Thomas Mann Moises y las Leyes (Moralistas modernos)

 



XV
    Pronto comprendió el pueblo lo que significaba haber caído en las manos de un hombre como Moisés, un hombre de paciencia infinita y colérico a la vez, artesano responsable solamente ante Dios de sus acciones. Vieron entonces que aquella orden que les pareciera tan absurda, la de abstenerse de exclamaciones jubilosas por la derrota del enemigo, había sido sólo un pálido comienzo. Y en verdad, incluso ese comienzo había sido prematuro. Se requería para ello un avanzado estado de comprensión, basado en muchas premisas que ignoraban hasta entonces por completo. Debían recorrer todavía un largo, larguísimo sendero, antes de hallar en esa novedad algo que no fuera impenetrable anormalidad. En una palabra, no constituían sino un montón de carne y sangre, de modo que las concepciones fundamentales de pureza y santidad escapaban enteramente a su comprensión. Y es fácil comprobarlo esto comparando las primeras leyes que Moisés debió instilar en sus espíritus, patéticas por su simplicidad, con las posteriores. Se comprende entonces que chocaran con el desagrado del pueblo; el material con que el escultor realiza su obra es siempre su enemigo, y las primeras formas que obtiene resultan irreales y poco gratas a la vista.
    Moisés vivía de continuo entre ellos, tan pronto aquí, tan pronto allá, ya en este campamento, ya en aquel otro; corpulento, con su nariz chata y sus ojos penetrantes, sacudía los puños, desde sus anchas muñecas, reprochando y reprendiendo, criticando y depurando, siempre aludiendo a la invisibilidad de Dios, de ese mismo Dios que los condujera afuera de Egipto para convertirlos en su pueblo dilecto, para hacerlo tan santo y tan puro como el mismo Dios. Por el momento no era otra cosa que un gentío desaseado, que hacía sus necesidades dondequiera se diera el caso que estuviera. Eso era vergonzoso, y también nocivo.
    «Tendrás un sitio adonde te dirigirás para hacer tus necesidades, fuera del campamento. Tendrás tu palita con que cavarás un hoyo antes de sentarte, y que luego taparás, porque el Señor, tu Dios, anda por tu campamento y por lo tanto debes conservarlo santo, es decir, limpio, para que Él no se aparte de ti, tapándose las narices. Porque la santidad empieza por la limpieza, y si hay pureza en las cosas más bajas, allí debe buscarse el comienzo de toda pureza. ¿Me han comprendido, Ahiman, y tú, Noemí, su mujer? La próxima vez quiero ver a cada cual con su palita; de lo contrario, el ángel vengador habrá de perseguiros.»
    »Además deberás ser limpio, te bañarás a menudo en agua corriente, para preservar tu salud, porque sin ella no hay limpieza ni pureza, y la enfermedad es impura. Y si crees que la suciedad es más saludable que la limpieza, eres un imbécil, y te verás acosado por ictericias, verrugas y forúnculos de Egipto. Y si no observas limpieza, te saldrán fístulas malignas y negras, y la peste pasará de sangre en sangre. Aprende a distinguir entre pureza e impureza, pues de lo contrario no podrás presentarte ante el Invisible, y serás la escoria de la tierra. Por eso, cuando un hombre o una mujer tenga erupciones malignas, tumores, heridas llagadas o sarna, se considerará impuro y no será tolerado en el campamento, sino que se le conducirá lejos, aislado en impureza, así como el Señor os ha aislado a vosotros para que fuerais puros. Y todo lo que tal persona haya tocado, en donde se haya acostado, y su silla de montar, deberá ser consumido por las llamas. Mas en el caso de recobrar la pureza en el aislamiento, contará siete días para comprobar si de veras es puro y luego se bañará en abundante agua corriente; después de esto, podrá regresar.
    »Debéis discernir —os advierto— y ser delicados a la vista de Dios, pues de lo contrario no seréis puros como yo quiero haceros. Observo que todo lo coméis, sin discriminación alguna, y eso es abominable. Porque debéis comer unas cosas y otras desecharlas, y sentir placer por unas y repugnancia por otras. Todo cuanto tenga pezuña hendida y sea rumiante entre las bestias, podrá ser comido. En cambio, lo que sea rumiante sin tener pezuña hendida, como el caballo, no debe ser comido. Desde luego, el buen camello no es impuro porque es criatura de Dios, pero como alimento no es conveniente; tampoco el cerdo, que si bien tiene pezuña hendida, no es rumiante. ¡Discernid! Todo cuanto en el agua tenga aletas y escamas, podréis comerlo, no así lo que se desliza por el agua, como las salamandras, que siendo también criaturas de Dios, como comida debéis aborrecerlas. Entre los pájaros desdeñaréis el águila, el cernícalo, el buitre y sus símiles; como también toda clase de cuervos, el avestruz, el búho, el cuclillo, la lechuza, el cisne, el murciélago, la cigüeña, la garza y el grajo, y asimismo la golondrina. Olvidaba la abubilla a la que también debéis evitar. ¿Quién comerá la comadreja, el ratón, el topo o cualquier otra alimaña que se desliza por el suelo o se arrastra sobre su vientre? Vosotros lo hacéis, sin embargo, cometiendo así algo abominable para vuestras almas. Si yo llego a ver a alguien comiendo un lución, haré que no vuelva a hacerlo. Es cierto que no habrá de morir por ello, ni sufrirá mal alguno, pero es vergonzoso y os cubrirá de oprobio. Por lo mismo no habréis de comer carroña, que, además es dañina.»
    Les impartió de este modo instrucciones para su alimentación, restringiéndolos al mismo tiempo a una dieta determinada. Pero no paró en ello, sino que hizo igual cosa en asuntos de amor y lujuria, porque también en este aspecto vivían en promiscuidad y su comportamiento era burdo en extremo. «No debes romper el voto matrimonial —les dijo— porque es una barrera sagrada. Mas ¿sabes lo que significa no romper el voto matrimonial? Significa cien restricciones por respeto a la santidad de Dios; y no sólo que no debe codiciarse la mujer del prójimo, porque esto es lo de menos. Tú vives en la carne, pero has hecho voto ante el Invisible, y el matrimonio es el sagrado contenido de toda la pureza de la carne ante la faz divina. Por consiguiente, no tomarás una mujer a la par que a su madre —para darte un ejemplo—, porque no es propio, como tampoco lo es acostarse con la hermana para ver su vergüenza, y ella la tuya, porque eso es incesto. Tampoco habrás de hacerlo con tu tía, porque no es decoroso de ella ni de ti, y debes hallarlo detestable. Cuando una mujer está con enfermedad, no debes aproximarte a la fuente de donde mana su sangre. Y si un hombre tiene una emisión vergonzosa durante su sueño, será impuro hasta la noche siguiente, y deberá bañarse esmeradamente con agua.»

    »Me entero de que ofreces a tu hija como prostituta, para beneficiarte con ese dinero. No lo hagas, porque si persistieras, te haré lapidar. ¿Y cómo se te ocurre dormir con un joven cual si fuera una mujer? Eso es anormal, y una abominación por la que ambos merecéis la muerte. Pero si alguien lo hiciera con las bestias, sea hombre o mujer, será despedazado y estrangulado junto con la bestia.»
    ¡Es de imaginar la consternación que tantas restricciones habrían de causar! Al principio, tuvieron la sensación que de obedecer a tanta cosa vedada, la vida no merecía ser vivida. Moisés los modelaba con su cincel, haciendo saltar aquí y allá el material que debía desecharse para la confección de su obra. Y aun hablando literalmente, hay que tener en cuenta que los castigos y prohibiciones que anunciaba estaban lejos de ser mera palabrería, ya que detrás de sus admoniciones estaban Jehová y su hueste de ángeles vengadores.
    «Yo soy el Señor tu Dios —les dijo, a riesgo de que tomaran sus palabras al pie de la letra—, quien os condujo fuera de Egipto, separándolos de los demás pueblos. Por esto separaréis vosotros lo puro de lo impuro y no os prostituiréis como hacen los demás pueblos, sino que os consagraréis solamente a Mí. Porque yo, el Señor, soy santo y os he separado para que fuerais míos. La más grande impureza de todas es que os preocupéis de otros dioses fuera de Mí, porque yo soy un Dios celoso. Y lo peor de todo es hacer una imagen, sea de hombre o mujer, buey o gavilán, pez o gusano, porque con ello os habréis apartado de Mí, aun cuando esa imagen quisiera representarme a Mí. Sería lo mismo que os echarais a dormir con vuestra hermana o con una bestia, porque no hay gran diferencia entre ambas cosas, y una lleva a la otra. De modo que estad atentos, porque yo estoy entre vosotros, y todo lo veo. Aquél de vosotros que se prostituyere con los dioses muertos de Egipto, conocerá mi cólera. Lo arrojaré al desierto y allí lo desterraré. Lo mismo pasará a quien haga sacrificios a Moloch, de quien, bien lo sé, guardáis buena memoria. Ése comete una maldad, y sobre él traeré todo lo malo. Por consiguiente no haréis pasar a través del fuego a vuestro hijo o hija, siguiendo esa tonta costumbre antigua ni os fijaréis en el vuelo de los pájaros ni en sus gritos, ni os entenderéis con adivinos, augures o astrólogos, ni interrogaréis a los muertos; ni os confundiréis con magia en Mi nombre. Si un hombre llega a la villanía de recurrir a mi nombre como testimonio de verdad, de nada habrá de servirle, porque será castigado. También mutilarse el rostro o raparse las cejas o desfigurarse el cuerpo en señal de duelo por los muertos es magia que a nada conduce y habrá de aborrecerse. ¡Eso no lo permitiré!»
    ¡Cuán profunda consternación! De modo que ahora tampoco podrían practicarse pequeños cortes en el rostro en señal de duelo; ni el más leve indicio de tatuaje. ¡De modo que también esto significaba tener un Dios invisible! Aliarse con Jehová —lo comprendían entonces— equivalía a sujetarse a restricciones sin límite. Y tras cada prohibición de Moisés estaba el ángel vengador… y dado que nadie deseaba verse arrojado al desierto, cuanto Moisés prohibía pasó a parecerles horrendo, mas luego de pasado un tiempo, la cosa en sí pasó a ser considerada horrenda. Y cuando un hombre rompía con los preceptos, se sentía enfermo por haberlo hecho, aun sin pensar en el castigo.
    «¡Pon freno a tu corazón! —advertía— y no pongas tus ojos en los bienes de otro para codiciarlos, porque eso conduce fácilmente al deseo de quitárselos, ya sea por robo, que es cobardía, o por asesinato, que es salvajismo. Jehová y yo no os queremos ni cobardes ni salvajes, sino como debéis ser: decentes. ¿Habéis comprendido esto? Robar es un pecado rastrero; pero matar… sea por cólera o codicia o cólera codiciosa o codicia colérica, matar es una acción que clama contra el cielo. Aquél que la cometa, sobre él dirigiré mi rostro para que no sepa dónde esconderse. Porque ha derramado sangre, y en principio, la sangre es gran misterio sagrado que debe ser mirado con hondo respeto, una ofrenda en mis altares, una expiación de culpa. Sangre no debéis ingerir, ni carne que la contenga, porque es Mía. Y quienquiera se vea manchado con sangre humana, verá helársele el corazón de frío espanto, porque lo perseguiré para que huya de sí mismo hasta el fin del mundo. ¡Decid Amén!»
    Y todos dijeron Amén, confiando en que Moisés utilizaba el vocablo «matar» para designar literalmente el «dar muerte», cosa que no estaba presente en el espíritu de la gente… o por lo menos no con demasiada frecuencia. Pero resultó que Jehová daba al término un significado tan amplio como el que diera al hecho de no romper el lazo matrimonial. Resultó aplicada a toda suerte de culpas, hasta que el asesinato y el homicidio se vieron como final de cualquier herida que un hombre infiriera a otro. Se derramaba sangre, al parecer, cada vez que se intentaba sacar mayor provecho o perjudicar al prójimo, cosa a la que, por cierto todos se sentían algo inclinados. Debían, pues, negociar sin falsía, no recurrir a testimonios falsos, dar medidas y pesos exactos. Resultaba todo completamente fuera de lo natural y esperable; durante un buen lapso el temor natural al castigo resultó ser la única reacción que les pareció humana, obvia.
    Debe honrarse al padre y a la madre. Moisés les inculcó también este precepto, pero pronto fue patente que también a esto se le daba un sentido más amplio del que cabía esperar. Se comprendía que un castigo aguardara a quien levantara la mano sobre sus progenitores, o los maldijera, pero ¿qué relación tenía eso con que debía honrarse asimismo a cuantos pudieran haber sido sus progenitores? Debían, pues, ponerse de pie a la vista de una cabeza canosa, cruzarse de brazos e inclinar la testa ignorante en señal de sumisión. Así lo exigía el respeto a Dios. El único consuelo estaba en que estando igualmente el prójimo impedido de matar a nadie, cabía la perspectiva de que también uno se pusiera viejo y canoso, y que llegara el turno de que los más jóvenes se pusieran de pie y se inclinaran ante uno.
    La conclusión a que se llegó fue la siguiente: la edad es una alegoría para todo lo que no databa de hoy ni de ayer, sino que se remontaba más lejos todavía, era la verdadera tradición, significaba las costumbres de los antepasados. “Y a ellos se debe honrar y reverenciar. También debéis celebrar el día en que os conduje afuera de Egipto, el día del pan ázimo, y para siempre el día en que Yo descansé de la creación. No mancharás mi día, el sábado, con el sudor de tu trabajo. ¡Yo te lo prohíbo! Porque Yo te saqué de la esclavitud egipcia con mano poderosa y brazo firme, siendo tú un siervo y una bestia de carga, y festejarás en mi día el día de tu liberación. Durante seis días serás padre de familia o labrador, alfarero, calderero o carpintero, pero para mi día te pondrás ropa limpia y no serás nada más que un hombre y alzarás tus ojos hacia el Invisible.
    «Fuiste un siervo en Egipto, agobiado de trabajo. Recuérdalo en el trato con tus siervos. Eras un extraño entre los egipcios; recuérdalo en el trato con los extranjeros que viven contigo, como los hijos de Amalek, por ejemplo, que Dios ha puesto en tus manos, y no abuséis de ellos. Deberás considerarlos como a ti mismo y otorgarles los mismos derechos; de lo contrario, yo me pondré en medio, porque ellos están bajo la protección de Jehová. No harás esa diferencia absurda y arrogante entre otros hombres y tú mismo, pensando que sólo tú eres real e importante, mientras los demás no lo son. Tenéis en común la vida, y sólo al divino azar debes que tú no seas él. Por esta razón no te quieras a ti mismo solamente, sino también al prójimo, y harás con él lo que tú desearías que él hiciera contigo, de ser tú él. Sed amables unos con los otros, y besaos las yemas de los dedos al pasar, e inclinaos con una reverencia cortés, con el saludo: “¡Sed sanos y salvos!”. Porque tiene la misma importancia que él esté tan sano como tú lo estás. Y si sólo lo hicieres por no faltar a las buenas maneras, el mero gesto, sin embargo, dejará en vuestro corazón algún sentimiento similar al que debe inspirarte tu prójimo. Decid Amén a todo esto.» 






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