Una de las cosas que queremos decir cuando calificamos un escrito de «literario» es que no está ligado a un contexto concreto. Es cierto que todas las obras literarias nacen a partir de unas condiciones determinadas. Las novelas de Jane Austen surgen del mundo aristocrático rural inglés del siglo XVIII y principios del siguiente, mientras que El paraíso perdido tiene su telón de fondo en la guerra civil inglesa y sus consecuencias. Si bien esas obras surgen de los contextos mencionados, sus significados no están confinados a esos contextos. Pensemos en la diferencia entre un poema y el manual de montaje de una lámpara de mesa: el manual sólo tiene sentido en una situación práctica específica. A menos que vayamos muy cortos de inspiración, en general no recurriríamos a un manual como ése para reflexionar acerca del misterio del nacimiento o la fragilidad del ser humano. Un poema, en cambio, sigue teniendo significado fuera de su contexto original, si bien puede ser modificado según el lugar o el tiempo. Igual que un bebé, se separa de su autor en cuanto llega al mundo. Todas las obras literarias quedan huérfanas al nacer. Más o menos como nuestros padres, que dejan de gobernar nuestras vidas a medida que crecemos, el poeta tampoco puede determinar las situaciones en las que se leerá su obra o el sentido que le daremos.
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