Crítica de la Religión y del Estado MESLIER PDF

 



INTRODUCCIÓN

    Si en algo llama la atención la biografía de Jean Meslier es por la escasez de acontecimientos que parecen haber transcurrido durante su vida, en contraste con la obra que legó en forma de testamento. Los documentos o informes relativos a sus actividades no destacan ningún rasgo particular por el que hiciera manifiestas sus inclinaciones, sus pensamientos ni sus sentimientos, tal como aparecen en sus escritos. Procedente de una familia rural, fue destinado al estado eclesiástico, satisfaciendo una ambición común a casi todas las familias de extracción social semejante a la suya. Su ingreso en el seminario de Reims, en 1684, fue seguido de su nombramiento como subdiácono en 1687, ordenándose sacerdote en 1688. Se le asignó la parroquia de Estrepigny al año siguiente, cuya dirección asumió hasta el final de su vida.
    Meslier había nacido en 1660, y pese a que fingiera las apariencias de su estado y condición, no deja de encarnar la figura del cura rural del Ancien Regime. Dentro de su singularidad y la extravagancia de su carácter, se lo puede considerar un caso aislado, pero las frecuentes insurrecciones populares y revueltas campesinas favorecían en cierto modo las situaciones conflictivas y la indisposición entre los administradores de ciertas diócesis y los poderes locales. Además, en las Ardenas, región a la que pertenecía Meslier, la represión se había incrementado duramente a lo largo del siglo xvii con motivo de la Contrarreforma y el absolutismo real que trajo en consecuencia. Las querellas entre algunos de los representantes de la Iglesia y la nobleza eran pues cotidianas, cuando los primeros adoptaban la defensa de los explotados que, según Meslier, gemían bajo el yugo de las supersticiones de la religión y la tiranía de los reyes. Precisamente, el único episodio que merece señalarse en la vida de Meslier es el incidente ocurrido a raíz de la muerte del sieur de Toully en 1716. Conociéndose los malos tratos que los campesinos habían recibido de él, Meslier se negó a incluirlo en sus oraciones y a predicar que se elevaran rezos por su alma, sin poder evitar los ingratos reproches de sus superiores y la pena de un mes de encierro en el seminario. El resto de su vida, no obstante, vivió retirado en su diócesis, cumpliendo modestamente sus obligaciones, aunque por coacción y sin haber sentido jamás la supuesta vocación religiosa que ejercía; y si nunca dio motivo de sospecha, pese a su profunda aversión por las prácticas religiosas propias de sus funciones, su prudencia sólo serviría para volverse en argumento contra él, como puede apreciarse en el artículo sobre Meslier publicado en Biographie ardennaise ou histoire des arden- nais qui se font remarquer par leurs écrits: «El aislamiento con el que vivió en el campo le hizo contraer una especie de melancolía salvaje.»
    El mayor deseo de Meslier habría sido hacerse oír de un extremo al otro de la tierra, pero nunca fue capaz de dar exteriormente testimonio de sus convicciones y hacer pública su profesión de ateísmo, tal como dejó escrito en su testamento, que no se abrió hasta después de su muerte, ocurrida en 1733. La cruel represión de que habían sido víctimas otros de sus semejantes por haber apoyado cualquier revuelta o haber dado muestras de .insubordinación, justifica suficientemente su silencio. Cualquier acusación con respecto a su temor a exponerse, queda también justificada al dejar una relación escrita de cuanto pensaba a la posteridad. Siendo un insurrecto apasionado, sorprende, no obstante, su paciencia y su premeditación, por reservar toda su agresividad g en la obra que escribía, en lugar de pasar a la acción abiertamente. La misma violencia en el lenguaje del Testamento evidencia que escribía soñando hablar desde el pulpito de su parroquia como un verdadero provocador, enardeciendo a sus feligreses; lo confirma también su aspecto coloquial y el hecho de que esta ilusión fuera lo único que podía compensar el silencio que guardó y que, sin embargo, habría traicionado en más de una ocasión, como cuando siente la necesidad de decir que «desearía tener el brazo, la fuerza, el coraje y la masa de un Hércules para purgar al mundo de todos los vicios y de todas las iniquidades, y para tener el placer de derribar a todos estos monstruos de tiranos de cabezas coronadas y a todos los demás monstruos, ministros de errores e iniquidad, que hacen gemir tan lastimosamente a los pueblos».
    Parece que Meslier, perteneciente al siglo de Montaigne más que como precursor del siglo de la Ilustración, sólo hubiera podido soportar la idea de su profunda soledad recordando el ejemplo del autor de los Essais, aunque no sin envidiar la libertad de que gozaba este último encerrado en su castillo. La nostalgia de Meslier por Montaigne se insinúa en este Testamento donde debía revelar todos sus sentimientos y pensamientos, concebido como una obra decisiva e insustituible en su Siglo, que escribiría entre 1723 y 1725. El Antí-Fénelon, la otra obra que se conserva de él, es incomparablemente inferior; en realidad, es un texto reelaborado posteriormente que contiene las anotaciones marginales manuscritas que hizo Meslier en la edición de Fénelon: Sobre la demostración de la existencia de Dios de Fénelon y las reflexiones sobre el ateísmo del padre Toume- mine. Son comentarios inspirados en el curso de la lectura, a modo de una refutación completa del sistema expuesto por Fénelon, y que conciernen en especial estos temas: 1. La esencia de la materia; contra la definición de la materia inerte e incapaz de moverse por sí misma, Meslier opone la materia sutil que tiene el movimiento en sí misma y por sí misma. 2. En segundo lugar, a la disociación de lo en sí y lo perfecto, Meslier atribuye a la materia estas cualidades, mientras Fénelon recurre a un Ser supremo que las reúne. 3. Al carácter físico del gran todo, Meslier no diviniza la naturaleza y rechaza atribuirle los predicados metafísicos atribuidos a Dios. Se ignora la fecha de redacción de este escrito, aunque se tiende a creer que fue alrededor de 1718. tras la publicación de las obras filosóficas del abbé de Fénelon, el mismo año. De no ser así, al menos tuvo que hacer estas anotaciones antes de empezar su Testamento, titulado Memorias de los pensamientos y sentimientos de Jean Meslier, o mientras elaborara el plan o el esbozo.

    Existe además otra obra atribuida a Meslier, por motivos desconocidos, y que se titulaba Le Bon sens du curé Meslier. Apareció en 1791, tras haber sido publicada de antemano como una obra del barón de D'Holbach. Se trata de un resumen del célebre Systéme de la nature, de D'Holbach, elaborado a fin de que aquella obra obtuviera una divulgación mayor. Por último, consta, no obstante, que dejó una traducción francesa del Cantar de los Cantares y algunas cartas a los curas de su vecindad.
    Sin que se sepa de cuál de los tres manuscritos del Testamento que legó Meslier de su puño y letra al morir, las Memorias fueron recopiladas y empezaron a circular en versiones reducidas, distribuyéndose rápidamente en el ámbito de la literatura clandestina. Es precisamente, en la época que Voltaire da muestras de curiosidad a su corresponsal de París (Thierrot), encargándole la obtención de un ejemplar para él. El extracto que hizo posteriormente Voltaire, bajo el asombro que le produjera esta obra, fue publicado en 1762. La citada versión no es un resumen redactado propiamente por Voltaire; éste sólo tomó una versión manuscrita anterior que ya reducía el contenido inicial de las Memorias a las cinco primeras pruebas, aproximadamente a la mitad de la obra, limitándose a las correcciones o modificaciones imprescindibles. La difusión alcanzada por esta obra se puede apreciar por las diversas reediciones que se llevaron a cabo durante el siglo xvii. En cualquier caso, el extracto no ocupa más de ciento cincuenta páginas y ofrece una visión -muy parcial de la obra completa, descartándose muchos aspectos que sólo se destacan en las pruebas restantes. La fidelidad del extracto de Voltaire a la obra original es, asimismo, muy discutible, en la medida que no puede omitirse su interés en apropiarse del descubrimiento de este autor, por su tendencia a convertirlo en un posible partidario del deísmo ilustrado. Lo cierto es que de haberlo reconocido como un materialista ateo habría expresado su odio y su condena en relación a las Memorias, al igual que hizo con otros pensadores de su época, y por razones idénticas a las que inspiran su Traite de métaphysique en defensa del deísmo. Tal vez se deduzca también de semejante confusión que Diderot o D'Holbach apenas lo mencionen o lo hagan muy tardíamente, cuando, no obstante, lo verosímil era insertar a Meslier dentro de la tradición del materialismo francés del siglo xviii como uno de sus iniciadores, orientado más hacia lo que podría llamarse la «izquierda ilustrada».
    En el artículo «Meslier», de Naigeon (1736-1810) —amigo de Diderot y pariente del barón de D'Holbach—, que se halla incluido en el Díctionnaire de phüosophie ancienne et moderno (1791-1794), de Jean Panckouke, se hace la siguiente observación: «A juzgar por los sentimientos de Jean Meslier, según el resumen de Voltaire, en este competente sacerdote sólo se ve a uno de estos deístas o teístas tan comunes en Inglaterra; pero Meslier había avanzado un paso más que los ingleses, y además un paso muy difícil y que se da raramente; era ateo y esto es lo que Voltaire ha querido disimular.»
    Por esta obra única que escribió Meslier, no con el deseo de escribir propiamente, sino para poder decir lo que se veía obligado a callar, y pese a su torpeza, es posible distinguir al crítico social milenarista y al filósofo. Antes que nada se muestra como un utopista radical inscrito en el contexto de las revueltas campesinas e insurrecciones populares de finales del siglo xvii y primera mitad del xviii, elevando sus protestas en primer lugar contra la crueldad tiránica de los reyes y príncipes de la tierra, en particular contra los reyes de Francia, «pues —dice— no hay ninguno que no haya llevado tan lejos la autoridad absoluta, ni que haya hecho a sus pueblos tan pobres, tan esclavos y tan miserables como estos últimos, ni hay ninguno que haya hecho derramar tanta sangre, ni que haya hecho matar a tantos hombres, ni derramar tantas lágrimas a las viudas y a los huérfanos, ni que haya hecho arrasar y asolar tantas ciudades y provincias como este último rey difunto, Louis XIV, llamado el grande, no verdaderamente por las grandes y loables acciones que haya hecho, puesto que no ha hecho ninguna que merezca verdaderamente este nombre, sino por las grandes injusticias, por los grandes robos, por las grandes usurpaciones, por las grandes desolaciones, por las grandes devastaciones y por las grandes carnicerías de hombres que ha hecho hacer por todas partes, tanto por mar como por tierra». En esta época, Francia era todavía esencialmente campesina y rural, con un régimen de reminiscencia feudal, caracterizado por el absolutismo de la monarquía, el mantenimiento del parasitismo y concesión arbitraria de privilegios a la nobleza, a la vez que por el notable ascenso de la burguesía que Saint-Simon tanto recrimina en sus crónicas de la vida de la Corte. Se había acrecentado la implantación de agentes locales e intendentes en las provincias para velar e instaurar una administración más estricta sobre (os bienes, con el único fin de asegurar el control de la explotación, como muestra la constante virulencia en los medios rurales. La crítica social de Meslier emerge de estas injusticias, girando en tomo a los abusos que se permiten los «grandes de la tierra» y las desdichas que persiguen a los «pobres pueblos» y contra todo régimen opresor en general. Pero el aspecto más relevante es que Meslier justifica su indignación ante la desigualdad reinante y la existencia de una clase de gente ociosa y que extrae sus beneficios del trabajo de los pueblos, los cuales viven miserablemente, por la estrecha dependencia entre las creencias religiosas de los pueblos y su sumisión y por la cooperación entre la Iglesia y el Estado para mantener esta situación.
    Meslier se puede abordar como utopista y como filósofo: como lo primero, no tiene más suerte que Morelly, el abbé Mably (1709-1785) o Brissot de Warbille (1754-1793), prácticamente olvidados. Tales pensadores utópicos, siendo los más representativos del siglo xviii, suelen ocupar un lugar secundario frente a los pensadores ilustrados, que de alguna forma gozan de una reputación indiscutible y se arrogan la hegemonía cultural a partir de la segunda mitad del siglo. Sin embargo, aun considerando a Meslier superior a los demás utopistas mencionados, tampoco se le puede comparar con los utopistas clásicos, Tomás Moro o Campanella; no es brillante ni hombre culto, ni habría podido inventar una ciudad del sol, tal vez consecuencia de su aislamiento y carencia de medios. La utopía de Meslier se halla más implícita que explícitamente en su denuncia y su crítica. La sociedad o comunidad ideal que preconiza a los pueblos es postergada ante la inminente necesidad de denunciar todos los abusos y revelar urgentemente lo que constituye el fundamento y origen de la autoridad de los «grandes», propiciando; la exacerbación de los pueblos y su levantamiento. Por supuesto, en este sentido, .era innecesario ilustrar el radiante porvenir con una ciudad ideal, a modo de una ciudad morelliana, porque la promesa de felicidad se concluye evidentemente de la liberación de los pueblos del yugo de la tiranía y de la religión. Pero el mérito de Meslier reside en haber comprendido que la crítica de la propiedad privada y su abolición era inseparable de la crítica del Estado de derecho divino, en la misma medida que el monarca se permitía legitimar sus abusos por ser la encamación humana de la suprema autoridad divina, y recíprocamente la esclavitud y sumisión de los pobres pueblos se perpetuaba como un deber mediante las supersticiones de la religión y la creencia en otra vida, en Dios y en todos los misterios divinos.
    La misión que se atribuye Meslier es casi mesiánica: desengañar a los pueblos y revelarles la Verdad, en los mismos términos, concibiendo así el plan de su obra, según la demostración de ocho pruebas sobre la vanidad y falsedad de las religiones, donde delata la conexión entre el mantenimiento de éstas y el de la tiranía de los reyes y príncipes de la tierra. Su intención es hacer ver la trascendencia apremiante de su proyecto, al agitar a los pueblos fomentando la necesidad de su insurrección, y justificar la violencia y destrucción que debe practicarse para que reine la justicia y la igualdad entre los hombres, como comunica en este mensaje: «Procurad uniros todos cuantos sois, vosotros y vuestros semejantes, para sacudir completamente el yugo de la tiránica dominación de vuestros reyes y de vuestros príncipes; derribad por todas partes estos tronos de injusticias e impiedades; derrocad todas estas cabezas coronadas, confundid en todas partes el orgullo y la soberbia de todos estos tiranos altivos y orgullosos, y no soportéis nunca más que reinen de ningún modo. sobre vosotros.»
    Con respecto la esperanza en ésta futura comunidad fraternal, regida por los más sabios y los mejor Instruidos, que Meslier esboza con cierta modestia e inocencia como si desconfiara de los paraísos que otro s hayan descrito, se supone una distribución igualitaria de los bienes y riquezas, a la vez que un gobierno justo, y el establecimiento de una moral y unas leyes naturales, dictadas por la sola razón como universales, y que constituyen las únicas normas por las que los hombres habrán de guiar su conducta. Aunque por la falta de precisión y al tratarse de de una comunidad esencialmente agraria, basada en una economía agrícola, este proyecto pudiera parecer anacrónico ya entonces, en contraste con la vida de las ciudades y la creciente evolución económica en otros sectores de la industria, esta consideración, al igual que la de su carencia de vigencia, no puede invalidar la autenticidad de su rebelde testimonio. Como filósofo casi pasa desapercibido, por inmerecido que parezca, ya sea por considerarse secundario en este aspecto, como por la condena inmediata de una Iglesia que se creía regenerada en virtud de la «Revocación del Edicto de Nantes», o incluso por su desinterés en darse a conocer en vida, prefiriendo su marginación. Y, sin embargo, es uno de los iniciadores de la tradición materialista que predomina en Francia durante el siglo xviii y se encuentra entre los defensores más tajantes de esta corriente de pensamiento, clásico producto del cartesianismo que surge inevitablemente como su negación, haciendo una única salvedad con la física cartesiana. Los filósofos cartesianos constituyen su referencia más inmediata, en especial el autor de La Rechérche de la véríté, Mallebranche, al que cita con frecuencia.
    En términos generales, los axiomas o principios en los que se inspira su pensamiento nacen de su refutación de la filosofía vigente. Éstos parten de la demostración de la existencia de la materia por sí misma, conteniendo en sí misma y por sí misma el movimiento, sin necesidad de ningún principio exterior que la mueva, y de ahí que se permita rechazara la existencia de otro Ser o agente que poseyera en sí todas las cualidades y fuera el único en conferirte el movimiento. De algún modo, su, ataque a los cartesianos, si n que éstos dejen de imponerle respeto, es imaginado como una acusación por haber violado las reglas de juego del Discurso del Método, según las cuales se habría podido lograr un verdadero progreso del conocimiento, así como el desvanecimiento de las verdades inquebrantables, aunque no menos inoperantes, que la Escolástica había defendido. Para Meslier la deducción lógica de un discurso fundado en premisas tales como las que se exponen allí no conducía necesariamente a la escisión entre la materia y un principio espiritual que le confiriera el ser y la existencia, de donde se desprende fatalmente la escisión entre el alma y el cuerpo y la consiguiente afirmación de un agente creador de la materia. Por el contrario, para los cartesianos es imposible que nuestros pensamientos tengan una forma determinada y sean visibles, sirviendo de apoyo a su argumento sobre la división en un principio material desprovisto de cualidades y otro espiritual, del que en última instancia deriva la noción de Dios. Todos los razonamientos en que estos últimos hacen descansar sus argumentos, a Meslier le parecen excesivamente ridículos para ser creídos; nunca su humor es tan agudo como cuando se refiere a ellos. Para él la materia no tiene que ser necesariamente corpórea, ni debe adquirir ninguna forma. Sólo la materia nos es perceptible y no ve inconveniente en atribuirle a sí misma el movimiento, descartando la necesidad de la existencia de un Ser que se lo confiera. La materia o la sustancia es una y todos los fenómenos se producen pues por la combinación de sus partes. Todas estas constataciones del dominio exclusivamente filosófico conjuran y sostienen sus funestos ataques a la religión y sus misterios: la vida del más allá, la inmortalidad del alma..., así como la insuficiencia de los pretendidos motivos de credibilidad en ninguna religión, sea cual sea.
    Meslier es un filósofo autodidacta, lo que confirma las limitaciones de exposición de su pensamiento, al igual que la precariedad de recursos con que contaba, pero esto lo hace más meritorio aún. Sus fuentes se reducen primordialmente al Antiguo y Nuevo Testamento, incurriendo a veces en la pura antiteología. Aunque en este aspecto no sobresale tanto como por sus ataques contra la religión y las premisas en las que funda su profesión de ateísmo, que queda perfectamente objetivada en la lucha de clases entre el campesinado y las masas rurales y la aristocracia. Es muy probable también que el materialismo de Meslier se halle inspirado en Lucrecio, autor al que admira; el De Rerum Natura es tal vez una de las obras que mayor influencia pudo tener sobre Meslier al hallar establecidos los axiomas que defienden la autenticidad de la materia como único principio y esencia última de todas las cosas. Finalmente, su confrontación con el autor del poema sobre la naturaleza de las cosas más que probable es evidente por la mera semejanza de su refutación de la inmortalidad del alma y la composición previa de la materia, conduciendo en ambos a la denuncia de los crímenes de la religión. De Lucrecio se decía también que estaba poseído por una enfermedad extraña o bajo el signo de la locura, lo que también aumentaría la identificación de Meslier con este autor supuestamente desdichado. Su temor a no ser creído le induce a ampararse con la Antigüedad y a su manía por las extensas citaciones, llegando al extremo de dedicar capítulos enteros exclusivamente a reproducir textos de algunos autores como san Agustín, Montaigne, La Bruyére, Mallebranche, o del Antiguo y Nuevo Testamento, en quienes apoya o dirige sus refutaciones.
    Meslier se considera a sí mismo ingenuo por decir abiertamente cuanto piensa; pero cuando verdaderamente demuestra serlo es al estar convencido de su perspicacia y de los efectos funestos que debían derivarse de sus escritos y su estilo provocador. El Meslier ingenuo es este insurrecto apasionado, casi fanático, persuadido de que puede redimir a los pueblos, fascinándole lo que él mismo es capaz de decir. Su drama interno fue lo que más le impulsó a concebir su obra, y el goce en el escándalo que ésta habría de provocar le hizo persistir en su elaboración silenciosa, premeditada y voluntariosa. A través de Meslier se podría recordar a Thomas Münzer, el conocido teólogo de la Revolución, pero su coincidencia es más anecdótica que real porque Münzer es, en cierto modo, el revolucionario opuesto que destacó por su combatividad y su constante intervención en las sublevaciones campesinas y conflictos religiosos que se sucedían en Alemania a causa de la Escisión. El teólogo de la Revolución nunca fue conocido por Meslier, que tal vez podía haber seguido su ejemplo.
    La estructura de las Memorias de los pensamientos y sentimientos de Jean Meslier se divide en ocho pruebas sobre la vanidad y falsedad de las religiones, que se suceden en el siguiente orden:
    Primera prueba de la vanidad y falsedad de las religiones, que son todas invenciones humanas.
    Segunda prueba de la vanidad y falsedad de las dichas religiones. La fe es una creencia ciega y que sirve de fundamento a todas las religiones; sólo es un principio de errores, ilusiones e imposturas.
    Tercera prueba de la vanidad y falsedad de las religiones, extraída de la vanidad y falsedad de las pretendidas visiones y revelaciones divinas.
    Cuarta prueba de la falsedad de las dichas religiones, extraída de la vanidad y falsedad de las pretendidas profecías del Antiguo Testamento.
    Quinta prueba de la vanidad y falsedad de la religión cristiana, extraída de los abusos y de las vejaciones injustas de la tiranía de los grandes que ella soporta o autoriza.
    Sexta prueba de la vanidad y falsedad de la religión cristiana, extraída de los abusos y de las vejaciones injustas y de la tiranía de los grandes que ella soporta o autoriza.
    Séptima prueba de la vanidad y falsedad de las religiones, extraída de la misma falsedad de la opinión de los hombres, concerniente a la pretendida existencia de los dioses.
    Octava prueba de la vanidad y falsedad de las religiones, extraída de la misma falsedad de la opinión que los hombres tienen de la espiritualidad e inmortalidad del alma.
    En la presente selección se ha procurado incluir demostraciones de la mayoría de las pruebas, salvo la tercera y la cuarta por pertenecer a un orden más teológico y referirse más particularmente a algunos aspectos de la religión cristiana, como la verdad o falacia de los milagros y profecías... El conjunto de textos comprendidos aquí intenta presentar y dar a conocer una visión lo más amplia posible del pensamiento del autor, teniendo en cuenta su casi total desconocimiento en España. Las únicas ediciones existentes, aunque imposibles de encontrar, son las siguientes:
    Traducción de textos escogidos, según la selección francesa de Jules Lermina (1902), en la Biblioteca de la Huelga General, Madrid-Barcelona (1904).
    Versión de Le Bon sens du curé Meslier: El buen sentido del cura Meslier (Madrid, 1837), y Dios ante el sentido común, por el cura Meslier (sexta ed., Madrid, 1913).
    La inclusión del Anti-Fénelon en la selección no parecía esencial por no presentar ningún aspecto divergente de todas las afirmaciones de sus Memorias; también habría debido fragmentarse a causa de su extensión y carecía de interés.

    Por último, la presente antología se basa en la edición de las obras completas en tres volúmenes publicada por Éditions Anthropos, París, 1970.
    MENENE GRAS BALAGUER [1] .




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VOLTAIRE SOBRE MESLIER [11]

    El cura Meslier es el fenómeno más singular que se haya visto entre todos estos meteoros funestos para la religión cristiana. Era cura del pueblo de Estrépigny, en Champagne, cerca de Rocroy, y además prestaba servicio en una pequeña parroquia anexa llamada But. Su padre era un obrero de la sarga, del pueblo de Mazerny, dependiente del ducado de Rethel. Este hombre, de costumbres irreprochables y asiduo a todos sus deberes, daba todos los años a los pobres de sus parroquias cuanto le quedaba de su renta. Murió en 1733, a la edad de cincuenta y cinco años. Se tuvo una gran sorpresa al hallar en su casa tres gruesos manuscritos de trescientas sesenta y seis hojas cada uno, los tres escritos y firmados por él, titulados Mi Testamento. Sobre un papel gris que envolvía uno de los tres ejemplares dirigido a sus feligreses, había escrito estas palabras insignes:
    «He visto y reconocido los errores, los abusos, las vanidades, las locuras, las maldades de los hombres. Las odio y las detesto; no me he atrevido a decirlo durante mi vida, pero al menos lo diré al morir, y quiero que se sepa que escribo esta presente memoria a fin de que pueda servir de testimonio a la verdad para todos aquellos que la vean y la lean si bien les parece.»
    El cuerpo de la obra es una refutación ingenua y grosera de todos nuestros dogmas sin exceptuar uno solo. El estilo es muy repulsivo, tal como debía esperarse de un cura de pueblo. Para componer este extraño escrito contra la Biblia y contra la Iglesia, no había tenido otra ayuda que la misma Biblia y algunos Padres. De los tres ejemplares, el gran vicario de Reims retuvo uno, otro fue enviado al ministro de Gracia y Justicia, Chauvelin, y el tercero permaneció en el tribunal de Justicia del lugar. El conde de Cailus tuvo en sus manos una de estas tres copias durante un tiempo, y muy poco después hubo más de cien en París que se vendían a diez luises el ejemplar. Varios curiosos conservan aún este triste y peligroso monumento. Un sacerdote que, al morir, se acusa de haber profesado y enseñado la Religión Cristiana, causó una impresión más fuerte sobre los espíritus que los pensamientos de Pascal.
    En mi opinión, se debía más bien reflexionar sobre la rareza de este melancólico sacerdote que quería librar a sus feligreses del yugo de una religión predicada veinte años por él mismo. ¿Por qué dirigir este testamento a unos hombres agrestes que no sabían leer? Y, de haberlo podido leer, ¿por qué quitarles un yugo saludable, un temor necesario que por sí solo puede prevenir los crímenes secretos? La creencia de las penas y de las recompensas tras la muerte es un freno que el pueblo necesita. La Religión bien depurada sería el primer lazo de la Sociedad.
    Este cura quería aniquilar toda Religión e incluso la natural. Si su libro hubiera estado bien hecho, el carácter de que el autor se había revestido habría impuesto demasiado a los lectores. Se han hecho varios pequeños resúmenes, algunos de los cuales han sido impresos; por fortuna, están purgados del veneno del Ateísmo.
    Más sorprendente aún es que, al mismo tiempo, hubo un cura de Bonne-Nouvelle, cerca de París, que, en vida, se atrevió a escribir contra la religión que estaba encargado de enseñar: fue exilado sin escándalo por el Gobierno, Su manuscrito es extremadamente peculiar.
    Mucho tiempo antes de esta época, el obispo de Le Mans, Lavardin, había dado al morir un ejemplo no menos singular; en verdad, no dejó testamento alguno contra la Religión que le había procurado un Obispado, pero declaró que la detestaba; rechazó los Sacramentos de la Iglesia y juró que jamás había consagrado el pan y el vino al decir la Misa, ni había tenido ninguna intención de bautizar a los niños y de dar las órdenes cuando había bautizado a cristianos y ordenado a diáconos y sacerdotes. Este obispo tenía un placer maligno en embarazar a todos los que habrían recibido de él los Sacramentos de la Iglesia; al morir se reía de los escrúpulos que tendrían y se regocijaba de sus inquietudes; se decidió que no se volvería a bautizar ni a ordenar a nadie, pero algunos sacerdotes escrupulosos se hicieron ordenar por segunda vez. Al menos el obispo Lavardin no dejó tras sí monumentos contra la Religión Cristiana: era un voluptuoso que se reía de todo; mientras que el cura
    Meslier era un hombre sombrío y entusiasta; de una virtud rígida, es cierto, pero más peligroso por esta virtud misma.




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