Demos gracias por nuestra pobreza, dijo el tipo vestido con harapos.
Lo vi con este ojo: vagaba por un pueblo de casas chatas,
hechas de cemento y ladrillos, entre México y Estados Unidos.
Demos gracias por nuestra violencia, dijo, aunque sea estéril
como un fantasma, aunque a nada nos conduzca,
tampoco estos caminos conducen a ninguna parte.
Lo vi con este ojo: gesticulaba sobre un fondo rosado
que se resistía al negro, ah, los atardeceres de la frontera,
leídos y perdidos para siempre.
Los atardeceres que envolvieron al padre de Lisa
a principios de los cincuenta.
Los atardeceres que vieron pasar a Mario Santiago,
arriba y abajo, aterido de frío, en el asiento trasero
del coche de un contrabandista. Los atardeceres
del infinito blanco y del infinito negro.
Lo vi con este ojo: parecía un gusano con sombrero de paja
y mirada de asesino
y viajaba por los pueblos del norte de México
como si anduviera perdido, desalojado de la mente,
desalojado del sueño grande, el de todos,
y sus palabras eran, madre mía, terroríficas.
Parecía un gusano con sombrero de paja,
ropas blancas
y mirada de asesino.
Y viajaba como un trompo
por los pueblos del norte de México
sin atreverse a dar el paso,
sin decidirse
a bajar al D.F.
Lo vi con este ojo
ir y venir
entre vendedores ambulantes y borrachos,
temido,
con el verbo desbocado por calles
de casas de adobe.
Parecía un gusano blanco
con un Bali entre los labios
o un Delicados sin filtro.
Y viajaba de un lado a otro
de los sueños,
tal que un gusano de tierra,
arrastrando su desesperación,
comiéndosela.
Un gusano blanco con sombrero de paja
bajo el sol del norte de México,
en las tierras regadas con sangre y palabras mordaces
de la frontera, la puerta del Cuerpo que vio Sam Peckinpah,
la puerta de la Mente desalojada, el puritito
azote, y el maldito gusano blanco allí estaba,
con su sombrero de paja y su pitillo colgando
del labio inferior, y tenía la misma mirada
de asesino de siempre.
Lo vi y le dije tengo tres bultos en la cabeza
y la ciencia ya no puede hacer nada conmigo.
Lo vi y le dije sáquese de mi huella so mamón,
la poesía es más valiente que nadie,
las tierras regadas con sangre me la pelan, la Mente desalojada
apenas si estremece mis sentidos.
De estas pesadillas sólo conservaré
estas pobres casas,
estas calles barridas por el viento
y no su mirada de asesino.
Parecía un gusano blanco con su sombrero de paja
y su pistola automática debajo de la camisa
y no paraba de hablar solo o con cualquiera
acerca de un poblado que tenía
por lo menos dos mil o tres mil años,
allá por el norte, cerca de la frontera
con los Estados Unidos,
un lugar que todavía existía,
digamos cuarenta casas,
dos cantinas,
una tienda de comestibles,
un pueblo de vigilantes y asesinos
como él mismo,
casas de adobe y patios encementados
donde los ojos no se despegaban
del horizonte
(de ese horizonte color carne
como la espalda de un moribundo).
¿Y qué esperaban que apareciera por allí?, pregunté.
El viento y el polvo, tal vez.
Un sueño mínimo
pero en el que empeñaban
toda su obstinación, toda su voluntad.
Parecía un gusano blanco con sombrero de paja y un Delicados
colgando del labio inferior.
Parecía un chileno de veintidós años entrando en el Café La Habana
y observando a una muchacha rubia
sentada en el fondo,
en la Mente desalojada.
Parecían las caminatas a altas horas de la noche
de Mario Santiago.
En la Mente desalojada.
En los espejos encantados.
En el huracán del D.F.
Los dedos cortados renacían
con velocidad sorprendente.
Dedos cortados,
quebrados,
esparcidos
en el aire del D.F.
En Los perros románticos
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