Los arquitectos y todos quienes nos interesamos por esa disciplina nos debemos preguntar si es posible hablar hoy de arquitectura sin hablar de ciudad; sobre todo los venezolanos, que habitamos el país más urbanizado de la región más urbanizada del mundo contemporáneo, con dos tercios de nuestros compatriotas viviendo en áreas metropolitanas mayores de cien mil habitantes. Pero es que además, gracias al desarrollo de los medios de comunicación de masas y, más recientemente, a la revolución impulsada por las nuevas tecnologías, los valores de la cultura urbana han penetrado hasta los caseríos más pequeños de la regiones más lejanas y menos desarrolladas del territorio nacional.
La afirmación del Centro Hábitat de Naciones Unidas (2001), según la cual “el mundo está completamente urbanizado, pues el campo de fuerzas que forman las ciudades tiene el poder de conectar todo los lugares y todas las personas en una unidad productiva que se adapta constantemente”, cobra particular vigencia en nuestro caso.
Pero también pareciera que deterioro urbano y decadencia de la arquitectura han terminado por convertirse en un binomio inescindible, casi en sinónimos. De hecho, todos coincidimos en reconocer que la ciudad tradicional, en nuestro caso, la colonial, construida casi sin el aporte de los arquitectos, era una ciudad hermosa; pero que en cambio la proliferación de arquitectos no ha sido suficiente para introducir orden ni belleza en la ciudad moderna.
En su momento, sin embargo, frente a los pobres resultados de una cierta forma de entender la planificación urbana que alimentó el escepticismo hacia la disciplina, hubo quien reivindicó la idea de que la clave del rescate de la ciudad estaba en la calidad del edificio singular, tesis convincentemente refutada por Ludovico Quaroni, uno de los arquitectos italianos más importantes de la inmediata postguerra, quien en un texto fundamental sostenía “la imposibilidad de una labor arquitectónica decente sin una premisa urbanística que la permita, sugiera y defienda”.
Paradójicamente, en nuestra región el mismo ímpetu urbanizador llevó a que, en el último tramo del siglo XX, se impusiera una visión negativa de la ciudad moderna, que tuvo impactos muy desfavorables sobre las políticas urbanas: terminando la década de 1960 Víctor Luis Urquidi, un influyente intelectual mexicano, hablaba de “la ciudad prematura” latinoamericana, anticipo de una futura “no ciudad”; en 1964 el escritor peruano Sebastián Salazar Bondy publicaba su polémico libro Lima la horrible, que en realidad era una diatriba contra la oligarquía limeña; entre nosotros Juan Liscano se refería en 1989 a “la destrucción del valle” de Caracas y “el crecimiento canceroso de la urbe”; mientras que Arturo Usar Pietri sentenciaba: “Lo que ha ocurrido en Caracas en este último medio siglo es irreparable”.
Hoy se puede afirmar con certeza que esa visión correspondía a una errada interpretación de los procesos de urbanización del siglo XX en América Latina, en particular en Venezuela: no se apreciaba la energía implícita en un proceso que sacó ingentes masas de población de un medio rural sumamente atrasado, en gran medida primitivo, para incorporarlas a esa potente máquina de modernización que son las ciudades, induciendo no sólo un cambio demográfico, sino también social y cultural de gran entidad. Ciertamente, él se acompañó de nuevos desequilibrios. Pero éstos, en contraste con el estancamiento de la sociedad rural precedente, son dinámicos y, por tanto, capaces de conducir a nuevos equilibrios; aunque estos, en ciudades sanas, serán siempre provisorios.
El renacimiento urbano latinoamericano de la década de 1990
Sobre todo a partir de la década de 1990, han comenzado a producirse cambios en muchas ciudades latinoamericanas que refutan la visión negativa predominante en las décadas anterioress. Un ejemplo frecuentemente citado es el de Bogotá, la capital colombiana, que hasta la década de 1980 muchos consideraban una ciudad desahuciada por la inseguridad, el caos del transporte y la elevada incidencia de la pobreza, pese a las no escasas muestras de excelente arquitectura. Entre 1995 y 2003 se sucedieron en la Alcaldía Mayor de la ciudad Antanas Mockus y Enrique Peñalosa, quienes dieron inicio a una dinámica de transformación que en muchos aspectos la ha convertido en referencia mundial. Entre los más notables se cuenta la radical reducción de la tasa de homicidios, que pasó de 80 por cada 100.000 habitantes en 1994 a 23 en 2003. Y no necesariamente por un aumento de la represión: entre las dos fechas, en una ciudad con unos ocho millones de habitantes, la fuerza policial se mantuvo estable, alrededor de 10.500 agentes, mientras se produjo un notable incremento en la inversión en bienes de interés público, tales como: transporte colectivo, bibliotecas y escuelas, espacio público, viviendas de interés social.
Pero quizá la innovación de mayor trascendencia fue el extraordinario énfasis puesto en el desarrollo y consolidación de lo que se dio en llamar la cultura ciudadana.
En la década de 1990 otra ciudad colombiana, Medellín, alcanzó la poco honrosa marca de los 300 homicidios por 100.000 habitantes. En 2004 el matemático Sergio Fajardo inició una saga de innovadoras gestiones en la Alcaldía de la ciudad, que condujeron a que en 2013 fuera proclamada como la ciudad más innovadora del mundo, en el concurso convocado por The Wall Street Journal y el Citi Group; imponiéndose sobre Tel Aviv y Nueva York, las otras dos finalistas entre más de 200 ciudades de todo el mundo que intervinieron en la competición. Una pista del contenido de fondo de esas transformaciones la da una de las consignas que más han identificado a Medellín: “La más educada”.
Como dándole la razón al planteamiento de Quaroni, ambas ciudades han conocido un extraordinario florecimiento de la buena arquitectura en paralelo a su renacimiento urbanístico. Pero también otras ciudades del continente como Lima, Guayaquil o Quito, igualmente “desahuciadas” en su momento, se han encargado de confirmar que los desequilibrios acumulados durante el acelerado crecimiento del siglo XX no eran irreparables. Y no se menciona la pionera Curitiba, en el sur de Brasil, que ya entre las décadas de 1960 y 1970, sin que nadie se diera mucha cuenta, había empezado a implantar algunas de las innovaciones urbanísticas que luego se multiplicaron por toda la región y finalmente por todos los continentes.
Ya es imposible ignorar esa epifanía urbanística de América Latina, reconocida en 2012 por el Centro Hábitat de Naciones Unidas: “Hoy las ciudades de América Latina y el Caribe se encuentran en un punto de inflexión. Después de décadas durante las cuales los gobiernos centrales y las autoridades locales parecían incapaces para responder a procesos de cambio demasiado rápidos ahora parecen contar, en principio, con todos los requerimientos necesarios para alcanzar un desarrollo urbano sustentable en los años y décadas por venir”. Su Secretario Ejecutivo, Joan Clos, al tomar nota de las nuevas realidades urbanas maduradas durante el siglo pasado, reconoció que “en América Latina están tomado forma las condiciones para una nueva transición urbana incluyendo los recursos, capacidad, creatividad y voluntad política a nivel de gobierno tanto local como nacional”.
Una agenda urbana para el siglo XXI
En octubre de 2016 se celebró en Quito la “Conferencia de Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sustentable”, Habitat III, cuya predecesora Habitat II, celebrada en 1996 en Estambul, había acordado centrar los esfuerzos en garantizar una vivienda adecuada para todos y la sustentabilidad de los asentamientos humanos. Con tal motivo fueron organizadas numerosas discusiones para preparar la “Nueva Agenda Urbana” que se sometió a la consideración de la citada Conferencia, cuya orientación general se centra en el fortalecimiento de las relaciones entre el desarrollo sustentable y la urbanización. Un proceso cuya irreversibilidad ya nadie duda, y que en este siglo superará incluso el impacto registrado en el pasado. Por eso el Secretario General de Naciones Unidas, Ban-Ki-Moon, ha afirmado que “nuestra batalla por la sustentabilidad global se ganará o se perderá en la ciudades”, indicando con esto que ellas deberán generar innovaciones sin precedentes para potenciar sus virtudes y corregir las vicios que arrastran.
Ya he señalado cómo algunas ciudades de América Latina han empezado a recorrer con éxito ese camino. Pero es preciso entender, además, qué es lo que ha permitido pasar de los tenebrosos pronósticos de mediados del siglo anterior a los éxitos de estos últimos años; porque muchos, con demasiada frecuencia, los tildan de “milagros”. La verdad es muy distinta, ya que se trata del fruto de la acumulación de experiencias y de esfuerzos inteligentes, poco convencionales y sostenidos de gobiernos locales transparentes, acompañados en ese esfuerzo de la ciudadanía, la academia y el sector privado, asegurando a la vez la presencia del Estado en seguridad, infraestructura e intervenciones sociales, rescatando, fortaleciendo y preservando la institucionalidad. En última instancia, recuperando la confianza de los ciudadanos en sus autoridades y en sí mismos.
No se trata ya solamente de “transformar el medio físico”, como rezaba la consigna perezjimenista que produjo resultados tan notables, aunque en buen medida perecederos, en esa Venezuela de mediados del siglo XX que todavía no alcanzaba los ocho millones de habitantes –la población que hoy se concentra entre las regiones metropolitanas de Caracas y Valencia. Los retos actuales son mucho más complejos y no dependen exclusivamente de la disponibilidad de recursos financieros: se trata de cuestiones tan complejas y novedosas como el establecimiento de gobiernos locales democráticos y autónomos, pero a la vez mancomunados en la construcción de la gobernabilidad metropolitana; la garantía de real participación ciudadana; la superación de la exclusión y las desigualdades, que entre nosotros plantea como primera prioridad la cuestión de los asentamientos informales; el establecimiento de metabolismos urbanos circulares, inseparables de temas como la reducción del consumo de combustibles fósiles, el estímulo a la movilidad y la arquitectura sustentables, el impulso decidido al reciclaje. Cuestiones que adquieren particular urgencia ante una mayor vulnerabilidad, causada por la nueva escala y densidad de la ciudad, asociada a los desafíos del cambio climático y la necesaria potenciación de la resiliencia.
Todos estos retos, como es evidente, tienen directa influencia sobre la arquitectura que demandan los nuevos tiempos, donde además el espacio público de calidad y accesible para todos se erige como la variable estratégica.
¿Qué se está haciendo en Venezuela?
En Venezuela, lamentablemente, se hace muy poco en esa dirección. Desde el Gobierno central hay frecuentes referencias en lo que se ha dado en llamar el “Plan de la Patria”, sustituto de los antiguos planes de desarrollo de la nación. Pero este, además de carecer de la estructura de lo que, en rigor, debe ser un plan, y acercándose más a un listado de buenas intenciones, por lo demás obvio y débilmente estructurado, sin jerarquización ni metas, sin identificación de las correspondientes unidades ejecutoras ni de los recursos a destinar, está profundamente signado por una visión centralista extrema que en el mundo actual ya pocos practican. Pero además, en los hechos, se actúa en la dirección opuesta, contrariando incluso muchos de los postulados generales enunciados en ese mismo documento.
Ejemplos de lo anterior son las improvisadas y chapuceras “soluciones viales” que en los últimos cinco o seis años viene desarrollando el Ministerio del Transporte Terrestre y Obras Públicas, y las no menos improvisadas y chapuceras intervenciones de la “Gran Misión Vivienda”, signadas por la ausencia de planificación y sesgadas en cambio por una inocultable intención electoral e incluso de control social y político.
En cambio, pese a haber sido despojada ilegal y arbitrariamente de competencias y recursos, y finalmente liquidada en diciembre de 2017, en una aterradora repetición de lo ocurrido casi treinta años antes con la Oficina Metropolitana de Planeamiento Urbano (OMPU), la Alcaldía Metropolitana de Caracas produjo en 2012 el “Plan Estratégico Caracas Metropolitana 2020” (PECM2020), un logro de extraordinaria significación para una ciudad cuyo último plan había sido formulado por la desaparecida OMPU veintinueve años antes.
Ese plan establecía cinco líneas estratégicas para la ciudad, a saber: accesible y en movimiento; segura e integrada; ambientalmente sostenible; productiva y emprendedora; gobernable. A estas se sumaba una sexta que las atraviesa transversalmente, referida al desarrollo de la cultura ciudadana.
Se parte del concepto fundamental de que, con sus cinco municipios y respetando sus correspondientes autonomías, el Área Metropolitana de Caracas es una sola ciudad que requiere de un marco de referencia común –precisamente lo que se propone el PECM2020– que posibilite la coordinación y convergencia de los diferentes proyectos. Una intención calcinada en el creciente autoritarismo de un régimen autista, dominado por la obsesión del poder por el poder mismo.
Una civilización es ante todo un urbanismo
En 1996 escribía Octavio Paz en su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe: “El siglo XVI fue el siglo de la evangelización y la edificación. Siglo arquitecto y albañil: conventos, iglesias, hospitales, ciudades. El arte y la ciencia de construir ciudades son políticos. Una civilización es ante todo un urbanismo; quiero decir, más que una visión del mundo y de los hombres, una civilización es una visión de los hombres en el mundo y de los hombres como mundo: un orden, una arquitectura social. Los siglos XVII y XVIII continúan la obra constructora. Plazas, iglesias, ayuntamientos, acueductos, hospitales, conventos, palacios, colegios: las ciudades de Nueva España son la imagen de un orden que abarcó a la sociedad entera, al mundo y al transmundo. Incluso hoy, desfiguradas y afrentadas por la chabacanería de nuestra plutocracia, la megalomanía de nuestros políticos y la chatura de nuestros tecnócratas, las ciudades mexicanas nos devuelven la fe en el genio de nuestra gente. En el siglo XVII el territorio se extiende, la paz es interrumpida sólo de vez en cuando por las sublevaciones de los nómadas y las incursiones de los piratas, las ciudades crecen y aparecen en ellas, hermanas gemelas, el lujo y la cultura”.
Si un pensador de tanto calibre le otorgaba esa importancia a las ciudades entre los siglos XVI y XVIII, ¿qué podemos decir de las del siglo XXI, cuando han alcanzado las dimensiones y la significación que hoy tienen y cuando el mundo es ya predominantemente urbano? Sin asumir actitudes presuntuosas, pues en la tarea están involucrados muchos otros, esa reflexión debe servir para que tomemos conciencia de la extraordinaria responsabilidad que nos corresponde hoy a arquitectos y urbanistas, constructores de ciudades, en la creación de las condiciones para el buen y justo desarrollo de la sociedad de nuestro tiempo.
¿Es posible reconstruir ciudades dignas y volver a tener arquitecturas útiles y de calidad en este país devastado y desmoralizado?
Esto nos lleva directamente a la pregunta que encabeza esta última sección de nuestra reflexión, cuando nos encontramos con un país en estado de ruina en todos los órdenes, pero que es especialmente perceptible en sus ciudades, pese a haber percibido entre 2009 y 2013, gracias a los altos precios del petróleo, recursos fiscales sin precedentes; cuando al menos durante tres décadas no ha habido inversiones de significación en nuestras ciudades; cuando sus problemas se multiplican y la ciudadanía ha ido perdiendo las esperanzas y hasta la confianza en sí misma, al punto de provocar un éxodo –prácticamente una estampida– del talento joven;cuando nuestra arquitectura se ha vuelto insignificante, ahogada entre los dislates de la “Gran Misión Vivienda” y la retórica obsoleta del “Mausoleo bolivariano”.
Frente a tan desolador paisaje es necesario alzar la vista y ver un poco más allá, empezando por las experiencias de las ciudades latinoamericanas que han superado los pronósticos que las condenaban al fracaso, indagando acerca de los mecanismos y procesos que han hecho posibles sus éxitos.
Pero también entendiendo las posibilidades que hoy nos ofrecen los avances científicos y tecnológicos, para lo cual la siguiente cita del economista Jeremy Rifkin plantea interesantes pistas: “La tercera revolución industrial ofrece la esperanza de que podamos llegar a una era sostenible post-carbón a mediados de siglo. Tenemos la ciencia, la tecnología, y el plan de acción para hacer que suceda. Ahora el problema está relacionado con cuándo reconoceremos las posibilidades económicas que yacen delante de nosotros y con reunir la voluntad para llegar a tiempo” (negritas mías).
Es importante hacer notar una notable coincidencia entre Paz y Rifkin: el primero afirma que “el arte y la ciencia de construir ciudades son políticos”, mientras el segundo plantea la necesidad de “reunir la voluntad para llegar a tiempo”. Y es que en verdad, sabemos cuáles son las técnicas y las acciones urbanas que nos permitirían alcanzar la ciudad deseada y los recursos existen. Pero la pregunta es: ¿es importante la ciudad para quienes toman las decisiones, los políticos? ¿Tendrán la estatura para entender que por sobre la clásica visión inmediatista de la política cotidiana están las de mediano y largo plazo, los tiempos del cambio real en las ciudades y en las sociedades? Una conclusión entonces es que no podemos menospreciar la política: tenemos que sumergirnos en ella para dotarnos de unas líneas de acción y una dirigencia política a la altura de los retos de este siglo.
El desafío es enorme y complejo, pero sabemos cuál es el camino que hay que recorrer; la recompensa vale la pena, pero no la alcanzaremos sin asumir compromisos e involucrarnos.
Marco Negrón (Caracas, 1938): arquitecto con estudios de postgrado en Planificación del Desarrollo Regional en la Universidad Central de Venezuela (1961-1963). Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela, en la que fue presidente de la Fundación Fondo para el Desarrollo Científico (1997-2003) y decano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (1990-1996). Es autor de Ciudad y modernidad: el rol del sistema de ciudades en la modernización de Venezuela 1936-2000 (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 2001) y La cosa humana por excelencia: controversias sobre la ciudad (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2004).
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