Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges
El tesoro de Sutton Hoo
En 1939, en Sutton Hoo, una finca situada en Suffolk, Inglaterra, se descubrió la tumba de un rey anglosajón, Redwald, muerto en 625 d.C. El entierro, sin cuerpo, era el de un barco totalmente equipado para un viaje en el otro mundo y contenía una cincuentena de objetos de oro puro y de plata. Espadas, monedas, untensilios. En 1959, parte de ese tesoro, ya restaurado, se expuso al público.
La noticia de la exhibición apareció en un diario mientras yo cursaba literatura inglesa con Borges, precisamente sobre el tema de antiguas literaturas germánicas y la épica de Beowulf, el poema más importante de la literatura anglosajona, compuesto entre 750 y 780, una suerte de Mio Cid de la lengua inglesa. La pasión de Borges por batallas y espadas había despertado mi curiosidad más que el poema en sí, que nunca terminó de gustarme. Era de una heroicidad primitiva, una sucesión demasiado rápida de cortes de cabeza en forma de metáforas. Pero una de las dos fotos de Sutton Hoo que vi en el diario mostraba las espadas oscuras y roídas antes de la restauración; la otra, una proa de barco asomando entre montículos de tierra. Esa proa alzada, curva, irreal como si estuviera a punto de zarpar en un viaje imposible, me conmovió particularmente y por primera vez desde el inicio de las clases esperé a Borges en la puerta del aula y le hice una pregunta.
No puedo recordar qué pregunté. Quizás alguna precisión sobre una fecha o sobre los entierros de barcos. Hablamos, es decir, hablaba Borges, en el helado pasillo que daba a la calle Viamonte. Antes de que atinara a despedirme, Borges me tomó del brazo y me pidió que lo acompañara a tomar un café.
La naturalidad de la conversación en la confitería Richmond de la calle Florida me sorprendió mucho. Honestamente, todo lo que esperaba del profesor al que sólo había visto aislado en su tarima eran explicaciones doctorales del tema que nos había reunido. Por el contrario, Borges se interesaba en conocer mis circunstancias. De dónde provenía mi apellido, qué edad tenía, por qué elegí la carrera de Letras, qué libros y autores me gustaban. Con el tiempo, descubriría que esta indagación cortés respondía en parte a su civilidad, en parte a la necesidad de hacerse una imagen de su interlocutor para recordarlo después (como una de las fichas que desdeñaba), en parte para romper el hielo y sumergirse en la conversación, que era lo que realmente le importaba, y que el amable interrogatorio lo aplicaba siempre y a todos los que se acercaban a hablarle. Antes de darme cuenta, había aceptado su invitación a estudiar inglés antiguo, fuera de la Facultad y del programa, los sábados a la mañana, si me parecía bien.
Me parecía muy bien. La proa de la fotografía había establecido una conexión peculiar entre el tema, tan poco común, y mi imaginación. Por otra parte, no estaba cómoda en la Facultad. Aunque había hecho un secundario exigente y pasado el examen de evaluación para el ingreso en Letras con notas inesperadamente altas, las materias que estaba cursando en la universidad ya me habían convencido de que era ignorante y estúpida. Mi incapacidad de relacionarme con más de una persona a la vez me excluía de los grupos de estudiantes, a quienes admiraba, temía e intentaba vanamente emular en sus discusiones intelectuales de vanguardia. Pero mis lecturas y preferencias literarias era bochornosamente anticuadas y dispersas. Dickens, Kipling, Conrad, Shaw, novelas inglesas y norteamericanas contemporáneas, los dramas de Anouihl, de Pirandello, el teatro que iba a leer todos los mediodías a la biblioteca Lincoln de la Embajada de los Estados Unidos en la calle Florida, O'Neill, Tennessee Williams, novelas policiales, ciencia ficción (una manía que había heredado de mi padre), los novelistas rusos, más cualquier cosa que me cayera en las manos. Los jóvenes que se reunían en el café que estaba en frente de la Facultad citaban a Ionesco, admiraban a Beckett, mientras yo leía Don Juan, el poema satírico de Lord Byron, con un diccionario en la mano. No es extraño que en esa primera conversación con Borges, quien a cada mención de mis autores favoritos respondía con más información y evidente placer, me sintiera menos sola y en una compañía amistosa. Debo aclarar que en esos días no lo había leído aunque sabía que era un escritor (pero en la Facultad había tantos, hasta el bedel seguramente estaba por publicar un libro, suponía) y que sólo me deslumbraba la inteligencia y los conocimientos del profesor.
Éste no era el caso de los otros dos estudiantes invitados a la primera reunión de aquel sábado en la Biblioteca Nacional. No recuerdo sus nombres. Los recuerdo como Borges los caracterizó inmediatamente: un ingeniero de ascendencia italiana, de unos treinta años; un muchacho algo mayor que yo, de ascendencia portuguesa. Los dos admiraban su obras, estaban realmente emocionados con el privilegio de asistir a lo que consideraban un seminario sobre inglés antiguo dictado por un gran autor para unos pocos.
Borges nos condujo a las sala de la Dirección. Nos sentamos a la larga, antigua mesa que había pertenecido a Groussac. Sobre la mesa estaban los libros de estudio. Un pequeño volumen, The Anglo-Saxon Chronicles, un manual modestamente titulado Primeros pasos en Inglés Antiguo. Borges empujó suavemente los libros hacia nosotros y preguntó sonriendo: "¿Quién quiere empezar a leer?"
Hubo un largo, incómodo silencio. En ese silencio comprendimos qué significa la ceguera. Finalmente, porque mis compañeros me miraban suplicantes, me animé y leí como pude el comienzo de las Crónicas Anglosajonas escritas por monjes del siglo X, que cuenta la llegada de Julio César a Bretaña: Julius Caius se Casere, aerest Romana Bretonlond gesohte...
Es mañana de sábado de otoño quedaría registrada en el poema de Borges "Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona" (El Hacedor).
El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
Borges encaró el estudio del anglosajón como un misterio que podía resolverse a fuerza de inteligencia, mediante la asociación y el análisis de pistas que aparentemente no daban a ninguna parte. Con "variaciones del futuro inglés o alemán" y su agilidad para moverse en la etimología de palabras enterradas como el barco de Sutton Hoo, iba abriendo camino. Era un avance muy lento. La ceguera y nuestra ignorancia le impedían acelerarlo. Estaba obligado a escuchar descripciones de runas, de acentos marcados por líneas, de vocales pegadas entre sí, como un pintor ciego que depende de la voz de torpes aprendices para que le cuenten las formas y colores de un cuadro hecho por otro. Pero no demostraba impaciencia. Por el contrario, en las pausas de espera, mientras buscábamos en el glosario una palabra que no sabíamos si era un sustantivo o un verbo, intentaba llenar esas pausas hablando sobre el contexto histórico, ilustrando con citas de poemas una reflexión sobre las crónicas que se descifraban gota a gota.
Cuando al cabo de unas dos horas dimos por terminada la clase, se levantó y fue hacia el escritorio circular de Groussac. Ahí, junto al antiguo y enorme globo terráqueo, había unos libros. Los tomó y pegó la cara a cada uno, acercando el lomo a los ojos para identificarlos. Eran regalos que nos había traído para agradecernos el favor de compartir con él esta exploración intelectual. Recuerdo mi asombro al ver mi libro: una obra sobre budismo zen, del profesor Suzuki. Seguramente, en la conversación de la confitería Richmond, le había comentado que la única materia que me hacía feliz era Filosofía de las Religiones, que dictaba Vicente Fatone, y mi descubrimiento del budismo zen, que entendía a medias. No lo olvidó. Tampoco a mis compañeros. El ingeniero italiano recibió un libro de autor italiano, el joven portugués una novela de Eça de Queirós.
Creo que fue ese mismo sábado que caminamos desde la calle México hasta su departamento en la calle Maipú, simplemente porque yo era la única de los tres estudiantes que iba en esa dirección, a tomar un tren en la estación Retiro. Borges hablaba emocionado de algunas palabras aprendidas, de la mañana que había transcurrido, del primer contacto con una lengua que hasta ese momento sólo había sido para él un eco de bellas metáforas. Para su sorpresa (y la mía) yo recordaba el texto entero. Sin darme cuenta, había memorizado incluso las escuetas nociones de gramática que hallamos en el manual de Sweet.
El comienzo de un amistad que duraría hasta poco antes de la muerte de Borges fue un agradecimiento mutuo. El mío era por descubrirme una memoria que había estado dormida o en estado latente, siempre en falta cuando debía rendir exámenes, que me desesperaba con su lentitud y que ahora, misteriosamente, absorbía sin esfuerzo todo lo que leía o escuchaba para devolvérmelo después, enriquecido por asociaciones inmediatas. Borges agradecía a esa memoria, esa especie de diccionario ambulante, el poder consultarla cuando no teníamos los textos, como en esa primera caminata y en las que siguieron. Y agradecía con libros.
A cada encuentro llegaba con un libro de regalo, que sacaba de su biblioteca. Libros anotados en la última página con esa letra minúscula, en diagonal, de cuando aún escribía, o con la letra angulosa de la madre de cuando ella le leía. Y nunca sabía qué iba a recibir. Pero en la generosidad de Borges había un orden. En general, esos libros eran respuestas a preguntas que yo hacía en la conversación, a mi curiosidad por un tema o por un autor, y sobre todo a las quejas de mi propia ignorancia. Hoy pienso que también, de algún modo, en esas lecturas viejas para él recuperaba las de su juventud, podía mirarse retrospectivamente en mis comentarios o en mis dudas.
El estudio de anglosajón prosiguió con cambios en el grupo inicial y en el sitio de las reuniones. Mis dos compañeros abandonaron pronto, desanimados por lo que juzgaban un esfuerzo inútil. Uno de ellos me confesó que no podía seguir perdiendo el tiempo en esas clases sin un certificado de asistencia que diera validez a su currículum. Peor aun, el estudio era considerado por todo el mundo como una manía personal de Borges. Desde el punto de vista de un estudiante atento a su carrera, el muchacho tenía razón en cuanto a la inutilidad de aprender esta lengua muerta. Pero Borges era un incansable predicador de los méritos de del inglés antiguo y logró, pese a las deserciones, cierta continuidad y más conversos. Durante un tiempo, las clases en grupo salieron de la Biblioteca Nacional para adquirir el carácter de un seminario que se dictaba en una sala adjunta a la cátedra de Literatura Inglesa. Luego, a lo largo de los años, pasarían al living de su departamento, en las tardes de domingo.
Borges comenzó a estudiar antiguo noruego, el idioma de las sagas escandinavas, cuando sintió que había agotado las posibilidades de nuevos hallazgos y emociones en el conjunto de las obras en anglosajón. Yo no lo seguí. La prosa de las sagas, directa y seca, leída en la lengua original no agregaba mucho a las traducciones en inglés. Los poemas y crónicas en anglosajón, por el contrario, conservaban el hermoso timbre de sus voces remotas, con un centro elusivo, intraducible. Del largo estudio, en nuestra amistad quedaron frases y citas salpicando la conversación, mitad en serio y mitad en broma: "Wyrde-gebraecon" ("destrozado por el destino") cuando estábamos tristes, o decir de alguien que era "maligno como la madre de Gretel" aludiendo al poema de Beowulf.
Borges nunca quiso ser profesor ni maestro. La sola idea de tener discípulos lo horrorizaba. Pero sí creía con fervor en la transmisión de conocimientos adquiridos —nunca infalibles, siempre relativos y expuestos a una futura corrección— como alimento de la curiosidad. Y cuando tuvo la oportunidad, como profesor, lo hizo. En cuanto al anglosajón, una verdad estética se expresa en el poema "Composición escrita en un ejemplar de la gesta de Beowulf", que transcribo completo.
La noticia de la exhibición apareció en un diario mientras yo cursaba literatura inglesa con Borges, precisamente sobre el tema de antiguas literaturas germánicas y la épica de Beowulf, el poema más importante de la literatura anglosajona, compuesto entre 750 y 780, una suerte de Mio Cid de la lengua inglesa. La pasión de Borges por batallas y espadas había despertado mi curiosidad más que el poema en sí, que nunca terminó de gustarme. Era de una heroicidad primitiva, una sucesión demasiado rápida de cortes de cabeza en forma de metáforas. Pero una de las dos fotos de Sutton Hoo que vi en el diario mostraba las espadas oscuras y roídas antes de la restauración; la otra, una proa de barco asomando entre montículos de tierra. Esa proa alzada, curva, irreal como si estuviera a punto de zarpar en un viaje imposible, me conmovió particularmente y por primera vez desde el inicio de las clases esperé a Borges en la puerta del aula y le hice una pregunta.
No puedo recordar qué pregunté. Quizás alguna precisión sobre una fecha o sobre los entierros de barcos. Hablamos, es decir, hablaba Borges, en el helado pasillo que daba a la calle Viamonte. Antes de que atinara a despedirme, Borges me tomó del brazo y me pidió que lo acompañara a tomar un café.
La naturalidad de la conversación en la confitería Richmond de la calle Florida me sorprendió mucho. Honestamente, todo lo que esperaba del profesor al que sólo había visto aislado en su tarima eran explicaciones doctorales del tema que nos había reunido. Por el contrario, Borges se interesaba en conocer mis circunstancias. De dónde provenía mi apellido, qué edad tenía, por qué elegí la carrera de Letras, qué libros y autores me gustaban. Con el tiempo, descubriría que esta indagación cortés respondía en parte a su civilidad, en parte a la necesidad de hacerse una imagen de su interlocutor para recordarlo después (como una de las fichas que desdeñaba), en parte para romper el hielo y sumergirse en la conversación, que era lo que realmente le importaba, y que el amable interrogatorio lo aplicaba siempre y a todos los que se acercaban a hablarle. Antes de darme cuenta, había aceptado su invitación a estudiar inglés antiguo, fuera de la Facultad y del programa, los sábados a la mañana, si me parecía bien.
Me parecía muy bien. La proa de la fotografía había establecido una conexión peculiar entre el tema, tan poco común, y mi imaginación. Por otra parte, no estaba cómoda en la Facultad. Aunque había hecho un secundario exigente y pasado el examen de evaluación para el ingreso en Letras con notas inesperadamente altas, las materias que estaba cursando en la universidad ya me habían convencido de que era ignorante y estúpida. Mi incapacidad de relacionarme con más de una persona a la vez me excluía de los grupos de estudiantes, a quienes admiraba, temía e intentaba vanamente emular en sus discusiones intelectuales de vanguardia. Pero mis lecturas y preferencias literarias era bochornosamente anticuadas y dispersas. Dickens, Kipling, Conrad, Shaw, novelas inglesas y norteamericanas contemporáneas, los dramas de Anouihl, de Pirandello, el teatro que iba a leer todos los mediodías a la biblioteca Lincoln de la Embajada de los Estados Unidos en la calle Florida, O'Neill, Tennessee Williams, novelas policiales, ciencia ficción (una manía que había heredado de mi padre), los novelistas rusos, más cualquier cosa que me cayera en las manos. Los jóvenes que se reunían en el café que estaba en frente de la Facultad citaban a Ionesco, admiraban a Beckett, mientras yo leía Don Juan, el poema satírico de Lord Byron, con un diccionario en la mano. No es extraño que en esa primera conversación con Borges, quien a cada mención de mis autores favoritos respondía con más información y evidente placer, me sintiera menos sola y en una compañía amistosa. Debo aclarar que en esos días no lo había leído aunque sabía que era un escritor (pero en la Facultad había tantos, hasta el bedel seguramente estaba por publicar un libro, suponía) y que sólo me deslumbraba la inteligencia y los conocimientos del profesor.
Éste no era el caso de los otros dos estudiantes invitados a la primera reunión de aquel sábado en la Biblioteca Nacional. No recuerdo sus nombres. Los recuerdo como Borges los caracterizó inmediatamente: un ingeniero de ascendencia italiana, de unos treinta años; un muchacho algo mayor que yo, de ascendencia portuguesa. Los dos admiraban su obras, estaban realmente emocionados con el privilegio de asistir a lo que consideraban un seminario sobre inglés antiguo dictado por un gran autor para unos pocos.
Borges nos condujo a las sala de la Dirección. Nos sentamos a la larga, antigua mesa que había pertenecido a Groussac. Sobre la mesa estaban los libros de estudio. Un pequeño volumen, The Anglo-Saxon Chronicles, un manual modestamente titulado Primeros pasos en Inglés Antiguo. Borges empujó suavemente los libros hacia nosotros y preguntó sonriendo: "¿Quién quiere empezar a leer?"
Hubo un largo, incómodo silencio. En ese silencio comprendimos qué significa la ceguera. Finalmente, porque mis compañeros me miraban suplicantes, me animé y leí como pude el comienzo de las Crónicas Anglosajonas escritas por monjes del siglo X, que cuenta la llegada de Julio César a Bretaña: Julius Caius se Casere, aerest Romana Bretonlond gesohte...
Es mañana de sábado de otoño quedaría registrada en el poema de Borges "Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona" (El Hacedor).
El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
Borges encaró el estudio del anglosajón como un misterio que podía resolverse a fuerza de inteligencia, mediante la asociación y el análisis de pistas que aparentemente no daban a ninguna parte. Con "variaciones del futuro inglés o alemán" y su agilidad para moverse en la etimología de palabras enterradas como el barco de Sutton Hoo, iba abriendo camino. Era un avance muy lento. La ceguera y nuestra ignorancia le impedían acelerarlo. Estaba obligado a escuchar descripciones de runas, de acentos marcados por líneas, de vocales pegadas entre sí, como un pintor ciego que depende de la voz de torpes aprendices para que le cuenten las formas y colores de un cuadro hecho por otro. Pero no demostraba impaciencia. Por el contrario, en las pausas de espera, mientras buscábamos en el glosario una palabra que no sabíamos si era un sustantivo o un verbo, intentaba llenar esas pausas hablando sobre el contexto histórico, ilustrando con citas de poemas una reflexión sobre las crónicas que se descifraban gota a gota.
Cuando al cabo de unas dos horas dimos por terminada la clase, se levantó y fue hacia el escritorio circular de Groussac. Ahí, junto al antiguo y enorme globo terráqueo, había unos libros. Los tomó y pegó la cara a cada uno, acercando el lomo a los ojos para identificarlos. Eran regalos que nos había traído para agradecernos el favor de compartir con él esta exploración intelectual. Recuerdo mi asombro al ver mi libro: una obra sobre budismo zen, del profesor Suzuki. Seguramente, en la conversación de la confitería Richmond, le había comentado que la única materia que me hacía feliz era Filosofía de las Religiones, que dictaba Vicente Fatone, y mi descubrimiento del budismo zen, que entendía a medias. No lo olvidó. Tampoco a mis compañeros. El ingeniero italiano recibió un libro de autor italiano, el joven portugués una novela de Eça de Queirós.
Creo que fue ese mismo sábado que caminamos desde la calle México hasta su departamento en la calle Maipú, simplemente porque yo era la única de los tres estudiantes que iba en esa dirección, a tomar un tren en la estación Retiro. Borges hablaba emocionado de algunas palabras aprendidas, de la mañana que había transcurrido, del primer contacto con una lengua que hasta ese momento sólo había sido para él un eco de bellas metáforas. Para su sorpresa (y la mía) yo recordaba el texto entero. Sin darme cuenta, había memorizado incluso las escuetas nociones de gramática que hallamos en el manual de Sweet.
El comienzo de un amistad que duraría hasta poco antes de la muerte de Borges fue un agradecimiento mutuo. El mío era por descubrirme una memoria que había estado dormida o en estado latente, siempre en falta cuando debía rendir exámenes, que me desesperaba con su lentitud y que ahora, misteriosamente, absorbía sin esfuerzo todo lo que leía o escuchaba para devolvérmelo después, enriquecido por asociaciones inmediatas. Borges agradecía a esa memoria, esa especie de diccionario ambulante, el poder consultarla cuando no teníamos los textos, como en esa primera caminata y en las que siguieron. Y agradecía con libros.
A cada encuentro llegaba con un libro de regalo, que sacaba de su biblioteca. Libros anotados en la última página con esa letra minúscula, en diagonal, de cuando aún escribía, o con la letra angulosa de la madre de cuando ella le leía. Y nunca sabía qué iba a recibir. Pero en la generosidad de Borges había un orden. En general, esos libros eran respuestas a preguntas que yo hacía en la conversación, a mi curiosidad por un tema o por un autor, y sobre todo a las quejas de mi propia ignorancia. Hoy pienso que también, de algún modo, en esas lecturas viejas para él recuperaba las de su juventud, podía mirarse retrospectivamente en mis comentarios o en mis dudas.
El estudio de anglosajón prosiguió con cambios en el grupo inicial y en el sitio de las reuniones. Mis dos compañeros abandonaron pronto, desanimados por lo que juzgaban un esfuerzo inútil. Uno de ellos me confesó que no podía seguir perdiendo el tiempo en esas clases sin un certificado de asistencia que diera validez a su currículum. Peor aun, el estudio era considerado por todo el mundo como una manía personal de Borges. Desde el punto de vista de un estudiante atento a su carrera, el muchacho tenía razón en cuanto a la inutilidad de aprender esta lengua muerta. Pero Borges era un incansable predicador de los méritos de del inglés antiguo y logró, pese a las deserciones, cierta continuidad y más conversos. Durante un tiempo, las clases en grupo salieron de la Biblioteca Nacional para adquirir el carácter de un seminario que se dictaba en una sala adjunta a la cátedra de Literatura Inglesa. Luego, a lo largo de los años, pasarían al living de su departamento, en las tardes de domingo.
Borges comenzó a estudiar antiguo noruego, el idioma de las sagas escandinavas, cuando sintió que había agotado las posibilidades de nuevos hallazgos y emociones en el conjunto de las obras en anglosajón. Yo no lo seguí. La prosa de las sagas, directa y seca, leída en la lengua original no agregaba mucho a las traducciones en inglés. Los poemas y crónicas en anglosajón, por el contrario, conservaban el hermoso timbre de sus voces remotas, con un centro elusivo, intraducible. Del largo estudio, en nuestra amistad quedaron frases y citas salpicando la conversación, mitad en serio y mitad en broma: "Wyrde-gebraecon" ("destrozado por el destino") cuando estábamos tristes, o decir de alguien que era "maligno como la madre de Gretel" aludiendo al poema de Beowulf.
Borges nunca quiso ser profesor ni maestro. La sola idea de tener discípulos lo horrorizaba. Pero sí creía con fervor en la transmisión de conocimientos adquiridos —nunca infalibles, siempre relativos y expuestos a una futura corrección— como alimento de la curiosidad. Y cuando tuvo la oportunidad, como profesor, lo hizo. En cuanto al anglosajón, una verdad estética se expresa en el poema "Composición escrita en un ejemplar de la gesta de Beowulf", que transcribo completo.
A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza
la lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
deja caer la en vano repetida
palabra y es así como mi vida
teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo.
En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006
Fotos:
Vlady Kociancich por Alejandra López
The Sutton Hoo helmet. Photograph David Levene
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