Maurice de Vlaminck - Retrato de Guillaume Apollinaire, 1903 |
Situado en el límite de la vida y en los confines del arte, Justin Prérogue era pintor. Vivía con su amiga y algunos poetas iban a visitarlo. Por turno, se quedaban a comer en el atelier, en cuyo techo el destino había dispuesto chinches a manera de estrellas.
Había cuatro convidados que jamás se encontraban en la misma mesa:
David Picard, venía de Sancerre y descendía de una familia judía cristiana de las que hay tantas en la ciudad. Léonard Delaisse, tuberculoso, que escupía su vida de inspirado con mogigangas que hacían morir de risa. Georges Ostréole, de ojos inquietos, que meditaba, como antaño Hércules, entre las entidades de la encrucijada. Jaime Saint-Félix, que sabía más historias que nadie. Su cabeza podía girar sobre sus hombros, como si tuviese el cogote atornillado al cuerpo.
Y los versos de todos ellos eran admirables.
Las comidas eran interminables y la misma servilleta servía por turno a los cuatro poetas, pero ellos no lo sabían.
*
Esta servilleta se fue ensuciando poco a poco. Por allí había una mancha de huevo junto a una brizna de espinaca. Más allá, marcas redondeadas de bocas húmedas de vino y cinco huellas grisáceas dejadas por los dedos de una mano que se había posado. Una espina de pescado atravesaba la trama como una lanza. Un grano de arroz seco estaba pegado en un ángulo. Y las cenizas de los cigarrillos ensombrecían unas partes más que otras.
*
—David, tome su servilleta —decía la amiga de Justin Prérogue.
—Habría que pensar en comprar servilletas —decía Justin Prérogue—; anótalo para cuando haya algún dinero.
—Su servilleta está sucia, David —decía la amiga de Justin Prérogue—. Se la cambiaré para la próxima vez porque la lavandera no vino esta semana
—Léonard, sírvase su servilleta —decía la amiga de Justin Prérogue—. Puede usted escupir en la caja del carbón. ¡Qué sucia está su servilleta! Se la cambiaré cuando la lavandera me traiga la ropa.
—Léonard, será conveniente que haga tu retrato representándote en el momento de escupir —decía Justin Prérogue—, y me están entrando ganas de hacerte una escultura.
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—Georges, me avergüenza tener que darle siempre la misma servilleta —decía la amiga de Justin Prérogue—; no entiendo qué hace mi lavandera.
—Empecemos a comer —decía Justin Prérogue.
*
—Jaime Saint-Félix, estoy obligada a darle otra vez la misma servilleta. No tengo otra hoy —decía la amiga de Justin Prérogue.
Y el pintor hacía girar la cabeza del poeta durante la comida, escuchando toda clase de historias.
*
Y pasaban las estaciones.
Los poetas usaban por turno la misma servilleta y sus poemas eran admirables.
Léonard Delaisse escupía su vida con más comicidad todavía, y David Picard también empezó a escupir.
La servilleta venenosa contaminó sucesivamente a David, a Georges Ostréole y a Jaime Saint-Félix, aunque ellos no lo sabían.
Como un inmundo trapo de hospital, la servilleta se manchó con la sangre que subía a los labios de los cuatro poetas, y las comidas eran interminables.
*
A comienzos del otoño, Léonard Delaisse escupió el resto de su vida.
En diferentes hospitales, sacudidos por la tos como las mujeres por la voluptuosidad, los otros tres poetas murieron con pocos días de intervalo. Y los cuatro dejaron poemas tan hermosos que parecían encantados.
Sus muertes no fueron atribuidas a la alimentación sino al hambre canina y a las vigilias líricas. Porque, ¿es acaso concebible que una sola servilleta pueda matar en tan poco tiempo a cuatro poetas incomparables?
*
Muertos los contertulios, la servilleta se volvió inútil. La amiga de Justin Prérogue resolvió hacerla lavar, y al desplegarla pensó: "Está verdaderamente sucia, y ya comienza a oler mal."
Ante la servilleta desplegada, la amiga de Justin Prérogue se asombró y llamó a su amigo, quien exclamó maravillado:
—¡Sí, es un verdadero milagro! Esta servilleta tan sucia que tú exhibes con complacencia presenta, gracias a la suciedad coagulada de diversos colores, los rasgos de nuestro difunto amigo David Picard.
—¿No es verdad? —murmuró la amiga de Justin Prérogue.
Los dos contemplaron en silencio durante un momento la imagen milagrosa, y luego hicieron girar lentamente la servilleta.
Y palidecieron, al ver aparecer el espantoso y risible espectro de Léonard Delaisse, esforzándose en escupir.
Los cuatro lados de la servilleta ofrecían el mismo prodigio. Justin Prérogue y su amiga vieron al indeciso Georges Ostréole y a Jaime Saint-Félix a punto de contar una historia.
—Deja esa servilleta —exclamó bruscamente Justin Prérogue.
El lienzo cayó, extendiéndose en el piso. Justin Prérogue y su amiga giraron largo rato a su alrededor como giran los astros en torno al sol, y esta Santa Verónica, con un cuádruple mirar, los impulsaba a huir hacia el límite del arte, a los confines de la vida.
En El heresiarca y Cía
Traductor: Mauro Fernández Alonso de Armiño
Imagen: Maurice de Vlaminck
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