La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás. La persona que está perennemente sorprendida por la existencia de la depravación, que se muestra desilusionada (incluso incrédula) cuando se le presentan pruebas de lo que unos seres humanos son capaces de infligir a otros -en el sentido de crueldades horripilantes y directas-, no ha alcanzado la madurez moral o psicológica.
A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia.
En la actualidad un enorme archivo de imágenes hace más difícil mantener este género de defecto moral. Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan.
Aunque sólo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a que se refieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides.
Esto no es exactamente lo mismo que pedirle a la gente que recuerde un ataque de maldad singularmente monstruoso. («Nunca olvides.») Quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión. Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo. La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creencia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: sabemos que moriremos, y nos afligimos por quienes en el curso natural de los acontecimientos mueren antes que nosotros: abuelos, padres, maestros y amigos mayores. La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas. Pero la historia ofrece señales contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y recordar demasiado (los agravios de antaño: serbios, irlandeses) nos amarga. Hacer la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada.
Si la meta es que haya algún espacio en el cual se pueda vivir la propia vida, entonces es deseable que el recuento de las injusticias específicas se disuelva en el reconocimiento más general de que por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros.
Estacionados frente a las pequeñas pantallas -del televisor, del ordenador y de la agenda electrónica- podemos navegar hasta las imágenes y breves reportajes de los desastres en todo el mundo. Parece como si hubiera una mayor cantidad de esas noticias que antaño. Probablemente sea una ilusión. Es más bien la difusión de las noticias lo que está «por todas partes». Y los sufrimientos de algunas personas tienen para los espectadores un interés intrínseco mucho mayor (si bien antes debemos reconocer que el sufrimiento tiene un público) que el sufrimiento de otras. Aunque las noticias sobre la guerra sean propagadas en la actualidad por todo el mundo, ello no implica que la capacidad para reflexionar acerca del sufrimiento de gente distante sea sensiblemente mayor. En la vida moderna -una vida en la cual lo superfluo reclama nuestra atención-parece normal apartarse de las imágenes que simplemente nos provocan malestar.
Mucha más gente cambiaría de canal si los medios informativos dedicasen más tiempo a los pormenores del sufrimiento humano causado por la guerra y otras infamias. Pero probablemente no sea cierto que la gente responde en menor medida.
El hecho de que no seamos transformados por completo, de que podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes. No es un defecto que no seamos abrasados, que no suframos lo suficiente, cuando las vemos. Tampoco se supone que la fotografía deba remediar nuestra ignorancia sobre la historia y las causas del sufrimiento que selecciona y enmarca. Tales imágenes no pueden ser más que una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos. ¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho? Todo ello en el entendido de que la indignación moral, como la compasión, no puede dictar el curso de las acciones.
La frustración de no poder hacer algo relativo a lo que muestran las imágenes quizá puede traducirse en la acusación de que es indecente contemplarlas o de que es indecente el modo en que se difunden: acompañadas, como bien podría ser el caso, de anuncios de emolientes, analgésicos y todoterrenos. Si pudiéramos hacer algo respecto de lo que muestran las imágenes, tal vez estas cuestiones nos importarían mucho menos.
Las imágenes han sido denostadas como el medio a través del cual se mira el sufrimiento a distancia, como si hubiera otra manera de mirar. Pero mirar de cerca -sin la mediación de una imagen- es sólo mirar, de todos modos.
Algunos de los reproches aducidos contra las imágenes de atrocidades no se distinguen de las caracterizaciones de la propia vista. La vista no requiere esfuerzo; sí requiere distancia espacial; la vista puede apagarse (tenemos párpados en los ojos, no tenemos puertas en las orejas). Las mismas cualidades que llevaron a los antiguos filósofos griegos a tener a la vista por el más excelente, el más noble de los sentidos, en la actualidad se relacionan con una deficiencia.
Se tiene la impresión de que hay algo de incorrección moral en el compendio de la realidad que ofrece la fotografía; que no se tiene el derecho de padecer desde lejos el sufrimiento de los demás, despojado de su poder vivo; que el coste humano (o moral) es demasiado alto para esas cualidades de la vista admiradas hasta entonces: apartarse de la agresividad del mundo es lo que nos permite la observación y la atención electiva. Pero esto es sólo la mera descripción del funcionamiento de la propia mente.
Nada hay de malo en apartarse y reflexionar. Nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo.
En Ante el dolor de los demás
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