EL ARTE Y EL TIEMPO Marcel Proust ( Moralistas modernos)

 


Pensaba no sólo: «¿Estaré aún a tiempo?», sino también: «¿Estaré aún en condiciones?». La enfermedad que, al hacerme morir —como un rudo director de conciencia— para el mundo, me había hecho un favor, «pues, si la semilla de trigo no muere después de que se la haya sembrado, permanecerá sola, pero, si muere, dará mucho fruto», la enfermedad que, después de que la pereza me hubiera protegido contra la facilonería, tal vez fuese a ampararme de la pobreza, había debilitado mis fuerzas y, como había notado desde hacía mucho, en particular en el momento en que había dejado de amar a Albertine, las de mi memoria. Ahora bien, ¿acaso no era la recreación por la memoria de impresiones que después se debían profundizar, aclarar, transformar en equivalentes de inteligencia, una de las condiciones, casi la esencia misma, de la obra de arte, tal como la había yo concebido un poco antes en la biblioteca? ¡Ah! ¡Si hubiera tenido las fuerzas que estaban aún intactas en la noche que había evocado entonces al recibir François le Champi ! De aquella noche, en que mi madre había abdicado, databa, con la muerte lenta de mi abuela, el ocaso de mi voluntad, de mi salud. Todo había quedado decidido en el momento en que, al no poder ya soportar la idea de esperar hasta el día siguiente para pegar mis labios a la mejilla de mi madre, había adoptado la resolución, había saltado de la cama y había ido, en camisón, a instalarme en la ventana por la que entraba la luz de la luna hasta que hubiera oído marcharse al Sr. Swann. Mis padres lo habían acompañado, yo había oído abrirse la puerta del jardín, sonar el timbre, volver a cerrarse…

    Entonces pensé de repente que, si tenía aún la fuerza para realizar mi obra, aquella reunión vespertina —como en tiempos en Combray ciertos días que habían influido en mí— que me había inspirado en aquel preciso momento a la vez la idea de mi obra y el miedo a no poder realizarla, marcaría, seguro, en ella ante todo la forma que yo había presentido en tiempos en la iglesia de Combray y que nos resulta habitualmente invisible: la del tiempo.

Cierto es que hay muchos otros errores de nuestros sentidos —ya hemos visto que diversos episodios de este relato me lo habían demostrado— que nos falsean el aspecto real de este mundo, pero en fin yo podría, si acaso, en la trascripción más exacta que me esforzaría por dar, no cambiar el lugar de los sonidos, abstenerme de separarlos de su causa, junto a la cual los sitúa la inteligencia a posteriori , aunque hacer cantar suavemente la lluvia en medio de la habitación y caer en diluvio en el patio la ebullición de nuestra tisana no debía ser, en resumidas cuentas, más desconcertante que lo que con tanta frecuencia han hecho los pintores, cuando representan —muy cerca o muy lejos de nosotros, conforme a las leyes de la perspectiva, la intensidad de los colores y la primera ilusión de la mirada nos los hacen aparecer— un velo o un pliegue que el razonamiento desplazará después desde distancias a veces enormes. Yo podría continuar, aunque el error sea más grave, como hacemos al atribuir facciones al rostro de una transeúnte, cuando, en realidad en lugar de la nariz, las mejillas y la barbilla, sólo debería haber un espacio vacío en el que actuaría como máximo el reflejo de nuestros deseos. Y, aunque no tuviera tiempo suficiente para preparar —cosa ya mucho más importante— las cien marcas que conviene aplicar a un mismo rostro, aunque sólo sea según los ojos que lo ven y el sentido en que leen las facciones y, en el caso de los mismos ojos, según la esperanza o el temor o, al contrario, el amor y la costumbre que ocultan durante treinta años los cambios de la edad, aun cuando, por último, no emprendiera yo la tarea —pese a que mi relación con Albertine bastaba para mostrar que, sin ella, todo es facticio y mendaz— de representar a ciertas personas no desde fuera, sino desde dentro de nosotros, donde los menores actos pueden ocasionar trastornos mortales, y hacer variar también la luz del cielo moral, según las diferencias de presión de nuestra sensibilidad o cuando una simple nube de riesgo —al turbar la serenidad de nuestra certidumbre bajo la cual un objeto es tan pequeño— multiplica en un momento su tamaño, si yo no podía hacer esos cambios y muchos otros (cuya necesidad, si se quiere retratar la realidad, ha podido manifestarse a lo largo de este relato) en la trascripción de un universo que estaba por dibujar de nuevo, al menos no dejaría de describir al hombre como dotado de la longitud —no de su cuerpo, sino— de sus años, como obligado a cargar —tarea cada vez más enorme y que acaba venciéndolo— con ellos cuando se desplaza.
    Por lo demás, todo el mundo sabe que ocupamos un lugar sin cesar aumentado en el tiempo y esa universalidad no podía por menos de alegrarme, pues la verdad —la sospechada por todos— era lo que yo debía intentar elucidar. No sólo todo el mundo sabe que ocupamos un lugar en el tiempo, sino que, además, hasta el más simple lo mide aproximadamente como mediría el que ocupamos en el espacio, ya que personas sin perspicacia especial, al ver a dos hombres a los que no conocen, los dos con bigote negro o totalmente afeitados, dicen que son dos hombres de unos veinte años —uno— y —otro— de unos cuarenta años. Seguramente nos equivocamos con frecuencia en esa evaluación, pero que hayamos considerado posible hacerla significa que concebíamos la edad como algo mensurable. Al segundo hombre con bigote negro se han añadido, efectivamente, veinte años más.

    Si esa idea del tiempo incorporado, de los años pasados y no separados de nosotros, era la que ahora tenía intención de poner en relieve, era porque en aquel preciso momento, en el palacio del príncipe de Guermantes, volví a oír los pasos de mis padres que acompañaban hasta la puerta al Sr. Swann y aquel tintineo rebotante, ferruginoso, inextinguible, chillón y fresco de la campanilla, que me anunciaba que por fin el Sr. Swann se había marchado y mamá iba a subir, pese a estar situados tan lejos en el pasado. Entonces, al pensar en todos los acontecimientos que se situaban forzosamente entre el instante en que los había oído y la reunión vespertina Guermantes, me aterró pensar que era exactamente aquella campanilla la que tintineaba aún en mí, sin que pudiera cambiar nada en los chillidos de su cascabel, pues, al no recordar ya exactamente cómo se apagaban, para volver a enterarme, para escucharlo bien, hube de esforzarme por dejar de oír el sonido de las conversaciones que las máscaras sostenían a mi alrededor. Para intentar oírlo desde más cerca, hasta mí mismo me veía obligado a bajar de nuevo. Así, pues, ese tintineo seguía ahí y también, entre él y el instante presente, todo aquel pasado indefinidamente desenrollado que yo portaba sin saberlo, cuando había tintineado, ya existía y después, para que yo volviese a oírlo, era necesario que no hubiese experimentado discontinuidad, que yo no hubiera cesado ni un instante, hubiese tomado el descanso de dejar de existir, de pensar, de tener conciencia, ya que aquel instante antiguo se mantenía aún en mí, podía aún volver a encontrarlo, regresar hasta él, simplemente descendiendo más profundamente dentro de mí. Y, precisamente porque contienen así las horas del pasado, es por lo que los cuerpos humanos pueden hacer tanto daño a quienes los aman, porque contienen tantos recuerdos de alegrías y deseos ya borrados para ellos, pero tan crueles para quien contempla y prolonga en el orden del tiempo el cuerpo querido del que siente celos, celos hasta desear su destrucción. Es que después de la muerte, el tiempo se retira del cuerpo y los recuerdos —tan indiferentes, tan pálidos— quedan borrados de la que ha dejado de existir y lo quedarán pronto de aquel al que siguen torturando, pero en el cual acabarán pereciendo cuando el deseo de un cuerpo vivo haya dejado de mantenerlos. Profunda Albertine a la que yo veía dormir y estaba muerta.

    Tenía una sensación de fatiga y de espanto al sentir que todo aquel tiempo tan largo no sólo había sido —sin interrupción alguna— vivido, pensado, segregado por mí, que era mi vida, que era yo mismo, sino que, además, yo debía a cada minuto mantenerlo unido a mí, a quien me sostenía, a mí, encaramado en su vertiginosa cumbre, que no podía moverme sin desplazarlo. La fecha en la que oía el ruido de la campanilla del jardín de Combray, pese a ser tan distante e interior, era un punto de referencia en esa enorme dimensión que yo ignoraba en mí. Sentía el vértigo de ver por debajo de mí —y, sin embargo, en mí, como si tuviese leguas de altura— tantos años.
    Acababa de comprender por qué el duque de Guermantes, cuyo poco envejecimiento había admirado yo al contemplarlo sentado en una silla, aunque tuviera tantos años más que yo por debajo de él, en cuanto se había levantado y había querido mantenerse de pie, había vacilado sobre unas piernas flaqueantes, como las de esos viejos arzobispos en los cuales lo único sólido que hay es su cruz metálica y hacia los cuales se apresuran, solícitos, jóvenes seminaristas gallardos, y había avanzado temblando como una hoja, sobre la cima poco practicable de ochenta y tres años, como si los hombres estuvieran encaramados sobre zancos vivos, que no cesaran de crecer, a veces por encima de campanarios, y acabasen volviéndoles el paso difícil y peligroso y de los que de repente se cayesen. (¿Sería por eso por lo que el rostro de los hombres de cierta edad era, aun para el más ignorante, tan imposible de confundir con el del joven y sólo se manifestaba a través de la seriedad de algo así como una nube?). Me daba terror que los míos fueran ya tan altos bajo mis pasos, no me parecía que fuese a tener aún la fuerza para mantener durante mucho tiempo unido a mí aquel pasado que descendía ya tan abajo. Por eso, si llegaba a disponer de bastante tiempo para realizar mi obra, no dejaría de describir en primer lugar a los hombres, aunque con ello los hiciera parecerse a seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable, junto al —tan limitado— que les está reservado en el espacio, un lugar, al contrario, prolongado sin medida, ya que tocan simultáneamente, como gigantes sumergidos en los años, épocas tan distantes, entre las cuales tantos días han ido a situarse… en el tiempo.

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