos en algo remediable: la falta de formación en un pensamiento crítico y en dar prioridad a la evidencia de las pruebas a la vez que se prescinde de las opiniones personales, los prejuicios y las anécdotas. Creo que los experimentos de control a doble ciego cumplen doblemente esa función. Son algo más que una excelente herramienta de investigación, ya que poseen un valor educativo y didáctico en cuanto enseñan a la gente a pensar de manera crítica. La tesis que procedo a exponer no pasa por afirmar que realmente uno no necesite realizar experimentos de control a doble ciego a fin de experimentar una mejora de su instrumental cognitivo. Solo se precisa comprender el principio, entender por qué se obtienen con él conclusiones necesarias y deleitarse con su elegancia.
    Si todos los colegios enseñaran a sus alumnos a efectuar un experimento de control a doble ciego, nuestro equipamiento cognitivo mejoraría del siguiente modo:
Aprenderíamos a no generalizar a partir de simples anécdotas.
Aprenderíamos a ponderar la probabilidad de que un efecto en apariencia importante pudiera deberse únicamente al azar.
Comprenderíamos la enorme dificultad que encierra la eliminación del sesgo subjetivo, y que la existencia de ese sesgo no implica deshonestidad ni venalidad de tipo alguno. Se trata, de hecho, de una lección cuyas implicaciones son todavía más hondas, ya que tiene el saludable efecto de poner en tela de juicio tanto el respeto a la autoridad como la ausencia de crítica ante las opiniones personales.
Aprenderíamos a no dejarnos seducir por los homeópatas y otro tipo de curanderos y charlatanes, los cuales quedarían así fuera de la circulación.
Adquiriríamos un hábito de pensamiento crítico y escéptico de alcance aún más general, que no solo contribuiría a mejorar nuestro instrumental cognitivo, sino que podría llegar incluso a salvar el mundo.

EL FOMENTO DE UN ESTILO DE VIDA CIENTÍFICO
    MAX TEGMARK
    Físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT); investigador en cosmología de precisión; director científico del Foundational Questions Institute.

    Creo que el concepto científico que más podría mejorar el instrumental cognitivo de la gente en general es la idea misma de un «concepto científico».
    Pese a los espectaculares éxitos obtenidos en el ámbito de la investigación, lo cierto es que en lo que se refiere a la educación pública, la comunidad científica se ha visto obligada a enjugar poco menos que un fracaso. En el año 2010, los haitianos quemaron a doce «brujas». En los Estados Unidos, las más recientes encuestas muestran que el treinta y nueve por ciento de la gente considera que la astrología es una disciplina científica y que el cuarenta por ciento cree que la especie humana lleva menos de diez mil años sobre la Tierra. Si todo el mundo tuviese clara la noción de «concepto científico», esos porcentajes se reducirían a cero. Es más, el mundo sería un lugar mejor, dado que la gente que adopta un estilo de vida científico y basa sus decisiones en una información correcta maximiza sus posibilidades de éxito. Después de todo, al comprar y votar con fundamentos racionales, la gente fomenta al mismo tiempo la adopción de un enfoque científico en la toma de decisiones por parte de las empresas, las organizaciones y los gobiernos.
    ¿Cómo han llegado a fracasar tan estrepitosamente en este aspecto los investigadores? Creo que las respuestas remiten sobre todo a la psicología, la sociología y la economía.
    Un estilo de vida científico exige asumir un enfoque igualmente científico en dos aspectos de la vida: la recogida de la información y su uso. Y ambas tareas presentan sus dificultades. Está claro que se incrementan las probabilidades de tomar la decisión correcta si se tiene plena conciencia del espectro de argumentos disponible antes de llegar a una conclusión y, sin embargo, son muchas las razones que impiden que la gente consiga ese tipo de información exhaustiva. En muchos casos se carece de la posibilidad de acceder a ella (únicamente el tres por ciento de los afganos pueden conectarse a Internet, y en una encuesta realizada en el año 2010, el noventa y dos por ciento de la población afgana ignoraba que se hubieran producido los atentados del 11 de septiembre de 2001). Y también hay mucha gente que se encuentra demasiado abrumada por las obligaciones o que se entrega excesivamente a las distracciones como para poder reunir la información pertinente. Son también numerosas las personas que solo tratan de informarse en aquellas fuentes que confirman sus prejuicios. Y la información más valiosa puede resultar difícil de encontrar, incluso para todos aquellos que cuenten con una conexión a Internet y que no se hallan sujetos a ninguna censura, ya que pueden haber quedado sepultados bajo la avalancha de datos no científicos que ofrecen los distintos medios.
    Después hay que tener en cuenta lo que hacemos con la información que hemos reunido. El elemento primordial de un estilo de vida científico consiste en cambiar de opinión cuando nos encontramos ante una información que contradice nuestros puntos de vista. Esa actitud exige a su vez que evitemos caer en la inercia intelectual, a pesar de que muchos de nosotros alabamos a los dirigentes que se aferran obstinadamente a sus planteamientos, considerando que dan así muestras de «solidez». El gran físico Richard Feynman veía en el hecho de desconfiar de los expertos una de las piedras angulares de la ciencia y, sin embargo, la mentalidad borreguil y la fe ciega en las distintas figuras de autoridad es una realidad muy extendida. Aunque la lógica constituye la base del razonamiento científico, nuestras decisiones se ven dominadas a menudo por las vanas ilusiones, los miedos irracionales y otros sesgos cognitivos.
    ¿Qué podemos hacer para promover la adopción de un estilo de vida científico?
    La respuesta es obvia: mejorar la educación. En algunos países, implantar la más rudimentaria educación bastaría para lograr una mejora decisiva (más de la mitad de los pakistaníes son analfabetos). Esta circunstancia, al reducir el fundamentalismo y la intolerancia, limitaría los actos de violencia y las guerras. Y al conferir un mayor poder a las mujeres, contribuiría a poner freno a la pobreza y a la explosión demográfica.
    Con todo, también los países que ya cuentan con una educación universal pueden realizar mejoras importantes. Es muy frecuente que los colegios, tan empeñados en reflejar el pasado en lugar de dar forma al futuro, parezcan museos. El currículo escolar debería dejar de ser un conjunto de contenidos aguados por el consenso y el ejercicio de toda una serie de presiones para pasar a formar a los alumnos en las competencias que precisa nuestro siglo a fin de promover el establecimiento de relaciones, la salud, la anticoncepción, la buena gestión del tiempo, el pensamiento crítico y la capacidad de detectar la propaganda. En el caso de los jóvenes, el aprendizaje de una lengua extranjera y de la mecanografía debería prevalecer sobre la división con muchas cifras y la escritura en letra cursiva. En la era de Internet, mi papel como profesor en el aula ha cambiado. Ya no se me necesita como cauce de la información, puesto que los alumnos pueden descargarla sencillamente por sus propios medios. Por el contrario, el rol clave que estoy llamado a desempeñar es el de imbuir en el ánimo de los estudiantes el deseo de adoptar un estilo de vida científico, estimulando tanto la curiosidad como el deseo de aprender.
    Y ahora pasemos a la pregunta más interesante: ¿cómo podemos lograr que el estilo de vida científico arraigue y florezca de verdad?
    Son muchas las personas razonables que ya exponían argumentos similares en favor de una mejor educación mucho antes de que yo llevase siquiera pañales, y sin embargo puede decirse que, en lugar de mejorar, la educación y la adopción de un estilo de vida científico se han deteriorado en muchos países, y también en los Estados Unidos. ¿A qué se debe esto? Pues claramente a que existen unas fuerzas muy poderosas que empujan en la dirección opuesta, y a que lo hacen con mayor eficacia que las de signo contrario. Las empresas que se preocupan por si una mejora de la comprensión de ciertas cuestiones científicas podría venir a mermar sus beneficios encuentran un incentivo en enturbiar las aguas, y lo mismo puede decirse de aquellos grupos religiosos marginales que se sienten inquietos ante la perspectiva de que la puesta en cuestión de sus planteamientos seudocientíficos pueda erosionar el poder que actualmente ostentan.
    ¿Qué podemos hacer entonces? Lo primero que debemos procurar los científicos es bajarnos de nuestro pedestal, admitir que nuestras estrategias de persuasión han fracasado y desarrollar una táctica mejor. Contamos con la ventaja de defender unos argumentos de mayor calidad, pero la coalición de las fuerzas anticientíficas nos lleva la delantera debido a que posee una mejor financiación.
    ¡Con todo, no deja de resultar irónico que la coalición contraria a los presupuestos científicos tenga una organización de carácter más científico! Si una determinada compañía desea modificar la opinión pública para incrementar sus ganancias, lo que hace es desplegar todo un conjunto de instrumentos de comercialización que no solo son científicos, sino también notablemente eficaces. ¿Qué es lo que la gente cree en la actualidad? ¿Qué queremos que crea mañana? De los miedos, las inseguridades, las esperanzas y las emociones diversas que embargan a las personas, ¿cuáles pueden resultar beneficiosos para nuestros intereses? ¿Cuál es la forma más eficaz y rentable de modificar sus puntos de vista? Ya solo queda planear una campaña, ponerla en marcha… y asunto resuelto.
    ¿Se ha lanzado un mensaje excesivamente simple o acaso resulta engañoso? ¿Desacredita de manera injusta a la competencia? Estas son las preguntas que habitualmente se plantean cuando se intenta comercializar el último modelo de teléfono inteligente o de potenciar las ventas de una determinada marca de cigarrillos, de modo que sería una ingenuidad pensar que el código de conducta de la coalición que combate a la ciencia pudiera ser diferente.
    Sin embargo, es muy frecuente que los científicos nos mostremos terriblemente ingenuos y caigamos en el espejismo de creer que por tener la razón moral de nuestra parte vamos a poder derrotar de algún modo a la mencionada coalición de empresas y fundamentalistas por el simple expediente de recurrir a una serie de estrategias tan obsoletas como acientíficas. ¿Qué argumento de base científica podría garantizarnos que todo será muy distinto si mascullamos cosas como «¡No caeremos tan bajo!» o «¡La gente ha de cambiar!» en los comedores de las facultades universitarias, o si damos en enumerar toda una serie de estadísticas ante los periodistas? Hasta la fecha, los científicos nos hemos dedicado principalmente a enunciar frases como esta: «Los tanques no forman parte de una estrategia ética, así que nosotros vamos a combatirlos a espada».
    Para enseñar a la gente en qué consiste un concepto científico y de qué modo el estilo de vida científico podría mejorar su existencia hemos de exponer científicamente nuestro punto de vista: necesitamos disponer de nuevas organizaciones que aboguen en favor de la ciencia, unas organizaciones capaces de emplear los mismos instrumentos de comercialización científica y de obtención de fondos que emplea actualmente la coalición contraria a la ciencia. Tendremos que utilizar muchos de los útiles que avergüenzan a los científicos, desde anuncios publicitarios al ejercicio de presiones, pasando por la creación de grupos de estudio capaces de identificar los estribillos más eficaces para conseguir sus objetivos.
    No obstante, esto no quiere decir que tengamos que caer en lo más bajo, es decir, en la falta de honradez intelectual. Por la sencilla razón de que en este combate somos nosotros los que contamos con el arma más poderosa de cuantas existen: los hechos.

LA EXPERIMENTACIÓN
    ROGER SCHANK

    Psicólogo e informático teórico de Engines for Education, Inc.; autor de Making Minds Less Well Educated Than Our Own .

    Algunos conceptos científicos han quedado tan arruinados por nuestro sistema educativo que se ha vuelto necesario explicar aquellos que todo el mundo cree conocer aunque en realidad ignora.
    Es en el colegio donde aprendemos en qué consiste la experimentación. Lo que se nos enseña es que los científicos realizan experimentos, de modo que si más tarde, en los laboratorios de los institutos, reproducimos exactamente lo que hicieron en su día esos científicos obtendremos los mismos resultados que ellos lograron. Aprendemos asimismo diversas cuestiones relacionadas con los experimentos que acostumbran a realizar los científicos —por regla general, las propiedades físicas y químicas de las cosas—, y se nos indica, igualmente, que los profesionales de la ciencia suelen publicar los resultados de sus experimentos en distintas revistas científicas. Por consiguiente, lo que aprendemos es, en efecto, que la experimentación se reduce a un proceso aburrido que en algunos casos corre a cargo de los científicos y que no tiene nada que ver con nuestra vida cotidiana.
    Y ese es el problema. La experimentación es una actividad que todo el mundo realiza, y de forma constante. Los bebés experimentan con las cosas, tratando de averiguar lo que ocurre si se las llevan a la boca. Los niños pequeños experimentan con distintas conductas a fin de determinar de qué situaciones son capaces de salir impunes. Los adolescentes experimentan con el sexo, las drogas y el rock and roll . Sin embargo, como por regla general las personas no consideran que todas esas cosas sean realmente experimentos ni formas de reunir pruebas para sostener o refutar una determinada serie de hipótesis, tampoco piensan que la experimentación sea algo que estén poniendo constantemente en práctica y que, por tanto, tienen que aprender a hacer mejor.
    Cada vez que tomamos un medicamento que nos ha recetado el médico estamos efectuando un experimento. Sin embargo, no registramos con sumo cuidado los resultados tras la ingesta de cada una de las dosis ni realizamos controles, además de mezclar las variables al no modificar únicamente una conducta, y solo una, en cada caso, de manera que si llegamos a sufrir alguno de los efectos secundarios del fármaco somos incapaces de determinar cuál ha podido ser la verdadera causa.
    Procedemos de la misma manera en el ámbito de nuestras relaciones personales: si estas salen mal no alcanzamos a identificar la causa del chasco, puesto que las circunstancias han sido diferentes en cada uno de los casos.
    Ahora bien, pese a que resulte difícil, cuando no imposible, realizar experimentos controlados en un gran número de facetas de la vida, sí tenemos la posibilidad de llegar a entender que también estamos efectuando un experimento cuando aceptamos un empleo nuevo, o probamos a aplicar una nueva táctica en un determinado juego, o elegimos asistir a un centro de estudios concreto, o tratamos de imaginarnos cómo se siente una persona determinada, o cuando nos preguntamos por qué tenemos nosotros unas emociones específicas.
    Cada aspecto de la vida constituye un experimento, y siempre nos resultará más sencillo entender sus circunstancias si las percibimos precisamente así, como un experimento. Sin embargo, puesto que no es esa la actitud que tenemos ante las peripecias de la vida somos incapaces de entender que hemos de razonar lógicamente sobre la base de las pruebas que alcancemos a reunir, que debemos ponderar con todo cuidado las condiciones en que se haya desarrollado nuestro experimento, y que tenemos que decidir no solo el momento más adecuado para repetirlo, sino la forma de hacerlo, siempre con la vista puesta en la obtención de mejores resultados. La actividad científica que rodea a la experimentación misma guarda relación con la elaboración de un pensamiento claro ante las pruebas derivadas del experimento en sí. Sin embargo, la gente que no considera que sus acciones constituyan otros tantos experimentos y que no sabe cómo ha de proceder para reflexionar metódicamente a partir de los datos recabados seguirá extrayendo de sus experiencias un número de conclusiones determinantes inferior al de quienes enfocan la cuestión de un modo más sistemático.

    Casi todos hemos aprendido la palabra «experimento» en el contexto de una aburrida clase de ciencias de segundo de primaria, y desde entonces hemos ido llegando a la conclusión de que lo mejor es prescindir de la ciencia y de la experimentación en nuestras vidas, ya que ambas actividades resultan irrelevantes en el día a día. Si en los colegios nos enseñaran los conceptos cognitivos básicos —como los asociados con una experimentación llevada a cabo en el contexto de las vivencias cotidianas— en lugar de concentrar todos los esfuerzos en inculcarnos el álgebra, por entender que esa es la mejor forma de enseñar a razonar a la gente, entonces descubriríamos que podemos pensar con una eficacia muy superior tanto en el plano de la política como en la educación de los hijos, las relaciones personales, los negocios y todos los demás aspectos de la vida corriente.

EL EXPERIMENTO CONTROLADO
    TIMO HANNAY

    Director ejecutivo de la sección Digital Science de la Editorial Macmillan.

    El concepto científico que la mayoría de la gente haría bien en comprender y explotar es uno que prácticamente viene a definir a la ciencia misma: la noción de experimento controlado.
    Cuando se nos pide que tomemos una decisión, la respuesta instintiva que acostumbra a dar la mayoría de las personas no específicamente versadas en ningún campo científico concreto consiste en recurrir a la introspección, o quizás en convocar una reunión. Lo que el método científico dictamina, por el contrario, es que lo que debemos hacer, siempre que resulte posible, es efectuar el experimento controlado más pertinente al caso. Una de las demostraciones más tajantes de la superioridad de este último enfoque es el hecho de que la ciencia haya descubierto un gran número de realidades del mundo, aunque todavía lo confirme con más fuerza si cabe la circunstancia de que gran parte de esos hallazgos —como el principio copernicano, la evolución derivada de la selección natural, la teoría de la relatividad general o la mecánica cuántica— tengan un carácter tan alucinantemente antiintuitivo. En efecto, al comprender la verdad como una realidad definida a través de la experimentación (y no por la aplicación del sentido común, el consenso, la sumisión al parecer de los ancianos, la gracia de la revelación o cualquier otro medio), nos hemos liberado de las constricciones que nos imponían nuestras ideas innatas y preconcebidas, nuestros prejuicios y nuestra falta de imaginación. La experimentación nos ha permitido aprehender el universo desde un punto de vista que supera con mucho lo que habríamos obtenido si solo hubiéramos confiado en nuestra capacidad de inferir a partir de la intuición.
    Es, por tanto, una vergüenza que, por regla general, solo los científicos realicen experimentos. ¿Qué ocurriría si los hombres de negocios y los estrategas políticos dedicaran menos energías a tomar decisiones basadas en su instinto o en las conclusiones de un debate alimentado tan solo por una información parcial y pasaran, en cambio, más tiempo concibiendo fórmulas objetivas para identificar las respuestas más adecuadas? Creo que, muy a menudo, adoptarían decisiones más correctas.
    Esto es algo que ya está empezando a suceder en algunos ámbitos. Las compañías que operan en la Red, como Amazon y Google, no languidecen pensando cómo diseñar sus páginas web. Antes al contrario, lo que hacen es realizar una serie de experimentos controlados mostrando las distintas versiones de las páginas que estudian lanzar a diferentes grupos de usuarios hasta obtener por iteración [*] una solución óptima. Y con el volumen de tráfico que mueven estos portales electrónicos, las pruebas concretas se completan en unos pocos segundos. Les ayuda en su empeño, claro está, el hecho de que la Red sea particularmente propicia tanto a la rápida adquisición de datos como a la iteración de un producto. Sin embargo, les facilita todavía más la labor el que muchos de sus directivos tengan la formación propia de un ingeniero o de un científico, eventualidad que les permite pensar en términos científicos —o lo que es lo mismo: experimentales—.
    Las políticas gubernamentales, desde los métodos educativos empleados en los colegios hasta las sentencias de condena a penas de prisión, pasando por los impuestos, también saldrían beneficiadas si se hiciera un mayor uso de los experimentos controlados. Este es no obstante el punto en el que mucha gente comienza a mostrarse reticente. Quedar convertidos en sujetos de un experimento en un terreno tan crucial o tan controvertido como el de la educación de nuestros hijos o el encarcelamiento de los delincuentes parece un insulto tanto a nuestro sentido de la justicia como a la creencia, firmemente arraigada, de que nos asiste el derecho a recibir un trato exactamente igual al que se dispensa al resto de los ciudadanos. A fin de cuentas, si se establecen grupos separados, uno dedicado a la experimentación en sí y el otro destinado a servir como elemento de control, parece claro que uno de los dos saldrá perdiendo. Pues bien, no es así, dado que no sabemos con antelación cuál de los dos grupos gozará de mejores circunstancias, siendo justamente esa la razón de que efectuemos el experimento. Solo cuando no se realiza un experimento potencialmente informativo surgen verdaderos perjudicados, y me refiero a todas las generaciones futuras que podrían haberse beneficiado de los resultados. La verdadera razón de que la gente se sienta incómoda ante la perspectiva de un experimento social estriba simplemente en el hecho de que no está acostumbrada a presenciar experimentos en ese ámbito. A fin de cuentas, todos los aceptamos de buena gana en el contexto, mucho más serio, de las pruebas médicas de carácter clínico, ya que este es un terreno en el que se dirimen literalmente cuestiones de vida o muerte.
    Resulta evidente que los experimentos no son la panacea. No pueden decirnos, por ejemplo, si un determinado acusado es inocente o culpable. Además, en muchas ocasiones los experimentos no arrojan un resultado concluyente. En tales circunstancias, un científico puede limitarse a encogerse de hombros y a manifestar que sigue sin poder pronunciarse con seguridad sobre la cuestión, mientras que muy a menudo el hombre de negocios o el legislador no puede permitirse ese lujo y se ve obligado a tomar una decisión pese a la falta de una conclusión tajante. Con todo, ninguno de estos elementos resta importancia al doble hecho de que el experimento controlado es el mejor método concebido hasta la fecha para descubrir la realidad del mundo, y de que deberíamos usarlo siempre que constatemos que resulta sensato proceder a su realización.

EL EXPERIMENTO MENTAL
    GINO SEGRE

    Profesor de física de la Universidad de Pensilvania; autor de Ordinary Geniuses: Max Delbrück, George Gamow, and the Origins of Genomics and Big Bang Cosmology .

    La noción de gedankenexperiment , o experimento mental, forma parte integrante de la física teórica desde el surgimiento de la propia disciplina. Su puesta en práctica implica la concepción de un aparato o proceso imaginario y la realización de un experimento mental sencillo encaminado a probar o a desautorizar una hipótesis. Hay muchos casos en que el gedankenexperiment es el único enfoque posible ante un determinado problema. Por ejemplo, no hay forma humana de efectuar un experimento real destinado a averiguar el modo de recuperar la información que es absorbida por un agujero negro.
    En la época en que se desarrolló la mecánica cuántica, esta noción adquirió una importancia particular gracias al legendario experimento mental que Niels Bohr y Albert Einstein concibieron para someter a prueba la realidad de un conjunto de ideas tan novedosas como el principio de incertidumbre y la dualidad onda-corpúsculo. Algunos ejemplos, como el del «gato de Schrödinger», incluso se han hecho un hueco en el lenguaje popular. ¿Está ese gato realmente vivo y muerto simultáneamente? Otros experimentos, y en concreto el de la doble rendija por la que se hace pasar a una onda o partícula, formaron parte de los primeros intentos de comprensión de la mecánica cuántica y se han mantenido hasta hoy como instrumentos destinados a entender su significado.
    No obstante, no es preciso que la materia a estudiar sea de carácter esotérico para que el experimento mental resulte fructífero. Personalmente, el que yo prefiero es el experimento por el que Galileo mostró que, al contrario de lo que planteaba Aristóteles, dos objetos de masas distintas caen en el vacío con idéntica aceleración. Podría pensarse que es preciso efectuar un experimento real para someter a prueba la veracidad de esta hipótesis, pero Galileo se limita a pedirnos simplemente que pensemos en una piedra grande y en otra pequeña unidas por un cordel finísimo. Si Aristóteles estuviera en lo cierto, la piedra grande aumentaría la velocidad de la pequeña, mientras que esta reduciría la velocidad de caída de la grande —suponiendo que cayesen a velocidades diferentes—. Sin embargo, si redujéramos todo lo posible la longitud de la cuerda hasta conseguir que se aproximara a cero, tendríamos un único objeto cuya masa sería igual a la suma de las masas de las dos piedras, de modo que debería caer a una velocidad superior a la que alcanzaría cualquiera de los dos objetos por separado. Dado que eso es absurdo, la conclusión que se extrae es que todos los objetos caen en el vacío a la misma velocidad.
    Consciente o inconscientemente, todos efectuamos experimentos mentales de un tipo u otro en nuestra vida cotidiana, estando incluso entrenados para realizarlos en el ámbito de diversas disciplinas, aunque sería útil que fuésemos más conscientes de la manera en que los llevamos a cabo y de cuáles son sus aplicaciones prácticas. Cuando nos enfrentamos a una situación desconcertante podríamos, por tanto, preguntarnos lo siguiente: «¿Cómo podría efectuar un experimento mental que me permitiera resolver la situación?». Es posible que a nuestros expertos económicos, políticos y militares les beneficiara seguir dicha táctica, ya que tal vez de ese modo lograran obtener resultados más gratos.

LA METAINDUCCIÓN PESIMISTA DERIVADA DE LA HISTORIA DE LA CIENCIA
    KATHRYN SCHULZ

    Periodista; autora de Being Wrong: Adventures in the Margin of Error .

    De acuerdo, de acuerdo: es una afirmación terrible, aunque he de decir en mi defensa que no soy yo quien la ha acuñado, dado que los filósofos de la ciencia llevan ya un buen tiempo jugueteando con esa noción. Ahora bien, pese a que «la metainducción pesimista que se deriva de la historia de la ciencia» sea una frase de pesada enunciación y difícil de recordar, lo cierto es que expresa también una gran idea. De hecho, según sugiere la parte que lleva el prefijo «meta», se trata de una de esas ideas capaces de poner en perspectiva a todas las demás.
    Este es el meollo del asunto: dado que son muchísimas las teorías científicas de épocas pretéritas que han resultado ser erróneas, hemos de asumir que la mayoría de las teorías actuales también acabarán por declararse incorrectas. Y lo que vale para la ciencia vale también para la vida en general. La política, la economía, la tecnología, el derecho, la religión, la medicina, la crianza de los niños, la educación: sea cual sea el ámbito vital que se escoja es tan frecuente que las verdades de una determinada generación se conviertan en falsedades para la siguiente que haríamos bien en extraer una metainducción pesimista de la historia a secas.
    Los buenos científicos así lo entienden. Reconocen que forman parte de un largo proceso de aproximación. Saben que su trabajo consiste más en construir modelos que en revelar realidades. No se sienten incómodos por tener que trabajar en condiciones de incertidumbre —y no me refiero únicamente a la incertidumbre puntual que se desprende de preguntas del tipo «¿Respaldarán estos datos mi hipótesis?», sino a la incertidumbre generalizada que se deriva de hallarse uno empeñado en buscar la verdad absoluta y de verse, no obstante, incapaz de lograrlo—.
    El resto de la gente, en cambio, suele apuntarse a una especie de tácito excepcionalismo cronológico. A diferencia de todos esos ingenuos que se tragaron el cuento de que la Tierra era plana y el universo geocéntrico, o que confiaron en la existencia de la fusión fría, nosotros tenemos la inmensa suerte de vivir en el momento mismo en que el pensamiento humano ha alcanzado la mismísima cima de su poderío. El crítico literario Harry Levin lo explica muy adecuadamente: «Resulta paradójico que se halle tan extendido el hábito de equiparar la época que nos ha tocado vivir con el apogeo de la civilización, nuestra ciudad natal con el eje del universo, o nuestro horizonte mental con los límites de la conciencia humana». Lo que hacemos, en el mejor de los casos, es alimentar la fantasía de que el conocimiento es invariablemente acumulativo, fomentando por tanto la tendencia a aceptar que las épocas futuras sabrán más que nosotros. Sin embargo, pasamos por alto el doble hecho —o tratamos de resistirnos a él— de que el conocimiento se desmorona en el momento mismo en que empieza a formar agregados acumulativos, y de que nuestras más arraigadas creencias podrían parecer manifiestamente falsas a los ojos de nuestros descendientes.
    Este hecho constituye la esencia misma de la metainducción propuesta, que, a pesar de su nombre, no se trata de una idea pesimista. O mejor dicho, únicamente resulta pesimista si detesta uno estar equivocado. Por el contrario, si uno cree que el descubrimiento de los propios errores es una de las mejores formas de revisar y mejorar nuestra comprensión del mundo, entonces queda claro que estamos, en realidad, ante una percepción bastante optimista.
    La idea que subyace al concepto de la metainducción es resaltar que todas nuestras teorías son fundamentalmente provisionales y que es muy posible que estén equivocadas. Si logramos incorporar esta idea a nuestro instrumental cognitivo tendremos mayores posibilidades de escuchar con curiosidad y empatía a aquellas personas que defiendan teorías que contradicen a las que nosotros mismos sostenemos. Quedaremos mejor capacitados para prestar atención a las pruebas contrarias a nuestras convicciones —esos anómalos fragmentos de información que determinan que la imagen que nos hacemos del mundo resulte un poco más extraña, más misteriosa, menos nítida y menos concluyente—. Y seremos al mismo tiempo capaces de sostener nuestras convicciones con un poquito más de humildad, felices de saber que es casi seguro que ya esté gestándose alguna idea mejor.

TODOS SOMOS PERSONAS CORRIENTES, Y, SIN EMBARGO, TAMBIÉN ÚNICOS
    SAMUEL BARONDES

    Director del Centro de Neurobiología y Psiquiatría de la Universidad de California, San Francisco; autor de Making Sense of People: Decoding the Mysteries of Personality .

    Todos somos personas corrientes, y, sin embargo, también únicas.
    Todos somos productos estándar: hemos sido concebidos por la unión de dos células germinales, alimentados en el interior de un útero y equipados con un programa de desarrollo capaz de orientar nuestra maduración ulterior y nuestro declive final.
    Pero todos somos también únicos, ya que poseemos una particular selección de variantes genéticas del genoma humano colectivo y nos hallamos inmersos en una familia, una cultura, una época y un grupo de iguales concretos. Dotados de un conjunto de herramientas innatas que nos permiten adaptarnos a las circunstancias de nuestro mundo personal, todos construimos nuestra propia forma de ser y hallamos sentido a lo que somos.
    Los biólogos y los científicos de la conducta han dejado tan bien sentado este doble punto de vista que concibe que cada uno de nosotros es a un tiempo corriente y especial, que actualmente podría parecer una obviedad. No obstante, y dadas las importantes implicaciones que tiene, todavía merece que le prestemos una atención particular como parte del mundo cognitivo que es. La comprensión de lo mucho que tenemos en común con nuestros semejantes promueve la compasión, la humildad, el respeto y la fraternidad. Y al reconocer nuestra condición de seres únicos fomentan la autoestima, el desarrollo personal, la creatividad y el rendimiento.
    La fusión de estos dos aspectos de nuestra realidad personal puede enriquecer nuestras vivencias cotidianas. Nos permite disfrutar simultáneamente de la comodidad de sabernos ordinarios y de la emoción de ser únicos e irrepetibles.

LOS NEXOS CAUSALES, LA GUERRA MORAL Y LA ERRÓNEA ATRIBUCIÓN DEL ARBITRIO
    JOHN TOOBY

    Fundador de la disciplina de la psicología evolutiva; codirector del Centro Santa Bárbara de Psicología Evolutiva de la Universidad de California.

    Podríamos aumentar notablemente la inteligencia que tenemos si incrementásemos nuestro caudal de conceptos y nos obligásemos a utilizarlos aun en el caso de que no nos guste lo que implican. Ese disgusto será prácticamente constante, dado que por lo general nos indican que nuestros yoes y nuestros grupos de pertenencia —que tan claramente se presentan a nuestros ojos como otras tantas entidades superiores— están en realidad plagados de errores. En un mundo que nos resulta infinitamente extraño, vasto, complejo, intrincado y sorprendente, todos partimos de una ignorancia radical. La única forma de liberarnos de la ignorancia reside en la adopción de unos buenos conceptos —verdaderos manantiales de los que brotan las percepciones que organizan e incrementan el alcance de nuestra comprensión del mundo—. Lo que nos arrastra hacia ellos es la fascinación hacia los descubrimientos que ponen a nuestro alcance, pero nos resistimos a emplearlos adecuada y libremente porque podrían revelarnos que muchos de nuestros aparentes logros —demasiados en realidad— son incómodos fracasos, cuando no trágicos descalabros. Aquellos de nosotros que se muestran refractarios al mito carecen del nervio que impulsaba a Edipo —esto es, de la pétrea determinación que le llevó a engarzar, pieza a pieza, todo un conjunto de actos demoledores pese a los presagios que le advertían del peligro—. A causa de nuestra debilidad, «es preciso una constante lucha para ver lo que tenemos delante de las narices», como decía Orwell. Pero ¿por qué esa lucha? Es preferible perder de vista la nariz y lo que queda más allá de ella a fin de quedar histéricamente ciegos, según dicta la conveniencia, y no correr el riesgo de terminar como Edipo, es decir, vaciándonos literalmente los ojos ante el horror de lo obtenido tras la extenuante y exitosa lucha en pos de la verdad.
    La alternativa es confiar en que una serie de modestas mejoras individuales en nuestro instrumental conceptual alcance a tener un efecto transformador en nuestra inteligencia colectiva y propicie una incandescente reacción en cadena que conecte a la multitud de individuos que interactúan. Y si parece que esta promesa de amplificación de la inteligencia por medio de la simple introducción de una serie de herramientas conceptuales se queda en mera hipérbole, habría que tener presente que el menos inspirado de los ingenieros actuales, equipado con el instrumento intelectual del cálculo, es capaz de comprender, planear y construir cosas que superan con mucho todo cuanto Leonardo o Platón —un venerador de las matemáticas— habrían podido realizar sin él. Es mucho lo que debemos al mazazo conceptual que dio Newton, a la vez infinitesimal y antiintuitivo, tras comprender que existía una cantidad mayor que cero pero menor que cualquier otra magnitud finita. Otras innovaciones, notablemente más sencillas que el cálculo, han tenido efectos de mayor alcance todavía: la idea de la experimentación (que constituye un peligro para toda fuente de autoridad) o los conceptos del cero, la entropía, el átomo de Boyle, la comprobación matemática, la selección natural, la aleatoriedad, la herencia mendeliana, los elementos de Dalton, la distribución, la lógica formal, la cultura, la definición que da Shannon de la información, el cuanto…
    He aquí tres sencillas herramientas conceptuales que podrían ayudarnos a ver aquello que tenemos delante de las narices: los nexos causales, la guerra moral, y la errónea atribución del arbitrio. La propia causalidad constituye una herramienta conceptual evolucionada que simplifica, esquematiza y centra nuestra representación de las situaciones. Este mecanismo cognitivo nos lleva a pensar en términos de la causa —esto es, nos permite comprender que un determinado resultado obedece a una causa única—. Sin embargo, para una comprensión más amplia, resulta más exacto presentar los resultados como elementos causados por la intersección de un conjunto de circunstancias, de relaciones o de factores entre los que se incluye la ausencia de impedimentos. En Guerra y paz , Tolstói se plantea la siguiente pregunta: «Cuando una manzana madura y cae, ¿qué precipita su caída? ¿El hecho de ser atraída por la Tierra, de que su pedúnculo se atrofie, de que se haya desecado al sol, de haberse incrementado su peso, de que la zarandee el viento…?». Cualquier científico moderno podría ampliar al infinito, sin apenas esfuerzo, este listado de Tolstói. No obstante, los seres humanos hemos evolucionado como usuarios de herramientas al albur de la improvisación cognitiva, que dependen de la identificación de aquellas acciones que desembocan en una recompensa inmediata. Por consiguiente, nuestras mentes han evolucionado para representarse las situaciones de un modo que resalte el elemento del nexo causal que podemos manipular para alumbrar un resultado deseado. Aquellos elementos de la situación que permanecen estables y que nos es imposible cambiar (como la gravedad o la naturaleza humana) quedaron excluidos de nuestra representación de las causas. De manera similar, los factores variables del nexo (como el influjo del viento), esto es, aquellos que no podemos controlar pero que permiten anticipar un resultado (la caída de la manzana), nos parecieron igualmente útiles como representaciones causales, como elementos capaces de predisponernos a explotar las oportunidades o de evitar el peligro. Por consiguiente, la realidad del nexo causal es ignorada en el plano cognitivo en favor de la imagen de las causas singulares, que se alza con la primacía. Pese a resultar útil para un recolector, este mecanismo empobrece nuestra comprensión científica y hace que resulten ridículos los debates (ya sean elitistas, científicos o públicos) que mantenemos acerca de las «causas» del cáncer, de la guerra, de la violencia, las de los trastornos mentales, de la infidelidad, del desempleo, del clima, de la pobreza, etcétera.
    Del mismo modo, como actores de un evolucionado juego social, estamos programados para entender que tanto las conductas de los demás como los resultados asociados con ellas están causados por el libre albedrío y son fruto de las intenciones. Esto significa que hemos evolucionado para ver en el «hombre», por emplear las palabras de Aristóteles, «el origen de sus propias acciones». Si se produce un resultado que nos desagrada, omitimos el nexo causal y remontamos «la» cadena de las causas hasta llegar a una persona en concreto. Es característico que nuestra representación entienda que la encadenada secuencia ascendente de las causas termina en dicha persona y que el resultado investigado se origina en ella. El hecho de localizar la «causa» (esto es, la culpa) en una o más personas nos permite motivar punitivamente a los demás para que eviten generar resultados que no nos gustan (o animarles a provocar consecuencias que sí nos agradan). Y lo que resulta aún más despreciable, si sucede algo que un gran número de personas juzgan como resultado negativo, vemos en ello una oportunidad de buscar el nexo causal y de tratar de encontrar el hilo conductor que, por su coloración, parezca remitir a nuestros adversarios, en quienes obviamente reside la culpabilidad. Por desgracia, gran parte de la psicología moral de nuestra especie evolucionó en función de la guerra moral, un implacable juego de suma cero. Es característico que el juego ofensivo implique el reclutamiento de terceras personas con el fin de poner en situación de desventaja a nuestros adversarios, o de eliminarlos incluso, identificándolos públicamente la causa de los resultados negativos. La táctica en el juego defensivo consiste en no proporcionar a nuestros rivales ningún tipo de munición que pudiera servirles para movilizar a terceras personas contra nosotros.
    El juego moral de la atribución de culpa no es más que uno de los subtipos de la errónea atribución del arbitrio. Por ejemplo, los epidemiólogos estiman que hasta el año 1905 no se empezaron a derivar ventajas reales de acudir a la consulta de un médico. En cambio, Ignaz Semelweiss señala que la presencia de los galenos duplicaba la tasa de mortandad de las madres en el parto. El papel del médico es varios miles de años anterior a su función racional, de modo que ¿cuál es la razón de que hubiera médicos? Resulta igualmente característico que la acción de los economistas, de los analistas de mercado y de los gestores profesionales de las carteras de activos no mejore los resultados obtenidos mediante el simple azar, y, sin embargo, todos ellos exigen un inmenso salario por sus servicios. El precio de los alimentos sube hasta alcanzar niveles de hambruna en los países subdesarrollados, puesto que en ellos el cultivo de la tierra se basa en unos modelos climáticos incapaces de retrotraerse adecuadamente en la historia del clima conocido para predecir los acontecimientos futuros y salirles al paso. Los abogados especializados en la exigencia de responsabilidades civiles hacen ganar enormes sumas de dinero a un conjunto de demandantes que no contraen las enfermedades que motivan el pleito a mayor velocidad que otras personas no expuestas a «la» supuesta causa. ¿Qué sucede? La complejidad y el ruido que impregnan a todo verdadero nexo causal generan una bruma de incertidumbre. La presencia de uno o más ligeros sesgos en la atribución causal, o en el carácter censurable de la misma (como sucede, por ejemplo, con las faltas cometidas por acción, siempre peores que las ocurridas por omisión) permiten que surja un nicho estable desde el que extraer un mérito improcedente o achacar una culpabilidad inmerecida. Si el paciente se recupera, es debido a mis heroicos esfuerzos; en caso contrario, se dictamina que la enfermedad subyacente era demasiado grave. De no ser por las medidas macroeconómicas que adopto, la situación económica mostraría un rostro todavía más hosco. Si abandonamos la práctica de la guerra moral e incrementamos el número de personas capaces de valorar el nexo de causalidad y la errónea atribución del arbitrio contribuiremos a liberarnos al menos de una parte de los destructivos engaños que tan costosos resultan para la humanidad.

EL SESGO EGOÍSTA
    DAVID G. MYERS

    Psicólogo social del Hope College de Míchigan; autor de A Friendly Letter to Skeptics and Atheists .

    La mayoría de nosotros se autoatribuye una buena reputación. Esa es la esencia de un fenómeno que a veces resulta divertido, pero que muy a menudo se revela peligroso. Me estoy refiriendo a lo que los psicólogos sociales denominan el sesgo egoísta.
    Aceptamos más responsabilidad en el éxito que en el fracaso, nos sentimos más autores de las buenas acciones que de las malas.
    En los experimentos psicológicos, la gente se asigna de muy buena gana el mérito si se le dice que ha tenido éxito en un determinado empeño, atribuyendo esa circunstancia favorable a su capacidad y a su esfuerzo. Sin embargo, las personas suelen achacar el fracaso a factores externos como la mala suerte o la «imposibilidad» de resolver el problema. Si ganamos al Scrabble es debido a nuestra destreza verbal. Si perdemos, la causa reside en el hecho de que nos hemos quedado «bloqueados con una “Q” y no nos ha salido ninguna “U”». Las atribuciones egoístas se observan en los atletas (tras una victoria o una derrota), en los estudiantes (tras obtener una calificación elevada o baja en los exámenes), en los conductores (tras un accidente) y en los gestores (tras obtener beneficios o sufrir pérdidas). La pregunta «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» es un interrogante que le planteamos a nuestros problemas, no a nuestros éxitos.
    El fenómeno de la superioridad ilusoria: ¿cómo me amo a mí mismo? Permítanme que les enumere los modos.
    No solo en la ciudad de Lake Wobegon [*] superan los niños, sin excepción, la media de sus congéneres. En un sondeo realizado por el College Board [*] estadounidense sobre ochocientos veintinueve mil bachilleres se observa que el cero por ciento de los encuestados se considera por debajo de la media en relación con su «capacidad para llevarse bien con los demás», mientras que el sesenta por ciento de los sujetos de ese mismo estudio se coloca en la franja del diez por ciento superior, y el veinticinco por ciento se juzga incluido en el uno por ciento de cabeza. Cuando comparamos nuestra realidad con la del nivel que alcanzan por término medio nuestros semejantes, la mayoría de nosotros imagina ser más inteligente, más atractivo, menos dado a caer en los prejuicios, más ético, más sano y proclive a vivir más tiempo —un fenómeno que ya Freud señaló en el chiste del hombre que le dice a su esposa: «Si uno de los dos muere antes que el otro, creo que me iré a vivir a París»—.
    En la vida cotidiana, más de nueve de cada diez conductores sitúan sus aptitudes al volante por encima de la media, o eso presuponen. En los sondeos efectuados en las facultades universitarias, el noventa por ciento o más de los profesores se consideran superiores al promedio de sus compañeros (circunstancia que evidentemente suscita algunas envidias y descontentos si se da el caso de que los talentos que uno tiene la plena seguridad de poseer resultan infravalorados). Cuando los maridos y las esposas ponderan el porcentaje de trabajo doméstico que corre a su cargo, o cuando se pide a los miembros de un equipo que estimen sus respectivas contribuciones al desempeño global, la suma de las apreciaciones personales suele superar el cien por cien.
    Los estudios relacionados con el sesgo egoísta y otras conductas similares —como el optimismo ilusorio, la autojustificación y el sesgo endogrupal— nos recuerdan lo que la literatura y la religión nos han enseñado: que es frecuente que el orgullo preceda a la caída. El hecho de que nos percibamos favorablemente a nosotros mismos y a nuestro grupo nos protege de la depresión, amortigua el estrés y mantiene nuestras esperanzas. Sin embargo, todos esos beneficios se producen a costa de la discordia marital, del bloqueo de las negociaciones, de la condescendencia fundada en prejuicios, del endiosamiento nacional y de la guerra. El hecho de cobrar conciencia del sesgo egoísta no nos aboca a adoptar posturas próximas a la falsa modestia, sino a un tipo de humildad que constata tanto nuestros auténticos talentos y virtudes como los méritos de los demás.

LA HUMILDAD COGNITIVA
    GARY MARCUS

    Director del Centro de Lenguaje Infantil de la Universidad de Nueva York; autor de Kluge: The Haphazard Evolution of the Human Mind .

    Puede que Hamlet elogiase lo noble que es la razón de los seres humanos y la infinitud de dones que estos poseen [*] , pero en realidad —como han venido a mostrar cuatro décadas de experimentación en psicología cognitiva— nuestras mentes no solo son finitas sino que además distan mucho de poderse calificar de nobles. El conocimiento de sus límites puede ayudarnos a mejorar nuestra capacidad de raciocinio.
    Casi todos esos límites comienzan con un hecho muy peculiar de la memoria humana: pese a poseer unas facultades bastante buenas para almacenar información en el cerebro, no se nos da excesivamente bien recuperar los datos así guardados. Tenemos la capacidad de reconocer las fotos de nuestros compañeros de instituto años después de haberlo dejado, y sin embargo nos resulta imposible recordar lo que desayunamos ayer. Sabemos que nuestra flaca memoria puede ser la causa de que los testigos oculares de un delito comentan errores en sus declaraciones (y den lugar a encarcelamientos erróneos), de que se generen roces en un matrimonio (debido, por ejemplo, al olvido de un aniversario), e incluso de que se produzcan muertes (se tiene noticia, por ejemplo, de que ha habido personas aficionadas a la caída libre que han pasado por alto el imprescindible requisito de tirar del cordón de apertura de su paracaídas, hasta el punto de que se estima que ha de atribuirse a dicho olvido aproximadamente el seis por ciento de las víctimas mortales de este deporte).
    La memoria de los ordenadores es muy superior a la humana porque los primeros estudiosos de la informática descubrieron un truco que la evolución nunca ha alcanzado a ver: me refiero al hecho de organizar la información asignando todos los recuerdos a un mapa central en el que cada uno de los fragmentos de información que han de conservarse se asigna a un único e identificable lugar en los archivos de memoria del ordenador. Da la impresión de que, por el contrario, los seres humanos carecemos de ese tipo de mapas centrales y recuperamos los datos almacenados en nuestra memoria de un modo bastante más caprichoso, esto es, utilizando claves o indicaciones que apuntan a la información que tratamos de encontrar. Por consiguiente, no nos es posible buscar en nuestra memoria de un modo tan sistemático ni tan fiable como el que caracteriza a los ordenadores y a las bases de datos de Internet. Por otra parte, los recuerdos humanos se revelan mucho más sujetos al contexto. Los submarinistas, por ejemplo, recuerdan mejor aquellas palabras que estudian mientras se hallan sumergidos siempre que la comprobación se efectúe bajo el agua y no en tierra, aun en el caso de que las palabras en cuestión no tengan nada que ver con el medio marino.
    Hay veces en que esta sensibilidad al contexto resulta útil. Somos más capaces de recordar cuanto sabemos de cocina mientras nos encontramos frente a los fogones que en la eventualidad de vernos, digamos, esquiando. No obstante, también hay que tener en cuenta que esa vinculación con el contexto tiene un coste: si necesitamos recordar algo en una situación distinta a aquella en la que se produjo el almacenamiento del dato, es frecuente que nos resulte muy difícil recuperar dicha información. Uno de los mayores retos de la educación, por ejemplo, estriba en conseguir que los niños apliquen lo que aprenden en el colegio a las situaciones de la vida real. Posiblemente, la más funesta consecuencia de este estado de cosas radica en el hecho de que los seres humanos tendemos a recordar mejor los datos que encajan con nuestras creencias que las informaciones que las contradicen. Cuando dos personas discrepan, la causa hay que buscarla muy a menudo en que sus convicciones previas les llevan a recordar (o a centrarse en) fragmentos de información diferentes. Ponderar bien una cuestión consiste evidentemente en valorar las dos caras de un debate, pero salvo en el caso de que asumamos también el trabajo extra de forzarnos deliberadamente a considerar la existencia de posibles alternativas —algo que no suele venir espontáneamente a la cabeza— somos más proclives a recordar la información que concuerda con nuestra propia posición personal que la que se aparta de ella.
    La superación de esta flaqueza intelectual, conocida con el nombre de «sesgo de confirmación», es una lucha que hemos de librar a lo largo de toda nuestra vida, y desde luego el hecho de reconocer que se trata de algo que todos padecemos supone ya un importante primer paso. Podemos tratar de sortear este escollo compensando las tendencias innatas que nos inducen a caer en el recuerdo interesado y en el sesgo memorístico adquiriendo la doble disciplina de no limitarnos a considerar los datos que puedan concordar con nuestras propias creencias y de sopesar la información que pudiera empujar a otras personas a manejar criterios diferentes a los nuestros.

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