Sobre la historia Eric Hobsbawm PREFACIO

Libro Sobre la historia


PREFACIO

    Los historiadores de mentalidad menos filosófica difícilmente pueden evitar las reflexiones generales sobre su disciplina. Incluso cuando les es posible evitarlas, tal vez no se sientan estimulados a ello, ya que la demanda de conferencias y simposios, que tiende a crecer a medida que el historiador envejece, se satisface más fácilmente por medio de generalidades que de investigación real. En todo caso, en la actualidad el interés se decanta hacia las cuestiones conceptuales y metodológicas de la historia. Teóricos de toda clase dan vueltas alrededor de los mansos rebaños de historiadores que pacen en los ricos pastos de sus fuentes primarias o rumian las publicaciones de sus colegas. A veces hasta los menos combativos se sienten impulsados a hacer frente a sus atacantes. No quiero decir que los historiadores, entre ellos quien esto escribe, carezcan de espíritu combativo, al menos cuando se ocupan de lo que escriben los demás historiadores. Algunas de las polémicas académicas más espectaculares han tenido por escenario los campos de batalla de los historiadores. Así que no es extraño que alguien que lleva cincuenta años en este ramo haya producido las reflexiones sobre su disciplina que ahora se reúnen en esta recopilación de ensayos.
    Si bien varios de ellos son breves y poco sistemáticos —los límites de lo que se puede decir en una conferencia de cincuenta minutos se notan en la mayoría de ellos—, no dejan de ser intentos de resolver una serie coherente de problemas. Éstos son de tres clases que se solapan unas con otras. En primer lugar, me ocupo de los usos y los abusos de la historia tanto en la sociedad como en la política, así como de la comprensión y —al menos así lo espero— la reestructuración del mundo. Dicho de modo más específico, examino el valor que tiene la historia para otras disciplinas, especialmente para las ciencias sociales. En cierto modo, estos ensayos son, por así decirlo, anuncios de mi oficio. En segundo lugar, hablo de lo que ha sucedido entre los historiadores y otros eruditos que investigan el pasado. Entre ellos hay tanto estudios y evaluaciones críticas de varias tendencias y modas históricas como intervenciones en debates sobre, por ejemplo, el posmodernismo y la cliometría. En tercer lugar, los ensayos tratan del tipo de historia que yo cultivo, es decir, de los problemas fundamentales a los que deberían hacer frente todos los historiadores serios, de la interpretación histórica que más útil me ha sido al hacerles frente; y también de cómo en la historia que he escrito se notan mi edad, mis antecedentes, mis creencias y mi experiencia de la vida. Probablemente los lectores comprobarán que, de un modo u otro, todos estos factores se reflejan en cada uno de los ensayos.
    Lo que opino sobre todos estos asuntos resultará claro al leer el texto. No obstante, quiero añadir una o dos palabras de aclaración acerca de dos temas del presente libro.
    En primer lugar, acerca de decir la verdad sobre la historia, si se me permite utilizar el título de un libro de amigos y colegas. [1] Defiendo firmemente la opinión de que lo que investigan los historiadores es real. El punto desde el cual deben partir los historiadores, por lejos de él que vayan a parar finalmente, es la distinción fundamental y, para ellos, absolutamente central entre los hechos comprobados y la ficción, entre afirmaciones históricas basadas en hechos y sometidas a ellos y las que no reúnen estas condiciones.
    Durante los últimos decenios se ha puesto de moda, y no en menor grado entre las personas que se consideran de izquierdas, negar que la realidad objetiva sea accesible, toda vez que lo que llamamos «hechos» existe sólo en función de conceptos previos y de problemas formulados en términos de los mismos. El pasado que estudiamos no es más que una construcción de nuestra mente. Una de estas construcciones es en principio tan válida como cualquier otra, tanto si se puede respaldar con lógica y hechos como si no. Mientras forme parte de un sistema de creencias emocionalmente fuerte, en principio no hay, por así decirlo, ninguna manera de decidir que la crónica bíblica de la creación de la Tierra es inferior a la que proponen las ciencias naturales: son sencillamente distintas. Cualquier tendencia a dudar de esto es «positivismo», y ningún término indica un rechazo más total que éste, a menos que sea el término «empirismo».
    Resumiendo, creo que sin la distinción entre lo que es y lo que no es así no puede haber historia. Roma venció y destruyó a Cartago en las guerras púnicas, y no viceversa. Cómo reunimos e interpretamos nuestra muestra escogida de datos verificables (que pueden incluir no sólo lo que pasó, sino lo que la gente pensó de ello) es otra cosa.
    En realidad, pocos relativistas son totalmente fieles a sus convicciones, al menos cuando se trata de decidir cuestiones como, por ejemplo, si el Holocausto hitleriano tuvo lugar o no. Sin embargo, en todo caso, el relativismo no vale en la historia más de lo que vale ante los tribunales de justicia. Decidir si el acusado en un juicio por asesinato es culpable o no depende de la evaluación de las tradicionales pruebas positivistas, si las hay. Cualquier lector inocente que se encuentre en el banquillo de los acusados hará bien en apelar a ellas. Son los abogados de los culpables los que echan mano de argumentos posmodernos para la defensa.
    En segundo lugar, sobre el planteamiento marxista de la historia con el que se me asocia. Aunque es imprecisa, no repudio la etiqueta de marxista. Sin Marx no se hubiera despertado en mí ningún interés especial por la historia, que no era una asignatura que inspirara tal como se enseñaba en la primera mitad del decenio de 1930 en un Gymnasium conservador de Alemania y tal como la impartía un admirable maestro liberal en una escuela de enseñanza secundaria de Londres. Es casi seguro que no hubiera acabado ganándome la vida como historiador académico profesional. Marx y los campos de actividad de los jóvenes radicales marxistas me proporcionaron mis temas de investigación e inspiraron mi manera de escribir sobre ellos. Aunque considerara desechable gran parte del planteamiento marxista de la historia, continuaría presentando mis respetos —profundos, pero no desprovistos de sentido crítico— a lo que los japoneses llaman sensei , es decir, un maestro intelectual con el que se tiene contraída una deuda que no se puede pagar. Da la casualidad de que (con las reservas que el lector encontrará en estos ensayos) para mí la «concepción materialista de la historia» de Marx sigue siendo, con mucho, la mejor guía de la historia, tal como la describió Ibn Jaldún, el gran erudito del siglo XIV , a saber:

    la crónica de la sociedad humana, de la civilización mundial; de los cambios que tienen lugar en la naturaleza de dicha sociedad…; de las revoluciones y los levantamientos de un grupo de gente contra otro, con los resultantes reinos y estados con sus diversos rangos; de las diferentes actividades y ocupaciones de los hombres, ya sean para ganarse el sustento o en diversas ciencias y oficios; y, en general, de todas las transformaciones que experimenta la sociedad por su misma naturaleza. [2]
    Es sin duda la mejor guía para quienes, como yo, se han ocupado de la ascensión del capitalismo moderno y la transformación del mundo desde el final de la Edad Media europea.
    Pero ¿qué es exactamente un «historiador marxista» a diferencia de un historiador no marxista? Ideólogos de ambos bandos de las guerras de religión seculares que hemos vivido durante gran parte del siglo en curso han intentado trazar líneas divisorias claras y señalar incompatibilidades. Por un lado, las autoridades de la difunta URSS no se sintieron con ánimos para traducir ninguno de mis libros al ruso, aunque sabían que su autor era miembro de un partido comunista y se encargó de la edición inglesa de las obras completas de Marx y Engels. Según los criterios de su ortodoxia, no eran «marxistas». Por otro lado, en tiempos más recientes, aún no se ha encontrado un editor francés «respetable» que esté dispuesto a publicar mi libro Historia del siglo XX , es de suponer que porque se considera demasiado escandaloso, desde el punto de vista ideológico, para los lectores parisienses, o, más probablemente, para los que se da por sentado que harían la reseña del libro en el caso de que se tradujera. Sin embargo, como intentan demostrar mis ensayos, la historia de la disciplina que investiga el pasado ha sido —desde finales del siglo XIX , por lo menos hasta que la nebulosidad intelectual empezó a posarse sobre el paisaje historiográfico en los años setenta— una historia de convergencia y no de separación. Se ha señalado con frecuencia el paralelismo que existe entre la escuela de los Annales en Francia y los historiadores marxistas de Gran Bretaña. Cada bando veía al otro embarcado en un proyecto histórico parecido, aunque con una genealogía intelectual diferente, y aunque es de suponer que las ideas políticas de sus exponentes más destacados distaban mucho de ser las mismas. Interpretaciones que en otro tiempo se identificaban de modo exclusivo con el marxismo, hasta con lo que yo llamo «marxismo vulgar» (véanse las páginas 152-154) han penetrado de forma extraordinaria en la historia convencional. Se puede decir sin temor a equivocarse que hace medio siglo, al menos en Gran Bretaña, sólo un historiador marxista se hubiera atrevido a sugerir que lo que mejor explica la aparición del concepto teológico del purgatorio en la Edad Media europea es que la economía de la Iglesia dejó de depender de las donaciones de un número reducido de nobles ricos y poderosos y pasó a depender de una base financiera más amplia. Sin embargo, ¿quién calificaría de seguidor ideológico, y todavía menos, político o simpatizante de Marx al eminente medievalista de Oxford sir Richard Southern o a Jacques Le Goff, cuyo libro reseñó el primero, de acuerdo con estos criterios, en el decenio de 1980?
    Pienso que esta convergencia es una grata demostración de una de las tesis fundamentales de los presentes ensayos, a saber: que la historia está comprometida con un proyecto intelectual coherente y ha hecho progresos en lo que se refiere a comprender cómo el mundo ha llegado a ser lo que es hoy. Naturalmente, no quisiera sugerir que no se puede o no se debe distinguir entre historia marxista e historia no marxista, por heterogénea y mal definida que sea la carga que llevan estos dos contenedores. Los historiadores que siguen la tradición de Marx —y esto no incluye a todos los que dicen ser marxistas— tienen una aportación significativa que hacer a este esfuerzo colectivo. Pero no están solos. Y tampoco su trabajo, o el de otros, debería juzgarse según las etiquetas políticas que, ellos u otros, pongan en su solapa.
    Los ensayos reunidos en este volumen se escribieron en distintos momentos de los últimos treinta años, principalmente como disertaciones y aportaciones a conferencias o simposios, a veces como reseñas de libros o colaboraciones destinadas a esos peculiares cementerios académicos que son las Festschriften o colecciones de estudios que se presentan a un colega académico en alguna ocasión que pide celebrarse o apreciarse. Los ensayos van dirigidos a un público que oscila entre el de carácter general, principalmente en las universidades, a los grupos especializados de historiadores o economistas profesionales. Los capítulos 3, 5, 7, 8, 17 y 19 se publican por primera vez, aunque una versión del capítulo 17 con el texto original en alemán, que di como conferencia en relación con la anual Historikertag alemana, se publicó en Die Zeit . Los capítulos 1 y 15 se publicaron por primera vez en la New York Review of Books ; los capítulos 2 y 14, en la revista de historia Past and Present ; los capítulos 4, 11 y 20 han aparecido en la New Left Review ; el capítulo 6, en Daedalus , la revista de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias; los capítulos 10 y 21, en Diogenes , bajo los auspicios de la UNESCO. El capítulo 13 apareció en Review , bajo los auspicios del Centro Fernand Braudel de la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton; el capítulo 18 lo publicó en forma de folleto la Universidad de Londres. Se dan detalles de la Festschrift para la cual fueron escritos los capítulos 9 y 16 al empezar los mismos, y, en general, se hace lo propio con las fechas de los textos originales y, donde haga falta, el motivo por el cual se escribieron. Agradezco a todos, cuando es necesario, el permiso para publicar de nuevo los ensayos.
    E. J. Hobsbawm

1. DENTRO Y FUERA DE LA HISTORIA

    Esta ponencia fue presentada en la Universidad Centroeuropea de Budapest como discurso de apertura del curso académico 1993-1994, por lo que la audiencia ante la que se pronunció estaba compuesta en su mayoría por estudiantes procedentes de la desaparecida Unión Soviética y de los países europeos que integraban el antiguo bloque comunista. Posteriormente aparecería con el título «The New Threat to History» en el New York Review of Books el 16 de diciembre de 1994, pp. 62-65, para después publicarse traducida en varios países.
    Es un honor para mí inaugurar el presente curso académico de la Universidad Centroeuropea. Por otra parte, siento algo extraño al tener que ser yo quien se encargue de llevar a cabo tal misión, ya que, a pesar de pertenecer a la segunda generación de una familia de ciudadanos británicos, también me considero centroeuropeo. De hecho, mi condición de judío me convierte en el miembro típico de la diáspora que protagonizaron los pueblos de Europa central. Mi padre llegó a Londres procedente de Varsovia y mi madre era vienesa, lo mismo que mi esposa, quien, todo hay que decirlo, ahora se expresa en italiano mejor que en alemán. De pequeña, mi suegra hablaba en húngaro y sus padres fueron dueños de una tienda en Herzegovina durante los años que vivieron bajo la antigua monarquía austrohúngara. Una vez, en la época en que aún había paz en aquella desafortunada zona de los Balcanes, mi esposa y yo fuimos a Mostar para tratar de averiguar dónde estaba ubicada. En aquellos tiempos, yo mismo solía mantener contactos con algunos historiadores húngaros. De ahí que me presente ante ustedes como un forastero que, de un modo indirecto, también forma parte del grupo. A todo esto, ustedes se preguntarán qué me propongo decirles.
    Pues bien, hay tres cosas de las que me gustaría hablarles.
    La primera se refiere a Europa central y oriental. El mero hecho de ser oriundos de la zona —como creo que es el caso de la mayoría de los presentes—, los convierte a ustedes en ciudadanos de una serie de países que se encuentran hoy en una situación doblemente incierta. No estoy diciendo que los habitantes del centro y el este de Europa tengan el monopolio de la incertidumbre. Es muy probable que en la actualidad ésta sea más universal que nunca. Sin embargo, en el horizonte de ustedes se alzan más nubes que en el de los demás. A lo largo de mi vida, he sido testigo de cómo la guerra asolaba todos los países de esta parte del continente y posteriormente los he visto convertirse en objeto de sucesivas conquistas, ocupaciones, liberaciones y nuevas invasiones. Ninguno de los estados conserva las fronteras que tenía en el momento de mi nacimiento. Sólo seis de los veintitrés países que hoy componen el mapa que se extiende entre Trieste y los Urales existían cuando yo nací, o habrían llegado a existir de no haber sido ocupados antes por uno u otro ejército: Rusia, Rumania, Bulgaria, Albania, Grecia y Turquía, ya que ni la Austria ni la Hungría que surgieron en 1918 eran comparables a la Hungría de la época de los Habsburgo ni a Cisleithania. Algunos estados se crearon al finalizar la primera guerra mundial y otros muchos han ido surgiendo a partir de 1989. Entre ellos, hay algunos que en ningún otro momento de la historia habían alcanzado el rango de estado en el moderno sentido de la palabra o que sólo habían llegado a disfrutar de él durante un corto período de tiempo —uno o dos años en ciertos casos o una o dos décadas en otros— para después perderlo. Entre los que lo han recuperado figuran los tres estados bálticos, Bielorrusia, Ucrania, Eslovaquia, Moldavia, Eslovenia, Croacia o Macedonia, por no mencionar otros situados más hacia el este. He asistido al nacimiento y la muerte de algunos de ellos, como Yugoslavia y Checoslovaquia. En cualquier ciudad de Europa central es muy corriente encontrar a personas mayores que han tenido de manera consecutiva documentos de identidad expedidos por tres estados distintos. Un habitante de Lemberg o Czernowitz que tenga una edad similar a la mía ha vivido bajo cuatro estados, sin contar las ocupaciones sufridas durante la guerra. Es muy posible que un ciudadano de Munkacs haya pertenecido a cinco, si decidimos incluir en la lista la breve autonomía concedida a Podkarpatska Rus en 1938. Puede que en épocas más civilizadas, pongamos por caso 1919, le estuviera permitido elegir la ciudadanía que prefiriese, pero, a partir de la segunda guerra mundial, lo más probable es que se viera obligado a salir del país por la fuerza o que tuviera que integrarse en el nuevo estado en contra de su voluntad. ¿De dónde son los centroeuropeos y los europeos del este? ¿Quiénes son? Es esta una pregunta de gran importancia que muchos de ellos llevan mucho tiempo formulándose y para la cual no han encontrado todavía una respuesta satisfactoria. En algunos países se trata de una cuestión de vida o muerte, y en la mayor parte de ellos no sólo afecta, sino que también puede llegar a determinar en gran medida, la situación legal y las opciones vitales de sus habitantes.
    Sin embargo, existe otro tipo de incertidumbre de carácter más colectivo. El bloque de naciones situadas en el centro y el este de Europa forma parte de una zona del mundo a la que desde 1945 los diplomáticos y los expertos de las Naciones Unidas vienen refiriéndose mediante el uso de elegantes eufemismos como «subdesarrollado» o «en vías de desarrollo», es decir, o relativamente pobre y atrasado o absolutamente pobre y atrasado. En muchos sentidos, la línea que separa ambas Europas no es demasiado nítida, más bien podríamos hablar de una cima o cordillera principal del dinamismo económico y cultural europeo con dos laderas que descienden respectivamente hacia el este y el oeste. Dicha cadena montañosa comienza en la Italia septentrional y atraviesa los Alpes hasta el norte de Francia y los Países Bajos y se prolonga más allá del canal de la Mancha hasta Inglaterra. Su trazado coincide con el de las rutas comerciales del Medievo, con los mapas que muestran la distribución de la arquitectura gótica y con las cifras de los PIB de las diferentes áreas que componen la Comunidad Europea. De hecho, la zona en cuestión sigue siendo actualmente la espina dorsal de la Comunidad. Sin embargo, existe una frontera histórica que separa la Europa «avanzada» de la Europa «subdesarrollada», y que hay que situar aproximadamente en el centro del imperio de los Habsburgo. Sé que, en este tipo de asuntos, la gente se muestra muy susceptible. Ljubljana se considera más próxima al centro del mundo civilizado que, pongamos por caso, Skopje, y Budapest opina lo mismo respecto a Belgrado. Lo último que desea el actual gobierno de Praga es que le llamen «centroeuropeo» por miedo a que el contacto con el Este que el adjetivo sugiere pueda llegar a contaminarlo. De ahí que insista en que el país pertenece exclusivamente a Occidente. No obstante, lo que trato de decir es que ninguna región o estado de Centroeuropa o de Europa del Este ha pensado en sí mismo como tal centro. Todos han buscado en otra parte el modelo que hay que seguir para ser avanzados y modernos; y sospecho que esto mismo es lo que le ocurrió a la culta clase media de Viena, Budapest y Praga, que optó por volver los ojos hacia París y Londres del mismo modo en que los intelectuales de Belgrado y Ruse habían dirigido antes la mirada hacia Viena. Sin embargo, de acuerdo con la mayoría de los parámetros que suelen aplicarse en estos casos, la actual República Checa y algunas zonas de lo que hoy es Austria formaban parte en su día del área industrial más avanzada de Europa y, desde un punto de vista cultural, Viena, Budapest y Praga no tenían motivo alguno para sentirse inferiores a otras ciudades.
    La historia de los países atrasados a lo largo de los siglos XIX y XX es la historia de los esfuerzos que hicieron por ponerse al nivel del mundo desarrollado por medio de diversas estrategias de imitación. El Japón del siglo XIX tomó a Europa como modelo y, una vez acabada la segunda guerra mundial, Europa occidental decidió imitar la economía norteamericana. A grandes rasgos, la historia de Europa central y del Este se resume en una sucesión de intentos fallidos que tenían como meta la adopción de distintos modelos foráneos. En el período que se abrió en 1918, con un mapa de Europa plagado de naciones de nuevo cuño, el modelo de referencia era la democracia occidental y el liberalismo económico. El presidente Wilson —¿ha recuperado la estación central de Praga el nombre que un día llevó en honor suyo?— era el santo patrón de la zona, con excepción de los bolcheviques, que iban por libre. (En realidad, ellos también seguían modelos importados como Rathenau y Henry Ford). La cosa no funcionó y el modeló fracasó política y económicamente en los años veinte y treinta. La Gran Depresión acabó por arruinar la democracia plurinacional incluso en Checoslovaquia. Durante un breve período de tiempo, algunos de estos países adoptaron o flirtearon con el modelo fascista, que parecía estar llamado a ser la historia del gran éxito económico y político de la década de los treinta. (Tenemos cierta tendencia a olvidar que, en muchos sentidos, la Alemania nazi consiguió superar la Gran Depresión con notable éxito). El intento por integrarse en un gran sistema económico alemán tampoco funcionó, ya que Alemania fue derrotada.
    En la etapa posterior a 1945, la mayoría de los países de la zona escogieron, o fueron obligados a escoger, el modelo bolchevique, que, en esencia, era un sistema ideado para modernizar las economías atrasadas de tipo agrario por medio de una revolución industrial planificada. Esta es la razón de que nunca tuviera una excesiva repercusión en lo que es hoy la República Checa y en lo que hasta 1989 fue la República Democrática Alemana, si bien es verdad que su incidencia fue mayor en el resto de la zona, incluida la URSS. No hace falta que les hable sobre las carencias y defectos que presentaba el sistema desde un punto de vista económico, y que al final acabaron por conducirlo al desastre, ni sobre los regímenes políticos cada vez más insoportables que instauró en Europa central y Europa del Este. Tampoco necesito recordarles los increíbles sufrimientos que causó a los pueblos de la antigua URSS, sobre todo durante la edad de hierro de Iosiv Stalin. A pesar de todo —y aunque sé que a muchos de ustedes no les gustará lo que voy a decir—, creo que fue lo que mejor funcionó desde el desmembramiento de las monarquías ocurrido en 1918. Para el ciudadano medio de los países más atrasados de la región, como Eslovaquia o gran parte de la península balcánica, aquella fue probablemente la mejor época de su historia. El colapso se debió a la progresiva rigidez e inoperancia económica del sistema y, sobre todo, a su probada incapacidad para generar novedades o para aplicarlas al ámbito de la economía, por no mencionar la represión ejercida sobre la creación intelectual. Por otra parte, fue imposible ocultar a los habitantes de la zona que el nivel de progreso material alcanzado por otras naciones era superior al registrado en los países socialistas. Dicho de otra manera, la causa del fracaso estuvo tanto en la actitud de indiferencia u hostilidad que mostraban los ciudadanos como en la pérdida de confianza de los propios regímenes respecto a los objetivos que se habían marcado. No obstante, se mire como se mire, lo cierto es que el sistema se vino abajo de manera estrepitosa entre 1989 y 1991.
    ¿Qué ocurre en la actualidad? Pues que hay un nuevo modelo que todo el mundo se ha apresurado a copiar, y que implica la adopción de la democracia parlamentaria en la esfera política y de formas extremas del capitalismo de libre mercado en el ámbito de la economía. En su forma actual, no se trata todavía de un modelo propiamente dicho, sino más bien de una reacción contra lo sucedido en épocas anteriores. Si se le concede la oportunidad de desarrollarse, es posible que acabe echando raíces y se convierta en algo más viable. Sin embargo, aunque así fuera, a la luz de la historia desde 1918 es poco probable que esta región consiga entrar, salvo contadas excepciones, en el club de las naciones «realmente» avanzadas y modernas. Las consecuencias de imitar al presidente Reagan y a la señora Thatcher han sido decepcionantes incluso en aquellos países que no se han visto asolados por la guerra, el caos y la anarquía. Debo añadir que la aplicación del modelo de Reagan y Thatcher tampoco ha producido resultados demasiado brillantes en sus países de origen, para decirlo de un modo mesurado y típicamente inglés.
    Así pues, en general, los habitantes del centro y el este de Europa continuarán viviendo en unos países descontentos con su pasado, probablemente bastante desilusionados de su presente y llenos de dudas respecto a su futuro. Esta situación entraña un gran peligro, ya que la gente no tardará en buscar a alguien a quien echar la culpa de sus fracasos e inseguridades. Los movimientos e ideologías que tienen más posibilidades de sacar partido de este clima emocional no son, al menos en esta generación, los que desean la vuelta a una versión remozada de la etapa anterior a 1989, sino los inspirados en la intolerancia y el nacionalismo xenófobo. Como siempre, lo más fácil es culpar de todo a los extranjeros.
    Con esto llego al segundo punto de mi exposición, que, aparte de constituir el argumento central de la misma, también está relacionado de un modo más directo con la actividad universitaria o al menos con aquellas tareas que a mí personalmente me interesan más por mi condición de historiador y profesor de universidad. Porque la historia es la materia prima de la que se nutren las ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas, del mismo modo que las adormideras son el elemento que sirve de base a la adicción a la heroína. El pasado es un factor esencial —quizás el factor más esencial— de dichas ideologías. Y cuando no hay uno que resulte adecuado, siempre es posible inventarlo. De hecho, lo más normal es que no exista un pasado que se adecue por completo a las necesidades de tales movimientos, ya que, desde un punto de vista histórico, el fenómeno que pretenden justificar no es antiguo ni eterno, sino totalmente nuevo. Esto es válido tanto para las diferentes formas que en la actualidad adopta el fundamentalismo religioso —el estado islámico del ayatolá Jomeini data tan sólo de principios de los años setenta— como para el nacionalismo contemporáneo. El pasado legitima. Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado proporciona un trasfondo más glorioso. Recuerdo haber visto en alguna parte un estudio acerca de la antigua civilización de las ciudades del valle del Indo titulado Cinco mil años de Pakistán . Antes de 1932-1933, momento en que algunos líderes estudiantiles inventaron el nombre, Pakistán ni siquiera existía como concepto. No se convirtió en una reivindicación política firme hasta 1940 y, como estado, su creación se remonta tan sólo a 1947. Las pruebas de que exista una relación entre la civilización de Mohenjo-Daro y los actuales gobernantes de Islamabad son tan escasas como las que se tienen acerca de una posible conexión entre la guerra de Troya y el gobierno de Ankara, que reivindica el retorno del tesoro del rey Príamo de Troya descubierto por Schliemann, aunque sólo sea para mostrarlo a la luz pública en una primera exposición. Sin embargo, lo cierto es que «5000 años de Pakistán» suena mejor que «cuarenta y seis años de Pakistán».
    En estas circunstancias, los historiadores se encuentran con que han de interpretar el inesperado papel de actores políticos. Antes pensaba que la historia, a diferencia de otras disciplinas como, por ejemplo, la física nuclear, al menos no le hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas como los talleres en los que el IRA ha aprendido a transformar los abonos químicos en explosivos. Esta situación nos afecta de dos maneras: en general, tenemos una responsabilidad con respecto a los hechos históricos y, en particular, somos los encargados de criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva político-ideológica.
    No hace falta que me extienda en el comentario de la primera de estas responsabilidades. De no ser por dos circunstancias totalmente nuevas, ni siquiera la mencionaría. Una es la actual tendencia de los novelistas a basar la trama de sus obras en hechos reales en vez de en argumentos imaginarios, con lo cual se desdibuja la frontera que separa la realidad histórica de la ficción. La otra es el gran auge que están experimentando las modas intelectuales «posmodernas» en las universidades occidentales, especialmente en los departamentos de literatura y antropología; en ellas subyace la idea de que todos los «hechos» a los que se presupone una existencia objetiva no son sino meras creaciones mentales: en resumen, que no hay una diferencia clara entre la realidad y la ficción. Sin embargo, la diferencia existe, y es fundamental que los historiadores —incluso aquellos de nosotros que son más radicalmente antipositivistas— sean capaces de distinguir entre ambas. El historiador no puede inventar los hechos que estudia. O Elvis Presley está muerto o no lo está. Hay una forma de responder a dicha pregunta de un modo inequívoco, y es tomando como punto de partida las pruebas existentes, siempre que, como sucede en algunos casos, se disponga de pruebas fidedignas. El gobierno turco, que niega ser el autor del intento de genocidio de los armenios ocurrido en 1915, tiene razón o no la tiene. Partiendo de un discurso histórico riguroso, la mayoría de nosotros rechazaría cualquier intento de negar la matanza, aunque ni hay un modo inequívoco de poder elegir entre las diferentes formas de interpretar el fenómeno ni es posible encuadrarlo adecuadamente en el contexto más amplio de la historia. Hace poco, los zelotes hindúes destruyeron una mezquita en Aodhya, con el pretexto de que había sido erigida en contra de la voluntad del pueblo hindú por el conquistador mogol Babur en un emplazamiento especialmente sagrado, considerado como lugar de nacimiento del dios Rama. Mis colegas y amigos de las universidades de la India publicaron un estudio en el que se demostraba: a) que, hasta el siglo XIX , a nadie se le había ocurrido que Aodhya pudiera ser el lugar de nacimiento de Rama, y b) que casi con toda seguridad la mezquita no se construyó en tiempos de Babur. Me gustaría poder decir que el trabajo ha contribuido en gran medida a frenar el ascenso del partido que provocó el incidente, pero al menos estas personas cumplieron con su deber como historiadores, para bien de los que saben leer y que tanto ahora como en el futuro se encuentran expuestos a la propaganda de la intolerancia. Cumplamos también con el nuestro.
    Son contadas las ideologías de la intolerancia que se basan en simples mentiras o invenciones de las que no existe la menor prueba. Después de todo, es cierto que hubo una batalla de Kosovo en 1389, que los guerreros serbios y sus aliados fueron derrotados por los turcos, y que este hecho dejó profundas huellas en la memoria del pueblo serbio, lo cual no implica que pueda servir para justificar la opresión de los albaneses, que en la actualidad forman el 90 por 100 de la población de la zona, ni la pretensión serbia de que la tierra les pertenece por derecho propio. Dinamarca no reclama la extensa área del este de Inglaterra que los daneses colonizaron y gobernaron antes del siglo XI , conocida desde entonces como la «Danelaw», y cuyas poblaciones llevan nombres que, desde un punto de vista filológico, siguen siendo daneses.
    El mal uso que la ideología suele hacer de la historia se basa más en el anacronismo que en la mentira. El nacionalismo griego le niega a Macedonia incluso el derecho a llamarse así, aduciendo que, en realidad, se trata de una región griega que forma parte de un estado-nación griego, es de suponer que desde que el padre de Alejandro Magno, que era rey de Macedonia, se convirtió en soberano de los territorios griegos de la península balcánica. Como todo lo relacionado con Macedonia, esta dista mucho de ser una simple cuestión académica, pero un intelectual griego tendrá que ser muy valiente para atreverse a afirmar que, desde un punto de vista histórico, es una tontería. En el siglo IV a. C. no existía ningún estado-nación griego ni ninguna otra entidad política que pudiera denominarse así; el imperio macedónico no se parecía en nada a un estado-nación griego o a cualquiera de los modernos, sea este griego o no, y, en todo caso, lo más probable es que los antiguos griegos vieran a sus gobernantes macedonios como bárbaros, y no como griegos, concepción esta que también aplicarían después a los romanos, aunque, sin duda, eran demasiado educados o prudentes para confesarlo. Históricamente, Macedonia es una mezcla tan inextricable de etnias —no en vano los franceses llamaron así a la ensalada de frutas— que cualquier intento de identificarla con una nacionalidad concreta por fuerza ha de estar equivocado. Para ser justos, por este mismo motivo habría que rechazar los planteamientos más extremistas del nacionalismo macedonio y todas aquellas publicaciones croatas que pretenden convertir a Zvonimir el Grande en el antepasado del presidente Tudjman. Sin embargo, es difícil plantar cara a los inventores de una historia nacional de manual, aunque hay algunos historiadores en la Universidad de Zagreb, a los que estoy orgulloso de poder contar entre mis amigos, que han tenido suficientes agallas para hacerlo.
    Estos y otros muchos intentos de sustituir la historia por el mito y la invención no son simples bromas pesadas de tipo intelectual. Después de todo, tienen el poder de decidir lo que se incluye o no en los libros de texto, algo de lo que eran plenamente conscientes las autoridades japonesas cuando insistieron en que en las escuelas del país debía darse una versión aséptica de la intervención japonesa en China. Hoy día, el mito y la invención son fundamentales para la política de la identidad a través de la que numerosos colectivos que se definen a sí mismos de acuerdo con su origen étnico, su religión o las fronteras pasadas o presentes de los estados tratan de lograr una cierta seguridad en un mundo incierto e inestable diciéndose aquello de «somos diferentes y mejores que los demás». Ambas cosas son motivo de inquietud en las universidades, porque las personas que formulan tales mitos e invenciones son personas cultas: maestros laicos y religiosos, profesores de universidad (espero que no muchos), periodistas, productores de radio y televisión. Lo más seguro es que en la actualidad la mayoría de ellos hayan pasado por una u otra universidad. No les quepa la menor duda. La historia no es una memoria atávica ni una tradición colectiva. Es lo que la gente aprendió de los curas, los maestros, los autores de libros de historia y los editores de artículos de revista y programas de televisión. Es muy importante que los historiadores recuerden la responsabilidad que tienen y que consiste ante todo en permanecer al margen de las pasiones de la política de la identidad incluso si las comparten. Después de todo, también somos seres humanos.
    El grado de trascendencia que puede llegar a tener el tema queda ilustrado en un reciente artículo del escritor israelí Amos Elon sobre el modo en que el genocidio de los judíos a manos de Hitler se ha transformado en un mito legitimador de la existencia del estado de Israel. Más aún: durante los años en que la derecha ocupó el poder, se convirtió en una especie de fórmula ritual de afirmación de la identidad y la superioridad del estado israelí y, junto a Dios, en un elemento esencial del conjunto oficial de creencias nacionales. Elon, que describe con todo detalle la evolución de la transformación sufrida por el concepto de «Holocausto» afirma —siguiendo al recién nombrado ministro de Educación del nuevo gobierno laborista israelí— que es necesario separar la historia de los mitos, los rituales y la política nacional. Como no soy israelí —aunque sí judío—, prefiero no opinar al respecto. Sin embargo, como historiador, lamentablemente no he podido dejar de fijarme en una de las observaciones que hace Elon y es la de que las aportaciones más destacadas que se han hecho a la historiografía académica sobre el genocidio, sean o no judíos sus autores, o bien no han sido traducidas al hebreo, como es el caso de la gran obra de Hilberg o, si lo han sido, han visto la luz con considerable retraso, y a veces con declaraciones de descargo de responsabilidad por parte de las editoriales. La historiografía seria del genocidio no ha minimizado en absoluto aquella tragedia incalificable. Simplemente, discrepaba del mito legitimador.
    A pesar de todo, esta misma historia nos permite concebir ciertas esperanzas, porque es un ejemplo de cómo la historia mitológica o nacionalista es criticada desde dentro. Me doy cuenta de que la historia de la creación del estado de Israel dejó de escribirse para servir básicamente como propaganda nacional o como defensa de la causa sionista unos cuarenta años después de que el estado comenzara su andadura. He observado que esto mismo ocurrió con la historia irlandesa. Aproximadamente medio siglo después de que la mayor parte de Irlanda lograra la independencia, los historiadores irlandeses dejaron de escribir la historia de su isla en términos de la mitología del movimiento de liberación nacional. En la actualidad, la historia irlandesa, tanto en la República como en el norte, atraviesa un momento de esplendor porque ha conseguido liberarse a sí misma. Esta sigue siendo una cuestión cargada de riesgos e implicaciones políticas. La historia que se escribe hoy día rompe con una antigua tradición que se ha mantenido desde los fenianos hasta el IRA, y que continúa luchando con armas y bombas en nombre de los viejos mitos. Pero el hecho de que haya una nueva generación que ha alcanzado la madurez y está en condiciones de distanciarse de las pasiones que acompañaron aquellos períodos tan trascendentales y traumáticos de la historia de sus países es un signo de esperanza para los historiadores.
    Sin embargo, no podemos estar esperando a que las generaciones se sucedan. Debemos oponer resistencia a la formación de mitos nacionales, étnicos o de cualquier otro tipo, mientras se encuentren en proceso de gestación. Al hacerlo no ganaremos en popularidad: Thomas Masaryk, fundador de la República Checoslovaca no se hizo demasiado popular cuando entró en la política como el hombre que probó, con gran pesar pero sin la menor vacilación, que los manuscritos medievales en que se basaba buena parte del mito nacional checo no eran más que falsificaciones. Pero hay que hacerlo, y espero que así lo hagan aquellos de ustedes que sean historiadores.
    Esto es todo lo que deseaba decirles acerca del deber del historiador. Sin embargo, antes de terminar, me gustaría recordarles algo más. El hecho de ser estudiantes de esta universidad les convierte a ustedes en personas privilegiadas. Lo más probable es que, como alumnos que son de una institución ilustre y prestigiosa, gozarán, si así lo quieren, de una posición social destacada, tendrán mejores carreras y ganarán más dinero que otra gente, aunque nunca tanto como un próspero hombre de negocios. Lo que deseo recordarles es algo que me dijeron a mí cuando empecé a enseñar en la universidad. «Aquellos por los que estás aquí —me dijo mi propio profesor— no son estudiantes tan brillantes como tú. Son estudiantes mediocres con mentes faltas de imaginación que se licencian sin pena ni gloria con un aprobado justito y cuyos exámenes dicen todos las mismas cosas. Los que son realmente buenos pueden cuidar de sí mismos, aunque disfrutarás enseñándoles. Pero son los otros los que de verdad te necesitan».
    Esto es aplicable no sólo a la universidad, sino también al mundo. Los gobiernos, la economía, las escuelas, todo lo que forma parte de la sociedad, no existe para beneficio de unas minorías privilegiadas. Estamos capacitados para cuidar de nosotros mismos. Existe por el bien de las personas comunes y corrientes, que no son especialmente inteligentes ni interesantes (a menos, claro está, a que nos enamoremos de una de ellas), ni tienen demasiada cultura, ni demasiado éxito ni parecen destinadas a tenerlo: en resumen, personas que no son nada del otro mundo. Existe por las personas que, a lo largo de la historia, sólo han entrado en ella como individuos con entidad propia al margen de las comunidades a las que pertenecían por la constancia que ha quedado de su paso en las actas de nacimiento, matrimonio y defunción. La única sociedad en la que merece la pena vivir es aquella que haya sido diseñada para ellos, no para los ricos, los inteligentes, los excepcionales, aunque esa sociedad en la que valga la pena vivir deba reservar un espacio y un margen de acción para dichas minorías. Sin embargo, el mundo no ha sido creado para nuestro disfrute personal ni hemos venido a él por tal motivo. Un mundo que pretenda que esa es su razón de ser no es un buen mundo ni debería ser un mundo perdurable.

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