Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [IV de IV]





Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges
El padre de Borges

Creo que fue en el año de la publicación de El Hacedor, en 1960, cuando Borges me habló de su padre, por primera vez y largamente. No recuerdo la fecha precisa (pudo ser antes o después de la salida del libro), ni las circunstancias, aunque debió ocurrir una mañana de los días en que estudiábamos inglés antiguo, quizás en la Biblioteca Nacional, quizás en una calle del barrio sur, andando y conversando en dirección al norte, donde estaba su casa. Pero recuerdo bien mi desconcierto.

En aquel entonces, Borges hablaba tan poco de su pasado que uno podía imaginar que no lo había tenido. A una edad —sesenta años— cuando la infancia y la juventud toman la lejanía de un país extranjero y surge el gusto compulsivo de contar a los otros, a la gente que no estuvo ahí, cómo era ese país, él lo excluía de la conversación urbanamente, a la manera en que una persona respetuosa del aburrimiento del prójimo se niega a hablar del clima o de sus problemas de salud. De hecho, lo reservaba para tamizarlo en la escritura, eligiendo y puliendo los trozos más brillantes del material un tanto burdo que es nuestra propia historia, hasta encontrarle un único sentido, el literario, y un lugar en los libros.

Ancestros militares como el coronel Francisco Borges, intelectuales como Francisco Narciso de Laprida, presente del Congreso de Tucumán que declaró la Independencia en 1816, crónicas de frontera, personajes de mala vida del barrio de Palermo, poetas, ciudades, amores entrevistos o fracasados, no se deslizaban del anecdotario más común, el que detalla y rememora hablando. Pero en la discreción de Borges se abría un camino: el de los relatos y poemas que finalmente, minuciosamente, escribiría, sin dejar una página de ese pasado en blanco. Que Borges se extendiera en hablar de su padre era un hecho inusual; que subrayara cuánto le debía en términos de conocimiento y de lecturas, de apoyo para cumplir su "destino literario", me sorprendió comprensiblemente. 

Como todo el mundo, yo suponía que había sido la madre, Leonor Acevedo de Borges, quien había encauzado el talento del escritor en formación. ¿Acaso ahora, cuando la ceguera del hijo creía parejamente con la fama, no seguía vigilando la marcha de su obra, leyendo para él, tomando dictado, acompañándolo en las conferencias y los viajes? El mismo Borges declaraba en reportajes: "Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria".
La introducción de la memoria del padre en un diálogo sobre espadas sajonas y poesía medieval no fue abrupta ni producto de un repentino golpe de nostalgia. Cortésmente, borgeanamente, los recuerdos se presentaron con un libro que me había traído, un pequeño volumen en inglés sobre las batallas más importantes para la historia de Occidente. Entre las dieciséis (el título, algo escolar, era Sixteen decisive battles) estaban las de Salamina y Maratón.

“Mi padre”, dijo, “me explicaba esas batallas sobre la mesa, con migas de pan. Ésta, decía, era la posición de los persas, ésta la de los griegos. Durante mucho tiempo yo seguí pensando en ejércitos y en barcos, en héroes y en batallas, como migas de pan”.

La escena de las batallas ilustradas con migas de pan despertó mi curiosidad. Revelaba a un hombre inteligente tomándose su tiempo para interesar a un niño inteligente en un tema fuera de lo común y de su edad. Pero además contradecía la versión oficial de un Borges educándose sólo o bajo la mirada atenta de su madre. Ciertamente, de un modo muy sutil, cuando Borges se refería a sus primeras lecturas, daba la imagen de un precoz autodidacta, que descubre sin otra guía que su voracidad el mundo inagotable de los libros.

Una huella del estilo elusivo con que borraba de las revelaciones literarias otra presencia que no fuera la suya quedó en unas líneas de la Autobiografía, dictada a Norman Thomas di Giovanni.

“Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. Creo no haber salido nunca de esa biblioteca.” El hecho capital que señalaba era la biblioteca, no su padre.

Cuando en otra página enumera las lecturas favoritas del padre, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, William James), libros sobre Oriente (Lane, Burton y Payne) usa un tono de afectuosa distancia, omitiendo la transferencia de esas lecturas a las suyas y la marca imborrable que dejaron en su visión del mundo. Sólo hay un momento en que Jorge Guillermo Borges se ve nítidamente en primer plano: “Fue él quien me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre”.

La memoria siempre es más sabia que la voluntad de recordar. En 1960, Borges podía mirar su pasado literario desde la altura de una obra y El Hacedor tiene algo de conciencia del camino hecho y la melancólica incredulidad. En los últimos versos de “La lluvia”, uno de los poemas del libro, se filtra una inesperada evocación del padre:

... La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Si estos versos emocionan es porque en ellos hay una verdad. Alguien querido muere y uno descubre que el tiempo borra aquello que parecía grabado para siempre: los rasgos de una cara vista todos los días, las singularidades de un cuerpo. Nada más frágil de retener en la memoria que la voz humana, aire en el aire. Y sin embargo, cuando se ha olvidado casi todo del muerto, el recuerdo de su voz perdura, inconfundible, extrañamente vivo.

Otra verdad, no menos importante, es el deseo de esa voz. Para que una voz vuelva del pasado y se haga oír en un poema que ni siquiera la titula, debió escucharse con atención, ser una compañía amiga, mucho más que una nota de música de la infancia. Injustamente, el dueño de esa voz quedó en la historia de la obra de Borges como una sombra silenciosa.

Los datos biográficos cuentan que Jorge Guillermo Borges (1874-1938) era entrerriano, hijo del coronel Francisco Borges y de Frances Ann Haslam. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires, se recibió de abogado, fue profesor de psicología en el Lenguas Vivas, heredó de su abuelo Haslam la progresiva ceguera que en 1914 lo obligó a jubilarse. Publicó una novela, El caudillo y algunos poemas, tradujo a Omar Jayyam de la versión inglesa de Fitzgerald. Tuvo dos hijos con Leonor Acevedo: Norah, que se dedicaría a la pintura, y Jorge Luis, de quien esperaba que cumpliría el destino literario que las circunstancias le negaron a él.

Vista desde la sequedad de los datos, la del padre de Borges sugiere una vida mediocre con un toque patético: el escritor fracasado que da un genio de la literatura. Vista desde los adjetivos que se le aplicaron, su personalidad aparece todavía más deslucida. Un hombre inteligente, bueno y tan modesto que quería ser invisible. ¿Cómo podría ese hombre borroso influir en la marcha de la importante obra de su hijo?

La supuesta paradoja se desvanece al examinar los pormenores y matices que la escueta biografía de Jorge Guillermo Borges pasa por alto. Ya el matrimonio de sus padres tiene algo de novelesco.

El coronel Francisco Borges, comandante de las fronteras norte y oeste de la provincia de Buenos Aires, se enamora de una inglesa, Fanny Haslam, nacida en Staffordshire, Nortumbia. Jorge Guillermo nace unos meses después de la muerte del coronel Borges en la batalla de La Verde. La madre, que habla pobremente español, no sólo le transmite su idioma sino su experiencia de la vida de frontera y, más importante para él que los relatos del desierto, una tradición familiar literaria. Edward Young Haslam, el abuelo, doctorado en filosofía en la universidad de Heidelberg, director de un diario inglés, el Southern Cross; la hermana de su madre, Caroline, educada en Inglaterra, profesora de literatura. Del lado paterno, Juan Crisóstomo Lafinur, uno de los primeros poetas argentinos.

Jorge Guillermo no se destaca como alumno en el Colegio Nacional de Buenos Aires pero su curiosidad intelectual no es inferior a la de su compañero de estudios, Macedonio Fernández, que se convierte en su mejor amigo. Juntos cursan el secundario, juntos ingresan en la Facultad de Leyes y reciben el título de abogado el mismo año. La amistad y las conversaciones sobre filosofía y literatura duran toda la vida. Su timidez, tan recordada, no le impidió dialogar interminablemente con un hombre cuya inteligencia encandilaba a quien lo conocía.

Fue abogado con resignación y disgusto. En la única novela que escribió, dice de la abogacía: “Protege los intereses mezquinos de la sociedad, su afán de lucro, las pequeñas preocupaciones de familia, nacionalidad, Estado…” De la escuela, sostiene que “es nefasta cuando la sociedad es lo que es, mezcla de cuartel y de fábrica, explotación de los más por los menos, clases y casetas y deificación del éxito”.

Ese hombre tímido lleva a la práctica sus ideas de librepensador, de anarquista individualista. Educa a sus hijos en casa y no en la lengua imperante en la cultura de esa época, el francés. Les impone el inglés, un idioma tan de minorías entonces que el hijo afirmará, exagerando un poco, “que aprender inglés era tan raro como hoy aprender sueco”.

En casa de los Borges se habla en inglés, se lee y se recita poesía inglesa. El desafío de Jorge Guillermo Borges a las convenciones de su tiempo va todavía más lejos. No someterá a sus hijos al yugo de una carrera universitaria. Pueden formarse solos con el mejor de los medios, el libro, para el mejor de los mundos, el del pensamiento y el arte. El resto es simplemente vida. Jorge Luis, de seis años, acompaña al padre en las sesiones de lectura en la Biblioteca Nacional de la calle México. La madre lleva a los chicos al Zoológico.

El énfasis que ponen los testigos sobre la modestia y la timidez de Jorge Guillermo Borges sugiere a un hombre recluido en sí mismo y con una vocación de escritor que se manifiesta avergonzada, como un secreto de familia. Por el contrario, esa vocación era abierta y gregaria.

Todos los domingos había reunión de amigos en la casa de Palermo. Los amigos del padre de Borges eran, entre otros, Evaristo Carriego, Macedonio Fernández, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Alfredo Palacios y el primo Álvaro Melián Lafinur, que trabajaba en la revista Nosotros, donde Jorge Guillermo Borges publicaba sus poemas. Se hablaba de filosofía, de literatura y de política. Como correspondía a sus ideas sobre la educación, los hijos estaban presentes.

No es extraño que el cuento de Oscar Wilde, “El príncipe feliz”, traducido por Jorge Luis Borges a los nueve años, apareciera en el diario El País, donde colaboraba su tío Melián Lafinur, ni extraño que se pensara que era una traducción de Jorge Borges padre. Libros, revistas, artículos, tendencias, crítica, poesía, eran comentados y discutidos en la inolvidable biblioteca de la que el hijo no hubiera querido salir nunca y familiarizaron al niño con un mundo –el literario– del que nunca salió.

Que Jorge Guillermo Borges le asignara a un chico que no había cumplido diez años la pesada carga de un sueño irrealizable para él, es una leyenda interesante pero falaz. Durante la infancia de Borges, el padre estaba muy seguro de llevar a cabo sus proyectos literarios y ni siquiera la pérdida de la vista le impidió escribir una novela, ayudado por su mujer, que le leía y a quien le dictaba.

Fue con el propósito de dedicarse exclusivamente a esa novela que después de la estadía en Ginebra (Borges iba a cumplir veinte años) llevó a su familia a España y eligió Mallorca como residencia, porque le habían recomendado la tranquilidad del lugar. Un hecho fuera de lo común y de la brecha generacional es que padre e hijo compartían la misma pasión por la literatura. Jorge Guillermo Borges, novelista, aceptaba las sugerencias de Jorge Luis Borges, poeta barroco, fervoroso ultraísta. El padre escuchaba al hijo, el hijo escuchaba al padre y años después repetiría muchos de sus consejos sobre el oficio de escribir.


Me pregunto si Borges, en 1960, cuando por primera vez me habló del padre, no había empezado a hacer la cuenta de su herencia. Una herencia de lecturas, de amistades, de protección y estímulos; un rico legado de temas en rasgos de identidad, en la ascendencia literaria, en el amor de la lengua inglesa, de historia y de filosofía. Quizá ya adivinaba que la brillante influencia paternal en su iniciación a la literatura sería oscurecida por la cálida imagen de la madre, viva y presente en esta nueva etapa. Quizá, porque la conversación era para Borges el filtro de interminables borradores, se proponía corregir la invisibilidad que su padre había deseado. Pero sólo un eco de esas páginas no escritas se oye en la Autobiografía y en reportajes, y el poema "A mi padre" de 1976, suena pomposo y artificial, como plagiado de otros versos suyos.

La voz evocada en "La lluvia" debió parecerle suficiente. En términos de poesía, no se equivocó.




En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Jorge Guillermo Borges en 1912 (s.d)

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